El difunto Leónidas Krassin, viejo revolucionario, eminente
ingeniero, brillante diplomático del Soviet, y sobre todo, criatura
inteligente, fue quien primero llamó a Stalin "asiático".
Al decir esto no pensaba en atributos raciales problemáticos, sino
más bien en esa aleación de entereza, sagacidad, astucia
y crueldad que se ha considerado característica de los hombres de
Estado de Asia. Bujarin simplificó seguidamente el apelativo, llamando
a Stalin "Gengis Kan", sin duda con objeto de llamar la atención
sobre su crueldad, que se ha trocado en brutalidad. El mismo Stalin, conversando
con un periodista japonés, se denominó "asiático",
no sólo en el sentido antiguo del vocablo, sino también en
el moderno; con aquella alusión personal se proponía aludir
a la existencia de intereses comunes entre la URSS y el Japón frente
al Oeste imperialista. Examinando el término "asiático" desde
un punto de vista científico, hemos de admitir que en este caso
sólo es correcto en parte. Geográficamente, el Cáucaso,
especialmente Transcaucasia, es sin duda una continuación de Asia.
Los georgianos, sin embargo, a diferencia de los azerbaijanos, pertenecen
a la raza llamada mediterráneo-europea. De suerte que Stalin no
estaba en lo cierto al calificarse de "asiático". Pero la geografía,
la etnografía y la antropología no son todo lo que cuenta;
la historia predomina.
Unas cuantas salpicaduras de la sangre humana que ha vertido durante
siglos Asia en Europa se han quedado adheridas a los valles y montañas
del Cáucaso. Tribus y grupos desconectados parecen haberse congelado
allí en el curso de su desarrollo, transformando el Cáucaso
en un inmenso museo etnográfico. Durante muchas centurias, el destino
de ese pueblo quedó estrechamente soldado al de Persia y Turquía,
permaneciendo así retenido en la esfera de la vieja cultura asiática,
que ha sabido conservarse estática a pesar de continuos traqueteos
de guerras y levantamientos.
El cualquier otro sitio, más frecuentado, aquella pequeña
rama georgiana de humanidad (unos 2.5 millones en la actualidad) se hubiera
disuelto indudablemente en el crisol de la historia sin dejar rastro. Protegidos
por la cordillera caucásica, los georgianos han mantenido en forma
relativamente pura su fisonomía étnica y su lengua, que la
Filología no ha conseguido clasificar hasta ahora con seguridad.
El idioma escrito apareció en Georgia al mismo tiempo que penetró
allí el Cristianismo, ya en el siglo IV, seiscientos años
antes que la Rusia de Kiev. Los siglos X a XIII se consideran como la época
en que florecieron el poder militar, el arte y la literatura georgianos;
siguieron luego centurias de estancamiento y decadencia. Las frecuentes
y sangrientas expediciones de Gengis Kan y Tamerlán al interior
del Cáucaso dejaron huellas en el habla nacional de Georgia. Si
vamos a creer al infortunado Bujarin, asimismo las dejaron en el carácter
de Stalin.
A principios del siglo XVII, el zar de Georgia reconoció la
soberanía de Moscú, buscando la protección contra
sus enemigos tradicionales, Turquía y Persia. Consiguió su
propósito inmediato de ver más asegurada su vida. El Gobierno
zarista tendió las necesarias carreteras estratégicas, reformó
ciudades y montó una red rudimentaria de escuelas, con la finalidad
primordial de rusificar a aquellos súbditos de otra estirpe. Naturalmente,
en dos siglos la burocracia de San Petersburgo no pudo remplazar el viejo
barbarismo asiático por una cultura europea de la que tan necesitada
estaba aun en su propio país.
A pesar de sus riquezas naturales y su magnífico clima, Georgia
siguió siendo una comarca pobre y atrasada. Su estructura social
semifeudal se basaba en un bajo nivel de desarrollo económico y
se distinguía en consecuencia por los rasgos del patriarcado asiático
sin excluir la crueldad asiática. La industria apenas existía.
La agricultura y la construcción de casas continuaba virtualmente
con las mismas normas de veinte siglos atrás. El vino se extraía
pisando la uva, y se almacenaba en grandes vasijas de arcilla. Las ciudades
del Cáucaso, que comprendían no más de una sexta parte
de la población, siguieron siendo, como todas las ciudades de Asia,
burocráticas, militares, comerciales, y, únicamente en pequeña
proporción, industriales. Por encima de la masa fundamental campesina
destacaba un estrato de burguesía pobre en su mayor parte y poco
culta, hasta el punto de distinguirse en algunos casos de los aldeanos
más despiertos únicamente por sus pomposos títulos
y dengues. No sin motivo se ha llamado a Georgia (con su fugaz esplendor
pasado, su presente estancamiento económico, su sol benéfico,
sus viñedos, su irresponsabilidad y su abundancia de hidalgos provincianos
de bolsillos exhaustos) la España del Cáucaso.
La joven generación de la nobleza llamó a las puertas
de las Universidades rusas, y rompiendo con la raída tradición
de su casta, que nunca se tomó demasiado en serio en la Rusia central,
se unió a diversos grupos radicales de estudiantes rusos. Los campesinos
y ciudadanos más prósperos, deseosos de convertir a sus hijos
en funcionarios del Gobierno, oficiales del Ejército, abogados o
clérigos, siguieron la pauta de las familias nobles. De donde resultó
que Georgia obtuvo una cosecha exclusiva de intelectuales, que, diseminados
por varias regiones de Rusia, desempeñaron prominente papel en todos
los movimientos políticos progresivos y en las tres revoluciones.
El escritor alemán Bodenstedt, que era director de una Escuela
Normal de Tiflis en 1844, llegó a la conclusión de que los
georgianos eran no sólo desaliñados y gandules, sino menos
inteligentes que los demás moradores del Cáucaso; en la escuela
no podían competir con los armenios y los tártaros en el
estudio de las ciencias, la adquisición de lenguas extranjeras y
la capacidad de expresarse. Citando esta opinión, demasiado sumaria,
Eliseo Reclus expresaba la sospecha, bien justificada, de que la diferencia
pudiera no ser debida a la nacionalidad, sino a causas sociales, al hecho
de que los estudiantes georgianos procedían de aldeas retiradas,
mientras que los armenios eran hijos de la burguesía urbana. El
hecho es que el desenvolvimiento ulterior dio cuenta pronto de aquel atraso
educativo. Por 1892, cuando José Djugashvili era alumno de segundo
curso de la escuela parroquial, los georgianos, que componían aproximadamente
un octavo de la población del Cáucaso, contribuían
virtualmente con un quinto del total de estudiantes (los rusos con más
de la mitad, los armenios con un 14 por 100 y los tártaros con menos
de 3 por 100...). Sin embargo, parece ser que las peculiaridades del lenguaje
georgiano, uno de los instrumentos de cultura más antiguos, son
un obstáculo serio para el aprendizaje de otras lenguas, pues deja
un sello indeleble en la pronunciación. Esto no quiere decir que
los georgianos estén desprovistos de elocuencia. Como las demás
naciones del Imperio, bajo el zarismo estaban condenados al silencio. Pero,
al "europeizarse" Rusia, los intelectuales de Georgia produjeron numerosos
oradores (si no de primer orden, al menos notables) de la variedad judicial
y más tarde de la parlamentaria. El más elocuente de los
adalides de la Revolución de febrero fue, tal vez, el georgiano
Heraclio Tseretelli. Por lo tanto, sería injusto atribuir la falta
de aptitudes oratorias en Stalin a su origen nacional. Incluso en su tipo
físico apenas representa una muestra acertada de su pueblo, que
es tenido por uno de los más agraciados del Cáucaso.
El carácter nacional de los georgianos se suele representar
como confiado, impresionable, de genio vivo, pero a la vez falto de energía
e iniciativa. Por encima de todo, Reclus hacía notar su buen humor,
su sociabilidad y su honradez. El carácter de Stalin tiene poco
de estos atributos, que, en realidad, son los que se advierten ante todo
al frecuentar el trato de georgianos. Los emigrados de Georgia en París
aseguraron a Suvarin, el autor de la biografía de Stalin en francés,
que la madre de José Djugashvili no era georgiana, sino osetina,
y que hay mezcla de sangre mongola en sus venas. Pero un tal Iremashvili,
a quien tendremos ocasión de volver a encontrar más adelante,
asegura que la madre de Stalin era georgiana de pura raza, y osetino su
padre, "persona ruda y vulgar, como todos los osetinos, que viven en las
altas montañas caucásicas". Es difícil, si no imposible,
comprobar tales asertos. Sin embargo, no son muy necesarios para nuestro
propósito de explicar la talla moral de Stalin. En las comarcas
del mar Mediterráneo, en los Balcanes, en Italia, en España,
además del tipo llamado meridional, que se caracteriza por una asociación
de perezosa indolencia e irascibilidad explosiva, se encuentran naturalezas
frías, en las cuales se combina la flema con cierta terquedad y
malicia. El primer tipo prevalece; pero el segundo lo incrementa como excepción.
