Leon Trotsky - STALIN

CAPITULO PRIMERO

FAMILIA Y ESCUELA
 
El difunto Leónidas Krassin, viejo revolucionario, eminente ingeniero, brillante diplomático del Soviet, y sobre todo, criatura inteligente, fue quien primero llamó a Stalin "asiático". Al decir esto no pensaba en atributos raciales problemáticos, sino más bien en esa aleación de entereza, sagacidad, astucia y crueldad que se ha considerado característica de los hombres de Estado de Asia. Bujarin simplificó seguidamente el apelativo, llamando a Stalin "Gengis Kan", sin duda con objeto de llamar la atención sobre su crueldad, que se ha trocado en brutalidad. El mismo Stalin, conversando con un periodista japonés, se denominó "asiático", no sólo en el sentido antiguo del vocablo, sino también en el moderno; con aquella alusión personal se proponía aludir a la existencia de intereses comunes entre la URSS y el Japón frente al Oeste imperialista. Examinando el término "asiático" desde un punto de vista científico, hemos de admitir que en este caso sólo es correcto en parte. Geográficamente, el Cáucaso, especialmente Transcaucasia, es sin duda una continuación de Asia. Los georgianos, sin embargo, a diferencia de los azerbaijanos, pertenecen a la raza llamada mediterráneo-europea. De suerte que Stalin no estaba en lo cierto al calificarse de "asiático". Pero la geografía, la etnografía y la antropología no son todo lo que cuenta; la historia predomina.
Unas cuantas salpicaduras de la sangre humana que ha vertido durante siglos Asia en Europa se han quedado adheridas a los valles y montañas del Cáucaso. Tribus y grupos desconectados parecen haberse congelado allí en el curso de su desarrollo, transformando el Cáucaso en un inmenso museo etnográfico. Durante muchas centurias, el destino de ese pueblo quedó estrechamente soldado al de Persia y Turquía, permaneciendo así retenido en la esfera de la vieja cultura asiática, que ha sabido conservarse estática a pesar de continuos traqueteos de guerras y levantamientos.
El cualquier otro sitio, más frecuentado, aquella pequeña rama georgiana de humanidad (unos 2.5 millones en la actualidad) se hubiera disuelto indudablemente en el crisol de la historia sin dejar rastro. Protegidos por la cordillera caucásica, los georgianos han mantenido en forma relativamente pura su fisonomía étnica y su lengua, que la Filología no ha conseguido clasificar hasta ahora con seguridad. El idioma escrito apareció en Georgia al mismo tiempo que penetró allí el Cristianismo, ya en el siglo IV, seiscientos años antes que la Rusia de Kiev. Los siglos X a XIII se consideran como la época en que florecieron el poder militar, el arte y la literatura georgianos; siguieron luego centurias de estancamiento y decadencia. Las frecuentes y sangrientas expediciones de Gengis Kan y Tamerlán al interior del Cáucaso dejaron huellas en el habla nacional de Georgia. Si vamos a creer al infortunado Bujarin, asimismo las dejaron en el carácter de Stalin.
A principios del siglo XVII, el zar de Georgia reconoció la soberanía de Moscú, buscando la protección contra sus enemigos tradicionales, Turquía y Persia. Consiguió su propósito inmediato de ver más asegurada su vida. El Gobierno zarista tendió las necesarias carreteras estratégicas, reformó ciudades y montó una red rudimentaria de escuelas, con la finalidad primordial de rusificar a aquellos súbditos de otra estirpe. Naturalmente, en dos siglos la burocracia de San Petersburgo no pudo remplazar el viejo barbarismo asiático por una cultura europea de la que tan necesitada estaba aun en su propio país.
A pesar de sus riquezas naturales y su magnífico clima, Georgia siguió siendo una comarca pobre y atrasada. Su estructura social semifeudal se basaba en un bajo nivel de desarrollo económico y se distinguía en consecuencia por los rasgos del patriarcado asiático sin excluir la crueldad asiática. La industria apenas existía. La agricultura y la construcción de casas continuaba virtualmente con las mismas normas de veinte siglos atrás. El vino se extraía pisando la uva, y se almacenaba en grandes vasijas de arcilla. Las ciudades del Cáucaso, que comprendían no más de una sexta parte de la población, siguieron siendo, como todas las ciudades de Asia, burocráticas, militares, comerciales, y, únicamente en pequeña proporción, industriales. Por encima de la masa fundamental campesina destacaba un estrato de burguesía pobre en su mayor parte y poco culta, hasta el punto de distinguirse en algunos casos de los aldeanos más despiertos únicamente por sus pomposos títulos y dengues. No sin motivo se ha llamado a Georgia (con su fugaz esplendor pasado, su presente estancamiento económico, su sol benéfico, sus viñedos, su irresponsabilidad y su abundancia de hidalgos provincianos de bolsillos exhaustos) la España del Cáucaso.
La joven generación de la nobleza llamó a las puertas de las Universidades rusas, y rompiendo con la raída tradición de su casta, que nunca se tomó demasiado en serio en la Rusia central, se unió a diversos grupos radicales de estudiantes rusos. Los campesinos y ciudadanos más prósperos, deseosos de convertir a sus hijos en funcionarios del Gobierno, oficiales del Ejército, abogados o clérigos, siguieron la pauta de las familias nobles. De donde resultó que Georgia obtuvo una cosecha exclusiva de intelectuales, que, diseminados por varias regiones de Rusia, desempeñaron prominente papel en todos los movimientos políticos progresivos y en las tres revoluciones.
El escritor alemán Bodenstedt, que era director de una Escuela Normal de Tiflis en 1844, llegó a la conclusión de que los georgianos eran no sólo desaliñados y gandules, sino menos inteligentes que los demás moradores del Cáucaso; en la escuela no podían competir con los armenios y los tártaros en el estudio de las ciencias, la adquisición de lenguas extranjeras y la capacidad de expresarse. Citando esta opinión, demasiado sumaria, Eliseo Reclus expresaba la sospecha, bien justificada, de que la diferencia pudiera no ser debida a la nacionalidad, sino a causas sociales, al hecho de que los estudiantes georgianos procedían de aldeas retiradas, mientras que los armenios eran hijos de la burguesía urbana. El hecho es que el desenvolvimiento ulterior dio cuenta pronto de aquel atraso educativo. Por 1892, cuando José Djugashvili era alumno de segundo curso de la escuela parroquial, los georgianos, que componían aproximadamente un octavo de la población del Cáucaso, contribuían virtualmente con un quinto del total de estudiantes (los rusos con más de la mitad, los armenios con un 14 por 100 y los tártaros con menos de 3 por 100...). Sin embargo, parece ser que las peculiaridades del lenguaje georgiano, uno de los instrumentos de cultura más antiguos, son un obstáculo serio para el aprendizaje de otras lenguas, pues deja un sello indeleble en la pronunciación. Esto no quiere decir que los georgianos estén desprovistos de elocuencia. Como las demás naciones del Imperio, bajo el zarismo estaban condenados al silencio. Pero, al "europeizarse" Rusia, los intelectuales de Georgia produjeron numerosos oradores (si no de primer orden, al menos notables) de la variedad judicial y más tarde de la parlamentaria. El más elocuente de los adalides de la Revolución de febrero fue, tal vez, el georgiano Heraclio Tseretelli. Por lo tanto, sería injusto atribuir la falta de aptitudes oratorias en Stalin a su origen nacional. Incluso en su tipo físico apenas representa una muestra acertada de su pueblo, que es tenido por uno de los más agraciados del Cáucaso.
El carácter nacional de los georgianos se suele representar como confiado, impresionable, de genio vivo, pero a la vez falto de energía e iniciativa. Por encima de todo, Reclus hacía notar su buen humor, su sociabilidad y su honradez. El carácter de Stalin tiene poco de estos atributos, que, en realidad, son los que se advierten ante todo al frecuentar el trato de georgianos. Los emigrados de Georgia en París aseguraron a Suvarin, el autor de la biografía de Stalin en francés, que la madre de José Djugashvili no era georgiana, sino osetina, y que hay mezcla de sangre mongola en sus venas. Pero un tal Iremashvili, a quien tendremos ocasión de volver a encontrar más adelante, asegura que la madre de Stalin era georgiana de pura raza, y osetino su padre, "persona ruda y vulgar, como todos los osetinos, que viven en las altas montañas caucásicas". Es difícil, si no imposible, comprobar tales asertos. Sin embargo, no son muy necesarios para nuestro propósito de explicar la talla moral de Stalin. En las comarcas del mar Mediterráneo, en los Balcanes, en Italia, en España, además del tipo llamado meridional, que se caracteriza por una asociación de perezosa indolencia e irascibilidad explosiva, se encuentran naturalezas frías, en las cuales se combina la flema con cierta terquedad y malicia. El primer tipo prevalece; pero el segundo lo incrementa como excepción. Parece como si a cada grupo nacional hubiese tocado una parte legítima de elementos básicos de carácter, y que éstos se hayan distribuido con menos acierto bajo el sol de Mediodía que bajo el de Septentrión. Pero nos aventuramos demasiado en la región infecunda de la metafísica nacional.

