"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 9 de 13

Habitualmente, en la región de Chernígov comienza la primavera a fines de marzo. Pero aquel año ni siquiera había indicios de ella. Claro está que el frío ya no era de cuarenta o treinta grados como en febrero, pero, con todo, la temperatura no subía de los quince grados. Aquí nos habíamos instalado y acostumbrado al lugar. Ahora de nuevo teníamos que abandonar nuestros refugios y ponernos a construir otros en el nuevo lugar. Por lo demás, el frío nos venía bien. De haberse iniciado el deshielo, no habríamos con­seguido, como es natural, trasladarnos con rapidez: nos disponía­mos a hacer el recorrido en trineos. Nuestros combatientes no habían preparado todavía ningún carro.

Todos los guerrilleros sabían que se avecinaba el combate. Cada unidad conocía exactamente su sector de defensa. Como es natural, no podíamos decirles a todas que pensábamos retirarnos. Esto podría bajar la moral entre los guerrilleros. En la orden decíamos: “Defended el campamento hasta el último cartucho, hasta la última gota de sangre”.

Y, a propósito de cartuchos y municiones en general, debo decir que en los últimos combates hablamos capturado una gran canti­dad de armas enemigas, pero teníamos muy pocas minas y cartu­chos rusos. Hacía un mes, aproximadamente, que no venía ningún avión. Y hete aquí esta feliz coincidencia: los aviones tenían que llegar justamente aquella noche.

A Moscú comunicábamos continuamente que esperábamos más armas y municiones. Aunque era una mala pasada para nuestros estómagos, ¡qué le íbamos a hacer! había que aguantarse, infor­mamos a Moscú que de la comida no había quejas. Sólo pedíamos sal, que no era mucho peso.

Sobre esta cuestión había completa unanimidad. Tanto los com­batientes como los jefes, al recibir el cargamento de la Tierra Grande, se alegraban mucho más por el armamento que por las conservas, el azúcar y la harina. Posiblemente sólo la “majorka” provocaba no menor entusiasmo que las cintas de ametralladora.

En la noche del 22 de marzo ninguno de nosotros consiguió dormir un instante. El combate comenzó, en realidad, el mismo día

22. A las tres de la tarde, un grupo compuesto de unos cincuenta policías se aproximé al campamento, por la parte de la aldea de Elino. Enviamos a su encuentro la compañía de Bessarab. Este, valiéndose de una hábil maniobra, atacó a los policías por la reta­guardia; los pescó desprevenidos y segó a casi todos con fuego de ametralladora. Trece policías se rindieron. En el interrogatorio con­firmaron que no más tarde de la mañana siguiente los alemanes comenzarían su ofensiva. Al anochecer, el enemigo ocupó Elino.

Una gran excitación se habla apoderado de todos. La gente estaba nerviosa. Hubo un necio que empezó a despedirse en vida de los compañeros. Pero debo decir, para honor de sus compañeros, que el vapuleo que le dieron a ese derrotista fue tal, que se pasó toda la noche en un grito. Quizás un par de guerrilleros o tres estuvieran contaminados de ese estado de fatalismo, pero callaban. Hasta Bessarab, también propenso al pánico, después de su éxito diurno, se había entusiasmado tanto, que propuso no esperar a que los alemanes atacasen, sino atacar nosotros mismos.

Los hombres estaban nerviosos, sobre todo porque tenían que esperar con paciencia, cosa indispensable para darle al enemigo la impresión de que no sabíamos nada. Al amanecer, en el aeródromo flamearon las hogueras. Las encendimos unas dos horas antes del momento convenido para la llegada de nuestros aviones. En el mismo aeródromo los combatientes degollaron a tres caballos, cocieron grandes trozos de carne en cubos y, en vísperas del com­bate, se dieron un atracón. Bien es verdad que no teníamos con qué aderezar la sopa y ni siquiera sal suficiente. A pesar de todo, la gente comió bien. Solamente habla un muchacho que no soportaba la carne de caballo de ninguna de las maneras. El pobre había comenzado a hincharse de hambre. Menos mal que encontramos un poco de pan en los macutos de los policías capturados.

