"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL EN EL BOSQUE parte 9 de 11

Solamente a principios de enero, después de una ausencia de tres meses, regresó del distrito de Yáblunovka Kuzmá Kulkó. Nos informó que el camarada Boikó, comunista clandestino, que había sido propuesto a su debido tiempo por el Comité Regional, dirigía en el distrito un pequeño grupo de comunistas y komsomoles. Imprimían octavillas y las difundían; hacían agitación verbal entre los campesinos; cortaban sistemáticamente los cables telefónicos y telegráficos entre Yáblunovka y Piriatin. El grupo había ejecutado a dos stárostas traidores. Hacía poco que, por una delación de no se sabe quién, la policía había detenido al camarada Boikó. Este consiguió huir, pero fue alcanzado en el bosque y fusilado en el acto.

La organización de base de Yáblunovka la dirigía ahora Zlenko, candidato a miembro del Partido. El grupo era pequeño y atrave­saba por una situación muy dura. Su actividad se limitaba a escu­char la radio y publicar octavillas con el parte de guerra del Buró Soviético de Información. La situación de los compañeros era difícil, no sólo porque les perseguían los alemanes y la policía, sino también porque en el grupo había mucha gente de fuera.

— Plantean la siguiente cuestión —dijo Kulkó en su informe al Comité Regional—: ¿cómo conseguir medios de subsistencia? Los guerrilleros los consiguen en combate contra los alemanes. Pero, ¿dónde se mete un combatiente clandestino que no posee ha­cienda? Tiene que ir a trabajar. ¿Pero qué trabajo hay ahora? Si pudiese ir a un sovjós o a una fábrica, tendría allí posibilidades de hacer agitación, explicarles a las masas la verdadera situación, hacer sabotaje, etc. Pero lo malo es que en Yáblunovka no hay fábricas que funcionen. Los alemanes han suprimido todos los sovjoses. Y los koljoses los han convertido en comunidades de diez haciendas, donde no admiten más que a los del lugar. ¿Qué se puede hacer?

—,¿Qué les aconsejó usted?

— No les queda más que una posibilidad: la ayuda de las masas populares. Vivir como esos que se sustentan de lo que recogen en su camino: bien pidiendo, bien aprovechando la generosidad de los campesinos, su hospitalidad. Pero tened en cuenta que una cosa es un forastero que pasa, y otra cuando uno se ha establecido ya en el lugar.

Entre paréntesis diré que Kulkó había cambiado muchísimo durante aquel tiempo: estaba más delgado, más rudo y fumaba mucho. Era violento negarle el tabaco, puesto que se trataba de un huésped; y mientras hizo el informe, se fumó mi ración de dos días. Cuando le explicamos que su mujer se encontraba en Jolm, que estábamos en contacto con ella y hasta le hacíamos algún pequeño encargo, no se asombré, en contra delo esperado.

— Mire, Alexéi Fiódorovich, ya no me asombro de nada. Pero le diré una cosa: no me dé usted permiso. ¿Qué es lo más difícil para un luchador clandestino a diferencia de un guerrillero o un sol­dado? Pues que el luchador clandestino, Alexéi Fiódorovich, ve a su familia, que ve los sufrimientos, de sus chicos. De ahí, le viene la debilidad. Y cada persona supera esta debilidad a su manera. Y yo no iré. No iré por nada del mundo.

— ¡Pero si no te estamos convenciendo, Kuzmá Ivánovich!

Pero Kulkó se emocioné muchísimo, le temblaban las manos al intentar liar un enorme pitillo, se le perdió no menos de la mitad del tabaco.

Así que se marchó a una nueva misión sin ver a su mujer ni a sus hijos.

Junto con Kulkó se fue Zússerman para contactar con Batiuk.

Tan pronto como se repuso, él mismo se ofreció a ir a Nezhin; Yákov alegaba que nadie mejor que él conocía el camino. Al prin­cipio, yo vacilaba, pero él me convenció. Y, en efecto, nadie mejor que él conocía a Nezhin. El podría encontrar, con mayor facilidad que otro cualquiera, el grupo de Batiuk.

Dejé marchar a Zússerman con pena. Pero él estaba alegre, parecía sano y marchaba con entusiasmo a cumplir la misión.

