Acerca de nuestra deportación al Asia central, me limitaré
a reproducir, íntegramente, los apuntes del Diario de mi mujer.
El día 16 de enero de 1927, desde las primeras horas de la mañana,
nos pusimos a recoger y empaquetar las cosas. Tengo temperatura, y entre
la fiebre y la debilidad se me va la cabeza en este caos de los objetos
que acaban de traer del Kremlin y de los demás que hay que empaquetar
para llevar con nosotros. Aquello era una algarabía de muebles,
cajones, ropas y libros. Póngase, además, la sucesión
constante de visitas, de amigos, que venían a despedirse. Nuestro
médico y amigo F. A. Guetier nos aconseja candorosamente que aplacemos
el viaje a causa de mi enfriamiento. No tiene la menor idea de la causa
a que este viaje responde y de lo que significaría aplazarlo. Confiemos
en que me repondré un poco en el tren, pues en las condiciones de
los "últimos días" era completamente imposible reponerse
en casa. Desfilan por allí una serie de caras nuevas, muchas de
las cuales era la primera vez que las veía. Abrazos, apretones de
manos, manifestaciones de simpatía, votos porque nos fuese bien.
Vienen a aumentar aquel caos los envíos de flores, de libros, de
dulces, de cosas calientes, etcétera. Va expirando el último
día de batida, de tensión, de excitación. Ya se han
llevado a la estación todas nuestras cosas. Los amigos se han trasladado
también a la estación para despedimos. La familia está
toda reunida en el comedor, preparada para el viaje. Esperamos a los agentes
de la GPU. Miramos al reloj... Son las nueve, las nueve y media..., no
aparece nadie. Las diez, la hora de salida del tren. ¿Qué
ocurre? ¿Es que han cambiado de plan? Suena el teléfono.
De la GPU. comunican que el viaje queda aplazado. No nos dan razones.
-¿Por mucho tiempo?- pregunta L. D.
-Por dos días-le contestan-, hasta pasado mañana.
A la media hora, empiezan a llegar los amigos de la estación.
Primero los jóvenes, luego Rakovsky y otros. Nos dicen que en la
estación se había formado una manifestación gigantesca.
La gente nos esperaba gritando: ¡Viva Trotsky! Pero Trotsky no aparecía.
¿Dónde estaba? Delante del departamento que se nos había
destinado, se apelotonaba una muchedumbre excitada. Unos cuantos jóvenes
alzaron sobre el techo del vagón un retrato grande de L. D., que
fue saludado con vivas estentóreos. El tren gimió, dio una
arrancada, otra, una sacudida, y de pronto se quedó parado. Los
manifestantes corrían delante de la máquina y se aferraban
a los coches, hasta que consiguieron detener el tren, siempre vitoreando
a Trotsky. Entre la muchedumbre empezó a correr el rumor de que
los agentes d e la GPU. tenían escondido al viajero en el vagón
y que le impedían asomarse para saludar a la multitud. En la estación
reinaba una excitación indescriptible. Se produjeron choques con
la milicia y los agentes de la GPU., que causaron heridos en los dos bandos;
practicáronse varias detenciones. Era ya pasada hora y media de
la de salida, y el tren no conseguía arrancar. Al cabo de un rato,
volvieron a traernos el equipaje de la estación. A cada paso estaban
telefoneando los amigos para preguntarnos si estábamos en casa e
informarnos de lo ocurrido en la estación. No pudimos acostarnos
hasta mucho después de las doce. Rendidos por las emociones del
día anterior, nos quedamos dormidos hasta cerca de mediodía.
Nadie llamaba a la puerta. Todo estaba tranquilo. La mujer de nuestro hijo
mayor se fué al trabajo; aún quedaban dos días. Pero
acabábamos de desayunarnos cuando llamaron. Primero se presentó
F. W. Beloborodova y luego M. M. Joffe. Volvieron a llamar y la casa se
nos llenó de agentes de la GPU., de uniforme y de paisano. Comunicaron
a L. D. la orden de detención y de inmediata conducción con
una escolta a Alma-Ata. ¿Y los dos días de que nos hablara
ayer la GPU? ¡Una mentira más! Esta astucia de guerra tenía
por finalidad evitar que se repitiesen las manifestaciones de despedida.