Sobre las hogueras aparecieron aviones alemanes. Lanzaron varias bombas. Afortunadamente, no hubo víctimas. Aquella noche, los pilotos alemanes nos considerarían seguramente tontos de remate, nosotros mismos encendimos hogueras. Pero no podía­mos apagarlas. La vez pasada las habíamos encendido en el momen­to preciso, al oír el ruido de nuestros aviones. Pero aquella noche, los aparatos enemigos evolucionaban continuamente sobre noso­tros. El ruido de sus motores no se acallaba ni un instante. Temía­mos no apercibirnos de cuando se acercasen los nuestros.

Claro, estábamos preocupados. ¿Cuándo llegarían por fin los nuestros? ¿Y si los alemanes los ametrallan? No basta con que luchemos en tierra, para que todavía se empiece a combatir en el aire. El tiempo pasaba, se acercaba el amanecer. La tensión era cada vez mayor, y nuestros aviones no llegaban. Aunque nos hacíamos los fuertes, comprendíamos perfectamente que, si no venían los aviones para traernos municiones, nuestra situación sería desespe­rada.

En aquel entonces no nos lo confesábamos unos a otros, Incluso en la reunión de jefes y entre los miembros del Comité Regional, a nadie se le escapé decir que sólo la ayuda de Moscú podía salvar­nos. Nuestra comunicación aérea con Moscú no era todavía regular. No teníamos derecho a confiar firmemente en ella. Sin embargo, confiábamos. Todos mirábamos al cielo negro y estrellado, escu­chando con gran atención. Por todas partes oíanse conversaciones:

— Los nuestros no hacen así, los nuestros zumban tranquila­mente, sin gemidos.

— El fritz hace uh, uh, uh... Mientras que los nuestros zumban alegremente, de un modo simpático.

El cielo comenzaba a clarear. Todos comprendían ya que no habría ayuda ninguna y que era preciso resistir con las fuerzas propias. Me sorprendí pensando que tal vez habíamos hecho mal en no retirarnos oportunamente. Si por la noche el destacamento hubiese reunido todas sus fuerzas y golpeado en una dirección, habríamos conseguido romper el cerco y ahora estaríamos lejos y relativamente seguros.

Pero nada dije a los compañeros, ni tampoco ellos me dijeron nada. Solamente días después me confesaron que en aquellos instantes pensaban lo mismo.

A las seis y pico de la mañana, por la parte de Guta Studenét­skaia se oyeron unas explosiones. Eran los alemanes que habían entrado en un campo minado. Nikolái Nikítich montó inmediata­mente a caballo y se precipitó en aquella dirección. Comenzó el fragor del combate. Por todas partes se oían disparos sueltos de fusil. Retumbó un cañonazo. El primer proyectil voló por encima de nuestras cabezas. Tableteó una ametralladora. Por el sonido reconocimos que era nuestra: una “Maxim”. Y de pronto, desde mi puesto de mando, vi un paracaídas que descendía pausadamente.

Nadie me había informado aún de la llegada de los aviones. ¿Cómo no los habría visto? Por lo demás, Rvánov, Balitski y Iarió­menko, que estaban conmigo en el puesto de mando, tampoco observaron nada. Alguien llegó a gritar:

— ¿No será un desembarco alemán?

Los paracaídas bajaban todos juntos. Eso significaba que la carga había sido lanzada desde poca altura. Dos enlaces se nos acercaron corriendo al mismo tiempo. Uno de ellos comunicó que, tan pronto como aparecieron nuestros aviones, los aviones explora­dores alemanes se habían ocultado inmediatamente. Otro enlace, enviado desde la primera compañía, informó que los alemanes marchaban —vociferantes y erguidos por la vereda; en seguida se veía que estaban borrachos. Los guerrilleros habían tumbado ya a unos cincuenta, como mínimo.

