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¡Henos en el corazón mismo de Alemania! Vamos a hablar de metafísica, al tiempo que discurrimos sobre economía política. También en este caso no hacemos sino seguir las “contradicciones” del señor Proudhon. Hasta hace un momento nos obligaba a hablar en inglés, a convertirnos hasta cierto punto en un inglés. Ahora la escena cambia. El señor Proudhon nos traslada a nuestra querida patria y nos hace recobrar por fuerza nuestra calidad de alemán.
Si el inglés transforma los hombres en sombreros, el alemán transforma los sombreros en ideas. El inglés es Ricardo, acaudalado banquero y distinguido economista; el alemán es Hegel, simple profesor de filosofía en la Universidad de Berlín.
Luis XV, Ultimo rey absoluto y representante de la decadencia de la monarquía francesa, tenía a su servicio un médico que era a la vez el primer economista de Francia. Este médico, este economista, personificaba el triunfo inminente y seguro de la burguesía francesa. El doctor Quesnay hizo de la economía política una ciencia; la resumió en su famoso “Cuadro económico” Además de los mil y un comentarios que han sido escritos sobre este cuadro, poseemos uno debido al propio doctor. Es el “análisis del cuadro económico”, seguido de “siete observaciones importantes”.
El señor Proudhon es un segundo doctor Quesnay. Es el Quesnay de la metafísica de la economía política.
Ahora bien, la metafísica, como en general toda la filosofía, se resume, según Hegel, en el método. Tendremos, pues, que tratar de esclarecer el método del señor Proudhon, que es por lo menos tan oscuro como el Cuadro económico. Con este fin haremos siete observaciones más o menos importantes. Si el doctor Proudhon no esta conforme con nuestras observaciones, eso nada importa: puede hacer de abate Baudeau y dar él mismo la “explicación del método económico-metafísico”5.
“No exponemos aquí una historia según el orden cronológico, sino según la sucesión de las ideas. Las fases o categorías económicas unas veces son simultáneas en sus manifestaciones y otras veces aparecen invertidas en el tiempo... Sin embargo, las teorías económicas tienen su sucesión lógica y su serie en el entendimiento: ese orden es el que nosotros nos ufanamos de haber descubierto”. (Proudhon, t. I, pág. 146.)
En verdad, el señor Proudhon ha querido asustar a los franceses, lanzándoles frases casi hegelianas. Tenemos, pues, que vérnoslas con dos hombres: primero con el señor Proudhon y luego con Hegel. ¿En que se distingue el señor Proudhon de los demos economistas? que papel desempeña Hegel en la economía política del señor Proudhon?
Los economistas presentan las relaciones de la producción burguesa —la división del trabajo, el crédito, el dinero, etc.— como categorías fijas, inmutables, eternas. El señor Proudhon, que tiene ante si estas categorías perfectamente formadas, quiere explicarnos el acto de la formación, el origen de estas categorías, principios, leyes, ideas y pensamientos.
Los economistas nos explican cómo se lleva a cabo la producción en dichas relaciones, pero lo que no nos explican es cómo se producen esas relaciones, es decir, el movimiento histórico que las engendra. El señor Proudhon, que toma esas relaciones como principios, categorías y pensamientos abstractos, no tiene más que poner orden en esos pensamientos, que se encuentran ya dispuestos en orden alfabético al final de cualquier tratado de economía política. El material de los economistas es la vida activa y dinámica de los hombres; los materiales del señor Proudhon son los dogmas de los economistas. Pero desde el momento en que no se sigue el desarrollo histórico de las relaciones de .producción, de las que las categorías no son sino la expresión teórica, desde el momento en que no se quiere ver en estas categorías más que ideas y pensamientos espontáneos, independientes de las relaciones reales, quiérase o no se tiene que buscar el origen de estos pensamientos en el movimiento de la razón pura. ¿Cómo da vida a estos pensamientos la razón pura, eterna, impersonal? ¿Cómo procede para crearlos?
Si poseyésemos la intrepidez del señor Proudhon en materia de hegelianismo, diríamos que la razón pura se distingue en sí misma de sí misma. ¿Qué significa esto? Como la razón impersonal no tiene fuera de ella ni terreno sobre el que pueda asentarse, ni objeto al cual pueda oponerse, ni sujeto con el que pueda combinarse, se ve forzada a dar volteretas situándose en sí misma, oponiéndose a sí misma y combinándose consigo misma: posición, oposición, combinación. Hablando en griego, tenemos la tesis, la antitesis, la síntesis. En cuanto a los que desconocen el lenguaje hegeliano, les diremos la fórmula sacramental: afirmación, negación, negación de la negación. He aquí lo que significa manejar las palabras. Esto, naturalmente, no es la cabala, dicho sea sin ofensa para el señor Proudhon; pero es el lenguaje de esa razón tan pura, separada del individuo. En lugar del individuo ordinario, con su manera ordinaria de hablar y de pensar, no tenemos otra cosa que esta manera ordinaria completamente pura, sin el individuo.
¿Es de extrañar que, en último grado de abstracción —porque aquí hay abstracción y no análisis—, toda cosa se presente en forma de categoría lógica? ¿Es de extrañar que, eliminando poco a poco todo lo que constituye la individualidad de una casa y haciendo abstracción de los materiales de que se compone y de la forma que la distingue, lleguemos a obtener sólo un cuerpo en general; que, haciendo abstracción de los límites de ese cuerpo, no tengamos como resultado más que un espacio; que haciendo, por ultimo, abstracción de las dimensiones de este espacio, terminemos teniendo únicamente la cantidad pura, la categoría lógica? A fuerza de abstraer así de todo sujeto todos los llamados accidentes, animados o inanimados, hombres o cosas, tenemos motivo para decir que, en último grado de abstracción, se llega a obtener como sustancia las categorías lógicas. Así, los metafísicos, que, haciendo estas abstracciones, creen hacer análisis, y que, apartándose más y más de los objetos, creen aproximarse a ellos y penetrar en su entraña, esos metafísicos tienen, a su modo de ver, todas las razones para decir que las cosas de nuestro mundo son bordados cuyo cañamazo esta formado por las categorías lógicas. Esto es lo que distingue al filósofo del cristiano. El cristiano no conoce más que una sola encarnación del Logos, a despecho de la lógica; el filósofo conoce un sinfín de encarnaciones. ¿Qué de extraño es, después de esto, que todo lo existente, cuanto vive sobre la tierra y bajo el agua, pueda, a fuerza de abstracción, ser reducido a una categoría lógica, y que, por tanto, todo el mundo real pueda hundirse en el mundo de las abstracciones, en el mundo de las categorías lógicas?
Todo lo que existe, todo lo que vive sobre la tierra y bajo el agua, no existe y no vive sino en virtud de un movimiento cualquiera. Así, el movimiento de la historia crea las relaciones sociales, el movimiento de la industria nos proporciona los productos industriales, etc.
Así como por medio de la abstracción transformamos toda cosa en categoría lógica, de igual modo Basta hacer abstracción de todo rasgo distintivo de los diferentes movimientos para llegar al movimiento en estado abstracto, al movimiento puramente formal, a la fórmula puramente lógica del movimiento. Y si en las categorías lógicas se encuentra la sustancia de todas las cosas, en la fórmula lógica del movimiento se cree haber encontrado el método absoluto, que no sólo explica cada cosa, sino que implica además el movimiento de las cosas.
De este método absoluto habla Hegel en los términos siguientes:
“El método es la fuerza absoluta, única, suprema, infinita, a la que ningún objeto puede oponer resistencia; es la tendencia de la razón a encontrarse y reconocerse a sí misma en cada cosa”. (Lógica, t. III.)
Si cada cosa se reduce a una categoría lógica, y cada movimiento, cada acto de producción al método, de aquí se infiere naturalmente que cada conjunto de productos y de producción, de objetos y de movimiento, se reduce a una metafísica aplicada. Lo que Hegel ha hecho para la religión, el derecho, etc., el señor Proudhon pretende hacerlo para la economía política.
¿Qué es, pues, este método absoluto? La abstracción del movimiento. ¿Qué es la abstracción del movimiento? El movimiento en estado abstracto. ¿Qué es el movimiento en estado abstracto? La fórmula puramente lógica del movimiento o el movimiento de la razón pura. En que consiste el movimiento de la razón pura? En situarse en sí misma, oponerse a sí misma y combinarse consigo misma, en formularse como tesis, antitesis y síntesis, o bien en afirmarse, negarse y negar su negación.
¿Cómo hace la razón para afirmarse, para presentarse en forma de una categoría determinada? Esto ya es cosa de la razón misma y de sus apologistas.
Pero una vez que la razón ha conseguido situarse en sí misma como tesis, este pensamiento, opuesto a sí mismo, se desdobla en dos pensamientos contradictorios, el positivo y el negativo, el sí y el no. La lucha de estos dos elementos antagónicos, comprendidos en la antitesis, constituye el movimiento dialéctico. El sí se convierte en no, el no se convierte en sí, el sí pasa a ser a la vez sí y no, el no es a la vez no y sí, los contrarios se equilibran, se neutralizan, se paralizan recíprocamente. La fusión de estos dos pensamientos contradictorios constituye un pensamiento nuevo, que es su síntesis. Este pensamiento nuevo vuelve a desdoblarse en dos pensamientos contradictorios, que se funden a su vez en una nueva síntesis. De este proceso de gestación nace un grupo de pensamientos. Este grupo de pensamientos sigue el mismo movimiento dialéctico que una categoría simple y tiene por antitesis un grupo contradictorio. De estos dos grupos de pensamientos nace un nuevo grupo de pensamientos, que es su síntesis.
Así como del movimiento dialéctico de las categorías simples nace el grupo, Así también del movimiento dialéctico de los grupos nace la serie, y del movimiento dialéctico de las series nace todo el sistema.
Aplicad este método a las categorías de la economía política y tendréis la lógica y la metafísica de la economía política, o, en otros términos, tendréis las categorías económicas conocidas por todos y traducidas a un lenguaje poco conocido, por lo cual dan la impresión de que acaban de nacer en una cabeza llena de razón pura: hasta tal punto estas categorías parecen engendrarse unas a otras, encadenarse y entrelazarse las unas en las otras por la acción exclusiva del movimiento dialéctico. Que el lector no se asuste de esta metafísica con toda su armazón de categorías, de grupos, de series y de sistemas. El señor Proudhon, pese a todo su celo por escalar la cima del sistema de las contradicciones, no ha podido jamás pasar de los dos primeros escalones: de la tesis y de la antitesis simples, y además no ha llegado a ellos más que dos veces, y, de estas dos veces, una ha caído boca arriba. Hasta aquí no hemos expuesto sino la dialéctica de Hegel. Más adelante veremos cómo el señor Proudhon ha logrado reducirla a las proporciones más mezquinas. Así, según Hegel, todo lo que ha acaecido y todo lo que sigue acaeciendo corresponde exactamente a lo que acaece en su propio pensamiento. Por tanto, la filosofía de la historia no es más que la historia de la filosofía, de su propia filosofía. No existe ya la “historia según el orden cronológico”: lo único que existe es la “sucesión de las ideas en el entendimiento”. Se imagina que construye el mundo por mediación del movimiento del pensamiento, pero en realidad no hace más que reconstruir sistemáticamente y disponer con arreglo a su método absoluto los pensamientos que anidan en la cabeza de todos los hombres.
Las categorías económicas no son más que expresiones teóricas, abstracciones de las relaciones sociales de producción. Como autentico filósofo, el señor Proudhon comprende las cosas al revés, no ve en las relaciones reales más que la encarnación de esos principios, de esas categorías que han estado dormitando, como nos dice también el señor Proudhon filósofo, en el seno “de la razón impersonal de la humanidad”.
El señor Proudhon economista ha sabido ver muy bien que los hombres hacen el paño, el lienzo, la seda, en el marco de relaciones de producción determinadas. Pero lo que no ha sabido ver es que estas relaciones sociales determinadas son producidas por los hombres lo mismo que el lienzo, el lino, etc. Las relaciones sociales están intimamente vinculadas a las fuerzas productivas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian de modo de producción, y al cambiar el modo de producción, la manera de ganarse la vida, cambian todas sus relaciones sociales. El molino movido a brazo nos da la sociedad de los señores feudales; el molino de vapor, la sociedad de los capitalistas industriales.
Los hombres, al establecer las relaciones sociales con arreglo al desarrollo de su producción material, crean también los principios, las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales.
Por tanto, estas ideas, estas categorías, son tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de expresión. Son productos históricos y transitorios.
Existe un movimiento continuo de crecimiento de las fuerzas productivas, de destrucción de las relaciones sociales, de formación de las ideas; lo único inmutable es la abstracción del movimiento: mors immortalis.
En cada sociedad las relaciones de producción forman un todo. El señor Proudhon concibe las relaciones económicas como otras tantas fases sociales, que se engendran una a otra, se derivan una de otra, lo mismo que la antitesis de la tesis, y realizan en su sucesión lógica la razón impersonal de la humanidad.
El único inconveniente de este método es que, al abordar el examen de una sola de esas fases, el señor Proudhon no puede explicarla sin recurrir a todas las demás relaciones sociales, relaciones que, sin embargo, no ha podido todavía engendrar por medio de su movimiento dialéctico. Y cuando el señor Proudhon pasa después, con la ayuda de la razón pura, a engendrar las otras fases, hace como si acabasen de nacer, olvidando que son tan viejas como la primera.
Así, para llegar a la constitución del valor, que, a juicio suyo, es la base de todas las evoluciones económicas, no podía prescindir de la división del trabajo, de la competencia, etc. Sin embargo, estas relaciones todavía no existían en la serie, en el entendimiento del señor Proudhon, en la sucesión lógica.
Construyendo con las categorías de la economía política el edificio de un sistema ideológico, se dislocan los miembros del sistema social. Se transforman los diferentes miembros de la sociedad en otras tantas sociedades, que se suceden una tras otra. En efecto, ¿cómo la fórmula lógica del movimiento, de la sucesión, del tiempo, podría explicarnos por sí sola el organismo social, en el que todas las relaciones existen simultáneamente y se sostienen las unas en las otras?
Veamos ahora que modificaciones hace sufrir el señor Proudhon a la dialéctica de Hegel aplicándola a la economía política.
Para él, para el señor Proudhon, cada categoría económica tiene dos lados, uno bueno y otro malo. Considera las categorías como el pequeño burgués considera a las grandes figuras históricas: Napoleón es un gran hombre; ha hecho mucho bien, pero también ha hecho mucho mal.
El lado bueno y el lado malo, la ventaja y el inconveniente, tomados en conjunto, forman según Proudhon la contradicción inherente a cada categoría económica.
Problema a resolver: Conservar el lado bueno, eliminando el malo.
La esclavitud es una categoría económica como otra cualquiera. Por consiguiente, también tiene sus dos lados. Dejemos el lado malo de la esclavitud y hablemos de su lado bueno: de suyo se comprende que sólo se trata de la esclavitud directa, de la esclavitud de los negros en el Surinam, en el Brasil, en los Estados meridionales de América del Norte.
Lo mismo que las máquinas, el crédito, etc., la esclavitud directa es la base de la industria burguesa. Sin esclavitud no habría algodón; sin algodón no habría industria moderna. La esclavitud ha dado su valor a las colonias, las colonias han creado el comercio universal, el comercio universal es la condición necesaria de la gran industria. Por tanto, la esclavitud es una categoría económica de la más alta importancia.
Sin esclavitud, América del Norte, el país de más rápido progreso, se transformaría en un país patriarcal. Borrad Norteamérica del mapa del mundo y tendréis la anarquía, la decadencia completa del comercio y de la civilización moderna. Suprimid la esclavitud y habréis borrado Norteamérica del mapa de los pueblos[1].
Como la esclavitud es una categoría económica, siempre ha figurado entre las instituciones de los pueblos. Los pueblos modernos no han hecho más que encubrir la esclavitud en sus propios países y la han impuesto sin tapujos en el Nuevo Mundo.
¿Cómo se las arreglará el señor Proudhon para salvar la esclavitud? Planteará este problema: Conservar el lado bueno de esta categoría económica y eliminar el malo.
Hegel no necesita plantear problemas. No tiene más que la dialéctica. El señor Proudhon no tiene de la dialéctica de Hegel más que el lenguaje. A su juicio, el movimiento dialéctico es la distinción dogmática de lo bueno y de lo malo.
Tomemos por un instante al propio señor Proudhon como categoría. Examinemos su lado bueno y su lado malo, sus virtudes y sus defectos.
