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Karl Marx

Miseria de la filosofía

 

 

 

 

El libro del señor Proudhon no es simplemente un tratado de economía política, ni un libro ordinario, es una Biblia; nada falta en el: “Misterios”, “secretos arrancados al seno de Dios”, “Revelaciones”. Pero como en nuestro tiempo los profetas son discutidos con mayor rigor que los autores profanos, el lector tendrá que resignarse a pasar con nosotros por la erudición árida y tenebrosa del “Genesis” para elevarse más tarde con el señor Proudhon a las regiones etéreas y fecundas del supra-socialismo (véase: Proudhon, Filosofía de la Miseria, Prólogo, pág. III, línea 20).

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

UN DESCUBRIMIENTO CIENTÍFICO

 

 

§ I. OPOSICIÓN ENTRE EL VALOR DE USO Y EL VALOR DE CAMBIO

“La capacidad de todos los productos, naturales o industriales, para servir a la subsistencia del hombre recibe la denominación particular de valor de uso; la capacidad que tienen de trocarse unos por otros se llama valor de cambio… ¿Cómo se convierte el valor de uso en valor de cambio?... El origen de la idea del valor (de cambio) no ha sido esclarecido por los economistas con el debido esmero; por eso es necesario que nos detengamos en este punto. Como muchos de los objetos que necesito no se encuentran en la naturaleza sino en cantidad limitada o ni siquiera existen, me veo forzado a contribuir a la producción de lo que me falta, y como yo no puedo producir tantas cosas, propondré a otros hombres, colaboradores míos en funciones diversas, que me cedan una parte de sus productos a cambio del mío”. (Proudhon, t. I, cap. II.)

El señor Proudhon se propone explicarnos ante todo la doble naturaleza del valor, “la distinción dentro del valor”, el proceso que convierte el valor de uso en valor de cambio. Tenemos que detenernos con el señor Proudhon en este acto de transubstanciación. He aquí cómo se realiza este acto, según nuestro autor.

Gran número de productos no se encuentran en la naturaleza, son obra de la industria. Puesto que las necesidades rebasan la producción espontánea de la naturaleza, el hombre se ve precisado a recurrir a la producción industrial. ¿Qué es esta industria, según la suposición del señor Proudhon? ¿Cuál es su origen? Un hombre solo que necesite gran numero de objetos “no puede producir tantas cosas”. Muchas necesidades a satisfacer suponen muchas cosas a producir: sin producción no hay productos; y muchas cosas a producir suponen la participación de más de un hombre en su producción. Ahora bien, en cuanto admitís que en la producción participa más de un hombre, habéis admitido ya toda una producción basada en la división del trabajo. De este modo, la necesidad, tal como la concibe el señor Proudhon, supone a su vez toda la división del trabajo. Admitiendo la división del trabajo, admitís el intercambio y, en consecuencia, el valor de cambio. Con el mismo derecho se habría podido suponer desde un principio el valor de cambio.

Mas el señor Proudhon ha preferido dar vueltas. Sigámosle en todos sus rodeos, que siempre nos han de conducir de nuevo a su punto de partida.

Para salir del estado de cosas en que cada uno produce aislado de los demás, y para llegar al cambio, “recurro”, dice el señor Proudhon, “a mis colaboradores en funciones diversas”. Así, pues, yo tengo colaboradores, encargados de funciones diversas, sin que por eso yo y todos los demás, siempre según la suposición del señor Proudhon, dejemos de ser Robinsones aislados y desligados de la sociedad. Los colaboradores y las funciones diversas, la división del trabajo y el cambio que ella implica, surgen como caídos del cielo.

Resumamos: yo tengo necesidades fundadas en la división del trabajo y en el intercambio. Suponiendo estas necesidades, el señor Proudhon supone el intercambio y el valor de cambio, cuyo “origen” se propone precisamente “esclarecer con más esmero que los demás economistas”.

El señor Proudhon habría podido con el mismo derecho invertir el orden de las cosas, sin trastocar con ello la exactitud de sus conclusiones. Para explicar el valor de cambio, hace falta el intercambio. Para explicar el intercambio hace falta la división del trabajo. Para explicar la división del trabajo hacen falta necesidades que requieran la división del trabajo. Para explicar estas necesidades, es menester “suponerlas”, lo que no significa negarlas, contrariamente al primer axioma del prólogo del señor Proudhon: “Suponer a Dios, es negarlo” (Prólogo, pág. 1).

¿Cómo el señor Proudhon, que supone conocida la división del trabajo, explica con ella el valor de cambio, que para él es siempre una incógnita?

“Un hombre” se decide a “proponer a otros hombres, colaboradores suyos en funciones diversas”, establecer el intercambio y hacer una distinción entre el valor de uso y el valor de cambio. Aceptando la propuesta de reconocer esta distinción, los colaboradores no han dejado al señor Proudhon otro “cuidado” que consignar el hecho, señalar, “anotar” en su tratado de economía política “el origen de la idea del valor”. Pero lo que debe explicarnos es “el origen” de esta propuesta, decirnos, en suma, como este hombre sólo, este Robinson, tuvo de pronto la idea de hacer “a sus colaboradores” una proposición semejante y cómo estos colaboradores la admitieron sin protesta alguna.

El señor Proudhon no entra en estos detalles genealógicos. Simplemente estampa en el hecho del intercambio una especie de sello histórico, presentándolo como una propuesta hecha por una tercera persona con miras a establecer el cambio.

He aquí una muestra del, “método histórico y descriptivo” del señor Proudhon, que profesa un desprecio soberbio por el “método histórico y descriptivo” de los Adam Smith y los Ricardo.

El intercambio tiene su historia. Ha atravesado diferentes fases.

Hubo un tiempo, como, por ejemplo, en la Edad Media, en que no se cambiaba más que lo superfluo, el excedente de la producción sobre el consumo.

Hubo luego un tiempo en que no solamente lo superfluo, sino todos los productos, toda la vida industrial pasaron a la esfera del comercio, un tiempo en que la producción entera dependía del cambio. ¿Cómo explicar esta segunda fase del intercambio: el valor de cambio elevado a su segunda potencia?

El señor Proudhon tendría una respuesta preparada: Suponed que un hombre “propuso a otros hombres, colaboradores suyos en funciones diversas”, elevar el valor de cambio a su segunda potencia.

Por Ultimo, llegó un tiempo en que todo lo que los hombres habían venido considerando como inalienable se hizo objeto de cambio, de trafico y podía enajenarse. Es el tiempo en que incluso las cosas que hasta entonces se transmitían, pero nunca se intercambiaban; se donaban, pero nunca se vendían; se adquirían, pero nunca se compraban: virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etc., todo, en suma, pasó a la esfera del comercio. Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal, o, para expresarnos en términos de economía política, el tiempo en que cada cosa, moral o física, convertida en valor de cambio, es llevada al mercado para ser apreciada en su más justo valor.

¿Como explicar esta nueva y última fase del intercambio: el valor de cambio elevado a su tercera potencia?

El señor Proudhon tendría una respuesta preparada también para eso: Suponed que una persona “propuso a otras personas, colaboradores suyos en funciones diversas”, hacer de la virtud, del amor, etc., un valor de cambio, elevar el valor de cambio a su tercera y última potencia.

Como se ve, “el método histórico y descriptivo” del señor Proudhon es bueno para todo, responde a todo y lo explica todo. En particular cuando se trata de explicar históricamente “el origen de una idea económica”, el señor Proudhon supone a un hombre que propone a otros hombres, colaboradores suyos en funciones diversas, llevar a término este acto de generación, y asunto concluido.

A partir de aquí aceptamos “el origen” del valor de cambio como un hecho consumado; ahora no nos resta sino exponer la relación entre el valor de cambio y el valor de uso. Oigamos al señor Proudhon:

“Los economistas han puesto de relieve con gran claridad el doble carácter del valor; pero lo que no han esclarecido con la misma nitidez es su naturaleza contradictoria; aquí es donde comienza nuestra critica... No basta haber señalado este asombroso contraste entre el valor de uso y el valor de cambio, contraste en el que los economistas están acostumbrados a no ver sino una cosa muy simple: es preciso mostrar que esta pretendida simplicidad oculta un misterio profundo que tenemos el deber de desentrañar... En términos técnicos, el valor de uso y el valor de cambio están en razón inversa el uno del otro”.

Si hemos captado bien el pensamiento del señor Proudhon, he aquí los cuatro puntos que se propone establecer:

1) El valor de uso y el valor de cambio forman “un contraste asombroso”, están en oposición mutua.

2) El valor de uso y el valor de cambio están en razón inversa el uno del otro, se contradicen entre sí.

3) Los economistas no han visto ni conocido la oposición ni la contradicción.

4) La crítica del señor Proudhon comienza por el final.

Nosotros también comenzaremos por el final, y para descargar a los economistas de las acusaciones del señor Proudhon dejaremos que hablen dos economistas de bastante relieve.

Sismondi: “El comercio ha reducido todas las cosas a la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio, etc.” (Etudes [“Estudios”], t. II, pág. 162, edición de Bruselas.)

Lauderdale: “En general, la riqueza nacional (el valor de uso) disminuye a medida que las fortunas individuales se acrecientan por el aumento del valor de cambio; y a medida que estas últimas se reducen por la disminución del valor de cambio, la riqueza nacional aumenta generalmente”. (Recherches sur la nature et l'origine de Ia richesse publique [“Investigaciones sobre la naturaleza y el origen de la riqueza pública”], traducido por Lagentie de Lavaïsse. Paris, 1808 [pág. 33].)

Sismondi ha fundado sobre la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio su principal doctrina, según la cual la disminución de la renta es proporcional al crecimiento de la producción.

Lauderdale ha fundado su sistema sobre la razón inversa de las dos especies de valor, y su doctrina era tan popular en los tiempos de Ricardo, que éste podía hablar de ella como de una cosa generalmente conocida.

“Confundiendo las ideas del valor de cambio y de las riquezas ((valor de uso) se ha pretendido aseverar que es posible aumentar las riquezas disminuyendo la cantidad de cosas necesarias, útiles o agradables para la vida”. Ricardo, Principios de economía política, traducidos por Constancio, con notas de J. B. Say. Paris, 1835; t. II, capítulo Sobre el valor y las riquezas.)

Vemos que los economistas, antes del señor Proudhon, han “señalado” el misterio profundo de oposición y de contradicción. Veamos ahora cómo el señor Proudhon explica a su vez este misterio después de los economistas.

Si la demanda permanece invariable, el valor de cambio de un producto baja a medida que la oferta crece; en otros términos: cuanto mas abundante es un producto en relación a la demanda, más bajo es su valor de cambio o su precio. Viceversa: cuanto mas débil es la oferta en relación a la demanda, más sube el valor de cambio o el precio del producto ofrecido; en otros términos: cuanto más escasean los productos ofrecidos, con respecto a la demanda, más caros son. El valor de cambio de un producto depende de su abundancia o de su escasez, pero siempre con relación a la demanda. Suponed un producto más que raro, único en su género: este producto único será más que abundante, será superfluo, si no es demandado. Por el contrario, suponed un producto multiplicado por millones, y será raro si no basta para satisfacer la demanda, es decir, si está demasiado solicitado.

Estas son verdades, diríamos casi banales, pero que hemos tenido que reproducir aquí para hacer comprender los misterios del señor Proudhon.

“Así, pues, siguiendo el principio hasta sus últimas consecuencias se llegaría a la conclusión mas lógica del mundo: las cosas cuyo consumo es necesario y cuya cantidad es infinita, no deben valer nada; en cambio, las cosas cuya utilidad es nula y cuya escasez es extrema, deben tener un precio inestimable. Para colmo de males, la práctica no admite estos extremos: de un lado, ningún producto humano puede aumentar jamás en cantidad hasta el infinito; de otro, las cosas más raras deben ser útiles en un cierto grado, sin lo cual no tendrían ningún valor. El valor de uso y el valor de cambio están, pues, fatalmente encadenados el uno al otro, si bien por su naturaleza tienden de continuo a excluirse” (t. I, pág. 39).

¿Cuál es el colmo de los males del señor Proudhon? Que ha olvidado simplemente la demanda, y que una cosa no puede ser escasa o abundante sino en tanto en cuanto sea solicitada. Dejando de lado la demanda, identifica el valor de cambio con la escasez y el valor de uso con la abundancia. En efecto, diciendo que las cosas “cuya utilidad es nula y cuya escasez es extrema, tienen un precio inestimable”, afirma simplemente que el valor de cambio no es sino la escasez. “Escasez extrema y utilidad nula”, es escasez pura. “Precio inestimable”, es el maximum del valor de cambio, es el valor de cambio en estado puro. Entre estos dos términos coloca el signo de igualdad. Así, valor de cambio y escasez son dos términos equivalentes. Llegando a estas pretendidas “consecuencias extremas”, el señor Proudhon lleva en efecto hasta el extremo, no las cosas, sino los términos que las expresan, dando así pruebas de tener más capacidad para la retórica que para la lógica. Vuelve a encontrar sus hipótesis primeras en toda su desnudez, cuando cree haber encontrado nuevas consecuencias. Gracias a este mismo procedimiento consigue identificar el valor de uso con la abundancia pura.

Después de haber puesto el signo de igualdad entre el valor de cambio y la escasez, entre el valor de uso y la abundancia, el señor Proudhon se asombra de no encontrar ni el valor de uso en la escasez y el valor de cambio, ni el valor de cambio en la abundancia y el valor de uso; y viendo que la practica no admite estos extremos, lo único que le queda es creer en el misterio. Para él existe precio inestimable porque no hay compradores, y no los encontrará jamás, mientras haga abstracción de la demanda.

Por otra parte la abundancia del señor Proudhon parece ser una cosa espontánea. Olvida por completo que hay gentes que la producen y que están interesadas en no perder nunca de vista la demanda. Si no, ¿cómo habría podido decir el señor Proudhon que la cosas que son muy útiles deben tener un precio muy bajo o incluso no costar nada? Por el contrario, debería haber llegado a la conclusión de que hace falta restringir la abundancia, la producción de cosas muy útiles, si se quiere elevar su precio, su valor de cambio.

Los antiguos viticultores de Francia, solicitando una ley que prohibiera la plantación de nuevas viñas; los holandeses, quemando las especies en Asía y arrancando los claveros en las islas Molucas, querían simplemente reducir la abundancia para alzar el valor de cambio. En el decurso de toda la Edad Media se procedía con arreglo a este mismo principio a limitar por medio de leyes el número de compañeros que podía tener un maestro, y el número de instrumentos que podía emplear (Véase: Anderson, Historia del comercio).

Después de haber presentado la abundancia como el valor de uso y la escasez como el valor de cambio —nada más fácil que demostrar que la abundancia y la escasez están en razón inversa—, el señor Proudhon identifica el valor de uso con la oferta y el valor de cambio con la demanda. Para hacer la antitesis aun mas tajante, sustituye los términos poniendo “valor de opinión” en lugar de valor de cambio. De esta suerte, la lucha cambia de terreno, y tenemos de un lado la utilidad (el valor de uso, la oferta) y de otro la opinión (el valor de cambio, la demanda).

¿Quién conciliará estas dos potencias opuestas? ¿Cómo ponerlas de acuerdo? ¿Se puede establecer entre ellas aunque sólo sea un punto de comparación?

Naturalmente, exclama el señor Proudhon, existe ese punto de comparación: el libre arbitrio. El precio resultante de esta lucha entre la oferta y la demanda, entre la utilidad y la opinión, no será la expresión de la justicia eterna.

El señor Proudhon sigue desarrollando esta antítesis:

“En mi calidad de comprador libre, soy el árbitro de mi necesidad, el arbitro de la conveniencia del objeto, el arbitro del precio que yo quiero pagar por el. Por otra parte, usted, en su calidad de productor libre, es dueño de los medios de preparación del objeto, y, por consiguiente, tiene la facultad de reducir sus gastos” (t. I, pág. 41).

Y como la demanda o el valor de cambio es identificada con la opinión, el señor Proudhon se ve precisado a decir:

“Esta demostrado que es el libre arbitrio del hombre el que da lugar a la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio. ¿Cómo resolver esta oposición en tanto que subsista el libre arbitrio? ¿Y como sacrificar éste, a menos de sacrificar al hombre?” (t. I, pág. 41).

Así, pues, no se puede llegar a ningún resultado. Hay una lucha entre dos potencias, por decirlo así, inconmensurables, entre lo útil y la opinión, entre el comprador libre y el productor libre.

Veamos las cosas un poco más de cerca.

La oferta no representa exclusivamente la utilidad, la demanda no representa exclusivamente la opinión. ¿Acaso el que demanda no ofrece también un producto cualquiera o el signo representativo de todos los productos, el dinero? Y al ofrecerlo, ¿no representa acaso, según el señor Proudhon, la utilidad o el valor de uso?

Por otra parte, ¿acaso el que ofrece no demanda también un producto cualquiera o el signo representativo de todos los productos, el dinero? ¿Y acaso no se transforma así en el representante de la opinión, del valor de opinión o valor de cambio?

La demanda es al mismo tiempo una oferta, la oferta es al mismo tiempo una demanda. Así, la antitesis del señor Proudhon, identificando simplemente la oferta y la demanda, la una con la utilidad y la otra con la opinión, no descansa sino sobre una abstracción huera.

Lo que el señor Proudhon denomina valor de uso, otros economistas lo llaman con el mismo derecho valor de opinión. Sólo citaremos a Storch (Cours d'economie politique [“Curso de economía política”], París, 1823, págs. 48 y 49).

