"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo tercero: EL COMITE REGIONAL EN EL BOSQUE parte 8 de 11

Al otro día, los alemanes publicaron la siguiente orden: los judíos debían presentarse en el lugar fijado, llevando consigo todas las cosas de valor. Habían llegado muchos alemanes. Salir del pueblecito era muy difícil. La hermana de la portera de la farmacia

—que trabajaba de sanitaria en la clínica—, de acuerdo con el doctor Bezrodni, había metido a Zússerman, que aún no estaba completamente sano, en una de las salas de la clínica.

Pero ocurrió que por la noche los alemanes decidieron inspeccio­nar la clínica con el fin de acondicionarla para hospital. Abriéndose paso a empellones, comenzaron a recorrer las salas. Zússerman les oyó preguntar en la sala vecina:

— ¿De dónde? ¿Nacionalidad?

Era imposible huir. La ventana daba a la calle; la puerta, al pasillo, y en éste se agolpaban los alemanes. Fue en ese momento cuando se comió la carta de Batiuk.

— Me había despedido ya definitivamente de la vida, porque sabía lo que significaba presentarse al registro. Recorrí rápida­mente, de una ojeada, la carta de Batiuk, para acordarme de lo que le escribía y me apresuré a masticarla y a tragarla. Me atraganté, pero los alemanes no me oyeron. En aquel momento entró la hermana de la portera de la farmacia en compañía de otra enfer­mera, llevando unas parihuelas. Y me dijeron muy quedo: “Echate aquí, ahora eres un cadáver”. Me acosté. Me taparon con una sábana y me llevaron en las parihuelas por delante de los alemanes y policías. 0í que uno preguntaba: “¿Qué es eso?” Y la mujer contesté tan tranquila como si tal cosa: “Uno que ha muerto del tifus”. Un policía alzó la sábana. Por mi palidez debía parecer un cadáver, porque aquél barboté con indiferencia: “¡An...!”, y me sacaron al patio. Pero también allí había soldados. Las mujeres me llevaron al depósito de cadáveres y me tiraron sobre unas tablas donde yacían tres difuntos. Efectivamente, la gente ya empezó a morir de tifus y, entre, otros, los prisioneros fugitivos. Así, oculto entre los muertos, estuve más de una hora, pero mi situación era peor que la de ellos. A partir de aquel momento, y en el transcurso de nueve días, tan pronto como los alemanes se acercaban a la clínica, corría al depósito y me acostaba en la horrible compañía de los cadáveres. De noche, conseguía a veces salir a la ciudad y hacer agitación entre los judíos para que, en vez de ir a inscribirse en el registro, se escapasen. En la calle Shevchenko, creo que en la casa número 19, encontré buena gente. Tenían contacto con Maru­sia Chujnó, guerrillera vuestra. Marusia me dijo que debía armarme de paciencia. Mientras tanto, le ayudaba a escribir octavillas. Una vez, después de dormir en el depósito de cadáveres, llegué a aquella casa, pero no encontré más que cenizas. Me contaron que aquella mañana los alemanes se habían llevado a Marusia Chujnó conducida por la calle, juntamente con los judíos. Trescientos judíos y la rusa Marusia Chujnó fueron fusilados. Aquella noche tenía ya 39º de fiebre. Y decidí que todo me daba igual. Surgió en mí un valor desesperado. Por la mañana, sin ocultarme, me dirigí hacia la ciudad, con el dedo en el gatillo de la pistola y una granada en el bolsillo.

A la salida misma del pueblo, me encontré con dos policías montados. Les dejé que se acercasen, como nos habían enseñado en el ejército, y disparé primero contra uno. El otro tiró contra mí, pero fallé. Me aparté corriendo y le arrojé una granada. No sé lo que pasó, pero el caballo partió al galope sin jinete. A lo mejor, el de la patrulla había saltado del susto. También yo eché a correr en dirección al campo. Nadie me persiguió...

