"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: EN VISPERAS DEL COMBATE parte 7 de 16

Pasamos a otra cuestión ¿Qué hacer con las personas y los grupos que deseaban incorporarse a nuestro destacamento? Deambulaban por el bosque, a la Ventura, bastantes restos de unidades destrozadas, prisioneros huídos y combatientes que habían salido del cerco y se abrían paso hacia el frente. Todos ellos tenían armas. Uno de los grupos hasta poseía una ametralladora. Pero aquella gente no se sentía a gusto en el bosque de Reimentárovka: se orientaban mal, y no todos, ni mucho menos, se decidían a establecer contacto con la población; carecían de municiones, estaban descalzos, harapientos, y, lo principal, pasaban hambre y frío. Casi todos esos grupos pedían el ingreso en los destacamentos.

Se entabló una discusión acalorada. Rvánov, rojo de emoción, me señaló la puerta con los ojos, como preguntando: "¿No será mejor que salga mientras se decide este asunto?" En efecto, se hablaba precisamente de hombres como él. Rvánov era en la reunión el único representante de los "extraños", es decir, de la gente no admitida aún, de modo oficial, en el destacamento.

Quédese, quédese —le dije—. También nos interesa oír su opinión.

Loshakov, el jefe del grupo de caballería —talludo, sombrío, cetrino como un gitano— dijo:

— ¿Cómo vamos a admitirlos? No comprendo qué razón hay para romper así la vigilancia. Usted mismo, camarada Fiódorov, y los demás secretarios del Comité Regional nos advirtieron en Chernígov que se debía observar las reglas de la conspiración y mantener el secreto más riguroso. ¿Y ahora qué? Resulta que mandamos la vigilancia al cuerno... ¡Que venga quien lo desee! ... ¿Cómo interpretar eso de "cercado"? Para mí, eso de "cercado" significa que no ha muerto en combate. Y si le dejáis entrar en los destacamentos guerrilleros, tampoco aquí querrá perder la pelleja, empezará a ocultarse tras la espalda de otro. Y el prisionero, con mayor motivo. El prisionero es un hombre que se ha rendido. No, no necesitamos gente de ésa. A nosotros nos seleccioné y confirmé el Partido. Yo le conozco a usted, conozco a Kúrochka, a Bessarab y a Kózik. Tengo pleno derecho a confiar en ellos. Y lo mismo ocurre con los combatientes: los conocemos a todos, todos han llenado los respectivos cuestionarios.

Balabái, que hablé a continuación, se opuso resueltamente a Loshakov. Confieso que no esperaba de él tanta energía. Consideraba que Alexandr Petróvich Balabái —director de la escuela de Pereliub y maestro de historia— era un hombre tímido, inclinado a una vida ordenada, sin altibajos. Había sido nombrado director de la escuela poco antes y se hacían elogios de él por el buen orden y la limpieza en su escuela, y la buena organización de su labor educativa. "Un pedagogo joven, pero serio y razonable", esa era la opinión unánime que casi siempre oía cuando se hablaba de Balabái. Me contaron, además, que se había casado hacía poco y que era feliz. Me imaginé involuntariamente a este dichoso y apacible mortal, con su vida consagrada a la escuela, la esposa, la casita y el jardín.

Balabái era de complexión recia. Vestía uniforme de oficial del Ejército Rojo, que le sentaba muy bien. A la reunión se presentó cuidadosamente afeitado. Si todos los camaradas siguiesen su ejemplo, la cosa sería magnífica. Y aunque al empezar a hablar se ruborizó, comprendí que aquella mosquita muerta sabía defenderse y defender sus principios. He aquí lo que dijo:

— ¿Qué importa que nosotros nos hayamos quedado voluntariamente en la retaguardia? ¿Qué mérito especial hay en ello? Combatir es indispensable, de una o de otra manera, y yo opino que hacerlo voluntariamente es siempre mejor que por movilización. Por lo tanto, somos combatientes, lo mismo que los soldados. ¿Qué razón hay para que nos mostremos más orgullosos de la cuenta? El camarada Popudrenko me estampó una censura en la orden del día porque nuestro destacamento había admitido a cinco salidos del cerco. Pero los muchachos han resultado buenos, así lo han confirmado en la práctica. En nuestro bosque se oculta un grupo de veintiséis hombres, al mando de Avxéntiev. Todos sabemos que es gente de confianza. Su división recibió del mando la orden de salir del cerco en grupos pequeños, y la están cumpliendo. Pero si siguen hacia adelante, en dirección al frente, caerán muchos. Creo que sería mejor darles el ingreso. Opino que hay que aceptar a todos cuantos quieran sinceramente luchar contra los alemanes. Y en cuanto a los cercados, por regla general se trata de hombres que no quieren caer prisioneros, que resisten hasta el último instante. De hecho son ya guerrilleros, pero sin organizar. Hay que ayudarles a organizarse. Son hombres armados y no es el primer día que combaten; nos serán útiles... —Balabái hizo una larga pausa, recorrió con la mirada a los reunidos y, tras un profundo suspiro, como lamentándolo añadió—: A mí modo de ver, sería un crimen no admitir a los cercados. ¡Sí, un verdadero crimen! —remaché con firmeza.

— Eso, pues, es demasiado fuerte, Alexandr Petróvich —comentó Bessarab, moviendo la cabeza.

— ¿Quiere hacer uso de la palabra? —le pregunté.

Bessarab alzó los ojos hacia mí, meditó un instante y dijo, dándose importancia:

— Puede hablar. Creo que si los cercados quieren, entonces, eso, pues, que se organicen ellos mismos. No es para ellos, pues, para quienes hemos preparado y conseguido las armas, las municiones y, mucho menos, los víveres. Manifiesto rotundamente que estoy en contra.

— ¿Y si el Comité Regional se lo pide encarecidamente? —intervine yo sin poder contenerme—. ¿Tendrá entonces en cuenta nuestro ruego el camarada Bessarab?

— ¿Con respecto a la admisión?

— En general, ¿qué opina sobre el hecho de que el Comité Regional del Partido dirija el movimiento guerrillero en la región? Usted es miembro del Partido, ¿no es eso?

Bessarab se engalló. Los ojos se le inyectaron de sangre. Arqueé las cejas y dijo sombrío:

— Conozco los Estatutos del Partido. Pero mientras el asunto se discute, estaré en contra. Pueden admitirse excepciones, teniendo en cuenta el principio territorial. Yo puedo, eso, pues, aceptar en el destacamento a un cercado que haya sido antes vecino de nuestro distrito, puesto que debemos defender nuestro distrito. Pero es imposible admitir a todo el que lo desee...

Al decir esto, Bessarab fijó una mirada dura en Rvánov. Todos comprendieron que en él, precisamente, veía Bessarab el origen de la discordia. Otros jefes de destacamento también miraban con animosidad a aquel teniente, desconocido para ellos.

Yo había querido firmar la orden nombrando a Rvánov jefe del Estado Mayor del destacamento unificado sin dar explicación alguna y preparar con ello a la gente para la implantación' de la disciplina militar. Huelga decir que, antes de decidirme a ello, había interrogado a Rvánov acerca de su servicio anterior; las respuestas me dieron a entender que era hombre de gran entereza y, lo más importante, un oficial profesional que entendía a la perfección la táctica militar. Me agradaba en él, además, que, a pesar de haber pasado por tantos trances, conservara el porte de un oficial del ejército, que no se hubiese quitado las insignias e incluso se las hubiese ingeniado, no sé cómo, para conservar en buen estado la guerrera, los pantalones y las botas.

La reunión que yo había convocado no era, en el fondo, ni militar, ni guerrillera, ni incluso del Partido; hablando francamente, era una reminiscencia. Por aquel entonces, yo no me había habituado aún a mandar, y los camaradas no se habían acostumbrado a que yo, además de dirigente, era el jefe. Tenía ante mí a trabajadores de organismos soviéticos y del Partido, agrónomos, ingenieros, un presidente de koljós, un maestro... Pensé también que la mayoría de ellos, y en particular los que se oponían a la admisión de los cercados, no habían experimentado aún las verdaderas penalidades de la guerra ni el auténtico peligro. Tan sólo de oídas sabían lo que era el cerco, quiénes eran los cercados y por qué pruebas habían tenido que pasar. Les vendría bien enterarse.

— Dmitri lvánovich — me dirigí a Rvánov interrumpiendo a Bessarab—, tenga la bondad de contarnos cómo vino a parar a este bosque.

El hecho de que yo llamase a Rvánov por el nombre y patronímico despertó ya el asombro de los camaradas. Y el asombro, como es sabido, acrecienta la atención. Rvánov también quedó asombrado, pero se levantó con presteza, cuadróse y preguntó:

— ¿Hace falta que cuente mi vida?