Según Storch, se denominan necesidades las cosas de que sentimos necesidad, y valores las cosas a las que atribuimos valor. La mayoría de las cosas tienen valor únicamente porque satisfacen las necesidades engendradas por la opinión. La opinión sobre nuestras necesidades puede cambiar, por lo que la utilidad de las cosas, que no expresa más que una relación entre estas cosas y nuestras necesidades, también puede cambiar. Las propias necesidades naturales cambian continuamente. En efecto, ¡que gran variedad no hábil en los principales artículos alimenticios de los diferentes pueblos!

La lucha no se entabla entre la utilidad y la opinión: se entabla entre el valor de cambio que reclama el vendedor y el valor de cambio que ofrece el comprador. El valor de cambio del producto es cada vez la resultante de estas apreciaciones contradictorias.

En último análisis, la oferta y la demanda colocan frente a frente la producción y el consumo, Pero la producción y el consumo fundados en intercambios individuales.

El producto que se ofrece no es útil en si mismo. Su utilidad la establece el consumidor. Y aun cuando le reconozca la cualidad de ser útil, el producto no representa exclusivamente la utilidad. En el curso de la producción, el producto ha sido cambiado por todo el coste de producción —materias primas, salarios de los obreros, etc.—, cosas todas ellas que son valores de cambio. Por consiguiente, el .producto representa, a los ojos del productor, una suma de valores de cambio. Lo que el productor ofrece no es sólo un objeto útil, sino además y sobre todo un valor de cambio.

En cuanto a la demanda, sólo será efectiva a condición de tener a su disposición medios de cambio. Estos medios, a su vez, son productos, valores de cambia.

Por tanto, en la oferta y la demanda encontramos, de un lado, un producto que ha costado valores de cambio, y la necesidad de vender; de otro lado, medios que han costado valores de cambio, y el deseo de comprar.

El señor Proudhon opone el comprador libre al productor libre. Atribuye al uno y al otro cualidades puramente metafísicas. Esto le hace decir: “Esta demostrado que el libre arbitrio del hombre es el que da lugar a la oposición entre el valor de uso y el valor de cambio”. [I, 41]

El productor, desde el momento que ha producido en una sociedad fundada sobre la división del trabajo y sobre el intercambio —y tal es la hipótesis del señor Proudhon—, esta obligado a vender. El señor Proudhon hace al productor dueño de los medios de producción; pero convendrá con nosotros en que sus medios de producción no dependen del libre arbitrio. Mas aún, estos medios de producción son en gran parte productos que le vienen de fuera, y en la producción moderna no posee ni siquiera la libertad de producir la cantidad que quiera. El grado actual de desarrollo de las fuerzas productivas le obliga a producir en tal o cual escala.

El consumidor no es más libre que el productor. Su opinión se basa en sus medios y sus necesidades. Los unos y las otras están determinados por su situación social, la cual depende a su vez de la organización social en su conjunto. Desde luego, el obrero que compra patatas y la concubina que compra encajes, se atienen a su opinión respectiva. Pero la diversidad de sus opiniones se explica por la diferencia de la posición que ocupan en el mundo, y esta diferencia de posición es producto de la organización social.

¿En qué se funda el sistema de necesidades: en la opinión o en toda la organización de la producción? Lo más frecuente es que las necesidades nazcan directamente de la producción, o de un estado de cosas basado en la producción. El comercio universal gira casi por entero en torno a las necesidades, no del consumo individual, sino de la producción. Así, eligiendo otro ejemplo, la necesidad que hay de notarios ¿no supone un derecho civil dado, que no es sino una expresión de un cierto desarrollo de la propiedad, es decir, de la producción?

Al señor Proudhon no le basta haber eliminado de la relación entre la oferta y la demanda los elementos de que acabamos de hablar. Lleva la abstracción a los últimos límites, fundiendo a todos los productores en un solo productor y a todos los consumidores en un sólo consumidor, y haciendo que la lucha se entable entre estos dos personajes quiméricos. Pero en el mundo real las cosas ocurren de otro modo. La competencia entre los representantes de la oferta y la competencia entre los representantes de la demanda forman un elemento necesario de la lucha entre los compradores y los vendedores, de donde resulta el valor de cambio.

Después de haber eliminado los gastos de producción y la competencia, el señor Proudhon puede a su gusto reducir al absurdo la fórmula de la oferta y de la demanda.

“La oferta y la demanda —dice— no son otra cosa que dos formas ceremoniales que sirven para poner frente a frente el valor de uso y el valor de cambio y para provocar su conciliación. Son los dos polos eléctricos cuya unión debe producir el fenómeno de afinidad denominado intercambio” (t. I, págs. 49 y 50).

Con el mismo derecho podría decirse que el intercambio no es sino una “forma ceremonial”, necesaria para poner frente a frente al consumidor y al objeto de consumo. Con igual derecho se podría decir que todas las relaciones económicas son “formas ceremoniales”, por cuyo intermedio se efectiva el consumo inmediato. La oferta y la demanda son relaciones de una producción dada, ni más ni menos que los intercambios individuales.

Así, pues, ¿en que consiste toda la dialéctica del señor Proudhon? En sustituir el valor de uso y el valor de cambio, la oferta y la demanda, por nociones abstractas y contradictorias, tales como la escasez y la abundancia, la utilidad y la opinión, un productor y un consumidor, ambos caballeros del libre arbitrio.

¿A donde quería llegar por ese camino?

A procurarse el medio de introducir mas tarde uno de los elementos que había eliminado, el costo de producción, como la síntesis entre el valor de uso y el valor de cambio. Así es como el coste de producción constituye a sus ojos el valor sintético o valor constituido.

 

 

§ II. VALOR CONSTITUIDO O VALOR SINTÉTICO

“El valor (de cambio) es la piedra angular del edificio económico”. El valor “constituido” es la piedra angular del sistema de contradicciones económicas.

Ahora bien, ¿qué es este “valor constituido” que representa todo el descubrimiento del señor Proudhon en economía política?

Una vez admitida la utilidad, el trabajo es la fuente del valor. La medida del trabajo es el tiempo. El valor relativo de los productos es determinado por el tiempo de trabajo necesario para producirlos. El precio es la expresión monetaria del valor relativo de un producto. Por último, el valor constituido de un producto es simplemente el valor que se forma, por el tiempo de trabajo plasmado en él.

Así como Adam Smith descubrió la división del trabajo, así también el señor Proudhon pretende haber descubierto el “valor constituido”. Esto no es precisamente “algo inaudito”, pero convengamos también en que no hay nada de inaudito en ningún descubrimiento de la ciencia económica. El señor Proudhon, que siente toda la importancia de su invención, trata, sin embargo, de atenuar el merito “para tranquilizar al lector a propósito de sus pretensiones de originalidad y buscar la reconciliación con los espíritus que por timidez son poco inclinados a las ideas nuevas”. Pero conforme va exponiendo lo que cada uno de sus predecesores ha hecho para determinar el valor, se ve forzosamente impulsado a proclamar a los cuatro vientos que a él le pertenece la mayor parte, la parte del león.

“La idea sintética del valor había sido vagamente conjeturada por Adam Smith... Pero en Adam Smtih esta idea del valor era completamente intuitiva; ahora bien, la sociedad no cambia sus hábitos en virtud de la fe en intuiciones: lo que la hace decidirse es la autoridad de los hechos. Era preciso que la antinomia se expresase de una manera mas palpable y más nítida: J. B. Say fue su principal interprete.” [I, 66]

He aquí la historia acabada del descubrimiento del valor sintético: A Smith posee la intuición vaga, J. B. Say la antinomia y el señor Proudhon la verdad constituyente y “constituida”. Y nada de ofuscaciones al respecto: todos los demás economistas, desde Say hasta Proudhon, no han hecho más que azacanarse en el camino trillado de la antinomia.

“Es increible que tantos hombres inteligentes se devanen los sesos desde hace cuarenta años en torno a una idea tan simple. Pero no, la equiparación de los valores se efectúa sin que haya entre ellos ningún punto de comparación y sin unidad de medida: he aquí lo que han decidido sostener los economistas del siglo XIX contra todos, en lugar de abrazar la teoría revolucionaria de la igualdad. ¿Qué dirá la posteridad? (t. I, pág. 68).

La posteridad, tan bruscamente apostrofada, comenzara por sentirse perpleja en lo que atañe a la cronología. Necesariamente tendrá que preguntar: ¿Acaso Ricardo y su escuela no son economistas del siglo XIX? El sistema de Ricardo, fundado en el principio de que “el valor relativo de las mercancías depende exclusivamente de la cantidad de trabajo requerida para su producción”, data de 1817. Ricardo es el jefe de toda una escuela, que reina en Inglaterra desde la Restauración. La doctrina ricardiana resume rigurosamente, despiadadamente, el punto de vista de toda la burguesía inglesa, que, a su vez, representa el tipo de la burguesía moderna. “¿Que dirá la posteridad?” No dirá que el señor Proudhon desconocía en absoluto a Ricardo, porque habla de él, y habla no poco, lo invoca constantemente y termina por decir que su doctrina es un “cúmulo de frases incoherentes”. Si la posteridad interviene en este asunto algún día, dirá tal vez que el señor Proudhon, temiendo herir la anglofobia de sus lectores, prefirió hacerse el editor responsable de las ideas de Ricardo. Como quiera que sea, considerara muy ingenuo que el señor Proudhon presente como “teoría revolucionaria del porvenir” lo que Ricardo ha expuesto científicamente como la teoría de la sociedad actual, de la sociedad burguesa, y que acepte, por tanto, como solución de la antinomia entre la utilidad y el valor de cambio lo que Ricardo y su escuela han presentado mucho antes que él como la fórmula científica de un solo aspecto de la antinomia: del valor de cambio. Pero dejemos a un lado de una vez y para siempre la posteridad y hagamos que el señor Proudhon se caree con su predecesor Ricardo. He aquí algunos pasajes de este autor, que resumen su doctrina sobre el valor:

“La utilidad no es la medida del valor de cambio, aunque sea absolutamente necesaria para este último” (pág. 3, t. I de los Principios de Economía política, etc., traducidos del ingles por F. S. Constancio, Paris, 1835).

“Las cosas, una vez reconocidas como útiles por sí mismas, extraen su valor de cambio de dos fuentes: de su escasez y de la cantidad de trabajo necesario para obtenerlas. Hay cosas cuyo valor no depende más que de su escasez. Como ningún trabajo puede aumentar su cantidad, el valor de ellas no puede bajar aumentando la oferta. Tal es el caso de las estatuas o los cuadros de gran valor, etc. Este valor depende únicamente de la riqueza, de los gustos o del capricho de quienes desean adquirir semejantes objetos” (págs. 4 y 5, t. I, lug. cit.). “Pero en el conjunto de mercancías que se cambian a diario, el número de esos objetos es muy reducido. Como la inmensa mayoría de las cosas que se desea poseer son fruto del trabajo, se las puede multiplicar, no solamente en un país, sino en muchos, hasta un grado que es casi imposible limitar, siempre que se quiera emplear el trabajo necesario para crearlas” (pág. 5, t. I, lug. cit.). “Por eso, cuando hablamos de mercancías, de su valor de cambio y de los principios que regulan su precio relativo, no tenemos en cuenta sino aquellas mercancías cuya cantidad puede acrecentarse por el trabajo humano y cuya producción es estimulada por la competencia y no tropieza con traba alguna” (t. I, pág. 5).

Ricardo cita a A. Smith, que, según el, “ha determinado con gran precisión la fuente primitiva de todo valor de cambio” (cap. 5, libro I de Smith), y agrega:

“La doctrina según la cual esto (es decir, el tiempo de trabajo) es en realidad la base del valor de cambio de todas las cosas, excepto las que el trabajo humano no puede multiplicar a su voluntad, reviste la mas alta importancia en economía política: porque nada ha dado origen a tantos errores y divergencias en esta ciencia como el sentido vago y poco preciso que se da a la palabra valor” (pág. 8, t. I). “Si el valor de cambio de una cosa es determinado por la cantidad de trabajo contenido en ella, de aquí se deduce que todo aumento de la cantidad de trabajo debe necesariamente aumentar el valor del objeto en cuya producción haya sido empleado el trabajo, y toda disminución de trabajo debe disminuir dicho valor” (t. I, pág. 8).

Ricardo reprocha después a A. Smith que:

1) “Da al valor otra medida, además del trabajo: unas veces el valor del trigo, otras la cantidad de trabajo que se puede comprar por esta cosa, etc.” (t. I, págs. 9 y 10).

2) “Admite sin reserva el principio y, sin embargo, restringe su aplicación al estado primitivo y tosco de la sociedad, que precede a la acumulación de capitales y a la propiedad de la tierra” (t. I, pág. 21).

Ricardo pretende demostrar que la propiedad del suelo, es decir, la renta, no puede alterar el valor relativo de los productos agrícolas y que la acumulación de capitales no ejerce sino una acción pasajera y oscilatoria sobre los valores relativos determinados por la cantidad comparativa de trabajo empleado en su producción. Para apoyar esta tesis crea su famosa teoría de la renta de la tierra, descompone el capital en sus partes integrantes y, en fin de cuentas, no encuentra en el más que trabajo acumulado. Después desarrolla toda una teoría del salario y de la ganancia y demuestra que el salario y la ganancia tienen sus movimientos de alza y baja, en razón inversa el uno del otro, sin influir sobre el valor relativo del producto. No hace caso omiso de la influencia que la acumulación de capitales y su distinta naturaleza (capitales fijos y capitales circulantes), así como el nivel de los salarios, pueden ejercer sobre el valor proporcional de los productos. Esos problemas son los fundamentales para Ricardo.

“Toda economía en el trabajo —dice— disminuye siempre el valor relativo[1] de una mercancía, bien sea que esta economía afecte al trabajo necesario para la fabricación del objeto mismo, o bien al trabajo necesario para la formación del capital empleado en esta producción” (t. I, pág. 28). “Por consiguiente, mientras el trabajo de una jornada continué proporcionando a uno la misma cantidad de pescado y a otro la misma cantidad de caza, el nivel natural de los precios respectivos de cambio seguirá siendo siempre el mismo, por mucho que varíen los salarios y la ganancia y pese a todos los efectos de la acumulación de capital” (t. I, pág. 32). “Hemos conceptuado el trabajo como la base del valor de las cosas, y la cantidad de trabajo necesaria para su producción como la regla que determina las cantidades respectivas de las mercancías que deben darse a cambio por otras: pero no hemos pretendido negar que haya en el precio corriente de las mercancías cierta desviación accidental y pasajera de este precio primitivo y natural” (t. I, pág. 105, lug. cit.). “Los precios de las cosas se regulan, en definitiva, por los gastos de producción, y no por la proporción entre la oferta y la demanda, como se ha afirmado con frecuencia” (t. II, pág. 253).

Lord Lauderdale había explicado las variaciones del valor de cambio según la ley de la oferta y la demanda, o de la escasez y la abundancia con relación a la demanda. Según él, el valor de una cosa puede aumentar cuando disminuye la cantidad de esta cosa o cuando aumenta la demanda; el valor puede disminuir al aumentar la cantidad de esta cosa o al disminuir la demanda. Por tanto, el valor de una cosa puede cambiar bajo la acción de ocho causas diferentes, a saber: de cuatro causas relativas a esta cosa misma y de cuatro causas relativas al dinero o a cualquier otra mercancía que sirva de medida de su valor. He aquí la refutación de Ricardo:

“El valor de los productos que son monopolio de un particular o de una compañía varía de acuerdo con la ley que lord Lauderdale ha formulado: baja a medida que aumenta la oferta de estos productos y se eleva cuanto mayor es el deseo de los compradores de adquirirlos; su precio no guarda ninguna relación necesaria con su valor natural. Pero en cuanto a las cosas que están sujetas a la competencia entre los vendedores y cuya cantidad puede aumentar dentro de limites moderados, su precio depende en definitiva, no de la proporción entre la demanda y la oferta, sino del aumento o de la disminución del coste de producción” (t. II, pág. 259).

Dejemos al lector que establezca la comparación entre el lenguaje tan preciso, tan claro y tan simple de Ricardo y los esfuerzos retóricos que hace el señor Proudhon, para llegar a la determinación del valor relativo por el tiempo de trabajo.

Ricardo nos muestra el movimiento real de la producción burguesa, movimiento que constituye el valor. El señor Proudhon, haciendo abstracción de este movimiento real, “se devana los sesos” para inventar nuevos procedimientos a fin de regular el mundo según una fórmula pretendidamente nueva, que no es sino la expresión teórica del movimiento real existente y tan bien expuesto por Ricardo. Ricardo toma como punto de partida la sociedad actual, para demostrarnos como constituye ésta el valor: el señor Proudhon toma como punto de partida el valor constituido, para constituir un nuevo mundo social por medio de este valor. Según el señor Proudhon, el valor constituido debe describir un círculo y volver a ser de nuevo el principio constituyente para un mundo ya enteramente constituido según este modo de evaluación. La determinación del valor por el tiempo de trabajo es para Ricardo la ley del valor de cambio: para el señor Proudhon es la síntesis del valor de uso y del valor de cambio. La teoría del valor de Ricardo es la interpretación científica de la vida económica actual: la teoría del valor del señor Proudhon es la interpretación utópica de la teoría de Ricardo. Ricardo consigna la verdad de su fórmula haciéndola derivar de todas las relaciones económicas y explicando por este medio todos los fenómenos, inclusive los que a primera vista parecen contradecirla, como la renta, la acumulación de capitales y la relación entre los salarios y las ganancias; esto es cabalmente lo que hace de su doctrina un sistema científico. El señor Proudhon, que ha vuelto a descubrir esta fórmula de Ricardo por medio de hipótesis totalmente arbitrarias, se ve obligado después a buscar hechos económicos aislados que violenta y falsifica, con el fin de hacerlos pasar como ejemplos, como aplicaciones ya existentes, como comienzos de realización de su idea regeneradora. (Véase nuestro § 3, Aplicación del valor constituido).