La ciudad provinciana de Gori está pintorescamente situada en las márgenes del río Kura, a 75 kilómetros de Tiflis, sobre el ferrocarril transcaucásico. Es una de las ciudades más antiguas de Georgía, y su historia es intensamente dramática. La tradición pretende que fue fundada en el siglo XIII por armenios que buscaban refugio huyendo de los turcos. Luego, la pequeña ciudad estuvo sujeta a diversas incursiones, pues por aquel tiempo los armenios eran ya una clase comercial y urbana a la que se atribuían grandes riquezas y por eso constituían una presa tentadora. Como todas las ciudades asiáticas, Gori creció muy paulatinamente, acogiendo por grados dentro de sus muros a pobladores de aldeas georgianas y tártaras. Por la época en que el zapatero Vissarion Djugashvili acudió allí desde su villorrio natal de Didi-Lilo, la pequeña ciudad tenía una población abigarrada de unas seis mil almas, varias iglesias, muchas tiendas y más fondas para el paisanaje de las comarcas adyacentes, una Escuela Normal con un departamento tártaro, una Escuela secundaria elemental. 
La servidumbre fue abolida en el Gobierno de Tiflis sólo catorce años antes del nacimiento de José, el futuro secretario general del Comité Central del Partido Comunista. Las relaciones sociales y las costumbres aún se resentían en sus defectos. Es dudoso que sus progenitores supiesen leer y escribir. Cierto es que en Transcaucasia se publicaban cinco periódicos en lengua georgiana, pero su circulación total no pasaba de cuatro mil ejemplares. La vida de los campesinos continuaba aún al margen de la historia.
Calles informes, casas muy diversas, huertos, todo ello daba a Gori el aspecto de un poblacho. En rigor, las casas pobres de la ciudad apenas se distinguían de los cobijos campesinos. Los Djugashvili ocupaban una vieja choza de adobe, con ángulos de ladrillo y tejado cubierto de arena, que calaban fácilmente el viento y la lluvia. D. Gogojiva, antiguo condiscípulo de José, describiendo la morada familiar, escribe: "Su cuarto no tenía más de ocho varas cuadradas, y estaba junto a la cocina. Se entraba en él directamente desde el corral, sin subir un solo peldaño. El suelo estaba enladrillado. El ventanuco apenas daba paso a la luz. Los muebles consistían en una mesita, un taburete y una ancha yacija, especie de tarima, cubierta con una chilopya o estera de paja." A esto vino a unirse la vieja y ruidosa máquina de coser de su madre.
No se han publicado hasta ahora documentos auténticos referentes a la familia Djugashvili y a la niñez de José, ni tampoco podrían ser numerosos. El nivel cultural de su medio era tan primitivo, que la vida no era registrada y fluía sin dejar traza alguna. Sólo después de pasar el mismo Stalin de la cincuentena comenzaron a aparecer reminiscencias de la familia de su padre. Solían ser de segunda mano, escritas bien por enemigos furibundos y no siempre escrupulosos, bien por amigos obligados, a iniciativa (mejor sería decir por orden) de comisiones encargadas de la historia del Partido, y, por consiguiente, en su mayoría no son sino ejercicios sobre un tema señalado. Naturalmente, sería fácil buscar la verdad en la diagonal entre las dos deformaciones. Sin embargo, yuxtaponiendo ambas, pesando en una mano las reticencias y en otras las exageraciones, evaluando con sentido crítico el hilo del simple relato a la luz de los episodios futuros, es posible aproximarse a la verdad. Sin tratar de pintar artificialmente cuadros perfectos como me propongo, trataré de ofrecer al lector los elementos de estos materiales de origen en que descansan mis hipótesis y mis conclusiones.
Más profusos de detalles son los recuerdos del antes nombrado (José) Iremashvili, publicados en 1932, en alemán, en Berlín, con el título de Stalin y la tragedia de Georgia. Como su autor es un antiguo menchevique, convertido luego en algo parecido a un nacionalsocialista, su historial político en sí no mueve a gran crédito. No obstante, es imposible dar de lado su trabajo. Muchas de sus páginas son tan terminantes y convincentes que no dejan lugar a duda. Aun incidentes que parecen cuestionables a primera vista, encuentran confirmación directa o indirecta en memorias oficiales publicadas varios años después. No estará de más añadir que algunas de las conjeturas que yo había hecho basándome en silencios intencionados o expresiones equívocas aparecidos en publicaciones soviéticas encontraban confirmación en el libro de Iremashvili, que tuve ocasión de leer justamente a última hora. Sería un error suponer que en concepto de exiliado y enemigo político, Iremashvili tratara de empequeñecer la figura de Stalin o de pintarla con negros colores. Todo lo contrario, pasa revista a las aptitudes de Stalin casi en triunfo y con exageración notoria; reconoce que Stalin es hombre dispuesto siempre a realizar sacrificios de orden personal por sus ideas, reiteradamente pondera  el afecto de Stalin hacia su madre, y pinta su primer matrimonio con trazos conmovedores. Un examen más detenido de estas memorias del antiguo profesor del Instituto de Tiflis produce la impresión de un documento compuesto de varias capas. El cimiento se compone sin duda de los remotos recuerdos de la niñez. Per esa capa fundamental ha sido sometida a la inevitable elaboración retrospectiva por la memoria y la fantasía, bajo la influencia del actual destino de Stalin y de las opiniones políticas del propio autor. A ello debe agregarse la presencia en las memorias de detalles dudosos, aunque en su esencia insignificantes, que deben adscribirse a un defecto bastante frecuente entre cierto pulimento y retoque "artístico". Y hecha esta advertencia, creo lo mejor apoyarme, a partir de aquí, en las memorias de Iremashvili.
Las referencias biográficas más antiguas hablan invariablemente de Stalin como hijo de un campesino de la aldea de Didi-Lilo. Stalin, por primera vez, se refirió a sí mismo como hijo de un trabajador en 1926. Pero esta contradicción es más aparente que real: como muchos trabajadores rusos, Djugashvili padre, continuaba siendo calificado de campesino en su pasaporte. Sin embargo, esto no agota las dificultades. El padre se designa siempre como trabajador de la fábrica de calzado de Alijanov, en Tiflis. Pero la familia vivía en Gori, no en la capital del Cáucaso. ¿Significa esto, acaso, que el padre viviera separado de la familia? Tal supuesto pudiera justificarse si la familia y su sustentador viviesen en diferentes ciudades. Además, Gogojiva, compañero de José en el Seminario, y que vivía en la misma corraliza que él, así como Iremashvili, que le visitaba con frecuencia, coinciden en afirmar rotundamente que Vissarion trabajaba allí cerca, en la calle Sobornava, en una casucha de adobe con el tejado lleno de goteras. En consecuencia, suponemos que el empleo de su padre en Tiflis fue provisional, probablemente de la época en que su familia habitaba aún en el pueblo. Pero en Gori, Vissarion Djugashvili ya no trabajaba en una fábrica de calzado (no había fábricas en la capital de provincia), sino como modesto artesano independiente. La falta deliberada de claridad sobre este punto obedece sin duda al deseo de no debilitar la impresión del origen "proletario" de Stalin.