— No, se trata de lo siguiente: quiero, con su ejemplo, mostrar a los camaradas quiénes son los cercados y por qué es preciso admitirlos en los destacamentos.

— Comprendido. Seré lo más breve posible. Empecé a combatir desde el primer día. El último cargo que he ocupado desde el 15 de julio de 1941 ha sido el de ayudante de jefe de Estado Mayor de batallón en una unidad de infantería. Por operaciones bien realizadas fui citado dos veces, por los jefes del regimiento y de la división, en la orden del día. El 9 de septiembre, a las 9.30, los alemanes rebasaron la aldea de Lúziki, distrito de Ponornitsa, donde estábamos acampados. Yo me encontraba en el Estado Mayor con tres enlaces. Los alemanes abrieron fuego de ametralladora contra la casa del Estado Mayor. Nosotros no teníamos más que fusiles automáticos, pistolas y una carabina. Los muchachos me protegieron con fuego de automáticos. Recogí tos documentos más importantes del Estado Mayor, crucé la calle y me tendí en un campo de mijo. Empecé a disparar con la carabina y tumbé a cinco fritzes. Estaban borrachos, eso me ayudé a acabar con ellos. Pero una bala me dio en el brazo. Me arrastré hasta una zanja, llena de estiércol y basura. Enterré allí los documentos, me ligué el brazo herido y seguí arrastrándome hasta una casa, a lo largo de la valla. En la valla vi una abertura y, al lado de ella, a Kiseliov, subjefe de una sección nuestra. Estaba herido en el hombro izquierdo y en la mano derecha. Había tenido fuerzas para arrancar una tabla, pero no para entrar por la abertura. Me pidió: " ¡Camarada teniente, sálveme!

A duras penas pasamos al patio. Mientras tanto, los alemanes se habían apoderado por completo de la aldea. Nos metimos en un henal. Había allí' una jaula con un lechón dentro, y heno. Kiseliov se sintió muy mal. Lo escondí entre el heno y yo también me oculté. A las once Kiseliov, que había perdido muchas fuerzas, me pidió de beber. A las trece vino una viejecita para echar de comer al lechón. Le pedí agua. La viejecita, al ver tanta sangre, nos aconsejó que nos rindiésemos. Le respondimos que era imposible. A las 16.20 vinieron los alemanes. Oímos que hablaban en el patio con la viejita. Kiseliov y yo nos habíamos puesto de acuerdo: caso de que entraran, dispararíamos primero contra ellos, y después contra nosotros mismos. Olmos que los alemanes preguntaban: "Mamka, ¿hay rus? " "Estuvieron dos oficiales —respondió ella—, pero ya se fueron".

Al oscurecer salimos por la abertura, y de allí, arrastrándonos por el campo de mijo, marchamos al bosque. El regimiento tenía la misión de apoderarse de Ponornitsa. Me orienté hacia allí. Kiseliov y yo estuvimos andando toda la noche. De madrugada, al salir a un calvero, empezaron a disparar contra nosotros. Tomé rumbo al Oeste. Por el camino se veían muchas huellas de botas rusas. Las seguimos hasta llegar a una aldea. Supe que los nuestros habían pasado por allí cuatro horas antes. La dueña de una casa nos dio unos trapos y un poco de pan y tabaco. Tomamos un bocado, fumamos un pitillo, nos vendamos y seguimos adelante, para alcanzar a los nuestros. Pasamos por Reimentárovka. Allí estuvimos a punto de topar con unos exploradores alemanes. Después fuimos hasta Sávenki, siete kilómetros más allá. Cada cincuenta metros, Kiseliov tenía que detenerse a descansar. Tardamos cinco horas en llegar a Sávenki. Tropezamos con el río Ubed y lo vadeamos por un lugar donde había carriles de ruedas. Yo cargué con Kiseliov, para que no se ahogase. Entramos en Sávenki a las 22.15 y llamamos a una puerta, a la ventura. Kiseliov, que había perdido mucha sangre, se derrumbó en el umbral...