Pasemos ahora a las conclusiones que el señor Proudhon deduce del valor constituido (por el tiempo de trabajo).

— Una cierta cantidad de trabajo equivale al producto creado por esta misma cantidad de trabajo.

— Toda jornada de trabajo vale tanto como otra jornada de trabajo; es decir, siendo igual la cantidad, el trabajo de un hombre vale tanto como el trabajo de otro: no hay diferencia cualitativa. Siendo igual la cantidad de trabajo, el producto del uno se cambia por el producto del otro. Todos los hombres son trabajadores asalariados, retribuidos en igual medida por un tiempo igual de trabajo. Una igualdad perfecta preside los cambios.

¿Son estas conclusiones las consecuencias naturales, rigurosas del valor “constituido” o determinado por el tiempo de trabajo?

Si el valor relativo de una mercancía es determinado por la cantidad de trabajo requerido, para producirla, de aquí se deduce naturalmente que el valor relativo del trabajo, o salario, es igualmente determinado por la cantidad de trabajo preciso para producir el salario. El salario, es decir, el valor relativo o precio del trabajo, se determina, pues, por el tiempo de trabajo que hace falta a fin de producir todo lo necesario para el mantenimiento del obrero.

Disminuid los gastos de fabricación de los sombreros y su precio terminará por descender hasta su nuevo precio natural, aunque la demanda pueda doblarse, triplicarse o cuadruplicarse. Disminuid los gastos de mantenimiento de los hombres, disminuyendo el precio natural de la alimentación y del vestido que sirven para el sostenimiento de su vida, y veréis que los salarios terminan por bajar, a pesar de que la demanda de brazos haya podido crecer considerablemente” (Ricardo, t. II, pág. 253).

Ciertamente, el lenguaje de Ricardo no puede ser más cínico. Poner al mismo nivel los gastos de fabricación de sombreros y los gastos de sostenimiento del hombre, es transformar al hombre en sombrero. Pero no alborotemos mucho hablando de cinismo. El cinismo esta en la realidad de las cosas y no en las palabras que expresan esa realidad. Escritores franceses tales como los señores Droz, Blanqui, Rossi y otros se dan la inocente satisfacción de demostrar su superioridad sobre los economistas ingleses tratando de guardar la etiqueta de un lenguaje “humanitario”; si reprochan a Ricardo y a su escuela su lenguaje cínico, es porque les resulta desagradable ver expuestas las relaciones económicas en toda su crudeza, ver descubiertos los misterios de la burguesía.

Resumamos: El trabajo, siendo él mismo mercancía, se mide como tal por el tiempo de trabajo que hace falta para producir el trabajo-mercancía. ¿Y qué hace falta para producir el trabajo-mercancía? Justamente el tiempo de trabajo que se invierte en la producción de los objetos indispensables para el mantenimiento incesante del trabajo, es decir, para dar al trabajador la posibilidad de vivir y de propagar su especie. El precio natural del trabajo no es otra cosa que el mínimo de salario[2]. Si el precio corriente del salario se eleva por encima de su precio natural, es precisamente porque la ley del valor, erigida en principio por el señor Proudhon, encuentra su contrapeso en las consecuencias de las variaciones que experimenta la relación entre la oferta y la demanda. Pero el mínimo de salario sigue siendo, no obstante, el centro en torno al cual gravitan los precios corrientes del salario.

Por tanto, el valor relativo medido por el tiempo de trabajo es fatalmente la fórmula de la esclavitud moderna del obrero, en lugar de ser, como quiere el señor Proudhon, la “teoría revolucionaria” de la emancipación del proletariado.

Veamos ahora en qué medida la aplicación del tiempo de trabajo, como medida del valor, es incompatible con el antagonismo de clases existentes y con la desigual distribución del producto entre el trabajador directo y el poseedor de trabajo acumulado.

Supongamos un producto cualquiera: por ejemplo, el lienzo. Este producto, como tal, contiene una cantidad de trabajo determinada. Esta cantidad de trabajo será siempre la misma, cualquiera que sea la situación recíproca de los que han participado en la creación de este producto.

Tomemos otro producto: el paño, y supongamos que su fabricación ha requerido la misma cantidad de trabajo que el lienzo.

Cambiando estos dos productos, cambiamos cantidades iguales de trabajo. Cambiando estas cantidades iguales de tiempo de trabajo, no modificamos la situación reciproca de los productores, como tampoco alteramos en nada las relaciones mutuas entre los obreros y los fabricantes. Afirmar que este trueque de productos medidos por el tiempo de trabajo tiene como consecuencia la retribución igualitaria de todos los productores, es suponer que con anterioridad al cambio existía igualdad de participación en el producto. Cuando se realice el cambio de paño por lienzo, los productores del paño participaran del lienzo en la misma proporción en que antes habían participado del paño.

La ofuscación del señor Proudhon proviene de que toma como consecuencia lo que, en el mejor de los casos, no es más que una suposición gratuita.

Sigamos.

Al tomar el tiempo de trabajo como medida del valor, ¿suponemos, al menos, que las jornadas son equivalentes y que la jornada de un hombre vale tanto como la jornada de otro? No.

Supongamos por un instante que la jornada de un joyero equivale a tres jornadas de un tejedor; también en este caso todo cambio del valor de las alhajas con relación a los tejidos, a menos que no sea el resultado pasajero de las oscilaciones de la demanda y la oferta, debe tener por causa una disminución o un aumento del tiempo de trabajo empleado de un lado o de otro en la producción. Si tres jornadas de trabajo de diferentes trabajadores son entre sí como 1, 2, 3, todo cambio en el valor relativo de sus productos será un cambio en esta misma proporción de 1, 2, 3. Por tanto, se pueden medir los valores por el tiempo de trabajo, a pesar de la desigualdad del valor de las diferentes jornadas de trabajo; mas, para aplicar semejante medida, necesitamos tener una escala comparativa de las diferentes jornadas de trabajo: esta escala se establece por la competencia.

¿Vale vuestra hora de trabajo tanto como la mía? Esta es una cuestión que se resuelve por la competencia.

La competencia, según un economista americano, determina cuantas jornadas de trabajo simple se contienen en una jornada de trabajo complejo. ¿No supone acaso esta reducción de jornadas de trabajo complejo a jornadas de trabajo simple que se toma precisamente por medida del valor el trabajo simple? El hecho de que sólo sirva de medida del valor la cantidad de trabajo independientemente de su calidad, supone a su vez que el trabajo simple es el eje de la actividad productiva. Ese hecho supone que los diferentes trabajos son igualados por la subordinación del hombre a la máquina o por la división extrema del trabajo; que el trabajo desplaza la personalidad humana a un segundo plano; que el péndulo ha pasado a ser la medida exacta de la actividad relativa de dos obreros, como lo es de la velocidad de dos locomotoras. Por eso, no hay que decir que una hora de trabajo de un hombre vale tanto como una hora de otro hombre, sino más bien que un hombre en una hora vale tanto como otro hombre en una hora. El tiempo lo es todo, el hombre no es nada; es, a lo sumo, la cristalización del tiempo. Ya no se trata de la calidad. La cantidad lo decide todo: hora por hora, jornada por jornada; pero esta nivelación del trabajo no es obra de la justicia eterna del señor Proudhon, sino simplemente un hecho de la industria moderna.

En el taller mecánico, el trabajo de un obrero no se diferencia casi nada del trabajo de otro: los obreros sólo pueden distinguirse entre sí por la cantidad de tiempo que emplean en el trabajo. Sin embargo, esta diferencia cuantitativa se convierte, desde cierto punto de vista, en cualitativa, por cuanto el tiempo invertido en el trabajo depende, en parte, de causas puramente materiales, como la constitución física, la edad, el sexo; en parte, de causas morales puramente negativas, como la paciencia, la impasibilidad, la Asiduidad. Por ultimo, si media una diferencia cualitativa en el trabajo de los obreros, es, todo lo más, una calidad de la peor calidad, que está lejos de ser una particularidad distintiva. Tal es, en último análisis, el estado de cosas en la industria moderna. Y sobre esta igualdad ya existente del trabajo mecanizado, el señor Proudhon pasa el cepillo de la “nivelación” que se propone realizar universalmente en “el porvenir”.

Todas las secuelas “igualitarias” que el señor Proudhon deduce de la doctrina de Ricardo se basan en un error fundamental. Se trata de que confunde el valor de las mercancías medido por la cantidad de trabajo materializado en ellas con el valor de las mercancías medido por “el valor del trabajo”. Si estas dos maneras de medir el valor de las mercancías se confundiesen en una sola, se podría decir indistintamente: el valor relativo de una mercancía cualquiera se mide por la cantidad de trabajo cristalizado en ella; o bien: se mide por la cantidad de trabajo que se puede comprar con ella: o también: se mide por la cantidad de trabajo por la que se puede adquirir dicha mercancía. Pero las cosas no ocurren así ni mucho menos. El valor del trabajo no puede servir de medida de valor, como tampoco puede servir el valor de ninguna otra mercancía. Unos cuantos ejemplos serán suficientes para explicar mejor aún lo que acabamos de decir.

Si el moyo[3] de trigo costase dos jornadas de trabajo en lugar de una, se duplicaría su valor primitivo, pero no pondría en movimiento doble cantidad de trabajo, porque seguiría conteniendo la misma porción de materia nutritiva que antes. Por tanto, el valor del trigo medido por la cantidad de trabajo empleado para producirlo se habría duplicado; pero medido, bien por la cantidad de trabajo que se puede comprar con él, bien por la cantidad de trabajo por la que puede ser comprado, estaría lejos de haberse duplicado. Por otra parte, si el mismo trabajo produjese el doble de vestidos que antes, el valor relativo de los vestidos bajaría a la mitad; pero, sin embargo, la capacidad de esta doble cantidad de vestidos de disponer de una determinada cantidad de trabajo no quedaría por eso reducida a la mitad, o, en otros términos, el mismo trabajo no podría obtener a su disposición doble cantidad de vestidos; porque la mitad de los vestidos fabricados ahora seguiría rindiendo al obrero el mismo servicio que antes.

Por tanto, determinar el valor relativo de las mercancías por el valor del trabajo significa contradecir los hechos económicos. Significa moverse en un círculo vicioso, determinar el valor relativo por un valor relativo que, a su vez, necesita ser determinado.

Es indudable que el señor Proudhon confunde las dos medidas: la medida por el tiempo de trabajo necesario para la producción de una mercancía y la medida por el valor del trabajo. “El trabajo de todo hombre —dice— puede comprar el valor que en si encierra”. Así, según él, una cierta cantidad de trabajo contenido en un producto equivale a la retribución del trabajador, es decir, al valor del trabajo. Sobre esta misma base confunde los gastos de producción con el salario.

“¿Qué es el salario? Es el precio de coste del trigo, etc., es el precio íntegro de todas las cosas. Vayamos más allá aún: el salario es la proporcionalidad de los elementos que componen la riqueza”.

¿Qué es el salario? Es el valor del trabajo.

Adam Smith toma como medida del valor, ya el tiempo de trabajo necesario para la producción de una mercancía ya el valor del trabajo. Ricardo ha puesto de relieve este error haciendo ver claramente la disparidad de estas dos maneras de medir. El señor Proudhon ahonda el error de Adam Smith identificando las dos cosas, que en Adam Smith sólo están en yuxtaposición.

El señor Proudhon busca una medida del valor relativo de las mercancías con el fin de encontrar la justa proporción en la que los obreros deben participar de los productos, o, en otros términos, con el fin de determinar el valor relativo del trabajo. Para determinar la medida del valor relativo de las mercancías no concibe nada mejor que presentar como equivalente de una cierta cantidad de trabajo la suma de productos creados por ella, lo cual es lo mismo que suponer que toda la sociedad se compone únicamente de trabajadores directos, que reciben como salario su propio producto. En segundo lugar, da como un hecho la equivalencia de las jornadas de los diversos trabajadores. En una palabra, busca la medida del valor relativo de las mercancías para encontrar la retribución igual de los trabajadores, y admite como un hecho ya plenamente establecido la igualdad de los salarios, para, partiendo de esta igualdad, encontrar el valor relativo de las mercancías. ¡Qué admirable dialéctica!

“Say y los economistas que le siguen han señalado que, tomando el trabajo como principio y causa eficiente del valor, caemos en un circulo vicioso, ya que el trabajo mismo esta sujeto a evaluación, es una mercancía como otra cualquiera. Diré con permiso de estos economistas que, el hablar así, han dado prueba de una prodigiosa falta de atención. Al trabajo se le asigna valor, no en tanto en cuanto es mercancía, sino teniendo en cuenta los valores que, según se supone, están contenidos potencialmente en él. El valor del trabajo es una expresión figurada, una anticipación de la causa sobre el efecto. Es una ficción, lo mismo que la productividad del capital. El trabajo produce, el capital vale... Por una especie de elipsis se habla del valor del trabajo... El trabajo, como la libertad..., es cosa vaga e indeterminada por naturaleza, pero que se define cualitativamente por su objeto, es decir, que se hace realidad por el producto”. [I, 61]

“Mas ¿para que insistir? Puesto que el economista (léase: el señor Proudhon) cambia el nombre de las cosas, vera rerum vocabula[4], reconoce implícitamente su impotencia y elude la cuestión” (Proudhon, I, 188).

Como vemos, el señor Proudhon convierte el valor del trabajo en “la causa eficiente” del valor de los productos, hasta el punto de que el salario, nombre oficial del “valor del trabajo”, forma, según él, el precio integro de toda cosa. He aquí por que le produce perplejidad la objeción de Say. En el trabajo-mercancía, que es una realidad espantosa, no ve más que una elipsis gramatical. Lo que quiere decir que toda la sociedad actual, basada en el trabajo-mercancía, desde ahora se basa en una licencia poética, en una expresión figurada. Y si la sociedad quiere “eliminar todos los inconvenientes” que sufre, lo que tiene que hacer es eliminar los términos malsonantes, cambiar de lenguaje, para lo cual debe dirigirse a la Academia y solicitar una nueva edición de su diccionario. Después de todo lo que acabamos de ver, no es difícil comprender por qué el señor Proudhon, en una obra de economía política, ha considerado necesario extenderse en largas disertaciones sobre la etimología y otras partes de la gramática. Así, aún polemiza con aire de sabiduría contra la opinión anticuada de que la palabra servus[5] procede de servare[6]. Estas disertaciones filológicas tienen un sentido profundo, un sentido esotérico, son una parte esencial de la argumentación del señor Proudhon.

El trabajo[7], en tanto que se vende y se compra, es una mercancía como otra cualquiera, y por consiguiente tiene un valor de cambio. Pero el valor del trabajo, o el trabajo como mercancía, es tan poco productivo como es poco nutritivo el valor del trigo, o el trigo en calidad de mercancía.

El trabajo “vale” más o menos según sea la carestía de los productos alimenticios, según sea el grado de la oferta y la demanda de brazos, etc., etc.

El trabajo no es una “cosa vaga”; se vende y se compra, no el trabajo en general, sino siempre un trabajo determinado. No es sólo el trabajo el que se define cualitativamente por el objeto, sin que el objeto, a su vez, se determina por la calidad específica del trabajo.

El trabajo, en tanto que se vende y se compra, es él mismo una mercancía. ¿Por qué se le compra? “Teniendo en cuenta los valores que, según se supone, están contenidos potencialmente en el”. Pero cuando se dice que tal cosa es una mercancía, no se trata ya del fin con el que se la compra, es decir, de la utilidad que se quiere sacar de ella, de la aplicación que de ella se quiere hacer. Es una mercancía como objeto de tráfico. Todos los razonamientos del señor Proudhon se reducen a lo siguiente: el trabajo no se compra como objeto inmediato de consumo. Naturalmente que no: se le compra como instrumento de producción, como se compraría una máquina. En tanto que mercancía, el trabajo tiene valor, pero no produce. El señor Proudhon podría decir con el mismo derecho que no existen en general mercancías, puesto que toda mercancía se compra únicamente por su utilidad y nunca como tal mercancía.

Midiendo el valor de las mercancías por el trabajo, el señor Proudhon entrevé vagamente la imposibilidad de sustraer a esta misma medida el trabajo por cuanto encierra valor, por cuanto es trabajo-mercancía. Presiente que esto significa reconocer el mínimo de salario como el precio natural y normal del trabajo directo, aceptar el estado actual de la sociedad. Para eludir esta deducción fatal, gira en redondo y afirma que el trabajo no es una mercancía, que el trabajo no puede tener valor. Olvida que el mismo ha tornado como medida el valor del trabajo, olvida que todo sistema se basa en el trabajo-mercancía, en el trabajo que se trueca, se vende y se compra, se cambia por productos, etc.; en una palabra, en el trabajo que es una fuente inmediata de ingresos para el trabajador. Lo olvida todo.

Para salvar su sistema, consiente en sacrificar su base.

Et propter vitam vivendi perdere causas![8]

Llegamos ahora a una nueva definición “del valor constituido”.

“El valor es la relación de proporcionalidad de los productos que componen la riqueza”.