El timbre del teléfono suena incesantemente. Pero un agente apostado
junto a él nos impide, con un gesto bonachón, atender a las
llamadas. Por una casualidad, conseguimos comunicar con Beloborodof, dándole
cuenta de que teníamos la casa ocupada por la GPU, y de que pretendían
sacarnos de ella por la fuerza. Más tarde, supimos que habían
encargado a Bujarin de "dirigir políticamente" el transporte de
L. D. En aquello se veía la mano de Stalin y sus maquinaciones...
Los agentes estaban visiblemente emocionados. L. D. se negó a partir
voluntariamente y aprovechó la ocasión para poner en claro
la realidad de la situación. El Buró político aspiraba
dar al destierro-al menos, al de los elementos más destacados de
la oposición-la apariencia de un pacto voluntario. Así se
les había hecho creer a los obreros. Tenía, pues, su importancia
el poder destruir esta leyenda y presentar las cosas en su verdadera faz,
dándoles además una forma que hiciese imposible silenciarlas
o falsearlas. Esto fué lo que decidió a L. D. a obligar al
adversario a que le aplicase la fuerza. Nos metimos con las dos visitas
en un cuarto y cerramos por dentro. Las negociaciones cm los agentes se
entablaron a través de una puerta cerrada. No sabían que
hacer, vacilaban, todo se volvían sostener conferencias telefónicas
con sus superiores y recibir instrucciones, hasta, que al cabo declararon
que echarían abajo la puerta, pues no tenían más remedio
que ejecutar las órdenes recibidas. Entre tanto, L. D. dictaba las
instrucciones a que habría de atenerse en lo futuro la oposición.
No abrimos. Dieron un mazazo a la puerta y un trozo de ella saltó
hecho astillas. Asomó una manga de uniforme.
-¡Dispare usted contra mí, camarada Trotsky, dispare usted!-gritaba,
todo excitado, Kitchkin, un antiguo oficial que había acompañado
a L. D. muchas veces en sus viajes al frente.
-¡No diga usted tonterías, Kitchkin-le contestó
serenamente L. D.-, que nadie pretende disparar contra usted, pues sabemos
que no hace más que cumplir las órdenes que le dan!
Abrieron la puerta y entraron al cuarto, todos excitados y confusos.
Al ver que L. D. estaba en zapatillas, los agentes le buscaron las botas
y se las calzaron. Luego, se fueron a buscar el abrigo y la gorra de piel
y se los pusieron también. L. D. se negaba a dar un paso. En vista
de esto, le cogieron en brazos y se lo llevaron. Yo me eché encima,
corriendo, el abrigo de pieles, y me calcé las sobrebotas. Bajamos
a la carrera. Al salir oí detrás de mí un portazo.
Detrás de la puerta se oía ruido. Llamé a gritos a
los agentes que se llevaban a L. D. por las escaleras abajo y los mandé
que dejasen salir a los chicos. El mayor había de acompañarnos
al destierro. Se abre la puerta y salen los chicos, y con ellos, Beloborodova,
Joffe y las dos amigas que habían ido a visitarnos. Todos se colaron
por la puerta entreabierta. Sergioska echó mano a sus trucos de
deportista. Al bajar por la escalera, Liova fué llamando a todas
las puertas y gritando:
-¡Que se llevan al camarada Trotsky!
Por las puertas y por el hueco de la escalera se asoman una serie,
de caras asustadas. En esta casa no viven más que altos funcionarios
soviéticos. El automóvil va abarrotado. Las piernas de Sergioska
no encuentran sitio dónde acomodarse. Beloborodova nos acompaña.
Cruzamos las calles de Moscú. Está cayendo una terrible helada.