Como muchas georgianas, Ekaterina Djugashvili fue madre aún muy jovencita. Los primeros tres niños murieron en edad temprana. El 21 de diciembre de 1879, cuando nació su cuarto hijo, apenas tenía veinte años. José contaba siete cuando cayó enfermo de viruela, cuyas marcas conservó por el resto de su vida como testimonio de su procedencia y ambiente plebeyos. A sus señales de viruela, el biógrafo de Stalin en francés, Suvarin, añade caquexia del brazo izquierdo, lo que, añadido a tener soldados dos dedos de un pie, según su información, parece probar la ascendencia alcohólica por el lado paterno. Hablando en general, los zapateros, al menos en Rusia central, tenían tal fama de bebedores que era proverbio muy común el de "borracho como un zapatero". Es difícil decir hasta qué punto son verídicas las especulaciones sobre herencia comunicadas a Suvarin por "varias personas", la mayoría probablemente emigrados mencheviques. Al enumerar los guardias zaristas los "rasgos distintivos" de José Djugashvili, no mencionan un brazo lisiado, pero los dedos adheridos sí están reseñados en 1903 por el coronel Shabelsky. No es imposible que, antes de publicarlos, estos documentos policíacos, como todos los demás, hayan sido objeto de una criba defectuosa por el censor. No debe dejarse de hacer constar, sin embargo, que en años posteriores Stalin solía llevar un guante de abrigo en la mano izquierda, incluso en las sesiones del Politburó. Por entonces se aceptó como causa el reumatismo. Pero, después de todo, estas características físicas secundarias, imaginarias o reales, carecen en sí mismas de interés apreciable. Mucho más importante es tratar de analizar el verdadero carácter de sus padres y la atmósfera de su familia.
Lo primero que llama la atención es el hecho de que los recuerdos oficialmente recopilados apenas mencionan a Vissarion, a quien dejan de lado casi por completo, en tanto que dedican pasajes llenos de simpatía a la dura y afanosa vida de Ekaterina. "La madre de José ganaba muy poco -relata Gogojiva- trabajando como lavandera o cociendo pan en las casas de los vecinos acomodados de Gori. Tenía que pagar rublo y medio por el alquiler mensual de su vivienda: pero no siempre conseguía reservar esa cantidad." Así nos enteramos de que el pago del alquiler corría de cuenta de la madre y no del padre. Dice además: "La pobreza y la vida de fatigas de su madre dejaron huella en el carácter de José...", como si el padre no formara parte de la familia. Sólo más tarde, de pasada, el autor inserta la frase siguiente: "El padre de José, Vissarion, se pasaba el día trabajando, cosiendo y reparando calzado." De todos modos, la ocupación del padre no se menciona a propósito de la vida doméstica de la familia o sus problemas de subsistencia. Esto da motivo para suponer que si se hace mención del padre es sólo por cubrir las apariencias.
Glurdzhidze, otro condiscípulo suyo del Seminario, nada en absoluto dice del padre cuando escribe que la madre de José "se ganaba la vida cortando, cosiendo o lavando ropa interior". Estas reticencias, que no son casuales, merecen tanta más atención cuanto que las costumbres populares no atribuían la misión directora de la familia a la mujer. Por el contrario, de acuerdo con las viejas tradiciones georgianas, persistentes en grado superlativo entre los montañeses conservadores, la mujer estaba relegada a la condición de esclavitud doméstica, y apenas era admitida a la augusta presencia de su señor y dueño, no tenía voz en asuntos de la familia y ni siquiera se atrevía a castigar a su propio hijo. Aun en la iglesia, madres, mujeres y hermanas tenían que colocarse detrás de los padres, maridos y hermanos. El hecho de que los autores de las memorias coloquen a la madre en el lugar que normalmente correspondía al padre, no puede interpretarse más que como deseo de evitar toda descripción de Vissarion Djugashvili. La enciclopedia rusa más antigua, comentando la extrema sobriedad de los georgianos en materia de alimento, dice a título complementario: "Apenas hay otro pueblo en el mundo que beba tanto vino como los georgianos." Verdad es que, después de trasladarse a Gori, difícilmente habría podido Vissarion conservar su propia viña. Pero, en compensación, la ciudad tenía dujans en todos los rincones, y en ellos el vodka competía con el vino y aun le llevaba ventaja.
En este aspecto, las alegaciones de Iremashvili son muy convincentes. Como los demás autores de memorias, pero anticipándoseles en cinco años, se expresa con cálida simpatía al describir a Ekaterina, quien demostró gran cariño hacia su hijo y sentimientos amistosos hacia sus compañeros de juegos y de escuela. Georgiana auténtica, Keke, como generalmente la llamaban, era profundamente religiosa. Su vida de ajetreo fue un servicio ininterrumpido: a Dios, al esposo y al hijo. Se le cansó la vista a fuerza de coser en una vivienda mal iluminada, y comenzó a llevar gafas muy pronto. Pero en aquella época, toda matrona de Georgia, pasados los treinta años, era considerada casi como una vieja. Sus vecinos la trataban con gran afecto, movidos por la vida de continuos afanes que le veían llevar. Según Iremashvili, el cabeza de familia, Bezo (Vissarion) era persona de áspero genio, a la vez que dipsomaníaco empedernido. Se bebía la mayor parte de sus escasas ganancias. Por eso caía sobre la madre, como una doble carga, la responsabilidad de pagar el alquiler de la mísera vivienda y de sostener la familia. Con desesperada congoja, Keke advirtió a Bezo, en ocasión de estar maltratando a su hijo: "Le sacas del corazón el amor de Dios y del prójimo, y se lo llenas de odio a su propio padre." "Palizas horribles, inmerecidas, hicieron al muchacho tan hosco y cruel como era su padre." Amargado, José comenzó a cavilar acerca de los misterios eternos de la vida. No le apenó la prematura muerte de su padre; únicamente se sintió más libre. Iremashvili infiere que siendo aún muy joven, el chico empezó a extender su latente hostilidad y sed de venganza contra su padre a todos aquellos que tenían o podían tener un vestigio de autoridad sobre él. "Desde su juventud, la maquinación de vengativas tramas se convirtió para él en un objetivo que dominaba todos sus esfuerzos." Aun admitiendo que estas palabras se fundan en juicios retrospectivos, conservan todavía la plena fuerza de su significación.
En 1930, ya de setenta y un años, Ekaterina, que entonces vivía en las modestas habitaciones de un criado, en lo que fue antes el palacio de virrey en Tiflis, contestando a las preguntas de unos periodistas, dijo por mediación de un intérprete: "Soso (José) fue siempre un excelente chico... Nunca me dio motivo para castigarle. Estudiaba con ahínco, siempre estaba leyendo o discutiendo, con el afán de entenderlo todo... Soso fue mi único hijo. Naturalmente, le quería muchísimo... Su padre, Vissarion, quería hacer de él un buen zapatero. Pero su padre murió cuando Soso tenía once años... Yo no quería que fuese zapatero. Sólo deseaba una cosa: que se hiciera pope." En verdad, Suvarin recogió una información muy distinta entre los georgianos de París: "Sabían de Soso que era muy duro, insensible, que trataba a su madre sin respeto, y en apoyo de sus reminiscencias citaban "penosos lances"." El biógrafo mismo advierte, sin embargo, que sus informes procedían de los enemigos políticos de Stalin. En aquel grupo, además, circulaban también no pocas leyendas, sólo que en sentido inverso. Iremashvili, por su parte, insiste mucho sobre la fervorosa devoción de Soso hacia su madre. En realidad, el muchacho no podría haber tenido otros sentimientos hacia la bienhechora de la familia y protectora suya contra las violencias de su padre. 
El escritor alemán Emil Ludwing, retratista de corte de nuestra época, encontró en el Kremlin una ocasión más de aplicar su método de hacer preguntas capciosas en que se asocia una moderada perspicacia a la sagacidad política. "¿Le gusta la Naturaleza, signor Mussolini?" "¿Qué opina usted de Schopenhauer, doctor Masaryk?" "¿Cree usted en un futuro mejor, Mr. Roosevelt?" Durante una de estas inquisiciones verbales, Stalin, desasosegado en presencia del famoso extranjero, dibuja asiduamente florecillas y barquitos con un lápiz de color. Al menos así lo refiere Ludwig. Acerca del brazo lisiado de Wilhelm Hohenzollern, este escritor ha construido una biografía psicoanalítica del ex kaiser, que el viejo Freud contempló con irónica perplejidad. Ludwig no se fijó en el brazo impedido de Stalin, y no hay que decir que también los dedos soldados se le pasaron inadvertidos. Sin embargo, trató de deducir la carrera revolucionaria del señor del Kremlin a base de las tundas que durante la niñez le administró su padre. Después de familiarizarse con las memorias de Iremashvili, no es difícil comprender de dónde extrajo Ludwig su idea. "¿Qué le hizo a usted rebelde? ¿Se debió a que sus padres le trataron mal?" Sería más bien imprudente asignar a estas palabras ningún valor documental, y no sólo porque las afirmaciones y negaciones de Stalin, como tendremos frecuente ocasión de ver, tienden a variar con la máxima facilidad. En circunstancias análogas, cualquiera hubiese podido proceder de igual modo. En todo caso, no es posible reprochar a Stalin que haya rehusado quejarse en público de su padre, muerto ya hacía muchos años. Lo que sorprende es semejante falta de tacto en un escritor tan respetuoso.