Señalemos ante todo que el simple termino de “valor relativo o de cambio” implica la idea de una u otra relación en la que los productos se cambian recíprocamente. Dando a esta relación el nombre de “relación de proporcionalidad”, nada cambia en el valor relativo, a no ser la denominación. Ni la depreciación ni el alza del valor de un producto destruyen la propiedad que tiene de encontrarse en una u otra “relación de proporcionalidad” con los demás productos que forman la riqueza.

¿Para qué, pues, este nuevo termino, que no aporta una nueva idea?

La “relación de proporcionalidad” hace pensar en otras muchas relaciones económicas, tales como la proporcionalidad de la producción, la justa proporción entre la oferta y la demanda, etc.; y el señor Proudhon ha pensado en todo esto al formular esta paráfrasis didáctica del valor de cambio. En primer lugar, como el valor relativo de los productos está determinado por la cantidad comparativa del trabajo empleado en la producción de cada uno de ellos, la relación de proporcionalidad, aplicada a este caso especial, significa la cantidad respectiva de productos que pueden ser fabricados en un tiempo dado y que, por tanto, se cambian entre sí.

Veamos qué partido saca el señor Proudhon de esta relación de proporcionalidad.

Todo el mundo sabe que, cuando la oferta y la demanda se equilibran, el valor relativo de un producto cualquiera se determina exactamente por la cantidad de trabajo plasmado en él, es decir, este valor relativo expresa la relación de proporcionalidad precisamente en el sentido que acabamos de explicar. El señor Proudhon invierte el orden de las cosas. Comenzad, dice, por medir el valor relativo de un producto por la cantidad de trabajo contenido en él, y entonces la oferta y la demanda se equilibraran infaliblemente. La producción corresponderá al consumo, los productos se cambiarán siempre y sus precios corrientes expresarán con exactitud su justo valor. En lugar de decir como todo el mundo: cuando hace buen tiempo, se ve pasear a mucha gente, el señor Proudhon saca de paseo a sus personajes para poder asegurarles buen tiempo.

Lo que el señor Proudhon presenta como la consecuencia del valor de cambio determinado a priori por el tiempo de trabajo, no podría justificarse sino por una ley formulada más o menos en estos términos:

Desde ahora los productos deben cambiarse de conformidad exacta con el tiempo de trabajo empleado en ellos. Cualquiera que sea la proporción entre la oferta y la demanda, el intercambio de mercancías deberá hacerse siempre como si hubiesen sido producidas proporcionalmente a la demanda. Que el señor Proudhon formule y presente semejante ley; en este caso no le exigiremos pruebas. Pero si, por el contrario, desea justificar su teoría como economista, y no como legislador, deberá probar que el tiempo necesario para la producción de una mercancía indica exactamente su grado de utilidad y expresa su relación de proporcionalidad en orden a la demanda, y por consiguiente en orden al conjunto de las riquezas. En este caso, si un producto se vende por un precio igual a sus gastos de producción, la oferta y la demanda se equilibraran siempre, porque los gastos de producción expresan la verdadera relación entre la oferta y la demanda.

El señor Proudhon trata efectivamente de probar que el tiempo de trabajo indispensable para crear un producto expresa su justa proporción con respecto a las necesidades, de suerte que las cosas cuya producción requiere la menor cantidad de tiempo son las que tienen una utilidad más inmediata, y así sucesivamente. El solo hecho de la producción de un objeto de lujo prueba, según esta doctrina, que la sociedad dispone de tiempo sobrante que le permite satisfacer una necesidad de lujo.

En cuanto a la demostración misma de su tesis, el señor Proudhon la encuentra en que, según sus observaciones, las cosas más útiles requieren la menor cantidad de tiempo para su producción, en que la sociedad comienza siempre por las industrial mas fáciles y luego, de un modo gradual, “pasa a la producción de los objetos que cuestan mas tiempo de trabajo y que corresponden a necesidades de un orden mas elevado”.

El señor Proudhon toma del señor Dunoyer el ejemplo de la industria extractiva —recolección de frutos, pastoreo, caza, pesca, etc.—, que es la industria mas simple, la menos costosa y con la que el hombre comenzó “el primer día de su segunda creación”. El primer día de su primera creación esta descrito en el génesis, que nos presenta a Dios como el primer industrial del mundo.

En realidad, las cosas ocurren de modo muy distinto a como piensa el señor Proudhon. Desde el principio mismo de la civilización, la producción comienza a basarse en el antagonismo de los rangos, de los estamentos, de las clases, y por último, en el antagonismo entre el trabajo acumulado y el trabajo directo. Sin antagonismo no hay Progreso. Tal es la ley a la que se ha subordinado hasta nuestros días la civilización. Las fuerzas productivas se han desarrollado hasta el presente gracias a este régimen de antagonismo entre las clases. Afirmar que los hombres pudieron dedicarse a la creación de productos de un orden superior y a industrias más complicadas porque todas las necesidades de todos los trabajadores estaban satisfechas, significaría hacer abstracción del antagonismo de clases y subvertir todo el desarrollo histórico. Es como si se quisiera decir que, porque en tiempos de los emperadores romanos se alimentaba a las murenas en piscinas artificiales, había víveres abundantes para toda la población romana; al contrario, el pueblo romano se veía privado de lo necesario para comprar pan, mientras los aristócratas romanos no carecían de esclavos para arrojarlos como pasto de las murenas.

El precio de los víveres ha ido subiendo casi constantemente, mientras que el precio de los objetos manufacturados y de lujo ha ido bajando casi de continuo. Tomemos incluso la agricultura: los productos más indispensables, como el trigo, la carne, etc., suben de precio, en tanto que el algodón, el azúcar, el café, etc., bajan sin cesar en una proporción sorprendente. Y hasta entre los comestibles propiamente dichos, los artículos de lujo, tales como las alcachofas, los espárragos, etc., son hoy relativamente más baratos que los productos alimenticios de primera necesidad. En nuestra época, lo superfluo es más fácil de producir que lo necesario. Por último, en diferentes épocas históricas, las relaciones reciprocas de los precios no sólo son diferentes, sino opuestas. En toda la Edad Media, los productos agrícolas eran relativamente mas baratos que los artículos manufacturados; en los tiempos modernos están en razón inversa. ¿Se deduce de ello que la utilidad de los productos agrícolas haya disminuido después de la Edad Media?

El uso de los productos se determina por las condiciones sociales en que se encuentran los consumidores, y estas condiciones reposan en el antagonismo de clases.

El algodón, la patata y el aguardiente son artículos del uso más común. La patata ha dado origen a la escrófula; el algodón ha desplazado en gran parte el lino y la lana, a pesar de que la lana y el lino son, en muchos casos, mas útiles aunque sólo sea desde el punto de vista de la higiene; por último, el aguardiente se ha impuesto a la cerveza y al vino, pese a que el aguardiente, empleado en calidad de producto alimenticio, este considerado generalmente como un veneno. Durante todo un siglo, los gobiernos lucharon en vano contra este opio europeo; la economía prevaleció dictando sus leyes al consumo.

¿Por qué, pues, el algodón, las patatas y el aguardiente son la piedra angular de la sociedad burguesa? Porque su producción requiere la menor cantidad de trabajo y, por consiguiente, tienen el más bajo precio. ¿Por qué el mínimo de precio determina el máximo de consumo? ¿Será tal vez a causa de la utilidad absoluta de estos artículos, de su utilidad intrínseca, de su utilidad en el sentido de que satisfacen de la manera mejor las necesidades del obrero como hombre y no del hombre como obrero? No, es porque, en una sociedad basada en la miseria, los productos más miserables tienen la prerrogativa fatal de servir para el consumo de las grandes masas.

Decir que, puesto que las cosas que menos cuestan son las de mayor consumo, deben ser las de mayor utilidad, equivale a decir que el uso tan extendido del aguardiente, determinado por su bajo coste de producción, es la prueba mas concluyente de su utilidad; equivale a decir al proletario que las patatas son para él más saludables que la carne; equivale a aceptar el estado de cosas vigente; equivale, en fin, a hacer con el señor Proudhon la apología de una sociedad sin comprenderla.

En una sociedad futura, donde habrá cesado el antagonismo de clases y donde no habrá clases, el consumo no será ya determinado por el mínimo de tiempo necesario para la producción; al contrario, la cantidad de tiempo que ha de consagrarse a la producción de los diferentes objetos será, determinada por el grado de utilidad social de cada uno de ellos.

Pero volvamos a la tesis del señor Proudhon. Puesto que el tiempo de trabajo necesario para la producción de un objeto no expresa ni mucho menos su grado de utilidad, el valor de cambio de este mismo objeto, determinado de antemano por el tiempo de trabajo materializado en él, no puede en ningún caso regular la justa proporción entre la oferta y la demanda, es decir, la relación de proporcionalidad en el sentido que le da ahora el señor Proudhon.

“La relación de proporcionalidad” entre la oferta y la demanda, o la parte proporcional de un producto cualquiera en el conjunto de la producción, no es determinado en modo alguno por la venta de este producto a un precio igual a su coste de producción; son las variaciones de la demanda y de la oferta las que indican al productor la cantidad en la que es preciso producir una mercancía, para recibir a cambio cuando menos los gastos de producción. Y como estas variaciones son continuas, existe también un movimiento continuo de flujo y reflujo de capitales en las diferentes ramas de la industria.

“Sólo como resultado de semejantes variaciones los capitales son consagrados precisamente en la proporción requerida, y no en otra superior, a la producción de las diferentes mercancías para las que existe demanda. Con el alza o la baja de los precios, las ganancias se elevan por encima o caen por debajo de su nivel general, y como consecuencia los capitales son atraídos a una determinada rama de la producción o retirados de ella según tenga lugar una u otra de estas variaciones”. — “Si miramos a los mercados de las grandes ciudades veremos con que regularidad son provistos de todo genero de mercancías, nacionales y extranjeras, en la cantidad requerida y por mucho que varía la demanda a causa del capricho, del gusto o de los cambios en la población; sin que sea frecuente un abarrotamiento de los mercados por una superabundancia en la oferta, ni una excesiva carestía por la debilidad de la oferta en comparación con la demanda: debemos reconocer que el principio que distribuye el capital en cada rama de la producción, en las proporciones exactamente convenientes, ejerce su acción con más fuerza de lo que se supone de ordinario” (Ricardo, t. I, págs. 105 y 108).

Si el señor Proudhon reconoce que el valor de los productos es determinado por el tiempo de trabajo, debe reconocer igualmente este movimiento oscilatorio, el único que en las sociedades fundadas en los cambios individuales hace del tiempo de trabajo la medida del valor. No existe una “relación de proporcionalidad” plenamente constituida, existe tan sólo un movimiento constituyente.

Acabamos de ver en que sentido sería justo hablar de “proporcionalidad” como de una consecuencia del valor determinado por el tiempo de trabajo. Ahora veremos cómo esta medida del valor por el tiempo, denominada por el señor Proudhon “ley de proporcionalidad”, se transforma en ley de desproporcionalidad.

Todo nuevo invento que permite producir en una hora lo que antes era producido en dos, desvaloriza todos los productos homogéneos que se encuentran en el mercado. La competencia obliga al productor a vender el producto de dos horas no más caro que el producto de una hora. La competencia realiza la ley según la cual el valor relativo de un producto es determinado por el tiempo de trabajo necesario para crearlo. El hecho de que el tiempo de trabajo sirva de medida de valor de cambio, se convierte así en la ley de una desvalorización continua del trabajo. Es más. La desvalorización se extiende no solamente a las mercancías llevadas al mercado, sino también a los instrumentos de producción y a toda la empresa. Este hecho lo señala ya Ricardo al decir:

“Aumentando constantemente la facilidad de producción, disminuimos constantemente el valor de algunas de las cosas producidas antes” (t. II, págs. 59).

Sismondi va más allá. En este “valor constituido” por el tiempo de trabajo ve la fuente de todas las contradicciones de la industria y del comercio moderno.

“El valor mercantil —dice— es determinado siempre, en definitiva, por la cantidad de trabajo necesario para procurarse la cosa evaluada: no por la cantidad de trabajo que de hecho se ha empleado en ella, sino por la que deberá emplearse más adelante con medios de producción tal vez perfeccionados; y esta cantidad, aunque sea difícil apreciarla, siempre es establecida con fidelidad por la competencia... Sobre esta base es calculada la demanda del vendedor, lo mismo que la oferta del comprador. El primero afirmará tal vez que la cosa le ha costado diez jornadas de trabajo; pero si el otro sabe que en adelante puede producirse en ocho jornadas de trabajo, y si la competencia aporta la demostración a ambas partes, el valor se reducirá sólo a ocho jornadas y el precio en el mercado se establecerá a ese nivel. El vendedor y el comprador saben, naturalmente, que la cosa es útil, que es deseada y que sin este deseo no habría venta; pero la fijación del precio no guarda ninguna relación con la utilidad”. (Estudios, etc., t. II, pág. 267, edición de Bruselas.)

Es importante insistir aquí en que el valor no es determinado por el tiempo en que una cosa ha sido producida, sino por el mínimo de tiempo en que puede ser producida, y este mínimo es establecido por la competencia. Supongamos por un momento que haya desaparecido la competencia y que, por consiguiente, no exista medio de establecer el mínimo de trabajo necesario para la producción de una mercancía. ¿Que ocurrirá? Bastará invertir en la producción de un objeto seis horas de trabajo para tener derecho, según el señor Proudhon, a exigir a cambio seis veces más que quien no haya empleado más de una hora en la producción del mismo objeto.

En lugar de una “relación de proporcionalidad” tenemos una relación de desproporcionalidad, si queremos permanecer en la esfera de las relaciones, buenas o malas.

La desvalorización continua del trabajo no es más que un aspecto, una de las consecuencias de la evaluación de las mercancías por el tiempo de trabajo. Este mismo modo de evaluación explica el alza excesiva de precios, la superproducción y otros muchos fenómenos de la anarquía industrial.

Pero, da origen al menos la medida del valor por el tiempo de trabajo a la diversidad proporcional de los productos que tanto encanta al señor Proudhon?

Todo lo contrario, esa medida conduce en la esfera de los productos al monopolio con toda su monotonía, monopolio que, como lo ve y lo sabe todo el mundo, invade la esfera de los instrumentos de producción. Sólo algunas ramas, como, por ejemplo, la industria textil algodonera, pueden hacer progresos muy rápidos. La consecuencia natural de estos progresos es que los precios de los productos de la industria algodonera, por ejemplo, bajan rápidamente; pero, a medida que se abarata el algodón, el precio del lino debe subir comparativamente. ¿Qué vemos como resultado de esto? El lino es reemplazado por el algodón. De esta manera ha sido desterrado el lino de casi toda la América del Norte. Y en lugar de la diversidad proporcional de los productos, hemos obtenido el reinado del algodón.

¿Qué queda de la “relación de proporcionalidad”? Nada más que los buenos deseos de un hombre honesto, que quiere que las mercancías se produzcan en proporciones que permitan venderlas a un precio honesto. Esos han sido, en todos los tiempos, los deseos inocentes de los buenos burgueses y de los economistas filántropos.

Concedamos la palabra al viejo Bois-Guillebert:

“El precio de las mercancías debe ser siempre proporcionado, pues sólo este acuerdo mutuo les permite vivir juntas, para cambiarse entre sí a cada momento (he aquí la permutabilidad continua de que habla el señor Proudhon) y reproducirse recíprocamente... Como la riqueza no es más que este cambio continuo entre hombre y hombre, entre empresa y empresa, etc., sería una ceguera tremenda buscar la causa de la miseria en otra cosa que no fuese la cesación de este comercio por efecto de la alteración de las proporciones en los precios. (Dissertation sur la nature des richesses [“Discurso sobre la naturaleza de las riquezas], ed. Daire, pags. 405, 408.)

Oigamos ahora a un economista moderno.

“Una gran ley que se debe aplicar a la producción es la ley de la proporciónalidad (the law of proportion), la única que puede preservar la continuidad del valor... El equivalente debe ser garantizado... Todas las naciones han intentado en las diversas épocas, por medio de numerosos reglamentos y restricciones comerciales, llevar a la práctica hasta cierto punto esta ley de la proporcionalidad, pero el egoísmo inherente a la naturaleza humana, ha tirado por tierra todo este sistema de reglamentación. Una producción proporcionada (proportionate production) es la realización de la verdad entera de la ciencia de la economía social” (W. Atkinson, Principles of Polítical Economy [“Principios de Economía Política”], Londres, 1840, págs. 170-195).

Fuit Troja![9] Esta justa proporción entre la oferta y la demanda, que vuelve a ser objeto de tantos buenos deseos, ha dejado de existir hace mucho. Es una antigualla. Sólo fue posible en las épocas en que los medios de producción eran limitados y el cambio se efectuaba en un marco extremadamente restringido. Con el nacimiento de la gran industria, esta justa proporción debía cesar, y la producción tenía que pasar fatalmente, en una sucesión perpetua, por las vicisitudes de prosperidad, de depresión, de crisis, de estagnación, de nueva prosperidad, y así sucesivamente.

Los que, como Sismondi, quieren retornar a la justa proporcionalidad de la producción, conservando al mismo tiempo las bases actuales de la sociedad, son reaccionarios, puesto que, para ser consecuentes, deben también aspirar a restablecer todas las demás condiciones de la industria de tiempos pasados.

¿Qué es lo que mantenía la producción en proporciones justas, o casi justas? La demanda, que regia la oferta y la precedía. La producción seguía pasó a pasó al consumo. La gran industria, forzada por los instrumentos mismos de que dispone a producir en una escala cada vez más amplia, no puede esperar a la demanda. La producción precede al consumo, la oferta se impone sobre la demanda.