Sergioska va descubierto. Con las prisas, no le ha dado tiempo a coger
la gorra; todo el mundo está sin galochas y sin guantes. No llevamos
una sola maleta; ni siquiera un maletín de mano. El auto no se dirige
a la estación de Kazán, sino que toma una dirección
distinta, camino de la estación de Iaroslavia, como pronto hubimos
de comprender. Sergioska, intenta saltar del automóvil para ir a
dar aviso a nuestra nuera de que nos llevan conducidos. Pero los agentes
le cogen fuertemente de la mano y se vuelven a L. D., rogándole
que le persuada a no salir del coche. Llegamos a la estación, que
está completamente desierta. Los agentes sacan a L. D. del automóvil
en brazos, como antes le sacaran de casa. Liova grita a los pocos obreros
ferroviarios que hay por allí: ¡Camaradas, mirad cómo
se llevan al camarada Trotsky! Un agente, de la GPU., que en otros tiempos
acompañó varias veces a L. D. yendo de caza, coge a Liova
por el cuello, gritando: "¡Cállate, mocoso!" Sergioska le
contesta con una bofetada de deportista. Estamos ya en el departamento.
En las ventanillas y en las puertas montan la guardia varios centinelas.
Los demás departamentos van llenos de agentes de la GPU. ¿Adónde
nos llevan? No lo sabemos. Vamos sin equipa e alguno. La locomotora se
pone en marcha, arrastrando nuestro vagón, al que se reduce todo
el tren. Son las dos de la tarde. Averiguamos que nos llevan, dando un
rodeo, a una pequeña estación, donde empalmarán nuestro
coche al tren correo que hace el recorrido de Moscú, saliendo de
la estación de Kazán, hasta Tachkent. Hacía las cinco
nos despedimos de Sergioska y de Beloborodova, que se vuelven a Moscú
en el tren descendente. Seguimos viaje. Yo iba tiritando de frío.
L. D. iba de buen humor, casi alegre. La situación se había
aclarado. La atmósfera era tranquila. Los centinelas de vista eran
atentos y corteses. Nos comunicaron que el equipaje llegaría en
el próximo tren y que nos alcanzaría en Frunse (la última
estación del ferrocarril), es decir, al noveno día de viaje.
íbamos sin ropa y sin libros. Sermux y Posnansky habían clasificado
atenta y amorosamente los libros, separando cuidadosamente los destinados
al viaje y los que habían de servirnos para los primeros días
después de llegar al punto de destino. Sermux, que conoce bien los
hábitos y los gustos de L. D., había empaquetado celosamente
los materiales de escribir. Este colaborador acompañó a L.
D. como taquígrafo y secretario en muchos de sus viajes, durante
los años de la revolución. En los viajes, L. D. trabajaba
con energía redoblada, aprovechando la circunstancia de verse libre
de visitas y llamadas telefónicas, asistido principalmente, primero
por Glasmann y más tarde por Sermux. De pronto, nos veíamos
lanzados a un largo viaje sin un libro, sin un lápiz, sin una hoja
de papel. Sergioska nos había buscado, antes de salir de Moscú,
el libro de Semionof-Tianchanski, una obra científica sobre el Turquestán.
Queríamos informarnos por el camino acerca de nuestra futura residencia,
de la que no sabíamos apenas nada. Pero el libro de Semionof-Tianchanski
se había quedado con los otros en Moscú, metido en la maleta.
Y allí nos íbamos, sentados en el departamento, con una mano
encima de otra, como si hiciésemos un viaje en tranvía. Por
la noche, nos tendíamos a descansar en los bancos,, con la cabeza
apoyada en el brazo. En la Puerta del departamento, que quedaba entreabierta,
montaba la guardia sin perdemos de vista un centinela.
¿Qué nos esperaba? ¿Qué faz iba a presentar
nuestro viaje? ¿Y el destierro? ¿Con qué condiciones
de vida nos íbamos a encontrar allí? Los comienzos no prometían
nada bueno. Pero, a pesar de todo, no perdíamos la serenidad. El
coche se columpiaba ligeramente. íbamos tendidos en los bancos.
La puerta entreabierta nos recordaba constantemente que íbamos allí
en calidad de prisioneros. Estábamos fatigados de todas las emociones
y sorpresas del viaje, de la incertidumbre y la tensión de espíritu
de los últimos días; ahora, descansábamos. Reinaba
un gran silencio. Los centinelas no hablaban. Yo me sentía mal.