Las aflicciones familiares no son, empero, el único factor que moldeara la personalidad del muchacho, ruda, voluntariosa y vengativa. Las influencias, mucho más amplias, del miedo social fomentaron tales cualidades. Uno de los biógrafos de Stalin relata cómo, de vez en cuando, el muy ilustre príncipe Amilajviri cabalgaba en brioso corcel hasta la pobre casucha del zapatero para que le reparase las botas, desgarradas en la caza, y cómo el hijo del zapatero, con un gran mechón de pelo sobre la estrecha frente, miraba fijamente al príncipe con ojos de aborrecimiento, apretando sus puños infantiles. Intrínsecamente, esta pintoresca escena pertenece, a juicio nuestro, al dominio de la fantasía. Sin embargo, el contraste entre la pobreza que le rodeaba y la relativa suntuosidad del último de los señores feudales de Georgia no podían menos de causar una punzante y pertinaz impresión en la conciencia del muchacho.

La capa inferior de la pequeña burguesía no conoce más que dos carreras para sus hijos únicos o inteligentes: empleado público o clérigo. La madre de Hitler soñaba con la carrera eclesiástica de su hijo. La misma grata esperanza acariciaba Ekaterina Djugashvili diez años antes, y aun dentro de un medio más humilde. El sueño mismo (ver a su hijo envuelto en ropas talares) muestra casualmente lo poco impregnada que la familia del zapatero Bezo estaba de "espíritu proletario". Se concebía un futuro mejor, no a consecuencia de la lucha de clases, sino como resultado de romper con la propia clase.
El clero ortodoxo, a pesar de su modesta categoría social y su bajo nivel cultural, pertenecía a la jerarquía de los privilegiados por estar libre del servicio militar obligatorio, del impuesto capital y... del látigo. Sólo la abolición de la servidumbre dio acceso a los campesinos a las filas del clero, privilegio condicionado, no obstante, por una limitación gubernativa: para ser promovido a un empleo eclesiástico, un hijo de campesino necesitaba la especial dispensa del gobernador.
Los futuros popes se educaban en veintenas de seminarios, cuya antesala eran las escuelas teológicas. Por su categoría en el sistema  estatal de educación, los seminarios se aproximaban a las escuelas secundarias o institutos, con la diferencia de que en ellos los estudiantes laicos, ¡se suponían ser simplemente débiles pilares para la Teología! En la vieja Rusia, los famosos bursy eran proverbiales por el salvajismo horrible de sus costumbres, su pedagogía medieval y la ley del puño, para no citar la suciedad, el frío y el hambre. Todos los vicios censurados por la Sagrada Escritura florecían en aquellos planteles de piedad. El escritor Pomyalovsky se ganó un lugar permanente en la literatura rusa como un autor veraz y despiadado de Bocetos de la Escuela Teológica (Ocherki Bursy, 1862). No puede uno menos de citar en esta sazón las palabras que a propósito del mismo Pomyalovsky escribía su biógrafo: "Aquel período de su vida escolar alimentó en él la confianza, el disimulo, la animosidad y el odio a quienes le rodeaban." Verdad es que las reformas del reinado de Alejandro II aportaron ciertas mejoras aun en la zona más rancia de la enseñanza eclesiástica. Sin embargo, no más lejos que en la última década del pasado siglo, las escuelas teológicas, especialmente en la remota Transcaucasia, seguían siendo los puntos más negros del mapa "cultural" de Rusia.
El Gobierno zarista rompió hace mucho tiempo, no sin derramamiento de sangre, la independencia de la Iglesia georgiana, sometiéndola al Sínodo de San Petersburgo. Pero la hostilidad hacia los rusificadores continuó latente entre los grados inferiores del clero georgiano. El vasallaje de su Iglesia conmovió la tradicional religiosidad de los georgianos y preparó el terreno para la influencia de la socialdemocracia, no sólo en las ciudades, sino también en el campo, en las aldeas. La atmósfera culterana de las escuelas teológicas resaltaba más aún, pues no sólo tenían por misión rusificar a sus pupilos, sino prepararlos para el papel de directores o policías espirituales. Un hálito de enconada hostilidad impregnó las relaciones entre profesores y alumnos. La enseñanza se daba en lengua rusa: el georgiano quedaba relegado a una vez por semana, y no pocas veces se desdeñaba como lengua de una raza inferior.
En 1890, seguramente poco después de morir su padre, Soso, que entonces tenía once años, entró con una cartera de percal bajo el brazo en la escuela teológica. Según sus condiscípulos, el chiquillo puso gran empeño en aprender su catecismo y sus oraciones. Gogojiya hace observar que gracias a "su extraordinaria memoria", Soso recordaba las lecciones literalmente de oírlas al maestro, sin necesidad de repasarlas. En realidad, la memoria de Stalin (al menos su memoria para retener teorías) es francamente mediocre. Pero, de todos modos, para recordar en clase no era necesario prestar excesiva atención. Por entonces, el orden sacerdotal era, sin duda alguna, la ambición suprema del mismo Soso. La resolución estimulaba sus aptitudes y su memoria. Otro condiscípulo, Kapanadze, testifica que durante los trece años de internado y en los treinta y cinco de su actividad pedagógica, nunca tuvo ocasión de encontrar a "un discípulo tan capaz y bien dotado" como José Djugashvili. Y el mismo Iremashvili, que escribió su libro no en Tiflis, sino en Berlín, afirma que Soso era el mejor alumno de la escuela teológica. En otros testimonios hay, no obstante, importantes zonas oscuras. "Durante los primeros años, en los grados preparatorios -dice Glurdzhidze-, José estudió soberbiamente, y con el tiempo, al revelar aptitudes brillantes cada vez mayores, llegó a ser uno de los mejores alumnos." En este artículo, que presenta todas las señales de un panegírico escrito por orden superior, la circunspecta frase "uno de los mejores", indica claramente que José no era el mejor, ni superior al resto de la clase, ni extraordinario. De idéntica naturaleza son los recuerdos de otro condiscípulo, Elisabedashvili. "José -dice- era uno de los más inteligentes y uno de los más listos." En una palabra, no era el más listo. Así nos vemos inclinados a sospechar que, o bien varió su posición escolar en los diversos grados o cursos, o bien algunos de los autores de memorias, pertenecientes por su parte a la retaguardia de la instrucción, no eran duchos en seleccionar a los mejores alumnos.
Sin pronunciarse definitivamente en cuanto a su clasificación exacta en su clase, Gogojiya manifiesta que en desarrollo y conocimientos rayaba "muy por encima de sus condiscípulos". Soso leía todo cuanto encontraba en la biblioteca de la escuela, incluso los clásicos georgianos y rusos, que, naturalmente, eran cuidadosamente cernidos por las autoridades. Después de los exámenes de grado, José fue recompensado con un diploma de mérito, "lo que en aquellos días era una proeza extraordinaria, pues su padre no era clérigo y ejercía el oficio de zapatero". ¡Un rasgo notable!
En conjunto, las memorias escritas en Tiflis sobre "la juventud del Maestro" son más bien insípidas. "Soso nos llevaba al coro, y con su voz vibrante y armoniosa nos dirigía al cantar las queridas canciones nacionales." Jugando a la pelota, "José sabía escoger a los mejores, y por eso ganaba siempre nuestro grupo". "José aprendió a dibujar espléndidamente." Pero ninguna de estas cualidades llegó a convertirse en verdadero talento: José no consiguió ser cantante, ni artista, ni brillar en el deporte. Menos convincentes resultan aún menciones como las siguientes: "José Djugashvili era notable por su gran modestia, y era un camarada afectuoso y sensible." "Nunca hacía sentir a nadie su superioridad", y otras por el estilo. Si todo ello es cierto, hay que convenir en que, con los años, José se transformó en lo contrario.
Los recuerdos de Iremashvili son incomparablemente más vigorosos y verosímiles. Pinta a su tocayo como un muchacho delgaducho, musculoso, lleno de pecas, sumamente resuelto, reservado y voluntarioso, capaz de conseguir siempre lo que se proponía, ya se tratara de dominar a sus compañeros de juego, ya de tirar piedras o escalar rocas. Aunque Soso era decididamente un fervoroso amante de la Naturaleza, los seres vivos no despertaban sus simpatías. La compasión por la gente o los animales le era extraña. "Nunca le vi llorar." "Soso sólo tenía una sarcástica sonrisa para las alegrías y los pesares de sus camaradas." Todo ello puede haberse pulido ligeramente en la memoria, como una piedra en el torrente; pero no es invención.