En la sociedad actual, en la industria basada sobre los cambios individuales, la anarquía de la producción, fuente de tanta miseria, es al propio tiempo la fuente de todo progreso;

Por eso, una de dos:

o queréis las justas proporciones de siglos pasados con los medios de producción de nuestra época, lo cual significa ser a la vez reaccionario y utopista;

o queréis el progreso sin la anarquía: en este caso, para conservar las fuerzas productivas, es preciso que renunciéis a los cambios individuales.

Los cambios individuales son compatibles únicamente con la pequeña industria de siglos pasados y su corolario de “justa proporción”, o bien con la gran industria y todo su cortejo de miseria y de anarquía.

En definitiva, la determinación del valor por el tiempo de trabajo, es decir, la fórmula que el señor Proudhon nos brinda como la fórmula regeneradora del porvenir, no es, por tanto, sino la expresión científica de las relaciones económicas de la sociedad actual, como lo ha demostrado Ricardo clara y netamente mucho antes que el señor Proudhon.

Pero, ¿no pertenecerá al menos al señor Proudhon la aplicación “igualitaria” de esta fórmula? ¿Es él el primero que ha pensado reformar la sociedad convirtiendo a todos los hombres en trabajadores directos que intercambian cantidades iguales de trabajo? ¿Es él quien debe reprochar a los comunistas —estas gentes desprovistas de todo conocimiento de economía política, estos “obstinados brutos”, estos “soñadores paradisíacos”— el no haber encontrado, antes que él, esta “solución del problema del proletariado”?

Cualquiera que conozca, a poco que sea, el desarrollo de la economía política en Inglaterra, no puede por menos de saber que casi todos los socialistas de este país han propuesto, en diferentes épocas, la aplicación igualitaria de la teoría ricardiana. Podríamos recordarle al señor Proudhon: la Economía política de Hodgskin, 18272; William Thompson: An Inquiry into the Principles of the distribution of wealth, most conducive to human happiness [“Investigación de los principios .de distribución de la riqueza que mejor conducen a la felicidad humana], 1824; T. R. Edmonds: Practical, moral and polítical Economy [“Economía práctica, moral y política”], 1828; etc., etc., y cuatro paginas mas de etc. Nos contentaremos con dejar hablar a un comunista ingles, al señor Bray. Citaremos los principales pasajes de su excelente obra Labour's wrongs and Labour's remedy [“Calamidades de la clase obrera y medios para suprimirlas”], Leeds, 1839, y nos detendremos bastante en el, primero porque el señor Bray es todavía poco conocido en Francia, y segundo porque creemos haber encontrado la clave de las obras pasadas, presentes y futuras del señor Proudhon.

“El único medio de alcanzar la verdad es abordar de cara los principios fundamentales. Remontémonos de golpe a la fuente de donde proceden los gobiernos mismos. Llegando así al origen de la cosa, encontraremos que toda forma de gobierno, que toda injusticia social y gubernamental provienen del sistema social actualmente en vigor: de la institución de la propiedad tal como hoy existe (the institution of property as it at present exists), y que, por tanto, a fin de acabar para siempre con las injusticias y las miserias existentes, es preciso subvertir totalmente el estado actual de la sociedad. . . Atacando a los economistas en su propio terreno y con sus propias armas, evitaremos la absurda charlatanería sobre los visionarios y los teóricos, en la que están siempre dispuestos a caer. Los economistas no podrán en modo alguno rechazar las conclusiones a que llegamos con este método, a no ser que nieguen o desaprueben las verdades y los principios reconocidos, en los que fundan sus propios argumentos”. (Bray, págs. 17 y 41.) “Sólo el trabajo crea el valor” (It is labour alone which bestows value)... Cada hombre tiene derecho indudable a todo lo que puede procurarse con su trabajo honrado. Apropiándose así de los frutos de su trabajo, no comete ninguna injusticia contra otros hombres, porque no usurpa a nadie el derecho a proceder del mismo modo... Todos los conceptos de superioridad y de inferioridad, de patrono y de asalariado, son debidos al desprecio de los principios fundamentales y a la consiguiente desigualdad en la posesión (and to the consequent rise of inequality of possessions). Mientras se mantenga esta desigualdad, será imposible desarraigar tales ideas o derribar las instituciones basadas en ellas. Hasta ahora muchos abrigan la vana esperanza de remediar el antinatural estado de cosas hoy dominante destruyendo la desigualdad existente, sin tocar la causa de la desigualdad; pero nosotros demostraremos al punto que el gobierno no es una causa, sino un efecto, que el no crea, sino que es creado; que, en una palabra, es resultado de la desigualdad de posesión (the offspring of inequality of possessions), y que la desigualdad de posesión esta inseparablemente ligada al sistema social hoy vigente”. (Bray, págs. 33, 36 y 37.)

El sistema de la igualdad no sólo tiene a su favor las mayores ventajas, sino también la estricta justicia... Cada hombre es un eslabón, y un eslabón indispensable, en la cadena de los efectos, que parte de una idea para culminar, tal vez, en la producción de una pieza de paño. Por eso, del hecho de que nuestros gustos no sean los mismos para las distintas profesiones, no hay que deducir que el trabajo de uno deba ser retribuido mejor que el de otro. El inventor recibirá siempre, además de su justa recompensa en dinero, el tributo de nuestra admiración, que sólo el genio puede obtener de nosotros...

Por la naturaleza misma del trabajo y del intercambio, la estricta justicia exige que todos los que intercambian obtengan beneficios, no sólo mutuos, sino iguales (all exchangers should be not only mutually but they should likewise be equally benefited). No hay más que dos cosas que los hombres pueden cambiar entre sí, a saber: el trabajo y los productos del trabajo. Si los cambios se efectuasen según un sistema equitativo, el valor de todos los artículos se determinaría por su coste de producción completo; y valores iguales se cambiarían siempre por valores iguales (If a just system of exchanges were acted upon, the value of all articles would be determined by the entire cost of production, and equal values should always exchange for equal values). Si, por ejemplo, un sombrerero que invierte una jornada de trabajo en hacer un sombrero, y un zapatero que emplea el mismo tiempo en hacer un par de zapatos (suponiendo que la materia que empleen tenga idéntico valor), cambian estos artículos entre si, el beneficio obtenido de este cambio es al mismo tiempo mutuo e igual. La ganancia de una de las partes no puede ser una perdida para la otra, puesto que ambas han suministrado la misma cantidad de trabajo y han empleado materiales de igual valor. Pero si el sombrerero recibiese dos pares de calzado por un sombrero, no variando las condiciones arriba supuestas, es evidente que el cambio sería injusto. El sombrerero usurparía al zapatero una jornada de trabajo; y procediendo así en todos sus cambios, recibiría por el trabajo de medio año el producto de todo un año de otra persona. Hasta aquí hemos seguido siempre este sistema de cambio eminentemente injusto: los obreros han dado al capitalista el trabajo de todo un año a cambio del valor de medio año (the workmen have given the capitalist the labour of a whole year, in exchange for the value of only half a year). De ahí, y no de una supuesta desigualdad de las fuerzas físicas e intelectuales de los individuos, es de donde proviene la desigualdad de riquezas y de poder. La desigualdad de los cambios, la diferencia de precios en las compras y las ventas, no puede existir sino a condición de que los capitalistas sigan siendo capitalistas, y los obreros, obreros: los unos, una clase de tiranos, y los otros, una clase de esclavos... Esta transacción prueba, pues, claramente que los capitalistas y los propietarios no hacen más que dar al obrero, por su trabajo de una semana, una parte de la riqueza que han obtenido de él la semana anterior, es decir, reciben algo y a cambio no le dan nada (nothing for something)... La transacción entre el trabajador y el capitalista es una verdadera farsa; en realidad no es, en miles de casos, otra cosa que un robo descarado, aunque legal (The whole transaction between the producer and the capitalist is a mere farce: it is, in fact, in thousands of instances, no other than a barefaced though legalised robbery)”. (Bray, pags. 45, 48, 49 y 50.)

“La ganancia del empresario será siempre una perdida para el obrero, hasta que los cambios entre las partes sean iguales; y los cambios no pueden ser iguales mientras la sociedad este dividida en capitalistas y productores, dada que los últimos viven de su trabajo, en tanto que los primeros engordan a cuenta de beneficiarse del trabajo ajeno...

“Es claro —continúa el señor Bray— que, cualquiera que sea la forma de gobierno que establezcáis..., por mucho que prediquéis en nombre de la moral y del amor fraterno..., la reciprocidad es incompatible con la desigualdad de los cambios. La desigualdad de los cambios, fuente de la desigualdad en la posesión, es el enemigo secreto que nos devora (No reciprocity can exist where there are unequal exchanges. Inequality of exchanges, as being the cause of inequality of possessions, is the secret enemy that devours us)”.(Bray, págs. 51 y 52).

“La consideración del objetivo y de la misión de la sociedad me autoriza a hacer la conclusión de que no sólo deben trabajar todos los hombres y de obtener de este modo la posibilidad de cambiar, sino que valores iguales deben cambiarse por valores iguales. Además, como el beneficio de uno no debe ser una perdida para otro, el valor se debe determinar por los gastos de producción. Sin embargo, hemos visto que, bajo el régimen social vigente, el beneficio del capitalista y del rico es siempre una pérdida para el obrero, que este resultado es inevitable, que bajo todas las formas de gobierno el pobre queda siempre abandonado enteramente a merced del rico, mientras subsista la desigualdad de los cambios, y que la igualdad de los cambios sólo puede ser asegurada por un régimen social que reconozca la universalidad del trabajo... La igualdad de los cambios hará gradualmente que la riqueza pase de manos de los capitalistas actuales a manos de la clase obrera”. (Bray, págs. 53-55.)

“Mientras permanezca en vigor este sistema de desigualdad de los cambios, los productores seguirán siendo siempre tan pobres, tan ignorantes, estarán tan agobiados por el trabajo como lo están actualmente, aun cuando sean abolidos todos los gravámenes, todos los impuestos gubernamentales... Sólo un cambio total de sistema, la introducción de la igualdad del trabajo y de los cambios, puede mejorar este estado de cosas y asegurar a los hombres la verdadera igualdad de derechos... A los productores les bastará hacer un esfuerzo —son ellos precisamente quienes deben hacer todos los esfuerzos para su propia salvación— y sus cadenas serán rotas para siempre... Como fin, la igualdad política es un error, y como medio, también es un error (As an end, the polítical equality is there a failure, as a means, also, it is there a failure).

Con la igualdad de los cambios, el beneficio de uno no puede ser pérdida para otro: porque todo cambio no es más que una simple transferencia de trabajo y de riqueza, no exige ningún sacrificio. Por tanto, bajo un sistema social basado en la igualdad de los cambios, el productor podrá llegar a enriquecerse por medio de sus ahorros; pero su riqueza no será sino el producto acumulado de su propio trabajo. Podrá cambiar su riqueza o donarla a otros; pero, si deja de trabajar, no podrá seguir siendo rico durante un tiempo más o menos prolongado. Con la igualdad de los cambios, la riqueza pierde el poder actual de renovarse y de reproducirse, por decirlo así, por sí misma: no podrá llenar el vacío creado por el consumo; porque, una vez consumida, la riqueza es perdida para siempre si no es reproducida por el trabajo. Bajo el régimen de cambios iguales no podrá ya existir lo que ahora llamamos beneficios e intereses. Tanto el productor como el distribuidor recibirán igual retribución, y el valor de cada artículo creado y puesto a disposición del consumidor será determinado por la suma total del trabajo invertido por ellos...

El principio de la igualdad en los cambios debe, pues, conducir por su propia naturaleza al trabajo universal”. (Bray, págs. 67, 88, 89, 94, 109 y 110).

Después de haber refutado las objeciones de los economistas contra el comunismo, el señor Bray continúa diciendo:

“Si, por una parte, para conseguir un sistema social basado sobre la comunidad de bienes, en su forma perfecta, es indispensable un cambio del carácter humano; si, por otra parte, el régimen actual no ofrece ni las condiciones ni las facilidades propias para llegar a ese cambio de carácter y preparar a los hombres para un estado mejor que todos nosotros deseamos, es evidente que el estado de cosas debe necesariamente seguir siendo el que es, a menos que no se descubra y no se lleve a cabo una etapa social preparatoria: un proceso que participe del sistema actual y del sistema futuro (del sistema fundado en la comunidad de bienes), una especie de estado intermedio, al que la sociedad pueda arribar con todos sus excesos y todas sus locuras, para luego salir de él enriquecida con las cualidades y los atributos que son las condiciones vitales del sistema de comunidad” (Bray, pág. 134).

“Para todo este proceso sería necesaria sólo la cooperación en su forma más simple... Los gastos de producción determinarían en todas las circunstancias el valor del producto, y valores iguales se cambiarían siempre por valores iguales. Si de dos personas una hubiese trabajado una semana entera y la otra sólo la mitad de la semana, la primera recibiría doble remuneración que la segunda; pero esta suma adicional no sería percibida por uno a expensas del otro: la pérdida experimentada por el último no redundaría de ningún modo en beneficio del primero. Cada persona trocaría el salario recibido individualmente por artículos del mismo valor que su salario, y el beneficio obtenido por un hombre o por una rama de producción no implicaría en ningún caso una perdida para otro hombre o para otra rama de producción. El trabajo de cada uno sería la única medida de sus ganancias o de sus perdidas...

... La cantidad de diferentes productos necesarios para el consumo, el valor relativo de cada artículo en comparación con los otros (el número de obreros a emplear en las diferentes ramas de trabajo), en una palabra, todo lo referente a la producción y a la distribución social, se determinaría por medio de oficinas (boards of trade) centrales y locales. Estos cálculos se efectuarían para el conjunto de la nación en tan poco tiempo y con la misma facilidad con que, bajo el régimen actual, se efectúan para una sociedad particular... Los individuos se agruparían en familias, las familias en comunas, como bajo el régimen actual...; ni siquiera sería abolida directamente la distribución de la población en la ciudad y en el campo, por mala que sea esta distribución... En esta asociación, cada individuo continuaría gozando de la libertad que ahora posee de acumular, cuanto le plazca, y de hacer de estas acumulaciones el uso que estimase conveniente... Nuestra sociedad sería, por decirlo así, una gran sociedad anónima, compuesta de un número infinito de sociedades anónimas más pequeñas, todas las cuales trabajarían, producirían y cambiarían sus productos sobre la base de la más perfecta igualdad... Nuestro nuevo sistema de sociedades anónimas, que no es más que una concesión hecha a la sociedad actual para llegar al comunismo, admite la coexistencia de la propiedad individual de los productos y la propiedad en común de las fuerzas productivas, hace depender la suerte de cada individuo de su propia actividad y le asigna una parte igual en todas las ventajas facilitadas por la naturaleza y el progreso de la técnica. Por eso, este sistema puede aplicarse a la sociedad en su estado actual y prepararla para los cambios ulteriores” (Bray, págs. 158, 160, 162, 168 y 194).

Sólo nos resta responder en pocas palabras al señor Bray, que, a pesar nuestro y en contra de nuestra voluntad, ha pasado a ocupar el puesto de señor Proudhon, con la diferencia, no obstante, de que el señor Bray, lejos de pretender poseer la última palabra de la humanidad, propone solamente las medidas que el cree buenas para una época de transición entre la sociedad actual y el régimen de comunidad de bienes.

Una hora de trabajo de Pedro se cambia por una hora de trabajo de Pablo. Este es el axioma fundamental del señor Bray.

Supongamos que Pedro ha trabajado doce horas y Pablo sólo seis: en este caso, Pedro no podrá cambiar con Pablo más que seis horas por otras seis. A Pedro le quedaran, pues, de reserva seis horas. ¿Qué hará con estas seis horas de trabajo?

O no hará nada, es decir, habrá trabajado en vano seis horas, o bien dejará de trabajar otras seis para restablecer el equilibrio, o bien —y esta será su última salida— dará a Pablo, por añadidura, estas seis horas con las que el no puede hacer nada.

Así, pues, ¿que habrá ganado en definitiva Pedro en comparación con Pablo? ¿Horas de trabajo? No. No habrá ganado más que horas de ocio; tendrá que holgar durante seis horas. Y para que este nuevo derecho a la holganza no sólo sea reconocido, sino apreciado en la nueva sociedad, hace falta que esta última encuentre su más alta felicidad en la pereza y que el trabajo le pese como una cadena de la que deberá librarse a todo trance. Y volviendo a nuestro ejemplo, ¡si al menos estas horas de ocio que Pedro ha sacado de ventaja a Pablo fuesen para Pedro una ganancia real! Pero no. Pablo, que comenzó trabajando sólo seis horas, alcanza mediante un trabajo regular y moderado el mismo resultado que Pedro, el cual comenzó trabajando con un esfuerzo excesivo. Cada uno querrá ser Pablo, y surgirá la competencia, una competencia de pereza, para lograr la situación de Pablo.

Por tanto, ¿qué nos ha reportado el cambio de cantidades iguales de trabajo? Superproducción, desvalorización, exceso de trabajo seguido de inactividad, en una palabra, todas las relaciones económicas existentes en la sociedad actual, menos la competencia de trabajo.

Pero no, nos equivocamos. Existe otro medio para salvar la nueva sociedad, la sociedad de los Pedros y de los Pablos. Pedro consumirá él mismo el producto de las seis horas de trabajo que le sobran. Mas desde el momento que no tiene necesidad de cambiar por haber producido, tampoco necesita producir para cambiar, y esto echa por tierra toda nuestra suposición de una sociedad fundada en la división del trabajo y el intercambio. La igualdad de cambio se salvaría sólo por haber cesado todo intercambio: Pablo y Pedro se convertirían en Robinsones.