L. D. hacía todo lo posible por aliviarme el malestar, pero no disponía
más que de su buen humor que, poco a poco, iba comunicándome.
Acabamos por no darnos cuenta del ambiente que nos rodeaba y gozamos del
descanso. Liova iba en el departamento de al lado. En Moscú se había
consagrado por entero a los trabajos de la oposición. Ahora partía
con nosotros al destierro, para ayudarnos en todo lo que pudiera, sin haber
tenido siquiera tiempo para despedirse de su mujer. A partir de este momento,
era el único medio de que disponíamos para comunicarnos con
el mundo exterior. En el coche reinaba una oscuridad casi completa, pues
las velas de estearina que alumbraban encima de la puerta no daban más
que un débil resplandor. Nos íbamos adentrando por el Oriente.
Cuanto más nos alejábamos de Moscú, más
atenta se mostraba con nosotros la escolta. En Samara bajó a comprarnos
ropa interior para la muda, jabón, cepillos de dientes y algunos
otros objetos de que necesitábamos. En las estaciones nos servían
de comer a nosotros y a los centinelas. L. D., que tiene que seguir un
régimen riguroso de alimentación, comía ahora de todo
lo que nos daban, y nos infundía ánimos a mí y a Liova.
Yo observaba aquel apetito con asombro y con miedo. Los objetos de uso
doméstico que nos habían comprado en Samara fueron bautizados
cada cual con su nombre. Había, por ejemplo, un pañuelo de
bolsillo que se llamaba Menchinsky, y unos calcetines a los que habíamos
puesto por nombre Jagoda (que así se llamaba el sustituto de Menchinsky).
Con esto, aquellos objetos cobraban un carácter alegre. El tren
se detenía largamente a cada paso por las tormentas de nieve. Pero
día por día, nos íbamos internando, poco a poco. Asia
adentro.
Antes de partir, L. D. había pedido que dejasen ir con él
a dos de sus antiguos colaboradores. Pero no lo autorizaron. En vista de
esto, Sermux y Posnansky decidieron ponerse en viaje por su cuenta y se
embarcaron en el mismo tren en que habíamos de ir nosotros. Se habían
acomodado en otro coche; habían sido testigos de la manifestación,
pero no abandonaron su puesto, pues creían que nosotros íbamos
en el tren. Al cabo de algún tiempo, descubrieron que no íbamos
allí, se bajaron en Arissi y esperaron al tren próximo. Nos
encontramos allí con ellos. Es decir, el único que los vió
fué Liova, que gozaba de una cierta libertad de movimientos; pero
todos tuvimos, al saberlo, una gran alegría. Reproduzco a continuación
un apunte tomado por mi chico a raíz de aquello: "Por la mañana,
fui a la sala de espera, con la esperanza de encontrarme allí a
los camaradas de cuya suerte habíamos venido hablando, preocupados,
durante todo el trayecto. Y, en efecto, allí estaban los dos, en
la fonda, sentados en una mesita, jugando al ajedrez. Sería difícil
pintar la alegría que tuve al verlos. Les hice seña de que
no se acercasen, pues apenas presentarme yo comenzó a maniobrar
en la fonda, como de costumbre, la GPU. Volví corriendo al tren
a dar cuenta del descubrimiento. Alegría general. Ni el propio L.