Otro enlace, enviado por Balabái desde la primera línea de defensa, dijo que los muchachos se mantenían bien y juraba que nuestros aviones habían arrojado varias bombas contra una concen­tración del enemigo.

— Y uno pasó en vuelo rasante tocando casi a tierra, disparando una ráfaga de ametralladora de grueso calibre. ¡Y cómo les zumbé con trazadoras a los alemanes! ¡Qué formidable!

Los combatientes recogieron la nueva y la propalaron inmediatamente por todas nuestras unidades. A juzgar por mí mismo, me daba cuenta de cómo la noticia había levantado la moral. La cosa no era para menos: ¡aviones venidos desde la Tierra Grande entra­ban en combate juntamente con nosotros!

Las cajas y los sacos que caían del cielo se abrían y vaciaban con la celeridad del rayo. Las ametralladoras y los morteros se montaban en el acto, allí mismo, y se llevaban en un santiamén a la línea de fuego.

Las armas estaban profusamente embadurnadas de grasa. Antes de montarlas había que secar bien, con un trapo, cada pieza. Pero con las prisas y en medio de la excitación general, nadie buscaba trapos. Los combatientes se quitaban las chaquetas guateadas o los gorros, limpiaban rápidamente las armas, volvían a ponerse la ropa manchada y partían de nuevo hacia el combate.

Los portadores de municiones sacaban las minas y los cartuchos de los cajones caídos del cielo. Una ametralladora metida en un tupido saco de lona se había enganchado en la copa de un árbol. Fueron a buscarla tres combatientes al mismo tiempo.

¡Qué bien lucharon aquel día nuestros muchachos! Cada árbol, cada barranco se convirtió en un fortín. No teníamos “snipers”, en el verdadero sentido de esta palabra; pero buenos tiradores, nos sobraban. Como ardillas, trepaban a los árboles y, desde ellos, batían a los soldados y oficiales alemanes.

Los alemanes nos atacaban por los cuatro costados. Dos horas más tarde, nos habían obligado a abandonar la primera línea de defensa. Por lo demás, eso obligó al enemigo a cesar el fuego de artillería. Los alemanes tenían ya unos doscientos muertos. Tam­bién caían muchos de los nuestros. Habían perecido Arsenti Kovtún, Mazepa, jefe de escuadra. Una de nuestras mejores enfer­meras, Klava Márkova, después de haber recogido a nueve heridos graves, fue segada por una bala al marchar por el décimo.

Sin reparar en las bajas, los alemanes seguían avanzando obstinadamente. Obligaban a los policías y a los magiares a marchar delante y ellos avanzaban a continuación, parapetándose tras los cadáve­res de aquellos. El combate proseguía ininterrumpidamente. No teníamos ninguna posibilidad de preparar comida. Todos, guerrille­ros y jefes, peleaban con el estómago vacío. Los paquetes con víveres tirados desde los aviones nadie había abierto. A Kapránov le costó trabajo encontrar gente para reunirlos y cargarlos en los tri­neos. Los que más padecían eran, naturalmente, los heridos. Ni siquiera había tiempo para vendarlos como era debido.

A eso de las dos de la tarde, conseguimos encontrar una brecha en la cadena del cerco y sacar el convoy. Sacamos del bosque unos cincuenta trineos y los enviamos a Gúlino, lugar donde primeramente estuviera acampado el destacamento regional. Pudimos hacerlo porque, al mismo tiempo, otros veinte trineos avanzaron en dirección contraria, hacia los bosques de Briansk. La atención de los alemanes se dispersé.

En aquellos veinte trineos no iban más que sesenta combatientes, mandados por Najaba, delegado político de la segunda compañía. Cada trineo estaba tirado por un par de caballos, de los mejores que teníamos, y éstos los llevaron con gran velocidad. El grupo tenía una misión especial. De cómo la cumpliese, depende­rían muchas cosas. Los exploradores nos comunicaron que el grupo había conseguido separarse de los alemanes que lo perseguían. Por el momento, todo se desarrollaba como lo habíamos pensado.