Si en comparación con Hegel tiene la virtud de plantear problemas, reservándose el derecho de solucionarlos para el mayor bien de la humanidad, en cambio tiene el defecto de adolecer de esterilidad cuando se trata de engendrar por la acción de la dialéctica una nueva categoría. La coexistencia de dos lados contradictorios, su lucha y su fusión en una nueva categoría constituyen el movimiento dialéctico. El que se plantea el problema de eliminar el lado malo, con ello mismo pone fin de golpe al movimiento dialéctico. Ya no es la categoría la que se sitúa en sí misma y se opone a sí misma en virtud de su naturaleza contradictoria, sino que es el señor Proudhon el que se mueve, forcejea y se agita entre los dos lados de la categoría.
Puesto así en un atolladero, del que es difícil salir por los medios legales, el señor Proudhon hace un esfuerzo desesperado y de un salto se ve trasladado a una nueva categoría. Entonces aparece ante sus ojos asombrados la serie en el entendimiento.
Toma la primera categoría que se le viene a mano y le atribuye arbitrariamente la propiedad de suprimir los inconvenientes de la categoría que se trata de depurar. Así, los impuestos, de creer al señor Proudhon, suprimen los inconvenientes del monopolio; el balance comercial, los inconvenientes de los impuestos; la propiedad territorial, los inconvenientes del crédito.
Tomando así sucesivamente las categorías económicas una por una y concibiendo una de las categorías como antídoto de la otra, el señor Proudhon llega a componer, con esta mezcla de contradicciones, dos volúmenes de contradicciones, que denomina con justa razón Sistema de las contradicciones económicas.
“En la razón absoluta todas estas ideas... son igualmente simples y generales... De hecho no llegamos a la ciencia sino levantando con nuestras ideas una especie de andamiaje. Pero la verdad en sí no depende de estas figuras dialécticas y está libre de las combinaciones de nuestro espíritu”. (Proudhon, t. II, pág. 97.)
Por tanto, de golpe, mediante un brusco viraje cuyo secreto conocemos ahora, ¡la metafísica de la economía política se ha convertido en una ilusión! Jamás el señor Proudhon había dicho nada más justo. Naturalmente, desde el momento en que el proceso del movimiento dialéctico se reduce al simple procedimiento de oponer el bien al mal, de plantear problemas cuya finalidad consiste en eliminar el mal y de emplear una categoría como antídoto de otra, las categorías pierden su espontaneidad; la idea “deja de funcionar”; en ella ya no hay vida. La idea ya no puede ni situarse en sí misma en forma de categorías ni descomponerse en ellas. La sucesión de categorías se convierte en una especie de andamiaje. La dialéctica no es ya el movimiento de la razón absoluta. De la dialéctica no queda nada, y en su lugar vemos todo lo más la moral pura.
Al hablar el señor Proudhon de la serie en el entendimiento, de la sucesión lógica de las categorías, declaraba positivamente que no quería exponer la historia en el orden cronológico, es decir, según el señor Proudhon, la sucesión histórica en la que las categorías se han manifestado. Todo ocurría entonces para él en el éter puro de la razón. Todo debía desprenderse de este éter por medio de la dialéctica. Ahora que se trata de poner en practica esta dialéctica, la razón le traiciona. La dialéctica del señor Proudhon abjura de la dialéctica de Hegel, y el señor Proudhon se ve precisado a reconocer que el orden en que expone las categorías económicas no es el orden en que se engendran unas a otras. Las evoluciones económicas no son ya las evoluciones de la razón misma.
¿Qué es, pues, lo que nos presenta el señor Proudhon? ¿La historia real, es decir, según lo entiende el señor Proudhon, la sucesión en la que las categorías se han manifestado siguiendo el orden cronológico? No. ¿La historia, tal como se desarrolla en la idea misma? Aún menos. Por tanto, ¡no nos presenta ni la historia profana de las categorías ni su historia sagrada! ¿Qué historia nos ofrece, en fin de cuentas? La historia de sus propias contradicciones. Veamos como se mueven estas contradicciones y cómo arrastran en su marcha al señor Proudhon.
Antes de emprender este examen, que dará lugar a la sexta observación importante, debemos hacer otra observación menos importante.
Supongamos con el señor Proudhon que la historia real, la historia según el orden cronológico, es la sucesión histórica en la que se han manifestado las ideas, las categorías, los principios.
Cada principio ha tenido su siglo para manifestarse: el principio de autoridad, por ejemplo, corresponde al siglo XI; el principio del individualismo, al siglo XVIII. Yendo de consecuencia en consecuencia, tendríamos que decir que el siglo pertenece al principio, y no el principio al siglo. En otros términos, sería el principio el que ha creado la historia, y no la historia la que ha creado el principio. Pero si, para salvar los principios y la historia, se pregunta por qué tal principio se ha manifestado en el siglo XI o en el XVIII, y no en otro cualquiera, se deberá por fuerza examinar minuciosamente cuáles eran los hombres del siglo XI, cuales los del XVIII, cuales eran sus respectivas necesidades, sus fuerzas productivas, su modo de producción, las materias primas empleadas en su producción, y por último, las relaciones entre los hombres, derivadas de todas estas condiciones de existencia. ¿Es que estudiar todas estas cuestiones no significa exponer la historia real, la historia profana de los hombres de cada siglo, presentar a estos hombres a la vez como los autores y los actores de su propio drama? Pero, desde el momento en que presentáis a los hombres como los actores y los autores de su propia historia, llegáis, dando un rodeo, al verdadero punto de arranque, porque abandonáis los principios eternos de los que habíais partido al comienzo.
En cuanto al señor Proudhon, ni siquiera con esos rodeos que da el ideólogo ha avanzado lo suficiente para salir al anchuroso camino de la historia.
Sigamos con el señor Proudhon esos rodeos.
Admitamos que las relaciones económicas, concebidas como leyes inmutables, como principios eternos, como categorías ideales, hayan precedido a la vida activa y dinámica de los hombres; admitamos, además, que estas leyes, estos principios, estas categorías hayan estado dormitando, desde los tiempos más remotos, “en la razón impersonal de la humanidad”. Ya hemos visto que todas estas eternidades inmutables e inmóviles no dejan margen para la historia; todo lo más que queda es la historia en la idea, es decir, la historia que se refleja en el movimiento dialéctico de la razón pura. Diciendo que en el movimiento dialéctico las ideas ya no se “diferencian”, el señor Proudhon anula toda sombra de movimiento y todo movimiento de las sombras con las que habría podido al menos crear un simulacro de historia. En lugar de esto atribuye a la historia su propia impotencia y tiene quejas para todo, hasta para la lengua francesa.
“No es exacto afirmar —dice el señor Proudhon filósofo— que una cosa adviene, que una cosa se produce: en la civilización, igual que en el universo, todo existe, todo actúa desde el comienzo de los siglos. Lo mismo acontece con toda la economía social” (t. II, pág. 102).
La fuerza activa de las contradicciones que funcionan en el sistema del señor Proudhon y que hacen funcionar al señor Proudhon es tan grande, que, queriendo explicar la historia, se ve obligado a negarla; queriendo explicar la aparición consecutiva de las relaciones sociales, niega que una cosa cualquiera pueda advenir; queriendo explicar la producción y todas sus fases, niega que una cosa cualquiera pueda producirse.
Por tanto, para el señor Proudhon no hay ni historia ni sucesión de ideas, y sin embargo continua existiendo su libro; y ese libro es precisamente, de acuerdo con su propia expresión, la “historia según, la sucesión de las ideas”. ¿Cómo encontrar una fórmula —pues el señor Proudhon es el hombre de las fórmulas— con la que poder saltar de un brinco por encima de todas estas contradicciones?
Para esto ha inventado una razón nueva, que no es ni la razón absoluta, pura y virgen, ni la razón común de los hombres activos y dinámicos en las diferentes épocas históricas, sino una razón de un genero completamente particular, la razón de la sociedad-persona, del sujeto-humanidad, razón que la pluma del señor Proudhon presenta también a veces como “genio social”, como “razón universal” o, por último, como “razón humana”. Sin embargo, a esta razón, rebozada con tantos nombres, se la reconoce a cada instante como la razón individual del señor Proudhon con su lado bueno y su lado malo, sus antídotos y sus problemas.
“La razón humana no crea la verdad”, oculta en las profundidades de la razón absoluta, eterna. Sólo puede descubrirla. Pero las verdades que ha descubierto hasta el presente son incompletas, insuficientes y, por lo mismo, contradictorias. En consecuencia, las categorías económicas, siendo a su vez verdades descubiertas y reveladas por la razón humana, por el genio social, son también incompletas y contienen el germen de la contradicción. Antes del señor Proudhon, el genio social había vista tan sólo los elementos antagónicos, y no la fórmula sintética, aunque tanto los elementos como la fórmula estuviesen ocultos simultáneamente en la razón absoluta. Por eso, las relaciones económicas, no siendo sino la realización terrenal de estas verdades insuficientes, de estas categorías incompletas, de estas nociones contradictorias, contienen en sí mismas la contradicción y presentan los dos lados, uno bueno y otro mato.
Encontrar la verdad completa, la noción en toda su plenitud, la fórmula sintética que destruye la antinomia: he aquí el problema que debe resolver el genio social. Y he aquí también por que, en la imaginación del señor Proudhon, ese mismo genio social ha tenido que pasar de una categoría a otra, sin haber conseguido aún, pese a toda la batería de sus categorías, arrancar a Dios, a la razón absoluta, una fórmula sintética.
“La sociedad (el genio social) comienza por suponer un primer hecho, por sentar una hipótesis..., verdadera antinomia cuyos resultados antagónicos se desarrollan en la economía social en el mismo orden en que habrían podido ser deducidos en la mente como consecuencias; de suerte que el movimiento industrial, siguiendo en todo la deducción de las ideas, se divide en dos corrientes: la una de efectos útiles y la otra de resultados nefastos... Para constituir armónicamente este principio doble y resolver esta antinomia, la sociedad hace surgir una segunda antinomia, a la que no tardará en seguir una tercera, y tal será la marcha del genio social hasta que, agotadas todas sus contradicciones —yo supongo, aunque ello no esta demostrado, que las contradicciones en la humanidad tienen un término—, retorne de un salto a todas sus posiciones anteriores y resuelva en una sola fórmula todos sus problemas” (t. I, pág. 133).
Así como antes la antitesis se transformó en antídoto, ahora la tesis pasa a ser hipótesis. Pero este cambio de términos del señor Proudhon no puede ya causarnos sorpresa. La razón humana, que no tiene nada de pura, por no poseer más que opiniones incompletas, tropieza a cada paso con nuevos problemas a resolver. Cada nueva tesis descubierta por ella en la razón absoluta y que representa la negación de la primera tesis, se convierte para ella en una síntesis, que acepta con bastante ingenuidad como la solución del problema en cuestión. Así es como esta razón se agita en contradicciones siempre nuevas, hasta que, al llegar punto final de las contradicciones, advierte que todas sus tesis y síntesis no son otra cosa, que hipótesis contradictorias. En su perplejidad, “la razón humana, el genio social, retorna de un salto a todas sus posiciones anteriores y resuelve en una sola fórmula todos sus problemas”. Digamos de paso que esta fórmula única constituye el verdadero descubrimiento del señor Proudhon. Es el valor constituido.
Las hipótesis no se sientan sino con un fin determinado. El fin que se propone en primer Lugar el genio social que habla por boca del señor Proudhon, es eliminar lo que haya de malo en cada categoría económica, para que no quede más que lo bueno. El bien, el bien supremo, el verdadero fin practico, es para él la igualdad por que el genio social prefiere la igualdad a la desigualdad, a la fraternidad, al catolicismo o a cualquier otro principio? Porque “la humanidad ha realizado sucesivamente tantas hipótesis particulares teniendo en cuenta una hipótesis superior”, que es cabalmente la igualdad. En otras palabras: porque la igualdad es el ideal del señor Proudhon. Él se imagina que la división del trabajo, el crédito, la fabrica, en suma, todas las relaciones económicas han sido inventadas únicamente en beneficio de la igualdad, y sin embargo han terminado siempre por volverse contra ella. Del hecho de que la historia y la ficción del señor Proudhon se contradigan a cada paso, el deduce que en esto hay una contradicción. Si hay contradicción, sóla existe centre su idea fija y el movimiento real.
En adelante el lado bueno de cada relación económica es el que afirma la igualdad, y el lado malo, el que la niega y afirma la desigualdad. Toda nueva categoría es una hipótesis del genio social para eliminar la desigualdad engendrada por la hipótesis precedente. En resumen, la igualdad es la intención primitiva, la tendencia mística, el fin providencial que el genio social no pierde nunca de vista, girando en el círculo de las contradicciones económicas. Por eso, la Providencia es la locomotora que hace marchar todo el bagaje económico del señor Proudhon mucho mejor que su razón pura y etérea. Nuestro autor ha consagrado a la Providencia todo un capitulo, que sigue al de los impuestos.
Providencia, fin providencial: he aquí la palabra altisonante que hoy se emplea para explicar la marcha de la historia. En realidad, esta palabra no explica nada. Es todo lo más una forma retórica, una manera como otra cualquiera de parafrasear los hechos.
Sabido es que en Escocia aumentó el valor de la propiedad de la tierra gracias al desarrollo de la industria inglesa. Esta industria abrió a la lana nuevos mercados de venta. Para producir la lana en vasta escala, era preciso transformar los campos de labor en pastizales. Para efectuar esta transformación, era preciso concentrar la propiedad. Para concentrar la propiedad, era precise acabar con las pequeñas haciendas de los arrendatarios, expulsar a miles de ellos de su país natal y colocar en su lugar a unos cuantos pastores encargados de cuidar millones de ovejas. Así, pues, la propiedad territorial condujo en Escocia, mediante transformaciones sucesivas, a que los hombres se viesen desplazados por las ovejas. Decid ahora que el fin providencial de la institución de la propiedad territorial en Escocia era hacer que los hombres fuesen desplazados por las ovejas, y tendréis la historia providencial.
Naturalmente, la tendencia a la igualdad es propia de nuestro siglo. Pero afirmar que todos los siglos anteriores —con sus necesidades, medios de producción, etc., completamente distintos— se esforzaron providencialmente por realizar la igualdad, es, ante todo, confundir los medios y los hombres de nuestro siglo con los hombres y los medios de siglos anteriores y desconocer el movimiento histórico por el que las generaciones sucesivas han ido transformando los resultados adquiridos por las generaciones precedentes. Los economistas saben muy bien que la misma cosa que para uno era un producto elaborado, no era para otro más que la materia prima destinada a una nueva producción.
Suponed, como lo hace el señor Proudhon, que el genio social produjo o, mejor dicho, improvisó a los señores feudales con el fin providencial de transformar a los colonos en trabajadores responsables e iguales entre sí, y habréis hecho una sustitución de fines y de personas, muy digna de esa Providencia que en Escocia instituía la propiedad territorial para permitirse el maligno placer de ver a los hombres desplazados por las ovejas.
Pero puesto que el señor Proudhon demuestra un interés tan tierno por la Providencia, le remitimos a la Historia de la Economía política del señor De Villeneuve-Bargemont, que también persigue un fin providencial. Este fin no es ya la igualdad, sino el catolicismo.
Los economistas razonan de singular manera. Para ellos no hay más que dos clases de instituciones: las unas, artificiales, y las otras, naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales, y las de la burguesía son naturales. En esto los economistas se parecen a los teólogos, que a su vez establecen dos clases de religiones. Toda religión extraña es pura invención humana, mientras que su propia religión es una emanación de Dios. Al decir que las actuales relaciones —las de la producción burguesa— son naturales, los economistas dan a entender que se trata precisamente de unas relaciones bajo las cuales se crea la riqueza y se desarrollan las fuerzas productivas de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, estas relaciones son en si leyes naturales, independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que deben regir siempre la sociedad. De modo que hasta ahora ha habido historia, pero ahora ya no la hay. Ha habido historia porque ha habido instituciones feudales y porque en estas instituciones feudales nos encontramos con unas relaciones de producción completamente diferentes de las relaciones de producción de la sociedad burguesa, que los economistas quieren hacer pasar por naturales y, por tanto, eternas.
El feudalismo también tenía su proletariado: los siervos, estamento que encerraba todos los gérmenes de la burguesía. La producción feudal también tenia dos elementos antagónicos, que se designan igualmente con el nombre de lado bueno y lado malo del feudalismo, sin tener en cuenta que, en definitiva, el lado malo prevalece siempre sobre el lado bueno. Es cabalmente el lado malo el que, dando origen a la lucha, produce el movimiento que crea la historia. Si, en la época de la dominación del feudalismo, los economistas, entusiasmados por las virtudes caballerescas, por la buena armonía entre los derechos y los deberes, por la vida patriarcal de las ciudades, por el estado de prosperidad de la industria doméstica en el campo, por el desarrollo de la industria organizada en corporaciones, cofradías y gremios, en una palabra, por todo lo que constituye el lado bueno del feudalismo, se hubiesen propuesto la tarea de eliminar todo lo que ensombrecía este cuadro —la servidumbre, los privilegios y la anarquía—, ¿cuál habría sido el resultado? Se habrían destruido todos los elementos que desencadenan la lucha y matado en germen el desarrollo de la burguesía. Los economistas se habrían propuesto la empresa absurda de borrar la historia.