Si se supone, pues, que todos los miembros de la sociedad son trabajadores directos, el cambio de cantidades iguales de horas de trabajo sólo es posible a condición de que se convenga por anticipado el número de horas que será preciso emplear en la producción material. Pero semejante acuerdo equivale a la negación del intercambio individual.

Llegamos a la misma conclusión si tomamos como punto de partida, no la distribución de los productos creados, sino el acto de la producción. En la gran industria, Pedro no puede fijar libremente por si mismo el tiempo de su trabajo, porque el trabajo de Pedro no es nada sin el concurso de todos los Pedros y de todos los Pablos que integran el personal de la empresa. Esto explica mejor que nada la porfiada resistencia que los fabricantes ingleses opusieron al bill de la jornada de diez horas. Sabían muy bien que una disminución de dos horas en la jornada de las mujeres y de los jóvenes debía acarrear igualmente una disminución del tiempo de trabajo de los hombres. La propia naturaleza de la gran industria requiere que el tiempo de trabajo sea igual para todos. Lo que hay es resultado de la acción del capital y de la competencia entre los obreros, mañana, aboliendo la relación entre el trabajo y el capital, será logrado por efecto de un acuerdo basado en la relación entre la suma de las fuerzas productivas y la suma de las necesidades existentes.

Mas semejante acuerdo es la condenación del intercambio individual, o sea que llegamos de nuevo a nuestro primer resultado.

En principio, no hay intercambio de productos, sino intercambio de trabajos que participan en la producción. Del modo de cambio de las fuerzas productivas depende el modo de cambio de los productos. En general, la forma del cambio de los productos corresponde a la forma de la producción. Modificad esta última, y como consecuencia se modificará la primera. Por eso, en la historia de la sociedad vemos que el modo de cambiar los productos es regulado por el modo de producirlos. El intercambio individual corresponde también a un modo de producción determinado, que, a su vez, responde al antagonismo de clases. No puede existir, pues, intercambio individual sin antagonismos de clases.

Pero la conciencia del buen burgués se niega a reconocer este hecho evidente. Como burgués, no puede por menos de ver en estas relaciones antagónicas unas relaciones basadas en la armonía y en la justicia eterna, que no permite a nadie velar por sus intereses a costa del prójimo. A juicio del burgués, el intercambio individual puede subsistir sin antagonismo de clases: para el estos dos fenómenos no guardan la menor relación entre sí. El intercambio individual, tal como se lo figura el burgués, tiene muy poca afinidad con el intercambio individual tal como se practica.

El señor Bray convierte la ilusión del buen burgués en el ideal que él quisiera ver realizado. Depurando el intercambio individual, eliminando todos los elementos antagónicos que en él se encierran, cree encontrar una relación “igualitaria”, que quisiera instaurar en la sociedad.

El señor Bray no ve que esta relación igualitaria, este ideal correctivo, que él quisiera aplicar en el mundo, no es sino el reflejo del mundo actual, y que, por tanto, es totalmente imposible reconstituir la sociedad sobre una base que no es más que una sombra embellecida de esta misma sociedad. A medida que la sombra toma cuerpo, se comprueba que este cuerpo, lejos de ser la transfiguración soñada, es el cuerpo actual de la sociedad[10].

 

§ III. APLICACIÓN DE LA LEY DE PROPORCIONALIDAD DE LOS VALORES

 

A) EL DINERO

“El oro y la plata son las primeras mercancías cuyo valor llego a ser constituido”. [I, 69]

Por tanto, el oro y la plata son las primeras aplicaciones del “valor constituido”... por el señor Proudhon. Y como el señor Proudhon constituye los valores de los productos determinándolos por la cantidad comparativa de trabajo cuajado en ellos, lo único que le quedaba era demostrar que las variaciones experimentadas por el valor del oro y de la plata se explican siempre por las variaciones del tiempo de trabajo necesario para producirlos. Pero al señor Proudhon ni siquiera se le pasa esto por las mientes. Habla del oro y de la plata como dinero y no como mercancía.

Toda su lógica, si de lógica puede hablarse, consiste en que a todas las mercancías cuyo valor se mide por el tiempo de trabajo extiende, mediante un escamoteo, la cualidad que el oro y la plata tienen de servir de dinero. Naturalmente, en este escamoteo hay más ingenuidad que malicia.

Como el valor de un producto útil se mide por el tiempo de trabajo necesario para producirlo, siempre puede ser aceptado a cambio. Testimonio de ello, exclama el señor Proudhon, son el oro y la plata, que reúnen las condiciones requeridas de “permutabilidad”. Por tanto, el oro y la plata son el valor que ha alcanzado estado de constitución, son la encarnación de la idea del señor Proudhon. No puede ser más afortunado en la elección de su ejemplo. El oro y la plata, además de su cualidad de ser una mercancía cuyo valor se determina, como el de cualquier otra, por el tiempo de trabajo, tiene la cualidad de ser medio universal de cambio, es decir, de ser dinero. Por eso, tomando el oro y la plata como una aplicación del “valor constituido” por el tiempo de trabajo, nada mas fácil que demostrar que toda mercancía cuyo valor sea constituido por el tiempo de trabajo, será siempre susceptible de cambio, será dinero.

En el espíritu del señor Proudhon surge una cuestión muy simple: ¿por qué tienen el oro y la plata el privilegio de ser el tipo del “valor constituido”?

“La función particular que el uso ha asignado a los metales preciosos de servir de medio de cambio es puramente convencional, y cualquier otra mercancía podría cumplir este cometido, con menos comodidad tal vez, pero de una manera igualmente autentica: Así lo reconocen los economistas, que citan más de un ejemplo de esta naturaleza. ¿Cuál es, pues, la razón de este privilegio de servir de dinero, de que gozan en todas partes los metales, y como se explica este carácter especial de la función de la moneda, función sin par en economía política?... ¿Es posible restablecer la serie de fenómenos de la que el dinero parece haber sido separado y, por consiguiente, reducir este a su verdadero principio?” [I, 68-69]

Formulando la cuestión en estos términos, el señor Proudhon presupone ya el dinero. La primera cuestión que debiera haberse planteado el señor Proudhon es saber por que en los cambios, tal como están constituidos actualmente, ha habido que individualizar, por decirlo así, el valor de cambio creando un medio especial de intercambio. El dinero no es un objeto: es una relación social. ¿Por qué la relación expresada por el dinero es una relación de la producción, al igual que cualquier otra relación económica, como la división del trabajo, etc.? Si el señor Proudhon hubiese tenido idea clara de esta relación, no le habría parecido el dinero una excepción, un miembro separado de una serie desconocida o por encontrar.

Habría reconocido, por el contrario, que esta relación es un eslabón y que, como tal, esta íntimamente ligado a toda la cadena de las demás relaciones económicas; habría reconocido que esta relación corresponde a un modo de producción determinado, ni más ni menos que el intercambio individual. Pero ¿qué hace él? Comienza por separar el dinero del conjunto del modo de producción actual, para hacer de él luego el primer miembro de una serie imaginaria, de una serie que se desea hallar.

Una vez admitida la necesidad de un medio particular de cambio, es decir, la necesidad del dinero, no queda sino explicar por qué esta función particular ha sido reservada al oro y la plata, y no a otra mercancía cualquiera. Esta es una cuestión secundaria, cuya explicación no hay que buscar en el sistema general de las relaciones de producción, sino en las cualidades específicas inherentes al oro y a la plata como materia. Es claro, pues, que si los economistas en este caso “se han lanzado fuera del dominio de la ciencia, si han discurrido por el campo de la física, de la mecánica, de la historia, etc.”, cosa que les reprocha el señor Proudhon, no han hecho sino lo que debían hacer. La cuestión no pertenece al dominio de la economía política.

“Lo que no ha visto ni comprendido ninguno de los economistas —dice el señor Proudhon—es la razón económica que ha determinado, en favor de los metales preciosos, el privilegio que disfrutan”. [I, 69]

El señor Proudhon ha visto, comprendido y legado a la posteridad la razón económica que nadie —y no sin fundamento— había visto ni comprendido.

“Nadie ha observado que, de todas las mercancías, el oro y la plata son las primeras cuyo valor llegó a ser constituido. En el período patriarcal, el oro y la plata son todavía objeto de comercio y se cambian en lingotes, pero ya con una tendencia visible a la dominación y con una marcada preferencia sobre las demás mercancías. Poco a poco los soberanos se apoderan del oro y la plata y les estampan su cuño: y de esta consagración soberana nace el dinero, es decir, la mercancía por excelencia, la mercancía que, en medio de todas las perturbaciones del comercio, conserva un valor proporcional determinado y es aceptado en todos los pagos... El rasgo distintivo del oro y de la plata consiste, lo repito, en que, gracias a sus propiedades metálicas, a las dificultades de su producción y, sobre todo, a la intervención de la autoridad publica, adquirieron muy pronto, como mercancías, firmeza y autenticidad”.

Afirmar que, de todas las mercancías, el oro y la plata son las primeras cuyo valor llegó a ser constituido, es afirmar, como se desprende de lo dicho más arriba, que el oro y la plata fueron los primeros en convertirse en dinero. He aquí la gran revelación del señor Proudhon, he aquí la verdad que nadie había descubierto antes que el.

Si con esto ha querido decir el señor Proudhon que el tiempo necesario para la obtención del oro y la plata ha sido conocido antes que el tiempo indispensable para la producción de todas las demás mercancías, esta sería otra de las suposiciones con las que tanto le gusta agasajar a sus lectores. Si quisiéramos atenernos a esta erudición patriarcal, diríamos al señor Proudhon que en primer lugar fue conocido el tiempo necesario para producir los objetos de primera necesidad, tales como el hierro, etc. No hablemos ya del arco clásico de Adam Smith.

Pero, después de todo esto, ¿cómo puede hablar todavía el señor Proudhon de la constitución de un valor, puesto que ningún valor se ha constituido jamás sólo? El valor se constituye, no por el tiempo necesario para crear un producto dado, sino en proporción a la cantidad de todos los demás productos que pueden ser creados durante el mismo tiempo. Por tanto, la constitución del valor del oro y de la plata supone la constitución ya lograda del valor de multitud de otros productos.

Por consiguiente, no es la mercancía la que, en forma de oro y plata, ha alcanzado el estado de “valor constituido”, sino que el “valor constituido” del señor Proudhon ha alcanzado, en forma de oro y plata, el estado de dinero.

Examinemos ahora más de cerca las razones económicas que, según el señor Proudhon, han dado al oro y la plata, antes que a todos los demás productos, la ventaja de ser erigidos en dinero, pasando por el estado constitutivo del valor.

Estas razones económicas son: la “tendencia visible a la dominación”, la “marcada preferencia” ya en “el período patriarcal” y otras circunlocuciones de este mismo hecho que no hacen sino aumentar nuestra dificultad, ya que multiplican el hecho multiplicando el número de casos que el señor Proudhon aduce para explicarlo. Pero el señor Proudhon no ha agotado aún todas las pretendidas razones económicas. He aquí una de fuerza soberana, irresistible:

“De la consagración soberana nace el dinero: los soberanos se apoderan del oro y la plata y les estampan su cuño”. [I, 69]

¡Así, pues, la arbitrariedad de los soberanos es, para el señor Proudhon, la razón suprema en economía política!

Verdaderamente, hace falta ignorar en absoluto la historia, para no saber que, en todos los tiempos, los soberanos se han tenido que someter a las condiciones económicas, sin poder dictarles nunca su ley. Tanto la legislación política como la civil no hacen más que expresar y protocolizar las exigencias de las relaciones económicas.

¿Fue el soberano el que se apoderó del oro y de la plata para hacer de ellos los medios universales de cambio estampándoles su cuño, o, por el contrario, fueron estos medios universales de cambio los que se apoderaron más bien del soberano obligándole a imprimirles su sello y a darles una consagración política?

El sello que se estampó y se estampa en la plata, no expresa su valor, sino su peso. La firmeza y la autenticidad de que habla el señor Proudhon no se refieren sino a la ley de la moneda, y esta ley indica cuanto metal puro contiene un trozo de plata amonedada.

“El único valor intrínseco de un marco de plata —dice Voltaire con el buen sentido que le caracteriza— es un marco de plata, media libra de plata de ocho onzas de peso. Sólo el peso y la ley crean este valor intrínseco”. (Voltaire, Systeme de Law.)

Pero sigue sin resolver esta cuestión: ¿Cuánto vale una onza de oro y de plata? Si un casimir de los almacenes Grand Colbert ostenta la marca de fábrica: “lana pura”, esta marca de fábrica no nos dice nada acerca del valor del casimir. Quedará por averiguar cuanto vale la lana.

“Felipe I, rey de Francia —dice el señor Proudhon—, agregó a la libra turonense de Carlomagno un tercio de aleación, imaginándose que, teniendo el monopolio de acuñar moneda, podía hacer lo que hace con su mercancía cada comerciante que posee el monopolio de un producto. ¿Qué representaba en realidad esta alteración de las monedas tan reprochada a Felipe y a sus sucesores? Un razonamiento muy justo desde el punto de vista de la rutina comercial, pero muy falso desde el punto de vista de la ciencia económica. Este razonamiento se reduce a lo siguiente: puesto que el valor se regula por la oferta y la demanda, se puede elevar la estimación y, por tanto, el valor de las cosas, bien creando una escasez ficticia, bien acaparando la fabricación, y esto es tan verdad en relación al oro y la plata como respecto al trigo, al vino, al aceite, al tabaco. Sin embargo, en cuanto se sospechó el fraude de Felipe, su moneda quedó reducida a su justo valor y el perdió todo lo que esperaba ganar a costa de sus súbditos. Idéntica suerte corrieron todas las demás tentativas análogas”. [I, 70-71]

En primer lugar, se ha demostrado ya muchas veces que, si el soberano se decide a alterar la moneda, es él quien sale perdiendo. Lo que gana una vez con la primera emisión, lo pierde luego cada vez que las monedas falsas retornan a él en forma de impuestos, etc. Pero Felipe y sus sucesores supieron resguardarse más o menos de esta pérdida, porque, después de poner en circulación la moneda alterada, ordenaron inmediatamente una refundición general de monedas según el modelo antiguo.

Por lo demás, si Felipe I hubiese razonado efectivamente como el señor Proudhon, no habría razonado “desde el punto de vista comercial”. Ni Felipe I ni el señor Proudhon dan pruebas de genio mercantil imaginándose que el valor del oro, igual que el valor de cualquier otra mercancía, puede ser alterado por la sola razón de que su valor se determina por la relación entre la oferta y la demanda.

Si el rey de Francia hubiese ordenado que un moyo de trigo se llamase en adelante dos moyos de trigo, el rey habría sido un estafador. Habría engañado a todos los rentistas, a todos cuantos tuvieran que recibir 100 moyos de trigo; habría sido la causa de que todas estas gentes, en lugar de recibir 100 moyos de trigo, hubieran recibido sólo 50. Suponed que el rey debiera a alguien 100 moyos de trigo; no habría tenido que pagar más que 50. Pero en el comercio los 100 moyos de trigo de ninguna manera habrían valido más de 50 de los anteriores. Cambiando el nombre no se cambia la cosa. La cantidad de trigo, como objeto de oferta o como objeto de demanda, no disminuirá ni aumentará por el mero cambio de nombre. Por tanto, puesto que la relación entre la oferta y la demanda no cambia a pesar de esta alteración de nombres, el precio del trigo no sufrirá ninguna alteración real. Al hablar de la oferta y la demanda de las cosas, no se habla de la oferta y la demanda del nombre de las cosas, Felipe I no creaba el oro o la plata, como dice el señor Proudhon; sólo creaba el nombre de las monedas. Haced pasar vuestros casimires franceses por casimires asiáticos y es posible que engañéis a un comprador o dos; pero en cuanto sea conocido el fraude, el precio de vuestros supuestos casimires asiáticos descenderá hasta el precio de los casimires franceses. Dando una falsa etiqueta al oro y a la plata, el rey Felipe I sólo podía engañar mientras el fraude no fuera descubierto. Como cualquier otro tendero, engañaba a sus clientes dando una falsa calificación a la mercancía: pero esto sólo podía durar cierto tiempo. Tarde o temprano debía sufrir el rigor de las leyes comerciales. esto lo que el señor Proudhon quería demostrar? No. Según el, es el soberano, y no el comercio, el que da al dinero su valor. ¿Y qué ha demostrado en realidad? Que el comercio es más soberano que el propio soberano. Si el soberano ordena que un marco se convierta en dos marcos, el comercio os dirá siempre que estos dos marcos nuevos no valen más que uno de los antiguos.

Pero esto no hace avanzar ni un pasó la cuestión del valor determinado por la cantidad de trabajo. Queda por resolver si el valor de estos dos marcos, convertidos de nuevo en un marco de los antiguos, es determinado por los gastos de producción o por la ley de la oferta y la demanda.

El señor Proudhon continúa diciendo:

“Hay que señalar además que, si en lugar de alterar las monedas, hubiese podido el rey duplicar su masa, el valor de cambio del oro y de la plata habría bajado inmediatamente a la mitad, por esta misma razón de la proporcionalidad y del equilibrio”. [I, 71]

Si es justa esta opinión, que el señor Proudhon comparte con los demás economistas, constituye una prueba en favor de su doctrina de la oferta y la demanda, pero de ningún modo en favor de la proporcionalidad del señor Proudhon. Porque, según esta opinión, cualquiera que sea la cantidad de trabajo materializado en la masa duplicada de oro y de plata, su valor bajaría a la mitad por la simple razón de que la demanda sería la misma, mientras que la oferta se habría doblado. ¿O bien es que, esta vez, “la ley de proporcionalidad” coincidiría por casualidad con la ley tan desdeñada de la oferta y la demanda? Esta justa proporcionalidad del señor Proudhon es en efecto tan elástica, se presta a tantas variaciones, combinaciones y cambios, que bien puede coincidir alguna vez con la relación entre la oferta y la demanda.