Iremashvili comete un error indubitable al atribuir a José una conducta rebelde ya en la escuela de Gori. Soso sufría casi a diario, según él, castigo como cabecilla de las protestas de los escolares, y particularmente por gritar contra "el odioso inspector Butyrski". Pero los autores de las memorias oficiales, esta vez sin propósito premeditado, retratan a José como un alumno ejemplar, incluso en conducta, durante todos esos años. "Habitualmente era serio, perseverante -escribe Gogojiya-, y le disgustaban las jugarretas y las diabluras. Terminada la escuela, iba corriendo a su casa, y siempre se le veía enfrascado en la lectura de un libro." Según el mismo Gogojiya, la escuela pagaba a José un estipendio mensual, lo que hubiera sido completamente imposible en el caso de haber faltado alguna vez al respeto a sus superiores y, sobre todo, al "odiado inspector Butyrski". Todos los demás autores de memorias sitúan el comienzo de los modales rebeldes de José en la época de sus días de Seminario en Tiflis. Pero, aun así, ninguno consigna nada alusivo a que participara en protestas ruidosas. La explicación de los fallos memorísticos de Iremashvili y los de algunos otros, con referencia al lugar y al tiempo de determinadas peripecias, está sin duda en el hecho de que todos los participantes consideraban el Seminario de Tiflis como continuación directa de la escuela teológica. Más difícil de comprender es el hecho de que ninguno, salvo Iremashvili, mencione rechiflas dirigidas por José. ¿Es una simple aberración de la memoria? ¿O es que José desempeñaba en algunos "conciertos" un papel encubierto, del que sólo unos pocos tenían noticia? Ello no estaría, ni mucho menos, en desacuerdo con el carácter del futuro conspirador.
No se tiene seguridad en cuanto al momento en que José rompió con la fe de sus padres. Según el mismo Iremashvili, Soso, en unión de otros dos chicos de la escuela, cantaba gustoso en la iglesia del pueblo durante las vacaciones estivales, aunque ya entonces (esto es, en los últimos cursos de la escuela) la religión era para él cosa pretérita. Glurdzhidze recuerda a su vez que José, cuando tenía trece años, le dijo un día: "Sabes, nos están engañando. No hay Dios..." En respuesta al grito de asombro de su interlocutor, José le insinuó haber leído un libro en el que se demostraba que "hablar de Dios es vana palabrería". ¿Qué libro era aquél? "Darwin. Tienes que leerlo." La referencia a Darwin añade un matiz de incredulidad al episodio. Un niño de trece años, en una ciudad remota, difícilmente podía haber leído a Darwin y sacado de su obra conclusiones ateístas. Según manifestaciones del mismo Stalin, emprendió el camino de las ideas revolucionarias a los quince años; es decir, cuando ya estaba en Tiflis. Verdad es que pudo haber roto con la religión antes; pero, asimismo, es posible que Glurdzhidze, trasladado también de la escuela teológica al Seminario, confunda las fechas, anticipándose en unos años. Repudiar a Dios, en cuyo nombre se perpetraban las crueldades de que eran objeto los alumnos, no fue seguramente muy difícil. En todo caso, la energía interna necesaria para ello se vio recompensada cuando los instructores y las autoridades sintieron hundirse bajo sus pies el fundamento moral. De allí en adelante ya no pudieron hacer violencia sólo por el hecho de ser los más fuertes. La expresiva fórmula de Soso, "nos están engañando", arroja una luz clara sobre su mundo interior, independientemente de la fecha en que la conversión tuviera lugar, y de que fuese en Gori o en Tiflis, uno o dos años más tarde.
En cuanto a la época del ingreso de José en el Seminario, diversas publicaciones oficiales dan a elegir entre tres fechas: 1892, 1893 y 1894. ¿Cuánto tiempo permaneció en el Seminario? Seis años, contesta El Calendario Comunista. Cinco, dice el bosquejo biográfico escrito por el secretario de Stalin. Cuatro años, asegura su antiguo condiscípulo Gogojiya. La tablilla conmemorativa del edificio en que estuvo instalado el antiguo Seminario consigna, en cuanto es posible descifrarlo de una fotografía, que el "Gran Stalin" estudió dentro de aquellas paredes desde el 1.º de setiembre de 1894 hasta el 21 de julio de 1899; por consiguiente, cinco años. ¿Es posible que la biografía oficial silencie la última fecha por considerar que presenta el seminarista Djugashvili demasiado grandullón? En todo caso, preferimos fiarnos de la tablilla conmemorativa, pues sus fechas se basan muy probablemente en los documentos del mismo Seminario.
Con el certificado de buena conducta en la escuela de Gori en su cartera, José se encontró a los quince años por vez primera, en otoño de 1894, en la gran ciudad, que no podía menos de confundir su imaginación, Tiflis, la antigua capital de los reyes de Georgia. No es exagerado decir que la ciudad, entre asiática y europea, dejó en el joven José una huella que perduró el resto de su vida. En el curso de su historia de casi mil quinientos años, Tiflis cayó varias veces en manos de sus enemigos, fue demolida quince veces, y en varias ocasiones arrasada hasta sus cimientos mismos. Los árabes, los turcos y los persas, que penetraron en ella a pura fuerza, dejaron profunda impresión en la arquitectura y las costumbres del pueblo, y las trazas de aquella influencia han persistido hasta hoy. Se levantaron barrios europeos después de conquistar Georgia los rusos, convirtiéndose la antigua capital en sede provincial y centro administrativo de la región transcaucásica. Tiflis contaba con más de 150.000 habitantes el año en que José ingresó en el Seminario. Los rusos, la cuarta parte de esa cifra, eran disidentes religiosos desterrados, muy numerosos en Transcaucasia, o funcionarios militares y civiles. El comercio y la industria estaban concentrados en manos de los armenios, que desde antiguo constituían el sector más numeroso (38 por 100) y el más próspero de la población. Los georgianos, relacionados con las aldeas, y que, como los rusos, sumaban la cuarta parte del vecindario aproximadamente, formaban la capa inferior de artesanos, traficantes y funcionarios civiles y militares subalternos. "Junto a calles que ofrecen un carácter europeo contemporáneo... -consigna una descripción de la ciudad publicada en 1901-, se cobija un laberinto de callejuelas angostas, tortuosas y sucias, puramente asiáticas, como las plazuelas y bazares, encuadrados por tenderetes abiertos de tipo occidental, puestos, cafés, barberías y repletos de una bulliciosa multitud de faquines, aguadores, recaderos, jinetes, reatas de mulas y asnos de carga, caravanas de camellos, etcétera." La falta de alcantarillado, la insuficiencia de agua, los estíos tórridos, el cáustico y porfiado polvo de las calles, el alumbrado de petróleo en el centro de la ciudad y la ausencia de faroles en todas las calles periféricas..., tales eran las características del centro administrativo y cultural de Transcaucasia al cambiar el siglo.
"Fuimos introducidos en una casa de cuatro pisos -refiere Gogojiya, que llegó en unión de José al Seminario-, y en los enormes aposentos de nuestro dormitorio, que albergaban de veinte a treinta personas. El edificio era el Seminario Teológico de Tiflis." Gracias a sus afortunados estudios de la escuela teológica de Gori, José Djugashvili fue admitido en el Seminario provisto de todo, incluso ropas, calzado y libros de texto, lo cual, insistimos, hubiera sido totalmente imposible si se hubiese revelado como rebelde. ¡Quién sabe si las autoridades llegaron a confiar en que pudiese convertirse en ornato de la Iglesia georgiana! Como en la escuela preparatoria, la enseñanza se daba allí en lengua rusa. La mayoría de los profesores eran rusos de nacimiento y rusificadores por deber. Se admitía a georgianos como instructores en el caso de que demostraran un celo redoblado. El rector era ruso, fray Hermógenes; el inspector, georgiano, fray Abashidze, la persona más siniestra y detestable del Seminario. Iremashvili, que ha hecho la información más completa del establecimiento, recuerda:

"La vida en la escuela era triste y monótona. Encerrados día y noche entre muros de cuartel, nos sentíamos prisioneros obligados a permanecer allí años enteros sin haber cometido delito alguno. Todos estábamos desalentados y de mal temple. Ahogados por las habitaciones y pasillos que nos aislaban del mundo exterior, la alegría juvenil nunca lograba afirmarse. Cuando, de tarde en tarde, el temperamento de la juventud se manifestaba, era inmediatamente sofocado por los monjes y monitores. La inspección escolar zarista prohibía leer literatura y periódicos georgianos. Temían que llegara a inspirarnos ideas de libertad e independencia para nuestra tierra, y que infectaran nuestras tiernas almas con las nuevas doctrinas del socialismo. Aun las pocas obras literarias que las autoridades seglares permitían llegar a nosotros nos eran prohibidas por las eclesiásticas so pretexto de que éramos futuros popes. Las obras de Tolstoi, Dostoievski, Turgeniev y otros clásicos, permanecían inaccesibles para nosotros."