Parece como si a cada grupo nacional hubiese tocado una parte legítima
de elementos básicos de carácter, y que éstos se hayan
distribuido con menos acierto bajo el sol de Mediodía que bajo el
de Septentrión. Pero nos aventuramos demasiado en la región
infecunda de la metafísica nacional.
La ciudad provinciana de Gori está pintorescamente situada en
las márgenes del río Kura, a 75 kilómetros de Tiflis,
sobre el ferrocarril transcaucásico. Es una de las ciudades más
antiguas de Georgía, y su historia es intensamente dramática.
La tradición pretende que fue fundada en el siglo XIII por armenios
que buscaban refugio huyendo de los turcos. Luego, la pequeña ciudad
estuvo sujeta a diversas incursiones, pues por aquel tiempo los armenios
eran ya una clase comercial y urbana a la que se atribuían grandes
riquezas y por eso constituían una presa tentadora. Como todas las
ciudades asiáticas, Gori creció muy paulatinamente, acogiendo
por grados dentro de sus muros a pobladores de aldeas georgianas y tártaras.
Por la época en que el zapatero Vissarion Djugashvili acudió
allí desde su villorrio natal de Didi-Lilo, la pequeña ciudad
tenía una población abigarrada de unas seis mil almas, varias
iglesias, muchas tiendas y más fondas para el paisanaje de las comarcas
adyacentes, una Escuela Normal con un departamento tártaro, una
Escuela secundaria elemental.
La servidumbre fue abolida en el Gobierno de Tiflis sólo catorce
años antes del nacimiento de José, el futuro secretario general
del Comité Central del Partido Comunista. Las relaciones sociales
y las costumbres aún se resentían en sus defectos. Es dudoso
que sus progenitores supiesen leer y escribir. Cierto es que en Transcaucasia
se publicaban cinco periódicos en lengua georgiana, pero su circulación
total no pasaba de cuatro mil ejemplares. La vida de los campesinos continuaba
aún al margen de la historia.
Calles informes, casas muy diversas, huertos, todo ello daba a Gori
el aspecto de un poblacho. En rigor, las casas pobres de la ciudad apenas
se distinguían de los cobijos campesinos. Los Djugashvili ocupaban
una vieja choza de adobe, con ángulos de ladrillo y tejado cubierto
de arena, que calaban fácilmente el viento y la lluvia. D. Gogojiva,
antiguo condiscípulo de José, describiendo la morada familiar,
escribe: "Su cuarto no tenía más de ocho varas cuadradas,
y estaba junto a la cocina. Se entraba en él directamente desde
el corral, sin subir un solo peldaño. El suelo estaba enladrillado.
El ventanuco apenas daba paso a la luz. Los muebles consistían en
una mesita, un taburete y una ancha yacija, especie de tarima, cubierta
con una chilopya o estera de paja." A esto vino a unirse la vieja y ruidosa
máquina de coser de su madre.
No se han publicado hasta ahora documentos auténticos referentes
a la familia Djugashvili y a la niñez de José, ni tampoco
podrían ser numerosos. El nivel cultural de su medio era tan primitivo,
que la vida no era registrada y fluía sin dejar traza alguna. Sólo
después de pasar el mismo Stalin de la cincuentena comenzaron a
aparecer reminiscencias de la familia de su padre. Solían ser de
segunda mano, escritas bien por enemigos furibundos y no siempre escrupulosos,
bien por amigos obligados, a iniciativa (mejor sería decir por orden)
de comisiones encargadas de la historia del Partido, y, por consiguiente,
en su mayoría no son sino ejercicios sobre un tema señalado.
Naturalmente, sería fácil buscar la verdad en la diagonal
entre las dos deformaciones. Sin embargo, yuxtaponiendo ambas, pesando
en una mano las reticencias y en otras las exageraciones, evaluando con
sentido crítico el hilo del simple relato a la luz de los episodios
futuros, es posible aproximarse a la verdad. Sin tratar de pintar artificialmente
cuadros perfectos como me propongo, trataré de ofrecer al lector
los elementos de estos materiales de origen en que descansan mis hipótesis
y mis conclusiones.
Más profusos de detalles son los recuerdos del antes nombrado
(José) Iremashvili, publicados en 1932, en alemán, en Berlín,
con el título de Stalin y la tragedia de Georgia. Como su autor
es un antiguo menchevique, convertido luego en algo parecido a un nacionalsocialista,
su historial político en sí no mueve a gran crédito.
No obstante, es imposible dar de lado su trabajo. Muchas de sus páginas
son tan terminantes y convincentes que no dejan lugar a duda. Aun incidentes
que parecen cuestionables a primera vista, encuentran confirmación
directa o indirecta en memorias oficiales publicadas varios años
después. No estará de más añadir que algunas
de las conjeturas que yo había hecho basándome en silencios
intencionados o expresiones equívocas aparecidos en publicaciones
soviéticas encontraban confirmación en el libro de Iremashvili,
que tuve ocasión de leer justamente a última hora. Sería
un error suponer que en concepto de exiliado y enemigo político,
Iremashvili tratara de empequeñecer la figura de Stalin o de pintarla
con negros colores. Todo lo contrario, pasa revista a las aptitudes de
Stalin casi en triunfo y con exageración notoria; reconoce que Stalin
es hombre dispuesto siempre a realizar sacrificios de orden personal por
sus ideas, reiteradamente pondera el afecto de Stalin hacia su madre,
y pinta su primer matrimonio con trazos conmovedores. Un examen más
detenido de estas memorias del antiguo profesor del Instituto de Tiflis
produce la impresión de un documento compuesto de varias capas.
El cimiento se compone sin duda de los remotos recuerdos de la niñez.
Per esa capa fundamental ha sido sometida a la inevitable elaboración
retrospectiva por la memoria y la fantasía, bajo la influencia del
actual destino de Stalin y de las opiniones políticas del propio
autor. A ello debe agregarse la presencia en las memorias de detalles dudosos,
aunque en su esencia insignificantes, que deben adscribirse a un defecto
bastante frecuente entre cierto pulimento y retoque "artístico".
Y hecha esta advertencia, creo lo mejor apoyarme, a partir de aquí,
en las memorias de Iremashvili.
Las referencias biográficas más antiguas hablan invariablemente
de Stalin como hijo de un campesino de la aldea de Didi-Lilo. Stalin, por
primera vez, se refirió a sí mismo como hijo de un trabajador
en 1926. Pero esta contradicción es más aparente que real:
como muchos trabajadores rusos, Djugashvili padre, continuaba siendo calificado
de campesino en su pasaporte. Sin embargo, esto no agota las dificultades.
El padre se designa siempre como trabajador de la fábrica de calzado
de Alijanov, en Tiflis. Pero la familia vivía en Gori, no en la
capital del Cáucaso. ¿Significa esto, acaso, que el padre
viviera separado de la familia? Tal supuesto pudiera justificarse si la
familia y su sustentador viviesen en diferentes ciudades. Además,
Gogojiva, compañero de José en el Seminario, y que vivía
en la misma corraliza que él, así como Iremashvili, que le
visitaba con frecuencia, coinciden en afirmar rotundamente que Vissarion
trabajaba allí cerca, en la calle Sobornava, en una casucha de adobe
con el tejado lleno de goteras. En consecuencia, suponemos que el empleo
de su padre en Tiflis fue provisional, probablemente de la época
en que su familia habitaba aún en el pueblo. Pero en Gori, Vissarion
Djugashvili ya no trabajaba en una fábrica de calzado (no había
fábricas en la capital de provincia), sino como modesto artesano
independiente. La falta deliberada de claridad sobre este punto obedece
sin duda al deseo de no debilitar la impresión del origen "proletario"
de Stalin.
Como muchas georgianas, Ekaterina Djugashvili fue madre aún
muy jovencita. Los primeros tres niños murieron en edad temprana.
El 21 de diciembre de 1879, cuando nació su cuarto hijo, apenas
tenía veinte años. José contaba siete cuando cayó
enfermo de viruela, cuyas marcas conservó por el resto de su vida
como testimonio de su procedencia y ambiente plebeyos. A sus señales
de viruela, el biógrafo de Stalin en francés, Suvarin, añade
caquexia del brazo izquierdo, lo que, añadido a tener soldados dos
dedos de un pie, según su información, parece probar la ascendencia
alcohólica por el lado paterno. Hablando en general, los zapateros,
al menos en Rusia central, tenían tal fama de bebedores que era
proverbio muy común el de "borracho como un zapatero". Es difícil
decir hasta qué punto son verídicas las especulaciones sobre
herencia comunicadas a Suvarin por "varias personas", la mayoría
probablemente emigrados mencheviques. Al enumerar los guardias zaristas
los "rasgos distintivos" de José Djugashvili, no mencionan un brazo
lisiado, pero los dedos adheridos sí están reseñados
en 1903 por el coronel Shabelsky. No es imposible que, antes de publicarlos,
estos documentos policíacos, como todos los demás, hayan
sido objeto de una criba defectuosa por el censor. No debe dejarse de hacer
constar, sin embargo, que en años posteriores Stalin solía
llevar un guante de abrigo en la mano izquierda, incluso en las sesiones
del Politburó. Por entonces se aceptó como causa el reumatismo.