Cuando la burguesía se impuso, la cuestión ya no residía en el lado bueno ni en el lado malo del feudalismo. La burguesía entró en posesión de las fuerzas productivas que habían sido desarrolladas por ella bajo el feudalismo. Fueron destruidas todas las viejas formas económicas, las relaciones civiles con ellas congruentes y el régimen político que era la expresión oficial de la antigua sociedad civil.
Así, pues, para formarse un juicio exacto de la producción feudal, es menester enfocarla como un modo de producción basado en el antagonismo. Es menester investigar como se producía la riqueza en el seno de este antagonismo, como se iban desarrollando las fuerzas productivas al mismo tiempo que el antagonismo de clases, como una de estas clases, el lado malo y negativo de la sociedad, fue creciendo incesantemente hasta que llegaron a su madurez las condiciones materiales para la emancipación. ¿Acaso no significa esto que el modo de producción, las relaciones en las que las fuerzas productivas se desarrollan, no son en modo alguno leyes eternas, sino que corresponden a un nivel determinado de desarrollo de los hombres y de sus fuerzas productivas, y que todo cambio operado en las fuerzas productivas de los hombres lleva necesariamente consigo un cambio en sus relaciones de producción? Como lo que importa ante todo es no verse privado de los frutos de la civilización, de las fuerzas productivas adquiridas, hace falta romper las formas tradicionales en las que dichas fuerzas se han producido. Desde ese instante, la clase antes revolucionaria se hace conservadora.
La burguesía comienza su desarrollo histórico con un proletariado que es, a su vez, un resto del proletariado[2] de las tiempos feudales. En el curso de su desenvolvimiento histórico, la burguesía desarrolla necesariamente su carácter antagónico, que al principio se encuentra más o menos encubierto, que no existe sino en estado latente. A medida que se desarrolla la burguesía, va desarrollándose en su seno un nuevo proletariado, un proletariado moderno se desarrolla una lucha entre la clase proletaria y la clase burguesa, lucha que, antes de que ambas partes la sientan, la perciban, la aprecien, la comprendan, la reconozcan y la proclamen en alto, no se manifiesta en los primeros momentos sino en conflictos parciales y fugaces, en hechos sueltos de carácter subversivo. Por otra parte, si todos los miembros de la burguesía moderna tienen un mismo interés por cuanto forman una sola clase frente a otra clase, tienen intereses opuestos y antagónicos por cuanto se contraponen los unos a los otros. Esta oposición de intereses dimana de las condiciones económicas de su vida burguesa. Por tanto, cada día es más evidente que las relaciones de producción en que la burguesía se desenvuelve no tienen un carácter uniforme y simple, sino un doble carácter; que dentro de las mismas relaciones en que se produce la riqueza, se produce también la miseria; que dentro de las mismas relaciones en que se opera el desarrollo de las fuerzas productivas, existe asimismo una fuerza que da origen a la opresión; que estas relaciones no crean la riqueza burguesa, es decir, la riqueza de la clase burguesa, sino destruyendo continuamente la riqueza de los miembros integrantes de esta clase y formando un proletariado que crece sin cesar.
Cuanto más se pone de manifiesto este carácter antagónico tanto más entran en desacuerdo con su propia teoría los economistas, los representantes científicos de la producción burguesa, y se forman diferentes escuelas.
Existen los economistas fatalistas, que en su teoría son tan indiferentes a lo que ellos denominan inconvenientes de la producción burguesa como los burgueses mismos lo son en la práctica ante los sufrimientos de los proletarios que les ayudan adquirir riquezas. Esta escuela fatalista tiene sus clásicos y sus románticos. Los clásicos, como Adam Smith y Ricardo, son representantes de una burguesía que, luchando todavía contra los restos de la sociedad feudal, sólo pretende depurar de manchas feudales las relaciones económicas, aumentar las fuerzas productivas y dar un nuevo impulso a la industria y al comercio. A su juicio, los sufrimientos del proletariado que participa en esa lucha, absorbido por esa actividad febril, sólo son pasajeros, accidentales, y el proletariado mismo los considera come tales. Los economistas como Adam Smith y Ricardo, que son los historiadores de esta época, no tienen otra misión que mostrar cómo se adquiere la riqueza en el marco de las relaciones de la producción burguesa, formular estas relaciones en categorías y leyes y demostrar que estas leyes y categorías son, para la producción de riquezas, superiores a las leyes y a las categorías de la sociedad feudal. A sus ojos la miseria no es más que el dolor que acompaña a todo alumbramiento, mismo en la naturaleza que en la industria.
Los románticos pertenecen a nuestra época, en la que la burguesía está en oposición directa con el proletariado, en la que la miseria se engendra en tan gran abundancia como la riqueza. Los economistas adoptan entonces la pose de fatalistas saciados que, desde lo alto de su posición, lanzan una mirada soberbia de desprecio sobre los hombres-máquinas que crean la riqueza. Copian todos los razonamientos de sus predecesores, pero la indiferencia, que en estos últimos era ingenuidad, en ellos es coquetería.
Luego sigue la escuela humanitaria, que toma a pecho el lado malo de las relaciones de producción actuales. Para tranquilidad de conciencia se esfuerza en paliar todo lo posible los contrastes reales; deplora sinceramente las penalidades del proletariado y la desenfrenada competencia entre los burgueses; aconseja a los obreros que sean sobrios, trabajen bien y tengan pocos hijos; recomienda a los burgueses que moderen su ardor en la esfera de la producción. Toda la teoría de esta escuela se basa en distinciones interminables entre la teoría y la práctica, entre los principios y sus resultados, entre la idea y su aplicación, entre el contenido y la forma, entre la esencia y la realidad, entre el derecho y el hecho, entre el lado bueno y el malo.
La escuela filantrópica es la escuela humanitaria perfeccionada. Niega la necesidad del antagonismo; quiere convertir a todos los hombres en burgueses; quiere realizar la teoría en tanto que se distinga de la práctica y no contenga antagonismo. Dicho se está que en la teoría es fácil hacer abstracción de las contradicciones que se encuentran a cada paso en la realidad. Esta teoría equivaldrá entonces a la realidad idealizada. Por consiguiente, los filántropos quieren conservar las categorías que expresan las relaciones burguesas, pero sin el antagonismo que constituye la esencia de estas categorías y que es inseparable de ellas. Los filántropos creen que combaten en serio la práctica burguesa, pero son más burgueses que nadie.
Así como los economistas son los representantes científicos de la clase burguesa, los socialistas y los comunistas son los teóricos de la clase proletaria. Mientras el proletariado no está aún lo suficientemente desarrollado para constituirse como clase; mientras, por consiguiente, la lucha misma del proletariado contra la burguesía no reviste todavía carácter político, y mientras las fuerzas productivas no se han .desarrollado en el seno de la propia burguesía hasta el grado de dejar entrever las condiciones materiales necesarias para la emancipación del proletariado y para la edificación de una sociedad nueva, estos teóricos son sólo utopistas que, para mitigar las penurias de las clases oprimidas, improvisan sistemas y andan entregados a la búsqueda de una ciencia regeneradora. Pero a medida que la historia avanza, y con ella empieza a destacarse, con trazos cada vez más claros, la lucha del proletariado, aquellos no tienen ya necesidad de buscar la ciencia en sus cabezas: les basta con darse cuenta de lo que se desarrolla ante sus ojos y convertirse en portavoces de esa realidad. Mientras se limitan a buscar la ciencia y a construir sistemas, mientras se encuentran en los umbrales de la lucha, no ven en la miseria más que la miseria, sin advertir su aspecto revolucionario, destructor, que terminara por derrocar a la vieja sociedad. Una vez advertido este aspecto, la ciencia, producto del movimiento histórico, en el que participa ya con pleno conocimiento de causa, deja de ser doctrinaria para convertirse en revolucionaria.
Volvamos al señor Proudhon.
Toda relación económica tiene su lado bueno y su lado malo: este es el único punto en que el señor Proudhon no se desmiente. En su opinión, el lado bueno lo exponen los economistas, y lado malo lo denuncian los socialistas. De los economistas toma la necesidad de unas relaciones eternas, y de los socialistas esa ilusión que no les permite ver en la miseria nada más que la miseria. Proudhon esta de acuerdo con unos y otros, tratando de apoyarse en la autoridad de la ciencia. En él la ciencia se reduce a las magras proporciones de una fórmula científica; es un hombre a la caza de fórmulas. De este modo, el señor Proudhon se jacta de ofrecernos a la vez una crítica de la economía política y del comunismo, cuando en realidad se queda muy por debajo de una y de otro. De los economistas, porque considerándose, como filósofo, en posesión de una fórmula mágica, se cree relevado de la obligación de entrar en detalles puramente económicos; de los socialistas, porque carece de la perspicacia y del valor necesarios para alzarse, aunque sólo sea en el terreno de la especulación, sobre los horizontes de la burguesía.
Pretende ser la síntesis y no es más que un error compuesto.
Pretende flotar sobre burgueses y proletarios como hombre de ciencia, y no es más que un pequeño burgués, que oscila constantemente entre el capital y el trabajo, entre la economía política y el comunismo
La serie de evoluciones económicas comienza, según el .señor Proudhon, con la división del trabajo.
Lado bueno de la división del trabajo:
“Considerada en su esencia, la división del trabajo es el modo de realizar la igualdad de condiciones y de inteligencias” (t. I, pág. 93).
Lado malo de la división del trabajo:
“La división del trabajo se ha convertido para nosotros en una fuente de miseria” (t. I, pág. 94).
Variante
“El trabajo, dividiéndose según la ley que le es propia y que constituye la primera condición de su fecundidad, llega a la negación de sus fines y se destruye a sí mismo” (t. I, pág. 94).
Problema a resolver:
Encontrar “la nueva combinación que suprima los inconvenientes de la división, conservando a la par sus efectos útiles” (t. I, pág. 97).
La división del trabajo es, en opinión del señor Proudhon, una ley eterna, una categoría simple y abstracta. Por consiguiente, la abstracción, la idea, la palabra le bastan para explicar la división del trabajo en las diferentes épocas. Las castas, las corporaciones, el régimen de la manufactura, la gran industria deben ser explicados con una sola palabra: dividir. Comenzad por estudiar bien el sentido de la palabra “dividir” y no tendréis necesidad de estudiar las numerosas influencias que dan a la división del trabajo un carácter determinado en cada época.
Naturalmente, reducir las cosas a las categorías del señor Proudhon seria simplificarlas demasiado. La historia no procede de un modo tan categórico. En Alemania hicieron falta tres siglos enteros para establecer la primer gran división del trabajo, es decir, la separación de la ciudad y del campo. A medida que se modificaba esta sola relación entre la ciudad y el campo, se iba modificando toda la sociedad. Incluso tomando este solo aspecto de la división del trabajo, tenemos en un caso las repúblicas de la antigüedad, y en otro el feudalismo cristiano; en un caso, la antigua Inglaterra con sus barones, y en otro, la Inglaterra moderna con sus señores del algodón (cotton-lords). En los siglos XIV y XV, cuando aún no había colonias, cuando América todavía no existía para Europa, cuando las relaciones con Asía se mantenían únicamente a través de Constantinopla, cuando el Mediterráneo era el centro de la actividad comercial, la división del trabajo tenía una forma y un carácter completamente distintos que en el siglo XVII, cuando los españoles, los portugueses, los holandeses, los ingleses y los franceses poseían colonias establecidas en todas las partes del ,mundo. La extensión del mercado y su fisonomía dan a la división del trabajo en las diferentes épocas una fisonomía y un carácter que sería difícil deducir de la sola palabra “dividir”, de la idea, de la categoría.
“Todos los economistas —dice el señor Proudhon—, a partir de A. Smith, han señalado las ventajas y los inconvenientes de la ley de la división del trabajo, pero atribuyendo una importancia mucho mayor a las primeras que a los segundos, porque esto correspondía más a su optimismo, y sin que ninguno de ellos se haya preguntado nunca en que podían consistir los inconvenientes de una ley... ¿De qué modo un mismo principio, aplicado con rigor en todas sus consecuencias, surte efectos diametralmente opuestos? Ningún economista, ni antes ni después de A. Smith, se ha percatado siquiera de que en este punto había un problema a dilucidar. Say llega a reconocer que en la división del trabajo la misma causa que produce el bien engendra el mal”. [I, 95-96]
A. Smith fue más perspicaz de lo que piensa el señor Proudhon. Vio muy bien que “en realidad la diferencia de talentos naturales entre los individuos es mucho menor de lo que creemos. Estas disposiciones tan diferentes, que parecen distinguir a las personas de diversas profesiones, cuando llegan a la edad madura, no son tanto la causa como el efecto de la división del trabajo” [I, 20]. La diferencia inicial entre un mozo de cuerda y un filósofo es menor que la que existe entre un mastín y un galgo. El abismo entre uno y otro lo ha abierto la división del trabajo. Esto no le impide al señor Proudhon decir, en otro lugar, que Adam Smith no sospechaba siquiera los inconvenientes de la división del trabajo. Es esto también lo que le hace decir que J. B. Say fue el primero en reconocer “que en la división del trabajo la misma causa que produce el bien engendra el mal”. [I, 96]
Pero escuchemos a Lemontey: Suum cuique[3].
“El señor J. B. Say me ha hecho el honor de adoptar en su excelente tratado de economía política el principio que yo he formulado en este fragmento sobre la influencia moral de la división del trabajo. Sin duda, el titulo un poco frívolo de mi libro8 no le ha permitido citarme. Sólo a este motivo puedo atribuir el silencio de un escritor demasiado rico en pensamientos propios para negar esta apropiación tan insignificante”. (Lemontey, Obras completes, t. I, pág. 245, Paris, 1840.)
Hagamos justicia a Lemontey: ha expuesto con gran ingenio las consecuencias perniciosas de la división del trabajo tal como ha llegado a ser en nuestros días, y el señor Proudhon no ha tenido nada que agregar. Pero ya que, por culpa del señor Proudhon, nos hemos enzarzado en esta disputa sobre la prioridad, diremos de pasada que mucho antes de Lemontey y diecisiete años antes que Adam Smith, discípulo de A. Ferguson, este expuso con nitidez el punto en cuestión en un capítulo que trata especialmente de la división del trabajo:
“Podría hasta dudarse de si la capacidad general de una nación crece en proporción al progreso de la técnica. En muchas artes mecánicas... la finalidad se logra perfectamente sin el menor concurso de la razón y del sentimiento, y la ignorancia es la madre de la industria tanto como lo es de la superstición. La reflexión y la imaginación están sujetas a error, pero el movimiento habitual del pie o de la mano no depende ni de la una ni de la otra. Por tanto, se podría decir que, en relación a la manufactura, la perfección consiste en poder prescindir de la capacidad intelectual, de manera que sin ningún esfuerzo mental el taller pueda ser considerado como una máquina cuyas partes son seres humanos... El general puede ser muy hábil en el arte de la guerra, mientras que todo lo que se requiere del soldado se reduce a la ejecución de unos cuantos movimientos de los pies o de las manos. El primero puede haber ganado lo que el segundo había perdido... En un periodo en el que todas las funciones están separadas, el arte mismo de pensar puede formar un oficio aparte”. (A. Ferguson, Essai sur l'histoire de la société civile [“Ensayo sobre la historia de la sociedad civil”], Paris, 1783). [II, 108, 109, 110].)
Para terminar este resumen literario, negamos formalmente que “todos los economistas hayan atribuido una importancia mucho mayor a las ventajas que a los inconvenientes de la división del trabajo”. Basta recordar a Sismondi.
Así, pues, en lo que concierne a las ventajas de la división del trabajo, al señor Proudhon no le quedaba otra cosa que parafrasear más o menos pomposamente las frases generales que todo el mundo conocía.
Veamos ahora de que modo hace derivar Proudhon de la división del trabajo tomada como ley general, como categoría, como idea, los inconvenientes que le son propios. ¿Cómo es que esta categoría, esta ley implica una distribución desigual del trabajo en detrimento del sistema igualitario del señor Proudhon?
“En esta hora solemne de la división del trabajo, el viento de las tempestades comienza a soplar sobre la humanidad. El progreso no se efectúa de una manera igual y uniforme para todos; ...comienza por comprender a un pequeño número de privilegiados... Esta parcialidad del progreso con respecto a determinadas personas es la que ha hecho creer durante largo tiempo en la desigualdad natural y providencial de condiciones, originado las castas y constituido jerárquicamente todas las sociedades”. (Proudhon, t. I, pág. 94.)