Los días de seminario pasaron como en una prisión o en un cuartel. La vida escolar comenzaba a las siete de la mañana. Rezos, té, clases. Más rezos. Clases, con pausas, hasta las dos de la tarde. Rezos. Comida, pobre e insuficiente. Permiso para salir de las paredes del Seminario sólo se concedía en el intervalo de las tres y las cinco. Después de esa hora se cerraban las puertas. Pasar lista. A las ocho, té. Preparación de lecciones. A las diez (después de rezar de nuevo), cada cual iba a su catre. "Era como si estuviésemos atrapados en una cárcel de piedra", confirma Gogojiya. Durante los oficios de domingos y festivos, los estudiantes se pasaban tres y cuatro horas seguidas de "pie, siempre plantados en la misma losa del pavimento de la iglesia, cargando el cuerpo sobre un pie cuando el otro ya estaba entumecido, bajo la severa mirada de los monjes, que no los perdían de vista. "Aun el más piadoso se hubiera olvidado de rezar a influjos de la interminable ceremonia. Tras los gestos devotos ocultábamos nuestros pensamientos a los monjes de guardia.
Los métodos pedagógicos del Seminario tenían todo cuanto los jesuitas han inventado para doblegar las almas infantiles, pero en una forma más primitiva, cruda y, por consiguiente, menos eficaz. Lo más notable era que la situación del país mal podía estimular el espíritu de humildad. En casi todos los sesenta Seminarios de Rusia había estudiantes que, generalmente por influencia de los universitarios, colgaban sus hábitos aun antes de haber tenido tiempo de vestírselos, y sentían profundo desprecio por el escolasticismo teológico, leían novelas didácticas, periódicos radicales rusos y demostraciones populares de Darwin y Marx. En el Seminario de Tiflis, el fermento revolucionario, alimentado por fuentes nacionalistas y de política general, gozaba ya de cierta tradición. En tiempos pretéritos se había traducido en acres conflictos con los profesores, expresiones descaradas de indignación, y aun en la muerte violenta de un rector. Diez años antes de matricularse Stalin en el Seminario, Silvestre Dzhibladze había matado a su profesor, por aludir con desprecio al idioma georgiano. Posteriormente, Dzhibladze fue uno de los fundadores del movimiento socialdemócrata en el Cáucaso, y se contó entre los maestros de José Djugashvili.
En 1885 vio Tiflis surgir sus primeros círculos socialistas, en donde los graduados del Seminario ocuparon al punto los primeros puestos. Al lado de Silvestre Dzhibladze encontramos allí a Noé Jordania, el futuro dirigente de los mencheviques de Georgia; a Nicolás Chkheidze, futuro diputado de la Duma y presidente del Soviet de Petrogrado durante el mes de la Revolución de febrero de 1917, y a varios otros que estaban destinados a desempeñar un notable papel en el movimiento político del Cáucaso y del país entero. El marxismo en Rusia pasaba entonces todavía por su fase de intelectualidad. En el Cáucaso, el Seminario Teológico se convirtió en el foco principal de la infección marxista, simplemente porque en Tiflis no había Universidad. En distritos retirados y no industriales, como Georgia, el marxismo se aceptó en una forma particularmente abstracta, por no decir escolástica. Los seminaristas tenían al menos cierta práctica en el uso de deducciones lógicas. Pero en la base de la conversión al marxismo estaba, naturalmente, el profundo descontento social y nacional del pueblo, que impedía a los jóvenes bohemios a buscar la salida por la ruta revolucionaria.
José no tuvo ocasión de abrir nuevos caminos en Tiflis, a pesar de los intentos de los Plutarco soviéticos para presentar el asunto bajo este aspecto. El golpe asestado por Dzhibladze, reverberaba aún dentro de los muros del Seminario. Los antiguos seminaristas estaban ya al frente de la opinión pública, sin perder contacto por ello con su madrastra, el Seminario. Bastaba una ocasión, un encuentro personal, un simple empellón, para que los jóvenes descontentos, irritados, altaneros, que sólo necesitaban un pretexto, una fórmula para encontrarse a sí mismos, derivaran naturalmente hacia la senda revolucionaria. La primera etapa por esta ruta tenía que ser una ruptura con la religión. Si es posible que de Gori llevase el muchacho consigo residuos de fe, de seguro es que se disiparan en el Seminario. A partir de entonces, José perdió decididamente toda su afición a la Teología. 
"Su ambición -escribe Iremashvili- alcanzaba tales alturas que se nos adelantaba mucho en sus realizaciones." Si esto es verdad, se refiere sólo a un lapso muy breve. Glurdzhidze advierte que de los estudios del programa del Seminario, "José prefería la historia civil y la lógica", ocupándose en los otros temas sólo en la proporción suficiente para salir airoso de los exámenes. Habiéndose enfriado respecto a la Historia Sagrada, se interesó por la literatura profana, las ciencias naturales y los problemas sociales. Le ayudaban estudiantes de las clases adelantadas. "Al descubrir en José Djugashvili capacidad y espíritu investigador, comenzaron a platicar con él y a procurarle revistas y libros", relata Gogojiya. "El libro era el compañero inseparable de José, quien no se separaba de él ni durante las comidas", asevera Glurdzhidze. En general, la avidez por la lectura era su característica principal durante aquellos años de germinación. Después de la retirada final por la noche, y de haber apagado los monjes todas las luces, los jóvenes conspiradores sacaban las velas de sus escondites y a su luz vacilante se embebían en sus libros. José, que había pasado muchas noches sin dormir entregado a la lectura, comenzó a tener mal aspecto y a parecer soñoliento. "Cuando empezaba a toser -refiere Iremashvili-, yo solía quitarle los libros y apagarle la vela." Glurdzhidze recuerda que los estudiantes devoraban a hurtadillas obras de Tolstoi, Dostoievski, Shakespeare, Shelley, la Historia de la Cultura, de Lippert, los escritos del publicista radical ruso Pisarev... "A veces leíamos en la iglesia durante la misa, ocultándonos en los bancos."
Por aquel tiempo, los artículos sobre literatura nacional de Georgia causaron sobre Soso la más profunda impresión. Iremashvili describe las primeras explosiones del temperamento revolucionario, en las que un idealismo todavía fresco se asociaba al súbito despertar de la ambición. "Soso y yo -evoca Iremashvili- hablábamos frecuentemente del desgraciado sino de Georgia. Nos sentíamos arrebatados por las obras del poeta Shota Rustaveli..." Llegó a ser modelo para Soso el personaje Koba, héroe de la novela Nunu, por el autor georgiano Kazbek. En su lucha contra las autoridades zaristas, los montañeses oprimidos son derrotados a causa de una traición, y pierden sus últimos restos de libertad, mientras que el caudillo de la rebelión lo sacrifica todo, incluso su vida, en aras de su país y de su mujer, Nunu. Desde entonces, Koba "se trocó en divinidad para Soso... Deseaba convertirse en otro Koba, luchador y héroe, tan famoso como el mismo Koba..." José se apodó con el nombre del adalid de los montañeses, y no quería que se le llamara por otro. "Su faz resplandecía de orgullo y alegría cuando le llamábamos Koba. Soso conservó aquel sobrenombre durante muchos años, y fue también su primer seudónimo cuando comenzó a escribir y a hacer propaganda para el Partido... Aún hoy, todo el mundo en Georgia le llama Koba, o Koba-Stalin." Respecto al entusiasmo del joven José por el problema nacional de Georgia, los biógrafos oficiales nada dicen. En sus escritos, Stalin aparece al punto como un consumado marxista. Sin embargo, no es difícil comprender que en el ingenuo "marxismo de aquel período inicial, convivían en paz nebulosas ideas de socialismo con el romanticismo nacionalista de Koba".