Pero, después de todo, estas características físicas
secundarias, imaginarias o reales, carecen en sí mismas de interés
apreciable. Mucho más importante es tratar de analizar el verdadero
carácter de sus padres y la atmósfera de su familia.
Lo primero que llama la atención es el hecho de que los recuerdos
oficialmente recopilados apenas mencionan a Vissarion, a quien dejan de
lado casi por completo, en tanto que dedican pasajes llenos de simpatía
a la dura y afanosa vida de Ekaterina. "La madre de José ganaba
muy poco -relata Gogojiva- trabajando como lavandera o cociendo pan en
las casas de los vecinos acomodados de Gori. Tenía que pagar rublo
y medio por el alquiler mensual de su vivienda: pero no siempre conseguía
reservar esa cantidad." Así nos enteramos de que el pago del alquiler
corría de cuenta de la madre y no del padre. Dice además:
"La pobreza y la vida de fatigas de su madre dejaron huella en el carácter
de José...", como si el padre no formara parte de la familia. Sólo
más tarde, de pasada, el autor inserta la frase siguiente: "El padre
de José, Vissarion, se pasaba el día trabajando, cosiendo
y reparando calzado." De todos modos, la ocupación del padre no
se menciona a propósito de la vida doméstica de la familia
o sus problemas de subsistencia. Esto da motivo para suponer que si se
hace mención del padre es sólo por cubrir las apariencias.
Glurdzhidze, otro condiscípulo suyo del Seminario, nada en absoluto
dice del padre cuando escribe que la madre de José "se ganaba la
vida cortando, cosiendo o lavando ropa interior". Estas reticencias, que
no son casuales, merecen tanta más atención cuanto que las
costumbres populares no atribuían la misión directora de
la familia a la mujer. Por el contrario, de acuerdo con las viejas tradiciones
georgianas, persistentes en grado superlativo entre los montañeses
conservadores, la mujer estaba relegada a la condición de esclavitud
doméstica, y apenas era admitida a la augusta presencia de su señor
y dueño, no tenía voz en asuntos de la familia y ni siquiera
se atrevía a castigar a su propio hijo. Aun en la iglesia, madres,
mujeres y hermanas tenían que colocarse detrás de los padres,
maridos y hermanos. El hecho de que los autores de las memorias coloquen
a la madre en el lugar que normalmente correspondía al padre, no
puede interpretarse más que como deseo de evitar toda descripción
de Vissarion Djugashvili. La enciclopedia rusa más antigua, comentando
la extrema sobriedad de los georgianos en materia de alimento, dice a título
complementario: "Apenas hay otro pueblo en el mundo que beba tanto vino
como los georgianos." Verdad es que, después de trasladarse a Gori,
difícilmente habría podido Vissarion conservar su propia
viña. Pero, en compensación, la ciudad tenía dujans
en todos los rincones, y en ellos el vodka competía con el vino
y aun le llevaba ventaja.
En este aspecto, las alegaciones de Iremashvili son muy convincentes.
Como los demás autores de memorias, pero anticipándoseles
en cinco años, se expresa con cálida simpatía al describir
a Ekaterina, quien demostró gran cariño hacia su hijo y sentimientos
amistosos hacia sus compañeros de juegos y de escuela. Georgiana
auténtica, Keke, como generalmente la llamaban, era profundamente
religiosa. Su vida de ajetreo fue un servicio ininterrumpido: a Dios, al
esposo y al hijo. Se le cansó la vista a fuerza de coser en una
vivienda mal iluminada, y comenzó a llevar gafas muy pronto. Pero
en aquella época, toda matrona de Georgia, pasados los treinta años,
era considerada casi como una vieja. Sus vecinos la trataban con gran afecto,
movidos por la vida de continuos afanes que le veían llevar. Según
Iremashvili, el cabeza de familia, Bezo (Vissarion) era persona de áspero
genio, a la vez que dipsomaníaco empedernido. Se bebía la
mayor parte de sus escasas ganancias. Por eso caía sobre la madre,
como una doble carga, la responsabilidad de pagar el alquiler de la mísera
vivienda y de sostener la familia. Con desesperada congoja, Keke advirtió
a Bezo, en ocasión de estar maltratando a su hijo: "Le sacas del
corazón el amor de Dios y del prójimo, y se lo llenas de
odio a su propio padre." "Palizas horribles, inmerecidas, hicieron al muchacho
tan hosco y cruel como era su padre." Amargado, José comenzó
a cavilar acerca de los misterios eternos de la vida. No le apenó
la prematura muerte de su padre; únicamente se sintió más
libre. Iremashvili infiere que siendo aún muy joven, el chico empezó
a extender su latente hostilidad y sed de venganza contra su padre a todos
aquellos que tenían o podían tener un vestigio de autoridad
sobre él. "Desde su juventud, la maquinación de vengativas
tramas se convirtió para él en un objetivo que dominaba todos
sus esfuerzos." Aun admitiendo que estas palabras se fundan en juicios
retrospectivos, conservan todavía la plena fuerza de su significación.
En 1930, ya de setenta y un años, Ekaterina, que entonces vivía
en las modestas habitaciones de un criado, en lo que fue antes el palacio
de virrey en Tiflis, contestando a las preguntas de unos periodistas, dijo
por mediación de un intérprete: "Soso (José) fue siempre
un excelente chico... Nunca me dio motivo para castigarle. Estudiaba con
ahínco, siempre estaba leyendo o discutiendo, con el afán
de entenderlo todo... Soso fue mi único hijo. Naturalmente, le quería
muchísimo... Su padre, Vissarion, quería hacer de él
un buen zapatero. Pero su padre murió cuando Soso tenía once
años... Yo no quería que fuese zapatero. Sólo deseaba
una cosa: que se hiciera pope." En verdad, Suvarin recogió una información
muy distinta entre los georgianos de París: "Sabían de Soso
que era muy duro, insensible, que trataba a su madre sin respeto, y en
apoyo de sus reminiscencias citaban "penosos lances"." El biógrafo
mismo advierte, sin embargo, que sus informes procedían de los enemigos
políticos de Stalin. En aquel grupo, además, circulaban también
no pocas leyendas, sólo que en sentido inverso. Iremashvili, por
su parte, insiste mucho sobre la fervorosa devoción de Soso hacia
su madre. En realidad, el muchacho no podría haber tenido otros
sentimientos hacia la bienhechora de la familia y protectora suya contra
las violencias de su padre.
El escritor alemán Emil Ludwing, retratista de corte de nuestra
época, encontró en el Kremlin una ocasión más
de aplicar su método de hacer preguntas capciosas en que se asocia
una moderada perspicacia a la sagacidad política. "¿Le gusta
la Naturaleza, signor Mussolini?" "¿Qué opina usted de Schopenhauer,
doctor Masaryk?" "¿Cree usted en un futuro mejor, Mr. Roosevelt?"
Durante una de estas inquisiciones verbales, Stalin, desasosegado en presencia
del famoso extranjero, dibuja asiduamente florecillas y barquitos con un
lápiz de color. Al menos así lo refiere Ludwig. Acerca del
brazo lisiado de Wilhelm Hohenzollern, este escritor ha construido una
biografía psicoanalítica del ex kaiser, que el viejo Freud
contempló con irónica perplejidad. Ludwig no se fijó
en el brazo impedido de Stalin, y no hay que decir que también los
dedos soldados se le pasaron inadvertidos. Sin embargo, trató de
deducir la carrera revolucionaria del señor del Kremlin a base de
las tundas que durante la niñez le administró su padre. Después
de familiarizarse con las memorias de Iremashvili, no es difícil
comprender de dónde extrajo Ludwig su idea. "¿Qué
le hizo a usted rebelde? ¿Se debió a que sus padres le trataron
mal?" Sería más bien imprudente asignar a estas palabras
ningún valor documental, y no sólo porque las afirmaciones
y negaciones de Stalin, como tendremos frecuente ocasión de ver,
tienden a variar con la máxima facilidad. En circunstancias análogas,
cualquiera hubiese podido proceder de igual modo. En todo caso, no es posible
reprochar a Stalin que haya rehusado quejarse en público de su padre,
muerto ya hacía muchos años. Lo que sorprende es semejante
falta de tacto en un escritor tan respetuoso.