La división del trabajo ha creado las castas. Ahora bien, las castas constituyen los inconvenientes de la división del trabajo; por tanto, los inconvenientes se deben a la división del trabajo. Quod erat demonstrandum[4]. Si queremos ir más allá y preguntamos qué ha hecho a la división del trabajo crear las castas, el régimen jerárquico y los privilegios, el señor Proudhon nos dirá: El progreso. ¿Y que ha dado origen al progreso? La limitación. Limitación llama el señor Proudhon a la parcialidad del progreso con respecto a determinadas personas.
Después de la filosofía viene la historia. No es ya ni historia descriptiva, ni historia dialéctica, sino historia comparada. El señor Proudhon establece un paralelo entre el actual obrero impresor y el de la Edad Media, entre el obrero de las fabricas Creusot y el herrero de aldea, entre el hombre de letras de nuestros días y el hombre de letras medieval, y hace Inclinar la balanza del lado de los que representan en mayor o menor medida la división del trabajo establecida o transmitida por la Edad Media. Opone la división del trabajo de una época histórica a la división del trabajo de otra época histórica. Era esto lo que el señor Proudhon tenía que demostrar? No. Tenía que mostrarnos los inconvenientes de la división del trabajo en general, de la división del trabajo como categoría. Más, ¿para qué detenernos en esta parte de la obra del señor Proudhon, si un poco más adelante le veremos retractarse formalmente de todos estos pretendidos argumentos?
“El primer efecto del trabajo parcelario —prosigue el señor Proudhon—, después de la depravación del alma, es la prolongación de la jornada, que crece en razón inversa de la suma de fuerzas intelectuales gastadas... Pero como la duración de la jornada no puede exceder de dieciséis a dieciocho horas, cuando sea imposible compensar la disminución del gasto de fuerzas intelectuales con un, aumento del tiempo de trabajo, la compensación se hará a cuenta del precio del trabajo, y el salario disminuirá… Lo cierto, y lo único que necesitamos anotar, es que la conciencia universal no mide por el mismo rasero el trabajo de un contramaestre y el de un peón. Por consiguiente, es necesario reducir el precio de la jornada, de suerte que el trabajador, además de la aflicción espiritual del cumplimiento de una función degradante, tenga que sufrir privaciones físicas a causa de la parquedad de la remuneración”. [I, 97, 98]
No vamos a detenernos en el valor lógico de estos silogismos, que Kant llamaría paralogismos que desvían.
He aquí su sustancia:
La división del trabajo reduce al obrero a una función degradante; a esta función degradante corresponde un alma depravada; a la depravación del alma corresponde una reducción cada vez mayor del salario. Y al objeto de demostrar que esta reducción del salario corresponde a un alma depravada, el señor Proudhon dice, para descargo de conciencia, que tal es la voluntad de la conciencia universal. ¿Estará incluida el alma del señor Proudhon en la conciencia universal?
Las máquinas son, para el señor Proudhon, “la antitesis 1ógica de la división del trabajo”, y, en apoyo de su dialéctica, comienza por transformar las máquinas en fábrica.
Después de haber supuesto la fábrica moderna para deducir de la división del trabajo la miseria, el señor Proudhon supone la miseria engendrada por la división del trabajo para llegar a la fábrica y para poder presentarla como la negación dialéctica de esta miseria. Después de haber castigado al trabajador en el sentido moral con una función degradante y en el sentido físico con la parquedad del salario; después de haber colocado al obrero en dependencia del contramaestre y rebajado su trabajo hasta el nivel del trabajo de un peón, el señor Proudhon vuelve a la fábrica y a las máquinas para acusarlas de degradar al trabajador, “dándole un amo”, y, para coronar el envilecimiento del trabajador, “le hace descender del rango de artesano al de peón”. ¡Hermosa dialéctica! Y si al menos se detuviera pero no, el necesita una nueva historia de la división del trabajo, no ya para inferir de ella las contradicciones, sino para reconstruir la fábrica a su manera. Para llegar a este fin tiene que olvidar todo cuanto había dicho poco antes sobre la división del trabajo.
El trabajo se organiza y se divide de diferentes modos según sean los instrumentos de que disponga. El molino movido a brazo supone una división del trabajo distinta que el molino de vapor. Querer comenzar por división del trabajo en general, para luego llegar a uno de los instrumentos específicos de la producción, a las máquinas, significa, pues, burlarse de la historia.
Las máquinas no constituyen una categoría económica, como tampoco el buey que tira del arado. Las maquinas no son más que una fuerza productiva. La fábrica moderna, basada en el empleo de las máquinas, es una relación social de producción, una categoría económica.
Veamos ahora cómo ocurren las cosas en la brillante imaginación del señor Proudhon.
“En la sociedad, la aparición incesante de nuevas máquinas es la antitesis, la fórmula inversa de la división del trabajo: es la protesta del genio industrial contra el trabajo parcelario y homicida. ¿Qué es, en efecto, una máquina? Una manera de reunir diversas partículas de trabajo, que la división había separado. Toda máquina puede ser definida como un conjunto de múltiples operaciones... Por tanto, mediante la máquina se llevará a efecto la restauración del trabajador... Las máquinas, por ser en economía política lo contrario de la división del trabajo, representan la síntesis que en la mente humana se opone al análisis... La división no hacia más que separar las diversas partes del trabajo, permitiendo a cada uno ocuparse de la especialidad más acorde con sus inclinaciones: la fábrica agrupa a los trabajadores según la relación entre cada parte y el todo..., introduce el principio de autoridad en el trabajo... Pero esto no es todo; la máquina o la fábrica, después de haber degradado al trabajador dándole un amo, corona su envilecimiento haciéndole descender del rango de artesano al de peón... El período que ahora estamos atravesando, el de las máquinas, se distingue por un rasgo particular, a saber, el trabajo asalariado. El trabajo asalariado es posterior a la división del trabajo y al cambio”. [I, 135, 136, 161].
Una simple observación al señor Proudhon. La separación de las diversas partes del trabajo, que permite a nada uno dedicarse a la especialidad que más le agrade, separación que, según el señor Proudhon, data desde el comienzo del mundo, existe solamente en la industria moderna, bajo el régimen de la competencia.
El señor Proudhon nos ofrece luego una “genealogía” extraordinariamente “interesante”, para demostrar cómo la fábrica ha nacido de la división del trabajo, y el trabajo asalariado de la fábrica.
1) Supone un hombre que “observe que, dividiendo la producción en sus diversas partes y haciendo ejecutar cada una de ellas a un obrero”, se multiplicarían las fuerzas productivas.
2) Este hombre, “siguiendo el hilo de esta idea, se dice a si mismo que, formando un grupo permanente de trabajadores escogidos para el fin especial que se propone, obtendrá una producción más regular, etc.” (I, 161).
3) Este hombre hace una proposición a otros hombres con el fin de inducirles a aceptar su idea y seguir el hilo de su idea.
4) Este hombre, en los primeros tiempos de la industria, trata de igual a igual con sus compañeros de taller, que más tarde serán sus obreros.
5) “Se comprende, desde luego, que esta igualdad primitiva tenía que desaparecer rápidamente debido a la situación ventajosa del maestro y a la dependencia del asalariado”. (I, 163).
He aquí una nueva muestra del método histórico y descriptivo del señor Proudhon.
Veamos ahora, desde el punto de vista histórico y económico, si el principio de autoridad fue introducido realmente en la sociedad por la fabrica o la máquina con posterioridad a la división del trabajo; si esto trajo como consecuencia, por una parte, una rehabilitación del obrero, aunque sometiéndolo, por otra, a la autoridad; si la máquina es la precomposición del trabajo dividido, la síntesis del trabajo opuesto a su análisis.
Lo que la sociedad tiene de común con la estructura interna de una fabrica es que también en ella existe su división del trabajo. Si tomamos como modelo la división del trabajo en una fabrica moderna, para aplicarla después al conjunto de la sociedad, veremos que la sociedad mejor organizada para la producción de riquezas sería incontestablemente la que tuviese un solo empresario-jefe, que distribuyera el trabajo entre los diversos miembros de la comunidad según reglas establecidas de antemano. Pero, en realidad, las cosas ocurren de un modo completamente distinto. Mientras que en el interior de la fábrica moderna la división del trabajo esta minuciosamente reglamentada por la autoridad del empresario, la sociedad moderna no posee, Para distribuir el trabajo, más regla, más autoridad que la libre concurrencia.
Bajo el régimen patriarcal, bajo el régimen de castas, bajo el régimen feudal y corporativo, existía división del trabajo en la sociedad entera según reglas fijas ¿Establecía esas reglas un legislador? No. Nacidas primeramente de las condiciones de la producción material, sólo mucho más tarde fueron erigidas en leyes. Así, estas diversas formas de división del trabajo pasaron a ser la base de las distintas formas de organización social. En cuanto a la división del trabajo dentro del taller, estaba muy poco desarrollada en todas las formas mencionadas de organización de la sociedad.
Se puede incluso establecer como regla general que, cuanto menos es presidida por la autoridad la división del trabajo en el seno de la sociedad, más se desarrolla la división del trabajo en el interior del taller y más se somete dicha división a la autoridad de una sola persona. Por tanto, con respecto a la división del trabajo, la autoridad en el taller y la autoridad en la sociedad están en razón inversa la una de la otra.
Veamos ahora que es la fábrica, en la que las funciones están muy separadas, donde la tarea de cada obrero se reduce a una operación muy simple y donde la autoridad, el capital, agrupa y dirige los trabajos. ¿Cómo ha nacido la fabrica? Para responder a esta pregunta tendríamos que examinar cómo se fue desarrollando la industria manufacturera propiamente dicha. Me refiero a esa industria que no es aún la industria moderna, con sus máquinas, pero que tampoco es ya ni la industria de los artesanos de la Edad Media, ni la industria doméstica. No entraremos en grandes detalles: expondremos algunos puntos sumarios, para demostrar que con fórmulas no se puede escribir la historia.
Una condición de las más indispensables para la formación de la industria manufacturera fue la acumulación de capitales, facilitada por el descubrimiento de América y la importación de sus metates preciosos.
Esta suficientemente demostrado que el aumento de los medios de cambio trajo como consecuencia, por un lado, la desvalorización de los salarios y de la renta de la tierra y, por otro, el crecimiento de los beneficios industriales. En otros términos: a medida que decaían la clase de los propietarios territoriales y la clase de los trabajadores, los señores feudales y el pueblo, se elevaba la clase de los capitalistas, la burguesía.
Hubo además otras circunstancias que contribuyeron simultáneamente al desarrollo de la industria manufacturera: aumento de las mercancías puestas en circulación desde que el comercio penetró en las Indias Orientales a través del cabo de Buena Esperanza, el régimen colonial y el desarrollo del comercio marítimo.
Otro punto que no ha sido aun debidamente apreciado en la historia de la industria manufacturera, es el licenciamiento de los numerosos séquitos de los señores feudales, a consecuencia de lo cual elementos subalternos de estos séquitos se convirtieron en vagabundos antes de entrar en los talleres. La creación del taller manufacturero fue precedida de un vagabundeo casi universal en los siglos XV y XVI. El taller encontró además un poderoso apoyo en el gran número de campesinos que afluyeron a las ciudades durante siglos enteros, al ser expulsados continuamente del campo debido a la transformación de las tierras de cultivo en pastizales y a los progresos de la agricultura, que hacían necesario un menor número de brazos para el laboreo del suelo.
La ampliación del mercado, la acumulación de capitales, los cambios operados en la posición social de las clases, la aparición de numerosas gentes privadas de sus fuentes de ingresos: tales son las condiciones históricas para la formación de la manufactura. La congregación de los trabajadores en el taller manufacturero no fue, como afirma el señor Proudhon, obra de pactos amistosos entre iguales. La manufactura no nació en el seno de los antiguos gremios. Es el comerciante quien se transforme en el jefe del taller moderno, y no el antiguo maestro de los gremios. Casi por doquier se libre una lucha encarnizada entre la manufactura y los oficios artesanos.
La acumulación y la concentración de los instrumentos y de los trabajadores precedió al desarrollo de la división del trabajo en el seno del taller. El rasgo distintivo de la manufactura era más bien la reunión de muchos trabajadores y de muchos trabajadores en un solo lugar, en un mismo local, bajo el mando de un capital, y no la fragmentación del trabajo y la adaptación de los obreros operaciones muy simples.
La utilidad de un taller manufacturero consistía no tanto en la división del trabajo propiamente dicha, como en la circunstancia de que la producci5n se llevaba a cabo en mayor escala, se reducían muchos gastos accesorios, etc. A fines del .siglo XVI y comienzos del XVII, la manufactura holandesa apenas conocía la división del trabajo.
El desarrollo de la división del trabajo supone la reunión de los trabajadores en un taller. Ni en el siglo XVI ni en el siglo XVII encontramos un solo ejemplo de un desarrollo tal de las diversas ramas de un mismo oficio, que bastara reunirlas en un solo lugar para obtener un taller manufacturero completamente preparado. Pero una vez reunidos en un solo lugar los hombres y los instrumentos, la división del trabajo existente en el régimen gremial se reproducía y se reflejaba necesariamente en el interior del taller.
Para el señor Proudhon, que ve las cosas al revés, cuando las ve, la división del trabajo tal como la entiende Adam Smith precede al taller manufacturero, siendo así que, en realidad, el taller es una condición necesaria para la existencia de la división del trabajo.
Las máquinas propiamente dichas datan de fines del siglo XVIII. Nada más absurdo que ver en las máquinas la antitesis de la división del trabajo, la síntesis que restablece la unidad en el trabajo fragmentado.
La máquina es un conjunto de instrumentos de trabajo, y no una combinación de trabajos para el propio obrero.
“Cuando, por la división del trabajo, cada operación particular ha sido reducida al empleo de un instrumento simple, la reunión de todos estos instrumentos, puestos en acción por un solo motor, constituye una máquina.” (Babbage, Traité sur l'Economie des machines, etc. [“Tratado sobre la Economía de las máquinas”, etc.], París. 1833.)
Útiles simples, acumulación de útiles, útiles compuestos, puesta en acción de un útil compuesto por un solo motor: por las manos del hombre; puesta en acción de estos instrumentos por las fuerzas naturales; máquina; sistema de máquinas con un solo motor; sistema de máquinas con un motor automático: este es el curso de desarrollo de las máquinas.
La concentración de los instrumentos de producción y la división del trabajo son tan inseparables la una de la otra como, en la edema política, la concentración de los poderes públicos y la división de las intereses privados. En Inglaterra, con la concentración de las tierras, instrumentos del trabajo agrícola, tenemos también la división del trabajo agrícola y la aplicación de la maquinaria al laboreo de la tierra. En Francia, donde los instrumentos de trabajo agrícola están dispersos, donde predomina el sistema parcelario, no tenemos en general ni división del trabajo agrícola ni aplicación de las máquinas al cultivo de la tierra.
A juicio del señor Proudhon, concentración de los instrumentos de trabajo es la negación de la división del trabajo. En realidad, una vez más vemos todo lo contrario. A medida que se desarrolla la concentración de los instrumentos, se desarrolla también la división del trabajo, y viceversa. Por eso, todo gran invento en la mecánica es seguido de una mayor división del trabajo, y todo desarrollo de la división del trabajo conduce, a su vez, a nuevas inventos en el dominio de la mecánica.
No es necesario recordar que los grandes progresos de división del trabajo comenzaron en Inglaterra después de la invención de las máquinas. Así, los tejedores y los hiladores eran en su mayoría campesinos como los que aún encontramos los países atrasados. La invención de las máquinas acabó de separar la industria manufacturera del trabajo agrícola. El tejedor y el hilador, reunidos antes en una sola familia, fueron separados por la máquina. Gracias a la máquina, el hilador puede habitar en Inglaterra mientras el tejedor se encuentra en las Indias Orientales. Antes de la invención de las máquinas, la industria de un país se desenvolvía principalmente a base de las materias primas que eran producto de su propio suelo: Así, Inglaterra elaboraba la lana, Alemania el lino, Francia la seda y el lino, las Indias Orientales y Levante, el algodón, etc. Gracias a la aplicación de las máquinas y del vapor, la división del trabajo alcancó tales proporciones que la gran industria, desligada del suelo nacional, dependía únicamente del mercado mundial, del comercio internacional y de la división internacional del trabajo. Por Ultimo, la máquina ejerce una influencia tal sobre la división del trabajo que, desde que en la fabricación de un artículo cualquiera se ha encontrado el medio de preparar con procedimientos mecánicos tal o cual parte del mismo, la fabricación se divide al instante en dos ramas independientes la una de la otra.
¿Hace falta hablar del fin providencial y filantrópico descubierto por el señor Proudhon en la invención y el empleo inicial de las máquinas?
Cuando el mercado adquiría en Inglaterra un desarrollo tal que el trabajo manual no podía ya satisfacer la demanda, se sintió la necesidad de máquinas. Entonces se empezó a pensar en la aplicación de la ciencia mecánica, que en el siglo XVIII ya estaba plenamente formada.