En el curso de aquel año, según Gogojiya, José se desenvolvió y maduró tanto, que en su segundo año comenzó a capitanear un grupo de camaradas en el Seminario. Si Beria, el más oficial de los historiadores, dice verdad, "en 1896-1897, Stalin dirigía dos círculos marxistas en el Seminario Teológico de Tiflis". Stalin mismo nunca fue dirigido por nadie. Mucho más probable es la referencia de Iremashvili. Diez seminaristas, entre ellos Soso Djugashvili, organizaron, según él, un círculo socialista clandestino. "El estudiante más viejo, Devdariyani, a quien se encomendó la dirección, se entregó a su tarea con toda seriedad." Redactó, o más bien recibió de sus inspiradores de fuera del Seminario, un programa conforme al cual los miembros del círculo se comprometían a transformarse, en el término de seis años, en consumados dirigentes socialdemócratas. El programa comenzaba por Cosmogonía y terminaba con una sociedad comunista. En las reuniones secretas del círculo se leían documentos, acompañados de un acalorado cambio de opiniones. No todo se limitaba, según dice Gogojiya, a la propaganda oral. José "fundó y editó" en lengua georgiana un periódico manuscrito que aparecía dos veces al mes y circulaba de mano en mano. El vigilante inspector Abashidze, encontró una vez, al registrar a José, "una libreta con un artículo para nuestra revista manuscrita". Tales publicaciones estaban estrictamente prohibidas, cualesquiera que fuesen los temas tratados, no sólo en los institutos de enseñanza teológica, sino también en los seglares. Puesto que el resultado del descubrimiento de Abashidze se redujo a una "admonición" y a una mala nota en conducta, hemos de pensar que la revista aquella debía de ser bastante inocua. Es digno de tenerse en cuenta que Iremashvili, tan meticuloso, nada dice acerca de la revista.
En el Seminario, José tuvo que resentirse de su pobreza más sensiblemente que en la escuela preparatoria. "...No tenía dinero -dice a este propósito Gogojiya-, mientras que nosotros recibíamos de nuestros padres paquetes y algunos fondos para pequeños gastos. Durante las horas en que se podía salir del recinto de la escuela, José no podía proporcionarse ninguna de las cosas accesibles a los hijos de familias más acomodadas que la suya. Tanto más desenfrenados eran sus sueños y planes para el futuro, y más notorio el efecto producido sobre sus instintos en su trato con sus compañeros de Seminario."
"De muchacho y en su juventud -atestigua Iremashvili- era buen amigo de aquellos que se sometían a su dominante voluntad." Pero sólo de éstos. Cuanto más imperativo era contenerse en presencia de sus preceptores, tanto más se afirmaba su despotismo en el círculo de sus camaradas. El círculo secreto, cerrado al mundo exterior, se convirtió en el escenario natural en que José probó sus fuerzas y la resistencia de los demás. "Le parecía algo inconcebible -escribe Iremashvili- que cualquiera de los otros estudiantes pudiera ser director y organizador de grupo..., ya que él leía la mayoría de los documentos." Quienquiera que se atreviese a refutarle o a intentar explicarle algo, despertaba al instante su "enemistad inclemente". José sabía cómo perseguir y cómo tomar venganza. Sabía asestar el golpe en los puntos débiles. En tales circunstancias, la solidaridad inicial del círculo no podía durar mucho. En su lucha por dominar, Koba, "con su cinismo altivo y venenoso, inyectaba querellas personales en la sociedad de sus amigos". Estas quejas relativas a su "cinismo venenoso", su insolencia y su carácter vengativo, se repiten muchas, muchísimas veces durante la vida de Koba.
En la biografía, más bien fantástica, escrita por Essad-Bey, se dice que, al parecer, antes de sus días de Seminario, José llevó una vida errante en Tiflis en compañía de kintos (héroes de la calle, charlatanes, copleros y atracadores), y que de esa época le quedaron sus maneras rudas y su habilidad para soltar reniegos. Todo esto es enteramente falso. Desde la escuela teológica, José fue directamente al Seminario, de modo que no hubo intervalo posible para el vagabundeo. Pero lo curioso es que el epíteto kinto no ocupa el último lugar en el diccionario caucásico. Significa tanto como arbitrista hábil, cínico, persona capaz de las más bajas connivencias. En el otoño de 1923 oí por primera vez tal apelativo con referencia a Stalin de labios del antiguo bolchevique georgiano Felipe Majaradze. ¿No es posible que este apodo se le aplicara en su época juvenil, dando origen así a la leyenda relativa al capítulo callejero de su vida?
El mismo biógrafo habla de la "mano dura" con que al parecer José Djugashvili se aseguró el triunfo en las ocasiones en que los medios pacíficos no resultaban adecuados. Eso es difícil de creer. La arriesgada "acción directa" no fue nunca condición del carácter de Stalin, muy probablemente tampoco en aquellos remotos años. Prefería y sabía hacer que otros lucharan en serio, mientras él se ocultaba en la sombra o detrás de la cortina. "Lo que le valió prosélitos -expone Iremashvili- era el miedo a su cólera brutal y a sus malignas burlas. Sus partidarios sucumbían a su caudillaje porque se sentían seguros bajo su dominio... Sólo esos tipos humanos realmente pobres de espíritu e inclinados a las contiendas podían ser amigos suyos..." Las consecuencias inevitables sobrevinieron en seguida. Algunos miembros del círculo se retiraron, y otros fueron perdiendo gradualmente interés en las discusiones. "En el curso de unos años se formaron dos grupos, a favor y en contra de Koba; la lucha por una causa se trocó en una repugnante querella personal..." ésta fue la primera gran "querella" en la senda de la vida de José, pero no la última. Le esperaban aún otras muchas.
No es posible dejar de decir aquí, aun anticipándonos considerablemente, que Stalin, siendo ya secretario general del Partido Comunista, después de pintar en una de las sesiones del Comité Central con negros colores las intrigas y querellas personales que se estaban desarrollando en los diversos comités locales del Partido, añadió de manera inopinada: "Pero estas querellas tienen también su lado positivo, pues llevan a la dirección monolítica." Sus oyentes se miraron unos a otros, sorprendidos; el orador continuó su informe sin inmutarse. La esencia de tal "monolitismo", aun en sus años juveniles, no siempre estuvo identificada con la idea. Dice Iremashvili: "No le preocupaba encontrar y determinar la verdad; solía atacar o defender lo que anteriormente había sostenido o condenado. La victoria y el triunfo eran para él mucho más preciosos." 
No es posible poner en claro la índole de las opiniones de José en aquellos días, pues no dejó huellas escritas. Según manifiesta Iremashvili, su tocayo era partidario de las acciones más violentas y de "la dictadura de la minoría". La participación de una imaginación intencionada en el esfuerzo de la memoria es aquí innegable: a fines del pasado siglo, no existía siquiera la cuestión de "dictadura". "Los extremismos de Koba no tomaron forma -continúa Iremashvili- en virtud de un estudio objetivo, sino como producto natural de su ansia personal de poder y su ambición despiadada, que le dominaba física y espiritualmente." Tras el indudable prejuicio en los asertos del antiguo menchevique debe uno saber encontrar el meollo de la verdad. En la vida espiritual de Stalin, el objetivo personal, práctico, estuvo siempre por encima de la verdad teórica, y su voluntad ha intervenido siempre con predominio sobre el intelecto.
José Djugashvili no sólo no se hizo pope, como su madre había soñado, sino que ni siquiera obtuvo el certificado que le hubiera podido abrir las puertas de ciertas universidades provinciales. Cómo sucedió esto, y por qué, es objeto de varias versiones no fáciles de conciliar. En unas Memorias escritas en 1929, que ostensiblemente tratan de borrar la desfavorable impresión de las que escribió en 1923, Abel Yenukidze manifiesta que en el Seminario, José empezó a leer libros secretos de tendencias perniciosas. No escapó tal crimen a la atención del inspector y, en consecuencia, el peligroso alumno "salió disparado del Seminario". El historiador oficial caucásico, Beria, nos dice que Stalin "fue expulsado por no inspirar confianza". Naturalmente, nada hay de extraño en ello; tales expulsiones eran cosa frecuente. Lo que parece extraño es que hasta ahora no se hayan publicado documentos del Seminario relativos al caso. Que no han sido destruidos por el fuego ni arrebatados por el torbellino de los años revolucionarios resulta evidente al menos por la tablilla conmemorativa antes mencionada y más aún por el silencio absoluto que se ha guardado sobre su suerte. ¿Es que no se dejan publicar por contener datos poco propicios o porque refutan ciertas leyendas de origen más reciente?