A principios de enero, después de largas andanzas, Savva Gríshenko, miembro del Comité clandestino del Distrito de Oster, topó con el puesto de vigilancia del destacamento regional. Estaba extenuado, hambriento, con las ropas destrozadas. Pero al saber que el Comité Regional clandestino se encontraba en el destaca­mento, se animé en el acto. Le trajeron la comida al Estado Mayor. Mientras comía, nos informaba.

Gríschenko nos hablé de la difícil situación en que se hallaba el Comité clandestino del Distrito de Oster. El destacamento guerri­llero había sido organizado antes de la ocupación. Dicho destaca­mento ayudé a las unidades del Ejército Rojo a salir del cerco, pero no consiguió volver al territorio ocupado. La mayoría de los com­pañeros se fueron con nuestras tropas, y solamente un grupo pequeño, dirigido por el secretario del Comité de Distrito, camara­da Glushkó, pasó la línea del frente y regresó a los bosques de Oster.

Pero entonces se enteraron de que las bases de víveres y el depósito secreto de armas habían sido descubiertos a la policía por un chófer traidor. Por ello fue imposible crear un nuevo destaca­mento guerrillero. El Comité de Distrito dedicó todos sus esfuerzos a la organización de grupos clandestinos rurales. Cada uno de los seis grupos creados por el Comité de Distrito constaba de cuatro a ocho personas. Los grupos difundían los partes de guerra del Buró Soviético de Información, copiados a mano, y Constituían, en reali­dad, los embriones del futuro destacamento guerrillero. Se dedica­ban a recoger armas por bosques y campos. A la base forestal común habían llevado ya veinte cajones de granadas, más de cien fusiles, dos fusiles ametralladores y más de diez mil cartuchos.

— ¡Ah, camaradas! —dijo Gríschenko—. De haber sabido con certeza que el Comité Regional continuaba existiendo, ¡cuánto más fácil nos habría sido trabajar!

— ¿Por qué? —preguntó Popudrenko—. ¿En qué podíamos ayudarles?

— ¿Acaso se trata sólo de la ayuda? Ustedes mismos acaban de decirme que han recibido noticias del Estado Mayor del Frente. Pero hasta la fecha tampoco han recibido ayuda, ¿no es cierto? Pues también para nosotros, comunistas del distrito, es muy impor­tante saber que no actuamos como un grupo pequeño y aislado, que en la región hay muchísimos grupos como el nuestro y que existe en el mundo el Comité Regional... ¿Acaso no lo comprende usted, Nikolái Nikítich?

— ¿Será posible que no hayan oído hablar nada de nuestro destacamento?

— Del destacamento hemos oído hablar. E incluso de dos gran­des destacamentos, el de Orlov y el de Fiédorov*. Pero respecto al Comité Regional, la última directiva que recibimos de él fue en noviembre.

—,¿Y les ayudé? , ¿respondía a sus problemas vitales?

—,Ahora han surgido muchas cosas nuevas. Por ejemplo, en el distrito hay comunistas y komsomoles que no están organizados. Algunos de ellos se han inscrito en los registros de la policía. Los que lo hicieron voluntariamente son unos cobardes y unos traidores, pero también hay algunos que no podían proceder de otro modo.

,Bueno, eso vamos a dejarlo, ¡ninguna circunstancia me habría a mí obligado a inscribirme! —exclamó Druzhinin indignado.

— Ustedes, como yo, son de otra manera —repuso Gríschenko—. Pero les voy a contar un caso. ¿Recuerdan al ajustador del koljós “Chervonoarméiets”? Tienen que acordarse: Nikanor Stepánovich Gorbach. Un gran maestro en su oficio. El año pasado hizo un llamamiento, que publicó el periódico, respecto a la reparación anticipada de la maquinaria agrícola para la siembra. Su retrato apareció en la primera plana. Uno con bigotes, pipa y una gran verruga junto a la nariz. Ese, ese mismo. Candidato al Partido. Pero lo peor es que le conocen en todo el contorno como un gran especialista. Además de ajustador, es forjador, y tornero, y mecá­nico autodidacta. Conoce el tractor a la perfección, puede reparar cualquier motor, cualquier máquina. Es un auténtico talento natu­ral. ¡La de veces que le habrán invitado a trabajar en la Estación de Máquinas y Tractores! Pero siempre se negó. Sentía apego por su aldea, donde, además, tenía unas colmenas. Pero con lo que más encariñado estaba, era con su koljós, se enorgullecía de él. Al pare­cer, se trataba de todo un hombre soviético; pero, imagínense, se ha inscrito.

