"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo primero: EN VISPERAS DEL COMBATE parte 5 de 16

DE LOS RELATOS DE LOS GUERRILLEROS EN LA POSGUERRA

Habla N.G. Démchenko

Por la mañana del 1 de septiembre de 1941, el servicio de reconocimiento informé que el Ejército Rojo se retiraba de las regiones en que estaban localizadas las unidades guerrilleras.

Popudrenko casi cae prisionero. Viajaba al Estado Mayor de la 187 división de fusileros. Un grupo de paracaidistas fascistas rodeó el Estado Mayor, los nuestros escaparon por un pelo. Llegaron en coche al bosque.

En el destacamento teníamos dos camiones: un "ZIS" de tres toneladas y otra camioneta ligera. Además Popudrenko se quedó con un coche ligero. Teníamos unas diez o quince tachankas*. Los medios de transporte podían cargar con todas nuestras pertenencias...

Cuando llegó Popudrenko, vivió por separado. Junto a él la intendencia. Para no darnos a conocer al enemigo se prohibió disparar sin causa. Hasta estornudábamos y tosíamos con la gorra en la boca, hablábamos en voz baja. Teníamos los nervios a flor de piel. El estado de alarma llegaba hasta la tontería. Todos los combatientes se esforzaban por mantener el silencio más completo. Teníamos la esperanza que los alemanes nos rebasaran y permaneciéramos sin ser vistos ni oídos. Pero de todos modos, se produjeron algunas transgresiones. Sucedía a veces que ni los jefes cumplían sus propias órdenes.

Sucedió un caso por el cual tuve un escándalo con Popudrenko. El combatiente Odintsov no había servido en el ejército. Una vez, desmontando su fusil, le salió sin querer un disparo. Yo me encontraba en la segunda sección. Popudrenko ordenó que a Odintsov se le quitara el fusil. El combatiente vino a yerme y yo le pregunté:

— ¿Por qué sin tu arma?

Y él me explicó qué le había pasado. Tenía yo en reserva unos fusiles polacos. Le di uno nuevo y le avisé con rigor que en el futuro si volvía a suceder algo semejante se le castigaría.

Cuando llegué al Estado Mayor, Popudrenko se me puso a chillar:

— ¿Qué derecho tienes a contravenir las órdenes del jefe?

Le contesté que no entendía esta forma de castigo: un combatiente sin experiencia nunca aprendería a disparar sin un arma.

— Había orden de no disparar —dijo Popudrenko.

— En este caso, a ti como jefe se te tendría que quitar el automático. Porque tú también has disparado.

En esta discusión a los dos nos saltaron los nervios. Yo comprendía que Popudrenko era una persona de autoridad, muy valiente, pero de momento no tenía experiencia militar y cometería errores. Yo me esforzaba por contenerme y en el futuro nos pasamos sin discusiones, es decir ninguno de los dos nos enfrentábamos al otro. Pero no podíamos dejar de lado los problemas de táctica y estrategia. Las conversaciones eran apasionadas. Nadie de nosotros tenía experiencia en la lucha guerrillera. Aunque yo había servido en el ejército y me dedicaba en el Comité Regional a los asuntos militares, de todos modos, en las condiciones de la guerrilla teníamos que adquirir nuevos conocimientos.

Estar por mucho tiempo en Gúlino era arriesgado, ya que toda la población de las aldeas circundantes sabía de nuestra existencia. Había conversaciones del tipo: mira, se ha reunido gente, todos comunistas. Resultaba que en Gúlino se escondían miembros del Partido y con esto intentaban salvarse. Antes de la llegada de los alemanes nos manteníamos alejados de la población, esta fue la orden del Comité Regional: nadie debe saber que se ha organizado un destacamento guerrillero. Esto nos perjudicó. No nos relacionábamos con la población, no hacíamos agitación, no aceptábamos a nadie, y nadie sabía nada de nosotros con exactitud. ¿Cómo se podía llamar esto m o y i m i e n t o guerrillero? Nos escondíamos de todo y de todos, teníamos miedo. Por ejemplo, en el bosque no paraban de aparecer extrañas figuras. ¿A lo mejor se trataba de tropas de reconocimiento alemanas? Deambulaban mujiks con cestas, como si recogieran setas. También se veían mujeres. Después empezaron a aparecer gentes vestidas de soldados soviéticos. Se los llamaba "los cercados". Cualquiera lo sabía, a lo mejor con este nombre de soldados cercados se esconden algunos miserables. Era difícil aclarar la cosa. Me consideraban a mí hombre militar y si no podía aclararla quería decir que yo, como jefe del Estado Mayor, era un hombre débil. Pero los conocimientos militares en los primeros tiempos de la guerrilla servían de poco. Había que forjar una nueva táctica. Si no hay una línea de frente, ¿cómo entenderlo? Era una cuestión difícil.