Lo más frecuente es encontrar la afirmación de que Djugashvili fue expulsado por dirigir un círculo socialdemócrata. Su antiguo condiscípulo del Seminario, Elisabedashvili, que no es testigo muy de fiar, nos informa que en los círculos socialdemócratas "organizados según instrucciones y bajo la dirección de Stalin" había "de ciento a ciento veinte seminaristas". Si esto se refiere a los años 1905-1906, en que todas las aguas se habían desbordado y todas las autoridades se hallaban en extremo desconcierto, pudiera prestársele crédito. Pero tratándose del año 1899, semejante cifra puede tildarse de fantástica. Si la organización hubiese contado con tantos miembros, el desenlace no se hubiera limitado a la mera expulsión; la intervención de los guardias hubiera sido totalmente inevitable. Lejos de eso, José no fue arrestado inmediatamente, sino que estuvo en libertad casi tres años después de salir del Seminario. Por lo tanto, la versión que asegura ser los círculos socialdemócratas la causa de su expulsión, ha de rechazarse definitivamente.
Gogojiya expone este desenlace con mucha más cautela, sin apartarse mucho, según su costumbre, del fundamento de los hechos. "José dejó de prestar atención a sus lecciones -escribe-, estudiaba sólo para obtener notas suficientes y para aprobar a fin de curso. El feroz monje Abashidze se extrañaba de que el talentoso y bien preparado Djugashvili, dotado de una memoria privilegiada, sólo consiguiera notas mediocres... y consiguió obtener una decisión por la que se le expulsaba del Seminario." En cuanto a lo que hizo recelar al monje, cabe "recelar" también otras cosas. De las palabras de Gogojiya se deduce, desde luego, que José fue expulsado del Seminario por haber descuidado sus estudios, resultado de haber roto con la superciencia teológica. La misma conclusión puede sacarse del relato de Kapanadze sobre lo ocurrido cuando estudiaba en el Seminario de Tiflis: "ya no era el asiduo estudiante que había sido hasta entonces". Ha de advertirse que Kapanadze, Glurdzhidze y Elisabedashvili soslayan por entero el asunto de la expulsión de José del Seminario.
Pero lo más asombroso es la circunstancia de que la madre de Stalin, en la última etapa de su vida, cuando los historiadores oficiales y los periodistas empezaron a interesarse por ella, negó categóricamente que hubiese habido tal expulsión. Cuando entró en el Seminario el muchacho de quince años, era notable, según dice la madre, por su excelente salud; pero el afán con que estudiaba llegó a agotarle al extremo de que los médicos temieron que enfermara de tuberculosis. Ekaterina añadía que su hijo no deseaba dejar el Seminario, y que ella "se le llevó" contra su voluntad. Esto no es muy verosímil. Por mala salud pudo interrumpir sus estudios una temporada, sin abandonar definitivamente la escuela ni renunciar a una carrera que colmaba las esperanzas de su madre. Además, en 1899, tenía José ya veinte años, no se distinguía por su docilidad, y es difícil que su madre pudiese intervenir en su destino de un modo tan sencillo. Finalmente, después de salir del Seminario, José no volvió a Gori a guarecerse bajo las alas protectoras de su madre, lo que hubiera sido natural de haber estado realmente enfermo, sino que se quedó en Tiflis, sin ocupación ni recursos. La vieja Keke no dijo toda la verdad cuando habló con los periodistas. Puede suponerse que por entonces la madre consideraba la expulsión de su hijo como una gran desgracia para ella misma, y como el suceso había ocurrido en Tiflis, ella había asegurado a sus vecinos de Gori que su hijo no fue expulsado, sino que salió voluntariamente del Seminario a causa de su estado de salud. Además, la anciana debió pensar que no era decoroso para "el director" del Estado el hecho de que le expulsaran de una escuela en su juventud. Casi no hace falta buscar otras razones más recónditas para la persistencia con que Keke repetía: "No lo expulsaron; me lo llevé yo misma."
Pero acaso tampoco fue José expulsado en el estricto sentido de la palabra. Tal versión, quizá la más verosímil, procede de Iremashvili. Según él, las autoridades del Seminario, viéndose defraudadas en sus esperanzas, comenzaron a tratar a José con creciente despego y a censurarle constantemente. "Así sucedió que Koba, convencido de la esterilidad de todo estudio serio, se convirtió gradualmente en el peor alumno del Seminario. Solía replicar a los reproches de sus profesores con su risita envenenada y desdeñosa." El certificado que las autoridades del Seminario le dieron para pasar del sexto curso al último era tan malo, que el mismo Koba decidió irse de allí el año anterior al del examen final. Aceptando esta explicación, se comprende en el acto por qué Yenukidze escribió "salió disparado del Seminario", evitando las expresiones, más precisas, de "fue expulsado" o "dejó el Seminario"; por qué la mayoría de sus condiscípulos nada dicen con relación a un episodio tan importante de la vida escolar de José; por qué no se han publicado documentos; por qué, finalmente, su madre creyó tener derecho a decir que su hijo no había sido expulsado, aun cuando ella diera al asunto cierto matiz distinto, transfiriendo la responsabilidad de su hijo a ella misma. Desde el punto de vista de la caracterización personal de Stalin o de su biografía política, los detalles de su ruptura con el Seminario apenas tienen interés. Pero no son mal ejemplo de las dificultades que la historiografía totalitaria opone a la investigación aun de detalles tan secundarios.
José entró en la escuela teológica preparatoria a la edad de once años, en 1890, pasó luego al Seminario, cuatro años después, y salió de él en 1899, de manera que estuvo nueve años en escuelas eclesiásticas. Los georgianos se hacen pronto adultos. José ya era un hombre hecho al dejar el Seminario, "sin diploma -escribe Gogojiya-, pero con opiniones definidas y firmes sobre la vida". Este largo período de estudios teológicos no pudo dejar de ejercer una influencia profunda en su carácter, en su modo de pensar y en su estilo, que constituye una parte esencial de su personalidad.
No cuesta mucho creer que desde el momento en que José rompió en su interior con la religión, el estudio de homiléctica y la liturgia se le hicieron insoportables. Lo que es difícil comprender es cómo pudo llevar una vida doble durante tanto tiempo. Si hemos de dar crédito al relato de que a la temprana edad de trece años Soso había enfrentado a Darwin con la Biblia, hemos de convenir en que, a partir de entonces, durante siete largos años, estudió pacientemente Teología, aunque cada vez con menos fruición. Stalin mismo situaba la iniciación de su ideología revolucionaria en los quince a dieciséis años, en plena adolescencia. Es muy posible que se apartara de la religión dos o tres años antes de volverse hacia el socialismo. Pero aun admitiendo que ambos cambios ocurrieron simultáneamente, veremos que el joven ateo continuó, durante cinco años, explorando los arcanos de la ortodoxia.
Ciertamente, en las instituciones de enseñanza zaristas muchos jóvenes librepensadores se vieron obligados a llevar una doble vida. Pero esto se refiere principalmente a universidades, donde el régimen se distinguía, a pesar de todo, por una libertad considerable, y la hipocresía oficial estaba reducida a un mínimo ritual. En las escuelas secundarias, esta divergencia era más difícil de sostener, pero no solía durar más de un año o dos, y luego el joven veía ante sí las puertas de la Universidad, con su relativa libertad académica. La situación docente seglar, donde los alumnos están sujetos a vigilancia sólo una parte del día, y la llamada "Religión" era tan sólo una de las asignaturas secundarias; sino en una institución religiosa cerrada, donde todo en su vida se hallaba sometido a las exigencias de la Iglesia y donde no daba un paso a espaldas de los monjes. Para soportar este régimen durante siete, o siquiera cinco años, se necesitaba una cautela extraordinaria y excepcionales aptitudes de disimulo. Durante los años de su permanencia en el Seminario, nadie advirtió el menor signo de protesta expresa, ningún atrevido acto de insubordinación por su parte. José se reía de sus profesores a hurtadillas, pero nunca se mostró imprudente en su misma cara. No agredió a ningún pedagogo patriotero, como había hecho Dzhibladze; lo más que hizo fue contestar "con una risita desdeñosa". Su hostilidad era reservada, solapada, vigilante. El seminarista Pomyalovsky, durante su vida de interno, fue infectado, según oímos, de "recelo, reserva, enemistad y odio hacia el medio circundante". Casi la misma actitud, pero aún más pronunciada, dice Iremashvili, era característica de Koba. En 1899 dejó el Seminario, llevando consigo "una hostilidad rencorosa y feroz contra la administración docente, contra la burguesía, contra todo cuanto existía en el país y encarnaba el zarismo. Odio contra toda autoridad". 

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