Asignar “a toda mercancía la capacidad de ser aceptable en el cambio, si no de hecho, al menos de derecho”, fundándose para ello en el papel que desempeñan el oro y la plata, significa no comprender este papel. El oro y la plata no son aceptables de derecho sino porque lo son de hecho, y lo son de hecho porque la organización actual de la producción necesita un medio universal de cambio. El derecho no es más que el reconocimiento oficial del hecho.

Hemos visto que el ejemplo del dinero como aplicación del valor que ha alcanzado el estado de constitución, no ha sido elegido por el señor Proudhon sino para hacer pasar de contrabando toda su doctrina de la permutabilidad, es decir, para demostrar que toda mercancía evaluada según su coste de producción debe convertirse en dinero. Todo esto estaría muy bien, a no ser por el inconveniente de que, de todas las mercancías, precisamente el oro y la plata son, como dinero, las únicas que no se determinan por su coste de producción; y esto es tan cierto, que en la circulación pueden ser reemplazadas por el papel. Mientras se observe una cierta proporción entre las necesidades de la circulación y la cantidad de moneda emitida, bien sea en papel, en oro, en platino o en cobre, no puede plantearse la cuestión de observar una proporción entre el valor intrínseco (el coste de producción) y el valor nominal del dinero. Sin duda, en el comercio internacional, el dinero, como toda otra mercancía, es determinado por el tiempo de trabajo. Pero esto ocurre porque, en el comercio internacional, hasta el oro y la plata son medios de cambio como producto y no como dinero, es decir, el oro y la plata pierden los rasgos de “firmeza y autenticidad”, de “consagración soberana” que constituyen, según la opinión del señor Proudhon, su carácter especifico. Ricardo ha comprendido tan bien esta verdad, que después de haber basado todo su sistema en el valor determinado por el tiempo de trabajo y después de haber dicho que “el oro y la plata, como todas las demás mercancías, no tienen valor sino en proporción a la cantidad de trabajo necesario para producirlos y hacerlos llegar al mercado”, agrega, sin embargo, que el valor del dinero no se determina por el tiempo de trabajo cristalizado en su materia, sino solamente por la ley de la oferta y la demanda.

“Aunque el papel moneda no tiene ningún valor intrínseco, sin embargo, si se limita la cantidad, su valor de cambio puede ser tan grande como el valor del dinero metálico de la misma denominación o como el del metal contenido en este dinero. Con arreglo a este mismo principio, es decir, limitando la cantidad de dinero, las monedas desgastadas pueden circular por el mismo valor que tendrían si su peso y su ley fuesen los legítimos, y no según el valor intrínseco del metal puro que contengan. He aquí por qué en la historia de las monedas inglesas nos encontramos con que nuestro numerario nunca se ha desvalorizado en la misma proporción en que se ha alterado su calidad. La razón consiste en que jamás ha aumentado su cantidad proporcionalmente a la disminución de su valor intrínseco”. (Ricardo, lug. cit. [págs. 206-207]).

He aquí lo que observa J. B. Say a propósito de este pasaje de Ricardo:

“Este ejemplo debería bastar, yo creo, para convencer al autor de que la base de todo valor no es la cantidad de trabajo necesario para producir una mercancía, sino la necesidad que se tiene de ella, confrontada con su escasez”4.

Así, pues, el dinero, que, en opinión de Ricardo, no es ya un valor determinado por el tiempo de trabajo, y que a causa de esto J. B. Say toma como ejemplo a fin de convencer a Ricardo de que tampoco los demás valores pueden ser determinados por el tiempo de trabajo, el dinero, repito, que J. B. Say toma como ejemplo de un valor determinado exclusivamente por la oferta y la demanda, es, según el señor Proudhon, el ejemplo por excelencia de la aplicación del valor constituido... por el tiempo de trabajo.

Para terminar, si el dinero no es un “valor constituido” por el tiempo de trabajo, menos aun puede tener algo de común con la justa “proporcionalidad” del señor Proudhon. El oro y la plata son siempre cambiables, porque tienen la función particular de servir como medio universal de cambio, y de ningún modo porque existan en una cantidad proporcional al conjunto de riquezas; o mejor dicho, son siempre proporciónales por ser las únicas mercancías que sirven de dinero, de medio universal de cambio, cualquiera que sea su cantidad con relación al conjunto de riquezas.

“El dinero en circulación nunca puede ser lo bastante abundante para resultar superfluo; pues si bajáis su valor, aumentaréis en la misma proporción la cantidad, y aumentando su valor disminuiréis la cantidad”. (Ricardo [II, 205].)

“¡Qué embrollo el de la economía política!”, prorrumpe el señor Proudhon. [I, 72]

“¡Maldito oro!, exclama graciosamente un comunista” (por boca del señor Proudhon). “Con la misma razón podría decirse: ¡Maldito trigo, malditas viñas, malditas ovejas!, pues, al igual que el oro la plata, todo valor comercial debe llegar a su exacta y rigurosa determinación”. [I, 73]

La idea de atribuir a las ovejas y a las viñas las propiedades del dinero no es nueva. En Francia pertenece al siglo de Luis XIV. En esta época, cuando el dinero comenzó a alcanzar su omnipotencia, alzábanse quejas a propósito de la desvalorización de todas las demás mercancías y las gentes ansiaban con vehemencia que llegara el momento en que “todo valor comercial” pudiese llegar a su exacta y rigurosa determinación, convirtiéndose a su vez en dinero. He aquí lo que encontramos ya en Bois-Guillebert, uno de los más antiguos economistas de Francia:

“Entonces el dinero, gracias a esta irrupción de innumerables competidores representados por las propias mercancías restablecidas en sus justos valores, será situado en sus limites naturales”. (Economistes financiers du XVIII siècle, pág. 422, edic. Daire.)

Como se ve, las primeras ilusiones de la burguesía son también las últimas.

 

B) EL REMANENTE DEL TRABAJO

“En las obras de economía política se puede ver esta hipótesis absurda: Si el precio de todas las cosas se doblase. . . ¡Como si el precio de todas las cosas no fuese la proporción de las cosas, y como si se pudiese doblar una proporción, una relación, una ley!” (Proudhon, t. I, pág. 81.)

Los economistas han incurrido en este error a causa de no haber sabido aplicar la “ley de proporcionalidad” y el “valor constituido”.

Desgraciadamente, en el tomo I de la obra misma del señor Proudhon nos encontramos en la página 110 con esta hipótesis absurda de que “si el salario experimentase un alza general, se elevaría el precio de todas las cosas”. Por lo demás, si se encuentra en las obras de economía política la frase en cuestión, también se encuentra en ellas su explicación.

“Si se dice que sube o baja el precio de todas las mercancías, siempre se excluye una u otra mercancía: la mercancía excluida es, por lo general, el dinero o el trabajo”. (Encyclopedia Metropolitana or Universal Dictionary of Knowledge [“Enciclopedia Metropolitana o Diccionario Universal del Saber”], t. IV, artículo Polítical Economy [“Economía Política”], de Senior, Londres, 1836. Véase también sobre esta expresión: J. St. Mill, Essays on some unsettled questions of polítical economy [“Ensayos acerca de algunas cuestiones no resueltas de economía política”], Londres, 1844, y Tooke: A history of prices, etc. [“Historia de los precios, etc.”], Londres, 1838.)

Pasemos ahora a la segunda aplicación del “valor constituido” y de otras proporcionalidades cuyo único defecto estriba en ser poco proporcionadas, y veamos si el señor Proudhon es más afortunado en este caso que en el intento de convertir en dinero a las ovejas.

“Un axioma generalmente admitido por los economistas es que todo trabajo debe dejar un remanente. Esta proposición constituye para mí una verdad universal y absoluta: es el corolario de la ley de la proporcionalidad, que se puede considerar como el compendio de toda la ciencia económica. Pero, que me perdonen los economistas, el principio de que todo trabajo debe dejar un remanente no tiene sentido en su teoría y no es susceptible de demostración alguna”. (Proudhon [I, 73].)

Para probar que todo trabajo debe dejar un remanente, el señor Proudhon personifica la sociedad; hace de ella una sociedad persona, sociedad que no es lo mismo que la sociedad integrada por personas, puesto que posee sus leyes particulares, las cuales no tienen nada de común con las personas de que se compone la sociedad, y su “inteligencia propia”, que no es la inteligencia del común de las gentes, sino una inteligencia sin sentido común. El señor Proudhon reprocha a los economistas el no haber comprendido la personalidad de este ser colectivo. Estimamos que no estará de más oponer a sus palabras el siguiente pasaje de un economista americano que echa en cara a los demás economistas todo lo contrario:

“La entidad moral (the moral entity), el ser gramatical (the grammatical being) denominado sociedad ha sido revestido de atribuciones que sólo tiene existencia real en la imaginación de los que con una palabra hacen una cosa... He aquí lo que ha dado lugar a tantas dificultades y a deplorables equivocaciones en economía política”. Th. Cooper, Lectures on the Elements of Political Economy [“Conferencias sobre elementos de Economía política”], Columbia, 1826.)

El señor Proudhon prosigue:

“En relación a los individuos, este principio del remanente del trabajo no es verdadero sino porque emana de la sociedad, que les transfiere así la acción benéfica de sus propias leyes”. [I, 75]

¿Quiere decir simplemente con esto el señor Proudhon que el individuo social produce más que el individuo aislado? ¿Se refiere el señor Proudhon a este excedente de la producción de los individuos asociados en comparación con la de los individuos no asociados? Si es así, podemos citarle un centenar de economistas que han expresado esta simple verdad sin todo ese misticismo de que se rodea el señor Proudhon. He aquí lo que dice, por ejemplo, el señor Sadler:

“El trabajo combinado da resultados que no podría proporcionar nunca el trabajo individual. A medida, pues, que la humanidad aumente en número, los productos del trabajo mancomunado rebasarán con mucho la suma de una simple adición calculada sobre la base de este aumento... Actualmente, tanto en las artes mecánicas como en los trabajos científicos, un hombre puede hacer en un día más que un individuo aislado en toda su vida. Aplicado al punto que nos ocupa, no resulta cierto el axioma de los matemáticos de que el todo es igual a las partes. En cuanto al trabajo, este gran pilar de la existencia humana (the great pillar of human existence), se puede decir que el producto de los esfuerzos acumulados supera con mucho a todo lo que puedan jamás crear los esfuerzos individuales y separados”. (T. Sadler, The law of population [“La ley de la población”], Londres, 1830.)

Volvamos al señor Proudhon. El remanente de trabajo, dice, se explica por la sociedad persona. La vida de esta persona se subordina a leyes opuestas a las que determinan la actividad del hombre como individuo, cosa que el señor Proudhon quiere demostrar con “hechos”.

“El descubrimiento de un nuevo procedimiento en la esfera económica no puede nunca reportar al inventor un beneficio igual al que proporciona a la sociedad... Se ha observado que las empresas ferroviarias son para los empresarios una fuente de riqueza en mucho menor grado que para el Estado... La tarifa media del transporte de mercancías por carretera es de 18 céntimos por tonelada-kilometro, comprendidos los gastos de carga y descarga en el almacén. Se ha calculado que una empresa ordinaria de ferrocarriles no obtendría a ese precio ni siquiera un diez por ciento de beneficio neto, que es aproximadamente lo que viene a recibir una empresa de acarreo. Pero admitamos que la velocidad del transporte por ferrocarril sea a la del transporte por carretera como 4 es a 1: como en la sociedad el tiempo es el valor mismo, a igual tarifa el camino de hierro brindara en comparación con el acarreo una ventaja de 400%. Sin embargo, esta enorme ventaja, muy real para la sociedad, esta bien lejos de realizarse en la misma proporción para el dueño de la empresa de transporte: mientras proporciona a la sociedad un beneficio de 400%, el ni siquiera consigue un 10%. Supongamos, en efecto, para mayor claridad, que el ferrocarril ha elevado la tarifa a 25 céntimos, en tanto que la del transporte por carretera sigue siendo de 18; en ese caso el ferrocarril perdería al instante todas sus consignaciones de mercaderías. Expedidores, destinatarios, todo el mundo retornaría al viejo furgón y, si fuese preciso, al carro. La locomotora seria desechada: una ventaja social de 400% seria sacrificada a una pérdida privada de 35%. Y se comprende la razón: la ventaja que resulta de la velocidad del transporte por ferrocarril es una ventaja enteramente social, y cada individuo no participa de ella sino en una proporción mínima (no olvidemos que en este momento se trata sólo del transporte de mercancías), mientras que la perdida afecta directa y personalmente al consumidor. Un beneficio social igual a 400 representa para el individuo, si la sociedad se compone solamente de un millón de seres, cuatro diezmilésimas, mientras que una perdida de 33% para el consumidor supondría un déficit social de 33 millones”. (Proudhon [I, 75, 76].)

Pase que el señor Proudhon exprese por 400% de la velocidad primitiva una velocidad cuadruplicada; pero relacionar los porcentajes de velocidad con los porcentajes de ganancia y formar una proporción entre dos relaciones que, si bien cada una por separado se mide por tantos por cientos, sin embargo, son inconmensurables entre si, equivale a establecer una proporción entre los porcentajes dejando a un lado las propias cosas a las que los porcentajes se refieren.

Los porcentajes son siempre porcentajes. 10% y 400% son conmensurables; son el uno al otro como 10 es a 400.

Por consiguiente, concluye el señor Proudhon, un beneficio de 10% vale 40 veces menos que una velocidad cuadruplicada. Con el fin de guardar las apariencias, dice que, para la sociedad, el tiempo es dinero (time is money). Este error proviene de que el recuerda confusamente que existe una relación entre el valor y el tiempo de trabajo y se apresura a equiparar el tiempo de trabajo con el tiempo de transporte, es decir, identifica con la sociedad entera unos cuantos fogoneros, conductores y mozos de tren, cuyo tiempo de trabajo equivale efectivamente al tiempo de transporte. Convirtiendo, pues, la velocidad en capital, dice con toda razón: “Un beneficio de 400% sería sacrificado a una perdida de 35%”. Después de haber formulado como matemático esta extraña proposición, nos la explica como economista.

“Un beneficio social igual a 400 representa para el individuo, si la sociedad se compone solamente de un millón de seres, cuatro diezmilésimas”. De acuerdo, pero no se trata de 400, sino de 400%, y un beneficio de 400% representa para el individuo 400%, ni más ni menos. Cualquiera que sea el capital, los dividendos siempre constituirán en este caso un 400%. ¿Qué hace el señor Proudhon? Toma los porcentajes por el capital y, como temiendo que su embrollo no sea lo bastante manifiesto, lo bastante “claro”, continúa:

“Una pérdida de 33% para el consumidor supondría un déficit social de 33 millones”. 33% de perdida para cada uno de los consumidores son 33% de perdida para un millón de consumidores. Además, ¿cómo puede el señor Proudhon afirmar a este propósito que el déficit social, en el caso de una pérdida de 33%, se eleva a 33 millones, cuando no conoce ni el capital social ni siquiera el capital de uno sólo de los interesados? Por tanto, al señor Proudhon no le basta haber confundido el capital y los porcentajes, sino que va más allá, identificando el capital colocado en una empresa con el número de los interesados.

“Supongamos en efecto, para mayor claridad”, un capital determinado. Una ganancia social de 400%, distribuida entre un millón de participantes, cada uno de los cuales haya aportado un franco, da 4 francos de beneficio por cabeza y no 0,0004, como afirma el señor Proudhon. De igual modo, una perdida de 33% para cada uno de los participantes representa un déficit social de 330.000 francos, y no de 33 millones (100:33 = 1.000.000:330.000).

El señor Proudhon, absorbido por su teoría de la sociedad persona, se olvida de hacer la división por 100. Así, obtiene 330.000 francos de pérdida; pero 4 francos de ganancia por cabeza constituyen para la sociedad 4 millones de francos de beneficio. Por tanto, queda para la sociedad una ganancia neta de 3.670.000 francos. Este cálculo exacto demuestra precisamente todo lo contrario de lo que ha querido demostrar el señor Proudhon, a saber: que las ganancias y las pérdidas de la sociedad no están de ningún modo en razón inversa de las ganancias y las pérdidas de los individuos.

Después de haber rectificado estos simples errores de puro cálculo, veamos un poco las consecuencias a que llegaríamos si, haciendo abstracción de los errores de cálculo, resolviéramos admitir para los ferrocarriles la relación establecida por el señor Proudhon entre la velocidad y el capital. Supongamos que un transporte cuatro veces más rápido cueste cuatro veces más; en tal caso, este transporte no rendiría menos ganancia que el transporte por carretera, cuatro veces más lento y cuatro veces más barato. O sea, si el acarreo cuesta 18 céntimos, el ferrocarril costaría 72. Esta sería la consecuencia “rigurosamente matemática” de las suposiciones del señor Proudhon, haciendo una vez mas abstracción de los errores de cálculo. Pero he aquí que se nos dice inopinadamente que si, en lugar de 72 céntimos, el ferrocarril cobrase sólo 25, perdería al punto todas sus consignaciones de mercaderías. Decididamente, en tal caso habría que retornar al furgón e inclusive al carro. Lo único que aconsejamos al señor Proudhon es que en su “Programa de la asociación progresiva” no se olvide de hacer la división por 100. Pero esa es la desgracia: no abrigamos la menor esperanza de que sea escuchado nuestro consejo, porque el señor Proudhon esta tan encantado de su cálculo “progresivo”, correspondiente a la “asociación progresiva”, que clama con gran énfasis:

“Con la solución de la antinomia del valor, ya he mostrado en el capítulo segundo que la ventaja de todo descubrimiento útil es incomparablemente menor para el inventor, haga lo que haga, que para la sociedad; ¡la demostración de este punto la ha realizado con todo rigor matemático!”