— Eso quiere decir que en su fuero interno era distinto. Ustedes, comunistas del distrito, no se han apercibido de su espíritu de kulak.

— No se trata de eso, Alexéi Fiódorovich. El hombre hasta se afeitó el bigote y quería deshacerse de la verruga, con fines de conspiración. Pero nada podía ayudarle, como tampoco a usted, es un decir, o a Nikolái Nikítich. Como el pueblo conozca a un hombre, ¡se acabó! Por mucho que se disfrace, siempre habrá algún indicio. Supongamos que yo me he fijado en la nariz de Nikolái Nikítich, y perdone, camarada Popudrenko. Y usted, en las orejas. Y si no es uno el que le reconoce, será otro. Además, a un viejo forjador siempre se le puede identificar por las manos. ¿No es cierto?

Nikanor Stepánovich no quiso marchar con los evacuados. Mani­festé que prefería ir de guerrillero. Pero, como ya les he contado, tuvimos que regresar del bosque. Nos habíamos ya puesto de acuer­do con él en que, como era conocido, lo trasladaríamos a una aldea lejana y aislada. No se opuso, fue a recoger a su vieja y se dirigió a casa de unos parientes suyos, a Zeliónaia Buda. Ellos, claro está, lo acogieron. En el koljós, o como se dice ahora, en la comunidad, se alegraron muchísimo. Eso significa que también allí le habían reco­nocido. Le propusieron una casa entera. Había muchas casas vacías, sus dueños habían evacuado. Entonces él explicó que no podía trabajar y se vendó intencionadamente la mano. “Bueno ya te pondrán bien”. Nikanor nos mandó recado, diciendo que le enviásemos octavillas, que allí había buena gente, y al mismo tiempo nos hacía saber que tenía un sótano grande, donde, en caso preciso, podíamos organizar una imprenta. En una entrevista que tuvo con uno de nuestros compañeros, llegó hasta a proponer que le trajeran desde el bosque, por partes, la prensa y que él ya vería de montarla. La prensa, dicho sea de paso, se había conservado. Cuando la policía saqueé las bases, la máquina no sufrió más que un ligero desperfecto. Por lo visto, debieron golpearla con piedras.

En pocas palabras, no le hemos llevado la prensa, porque preci­samente por aquel entonces supimos que se había inscrito en el registro. Se había presentado a la policía y manifestó que, en efecto, era candidato al Partido y que se comprometía a cesar toda resistencia y, como se estipula allí, a informar de todo lo que llegara a su conocimiento.

Cuando nos enteramos, se nos estropeó el humor por muchos días. ¡En quién se podía confiar, si un hombre como aquél, un koljosiano de los más conscientes y miembro de la dirección del koljós, hacia eso! Por lo tanto, había que vengarse de él, matarlo. Además, el tal Nikanor Stepánovích conocía las señas de los cen­tros de enlace. Y no sólo conocía a los miembros del Comité de Distrito, sino a todos sus parientes. ¿Qué iba a ocurrir, si cumplía lo escrito en el documento alemán?

Pero nadie quería matarle. Dudaban de que fuera un traidor. Y, en efecto, las cosas se aclararon. El mismo nos encontró y nos lo explicó todo. Pero le expulsamos del Partido. Nos negamos a consi­derarle de los nuestros.

