"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo cuarto: UN GRAN DESTACAMENTO parte 3 de 13

Sin embargo también más tarde, en los años de mayor madu­rez guerrillera sucedían hechos estúpidos y lamentables despistes. Esto es lo que me sucedió a mí personalmente en el invierno de 1942 en la región de Oriol.

El campamento cambió de lugar protegiéndose de la persecu­ción de los alemanes. Nos movíamos en una larga columna: algo así como setenta trineos. Yo iba solo en mi trineo con un gran equi­paje cubierto con una lona. Había un temporal de nieve. Marchaba yo cubierto con una pelliza. Avanzaba un poco, levantaba el abrigo, miraba, y seguía adelante. Así marché hasta que me dormí. Me desperté y descubrí asombrado que del convoy no había rastro y estaba solo. No pude comprender qué había pasado. Me levanté, miré, en ese momento salió la luna de entre las nubes: ni delante ni detrás no había nadie. El caballo había salido del camino. Menos mal que no había mucha nieve. No sabía donde estaba. Recorrí unos dos kilómetros por en medio del bosque mirando atenta­mente. De pronto vi delante que algo se movía. Ya está, son los nuestros. Me alegré, claro. Resultó que había seguido un atajo, o sea que, al parecer había tenido suerte.

Cuando marcha un gran convoy, entre los trineos siempre se producen algunos espacios. Sin pensarlo dos veces me metí en uno de esos espacios y ya está: menos mal que nadie de los jefes se dio cuenta de mi larga ausencia, Iba yo debajo de mi abrigo de pieles, contento con el final feliz. Recobré el calor y me abandoné sin prestar atención a nada. Al cabo de unos cuarenta minutos eché un vistazo: ¿qué pasaba? era una columna demasiado larga, no se le vela ni principio ni fin. Presté atención a mi alrededor: justo delan­te mío iba sentado en un carro un alemán. Estaba cubierto y tapado no sé si con una manta o una alfombra. En la cabeza, debajo del gorro, llevaba un pañuelo envuelto alrededor del cuello. Miré atrás y allí también iba un alemán envuelto como una momia.

¡Pues sí que estaba bien! ¿Qué carretas son esas? Los guerrille­ros iban en trineos. Eso quiere decir que estaba dormido, que estaba soñando. ¡Qué más quisiera yo! Me froté los ojos y no había duda: marchaba en una columna alemana.

Llevaba en el trineo un automático, bajo la lona un equipaje, iba vestido de guerrillero, la gorra con la cinta roja...

Había que hacer algo. Mentalmente me despedí de todos: de mis amigos y compañeros de lucha, de mi mujer, hijos y nietos. Hice en su nombre un juramento: vender mi vida lo más caro posible, a alguien me llevaría por delante. ¿Qué hacía falta hacer para conse­guirlo? Tenía que reunir a mi alrededor el mayor número posible de alemanes, porque no iba a matar a uno solo... Pero también tenía ganas de seguir viviendo. Mi cabeza trabajaba como una loco­motora, hasta me puse a sudar de tanto pensar. ¿Y qué es lo que pensé? Lo primero que comprendí es que los alemanes estaban medio muertos de frío, no se fijaban en nada y se dedicaban a taparse con lo que podían. De otro modo, hacía tiempo que se hubieran dado cuenta que un extraño marchaba en un trineo con ellos. Después hice un plan: me decidí a dar un paso temerario. Dejé caer las riendas, éstas se arrastraron por la nieve, por las rode­ras y allí se engancharon con el trineo. Llevaba un caballo bastante fuerte y que corría con agilidad, al notar éste cierta resistencia, pegó un tirón, el trineo se dio la vuelta y yo salí despedido a la nieve. Agarré el automático y me dispuse a luchar... Pero no pasó nada. Me levanté junto a mi trineo caído, el caballo resoplaba. Era un animal inteligente, no se notaba en absoluto que estuviera ner­vioso, yo lo estaba mucho más.