La aparición de la fábrica fue acompañada de actos que eran todo menos filantrópicos. Los niños eran retenidos en el trabajo a golpes de látigo; se les hacia objeto de trafico, y para conseguir mano de obra infantil se ajustaban contratos con los orfanatos. Fueron abolidas todas las leyes relativas al aprendizaje de los obreros, porque, para decirlo con una expresión del señor Proudhon, ya no había necesidad de obreros sintéticos. Por último, a partir de 1825, casi todas las nuevas invenciones fueron el resultado de colisiones entre obreros y patronos, que trataban a toda costa de depreciar la especialidad de los obreros. Después de cada nueva huelga de alguna importancia surgía una nueva máquina. El obrero hasta tal punto no veía en el empleo de las máquinas una especie de rehabilitación, de restauración, como dice el señor Proudhon, que en el siglo XVIII opuso resistencia durante largo tiempo al imperio naciente de los mecanismos automáticos.
“Wyatt —dice el doctor Ure— había descubierto los bastidores de hilar (la serie de cilindros acanalados) mucho antes que Arkwright. ... Pero la dificultad principal no consistía tanto en la invención de un mecanismo automático... La dificultad estribaba sobre todo en la disciplina necesaria para hacer que los operarios renunciasen a sus hábitos irregulares dentro del trabajo y para identificarles con la regularidad invariable del gran autómata. Inventar y poner en vigor un código de disciplina fabril ajustado a las necesidades y a la celeridad del sistema mecánico: he aquí una empresa digna de Hércules, he aquí la noble obra de Arkwright”. [I, 21-22, 23].
En suma, la introducción de las máquinas acentuó la división del trabajo en el seno de la sociedad, simplificó la tarea del obrero en el interior del taller, aumentó la concentración del capital y desarticuló aún más al hombre.
Cuando el señor Proudhon quiere ser economista y abandonar por un instante “la evolución en la serie del entendimiento”, toma su erudición de A. Smith, que escribió sus obras cuando la fábrica no hacía más que nacer. En efecto, ¡qué diferencia entre la división del trabajo existente en tiempos de Adam Smith y la que vemos en la fábrica moderna! Para comprenderla bien, bastará citar algunos pasajes de la Filosofía de la fábrica del doctor Ure.
“Cuando A. Smith escribió su obra inmortal sobre los elementos de economía política, apenas era conocido el sistema de la industria mecánica. En la división del trabajo veía con razón el gran principio del perfeccionamiento de la manufactura; con el ejemplo de la fabricación de alfileres demostró que un obrero, perfeccionándose mediante la ejecución de una misma operación, se torna más expeditivo y menos costoso. En cada rama de manufactura vio que, según este principio, ciertas operaciones, como la de cortar alambre de latón en partes iguales, resultaban mucho más fáciles, y que otras, como la de moldear y fijar la cabeza de un alfiler, eran relativamente más difíciles; de aquí dedujo que lo natural sería adaptar a un obrero a cada una de estas operaciones y que su salario correspondiese a su habilidad. Esta adaptación es la esencia de la división del trabajo. Pero lo que podía servir de ejemplo útil en los tiempos del doctor Smith, hoy no haría sino inducir al público a error en cuanto al principio real de la industria fabril. En efecto, la distribución o, mejor dicho, la adaptación de los trabajos a las diferentes capacidades individuales no entra apenas en el plan de acción de la fabrica: por el contrario, en todos aquellos casos en que una operación exige gran habilidad y una mano segura, el brazo del obrero, demasiado hábil y propenso con frecuencia a irregularidades de toda clase, es reemplazado por un mecanismo especial, tan perfectamente regulado que basta un niño para vigilarlo.
El principio del sistema fabril consiste, pues, en sustituir la mano de obra por la máquina y en reemplazar la división del trabajo entre los diversos operarios por la descomposición del proceso en sus partes integrantes. En el sistema de operaciones manuales, el trabajo humano era ordinariamente el elemento más dispendioso de cualquier producto; en el sistema de trabajo mecanizado, la pericia del artífice se ve suplida cada día más por simples auxiliares de las máquinas.
La debilidad de la naturaleza humana es tal que, cuanto más hábil sea el obrero, se vuelve más voluntarioso e intratable y, por lo mismo, menos idóneo resulta para un sistema mecánico a cuyo conjunto pueden inferir considerable daño sus salidas caprichosas. Por consiguiente, el gran fin del fabricante actual consiste, combinando la ciencia con sus capitales, en reducir las funciones de sus obreros a poner en juego su vigilancia y su destreza, facultades que se perfeccionan bien en la juventud, si son concentradas en un solo objeto.
En el sistema de gradaciones del trabajo se requieren muchos años de aprendizaje antes de que el ojo y la mano sean lo bastante expertos para efectuar ciertas operaciones mecánicas muy difíciles; pero en el sistema que descompone los procesos en sus partes integrantes, y que hace que todas las partes sean ejecutadas por una máquina automática, se puede confiar estas partes elementales a un operario dotado de una capacidad ordinaria, después de haberlo sometido a una corta prueba; en caso de necesidad se le puede hacer pasar de una máquina a otra, a voluntad del que dirige los trabajos. Tales cambios están en oposición abierta con la vieja rutina que divide el trabajo y que asigna a un obrero la tarea de moldear la cabeza de un alfiler y a otro la de aguzarle la punta, trabajo cuya fastidiosa uniformidad les enerva... Pero bajo el dominio del principio de la igualación, es decir, en el sistema fabril, las facultades del obrero son sometidas solamente a un ejercicio agradable, etc... Como sus obligaciones se circunscriben a vigilar el trabajo de un mecanismo bien regulado, se puede imponer en ellas en poco tiempo: y cuando pasa de una máquina a otra, introduce variedad en su tarea y desarrolla sus ideas al reflexionar en las combinaciones generales que resultan de su trabajo y del de sus compañeros. Por eso, en el régimen de distribución igual de trabajos no se puede dar, en circunstancias ordinarias, esa coerción de las facultades, esa estrechez de horizontes y ese freno del desarrollo físico del obrero que no sin razón son atribuidos a la división del trabajo.
La finalidad constante y la tendencia de todo perfeccionamiento del mecanismo es, en efecto, prescindir por completo del trabajo del hombre o disminuir su precio, sustituyendo el trabajo de obreros varones y adultos con el de mujeres y niños, o el de obreros diestros con el de obreros sin calificar... Esta tendencia a no emplear más que niños de ojos vivaces y dedos ágiles en lugar de operarios de larga experiencia demuestra que nuestros fabricantes instruidos han desechado, al fin, el dogma escolástico de la división del trabajo según los diferentes grados de habilidad”. (Andre Ure, Philosophie des manufactures ou Economie industrielle [“Filosofía de la fabrica o Economía industrial”], t. I, cap. I [págs. 34-35].)
Lo que caracteriza la división del trabajo en el seno de la sociedad es que engendra las especialidades, las distintas profesiones, y con ellas el idiotismo del oficio.
“Nos causa admiración —dice Lemontey— ver que entre los antiguos un mismo personaje era a la vez, en grado eminente, filósofo, poeta, orador, historiador, sacerdote, gobernante y caudillo militar. El espíritu se sobrecoge ante un campo de acción tan vasto. Cada uno planta su cercado y se encierra en el ignoro si por efecto de este fraccionamiento, se agranda el campo de acción, pero se muy bien que el hombre se achica”.
Lo que caracteriza la división del trabajo en el taller mecánico es que el trabajo pierde dentro de él todo carácter de especialidad. Pero, en cuanto cesa todo desarrollo especial, comienza a dejarse sentir el afán de universalidad, la tendencia a un desarrollo integral del individuo. El taller mecánico suprime las profesiones aisladas y el idiotismo del oficio.
El señor Proudhon, por no haber comprendido ni tan siquiera este solo aspecto revolucionario del taller mecanico, da un paso atrás y propone al obrero que no se limite a hacer la doceava parte de un alfiler, sino que prepare sucesivamente las doce partes. El obrero alcanzaría así un conocimiento pleno y profundo del alfiler. En esto consiste el trabajo sintético del señor Proudhon. Nadie negará que dar un paso adelante y otro atrás es igualmente hacer un movimiento sintético.
En resumen, el señor Proudhon no ha ido más allá del ideal del pequeño burgués. Y para realizar este ideal, no concibe nada mejor que reducirnos a la condición de compañeros de taller o, todo lo más, de maestros artesanos de la Edad Media. Basta, dice en un lugar de su libro, haber creado una sola vez en la vida una obra maestra, haberse sentido una sola vez hombre. ¿No es esto, tanto por la forma como por el fondo, la obra maestra exigida por los gremios artesanales de la Edad Media?
Lado bueno de la competencia:
“La competencia es tan esencial para el trabajo como la división de éste... Es necesaria para el advenimiento de la igualdad”. [I, 186, 188]
Lado malo de la competencia:
“Su principio se niega a sí mismo. Su efecto más seguro es hundir a los que se dejen arrastrar por ella”. [I, 185]
Reflexión general:
“Los inconvenientes que acarrea la competencia, lo mismo que el bien que proporciona…, emanan lógicamente del principio”. [I, 185-186]
Problema a resolver:
“Encontrar el principio conciliador que debe arrancar de una ley superior a la libertad misma”. [I, 185]
Variante:
“No se trata, pues, destruir la competencia, cosa tan imposible como destruirla libertad; se trata de encontrar para ella el equilibrio, y yo diría de buena gana: la policía. [I, 185]
Proudhon comienza defendiendo la necesidad eterna de la competencia contra los que quieren reemplazarla por la emulación[5].
No hay “emulación sin un fin”. Y así como “el objeto de toda pasión es necesariamente análogo a la pasión misma: una mujer para el amante, el poder para el ambicioso, el oro para el avaro, una corona para el poeta, de la misma manera el objeto de la emulación industrial es necesariamente la ganancia. La emulación no es otra cosa que la competencia misma”. [I, 187]
La competencia es la emulación con fines de ganancia. La emulación industrial ¿es necesariamente la emulación con miras al beneficio, es decir, la concurrencia? El señor Proudhon lo demuestra con una simple afirmación. Ya hemos visto que, para él, afirmar es demostrar, lo mismo que suponer es negar.
Si el objeto inmediato de la pasión del amante es la mujer, el objeto inmediato de la emulación industrial es el producto y no el beneficio.
La competencia no es la emulación industrial, es la emulación comercial. En nuestro tiempo, la emulación industrial no existe sino con fines comerciales. Hay inclusive fases en la vida económica de los pueblos modernos en las que todo el mundo esta poseído de una especie de fiebre por obtener ganancias sin producir. Esta fiebre de la especulación, que sobreviene periódicamente, pone al desnudo el verdadero carácter de la competencia, que tiende a evitar la necesidad de la emulación industrial.
Si hubierais dicho a un artesano del siglo XVI que serían abolidos los privilegios y toda la organización feudal de la industria para sustituirlos por la emulación industrial, denominada competencia, os habría respondido que los privilegios de las diversas corporaciones, cofradías y gremios son la competencia organizada. Eso mismo dice el señor Proudhon al afirmar que “la emulación no es otra cosa que la competencia”.
“Ordenad que a partir del 1° de enero de 1847 sean garantizados a todo el mundo el trabajo y el salario: inmediatamente, a la tensión impetuosa de la industria sucederá un inmenso estancamiento”.
En lugar de una suposición, de una afirmación y de una negación tenemos ahora una ordenanza que el señor Proudhon dicta expresamente para demostrar la necesidad de la competencia, su eternidad como categoría, etc.
Si nos imaginamos que para salir de la competencia no hacen falta más que ordenanzas, jamás se saldrá de ella. Y llevar las cosas hasta proponer la abolición de la competencia manteniendo e1 salario, equivale a proponer un despropósito por decreto real. Pero los pueblos no proceden en virtud de decretos reales. Antes de recurrir a tales ordenanzas, los pueblos tienen que haber cambiado al menos de arriba abajo sus condiciones de existencia industrial y política, y por consiguiente toda su manera de ser.
El señor Proudhon responderá, con su aplomo imperturbable, que ésta es la hipótesis “de una transformación de nuestra naturaleza sin precedentes en la historia” y que él tendría derecho a “dejarnos al margen de la discusión”, no se sabe en virtud de qué ordenanza.
El señor Proudhon ignora que toda la historia no es otra cosa que una transformación continua de la naturaleza humana.
“Atengámonos a los hechos. La revolución francesa fue hecha tanto en nombre de la libertad industrial como de la libertad política; y aunque la Francia de 1789 —digámoslo en alto— no comprendía todas las consecuencias del principio cuya aplicación reclamaba, no se engañó ni en sus deseos ni en sus esperanzas. Quien trate de negarlo perderá para mí todo derecho a la crítica: yo no disputaré jamás con un adversario que admita en principio el error espontáneo de veinticinco millones de personas... Si la competencia no era un principio de la economía social, un decreto del destino, una necesidad del alma humana, ¿por qué en lugar de abolir las corporaciones, cofradías y gremios, no se prefirió corregirlas?” [I, 191, 192]
Por tanto, como los franceses del siglo XVIII abolieron las corporaciones, cofradías y gremios en lugar de modificarlos, los franceses del siglo XIX deben modificar la competencia en vez de suprimirla. Como la competencia fue establecida en la Francia del siglo XVIII a consecuencia de necesidades históricas, esta competencia no debe ser destruida en el siglo XIX a causa de otras necesidades históricas. No comprendiendo que el establecimiento de la competencia estaba vinculado con el desarrollo real de los hombres del siglo XVIII, el señor Proudhon convierte la competencia en una necesidad del alma humana, IN PARTIBUS INFIDELIUM[6]. Tratando del siglo XVII, ¿en qué habría convertido al gran Colbert?
Después de la revolución viene el estado de cosas actual. El señor Proudhon aduce igualmente de él hechos para probar la eternidad de la competencia, demostrando que todas las ramas de la producción en las que esta categoría no se halla aún bastante desarrollada, como, por ejemplo, la agricultura, se encuentran en estado de atraso y decadencia.
Decir que algunas ramas de la producción no se han desarrollado aún hasta llegar a la competencia, y que otras no han alcanzado todavía el nivel de la producción burguesa, es pura palabrería que no prueba en lo más mínimo la eternidad de la competencia.
Toda la lógica del señor Proudhon se resume en esto: La competencia es una relación social en la que desarrollamos actualmente nuestras fuerzas productivas. Esta verdad no va acompañada de un razonamiento lógico, sino de formulaciones frecuentemente muy altisonantes, diciendo que la competencia es la emulación industrial, el modo actual de ser libre, la responsabilidad en el trabajo, la constitución del valor, una condición para el advenimiento de la igualdad, un principio de la economía social, un decreto del destino, una necesidad del alma humana, una inspiración de la justicia eterna, la libertad en la división, la división en la libertad, una categoría económica.
“La competencia y la asociación se apoyan la una en la otra. Lejos de excluirse, no son ni siquiera divergentes. La competencia presupone necesariamente un fin común. Por consiguiente, la competencia no es el egoísmo y el error más deplorable del socialismo consiste en haberla concebido como un trastorno de la sociedad”. [I, 223]
La competencia presupone un fin común, y esto prueba, de un lado, que la competencia es la asociación, y, de otro, que la competencia no es el egoísmo. ¿Y acaso el egoísmo no presupone un fin común? Todo egoísmo obra en la sociedad y por medio de la sociedad. Presupone, por tanto, la sociedad, es decir, fines comunes, necesidades comunes, medios de producción comunes, etc., etc. ¿Es, pues, casual que la competencia y la asociación de que hablan los socialistas no sean ni siquiera divergentes?
Los socialistas saben muy bien que la sociedad actual se basa en la competencia. ¿Cómo podían ellos reprochara la competencia el trastornar la sociedad actual que ellos mismos quieren abolir? ¿Y cómo podían reprochar a la competencia el trastornar la sociedad del porvenir, en la que ellos ven, por el contrario, la supresión de la competencia?
El señor Proudhon dice más adelante que la competencia es lo contrario del monopolio y, que, por consiguiente, no puede ser lo contrario de la asociación.
El feudalismo era, desde sus orígenes, opuesto a la monarquía patriarcal; por tanto, no era opuesto a la competencia, que aún no existía. ¿Se deduce de aquí que la competencia no es opuesta al feudalismo?
En realidad, los vocablos sociedad y asociación son denominaciones que se pueden dar a todas las sociedades, lo mismo a la sociedad feudal que a la burguesa, que es la asociación fundada en la competencia. ¿Cómo puede haber socialistas que crean posible impugnar la competencia con la sola palabra asociación? ¿Y cómo puede el señor Proudhon querer defender la competencia contra el socialismo, designándola con el solo nombre de asociación?