Yo decía: se decidió cambiar de base en dirección al bosque de Reimentárovka del distrito Jolm. Me pareció correcto. En esto llegamos con Popudrenko a un acuerdo. No puedo no reconocer que Popudrenko pensaba como un hombre de masas. Siempre tenía en cuenta a las masas populares, sus impresiones, estados de ánimos y vivencias. Consideró que si cambiábamos de lugar no era para elegir una base mejor, sino también era motivo para relacionarnos con el pueblo.

El dieciséis de septiembre por la noche, el destacamento abandonó Gúlino. Llovía, hacía frío y la oscuridad era total. Nos perdimos. Parte de los combatientes iban en los coches; los jefes, a caballo, y los demás a pie. En toda la noche no recorrimos más de cuatro kilómetros: una sección giró hacia la izquierda y la otra a la derecha. Nos reagrupamos a duras penas. Al amanecer decidimos detenernos en casa de un guardabosque. Descansamos una horita y proseguimos la marcha. Entonces, recobrado el valor, Popudrenko tomó todas las riendas de la dirección. Envió por delante a los coches en los cuales colocó combatientes armados. Ordenó quitar los silenciadores de los coches. Si miramos desde el punto de vista del desarrollo posterior del movimiento guerrillero, nuestras acciones parecerán estúpidas hasta lo absurdo. Primero nos escondíamos, teníamos miedo hasta de hacer crujir una rama, y de pronto se nos ocurrió hacer cuanto más ruido y estruendo mejor. Y sin embargo, tengo que decir que aprobé por completo la idea de Popudrenko. Si los guerrilleros quieren luchar y no pasarse el tiempo escondiéndose, deben mostrarse a la población, que se vea que están ahí y no temen a los fascistas. Las precauciones de Popudrenko iban en contra de su carácter, pues de natural su forma de ser es osada y ruidosa. No tenía objeciones contra el plan y comprendía que elaboraba el plan junto con el jefe del Estado Mayor. Pero a él no le costaba nada romperlo todo. Se le ocurrió una idea, pero, ¿para qué consultar al jefe del Estado Mayor? Las cosas no están para esas tonterías: "¡Muchachos, seguidme!", y ya está.

Mítines, uno tras otro, en cada aldea. La población no solía de su asombro. Todos sabían que los alemanes infestaban aquellos lugares. Sus aviones sobrevolaban sin parar aquellas tierras. Los aviones pasaban y nosotros debajo, hablando al pueblo. Era algo hermoso y causaba impresión. En todos los mítines hablaba Popudrenko. Su rostro se iluminaba de alegría e incluso se podría decir de entusiasmo. Todos nos saludaban y lanzaban hurras, como si fuéramos la avanzadilla del Ejército Rojo. Coches, fusiles, ametralladoras. A nadie le asombraba que los guerreros no llevaran uniforme. Hablábamos en ruso, en ucraniano. Sólo con eso ya se entendía: vienen los nuestros. No me acuerdo si nos denominábamos guerrilleros. En cualquier caso, no nos llevábamos a nadie con nosotros, no sólo no movilizábamos, sino ni siquiera hacíamos agitación para que la gente se uniera a nosotros: se mantenía la actitud inicial, es decir, seguir escondidos. Pero qué secreto era ese: marchábamos abiertamente, con ruido, gritos y tiros.

Cuando nos deteníamos en las aldeas, las mujeres y jóvenes nos traían jarras de leche, pan y tocino. Pero no nos invitaban a sus casas. De modo incomprensible para mí, la gente adivinaba que íbamos de un bosque a otro, que cambiábamos de escondite. Aunque estábamos armados, nos compadecían. Era una mezcla de lástima y entusiasmo, de respeto y tristeza.

Más tarde, nuestro servicio de información se enteré de que por las aldeas de los alrededores corría un rumor: avanzaba el Ejército Rojo con cañones y tanques. Una cosa estaba en contradicción con la otra. Pero sin eso no se puede pasar. Basta con que pase algo, para que todo se deforme, los ojos del pueblo convierten un reducido grupo de guerrilleros en un gran ejército. Lo cierto es que nuestros coches sin silenciadores resonaban más que tanques y la cocina de campaña podía tomarse por un cañón. La gente contaba lo que alimentaba con su imaginación.

El destacamento se detuvo en Zhukliansk, cerca de la aldea Chenchiki del distrito de Jolm, lugar en el que el 19 de septiembre me peleé con Popudrenko y me marché.