Las aflicciones familiares no son, empero, el único factor que
moldeara la personalidad del muchacho, ruda, voluntariosa y vengativa.
Las influencias, mucho más amplias, del miedo social fomentaron
tales cualidades. Uno de los biógrafos de Stalin relata cómo,
de vez en cuando, el muy ilustre príncipe Amilajviri cabalgaba en
brioso corcel hasta la pobre casucha del zapatero para que le reparase
las botas, desgarradas en la caza, y cómo el hijo del zapatero,
con un gran mechón de pelo sobre la estrecha frente, miraba fijamente
al príncipe con ojos de aborrecimiento, apretando sus puños
infantiles. Intrínsecamente, esta pintoresca escena pertenece, a
juicio nuestro, al dominio de la fantasía. Sin embargo, el contraste
entre la pobreza que le rodeaba y la relativa suntuosidad del último
de los señores feudales de Georgia no podían menos de causar
una punzante y pertinaz impresión en la conciencia del muchacho.
La capa inferior de la pequeña burguesía no conoce más
que dos carreras para sus hijos únicos o inteligentes: empleado
público o clérigo. La madre de Hitler soñaba con la
carrera eclesiástica de su hijo. La misma grata esperanza acariciaba
Ekaterina Djugashvili diez años antes, y aun dentro de un medio
más humilde. El sueño mismo (ver a su hijo envuelto en ropas
talares) muestra casualmente lo poco impregnada que la familia del zapatero
Bezo estaba de "espíritu proletario". Se concebía un futuro
mejor, no a consecuencia de la lucha de clases, sino como resultado de
romper con la propia clase.
El clero ortodoxo, a pesar de su modesta categoría social y
su bajo nivel cultural, pertenecía a la jerarquía de los
privilegiados por estar libre del servicio militar obligatorio, del impuesto
capital y... del látigo. Sólo la abolición de la servidumbre
dio acceso a los campesinos a las filas del clero, privilegio condicionado,
no obstante, por una limitación gubernativa: para ser promovido
a un empleo eclesiástico, un hijo de campesino necesitaba la especial
dispensa del gobernador.
Los futuros popes se educaban en veintenas de seminarios, cuya antesala
eran las escuelas teológicas. Por su categoría en el sistema
estatal de educación, los seminarios se aproximaban a las escuelas
secundarias o institutos, con la diferencia de que en ellos los estudiantes
laicos, ¡se suponían ser simplemente débiles pilares
para la Teología! En la vieja Rusia, los famosos bursy eran proverbiales
por el salvajismo horrible de sus costumbres, su pedagogía medieval
y la ley del puño, para no citar la suciedad, el frío y el
hambre. Todos los vicios censurados por la Sagrada Escritura florecían
en aquellos planteles de piedad. El escritor Pomyalovsky se ganó
un lugar permanente en la literatura rusa como un autor veraz y despiadado
de Bocetos de la Escuela Teológica (Ocherki Bursy, 1862). No puede
uno menos de citar en esta sazón las palabras que a propósito
del mismo Pomyalovsky escribía su biógrafo: "Aquel período
de su vida escolar alimentó en él la confianza, el disimulo,
la animosidad y el odio a quienes le rodeaban." Verdad es que las reformas
del reinado de Alejandro II aportaron ciertas mejoras aun en la zona más
rancia de la enseñanza eclesiástica. Sin embargo, no más
lejos que en la última década del pasado siglo, las escuelas
teológicas, especialmente en la remota Transcaucasia, seguían
siendo los puntos más negros del mapa "cultural" de Rusia.
El Gobierno zarista rompió hace mucho tiempo, no sin derramamiento
de sangre, la independencia de la Iglesia georgiana, sometiéndola
al Sínodo de San Petersburgo. Pero la hostilidad hacia los rusificadores
continuó latente entre los grados inferiores del clero georgiano.
El vasallaje de su Iglesia conmovió la tradicional religiosidad
de los georgianos y preparó el terreno para la influencia de la
socialdemocracia, no sólo en las ciudades, sino también en
el campo, en las aldeas. La atmósfera culterana de las escuelas
teológicas resaltaba más aún, pues no sólo
tenían por misión rusificar a sus pupilos, sino prepararlos
para el papel de directores o policías espirituales. Un hálito
de enconada hostilidad impregnó las relaciones entre profesores
y alumnos. La enseñanza se daba en lengua rusa: el georgiano quedaba
relegado a una vez por semana, y no pocas veces se desdeñaba como
lengua de una raza inferior.
En 1890, seguramente poco después de morir su padre, Soso, que
entonces tenía once años, entró con una cartera de
percal bajo el brazo en la escuela teológica. Según sus condiscípulos,
el chiquillo puso gran empeño en aprender su catecismo y sus oraciones.
Gogojiya hace observar que gracias a "su extraordinaria memoria", Soso
recordaba las lecciones literalmente de oírlas al maestro, sin necesidad
de repasarlas. En realidad, la memoria de Stalin (al menos su memoria para
retener teorías) es francamente mediocre. Pero, de todos modos,
para recordar en clase no era necesario prestar excesiva atención.
Por entonces, el orden sacerdotal era, sin duda alguna, la ambición
suprema del mismo Soso. La resolución estimulaba sus aptitudes y
su memoria. Otro condiscípulo, Kapanadze, testifica que durante
los trece años de internado y en los treinta y cinco de su actividad
pedagógica, nunca tuvo ocasión de encontrar a "un discípulo
tan capaz y bien dotado" como José Djugashvili. Y el mismo Iremashvili,
que escribió su libro no en Tiflis, sino en Berlín, afirma
que Soso era el mejor alumno de la escuela teológica. En otros testimonios
hay, no obstante, importantes zonas oscuras. "Durante los primeros años,
en los grados preparatorios -dice Glurdzhidze-, José estudió
soberbiamente, y con el tiempo, al revelar aptitudes brillantes cada vez
mayores, llegó a ser uno de los mejores alumnos." En este artículo,
que presenta todas las señales de un panegírico escrito por
orden superior, la circunspecta frase "uno de los mejores", indica claramente
que José no era el mejor, ni superior al resto de la clase, ni extraordinario.
De idéntica naturaleza son los recuerdos de otro condiscípulo,
Elisabedashvili. "José -dice- era uno de los más inteligentes
y uno de los más listos." En una palabra, no era el más listo.
Así nos vemos inclinados a sospechar que, o bien varió su
posición escolar en los diversos grados o cursos, o bien algunos
de los autores de memorias, pertenecientes por su parte a la retaguardia
de la instrucción, no eran duchos en seleccionar a los mejores alumnos.
Sin pronunciarse definitivamente en cuanto a su clasificación
exacta en su clase, Gogojiya manifiesta que en desarrollo y conocimientos
rayaba "muy por encima de sus condiscípulos". Soso leía todo
cuanto encontraba en la biblioteca de la escuela, incluso los clásicos
georgianos y rusos, que, naturalmente, eran cuidadosamente cernidos por
las autoridades. Después de los exámenes de grado, José
fue recompensado con un diploma de mérito, "lo que en aquellos días
era una proeza extraordinaria, pues su padre no era clérigo y ejercía
el oficio de zapatero". ¡Un rasgo notable!
En conjunto, las memorias escritas en Tiflis sobre "la juventud del
Maestro" son más bien insípidas. "Soso nos llevaba al coro,
y con su voz vibrante y armoniosa nos dirigía al cantar las queridas
canciones nacionales." Jugando a la pelota, "José sabía escoger
a los mejores, y por eso ganaba siempre nuestro grupo". "José aprendió
a dibujar espléndidamente." Pero ninguna de estas cualidades llegó
a convertirse en verdadero talento: José no consiguió ser
cantante, ni artista, ni brillar en el deporte. Menos convincentes resultan
aún menciones como las siguientes: "José Djugashvili era
notable por su gran modestia, y era un camarada afectuoso y sensible."
"Nunca hacía sentir a nadie su superioridad", y otras por el estilo.
Si todo ello es cierto, hay que convenir en que, con los años, José
se transformó en lo contrario.
Los recuerdos de Iremashvili son incomparablemente más vigorosos
y verosímiles. Pinta a su tocayo como un muchacho delgaducho, musculoso,
lleno de pecas, sumamente resuelto, reservado y voluntarioso, capaz de
conseguir siempre lo que se proponía, ya se tratara de dominar a
sus compañeros de juego, ya de tirar piedras o escalar rocas. Aunque
Soso era decididamente un fervoroso amante de la Naturaleza, los seres
vivos no despertaban sus simpatías. La compasión por la gente
o los animales le era extraña. "Nunca le vi llorar." "Soso sólo
tenía una sarcástica sonrisa para las alegrías y los
pesares de sus camaradas." Todo ello puede haberse pulido ligeramente en
la memoria, como una piedra en el torrente; pero no es invención.