Todo lo que acabamos de decir se refiere al lado bueno de la competencia, tal como la entiende el señor Proudhon. Pasemos ahora al lado malo, es decir, al lado negativo de la concurrencia, a sus inconvenientes, a lo que tiene de destructivo, de funesto, de pernicioso.
El cuadro que nos dibuja el señor Proudhon es lúgubre en extremo.
La concurrencia engendra la miseria, fomenta la guerra civil, “cambia las condiciones naturales de las zonas terrestres”, mezcla las nacionalidades, perturba las familias, corrompe la conciencia pública, “trastorna las nociones de equidad, de justicia”, de moral, y, lo que es peor, destruye el comercio honrado y libre y no da en compensación ni siquiera el valor sintético, el precio fijo y honesto. La competencia decepciona a todo el mundo, incluso a los economistas. Lleva las cosas hasta a .destruirse a sí misma.
Después de todo lo que el señor Proudhon dice de malo, ¿puede haber, para las relaciones de la sociedad burguesa, para sus principios y sus ilusiones, un elemento más disolvente y más destructivo que la competencia?
Observemos que la competencia es cada vez más destructiva para las relaciones burguesas, a medida que suscita una creación febril de nuevas fuerzas productivas, es decir, las condiciones materiales de una nueva sociedad. En este sentido, al menos, el lado malo de la competencia podría contener en sí algo bueno.
“Considerada desde el punto de vista de su origen, la competencia, como estado o fase económica, es el resultado necesario... de la teoría de la reducción del coste general de producción”. [I, 235]
Para el señor Proudhon, la circulación de la sangre debe ser una consecuencia de la teoría de Harvey.
“El monopolio es el resultado fatal de la competencia, que lo engendra por una negación incesante de sí misma. Este origen del monopolio implica ya su justificación... El monopolio es la oposición natural de la competencia..., pero, como la competencia es necesaria, implica la idea del monopolio, ya que el monopolio es como el asiento de cada individualidad competidora”. [I, 236, 237]
Nos alegramos con el señor Proudhon de que haya podido al menos una vez aplicar bien su fórmula de la tesis y la antítesis. Todo el mundo sabe que el monopolio moderno es engendrado por la competencia.
En cuanto al contenido, el señor Proudhon se atiene a imágenes poéticas. La competencia hacía “de cada subdivisión del trabajo como una región soberana en la que cada individuo manifestaba su fuerza y su independencia”. El monopolio es “el asiento de cada individualidad competidora”. “Región soberana” suena al menos tan bien como “asiento”.
El señor Proudhon no habla más que del monopolio moderno engendrado por la competencia. Pero todos sabemos que la competencia ha sido engendrada por el monopolio feudal. Así, pues, primitivamente la competencia ha sido lo contrario del monopolio, y no el monopolio lo contrario de la competencia. Por tanto, el monopolio moderno no es una simple antítesis, sino que, por el contrario, es la verdadera síntesis.
Tesis: El monopolio feudal anterior a la competencia.
Antítesis: La competencia.
Síntesis: El monopolio moderno, que es la negación del monopolio feudal por cuanto presupone el régimen de la competencia, y la negación de la competencia por cuanto es monopolio.
Así, pues, el monopolio moderno, el monopolio burgués, es el monopolio sintético, la negación de la negación, la unidad de los contrarios. Es el monopolio en estado puro, normal, racional. El señor Proudhon entra en contradicción con su propia filosofía al concebir el monopolio burgués como el monopolio en estado tosco, simplista, contradictorio, espasmódico. El señor Rossi, al que el señor Proudhon cita reiteradamente a propósito del monopolio, ha comprendido mejor, por lo visto, el carácter sintético del monopolio burgués. En su Curso de Economía política establece la distinción entre monopolios artificiales y monopolios naturales. Los monopolios feudales, dice, son artificiales, es decir, arbitrarios; los monopolios burgueses son naturales, es decir, racionales.
El monopolio es una buena cosa, razona el señor Proudhon, porque es una categoría económica, una emanación “de la razón impersonal de la humanidad”. La competencia es también una buena cosa, porque a su vez es una categoría económica. Pero lo que no es bueno es la realidad del monopolio y la realidad de la competencia. Y lo peor es que la competencia y el monopolio se devoran mutuamente. ¿Qué hacer? Buscar la síntesis de estas dos ideas eternas, arrancarla del seno de Dios, donde está depositada desde tiempos inmemoriales.
En la vida práctica encontramos no solamente la competencia, el monopolio y el antagonismo entre la una y el otro, sino también su síntesis, que no es una fórmula, sino un movimiento. El monopolio engendra la competencia, la competencia engendra el monopolio. Los monopolistas compiten entre sí, los competidores pasan a ser monopolistas. Si los monopolistas restringen la competencia entre ellos por medio de asociaciones parciales, se acentúa la competencia entre los obreros; y cuanto más crece la masa de proletarios con respecto a los monopolistas de una nación, más desenfrenada es la competencia entre los monopolistas de diferentes naciones. La síntesis consiste en que el monopolio no puede mantenerse sino librando continuamente la lucha de la competencia.
Para deducir dialécticamente los impuestos que siguen al monopolio, el señor Proudhon nos habla del genio social que, después de haber seguido intrépidamente su ruta en zigzag,
“después de haber marchado a paso seguro, sin arrepentirse y sin detenerse, cuando llega a la esquina del monopolio lanza una melancólica mirada atrás y, luego de una profunda reflexión, grava con impuestos todos los artículos de la producción y crea toda una organización administrativa a fin de que todos los empleos sean concedidos al proletariado y pagados por los monopolistas”. [I, 284, 285]
¿Qué decir de este genio que, en ayunas, se pasea en zigzag? ¿Y qué decir de este paseo, que no tiene otro fin que agobiar a los burgueses a fuerza de impuestos, siendo así que los impuestos sirven precisamente para proporcionar a los burgueses el ,medio de mantenerse como clase dominante?
Para dar al lector una idea de la manera como el señor Proudhon expone los detalles económicos, bastará decir que, según él, el impuesto sobre el consumo fue establecido con fines de igualdad y para ayudar al proletariado.
El impuesto sobre el consumo no ha alcanzado su verdadero desarrollo sino después del advenimiento de la burguesía. En manos del capital industrial, es decir, de la riqueza sobria y económica que se mantiene, se reproduce y se agranda por la explotación directa del trabajo, el puesto sobre el consumo era un medio de explotar la riqueza frívola, alegre y pródiga de los grandes señores que no hacían más que consumir. James Steuart ha expuesto muy bien esta finalidad primitiva del impuesto sobre el consumo en sus Recherches des príncipes de l'Economie politique [“Investigaciones sobre los principios de Economía política”], obra publicada diez años antes de aparecer el libro de A. Smith.
“En la monarquía pura —dice—, los soberanos ven, por decirlo así, con cierta envidia el crecimiento de las riquezas y por eso cargan de impuestos a los que se enriquecen: impuestos sobre la producción. Bajo un gobierno constitucional, los impuestos recaen principalmente sobre los pobres: impuestos sobre el consumo. Así, los monarcas establecen un gravamen sobre la industria... Por ejemplo, la capitación y el tributo repartido por cabezas a los plebeyos son proporcionales a la riqueza supuesta de los contribuyentes. A cada uno se le imponen las tributaciones en proporción al beneficio que se supone va a obtener. Bajo las formas constitucionales de gobierno, los impuestos gravan ordinariamente el consumo. A cada uno se le asignan las cargas fiscales con arreglo a la magnitud de sus gastos”. [II, 190-191]
En cuanto a la sucesión lógica de los impuestos, del balance comercial y del crédito —en la mente del señor Proudhon—, señalaremos únicamente que la burguesía inglesa, que estableció bajo Guillermo de Orange su régimen político, creó inmediatamente un nuevo sistema tributario, el crédito público y el sistema de aranceles protectores, en cuanto tuvo la posibilidad de desarrollar libremente sus condiciones de existencia.
Estas breves observaciones bastarán para dar al lector una justa idea de las elucubraciones del señor Proudhon sobre la policía o los impuestos, el balance comercial, el crédito, el comunismo y la población. Apostamos a que aun la crítica más indulgente será incapaz de abordar seriamente los capítulos dedicados a estas cuestiones.
En cada época histórica la propiedad se ha desarrollado de modo distinto y bajo una serie de relaciones sociales totalmente diferentes. Por tanto, definir la propiedad burguesa no es otra cosa que exponer todas las relaciones sociales de la producción burguesa.
Querer concebir la propiedad como una relación independiente, una categoría aparte y una idea abstracta y eterna, no es más que una ilusión metafísica o jurídica.
Aunque el señor Proudhon hace como que habla de la propiedad en general, no trata más que de la propiedad del suelo, de la renta de la tierra.
“EL origen de la renta, como el de la propiedad, es, por decirlo así, extraeconómico: descansa en consideraciones sicológicas y morales, sólo remotamente relacionadas con la producción de la riqueza”. (T. II, pág. 265).
Por tanto, el señor Proudhon reconoce su incapacidad de comprender el origen económico de la renta y de la propiedad. Confiesa que esta incapacidad le obliga a recurrir a consideraciones sicológicas y morales, que, estando en efecto remotamente relacionadas con la producción de la riqueza, guardan, en cambio, una conexión muy estrecha con la exigüidad de sus horizontes históricos. El señor Proudhon afirma que el origen de la propiedad tiene algo de místico y de misterioso. Ahora bien, ver misterio en el origen de la propiedad, es decir, transformar en Misterio la relación entre la producción misma y la distribución de los instrumentos de producción, ¿no equivale acaso, hablando con el lenguaje del señor Proudhon, a renunciar a toda pretensión en ciencia económica?
El señor Proudhon
“se limita a recordar que en la séptima época de la evolución económica —el crédito—, cuando la realidad fue desvanecida por la ficción y la actividad humana se vio amenazada por el peligro de perderse en el vacío, se hizo necesario vincular al hombre con lazos más fuertes a la naturaleza: la renta fue el precio de este nuevo contrato”. (T. II, pág. 269.)
El hombre de los cuarenta escudos presintió la aparición de un Proudhon. “Sea hecha vuestra voluntad, señor Creador: cada uno es dueño en su mundo, pero jamás me haréis creer que el mundo en que habitamos sea de cristal”. En vuestro mundo, donde el crédito era un medio para perderse en el vacío, es muy posible que la propiedad fuese necesaria para vincular al hombre a la naturaleza. Pero en el mundo de la producción real, en el que la propiedad del suelo precedió siempre al crédito, no podía existir el horror vacui[7] del señor Proudhon.
Una vez admitida la existencia de la renta, cualquiera que sea su origen, ésta se debate contradictoriamente entre el arrendatario y el propietario del suelo. ¿Cuál es el resultado final del debate? En otros términos, ¿cuál es la cuota media de la renta? He aquí lo que dice el señor Proudhon:
“La teoría de Ricardo responde a esta cuestión. En los comienzos de la sociedad, cuando el hombre, nuevo sobre la tierra, no tenía ante sí más que la inmensidad de los bosques, cuando la tierra era mucha y la industria sólo se hallaba en germen, la renta debía equivaler a cero. La tierra, no cultivada aún por el hombre, era un objeto de utilidad; no era un valor de cambio: era común, pero no social. Poco a poco, a consecuencia de la multiplicación de las familias y del progreso de la agricultura, la tierra comenzó a adquirir precio. El trabajo dio al suelo su valor, y de ahí nació la renta. Cuantos más frutos podía proporcionar un campo con la misma cantidad de trabajo, tanto mayor era la evaluación de la tierra; por eso los propietarios tendían siempre a atribuirse la totalidad de los frutos del suelo, descontado el salario del arrendatario, es decir, descontado el coste de producción. Por tanto, la propiedad arrebata en seguida al trabajo todos los frutos que quedan después de los gastos reales de producción. Mientras que el propietario cumple un deber místico y representa con relación al colono la comunidad, el arrendatario no es, en los designios de la Providencia, más que un trabajador responsable, que debe dar cuenta a la sociedad de todo lo que obtiene por encima de su salario legítimo... Por su esencia y su destino la renta es, consiguientemente, un instrumento de justicia distributiva, uno de los mil medios de que se vale el genio económico para llegar a la igualdad. Es un inmenso catastro formado desde puntos de vista opuestos por los propietarios y los arrendatarios, sin solución posible, en aras de un fin superior, y cuyo resultado definitivo debe consistir en igualar la posesión de la tierra entre los explotadores del suelo y los industriales... Era precisa esta fuerza mágica de la propiedad para arrancar al colono el excedente del producto, que él no puede por menos de considerar suyo, creyendo ser su autor exclusivo. La renta, o, mejor dicho, la propiedad del suelo, ha destruido el egoísmo agrícola y creado una solidaridad que no habría podido ser engendrada por fuerza alguna, por ningún reparto de tierras... En el presente, obtenido el efecto moral de la propiedad, queda por hacer la distribución de la renta”. [II, 270-272]
Todo este estruendo verbal se reduce ante todo a lo siguiente: Ricardo dice que la medida de la renta se determina por el remanente que queda después de deducir del precio de los productos agrícolas el coste de su producción, incluyendo las ganancias e intereses usuales del capital. El señor Proudhon procede mejor: hace intervenir al propietario, como un Deus ex machina[8], que arranca al colono todo el remanente que queda después de deducir de su producto el coste de producción. Se sirve de la intervención del propietario para explicar la propiedad y de la intervención del arrendador para explicar la renta. Responde al problema planteando el mismo problema y aumentando una sílaba[9].
Observemos además que, determinando la renta por la diferencia de fecundidad de la tierra, el señor Proudhon le asigna un nuevo origen, puesto que la tierra, antes de ser evaluada por los diferentes grados de fertilidad, “no era”, según él, “un valor de cambio: era común”. ¿A dónde ha ido a parar, pues, la ficción proudhoniana de la renta, engendrada por la necesidad de reintegrar a la tierra al hombre que iba a perderse en lo infinito del vacío?
Libremos ahora a la doctrina de Ricardo de las frases providenciales, alegóricas y místicas en las que el señor Proudhon la ha envuelto con tanto celo.
La renta, en el sentido de Ricardo, es la propiedad del suelo en su modalidad burguesa: es decir, la propiedad feudal sometida a las condiciones de la producción burguesa.
Hemos visto que, según la doctrina de Ricardo, el precio de todos los objetos es determinado en última instancia por el coste de producción, incluido el beneficio industrial; en otros términos, por el tiempo de trabajo empleado. En la industria, el precio del producto obtenido por el mínimo de trabajo determina el precio de todas las demás mercancías de la misma especie, ya que los instrumentos de producción menos costosos y más productivos se pueden multiplicar hasta el infinito, y la libre concurrencia crea necesariamente un precio de mercado, es decir, un precio común para todos los productos de la misma especie.
En la agricultura, por el contrario, es el precio del producto obtenido mediante el empleo de la mayor cantidad de trabajo el que determina el precio de todos los productos de la misma especie. En primer lugar, en la agricultura no se puede multiplicar a voluntad, como en la industria, los instrumentos de producción del mismo grado de productividad, es decir, los terrenos de idéntica fecundidad. Además, a medida que la población aumenta, se ponen en explotación tierras de calidad inferior o se procede a nuevas inversiones de capital en los mismos terrenos, proporcionalmente amenos productivas que las primeras inversiones. En uno y otro caso se hace uso de una mayor cantidad de trabajo para obtener un producto proporcionalmente menor. Como las necesidades de la población han hecho preciso este aumento de trabajo, el producto de un terreno de explotación más costosa encuentra indefectiblemente mercado, lo mismo que el producto de un terreno de explotación más barata. Y como la competencia nivela los precios de mercado, los productos del mejor terreno serán vendidos tan caros como los del terreno de calidad inferior. Este remanente que queda después de deducir del precio de los productos del mejor terreno el coste de su producción es el que constituye la renta. Si se pudiese disponer siempre de terrenos del mismo grado de fertilidad; si en la agricultura se pudiese, como en la industria, recurrir constantemente a máquinas menos costosas y de mayor rendimiento, o si las consecutivas inversiones de capital en la tierra produjesen tanto como las primeras, entonces el precio de los productos agrícolas sería determinado por el precio de las mercancías producidas por los mejores instrumentos de producción, como lo hemos visto en lo que atañe a los precios de los artículos industriales. Pero entonces desaparecería la renta.
Para que la doctrina de Ricardo sea en general exacta[10], es preciso que los capitales puedan ser invertidos libremente en las diferentes ramas de la producción; que una competencia fuertemente desarrollada entre los capitalistas reduzca las ganancias a un mismo nivel; que el arrendatario no sea otra cosa que un capitalista industrial que demande para su capital invertido en terrenos de calidad inferior[11] unas ganancias iguales a las que obtendría de su capital en cualquier rama de la industria; que la explotación de la tierra sea sometida al régimen de la gran producción, y que, por último, el propietario de tierras aspire a obtener exclusivamente ingresos monetarios.