Los alemanes no me prestaron ni la menor atención. Me iban rebasando uno tras otro, como si no existiera. Que un carro llevase ruedas o patines era algo que no les interesaba, lo único importante era llegar al lugar de destino, calentarse y beber algo. Pero después las cosas no resultaron ser tan sencillas... De momento me quedé estirado esforzándome en estar lo más atento posible. Los soldados seguían uno tras otro su camino. No era muy cómodo marchar sobre ruedas, era muy fácil volcar, era curioso, qué gente más extraña es esa que ve a alguien caído en el camino y no hace ningún caso. ¿Será una orden? ¿A lo mejor están medio muertos de frío? Bueno, seguí mirando y contando. Pasaron cañones, ametrallado­ras. Llegué a la conclusión de que era una unidad que marchaba al frente y la habían dirigido contra los guerrilleros, no estando prepa­rada por las duras condiciones de una lucha en los bosques.

Cuando en la columna alemana se produjo un espacio vacío, de prisa y corriendo, con todas mis fuerzas en tensión, di vuelta a mi trineo, lo coloqué sobre los patines, me monté y salí de ahí. De pronto vi a mi derecha el camino por donde antes habíamos pasado: resulté que había hecho con los alemanes una gran vuelta, posiblemente incluso me dirigí en dirección contraria. Y por ese camino me lancé. Pensé que si me disparaban contestaría con mi automático. El caballo era bueno, los guerrilleros no tenían caba­llos malos... ¿Y qué se creen? Di alcance a mi convoy. Los mucha­chos vinieron corriendo a preguntarme:

— ¿Cómo, Grigori lvánovich? ¿De dónde sale? Había desapare­cido y no se oía ningún disparo... Estábamos muy afligidos. Pensa­mos, Gorobéts se ha entregado.

Yo les contesté:

— Por una sospecha como ésta se puede partir la cara a alguien. ¿Cuándo se ha visto que un guerrillero se rinda sin luchar? Así pueden coger solo a un herido grave o a alguien qUe haya perdido el sentido.

Pero uno dijo:

— ¿Y si se duerme? También entonces está sin sentido.

Dejando de lado el comentario, pregunté:

— Mejor me explicáis dónde os habíais metido y me dejasteis solo.

¿Qué fue lo que pasó en realidad? Pues que todo nuestro convoy se unió sin querer con la columna alemana: entró en una larga brecha de la columna alemana. Un oficial alemán a caballo se acercó al primer trineo y preguntó en alemán:

Wer sind Sie? ¿Quiénes sois?

Los nuestros se dieron cuenta a tiempo y contestaron:

— ¡Policía, policía!

Se trataba de unos alemanes con poca experiencia y se creyeron la cosa: con un convoy tan grande, no podían ser guerrilleros... Además el oficial a caballo estaba azul del frío, no quería sacar las manos de las manoplas y no nos pidió los documentos. Tampoco los fascistas eran siempre gente precavida. Este oficial de guardia informó a sus jefes que el convoy de trineos era de la policía. Mientras, yo dormía, mi caballo marchaba lentamente y todos me iban pasando. Después nuestro convoy torció por otro camino. Los alemanes, al parecer, pensaron que los policías tenían su misión y su camino, así que no se sorprendieron del hecho... Luego fui yo en dar la vuelta y encontré mi convoy. De este modo se comprendió el por qué los alemanes no prestaron atención a un trineo volcado:

qué importa que en el camino haya el trineo volcado de no se qué policía.

Cuando llegamos al campamento, me llamó Fiódorov. Este me preguntó con tono severo:

— ¿Qué ha pasado, eh, Gorobéts? Te teníamos por un excelente combatiente... Bueno, cuenta sin miedo.

Lo que yo tenía no era miedo, sino sencillamente frío. Expliqué con detalle lo que me había ocurrido, Fiódorov se reía. Siempre le pasaba lo mismo: primero te chillaba, pero después de tus explica­ciones pasaba a la sonrisa afable o a la risa.