Iremashvili comete un error indubitable al atribuir a José una
conducta rebelde ya en la escuela de Gori. Soso sufría casi a diario,
según él, castigo como cabecilla de las protestas de los
escolares, y particularmente por gritar contra "el odioso inspector Butyrski".
Pero los autores de las memorias oficiales, esta vez sin propósito
premeditado, retratan a José como un alumno ejemplar, incluso en
conducta, durante todos esos años. "Habitualmente era serio, perseverante
-escribe Gogojiya-, y le disgustaban las jugarretas y las diabluras. Terminada
la escuela, iba corriendo a su casa, y siempre se le veía enfrascado
en la lectura de un libro." Según el mismo Gogojiya, la escuela
pagaba a José un estipendio mensual, lo que hubiera sido completamente
imposible en el caso de haber faltado alguna vez al respeto a sus superiores
y, sobre todo, al "odiado inspector Butyrski". Todos los demás autores
de memorias sitúan el comienzo de los modales rebeldes de José
en la época de sus días de Seminario en Tiflis. Pero, aun
así, ninguno consigna nada alusivo a que participara en protestas
ruidosas. La explicación de los fallos memorísticos de Iremashvili
y los de algunos otros, con referencia al lugar y al tiempo de determinadas
peripecias, está sin duda en el hecho de que todos los participantes
consideraban el Seminario de Tiflis como continuación directa de
la escuela teológica. Más difícil de comprender es
el hecho de que ninguno, salvo Iremashvili, mencione rechiflas dirigidas
por José. ¿Es una simple aberración de la memoria?
¿O es que José desempeñaba en algunos "conciertos"
un papel encubierto, del que sólo unos pocos tenían noticia?
Ello no estaría, ni mucho menos, en desacuerdo con el carácter
del futuro conspirador.
No se tiene seguridad en cuanto al momento en que José rompió
con la fe de sus padres. Según el mismo Iremashvili, Soso, en unión
de otros dos chicos de la escuela, cantaba gustoso en la iglesia del pueblo
durante las vacaciones estivales, aunque ya entonces (esto es, en los últimos
cursos de la escuela) la religión era para él cosa pretérita.
Glurdzhidze recuerda a su vez que José, cuando tenía trece
años, le dijo un día: "Sabes, nos están engañando.
No hay Dios..." En respuesta al grito de asombro de su interlocutor, José
le insinuó haber leído un libro en el que se demostraba que
"hablar de Dios es vana palabrería". ¿Qué libro era
aquél? "Darwin. Tienes que leerlo." La referencia a Darwin añade
un matiz de incredulidad al episodio. Un niño de trece años,
en una ciudad remota, difícilmente podía haber leído
a Darwin y sacado de su obra conclusiones ateístas. Según
manifestaciones del mismo Stalin, emprendió el camino de las ideas
revolucionarias a los quince años; es decir, cuando ya estaba en
Tiflis. Verdad es que pudo haber roto con la religión antes; pero,
asimismo, es posible que Glurdzhidze, trasladado también de la escuela
teológica al Seminario, confunda las fechas, anticipándose
en unos años. Repudiar a Dios, en cuyo nombre se perpetraban las
crueldades
de que eran objeto los alumnos, no fue seguramente muy difícil.
En todo caso, la energía interna necesaria para ello se vio recompensada
cuando los instructores y las autoridades sintieron hundirse bajo sus pies
el fundamento moral. De allí en adelante ya no pudieron hacer violencia
sólo por el hecho de ser los más fuertes. La expresiva fórmula
de Soso, "nos están engañando", arroja una luz clara sobre
su mundo interior, independientemente de la fecha en que la conversión
tuviera lugar, y de que fuese en Gori o en Tiflis, uno o dos años
más tarde.
En cuanto a la época del ingreso de José en el Seminario,
diversas publicaciones oficiales dan a elegir entre tres fechas: 1892,
1893 y 1894. ¿Cuánto tiempo permaneció en el Seminario?
Seis años, contesta El Calendario Comunista. Cinco, dice el bosquejo
biográfico escrito por el secretario de Stalin. Cuatro años,
asegura su antiguo condiscípulo Gogojiya. La tablilla conmemorativa
del edificio en que estuvo instalado el antiguo Seminario consigna, en
cuanto es posible descifrarlo de una fotografía, que el "Gran Stalin"
estudió dentro de aquellas paredes desde el 1.º de setiembre
de 1894 hasta el 21 de julio de 1899; por consiguiente, cinco años.
¿Es posible que la biografía oficial silencie la última
fecha por considerar que presenta el seminarista Djugashvili demasiado
grandullón? En todo caso, preferimos fiarnos de la tablilla conmemorativa,
pues sus fechas se basan muy probablemente en los documentos del mismo
Seminario.
Con el certificado de buena conducta en la escuela de Gori en su cartera,
José se encontró a los quince años por vez primera,
en otoño de 1894, en la gran ciudad, que no podía menos de
confundir su imaginación, Tiflis, la antigua capital de los reyes
de Georgia. No es exagerado decir que la ciudad, entre asiática
y europea, dejó en el joven José una huella que perduró
el resto de su vida. En el curso de su historia de casi mil quinientos
años, Tiflis cayó varias veces en manos de sus enemigos,
fue demolida quince veces, y en varias ocasiones arrasada hasta sus cimientos
mismos. Los árabes, los turcos y los persas, que penetraron en ella
a pura fuerza, dejaron profunda impresión en la arquitectura y las
costumbres del pueblo, y las trazas de aquella influencia han persistido
hasta hoy. Se levantaron barrios europeos después de conquistar
Georgia los rusos, convirtiéndose la antigua capital en sede provincial
y centro administrativo de la región transcaucásica. Tiflis
contaba con más de 150.000 habitantes el año en que José
ingresó en el Seminario. Los rusos, la cuarta parte de esa cifra,
eran disidentes religiosos desterrados, muy numerosos en Transcaucasia,
o funcionarios militares y civiles. El comercio y la industria estaban
concentrados en manos de los armenios, que desde antiguo constituían
el sector más numeroso (38 por 100) y el más próspero
de la población. Los georgianos, relacionados con las aldeas, y
que, como los rusos, sumaban la cuarta parte del vecindario aproximadamente,
formaban la capa inferior de artesanos, traficantes y funcionarios civiles
y militares subalternos. "Junto a calles que ofrecen un carácter
europeo contemporáneo... -consigna una descripción de la
ciudad publicada en 1901-, se cobija un laberinto de callejuelas angostas,
tortuosas y sucias, puramente asiáticas, como las plazuelas y bazares,
encuadrados por tenderetes abiertos de tipo occidental, puestos, cafés,
barberías y repletos de una bulliciosa multitud de faquines, aguadores,
recaderos, jinetes, reatas de mulas y asnos de carga, caravanas de camellos,
etcétera." La falta de alcantarillado, la insuficiencia de agua,
los estíos tórridos, el cáustico y porfiado polvo
de las calles, el alumbrado de petróleo en el centro de la ciudad
y la ausencia de faroles en todas las calles periféricas..., tales
eran las características del centro administrativo y cultural de
Transcaucasia al cambiar el siglo.
"Fuimos introducidos en una casa de cuatro pisos -refiere Gogojiya,
que llegó en unión de José al Seminario-, y en los
enormes aposentos de nuestro dormitorio, que albergaban de veinte a treinta
personas. El edificio era el Seminario Teológico de Tiflis." Gracias
a sus afortunados estudios de la escuela teológica de Gori, José
Djugashvili fue admitido en el Seminario provisto de todo, incluso ropas,
calzado y libros de texto, lo cual, insistimos, hubiera sido totalmente
imposible si se hubiese revelado como rebelde. ¡Quién sabe
si las autoridades llegaron a confiar en que pudiese convertirse en ornato
de la Iglesia georgiana! Como en la escuela preparatoria, la enseñanza
se daba allí en lengua rusa. La mayoría de los profesores
eran rusos de nacimiento y rusificadores por deber. Se admitía a
georgianos como instructores en el caso de que demostraran un celo redoblado.
El rector era ruso, fray Hermógenes; el inspector, georgiano, fray
Abashidze, la persona más siniestra y detestable del Seminario.
Iremashvili, que ha hecho la información más completa del
establecimiento, recuerda:
"La vida en la escuela era triste y monótona. Encerrados día
y noche entre muros de cuartel, nos sentíamos prisioneros obligados
a permanecer allí años enteros sin haber cometido delito
alguno. Todos estábamos desalentados y de mal temple. Ahogados por
las habitaciones y pasillos que nos aislaban del mundo exterior, la alegría
juvenil nunca lograba afirmarse. Cuando, de tarde en tarde, el temperamento
de la juventud se manifestaba, era inmediatamente sofocado por los monjes
y monitores. La inspección escolar zarista prohibía leer
literatura y periódicos georgianos. Temían que llegara a
inspirarnos ideas de libertad e independencia para nuestra tierra, y que
infectaran nuestras tiernas almas con las nuevas doctrinas del socialismo.