Enfermo, con fiebre, Zússerman anduvo vagando por el camino y por el bosque, sin saber él mismo a dónde dirigirse. Durante esos días y noches sufrió muchísimas peripecias. Finalmente, perdió el conocimiento y cayó al lado de la cuneta. Unos campesinos que pasaban lo recogieron en su carro y se lo llevaron a su aldea. Cuando recobré el conocimiento estaba ya en la casa de Sídorovna.

— Me daba leche, aunque no tiene vaca. Freía patatas para mí. Y ahora se ha contagiado. ¡Ah, Alexéi Fiódorovich! , comprendo que toda la culpa es mía. Y cuando me reponga y vaya al destacamento, usted me amonestará o me impondrá un correctivo aún mayor.

Me conté el contenido de la carta de Batiuk.

— Yasha, es decir, el camarada Batiuk, dicté la carta en mi pre­sencia. La escribió su hermana Zhenia. Ella me dijo que sería mejor que me la aprendiese de memoria, como un actor. Pero entonces no había tiempo. Durante el camino intenté hacerlo, conseguí apren­derme algo, pero no todo. Antes de caer enfermo, recordaba el comienzo como la tabla de multiplicar. Espere, Alexéi Fiódorovich, tal vez lo recuerde...

Zússerman cerró los ojos y permaneció callado largo rato. Tam­bién yo guardaba silencio. La chiquilla continuaba de espaldas a nosotros, calentándose las manos al lado del horno. Se oía la pesada respiración de la vieja, el crepitar de la leña y cómo Nastia chupaba el azúcar. Al parecer, nada de aquello le importaba.

Zússerman seguía callado. Empezaba ya a creer que se había quedado dormido. De pronto Nastia se volvió, tragó apresurada­mente el terrón de azúcar y dijo con voz tranquila y grave:

— Comienza así: “Camarada secretario del Comité Regional, nuestra organización se encuentra en estado embrionario...”

Zússerman saltó del banco y, con no disimulado temor, clavé sus ojos en Nastia:

— ¿Qué? —exclamó—. ¿Cómo lo sabes?

Nastia comprendió en el acto el motivo de su susto.

— Tío Yasha —comenzó a decir apresuradamente—, ¿no recuer­da que cuando estuvo enfermo y pensaba que se iba a morir, me pidió que la recordara? La repetía usted en voz alta, para que yo o la abuela la recordásemos y después procuráramos comunicarla al destacamento, a este hombre —y me señaló a mi.

Yákov volvió a sentarse y sonrió débilmente. Nastia lanzó un suspiro de alivio y sentóse a su lado.

— ¡Pobre pequeña! —dijo Zússerman—. ¿Se imagina? , idos enfermos seguidos! La abuela, al menos, es tranquila; pero yo estaba como un loco furioso.

— Sí, igual que un borracho —confirmé Nastia—. Quería usted escaparse, y yo volvía a acostarle.

— ¿Y repetía en voz alta la carta?

  Sí, y otra vez, en su delirio creyó usted que el tío Fiódórov estaba aquí, en la casa, y volvió a repetirla de memoria. Yo quise apuntarla, pero usted no me lo permitió y a gritos me llamó tonta. Pero con los enfermos no hay que ofenderse.

      Gracias, Nastia, gracias... En efecto, comenzaba así:

“Camarada secretario del Comité Regional: (Al principio, Alexéi Fiódorovich, Batiuk había dictado su apellido, pero luego ordenó comenzar la carta de nuevo, porque dijo que era peligroso ponerlo.) Nuestra organización se encuentra en estado embrionario. Por ahora no tenemos más que doce jóvenes. Todos arden en deseos de trabajar. Desgraciadamente, hemos perdido contacto con el Comité de Distrito del Partido. Captamos y difundimos los partes del Buró Soviético de Información, tiramos octavillas, hacemos agitación, aunque, por ahora, sólo entre los conocidos. Nos damos cuenta de que esto no basta, y confiamos en que pronto lograremos hacer más. Rogamos al Comité Regional que cuente con nosotros para todo lo que necesite. Tan sólo la muerte podrá detenernos...”

Zússerman guardó silencio unos instantes. Después confesó:

  Ya no recuerdo más, Alexéi Fiódorovich.