Yo creía y sigo creyendo que Popudrenko era valiente, inteligente y un jefe decidido, pero abarcaba demasiado. No aceptaba consejos de nadie y cambiaba las decisiones a su antojo. Se fiaba de la suerte, del azar, de su buena suerte personal y su valor sin límites. Siempre se guié por este principio, siempre: cuando dirigía un grupo, una sección o una columna guerrillera... Veía que podía dar un buen golpe y al instante se lanzaba a la batalla. Y por eso no podíamos congeniar. Me designé jefe del Estado Mayor. Yo entendía la importancia del puesto y exigía que el jefe del grupo contara conmigo, y más cuando en el destacamento no había comisario.

Discutíamos hasta perder la voz y lo hacíamos delante de todos; esto no era bueno para nadie, no sólo para el mando. Los combatientes miraban y escuchaban. Y yo esto no lo podía aguantar. Popudrenko es una persona ardiente, y a mí me creía muy calculador. ¿Pero en qué consistía mi carácter calculador? Y quería que los planes —elaborados conjuntamente— se cumplieran, y si se creaba una situación favorable para entrar en combate que se consultara conmigo. Un jefe no puede tomar un pequeño grupo y marcharse por su cuenta, separarse de toda la masa. Porque el riesgo no es sólo suyo, sino que compromete a todo el destacamento.

Un ejemplo concreto: La operación en Kamka.

Yo avanzaba con la primera sección por delante. Nosotros pasamos Kamka, yo no podía saber que el jefe había tomado la decisión de realizar una operación en aquella aldea. Pero de pronto, detrás nuestro se oyen los disparos de un combate: al oír los tiros nos vimos obligados a dar media vuelta. Y esto no es coser y cantar, no es fácil hacer dar media vuelta a una sección cansada que sabe que la ruta ya está trazada. De todos modos, volvimos sobre nuestros pasos. Después se aclaré que no fue una operación de combate, sino que se perseguía a un pequeño grupo de alemanes.

De por sí el episodio no tenía mucha importancia. Era una cuestión de principios: no se puede cambiar un plan ya acordado si no existen razones suficientes para hacerlo. Popudrenko declaró de manera categórica que como jefe del destacamento era el único que mandaba allí y que, si lo consideraba conveniente, seguiría actuando del mismo modo. En respuesta, yo dije, también de manera categórica, que como jefe del Estado Mayor me inhibo de todas las responsabilidades.

En esta ocasión no llegamos a una solución definitiva.

A veces, sucedía que Popudrenko se subía con unos cuantos compañeros en un coche y se marchaba. Pero ¿adónde? eso no lo sabía nadie. Una vez se monté en el coche ligero y desapareció sin decir palabra. No apareció hasta la tarde. Yo me encontré ante un hecho consumado: el jefe no estaba y tampoco se sabía dónde se encontraba. Cuando volvió me dijo: hemos decidido arriesgarnos y presentarnos en el centro del distrito, en Koriukovka. Que la población vea que también somos capaces de actuar con valor.

Yo le pregunté:

— Pero ¿cómo? ¿Y si de pronto llegan los fascistas y no hay jefe? No se pueden hacer extravagancias y abandonar el destacamento sólo para mostrar nuestro valor.

Popudrenko se puso a aullar:

— ¿Me llamas extravagante?

— ¡Sí, a ti!

— El jefe no tiene que preguntarle a nadie lo que hace.

— Tiene que dar noticia de lo que hace.

Hubo otros muchos casos en los que las decisiones se tomaron sin mi participación. No se trata de algo personal, de ofensas personales. Ignorar el Estado Mayor es alimentar la anarquía. Tampoco puede ignorarse que el destacamento regional estaba formado en su mayor parte por gentes de la ciudad de Chernígov. La mayoría no conocían los lugares. Y se comprendía, era gente de ciudad. No nos decidíamos a enrolar hombres de las aldeas circundantes. Esto hacía más difícil el obtener información, cada vez el riesgo era excesivo. Yo insistía en la necesidad de incorporar activistas de las aldeas. Pero se daba largas al asunto. Y un Estado Mayor sin un servicio de información no es nada. Esta es otra de las razones por las cuales presenté la renuncia.

Mencionaré un episodio que se produjo a causa de unos disparos. Una vez en donde se encontraba el Estado Mayor resuenan unas cuantas ráfagas de ametralladora. La segunda sección, donde me encontraba yo, se desplegó en posición de combate con sus armas y a mi orden " ¡A la carrera! " se lanzó a toda velocidad hacia el Estado Mayor. Todo el mundo estaba muy nervioso: el enemigo había tomado el Estado Mayor.

*Carreta armada con ametralladora

 

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