Rvánov hablaba con ese lenguaje cortado y conciso del parte militar. Permanecía de pie, sin apoyarse en nada, mientras que nosotros le escuchábamos sentados unos y recostados otros. Y por la manera de hablar y de comportarse advertíase que ante nosotros teníamos a un militar profesional, a un hombre que nunca, en ningún momento, olvidaba que era un representante del Ejército Rojo. Druzhinin se me acercó por detrás y, hablándome al oído, me dijo con voz bastante fuerte, de manera que muchos lo oyeron:

— No son Bessarab ni Loshakov quienes pueden juzgar si se debe admitir a Rvánov entre los guerrilleros; más bien Rvánov debe decidir quién de nosotros vale.

Mientras tanto, Rvánov continuaba su informe. Refirió que les dio albergue Natalia Javdéi, koljosiana ya entrada en años, y su hijo Misha, un muchacho de quince años. Los vendaron, les dieron de comer y les acostaron. Al llegar los alemanes a Sávenki, la dueña de la casa dijo que Kiseliov era hijo suyo. Rvánov se fue al bosque y estuvo viviendo allí; de tarde en tarde iba a la aldea en busca de víveres y a curarse. Se puso en contacto con Dusia Oléinik, secretaria de la organización rural del Partido, y, a través de ella, con el destacamento guerrillero regional.

Sin que los oyentes lo advirtiesen, Rvánov pasó del relato de sus peripecias a la intervención. Y hay que decir que le escuchaban bien, con simpatía.

— A través de la secretaria de la organización del Partido, los combatientes heridos que se encuentran en la aldea han recibido de vosotros, camaradas, y siguen recibiendo víveres en concepto de ayuda. Vuestro practicante les asiste, les cura y les da medicinas. Eso está bien. Muchísimas gracias. Pero limitarse a recibir ayuda sin combatir no le cuadra al hombre soviético. Entre los heridos hay quien se ha curado ya. Considero un deber decir que en el bosque, en los alrededores de vuestro campamento, hay bastantes hombres soviéticos honrados, que sienten una gran amargura porque no se les reconoce como nuestros. Si mi opinión pesa algo, ruego que se tenga en cuenta mi propuesta: considerar como destacamentos guerrilleros al grupo de los veintiséis, al de Karpusha, al de Lisenko y a los demás, y fusionarlos, lo mismo que los locales, con el destacamento regional.

Hablaron otros dos o tres más. La intervención breve y enérgica de Druzhinin se me quedó grabada en la memoria:

— En realidad, camaradas, no hay nada que discutir. Estamos en guerra. Somos una unidad militar especial. Querámoslo o no, tendremos bajas. Y las bajas deben cubrirse, de lo contrario desapareceremos como unidad militar, como destacamento guerrillero. Por lo demás, yo mismo he llegado al destacamento después de haber salido de un cerco. Se dice que fui admitido por ser oriundo de la región de Chernígov y porque los dirigentes me conocen. Se dice también que en el caso de Dneprovski ocurre lo propio. Bessarab ha llegado a proponer que se admita sólo a los de Chernígov o, más aún, Únicamente a los vecinos del distrito donde se ha organizado el destacamento. Esto es un concepto erróneo y nocivo. Semejante localismo no augura nada bueno. Nuestra Patria es toda la Unión Soviética, y no el distrito de Reimentárovka o el de Ponornitsa. Por indicación del Partido y de acuerdo con su llamamiento, los destacamentos guerrilleros fueron organizados, seleccionados y dejados de antemano. Pero, ¿por qué era preciso seleccionar para esos destacamentos a hombres conocidos por el Comité Regional? Era preciso, porque ellos debían constituir el armazón, la base del movimiento guerrillero. Es ingenuo suponer que nosotros solos, sin apoyo del pueblo, sin reservas, sin refuerzos, podamos hacer algo...

— Creo que la cuestión está clara, ¿no es así, camaradas? —pregunté, y aunque no todos respondieron afirmativamente, levanté acto seguido la reunión—. Mañana recibiréis la orden.

Bessarab me miró con asombro y empezó a cuchichear algo al oído de Kapránov, que estaba a su lado. Después se volvió hacia Loshakov y bisbiseó de nuevo.

— ¿Qué, tiene usted alguna duda, camarada Bessarab? —le pregunte.

No respondió. Se hizo un silencio embarazoso. Kapránov respondió por Bessarab:

— Me estaba preguntando qué es lo que pasa, por qué no tomamos una decisión y para qué se le ha molestado haciéndole venir aquí.

Me eché a reír. Rieron conmigo unos cuantos, pero no todos, ni mucho menos.

Hubo que repetir que, al día siguiente, recibirían la orden.

 

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