Se puede dar el caso, como en Irlanda, de que no exista aún la renta de la tierra, aunque el arrendamiento se haya desarrollado en extremo. Como la renta es un remanente no sólo del salario, sino también del beneficio industrial, no puede existir donde, como en Irlanda, los ingresos del propietario no son más que un simple descuento del salario.
Así, pues, la renta, lejos de convertir al usufructuario de la tierra, al arrendatario, en un simple trabajador y de “arrancar al colono el excedente del producto, que él no puede por menos de considerar suyo”, pone ante el propietario del suelo —en lugar del esclavo, del siervo, del campesino censatario y del asalariado— al capitalista industrial. Una vez que la propiedad del suelo se constituye en manantial de renta, el propietario recibe sólo el remanente que queda después de deducir el coste de producción, determinado no sólo por el salario, sino también por el beneficio industrial. Es, pues, al propietario del suelo a quien la renta arranca una parte de sus ingresos[12]. Pasó mucho tiempo antes de que el arrendatario feudal fuese reemplazado por el capitalista industrial. En Alemania, por ejemplo, esta transformación no comenzó sino en el último tercio del siglo XVIII. Sólo en Inglaterra han alcanzado pleno desarrollo estas relaciones entre el capitalista industrial y el propietario del suelo.
Mientras existía tan sólo el colono del señor Proudhon, no había renta. Pero desde que existe la renta, el colono no es ya el arrendatario, sino el obrero, el colono del arrendatario. El menoscabo del trabajador, reducido al papel de simple obrero, jornalero, asalariado, que trabaja para el capitalista industrial; la aparición del capitalista industrial, que explota la tierra como una fábrica cualquiera, la transformación del propietario del suelo de pequeño soberano en usurero vulgar: he aquí las diferentes relaciones expresadas por la renta.
La renta, en el sentido de Ricardo, es la agricultura patriarcal transformada en empresa comercial, el capital industrial aplicado a la tierra, la burguesía de las ciudades trasplantada al campo. La renta, en lugar de atar al hombre a la naturaleza, no ha hecho más que atar la explotación de la tierra a la competencia. Una vez constituida en manantial de renta, la propiedad misma del suelo es ya el resultado de la competencia, puesto que desde entonces depende del valor mercantil de los productos agrícolas. Como renta, la propiedad del suelo pierde su inmovilidad y pasa a ser objeto de comercio. La renta no es posible sino desde que el desarrollo de la industria de las ciudades y la organización social que resulta de este desarrollo obligan al propietario del suelo a aspirar exclusivamente a la ganancia comercial, a obtener ingresos monetarios de la venta de sus productos agrícolas, a no ver en su propiedad territorial más que una máquina de acuñar moneda. La renta ha apartado hasta tal punto al propietario territorial del suelo, de la naturaleza, que ni siquiera tiene necesidad de conocer sus fincas, como podemos verlo en Inglaterra. En cuanto al arrendatario, al capitalista industrial y al obrero agrícola, no están más vinculados a la tierra que explotan que el empresario y el obrero de una manufactura al algodón o a la lana que elaboran; se ven vinculados únicamente por el precio de su hacienda, por el ingreso monetario. De ahí las jeremiadas de los partidos reaccionarios, que ansían la vuelta al feudalismo, a la buena vida patriarcal, a las costumbres sencillas y a las grandes virtudes de nuestros abuelos. El sometimiento del suelo a las mismas leyes que regulan todas las otras industrias es y será siempre objeto de lamentos interesados. Se puede decir, pues, que la renta representó la fuerza motriz que lanzó el idilio al movimiento de la historia.
Ricardo, después de haber supuesto la producción burguesa como condición necesaria de la existencia de la renta, aplica, sin embargo, su concepto de la renta a la propiedad territorial de todas las épocas y de todos los países. Esta es la obcecación de todos los economistas, que presentan las relaciones de la producción burguesa como categorías eternas.
Del fin providencial que atribuye a la renta —transformación del colono en trabajador responsable—, el señor Proudhon pasa la distribución igualitaria de la renta.
Acabamos de ver que la renta se forma como resultado del precio igual de los productos de terrenos de desigual fertilidad, de manera que un hectolitro de trigo que ha costado 10 francos es vendido a 20 francos si el coste de producción se eleva, para un terreno de calidad inferior, a 20 francos.
Mientras la necesidad obliga a comprar todos los productos agrícolas llevados al mercado, el precio de mercado se determina por los gastos de producción más costosos.
Esta nivelación de precios, resultante de la competencia y no de la ¡diferente fertilidad de los terrenos, es la que proporciona al propietario del mejor terreno una renta de 10 francos por cada hectolitro de trigo que vende su arrendatario.
Supongamos por un instante que el precio del trigo sea determinado por el tiempo de trabajo necesario para producirlo; entonces el hectolitro de trigo obtenido en el mejor terreno se venderá a 10 francos, en tanto que el hectolitro de trigo obtenido en el terreno de calidad inferior costará 20 francos. Admitido esto, el precio medio de mercado será de 15 francos, mientras que, según la ley de la competencia, es de 20 francos. Si el precio medio fuese de 15 francos, no podría haber distribución alguna, ni igualitaria ni de ninguna otra especie, porque no habría renta. La renta no existe sino porque el hectolitro de trigo que cuesta al productor 10 francos se vende a 20 francos. El señor Proudhon supone la igualdad de precios de mercado siendo desigual el coste de producción, para llegar a la repartición igualitaria del producto de la desigualdad.
Comprendemos que economistas tales como Mill, Cherbuliez, Hilditch y otros hayan demandado que el Estado se apropie la renta a fin de sustituir con ella los impuestos. Era la expresión franca del odio que el capitalista industrial siente hacia el propietario del suelo, el cual es a sus ojos inútil y superfluo en el conjunto de la producción burguesa.
Pero hacer pagar primero el hectolitro de trigo a 20 francos para luego verificar una distribución general de los 10 francos que se han sacado de más a los consumidores, es más que suficiente para que el genio social prosiga melancólicamente su camino en zigzag y dé con la cabeza en la primera esquina.
La renta se convierte, bajo la pluma del señor Proudhon,
“en un inmenso catastro formado desde puntos de vista opuestos por los propietarios y los arrendatarios... en aras de un fin superior, y cuyo resultado definitivo debe consistir en igualar la posesión de la tierra entre los explotadores del suelo y los industriales” [II, 271]
Sólo en las condiciones de la sociedad actual puede tener valor práctico un catastro formado por la renta.
Ahora bien, hemos demostrado que el canon pagado por el arrendatario al propietario de la tierra expresa con mayor o menor exactitud la renta únicamente en los países más avanzados en el sentido industrial y comercial. Y aun entonces en el precio del arriendo se incluye frecuentemente el interés abonado al propietario por el capital invertido en la tierra. El emplazamiento de los terrenos, la proximidad de las ciudades y otras muchas circunstancias influyen sobre el precio en que se arrienda una heredad y modifican la renta. Estas razones incontrovertibles bastarían para demostrar la inexactitud de un catastro basado sobre la renta.
Por otra parte, la renta no puede servir de índice constante del grado de fertilidad de un terreno, pues la aplicación moderna de la química cambia constantemente la naturaleza del terreno, y los conocimientos geológicos comienzan precisamente en nuestros días a trastocar toda la vieja valoración de la fertilidad relativa: hace sólo unos veinte años que se comenzó a roturar vastos terrenos en los condados orientales de Inglaterra, terrenos que hasta entonces habían permanecido incultos porque no se conocían bien las relaciones entre el humus y la composición de la capa inferior.
Así, pues, la historia, lejos de dar en la renta un catastro formado, no hace sino cambiar y trastocar totalmente los catastros ya formados.
Por último, la fertilidad no es una cualidad tan natural como podría creerse: está íntimamente vinculada a las relaciones sociales modernas. Una tierra puede ser muy fértil dedicada al cultivo del trigo y, sin embargo, los precios del mercado pueden impulsar al agricultor a transformarla en pradera artificial y a hacerla, por tanto, infecunda.
El señor Proudhon ha inventado su catastro, que no tiene ni siquiera (el valor del catastro ordinario, únicamente para encarnar en él el fin providencialmente igualitario de la renta.
“La renta —continúa el señor Proudhon— es el interés pagado por un capital que jamás desaparece, a saber, por la tierra. Y como este capital no puede experimentar aumento alguno en cuanto a la materia, y sí sólo un mejoramiento indefinido en cuanto al uso, de aquí se deduce que, mientras el interés o el beneficio del préstamo (mutuum) tiende a disminuir sin cesar por efecto de la abundancia de capitales, la renta tiende a aumentar constantemente gracias al perfeccionamiento de la industria, el cual lleva a mejorar el laboreo de la tierra... Tal es, en esencia, la renta”. (T. II, pág. 265:)
Esta vez, el señor Proudhon ve en la renta todos los síntomas del interés, con la sola diferencia de que la renta proviene de un capital de naturaleza específica. Este capital es la tierra, capital eterno, “que no puede experimentar aumento alguno en cuanto a la materia, y sí sólo un mejoramiento indefinido en cuanto al uso”. En la marcha progresiva de la civilización, el interés tiene una tendencia continua a la baja, mientras que la renta tiende continuamente al alza. El interés baja a causa de la abundancia de capitales; la renta sube a causa de los perfeccionamientos introducidos en la industria, consecuencia de los cuales son los métodos cada vez mejores de laboreo del suelo.
Tal es, en esencia, la opinión del señor Proudhon.
Examinemos, ante todo, hasta qué punto es justo decir que la renta constituye el interés de un capital.
Para el propietario del suelo, la renta representa el interés del capital que le ha costado la tierra o que podría obtener si la vendiese. Pero, comprando o vendiendo la tierra, no compra o vende más que la renta. El precio que paga para adquirir la renta se regula según el tipo del interés en general y no tiene nada de común con la naturaleza misma de la renta. El interés de los capitales invertidos en la tierra es, en general, inferior al interés de los capitales colocados en la industria o el comercio. Por tanto, si no se hace una distinción entre la renta misma y el interés que la tierra reporta al propietario, resultará que el interés de la tierra capital disminuye aún más que el interés de los otros capitales. Pero de lo que se trata no es del precio de compra o de venta de la renta, del valor mercantil de la renta, de la renta capitalizada, sino de la renta misma.
El precio del arriendo puede implicar, además de la renta propiamente dicha, el interés del capital incorporado a la tierra. En tal caso, el propietario recibe esta parte del arrendamiento no como propietario, sino como capitalista; pero ésta no es la renta propiamente dicha, de la que vamos a hablar.
La tierra, mientras no es explotada como medio de producción, no representa un capital. La cantidad de tierra capital puede aumentar como los demás instrumentos de producción. No se añade nada a la materia, hablando con el lenguaje del señor Proudhon, pero se multiplica la cantidad de tierras que sirven de instrumento de producción. Con sólo invertir nuevos capitales en tierras ya transformadas en medios de producción, se aumenta la tierra capital sin añadir nada a la tierra materia, es decir, a la superficie de tierra. Por tierra materia el señor Proudhon entiende la tierra con sus límites propios. En cuanto a la eternidad que atribuye a la tierra, no tenemos nada en contra de que se le asigne esta virtud como materia. La tierra capital no es más eterna que cualquier otro capital.
El oro y la plata, que reportan interés, son tan duraderos y eternos como la tierra. Si el precio del oro y de la plata baja, en tanto que el de la tierra sube, esto no se debe de ningún modo a que la tierra sea de naturaleza más o menos eterna.
La tierra capital es un capital fijo, pero el capital fijo se desgasta lo mismo que los capitales circulantes. Las mejoras aportadas a la tierra necesitan ser reproducidas y que se realicen gastos para mantenerlas en buen estado; sólo duran cierto tiempo, y esto es lo que tienen de común con todas las demás mejoras hechas para transformar la materia en medio de producción. Si la tierra capital fuese eterna, ciertos terrenos presentarían un aspecto muy distinto al que ofrecen en nuestros días y veríamos la Campaña de Roma, Sicilia y Palestina en todo el esplendor de su antigua prosperidad.
Hay incluso casos en que la tierra capital podría desaparecer aun manteniéndose las mejoras hechas en ella.
En primer lugar, esto ocurre cada vez que la renta propiamente dicha desaparece por la competencia de nuevos terrenos más fértiles; en segundo lugar, las mejoras que podían tener valor en cierta época, lo pierden en el momento en que pasan a ser universales por el desarrollo de la agronomía.
El representante de la tierra capital no es el propietario del suelo, sino el arrendatario. Los ingresos provenientes de la tierra como capital son el interés y el beneficio industrial, y no la renta. Hay tierras que reportan este interés y este beneficio y que no reportan renta.
En resumen, la tierra, en tanto en cuanto proporciona interés, es tierra capital, y, como tierra capital, no da renta, no constituye la propiedad del suelo. La renta es un resultado de las relaciones sociales en las que se lleva a cabo la explotación de la tierra. No puede ser resultado de la naturaleza más o menos sólida, más o menos duradera de la tierra. La renta debe su origen a la sociedad y no al suelo.
Según el señor Proudhon, “la mejora del laboreo de la tierra” —consecuencia “del perfeccionamiento de la industria”— es causa del alza continua de la renta. Lo contrario es lo cierto: esta mejora la hace descender periódicamente.
¿En qué consiste, en general, toda mejora, ya sea en la agricultura o en la industria? En producir más con el mismo trabajo, en producir tanto e incluso más con menos trabajo. Gracias a estas mejoras, el arrendatario no tiene necesidad de emplear una mayor cantidad de trabajo para obtener un producto proporcionalmente menor. Entonces no necesita recurrir al laboreo de tierras de calidad inferior, y las sucesivas inversiones de capital en un mismo terreno siguen siendo igualmente productivas. Por tanto, estas mejoras, lejos de elevar continuamente la renta, como dice el señor Proudhon, son, por el contrario, otros tantos obstáculos temporales que se oponen a su alza.
Los propietarios ingleses del siglo XVII comprendían tan bien esta verdad, que se opusieron a los progresos de la agricultura por temor a ver disminuir sus ingresos. (Véase Petty, economista inglés de los tiempos de Carlos II).
“Todo movimiento de alza de los salarios no puede tener otro efecto que un alza del trigo, del vino, etc., es decir, un aumento de la carestía. Porque ¿qué es el salario? Es el precio de coste del trigo, etc.; es el precio íntegro de todas las cosas. Vamos más lejos aún: el salario es la proporcionalidad de los elementos que componen la riqueza y que son consumidos cada día por la masa de los trabajadores con el fin de llevar a cabo la reproducción. Ahora bien, duplicar los salarios... equivaldría a entregar a cada uno de los productores una parte mayor que su producto, lo cual representa una contradicción; y si el alza no afectase más que a un pequeño número de ramas de producción, equivaldría a provocar una perturbación general en los cambios, en una palabra, un aumento de la carestía... Yo afirmo que las huelgas seguidas de un aumento de los salarios no pueden por menos de suscitar una elevación general de precios: esto es tan cierto como dos y dos son cuatro”. (Proudhon, t. 1, págs. 110 y 111.)
Negamos todas estas aserciones, excepto la de que dos y dos son cuatro.
En primer lugar, no puede haber elevación general de precios. Si el precio de todas las cosas se duplica al mismo tiempo que el salario, no habrá cambio alguno en los precios; lo único que cambia son los términos.
En segundo lugar, un alza general de salarios no puede jamás producir un encarecimiento más o menos general de las mercancías. En efecto, si todas las ramas de la producción empleasen el mismo número de obreros en relación con el capital fijo o con los instrumentos de trabajo de que se sirven, un alza general de salarios produciría un descenso general de las ganancias y el precio corriente de las mercancías no sufriría alteración alguna.
Pero como la relación entre el trabajo manual y el capital fijo no es la misma en las diferentes ramas de producción, todas las ramas que emplean una masa relativamente mayor de capital fijo y menos obreros se verán forzadas tarde o temprano a bajar el precio de sus mercancías. En caso contrario, si el precio de sus mercancías no bajase, sus beneficios se elevarían por encima de la cuota común de ganancia. Las máquinas no reciben salario. Por tanto, el alza general de salarios afectaría en menor medida a las ramas que, en comparación con las demás, emplean más máquinas y menos obreros. Pero la elevación de tales o cuales ganancias por encima de la cuota ordinaria sería sólo pasajera, ya que la competencia tiende siempre a nivelar los beneficios. Así, pues, aparte de algunas oscilaciones, un alza general de los salarios traería consigo, no una elevación general de los precios, como dice el señor Proudhon, sino un descenso parcial, es decir, una disminución del precio corriente de las mercancías que se fabrican principalmente con la ayuda de máquinas.