      ¿Recuerdas el contenido?

  Yákov me encargó comunicarle de palabra que tuviera usted en cuenta, sin falta, su estado físico, es decir, su ceguera... Pero no es que quiera un trabajo más fácil; por el contrario, dice que es una ventaja para la conspiración. Como es ciego, le consideran un invá­lido incapaz de toda actividad. Yákov me dijo: “Quiero que el Comité Regional me encomiende cualquier misión; soy joven, fuerte, resistente...”

  ¿Pero qué más decía la carta? ¿Será posible que únicamente eso?

  ¡Oh, no, Alexéi Fiódorovich, qué va! Se hablaba en ella de muchas cuestiones serias. Me cuesta trabajo recordarlas, pero lo intentaré. Por ejemplo... ¡ya recuerdo! La primera cuestión era la siguiente: Los alemanes han autorizado la producción artesana, es decir, abrir diversos talleres: de carpintería, de preparación de productos alimenticios y otros. La intendencia y la comandancia prometen hacerles pedidos. Y Yasha pregunta si debe apoyarse en esos centros de producción. El mismo quiere organizar un taller de ésos para reunir con tal pretexto a su gente, y pregunta si está en lo cierto.

  Dicho de otro modo, pregunta si debe utilizar las formas lega­les para agrupar a nuestros partidarios. ¿Te he comprendido bien?

Eso es. Luego otra cuestión: ¿Había que organizar círculos entre los obreros y artesanos?

  ¿Qué círculos?

  Pues de historia del Partido. y para profundizar más los estu­dios marxistas-leninistas. Como antes de la revolución, cuando los viejos bolcheviques dirigían círculos como éstos en las fábricas. Y parece que había esta otra pregunta. Ellos, es decir, el grupo de Batiuk, podrían realizar actos de terrorismo. En contra del burgo­maestre, del comandante y de otros agentes alemanes. Pero Yákov, en su carta, decía que entre ellos había algunos compañeros que se oponían a eso, alegando que los marxistas-leninistas son contrarios al terror personal.

      ¿Individual?

  Sí, tiene razón, esa era la palabra. Y al final de la carta, Yasha volvía a decir que esperaba instrucciones suyas, y que harían todo lo que el Partido les mandase.

La vieja removióse en su rincón.

      Násteñka, dame agua —pidió en un susurro.

Nastia se acercó de un salto y le tendió una jarra. La vieja, a ruidosos sorbos, bebió unos tragos, y mascullé en voz bastante alta:

—Es la tercera vez que me despertáis. ¡Qué gente! Dejad, al menos, que me muera tranquila...

      Perdone, abuela —dije yo—. Ahora mismo nos vamos. ¿Qué, no te animas, Yákov? Vente con nosotros —volví a proponer a Zússerman—. No vivimos mal. Estamos en una aldea. Nuestro prac­ticante dispone de una casa entera. Cuando te pongas bueno, bati­remos juntos a los alemanes. Pudiera ocurrir que nos marchásemos de pronto y luego no te sería tan fácil dar con nosotros.

  ¡Oh, cuántas ganas tengo! Es mi ilusión, pero usted com­prenderá... —y me señalé con la cabeza hacia donde yacía la vieja.

Ella no pudo ver su movimiento, pero adivinó de qué se trataba.

  Ve, ve, Abrámich. Basta ya de estar tumbado. Toma un poco el aire con los guerrilleros. Lléveselo, jefe, nosotras mismas no tene­mos qué llevarnos a la boca —y luego de estas palabras, aparente­mente groseras, la vieja continuó en el mismo tono—: Lo único que hace falta es que le abriguéis bien. Su capote es muy ligero y deja pasar el aire. Abrámich puede resfriarse con la helada...

Le dije que tenía una pelliza en el trineo.

  Bueno, ve con Dios. Dale, Nastia, su cañón. Está envuelto en un trapo, detrás de la imagen de la Virgen de Chernígov.

La niña trajo desde el oscuro rincón la pistola, se la tendió a Zússerman y le ayudé a ponerse el capote. Yákov calose el gorro con manos temblorosas y dio unos pasos en dirección a la vieja.