Había ocurrido lo siguiente: Vinieron a verle el /andwirtschafts­führer y un antiguo funcionario de la sección agrícola del distrito —que se había colocado en la comandancia alemana— y le pregun­taron: “¿Es usted fulano de tal? “ El trató de negarlo, pero aquel ex funcionario nuestro le conocía personalmente. “Tú —le dijo—, te has afeitado el bigote”. —“ ¡Qué iba a hacer! —respondió—. Es verdad”. Lo metieron en un carro y se lo llevaron a la era, a unos treinta kilómetros de la aldea. Una vez allí, le ordenaron que repa­rase rápidamente la locomóvil. Se les había ocurrido trillar. Un soldado alemán, también mecánico, andaba hurgando en la locomó­vil, pero no conseguía nada; quizás no conociese la construcción de nuestras máquinas. Nikanor Stepánovich enseñé la mano, como diciendo: “No puedo trabajar”. Ellos estuvieron de acuerdo en que él no haría nada y se limitaría a dar instrucciones. Pues bien, ima­gínense, el viejo se entusiasmó. “Ni yo mismo comprendo —nos conté— cómo ocurrió aquello. No hacía más que repetir para mis adentros: “ ¡Diablo calvo, no hagas nada! “ Ellos no cesaban de dar vueltas y revueltas alrededor de la máquina, sin conseguir nada. Y comenzaron a burlarse de mí: “¿Cómo es posible que un mecánico tan famoso como tú tampoco pueda hacer nada?” No pude resis­tirlo y me piqué o, tal vez, quise mostrar ante los alemanes mi superioridad. Mis manos, por decirlo así, se me fueron solas y aún no habla tenido tiempo de recobrarme, cuando la máquina andaba ya. Juzgadme como queráis —nos dijo—, mas, tened en cuenta que en mi vida nunca he estado en la clandestinidad, y que con los metales llevo trabajando más de treinta años”. Después de lo ocu­rrido con la locomóvil le dijeron que las autoridades alemanas sabían que era comunista, pero que aquello no tenía importancia, que bastaba con que se inscribiese en el registro, y lo condujeron a la policía. Allí firmé el documento de marras. Y unos días más tarde se nos presentó suplicándonos que considerásemos todo aquello como un subterfugio; aseguré que odiaba a los alemanes y que estaba dispuesto a entregar la vida por nuestra causa. Así pues, ya veis, camaradas, lo que son a veces las cosas.

— Pero ese es un caso aislado —objetamos a Gríschenko.

Cada caso, a su modo, es aislado. Entre los comunistas inscri­tos en la policía no todos ni mucho menos son mala gente. Un camarada, maestro de los recientemente ingresados en el Partido, nos encontré y nos dijo: “Aunque sea culpable, aunque sea indigno de ostentar el nombre de miembro del Partido, no me privéis del nombre de persona. Dadme una tarea, ponedme a prueba. Confieso que, al principio, todo el espectáculo de la retirada me aplané y perdí la cabeza. Cuando recapacité, cuando vi la grandeza de espí­ritu de[ pueblo, comprendí que era preferible morir a vivir de esa suerte -

Le encomendamos que averiguara la situación en las vías férreas. Le dijimos que aquello nos interesaba, a fin de realizar actos de sabotaje, aunque no teníamos ningunos medios para desarrollar tales actividades. Y lo enviamos a la. estación, que está terrible­mente vigilada. E imagínense, por la noche se arrastró por debajo de las alambradas espinosas y nos dibujé después un plano detalla­dísimo, indicando los lugares donde estaban los centinelas, dónde el depósito de las municiones... Incluso nos dio lástima del esfuerzo que había hecho. No, no se debe medir a todos con el mismo rasero y considerar como canallas a todos los que se asustaron. Y cuando pase más tiempo, vendrán a nosotros muchos como ese maestro.

— ¿Y qué pasó con el mecánico? —preguntó interesado Druzhi­nin—. Le habéis expulsado del Partido y no queréis saber nada de él. ¿No es eso?

— Se ha dado a la bebida. ¡Bebe que es un espanto! Se ha fabricado un alambique para hacer aguardiente en casa y produce un aguardiente que, en realidad, es alcohol rectificado. Incluso ha aprendido a quitarle el mal gusto. Cuando diluye en él un poco de agua, sabe igual que esa vodka especial de Moscú rectificada dos veces.

Entonces, ¿lo habéis probado? —dijo Popudrenko echándose a reír—, ¡Y dices que no queréis saber nada del viejo! ¿Resulta que para algo os sirve?  

* Orlov era mi seudónimo guerrillero. Más de una vez había oído que en la región actuaban dos destacamentos: el de Orlov y el de Fiódorov. Refutar ese rumor habría perjudicado nuestros intereses.

 

  capítulo 3 parte 01, 02, 03, 04, 05, 06, 07, 08, 09, 10, 11,

capítulo 2 parte 10,  capitulo 4 parte 01