Aun las pocas obras literarias que las autoridades seglares permitían
llegar a nosotros nos eran prohibidas por las eclesiásticas so pretexto
de que éramos futuros popes. Las obras de Tolstoi, Dostoievski,
Turgeniev y otros clásicos, permanecían inaccesibles para
nosotros."
Los días de seminario pasaron como en una prisión o en
un cuartel. La vida escolar comenzaba a las siete de la mañana.
Rezos, té, clases. Más rezos. Clases, con pausas, hasta las
dos de la tarde. Rezos. Comida, pobre e insuficiente. Permiso para salir
de las paredes del Seminario sólo se concedía en el intervalo
de las tres y las cinco. Después de esa hora se cerraban las puertas.
Pasar lista. A las ocho, té. Preparación de lecciones. A
las diez (después de rezar de nuevo), cada cual iba a su catre.
"Era como si estuviésemos atrapados en una cárcel de piedra",
confirma Gogojiya. Durante los oficios de domingos y festivos, los estudiantes
se pasaban tres y cuatro horas seguidas de "pie, siempre plantados en la
misma losa del pavimento de la iglesia, cargando el cuerpo sobre un pie
cuando el otro ya estaba entumecido, bajo la severa mirada de los monjes,
que no los perdían de vista. "Aun el más piadoso se hubiera
olvidado de rezar a influjos de la interminable ceremonia. Tras los gestos
devotos ocultábamos nuestros pensamientos a los monjes de guardia.
Los métodos pedagógicos del Seminario tenían todo
cuanto los jesuitas han inventado para doblegar las almas infantiles, pero
en una forma más primitiva, cruda y, por consiguiente, menos eficaz.
Lo más notable era que la situación del país mal podía
estimular el espíritu de humildad. En casi todos los sesenta Seminarios
de Rusia había estudiantes que, generalmente por influencia de los
universitarios, colgaban sus hábitos aun antes de haber tenido tiempo
de vestírselos, y sentían profundo desprecio por el escolasticismo
teológico, leían novelas didácticas, periódicos
radicales rusos y demostraciones populares de Darwin y Marx. En el Seminario
de Tiflis, el fermento revolucionario, alimentado por fuentes nacionalistas
y de política general, gozaba ya de cierta tradición. En
tiempos pretéritos se había traducido en acres conflictos
con los profesores, expresiones descaradas de indignación, y aun
en la muerte violenta de un rector. Diez años antes de matricularse
Stalin en el Seminario, Silvestre Dzhibladze había matado a su profesor,
por aludir con desprecio al idioma georgiano. Posteriormente, Dzhibladze
fue uno de los fundadores del movimiento socialdemócrata en el Cáucaso,
y se contó entre los maestros de José Djugashvili.
En 1885 vio Tiflis surgir sus primeros círculos socialistas,
en donde los graduados del Seminario ocuparon al punto los primeros puestos.
Al lado de Silvestre Dzhibladze encontramos allí a Noé Jordania,
el futuro dirigente de los mencheviques de Georgia; a Nicolás Chkheidze,
futuro diputado de la Duma y presidente del Soviet de Petrogrado durante
el mes de la Revolución de febrero de 1917, y a varios otros que
estaban destinados a desempeñar un notable papel en el movimiento
político del Cáucaso y del país entero. El marxismo
en Rusia pasaba entonces todavía por su fase de intelectualidad.
En el Cáucaso, el Seminario Teológico se convirtió
en el foco principal de la infección marxista, simplemente porque
en Tiflis no había Universidad. En distritos retirados y no industriales,
como Georgia, el marxismo se aceptó en una forma particularmente
abstracta, por no decir escolástica. Los seminaristas tenían
al menos cierta práctica en el uso de deducciones lógicas.
Pero en la base de la conversión al marxismo estaba, naturalmente,
el profundo descontento social y nacional del pueblo, que impedía
a los jóvenes bohemios a buscar la salida por la ruta revolucionaria.
José no tuvo ocasión de abrir nuevos caminos en Tiflis,
a pesar de los intentos de los Plutarco soviéticos para presentar
el asunto bajo este aspecto. El golpe asestado por Dzhibladze, reverberaba
aún dentro de los muros del Seminario. Los antiguos seminaristas
estaban ya al frente de la opinión pública, sin perder contacto
por ello con su madrastra, el Seminario. Bastaba una ocasión, un
encuentro personal, un simple empellón, para que los jóvenes
descontentos, irritados, altaneros, que sólo necesitaban un pretexto,
una fórmula para encontrarse a sí mismos, derivaran naturalmente
hacia la senda revolucionaria. La primera etapa por esta ruta tenía
que ser una ruptura con la religión. Si es posible que de Gori llevase
el muchacho consigo residuos de fe, de seguro es que se disiparan en el
Seminario. A partir de entonces, José perdió decididamente
toda su afición a la Teología.
"Su ambición -escribe Iremashvili- alcanzaba tales alturas que
se nos adelantaba mucho en sus realizaciones." Si esto es verdad, se refiere
sólo a un lapso muy breve. Glurdzhidze advierte que de los estudios
del programa del Seminario, "José prefería la historia civil
y la lógica", ocupándose en los otros temas sólo en
la proporción suficiente para salir airoso de los exámenes.
Habiéndose enfriado respecto a la Historia Sagrada, se interesó
por la literatura profana, las ciencias naturales y los problemas sociales.
Le ayudaban estudiantes de las clases adelantadas. "Al descubrir en José
Djugashvili capacidad y espíritu investigador, comenzaron a platicar
con él y a procurarle revistas y libros", relata Gogojiya. "El libro
era el compañero inseparable de José, quien no se separaba
de él ni durante las comidas", asevera Glurdzhidze. En general,
la avidez por la lectura era su característica principal durante
aquellos años de germinación. Después de la retirada
final por la noche, y de haber apagado los monjes todas las luces, los
jóvenes conspiradores sacaban las velas de sus escondites y a su
luz vacilante se embebían en sus libros. José, que había
pasado muchas noches sin dormir entregado a la lectura, comenzó
a tener mal aspecto y a parecer soñoliento. "Cuando empezaba a toser
-refiere Iremashvili-, yo solía quitarle los libros y apagarle la
vela." Glurdzhidze recuerda que los estudiantes devoraban a hurtadillas
obras de Tolstoi, Dostoievski, Shakespeare, Shelley, la Historia de la
Cultura, de Lippert, los escritos del publicista radical ruso Pisarev...
"A veces leíamos en la iglesia durante la misa, ocultándonos
en los bancos."
Por aquel tiempo, los artículos sobre literatura nacional de
Georgia causaron sobre Soso la más profunda impresión. Iremashvili
describe las primeras explosiones del temperamento revolucionario, en las
que un idealismo todavía fresco se asociaba al súbito despertar
de la ambición. "Soso y yo -evoca Iremashvili- hablábamos
frecuentemente del desgraciado sino de Georgia. Nos sentíamos arrebatados
por las obras del poeta Shota Rustaveli..." Llegó a ser modelo para
Soso el personaje Koba, héroe de la novela Nunu, por el autor georgiano
Kazbek. En su lucha contra las autoridades zaristas, los montañeses
oprimidos son derrotados a causa de una traición, y pierden sus
últimos restos de libertad, mientras que el caudillo de la rebelión
lo sacrifica todo, incluso su vida, en aras de su país y de su mujer,
Nunu. Desde entonces, Koba "se trocó en divinidad para Soso... Deseaba
convertirse en otro Koba, luchador y héroe, tan famoso como el mismo
Koba..." José se apodó con el nombre del adalid de los montañeses,
y no quería que se le llamara por otro. "Su faz resplandecía
de orgullo y alegría cuando le llamábamos Koba. Soso conservó
aquel sobrenombre durante muchos años, y fue también su primer
seudónimo cuando comenzó a escribir y a hacer propaganda
para el Partido... Aún hoy, todo el mundo en Georgia le llama Koba,
o Koba-Stalin." Respecto al entusiasmo del joven José por el problema
nacional de Georgia, los biógrafos oficiales nada dicen. En sus
escritos, Stalin aparece al punto como un consumado marxista. Sin embargo,
no es difícil comprender que en el ingenuo "marxismo de aquel período
inicial, convivían en paz nebulosas ideas de socialismo con el romanticismo
nacionalista de Koba".
En el curso de aquel año, según Gogojiya, José
se desenvolvió y maduró tanto, que en su segundo año
comenzó a capitanear un grupo de camaradas en el Seminario.