Los alemanes continuaban los ataques. A las tres, consiguieron romper nuestra segunda línea de defensa. Sin embargo, no se deci­dieron a peinar el bosque. Es que “peinar” significa recorrer todo el bosque como agujas de un peine por los cabellos, sin dejar ni un espacio. Pero, en cuanto una unidad se interna en la espesura, cada soldado queda separado del otro por los árboles. Cada hombre se queda solo. Y esto da mucho miedo: tras cada árbol puede escon­derse un guerrillero.

Las ofensivas por lo general se hacen con carreras cortas. Pero ¿cómo correr en un bosque? La nieve es profunda, hay árboles caídos, montones de hojarasca, y quién sabe si no minas. Por esto los alemanes avanzaban por los cortafuegos, iban ocupando cuadrados de bosque. Después seguían en columna por los senderos y disparaban a derecha e izquierda. Tan sólo divisaban un claro, se apresuraban a reunirse en él, se alegraban de verse el uno al otro, podían defenderse en círculo.

Pasadas las cuatro, cuando comenzaba ya a oscurecer, el ímpetu ofensivo de los alemanes se debilité. En las diez horas que duraba el combate no habían conseguido acercarse a nuestro campamento. La afición a los calveros y a los cortafuegos, había traído como consecuencia que ni el propio mando alemán supiese ya dónde tenía el frente y dónde la retaguardia; máxime cuando nuestros combatientes se infiltraban en los sectores ya peinados.

Fue entonces cuando comenzó a realizarse la parte final de nues­tro plan.

Los alemanes comenzaron a retirar apresuradamente algunas compañías, concentrándolas en la dirección Nordeste. Ello signifi­caba que el grupo del delegado político Najaba había cumplido su misión.

Se le había dado la orden de pasar a galope tendido por seis o siete aldeas situadas en la dirección de los bosques de Bríansk, sembrar el pánico y hacer correr el rumor de que las fuerzas de Fiódorov estaban destrozadas y que éste, en compañía de Popu­drenko, había salido aquella mañana en avión para Moscú, mientras los restos de los guerrilleros derrotados huían a la desbandada hacia los bosques de Zlinka.

Los alemanes picaron el anzuelo y enviaron a varias compañías motorizadas para interceptar el paso a los “fugitivos”.

Ahora ya podíamos iniciar la retirada. Di la orden de abandonar el combate, por secciones, y tan pronto como anocheciese dirigirse a Gúlino siguiendo las huellas del convoy.

Como habíamos minado todas las salidas del bosque y era imposible buscar las minas en la oscuridad, cada grupo guerrillero llevaba por delante un caballo tirando de un trineo. Las pobres bestias volaban destrozadas, abriendo así paso a los hombres.

A unos veinticinco kilómetros del bosque de Elino, en un barranco profundo y cubierto por zarzales, nos detuvimos para agrupar todas nuestras unidades. Desconocíamos aún nuestras bajas. Los combatientes estaban cansados a más no poder. Kapránov ordené a los muchachos de su sección de intendencia que abriesen los cajones de víveres. Aquella vez, él mismo distribuyó entre los guerrilleros el tabaco, las conservas y el salchichón. Pero lo que más ansiaban los guerrilleros era dormir. Se tumbaban en la nieve y se quedaban dormidos al instante.

Tuvimos que destinar una guardia especial para que despertase a los dormidos. Hacía un frío de más de quince grados bajo cero. Muchos compañeros, en el ardor del combate, se habían despojado de sus chaquetas guateadas, dejándolas en el bosque. Corrían el riesgo de helarse. No podíamos prender hogueras. Hasta para encender un cigarrillo, los hombres se tapaban con sus zamarras, porque los aviones alemanes seguían revoloteando por el cielo oscuro.

Dos horas más tarde, habíanse reunido todas nuestras Compa­ñías. Teníamos que continuar el camino sin perder un minuto. Pero la gente estaba agotada. Hasta los más resistentes suplicaban descanso por un par de horas.

Mas, de pronto, ocurrió un milagro.

 

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