Volvamos a la ficción de la sociedad persona, ficción cuya única finalidad era probar la simple verdad de que cada nuevo invento disminuye el valor de cambio del producto al dar la posibilidad de producir con la misma cantidad de trabajo un mayor número de mercancías. La sociedad sale, pues, beneficiada, no porque obtenga mas valores de cambio, sino porque obtiene más mercancías por el mismo valor. En cuanto al inventor, la competencia hace que su beneficio descienda gradualmente hasta el nivel general de las ganancias, ¿Ha demostrado el señor Proudhon este enunciado como quería hacerlo? No. Esto no le impide reprochar a los economistas el no haber hecho esta demostración. Para persuadirle de lo contrario no citaremos más que a Ricardo y Lauderdale; Ricardo, jefe de la escuela que determina el valor por el tiempo de trabajo, y Lauderdale, uno de los defensores mas furibundos de la determinación del valor por la oferta y la demanda. Ambos han demostrado la misma tesis.

“Aumentando constantemente la facilidad de producción, disminuimos constantemente el valor de algunas de las mercancías producidas antes, aunque por ese mismo medio aumentamos no sólo la riqueza nacional, sino también la capacidad de producir en el futuro... Tan pronto como con la ayuda de las máquinas, o por nuestros conocimientos en física, obligamos a los agentes naturales a realizar el trabajo que antes era hecho por el hombre, el valor de cambio de este trabajo baja consecutivamente. Si hacían falta diez hombres para mover un molino de trigo y después se descubría que por medio del viento o del agua podía ser ahorrado el trabajo de estos diez hombres, el valor de la harina producida por la acción del molino descenderá en proporción a la suma de trabajo economizado, y la sociedad se vera enriquecida con todo el valor de las cosas que podrá producir el trabajo de estos diez hombres, ya que los fondos destinados al sostenimiento de los trabajadores no experimentarán la menor disminución”. (Ricardo, [II, 59].)

Lauderdale, a su vez, dice:

“El beneficio de los capitales proviene siempre de que estos suplen una parte del trabajo que el hombre tendría que realizar con sus manos, o bien de que efectúan una parte de trabajo superior a las fuerzas personales del hombre y que el hombre no podría ejecutar por si solo. La exigua ganancia que de ordinario obtienen los propietarios de las máquinas, en comparación con el precio del trabajo que las máquinas suplen, es posible que de lugar a dudas sobre la justeza de esta opinión. Por ejemplo, una bomba de vapor extrae en un día de una mina de carbón más agua de la que podrían sacar sobre sus espaldas trescientos hombres, aun valiéndose de herradas; y es indudable que la bomba sustituye el trabajo de estos hombres con muchos menos gastos. Lo mismo se puede decir de todas las máquinas restantes. Realizan a más bajo precio el trabajo que hacía la mano del hombre, sustituida ahora por ellas... Supongamos que el inventor de una máquina que reemplaza el trabajo de cuatro hombres ha recibido una patente: como el privilegio exclusivo impide toda competencia, excepto la que resulta del trabajo de los obreros reemplazados por su máquina, es claro que, mientras dure el privilegio, el salario de estos obreros será la medida que determine el precio a que el inventor puede vender sus productos; por consiguiente, para asegurar la venta de su producción, el inventor tendrá que exigir tan sólo un poco menos de lo que supone el salario del trabajo que su máquina suple. Pero cuando expire el plazo del privilegio, aparecerán otras máquinas de la misma especie, que rivalizarán con la suya. Entonces regulará su precio sobre la base del principio general, haciéndolo depender de la abundancia de máquinas. El beneficio del capital invertido..., aunque es el resultado de un trabajo suplido, se regula en definitiva, no por el valor de este trabajo, sino, como en todos los demás casos, por la competencia entre los poseedores de capitales; y el grado de esta competencia es determinado siempre por la proporción entre la cantidad de capitales ofrecidos para este fin y la demanda que de ellos se haga”. [págs. 119, 123, 124, 125, 134]

En fin de cuentas resulta, pues, que si en la nueva rama de producción el beneficio es mayor que en las restantes, siempre habrá capitales que tenderán a colocarse en esta rama, hasta que la cuota de ganancia descienda al nivel común.

Acabamos de ver que el ejemplo del ferrocarril es bien poco valido para arrojar alguna luz sobre la ficción de la sociedad persona. Sin embargo, el señor Proudhon prosigue audaz su discurso:

“Esclarecido este punto, nada mas fácil que explicar por que el trabajo debe dejar a cada productor un remanente”. [I, 77]

Lo que sigue a continuación pertenece a la antigüedad clásica. Es un cuento poético escrito con la finalidad de hacer descansar al lector de las fatigas que ha debido causarle el rigor de las demostraciones matemáticas que le preceden. El señor Proudhon da a su sociedad persona el nombre de Prometeo, cuyas proezas glorifica en estos términos:

“Primeramente, saliendo del seno de la naturaleza, Prometeo se despierta a la vida en una inercia plena de encantos”, etc., etc. “Prometeo pone manos a la obra, y desde el primer día, el primer día de la segunda creación, el producto de Prometeo, es decir, su riqueza, su bienestar, es igual a diez. El segundo día, Prometeo divide su trabajo, y su producto crece hasta cien. El tercer día y cada uno de los siguientes, Prometeo inventa máquinas, descubre nuevas propiedades útiles de los cuerpos, nuevas fuerzas de la naturaleza... Cada paso de su actividad productiva eleva la cifra de su producción, anunciándole un acrecentamiento de su felicidad. Y por último, como para él consumir significa producir, es claro que cada día de consumo, no llevándose más que el producto del día anterior, le deja un excedente de producto para el día siguiente”. [I, 77-78]

Este Prometeo del señor Proudhon es un personaje peregrino, tan poco fuerte en lógica como en economía política. Mientras Prometeo se limita a aleccionarnos diciendo que la división del trabajo, el empleo de máquinas y la explotación de las fuerzas naturales y del poder de la ciencia multiplican las fuerzas productivas de los hombres y dan un excedente en comparación con lo que produce el trabajo aislado, la desgracia de este nuevo Prometeo consiste únicamente en haber aparecido demasiado tarde. Pero en cuanto Prometeo se pone a hablar de producción y consumo, es realmente grotesco. Para él, consumir es producir; consume al día siguiente lo que ha producido la víspera, y así cuenta siempre con un día de reserva: esta jornada sobrante es su “remanente de trabajo”. Pero consumiendo hoy lo que produjo ayer, Prometeo, el primer día, que no tuvo víspera, hubo de trabajar jornada doble a fin de disponer luego de un día de reserva. ¿Cómo pudo Prometeo conseguir el primer día este remanente, si no había ni división de trabajo, ni máquinas, ni conocimiento de más fuerzas de la naturaleza que la del fuego? Por tanto, retrotrayendo la cuestión “al primer día de la segunda creación”, no se avanza ni un pasó. Esta manera de explicar las cosas, medio griega, medio hebrea, a la vez mística y alegórica, da al señor Proudhon pleno derecho para decir:

“He demostrado por medio de la teoría y de los hechos el principio de que todo trabajo debe dejar un remanente”.

Los hechos son el famoso cálculo progresivo; la teoría es el mito de Prometeo.

“Pero —continua el señor Proudhon— este principio, tan cierto como un postulado de aritmética, esta todavía lejos de realizarse para todos. Al mismo tiempo que el progreso de la actividad productora colectiva aumenta constantemente el producto de cada jornada de trabajo individual, y ese aumento debería traer como consecuencia necesaria que el trabajador, con el mismo salario, fuese cada día mas rico, vemos que unas capas de la sociedad se benefician mientras otras decaen”. [I, 79-80]

En 1770, la población del Reino Unido de la Gran Bretaña ascendía a 15 millones, y la población activa era de 3 millones. La fuerza productiva de los perfeccionamientos técnicos equivalía aproximadamente a 12 millones más de personas; por tanto, la suma total de fuerzas productivas era igual a 15 millones. La capacidad productiva era, pues, a la población como 1 es a 1, y la productividad de los adelantos técnicos era al rendimiento del trabajo manual como 4 es a 1.

En 1840, la población no pasaba de 30 millones: la población activa era de 6 millones, mientras que la productividad de los perfeccionamientos técnicos ascendía a 650 millones, es decir, era al conjunto de la población como 21 es a 1, y al rendimiento del trabajo manual como 108 es a 1.

En la sociedad inglesa, la productividad de la jornada de trabajo ha aumentado, por tanto, en setenta años en 2.700%, es decir, en el año 1840 se producía en un día veintisiete veces mas que en 1770. Según el señor Proudhon, habría que plantear esta cuestión: ¿Por qué el obrero inglés de 1840 no es veintisiete veces más rico que el de 1770? Plantear semejante cuestión significaría, naturalmente, suponer que los ingleses habrían, podido producir estas riquezas sin que existiesen las condiciones históricas en que habían sido producidas, o sea: la acumulación de capitales privados, la división moderna del trabajo, la fabrica mecanizada, la competencia anárquica, el sistema de trabajo asalariado, en una palabra, todo lo que esta basado en el antagonismo de clases. Pero precisamente estas condiciones eran necesarias para el desarrollo de las fuerzas productivas y para el aumento del remanente de trabajo. Por tanto, para obtener este desarrollo de las fuerzas productivas y este remanente de trabajo, era necesaria la existencia de unas clases que se benefician y de otras que decaen.

¿Qué es, pues, en resumidas cuentas, este Prometeo resucitado por el señor Proudhon? Es la sociedad, son las relaciones sociales basadas en el antagonismo de clases. Estas relaciones no son relaciones entre un individuo y otro, sino entre el obrero y el capitalista, entre el arrendatario y el propietario de la tierra, etc. Suprimid esas relaciones y habréis destruido toda la sociedad. Vuestro Prometeo quedaría convertido en un fantasma sin brazos y sin piernas, es decir, sin fábrica y sin división del trabajo; en una palabra, sin todo lo que desde el primer momento le habéis proporcionado para hacerle obtener ese remanente de trabajo.

Por tanto, si en teoría bastaba, como lo hace el señor Proudhon, dar una interpretación igualitaria de la fórmula del remanente de trabajo, sin tomar en cuenta las condiciones actuales de la producción, en la práctica debería bastar hacer entre los obreros un reparto igualitario de todas las riquezas adquiridas actualmente, sin cambiar para nada las condiciones modernas de la producción. Este reparto no aseguraría, claro está, un alto grado de bienestar a cada uno de sus participantes.

Pero el señor Proudhon es menos pesimista de lo que podría parecer. Como para él la proporcionalidad lo es todo, en el Prometeo tal cual realmente existe, es decir, en la sociedad presente, no puede por menos de ver un comienzo de realización de su idea favorita.

“Pero, a la vez, el progreso de la riqueza, es decir, la proporcionalidad de los valores, es la ley dominante; y cuando los economistas oponen a las quejas del partido social el crecimiento progresivo de la fortuna pública y la mejoría de la situación inclusive de las clases más desventuradas de la sociedad, proclaman, sin ellos sospecharlo, una verdad que es la condenación de sus teorías”. [I, 80]

¿Qué es, en realidad, la riqueza colectiva, la fortuna pública? Es la riqueza de la burguesía, y no de cada burgués en particular. Pues bien, los economistas no han hecho otra cosa que demostrar cómo, en las relaciones de producción existentes, ha crecido y debe crecer aún mas la riqueza de la burguesía. En cuanto a la clase obrera, está todavía por ver si su situación ha mejorado a consecuencia del aumento de la pretendida riqueza pública. Cuando los economistas nos citan, en apoyo de su optimismo, el ejemplo de los obreros ingleses ocupados en la industria algodonera, no ven su situación sino en los raros momentos de prosperidad del comercio. Con respecto a los períodos de crisis y de estancamiento, esos momentos de prosperidad guardan la “justa proporción” de 3 a 10. ¿O tal vez, hablando de mejoría, los economistas querían referirse a esos millones de obreros que tuvieron que perecer en las Indias Orientales para procurar al millón y medio de obreros ocupados en Inglaterra en esa misina rama de industria tres años de prosperidad de cada diez?

En cuanto a la participación temporal en el crecimiento de la riqueza pública, ya es otra cuestión. El hecho de esta participación temporal se explica por la teoría de los economistas. Es la confirmación de esta teoría, y en modo alguno su “condenación”, como asegura el señor Proudhon. Si algo hay que condenar es, naturalmente, el sistema del señor Proudhon, que, como hemos demostrado, sometería a los obreros a un mínimo de salario, pese al incremento de la riqueza. Sólo sometiéndolos a un mínimo de salario, el señor Proudhon podría aplicar aquí el principio de la justa proporcionalidad de los valores, el principio del “valor constituido” por el tiempo de trabajo. Precisamente porque el salario, a causa de la competencia, oscila por encima o por debajo del precio de los víveres necesarios para el sustento del obrero, este puede participar, siquiera sea en el grado más insignificante, en el crecimiento de la riqueza colectiva; pero precisamente por eso puede también perecer como consecuencia de la miseria. En esto consiste toda la teoría de los economistas, que no se hacen ilusiones al respecto.

Después de sus largas divagaciones a propósito de los ferrocarriles, de Prometeo y de la nueva sociedad a reconstituir sobre la base del “valor constituido”, el señor Proudhon se recoge en si mismo; la emoción lo domina, y exclama con un tono paternal:

“Yo conjuro a los economistas a que se interroguen un momento, en el fondo de su corazón, abandonando los prejuicios que les turban y la preocupación por los cargos que ocupan o que esperan, por los intereses a cuyo servicio están, por los votos que ambicionan, por las distinciones que halagan su vanidad; que se interroguen y digan si hasta ahora el principio de que todo trabajo debe dejar un remanente se lo habían imaginado con esta cadena de premisas y consecuencias que nosotros hemos puesto de relieve”. [I, 80]

 

 

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[1] Como se sabe, Ricardo determina el valor de una mercancía “por la cantidad de trabajo invertido en su producción”. Pero la forma de cambio imperante en todo modo de producción fundado en la producción de mercancías, y, por consiguiente, también en el modo capitalista de producción, hace que este valor no se exprese directamente en la cantidad de trabajo, sino en una cantidad de alguna otra mercancía. El valor de una mercancía expresado en determinada cantidad de otra mercancía (sea dinero o no, lo mismo da) es denominada por Ricardo valor relativo de esta mercancía. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885.)

[2] La tesis de que el precio “natural”, es decir, normal, de la fuerza de trabajo coincide con el mínimo de salario, esto es, con el equivalente del valor de los medios de subsistencia absolutamente indispensables para la vida del obrero y para la prolongación de su especie, fue formulada primeramente por mí en el Esbozo de crítica de la Economía política (Deutsch-Franzosische Jahrbiicher, Paris, 1844) y en La situación de la clase obrera en Inglaterra. Como se ve por el texto, Marx aceptó entonces esta tesis. De nosotros dos la tomó Lassalle. Pero, aunque el salario tiene efectivamente la tendencia constante a aproximarse a su mínimo, la citada tesis no es exacta. El hecho de que, por término medio, la fuerza de trabajo se paga de ordinario por debajo de su valor, no puede modificar su valor. En El Capital, Marx corrigió la mencionada tesis (apartado Compra y venta de la fuerza de trabajo) y explicó (capitulo XXIII: Ley general de la acumulación capitalista) las circunstancias que permiten en la producción capitalista reducir más y más el precio de la fuerza de trabajo por debajo de su valor. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885.)

[3] Antigua medida francesa de capacidad; para los áridos equivalía 18 hectolitros aproximadamente. (N. de la Red.)

[4] Las verdaderas denominaciones de las cosas. (N. de la Red.)

[5] Siervo. (N. de la Red.)

[6] Conservar. (N. de la Red.)

[7] En el ejemplar regalado por Marx a N. Utina en 1876, después de la palabra “trabajo” se agregó: “fuerza de trabajo”. Idéntica adición fue hecha al editar la obra en francés en 1896. (N. de la Red.)

[8] ¡Y perder en aras de la vida toda la raíz vital! (Juvenal, Sátiras.) (N. de la Red.)

[9] ¡Aquí fue Troya! (N. de la Red.)

[10] Como toda otra teoría, la del señor Bray ha encontrado partidarios que se han dejado engañar por las apariencias. En Londres, en Sheffield, en Leeds y en otras muchas ciudades de Inglaterra se han fundado equitable-labour-exchange-bazars (bazares para el cambio justo de productos del trabajo). Después de haber absorbido capitales considerables, estos bazares han sufrido bancarrotas escandalosas. Esto ha hecho que la gente haya perdido la afición a ellos para siempre. ¡Aviso al señor Proudhon! (Nota de C. Marx).

Como se sabe, Proudhon desoyó este aviso. En 1849 intentó organizar un nuevo banco de cambio en Paris. Pero este banco se declara en quiebra incluso antes de haber iniciado su funcionamiento regular. El proceso incoado contra Proudhon sirvió para encubrir esta bancarrota. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885.)