Si Beria,
el más oficial de los historiadores, dice verdad,
"en 1896-1897, Stalin dirigía dos círculos marxistas en el
Seminario Teológico de Tiflis". Stalin mismo nunca fue dirigido
por nadie. Mucho más probable es la referencia de Iremashvili. Diez
seminaristas, entre ellos Soso Djugashvili, organizaron, según él,
un círculo socialista clandestino. "El estudiante más viejo,
Devdariyani, a quien se encomendó la dirección, se entregó
a su tarea con toda seriedad." Redactó, o más bien recibió
de sus inspiradores de fuera del Seminario, un programa conforme al cual
los miembros del círculo se comprometían a transformarse,
en el término de seis años, en consumados dirigentes socialdemócratas.
El programa comenzaba por Cosmogonía y terminaba con una sociedad
comunista. En las reuniones secretas del círculo se leían
documentos, acompañados de un acalorado cambio de opiniones. No
todo se limitaba, según dice Gogojiya, a la propaganda oral. José
"fundó y editó" en lengua georgiana un periódico manuscrito
que aparecía dos veces al mes y circulaba de mano en mano. El vigilante
inspector Abashidze, encontró una vez, al registrar a José,
"una libreta con un artículo para nuestra revista manuscrita". Tales
publicaciones estaban estrictamente prohibidas, cualesquiera que fuesen
los temas tratados, no sólo en los institutos de enseñanza
teológica, sino también en los seglares. Puesto que el resultado
del descubrimiento de Abashidze se redujo a una "admonición" y a
una mala nota en conducta, hemos de pensar que la revista aquella debía
de ser bastante inocua. Es digno de tenerse en cuenta que Iremashvili,
tan meticuloso, nada dice acerca de la revista.
En el Seminario, José tuvo que resentirse de su pobreza más
sensiblemente que en la escuela preparatoria. "...No tenía dinero
-dice a este propósito Gogojiya-, mientras que nosotros recibíamos
de nuestros padres paquetes y algunos fondos para pequeños gastos.
Durante las horas en que se podía salir del recinto de la escuela,
José no podía proporcionarse ninguna de las cosas accesibles
a los hijos de familias más acomodadas que la suya. Tanto más
desenfrenados eran sus sueños y planes para el futuro, y más
notorio el efecto producido sobre sus instintos en su trato con sus compañeros
de Seminario."
"De muchacho y en su juventud -atestigua Iremashvili- era buen amigo
de aquellos que se sometían a su dominante voluntad." Pero sólo
de éstos. Cuanto más imperativo era contenerse en presencia
de sus preceptores, tanto más se afirmaba su despotismo en el círculo
de sus camaradas. El círculo secreto, cerrado al mundo exterior,
se convirtió en el escenario natural en que José probó
sus fuerzas y la resistencia de los demás. "Le parecía algo
inconcebible -escribe Iremashvili- que cualquiera de los otros estudiantes
pudiera ser director y organizador de grupo..., ya que él leía
la mayoría de los documentos." Quienquiera que se atreviese a refutarle
o a intentar explicarle algo, despertaba al instante su "enemistad inclemente".
José sabía cómo perseguir y cómo tomar venganza.
Sabía asestar el golpe en los puntos débiles. En tales circunstancias,
la solidaridad inicial del círculo no podía durar mucho.
En su lucha por dominar, Koba, "con su cinismo altivo y venenoso, inyectaba
querellas personales en la sociedad de sus amigos". Estas quejas relativas
a su "cinismo venenoso", su insolencia y su carácter vengativo,
se repiten muchas, muchísimas veces durante la vida de Koba.
En la biografía, más bien fantástica, escrita
por Essad-Bey, se dice que, al parecer, antes de sus días de Seminario,
José llevó una vida errante en Tiflis en compañía
de kintos (héroes de la calle, charlatanes, copleros y atracadores),
y que de esa época le quedaron sus maneras rudas y su habilidad
para soltar reniegos. Todo esto es enteramente falso. Desde la escuela
teológica, José fue directamente al Seminario, de modo que
no hubo intervalo posible para el vagabundeo. Pero lo curioso es que el
epíteto kinto no ocupa el último lugar en el diccionario
caucásico. Significa tanto como arbitrista hábil, cínico,
persona capaz de las más bajas connivencias. En el otoño
de 1923 oí por primera vez tal apelativo con referencia a Stalin
de labios del antiguo bolchevique georgiano Felipe Majaradze. ¿No
es posible que este apodo se le aplicara en su época juvenil, dando
origen así a la leyenda relativa al capítulo callejero de
su vida?
El mismo biógrafo habla de la "mano dura" con que al parecer
José Djugashvili se aseguró el triunfo en las ocasiones en
que los medios pacíficos no resultaban adecuados. Eso es difícil
de creer. La arriesgada "acción directa" no fue nunca condición
del carácter de Stalin, muy probablemente tampoco en aquellos remotos
años. Prefería y sabía hacer que otros lucharan en
serio, mientras él se ocultaba en la sombra o detrás de la
cortina. "Lo que le valió prosélitos -expone Iremashvili-
era el miedo a su cólera brutal y a sus malignas burlas. Sus partidarios
sucumbían a su caudillaje porque se sentían seguros bajo
su dominio... Sólo esos tipos humanos realmente pobres de espíritu
e inclinados a las contiendas podían ser amigos suyos..." Las consecuencias
inevitables sobrevinieron en seguida. Algunos miembros del círculo
se retiraron, y otros fueron perdiendo gradualmente interés en las
discusiones. "En el curso de unos años se formaron dos grupos, a
favor y en contra de Koba; la lucha por una causa se trocó en una
repugnante querella personal..." ésta fue la primera gran "querella"
en la senda de la vida de José, pero no la última. Le esperaban
aún otras muchas.
No es posible dejar de decir aquí, aun anticipándonos
considerablemente, que Stalin, siendo ya secretario general del Partido
Comunista, después de pintar en una de las sesiones del Comité
Central con negros colores las intrigas y querellas personales que se estaban
desarrollando en los diversos comités locales del Partido, añadió
de manera inopinada: "Pero estas querellas tienen también su lado
positivo, pues llevan a la dirección monolítica." Sus oyentes
se miraron unos a otros, sorprendidos; el orador continuó su informe
sin inmutarse. La esencia de tal "monolitismo", aun en sus años
juveniles, no siempre estuvo identificada con la idea. Dice Iremashvili:
"No le preocupaba encontrar y determinar la verdad; solía atacar
o defender lo que anteriormente había sostenido o condenado. La
victoria y el triunfo eran para él mucho más preciosos."
No es posible poner en claro la índole de las opiniones de José
en aquellos días, pues no dejó huellas escritas. Según
manifiesta Iremashvili, su tocayo era partidario de las acciones más
violentas y de "la dictadura de la minoría". La participación
de una imaginación intencionada en el esfuerzo de la memoria es
aquí innegable: a fines del pasado siglo, no existía siquiera
la cuestión de "dictadura". "Los extremismos de Koba no tomaron
forma -continúa Iremashvili- en virtud de un estudio objetivo, sino
como producto natural de su ansia personal de poder y su ambición
despiadada, que le dominaba física y espiritualmente." Tras el indudable
prejuicio en los asertos del antiguo menchevique debe uno saber encontrar
el meollo de la verdad. En la vida espiritual de Stalin, el objetivo personal,
práctico, estuvo siempre por encima de la verdad teórica,
y su voluntad ha intervenido siempre con predominio sobre el intelecto.
José Djugashvili no sólo no se hizo pope, como su madre
había soñado, sino que ni siquiera obtuvo el certificado
que le hubiera podido abrir las puertas de ciertas universidades provinciales.
Cómo sucedió esto, y por qué, es objeto de varias
versiones no fáciles de conciliar. En unas Memorias escritas en
1929, que ostensiblemente tratan de borrar la desfavorable impresión
de las que escribió en 1923, Abel Yenukidze manifiesta que en el
Seminario, José empezó a leer libros secretos de tendencias
perniciosas. No escapó tal crimen a la atención del inspector
y, en consecuencia, el peligroso alumno "salió disparado del Seminario".
El historiador oficial caucásico, Beria, nos dice que Stalin "fue
expulsado por no inspirar confianza". Naturalmente, nada hay de extraño
en ello; tales expulsiones eran cosa frecuente. Lo que parece extraño
es que hasta ahora no se hayan publicado documentos del Seminario relativos
al caso. Que no han sido destruidos por el fuego ni arrebatados por el
torbellino de los años revolucionarios resulta evidente al menos
por la tablilla conmemorativa antes mencionada y más aún
por el silencio absoluto que se ha guardado sobre su suerte. ¿Es
que no se dejan publicar por contener datos poco propicios o porque refutan
ciertas leyendas de origen más reciente?