Después de reírse de la historia, me preguntó:

— Reconócelo ¿te dormiste?

— No, lo hice adrede, me volqué y dejé pasar a toda la columna alemana, estuve contando todo su armamento.

— ¿Eso quiere decir que eres un héroe y hay que proponerte para una condecoración?

No, no soy un héroe, sólo me aproveché de las circunstancias.

      ¿Cuántos hombres tenía la columna? ¿Cuánto armamento? ¿Por qué llegaste a la conclusión que eran novatos?

Le informé de lo visto:

A juzgar por la longitud de la columna, eran unos tres mil quinientos: a la columna no se le veía ni principio ni fin. El arma­mento consistía en cañones ligeros, una decena; ametralladoras, morteros... Y eso de que eran novatos era algo que se vela...

No sabia cómo continuar, Fiódorov me interrumpió:

“Se veía, se veía”... Parece que tienes muy buena vista. ¿Y nuestros trineos los viste? Porque marchaban en la misma columna.

No esperaba que me hiciera esta pregunta. ¿Cómo me había podido fijar en aquello si me había quedado dormido y no había visto nada? Todos se echaron a reír. Mientras yo me esforzaba por encontrar una respuesta. Cuando las risas se calmaron, dije:

¿Pero, en ese momento, los nuestros eran policías, por qué no contarlos, entonces?

La respuesta fue del agrado de todos y salí bien parado del percance.

Más tarde se vio que no fui el único en contar los efectivos de la columna. Las opiniones prácticamente coincidían. A propósito, nuestro traductor, que también se presentó como policía, se enteré que se preparaba contra nosotros un ataque para las cinco de la mañana. Fiódorov al instante dio orden de ataque y caímos sobre ellos una hora antes. Los alemanes todavía se estaban calentando junto a sus fuegos, desayunaban, limpiaban sus armas. Les infringi­mos una importante derrota.

Me nombraron encargado del hospital. Ello, ante todo, quería decir que yo, como carpintero y mecánico, dirigía la construcción de un amplio refugio en los bosques de E lino. Cuando el suelo está helado es muy difícil cavar, los trabajos avanzaban muy lenta­mente. Entonces nos dirigimos a la aldea medio abandonada, esco­gimos una isba de troncos de madera, la desmontamos y nos la llevamos al bosque. Nos salió un hospital muy hermoso. Montamos una estufa de ladrillos... Llegó Fiódorov y nos dijo:

      Deshaced la casa.

¿Qué pasa?

— Eso de la isba está bien. Ahora cavad un buen agujero, bajad toda la casa y enmascarad el techo con ramas.

Fue una lástima, pero tuvimos que hacerlo. El jefe tenía razón.

Apenas tuvimos tiempo de acabar la casa, cuando se produjo un combate. Los nuestros se encontraron en Ivánovka con un grupo importante del enemigo. Entre los heridos había veintidós perso­nas.

Sobre mí recaía la tarea de organizar un convoy sanitario: caba­llos, trineos, comida, conductores. Elegí gente de todas las seccio­nes, cada jefe discutía conmigo, no quería desprenderse de sus hombres. Entonces yo enviaba los jefes de sección a que hablaran con Fiódorov o Druzhinin, después de lo cual ponían fin a su resistencia. De estos hombres que yo había reunido, primero se tuvo que hacer un grupo de combate para conseguir medicinas del enemigo. La instrucción de los combatientes la llevó a cabo el practicante Yemeliánov: les indicó lo que tenían que conseguir, qué medicinas, qué instrumentos hacían más falta. Actuábamos de manera pacífica: llegábamos a escondidas hasta algún practicante en las aldeas ocupadas por el enemigo. Los practicantes eran ucra­nianos y rusos. Estos temblaban de terror, pero en el fondo eran patriotas. De estos patriotas miedosos nos bastaban y nos sobraban. Los patriotas miedosos eran un fenómeno muy serio. Entre ellos casi no había traidores patentes: no iban a denunciarnos.