El alza y la baja de la ganancia y de los salarios no expresan sino la proporción en que los capitalistas y los trabajadores participan en el producto de una jornada de trabajo, sin influir en la mayoría de los casos en el precio del producto. Pero ideas como la de que “las huelgas seguidas de un aumento de salarios suscitan una elevación general de los precios, un aumento de la carestía”, no pueden nacer más que en el cerebro de un poeta incomprendido.
En Inglaterra las huelgas han servido constantemente de motivo para inventar y aplicar nuevas máquinas. Las máquinas eran, por decirlo así, el arma que empleaban los capitalistas para sofocar la rebeldía de los obreros calificados. La invención más grande de la industria moderna —el self-acting mule— puso fuera de combate a los hilanderos sublevados. Aun cuando las coaliciones y las huelgas tuviesen como único resultado que el pensamiento innovador en el terreno de la mecánica dirigiera contra ella sus esfuerzos, aun en ese caso las coaliciones y las huelgas ejercerían una influencia inmensa sobre el desarrollo de la industria.
“En un artículo publicado por el señor León Faucher... en septiembre de 1845 —continúa el señor Proudhon— leo que desde hace algún tiempo los obreros ingleses han perdido el hábito de las coaliciones, lo que constituye ciertamente un progreso del que no se puede por menos de felicitarles; pero que esta mejora de la moral de los obreros es sobre todo una consecuencia de su instrucción económica. “Los salarios no dependen de los fabricantes —exclamó en un mitin de Bolton un obrero hilandero—. En los períodos de depresión los patronos no son, por decirlo así, más que el látigo en manos de la necesidad y, quiéranlo o no, deben asestar golpes. El principio regulador es la relación entre la oferta y la demanda, y los patronos carecen de poder a este respecto”... Enhorabuena —dice el señor Proudhon—, he aquí unos obreros bien amaestrados, unos obreros modelo, etc., etc., etc. Sólo le faltaba a Inglaterra esta desdicha; pero no pasará el estrecho”. (Proudhon, t. I, págs. 261 y 262.)
De todas las ciudades inglesas, en Bolton es donde más desarrollado está el radicalismo. Los obreros de Bolton son conocidos como los revolucionarios más extremados. Durante la gran agitación que tuvo lugar en Inglaterra en pro de la abolición de las leyes cerealistas, los fabricantes ingleses no creyeron poder hacer frente a los, propietarios de tierras sino poniendo por delante a los obreros. Pero como los intereses de los obreros no eran menos opuestos a los de los fabricantes que los intereses de los fabricantes a los de los propietarios de tierras, era natural que los fabricantes saliesen malparados en los mítines obreros. ¿Qué hicieron los fabricantes? Para cubrir las apariencias organizaron mítines en los que tomaban parte principalmente contramaestres, un pequeño número de obreros que les eran afectos y amigos del comercio propiamente dichos. Luego, cuando los verdaderos obreros intentaron, como ocurrió en Bolton y Mánchester, participar en los mítines para protestar contra estos actos públicos artificiales, se les prohibió la entrada so pretexto de que eran ticket-meeting. Este nombre se da a los mítines en los que sólo se admite a quienes van provistos de billete de entrada. Pero en los carteles fijados en las paredes se había anunciado que los mítines eran públicos. Cada vez que se celebraban estos mítines, los periódicos de los fabricantes publicaban reseñas pomposas y detalladas de los discursos pronunciados en ellos. Ni que decir tiene que eran los contramaestres quienes pronunciaban esos discursos. Los periódicos londinenses los reproducían al pie de la letra. El señor Proudhon ha tenido la desgracia de tomar a los contramaestres como obreros ordinarios y les ha prohibido terminantemente pasar el estrecho.
Si en 1844 y en 1845 se oyó hablar menos de huelgas que en años anteriores, se debió a que 1844 y 1845 fueron los dos primeros años de prosperidad que conoció la industria inglesa después de 1837. Sin embargo, ninguna de las tradeuniones fue disuelta.
Oigamos ahora a los contramaestres de Bolton. Según ellos, los fabricantes no ejercen poder sobre el salario, porque no depende de ellos el precio del producto; y no depende de ellos el precio del producto porque no ejercen poder sobre el mercado mundial. Por esta razón daban a entender que no era preciso organizar coaliciones para arrancar a los patronos aumentos de salarios. El señor Proudhon, por el contrario, prohíbe las coaliciones por temor a que susciten un alza de salarios y una elevación general de la carestía. No hace falta decir que sobre un punto existe un entendimiento cordial entre los contramaestres y el señor Proudhon: en que un alza de salarios equivale a un alza en los precios de los productos.
Pero ¿es en realidad el temor de un aumento de la carestía lo que suscita la inquina del señor Proudhon? No. Se enoja con los contramaestres de Bolton simplemente porque éstos determinan el valor por la oferta y la demanda y les tienen sin cuidado el valor constituido, el valor que ha llegado al estado de constitución, la constitución del valor, comprendidas la permutabilidad permanente y todas las otras proporcionalidades de relaciones y relaciones de proporcionalidad, flanqueadas por la Providencia.
“La huelga de los obreros es ilegal, y esto lo dice no solamente el Código penal, sino el sistema económico, la necesidad del orden establecido... Que cada obrero individualmente tenga libertad de disponer de su persona y de sus brazos, se puede tolerar; pero que los obreros recurran mediante las coaliciones a la violencia contra el monopolio, es cosa que la sociedad no puede permitir”. (T. I, págs. 334 y 335.)
El señor Proudhon pretende hacer pasar un artículo del Código penal por un resultado necesario y general de las relaciones de producción burguesas.
En Inglaterra las coaliciones son autorizadas por un acto del Parlamento, y es el sistema económico el que ha obligado al Parlamento a dar esta sanción legal. En 1825, cuando, siendo ministro Huskisson, el Parlamento modificó la legislación para ponerla más a tono con un estado de cosas resultante de la libre concurrencia, tuvo que abolir necesariamente todas las leyes que prohibían las coaliciones de los obreros. Cuanto más se desarrollan la industria moderna y la competencia, más son los elementos que suscitan la aparición de las coaliciones y favorecen su actividad, y cuando las coaliciones pasan a ser un hecho económico, más firme cada día, no pueden tardar en convertirse en un hecho legal.
Así, pues, el artículo del Código penal demuestra todo lo más que la industria moderna y la competencia no estaban aún suficientemente desarrolladas en tiempos de la Asamblea Constituyente y bajo el Imperio.
Los economistas y los socialistas[13] están de acuerdo en un solo punto: en condenar las coaliciones. Sólo que motivan de diferente modo su condena.
Los economistas dicen a los obreros: No os unáis en coaliciones. Uniéndoos, entorpecéis la marcha regular de la industria, impedís que los fabricantes cumplan los pedidos, perturbáis el comercio y precipitáis la introducción de las máquinas, que, haciendo inútil en parte vuestro trabajo, os obligan a aceptar un salario todavía más bajo.
Por lo demás, vuestros esfuerzos son estériles. Vuestro salario será determinado siempre por la relación entre la demanda de mano de obra y su oferta; alzarse contra las leyes eternas de la economía política es tan ridículo como peligroso.
Los socialistas dicen a los obreros: No os unáis en coaliciones, porque, en fin de cuentas, ¿qué saldríais ganando? ¿Un aumento de salarios? Los economistas os demostrarán hasta la evidencia que los pocos céntimos que podríais ganar por unos momentos en caso de éxito, serían seguidos de un descenso del salario para siempre. Expertos calculadores os demostrarán que serían precisos muchos años para que el aumento de los salarios pudiese compensar aunque sólo fuera los gastos necesarios para organizar y mantener las coaliciones. Y nosotros, como socialistas, os diremos que, independientemente de esta cuestión de dinero, con las coaliciones no dejaréis de ser obreros, y los patronos serán siempre patronos, como lo eran antes. Por tanto, nada de coaliciones, nada de política, pues organizar coaliciones ¿no significa acaso hacer política?
Los economistas quieren que los obreros permanezcan en la sociedad tal como está constituida y tal como ellos la describen y la refrendan en sus manuales.
Los socialistas quieren que los obreros dejen en paz a la vieja sociedad para poder entrar mejor en la sociedad nueva que ellos les tienen preparada con tanta previsión.
Pese a unos y a otros, pese a los manuales y a las utopías, las coaliciones no han cesado un instante de progresar y crecer con el desarrollo y el incremento de la industria moderna. En la actualidad se puede decir que el grado a que han llegado las coaliciones en un país indica exactamente el lugar que ocupa en la jerarquía del mercado mundial. En Inglaterra, donde la industria ha alcanzado el más alto grado de desarrollo, existen las coaliciones más vastas y mejor organizadas,
En Inglaterra los obreros no se han limitado a coaliciones parciales, sin otro fin que una huelga pasajera y que desaparecen al cesar esta. Se han formado coaliciones permanentes, tradeuniones que sirven a los obreros de baluarte en sus luchas contra los patronos. Actualmente todas estas tradeuniones locales están agrupadas en la National Association of United Trades, cuyo Comité central reside en Londres y que cuenta ya con 80.000 miembros. La organización de estas huelgas, coaliciones y tradeuniones se desenvuelve simultáneamente con las luchas políticas de los obreros, que constituyen hoy un gran partido político, bajo el nombre de cartistas.
Los primeros intentos de los trabajadores para asociarse han adoptado siempre la forma de coaliciones.
La gran industria concentra en un mismo sitio a una masa de personas que no se conocen entre si. La competencia divide sus intereses. Pero la defensa del salario, este interés común a todos ellos frente a su patrono, los une en una idea común de resistencia: la coalición. Por tanto, la coalición persigue siempre una doble finalidad: acabar con la competencia entre los obreros para poder hacer una competencia general a los capitalistas. Si el primer fin de la resistencia se reducía a la defensa del salario, después, a medida que los capitalistas se asocian a su vez movidos par la idea de la represión, las coaliciones, en un principio aisladas, forman grupos, y la defensa por los obreros de sus asociaciones frente al capital, siempre unido, acaba siendo para ellos más necesario que la defensa del salario. Hasta tal punto esto es cierto, que los economistas ingleses no salían de su asombro al ver que los obreros sacrificaban una buena parte del salario en favor de asociaciones que, a juicio de estos economistas, se habían fundado exclusivamente para luchar en pro del salario. En esta lucha —verdadera guerra civil— se van uniendo y desarrollando todos los elementos para la batalla futura. Al llegar a este punto, la coalición toma carácter político.
Las condiciones económicas transformaron primero a la masa de la población del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado a esta masa una situación común, intereses comunes. Así, pues, esta masa es ya una clase con respecto al capital, pero aún no es una clase para si. En la lucha, de la que no hemos señalado más que algunas fases, esta masa se une, se constituye como clase para si. Los intereses que defiende se convierten en intereses de clase. Pero la lucha de clase contra clase es una lucha política.
En la historia de la burguesía debemos diferenciar dos fases: en la primera se constituye como clase bajo el régimen del feudalismo y de la monarquía absoluta; en la segunda, la burguesía constituida ya como clase, derroca el feudalismo y la monarquía, para transformar la vieja sociedad en una sociedad burguesa. La primera de estas fases fue más prolongada y requieren mayores esfuerzos. También la burguesía comenzó su lucha con coaliciones parciales contra los señores feudales.
Se han hecho no pocos estudios para presentar las diferentes fases históricas recorridas por la burguesía, desde la comunidad urbana autónoma hasta su constitución como clase.
Pero cuando se trata de darse cuenta exacta de las huelgas, de las coaliciones y de otras formas en las que los proletarios efectúan ante nuestros ojos su organización como clase, los unos son presa de verdadero espanto y los otros hacen alarde de un desden trascendental.
La existencia de una clase oprimida es la condición vital de toda sociedad fundada en el antagonismo de clases. La emancipación de la clase oprimida implica, pues, necesariamente la creación de una sociedad nueva. Para que la clase oprimida pueda liberarse, es preciso que las fuerzas productivas ya adquiridas y las relaciones sociales vigentes no puedan seguir existiendo unas al lado de otras. De todos los instrumentos de producción, la fuerza productiva más grande es la propia clase revolucionaria. La organización de los elementos revolucionarios como clase supone la existencia de todas las fuerzas productivas que podían engendrarse en el seno de la vieja sociedad.
¿Quiere esto decir que después del derrocamiento de la vieja sociedad sobrevendrá una nueva dominación de clase, traducida en un nuevo poder político? No.
La condición de la emancipación de la clase obrera es la abolición de todas las clases, del mismo modo que la condición de la emancipación del tercer estado, del orden burgués, fue la abolición de todos los estados[14] y de todos los órdenes.
En el transcurso de su desarrollo, la clase obrera sustituirá la antigua sociedad civil por una asociación que excluya a las clases y su antagonismo; y no existirá ya un poder político propiamente dicho, pues el poder político es precisamente la expresión oficial del antagonismo de clase dentro de la sociedad civil.
Mientras tanto, el antagonismo entre el proletariado y la burguesía es la lucha de una clase contra otra clase, lucha que, llevada a su más alta expresión, implica una revolución total. Por cierto, puede causar extrañeza que una sociedad basada en la oposición de las clases llegue, como ultimo desenlace, a la contradicción brutal, a un choque cuerpo a cuerpo?
No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político. No hay jamás movimiento político que, al mismo tiempo, no sea social.
Sólo en un orden de cosas en el que ya no existan clases y antagonismo de clases, las evoluciones sociales dejaran de ser revoluciones políticas. Hasta que ese momento llegue, en vísperas de toda reorganización general de la sociedad, la última palabra de la ciencia social será siempre:
“Luchar o morir; la lucha sangrienta o la nada. Es el dilema inexorable”.
Jorge Sand
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[1] Para 1847 esto era completamente justo. A la sazón, el comercio de los Estados Unidos con el resto del mundo se circunscribía principalmente a la importación de inmigrantes y de artículos de la industria y a la exportación de algodón y tabaco, es decir, de productos del trabajo de los esclavos del Sur. Los Estados septentrionales producían más que nada trigo y carne para los Estados en que subsistía la esclavitud. La abolición de esta sólo fue posible cuando el Norte comenzó a producir trigo y carne para la exportación, a la vez que se convertía en un país industrial, mientras que el monopolio algodonero de Norteamérica tropezaba con una fuerte competencia de la India, Egipto, el Brasil, etc. Y aun entonces, una consecuencia de la supresión de la esclavitud fue la ruina del Sur, que no pudo sustituir la esclavitud abierta de los negros por la esclavitud embozada de los coolies indios y chinos. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885.)
[2] En el ejemplar regalado a N. Utina figura esta acotación: “de la clase trabajadora”. (N. de la Red.)
[3] A cada cual lo suyo. (N. de la Red.)
[4] Lo que había que demostrar. (N. de la Red.)
[5] Contra los fourieristas. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885).
[6] Fuera de la realidad (literalmente, “en los países ocupados por los infieles”: dícese del obispo católico cuyo título es puramente honorífico). (N. de la Red.)
[7] El temor al vacío. (N. de la Red.)
[8] Literalmente: “un dios [bajado] por medio de una máquina” (en el teatro de la antigüedad los actores que representaban a los dioses bajaban al escenario valiéndose de una máquina”; en sentido figurado, esta expresión designa la aparición súbita de un personaje que salva la situación. (N. de la Red.)
[9] La propriété (propiedad) se explica por la intervención del propriétaire (propietario), y la rente (renta) por la intervención del rentier (el que recibe la renta). (N. de la Red.)
[10] En el ejemplar regalado por Marx a N. Utina, el comienzo de esta frase fue modificado así: “Para que la doctrina de Ricardo, de aceptar sus postulados, sea en general exacta, es preciso además”. (N. de la Red.)
[11] En el ejemplar regalado a N. Utina, las palabras “en terrenos de calidad inferior” fueron sustituidas por las palabras: “en la tierra”. (N. de la Red.)
[12] En la edición alemana de 1885, estas dos últimas frases fueron omitidas, y en lugar de ellas, a las palabras que las precedían: “al capitalista industrial”, se agregó lo siguiente: “que explota la tierra por medio de sus obreros asalariados y que sólo paga al propietario del suelo en calidad de renta el remanente que queda después de deducir el coste de producción, incluido en este último el beneficio del capital”. (N. de la Red.)
[13] Es decir, los socialistas de aquel tiempo: los fourieristas en Francia y los owenianos en Inglaterra. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885.)
[14] Se habla aquí de los estados en el sentido histórico, como estamentos del Estado feudal, estamentos con privilegios concretos y rigurosamente delimitados. La revolución burguesa destruyó los estados junto con sus privilegios. La sociedad burguesa no conoce más que las clases. Por eso, quien denomina al proletariado “cuarto estado”, incurre en flagrante contradicción con la historia. (Nota de F. Engels a la edición alemana de 1885.)