Lo más frecuente es encontrar la afirmación de que Djugashvili
fue expulsado por dirigir un círculo socialdemócrata. Su
antiguo condiscípulo del Seminario, Elisabedashvili, que no es testigo
muy de fiar, nos informa que en los círculos socialdemócratas
"organizados según instrucciones y bajo la dirección de Stalin"
había "de ciento a ciento veinte seminaristas". Si esto se refiere
a los años 1905-1906, en que todas las aguas se habían desbordado
y todas las autoridades se hallaban en extremo desconcierto, pudiera prestársele
crédito. Pero tratándose del año 1899, semejante cifra
puede tildarse de fantástica. Si la organización hubiese
contado con tantos miembros, el desenlace no se hubiera limitado a la mera
expulsión; la intervención de los guardias hubiera sido totalmente
inevitable. Lejos de eso, José no fue arrestado inmediatamente,
sino que estuvo en libertad casi tres años después de salir
del Seminario. Por lo tanto, la versión que asegura ser los círculos
socialdemócratas la causa de su expulsión, ha de rechazarse
definitivamente.
Gogojiya expone este desenlace con mucha más cautela, sin apartarse
mucho, según su costumbre, del fundamento de los hechos. "José
dejó de prestar atención a sus lecciones -escribe-, estudiaba
sólo para obtener notas suficientes y para aprobar a fin de curso.
El feroz monje Abashidze se extrañaba de que el talentoso y bien
preparado Djugashvili, dotado de una memoria privilegiada, sólo
consiguiera notas mediocres... y consiguió obtener una decisión
por la que se le expulsaba del Seminario." En cuanto a lo que hizo recelar
al monje, cabe "recelar" también otras cosas. De las palabras de
Gogojiya se deduce, desde luego, que José fue expulsado del Seminario
por haber descuidado sus estudios, resultado de haber roto con la superciencia
teológica. La misma conclusión puede sacarse del relato de
Kapanadze sobre lo ocurrido cuando estudiaba en el Seminario de Tiflis:
"ya no era el asiduo estudiante que había sido hasta entonces".
Ha de advertirse que Kapanadze, Glurdzhidze y Elisabedashvili soslayan
por entero el asunto de la expulsión de José del Seminario.
Pero lo más asombroso es la circunstancia de que la madre de
Stalin, en la última etapa de su vida, cuando los historiadores
oficiales y los periodistas empezaron a interesarse por ella, negó
categóricamente que hubiese habido tal expulsión. Cuando
entró en el Seminario el muchacho de quince años, era notable,
según dice la madre, por su excelente salud; pero el afán
con que estudiaba llegó a agotarle al extremo de que los médicos
temieron que enfermara de tuberculosis. Ekaterina añadía
que su hijo no deseaba dejar el Seminario, y que ella "se le llevó"
contra su voluntad. Esto no es muy verosímil. Por mala salud pudo
interrumpir sus estudios una temporada, sin abandonar definitivamente la
escuela ni renunciar a una carrera que colmaba las esperanzas de su madre.
Además, en 1899, tenía José ya veinte años,
no se distinguía por su docilidad, y es difícil que su madre
pudiese intervenir en su destino de un modo tan sencillo. Finalmente, después
de salir del Seminario, José no volvió a Gori a guarecerse
bajo las alas protectoras de su madre, lo que hubiera sido natural de haber
estado realmente enfermo, sino que se quedó en Tiflis, sin ocupación
ni recursos. La vieja Keke no dijo toda la verdad cuando habló con
los periodistas. Puede suponerse que por entonces la madre consideraba
la expulsión de su hijo como una gran desgracia para ella misma,
y como el suceso había ocurrido en Tiflis, ella había asegurado
a sus vecinos de Gori que su hijo no fue expulsado, sino que salió
voluntariamente del Seminario a causa de su estado de salud. Además,
la anciana debió pensar que no era decoroso para "el director" del
Estado el hecho de que le expulsaran de una escuela en su juventud. Casi
no hace falta buscar otras razones más recónditas para la
persistencia con que Keke repetía: "No lo expulsaron; me lo llevé
yo misma."
Pero acaso tampoco fue José expulsado en el estricto sentido
de la palabra. Tal versión, quizá la más verosímil,
procede de Iremashvili. Según él, las autoridades del Seminario,
viéndose defraudadas en sus esperanzas, comenzaron a tratar a José
con creciente despego y a censurarle constantemente. "Así sucedió
que Koba, convencido de la esterilidad de todo estudio serio, se convirtió
gradualmente en el peor alumno del Seminario. Solía replicar a los
reproches de sus profesores con su risita envenenada y desdeñosa."
El certificado que las autoridades del Seminario le dieron para pasar del
sexto curso al último era tan malo, que el mismo Koba decidió
irse de allí el año anterior al del examen final. Aceptando
esta explicación, se comprende en el acto por qué Yenukidze
escribió "salió disparado del Seminario", evitando las expresiones,
más precisas, de "fue expulsado" o "dejó el Seminario"; por
qué la mayoría de sus condiscípulos nada dicen con
relación a un episodio tan importante de la vida escolar de José;
por qué no se han publicado documentos; por qué, finalmente,
su madre creyó tener derecho a decir que su hijo no había
sido expulsado, aun cuando ella diera al asunto cierto matiz distinto,
transfiriendo la responsabilidad de su hijo a ella misma. Desde el punto
de vista de la caracterización personal de Stalin o de su biografía
política, los detalles de su ruptura con el Seminario apenas tienen
interés. Pero no son mal ejemplo de las dificultades que la historiografía
totalitaria opone a la investigación aun de detalles tan secundarios.
José entró en la escuela teológica preparatoria
a la edad de once años, en 1890, pasó luego al Seminario,
cuatro años después, y salió de él en 1899,
de manera que estuvo nueve años en escuelas eclesiásticas.
Los georgianos se hacen pronto adultos. José ya era un hombre hecho
al dejar el Seminario, "sin diploma -escribe Gogojiya-, pero con opiniones
definidas y firmes sobre la vida". Este largo período de estudios
teológicos no pudo dejar de ejercer una influencia profunda en su
carácter, en su modo de pensar y en su estilo, que constituye una
parte esencial de su personalidad.
No cuesta mucho creer que desde el momento en que José rompió
en su interior con la religión, el estudio de homiléctica
y la liturgia se le hicieron insoportables. Lo que es difícil comprender
es cómo pudo llevar una vida doble durante tanto tiempo. Si hemos
de dar crédito al relato de que a la temprana edad de trece años
Soso había enfrentado a Darwin con la Biblia, hemos de convenir
en que, a partir de entonces, durante siete largos años, estudió
pacientemente Teología, aunque cada vez con menos fruición.
Stalin mismo situaba la iniciación de su ideología revolucionaria
en los quince a dieciséis años, en plena adolescencia. Es
muy posible que se apartara de la religión dos o tres años
antes de volverse hacia el socialismo. Pero aun admitiendo que ambos cambios
ocurrieron simultáneamente, veremos que el joven ateo continuó,
durante cinco años, explorando los arcanos de la ortodoxia.
Ciertamente, en las instituciones de enseñanza zaristas muchos
jóvenes librepensadores se vieron obligados a llevar una doble vida.
Pero esto se refiere principalmente a universidades, donde el régimen
se distinguía, a pesar de todo, por una libertad considerable, y
la hipocresía oficial estaba reducida a un mínimo ritual.
En las escuelas secundarias, esta divergencia era más difícil
de sostener, pero no solía durar más de un año o dos,
y luego el joven veía ante sí las puertas de la Universidad,
con su relativa libertad académica. La situación docente
seglar, donde los alumnos están sujetos a vigilancia sólo
una parte del día, y la llamada "Religión" era tan sólo
una de las asignaturas secundarias; sino en una institución religiosa
cerrada, donde todo en su vida se hallaba sometido a las exigencias de
la Iglesia y donde no daba un paso a espaldas de los monjes. Para soportar
este régimen durante siete, o siquiera cinco años, se necesitaba
una cautela extraordinaria y excepcionales aptitudes de disimulo. Durante
los años de su permanencia en el Seminario, nadie advirtió
el menor signo de protesta expresa, ningún atrevido acto de insubordinación
por su parte. José se reía de sus profesores a hurtadillas,
pero nunca se mostró imprudente en su misma cara. No agredió
a ningún pedagogo patriotero, como había hecho Dzhibladze;
lo más que hizo fue contestar "con una risita desdeñosa".
Su hostilidad era reservada, solapada, vigilante. El seminarista Pomyalovsky,
durante su vida de interno, fue infectado, según oímos, de
"recelo, reserva, enemistad y odio hacia el medio circundante". Casi la
misma actitud, pero aún más pronunciada, dice Iremashvili,
era característica de Koba. En 1899 dejó el Seminario, llevando
consigo "una hostilidad rencorosa y feroz contra la administración
docente, contra la burguesía, contra todo cuanto existía
en el país y encarnaba el zarismo. Odio contra toda autoridad".