Sólo que era una lástima que, a veces, estos practicantes de aldea, al elegir los medicamentos, temblaban con todo su cuerpo, se les caían de las manos ampollas y botellines, con lo cual se produ­cían grandes pérdidas. Entonces empezamos a pedirles las cosas del modo siguiente: mire, por favor, usted quédese tranquilamente sentado y díganos en qué cajón tenemos que buscar. Esta es la lista de las medicinas que necesitamos para nuestra unidad sanitaria...

En el destacamento aparecieron piojos. Como mecánico inventé un ingenio: cojan, les dije, un bidón, quítenle el fondo, coloquen en el fondo dos palos cruzados y sobre ellos la ropa.

Así lo empezamos a hacer, manteníamos la ropa al vapor: la ropa interior, los gorros, todo. Fiódorov dio orden de afeitar las cabezas a todos los que tuvieran piojos. Alguna gente tenía frío así y se constipaba. Alguien propuso: “Vamos a hervir las cabezas”. Los guerrilleros no podían pasar sin bromas. Por ejemplo, un “inventor” propuso dar de comer a los piojosos arenques muy salados. En aquellos días tuvimos la suerte de lograr cinco bidones de arenques de los alemanes. Y el “inventor” proponía lo siguiente:

“Los piojos se llenarán de sangre salada y se marcharán al río para beber agua”. Otro le contestó: “Los piojos a lo mejor se van a beber, pero ¿y las liendres?”

Sin embargo, también hubo propuestas serias, pero sólo surtían efecto en verano. Si se coloca la ropa sobre un gran hormiguero, las hormigas se llevan todos los piojos y liendres. Pero la ropa llena de hormigas tampoco es muy agradable de llevar, no había muchos voluntarios a quedarse en cueros dando saltos alrededor de un hormiguero. Pero hubo alguno que se aficioné al método. Yo fui el primero en dar ejemplo.

En primavera, cuando se rompió el hielo en el río Snov, se me encargó la organización del paso del río. Del caserío Shevchenko logramos robar ocho barcas, empezamos a construir el paso. Deja­mos, claro, los caballos y parte del convoy de transporte. Pero lo importante es que trasladamos a los heridos. Hecho esto, continua­mos la construcción.

Teníamos un combatiente extraordinario, de un valor inusitado, se llamaba Fiódor Onischenko. Se le había dejado por inútil para el ejército, pero ingresó en la guerrilla, lo hicieron en Sávenki, anduvo largo tiempo con muletas. Pues a este Onischenko, cuando estuvo curado, y a otro combatiente, Seriozha Mitkó, los enviaron de exploración, tenían que contactar con los que trabajaban en el río. Onischenko lo era, y conocía a muchos. Mitkó nunca había subido a un barco, ni siquiera había visto uno. Marcharon los guerrilleros a Nóvgorod-Séverski y encontraron allí a un conocido. Antes había sido capitán, lo había llamado el Gebietskommissariat y le dieron orden de organizar la navegación en el río. Este capitán, no me acuerdo de su apellido, también resulté ser un patriota miedoso. No estaba a favor de los alemanes, sino de los guerrilleros, estaba dispuesto a ayudar y hasta a arriesgarse, pero no se decidía a coger un arma para luchar. Onischenko y Mitkó pasaron la noche en su casa. La hija del vecino trabajaba en la Gestapo de traductora. Por la mañana llegó con un oficial de las SS. Metieron a nuestros muchachos en un sótano.

Más tarde Onischenko relataba:

— En el primer sótano todas las paredes estaban cubiertas de sangre, pero nos trasladaron a otro más limpio. El capitán llegó a la Gestapo para que le entregaran a los muchachos bajo fianza. Dijo que eran marinos, especialistas. Los de la Gestapo se los entregaron bajo su responsabilidad, ya que faltaban hombres para navegar en el río.

 

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