  No te acerques, no —le previno ella.

      ¡Praskovia Sídorovna! —exclamó Yákov—. ¡Ha sido usted para mí como una madre! No lo olvidaré...

  Bueno, Abrámich —respondió la vieja—. Ni yo soy tu madre, ni tú eres mi hijo. Hice lo que pude. Y no ha sido por ti, sino por nuestra Patria. Que tengas salud. No vuelvas a caer enfermo y, cuando vayas a batir al alemán, no te olvides de disparar, aunque no sea más que un par de veces, una por mi, y otra, por Nastia.

La chiquilla también salió a la puerta para ayudarnos a llevar a Zússerman hasta el trineo. Pero como se acercasen los guerrilleros, ella, estremecida por el frío, se envolvió en su pañoleta y se detuvo, silenciosa, en la terracilla de la casa.

  ¡Adiós, hermanita de la caridad! —dije yo.

  ¡Adiós, Násteñka, gracias una vez más! Y sí nos volvemos a encontrar, todo cuanto yo tenga, será tuyo —dijo emocionado Zússerman.

Nastia tendió ceremoniosamente la mano a Yákov, a mí y a todos mis acompañantes. Después, dijo muy quedo:

  Tío Fiódorov...

  Habla, habla —la animé Zússerman.

  Usted que está en el bosque... Si puede... envíe a nuestra abuelita un poco de leña. “Cómo me gustaría —me dice—, siquiera antes de morir, encender bien el fuego hasta sentir calor...” Yo misma iría, pero no está bien que la deje sola.

Yo, naturalmente, le prometí que a la mañana siguiente le mandaría la leña. Pero ocurrió que esa mañana los alemanes nos impusieron un cruento combate. Estuvimos combatiendo hasta muy avanzada la noche, y el otro día fue también de mucha faena. Solamente dos días más tarde pude enviar a los combatientes con leña. Además de leña, mandamos medio saco de harina, galletas y carne.

De regreso, los combatientes informaron que la vieja había muerto: la puerta de su casa estaba condenada.

Yo no había logrado verla; oí únicamente su enronquecida voz senil, pero sentía remordimientos de conciencia por no haber podido atender a tiempo su ruego.

* * *

La carta de Batiuk había llegado a mi poder dos meses después de haber sido escrita y, además, no la propia carta, sino su conteni­do. ¿Qué habría pasado en Nezhin durante aquel tiempo? ¿Con­tinuaría actuando el grupo organizado por aquel ciego inteligente y valeroso? ¿Necesitaría mi respuesta? ¿Seguiría meditando en las cuestiones que había planteado ante el secretario del Comité Regional del Partido? Y, finalmente, ¿viviría aún?

Ni yo ni los demás miembros del Comité Regional lo sabíamos.

Si respondíamos a Batiuk, si le dábamos una directiva clara, ¿cuándo recibiría nuestra respuesta? No teníamos teléfono, ni radio, ni correo. Nuestro enlace no podía ir a verle en tren, ni en auto, ni a caballo; tendría que ir a pie, y ni siquiera ir, sino abrirse paso, arriesgando su vida a cada instante.

Esa era precisamente la causa de que nuestro Comité Regional no pudiese dirigir siempre de un modo operativo, es decir, reaccio­nar con rapidez ante lo que ocurría en distritos alejados de noso­tros, ayudar oportunamente con nuestros consejos, hombres y armas. Nosotros, en unión del destacamento regional, nos veíamos obligados a cambiar continuamente de lugar. Los enlaces de los comités de distrito se dirigían a Reimentárovka, algunos incluso a Gúlino, pero no hallaban más que nuestras huellas: refugios vacíos, vainas de cartuchos y cadáveres alemanes. Algunos enlaces, perdida ya la esperanza de encontrarnos, regresaban; otros, más tenaces, preguntaban a los campesinos dónde estaban entonces los guerrilleros de Orlov. Y los campesinos, como el lector ya sabe, no daban estos informes de buen grado.

 

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