D. les podía tomar a mal aquello, a pesar de que habían faltado
a sus instrucciones, quedándose a esperarlos aquí, en vez
de seguir viaje. Esto les exponía a peligros inútiles. Después
de cambiar impresiones con L. D., escribí una esquela, con el propósito
de entregársela al caer las sombras de la noche. En ella les daba
las siguientes instrucciones: Posnansky debe continuar viaje solo hasta
Tachkent y esperar allí hasta que le avisemos. Sermux continuará
viaje directo hasta Alma-Ata, sin ponerse en contacto con nosotros. Conseguí
citar a Posnansky y tener una entrevista con él en un rincón
oculto detrás de la estación, que no estaba alumbrado por
ningún farol. Se presentó en el lugar convenido, pero no
pudimos vemos de pronto; cuando conseguimos encontrarnos, estábamos
los dos excitadísimos y nos pusimos a hablar a toda velocidad, interrumpiéndonos
el uno al otro. Los agentes-le dije-hicieron saltar la puerta y le sacaron
en brazos. Pero él no comprendía. ¿Quién saltó
la puerta y por qué y a quién sacaron en brazos? Pero no
había tiempo para hablar con más claridad, pues podían
descubrimos. De modo que la entrevista resultó estéril..."
Después de la revelación que nos hizo Liova en Arissi,
seguimos viaje, ya con la conciencia de que iba en el mismo tren que nosotros
un amigo leal. Esto nos daba ánimos. Al décimo día,
nos encontramos con el equipaje. Lo primero que hicimos fué sacar
el libro de Semionof-Tianchanski. Nos pusimos a leer con gran interés
la descripción que hacía de Alma-Ata, su naturaleza, sus
gentes, sus pomaradas, y nos enteramos, que era lo más importante,
de que había caza en abundancia. L. D. sacó, muy contento,
los utensilios de escribir que le había preparado Sermux. Llegamos
a Frunse (Pichpek) por la mañana temprano. Era la última
estación de ferrocarril. Hacía mucho frío. La nieve,
blanca, limpia, apetitosa, sobre la que se derramaban los rayos del sol,
cegaba los ojos. Nos trajeron abrigos de pieles, de los que usan los campesinos,
y botas de fieltro. A pesar de que las ropas me agobiaban, todavía
tuve frío por el camino. El autobús se desplazaba lentamente
sobre la calzada crujiente, cubierta de nieve; el aire de hielo le mordía
a uno la cara. A los treinta kilómetros de camino, nos detuvimos.
Estaba oscuro y parecía que habíamos hecho alto en la estepa
nevada. Dos soldados de la escolta (nos acompañaban de doce a quince
hombres) se acercaron a nosotros, a comunicarnos, con cierta timidez, que
allí no había grandes "comodidades" para pasar la noche.
Nos apeamos pesadamente del autobús y, a tientas en la noche, dimos
con la puerta baja del edificio en que estaba la estafeta de Correos, donde
nos desprendimos, muy contentos, de las pesadas envolturas. El local estaba
frío, sin calefacción. Las ventanucas practicadas en las
paredes, tapiadas completamente por el hielo, para desdicha nuestra. Nos
calentamos con té y comimos algo. Conversamos con la hostelera de
la estafeta, que era una mujer cosaca. L. D. se informó de la vida
en aquella comarca y le hizo algunas preguntas, de pasada, acerca de la
caza que había por allí. Todo presentaba un aire de misterio.
Y lo peor era la incertidumbre de cómo acabaría aquella aventura.
Nos pusimos a preparar modo de dormir. La escolta fue a buscar albergue
por la vecindad. Liova se instaló sobre un banco. L. D. y yo hicimos
cama en la mesa grande, tendidos sobre los abrigos de pieles de los aldeanos.
Al vernos acostados en aquel cuarto oscuro y frío, pegando casi
al techo, no pude por menos de echarme a reír, exclamando:
-¡Esta alcoba no se parece en nada a las del Kremlin!
L. D. y Liova me hicieron coro. Al amanecer seguimos viaje. Nos quedaba
todavía la parte más dura del camino, que era la que remontaba
las montañas del Kurdai. Helaba de un modo terrible. El pesado ropaje
era una carga agobiadora: parecía como si llevásemos encima
un muro. En el siguiente alto, trabamos conversación con el chófer
y un agente de la GPU que había salido a nuestro encuentro desde
Alma-Alta. Poco a poco, iban abriéndose ante nosotros los horizontes
de aquella vida desconocida y extraña. El camino era difícil
para el automóvil. La calzada estaba devastada por las nieves. Pero
el chófer guiaba diestramente, pues conocía bien todos los
secretos del camino, y de vez en cuando entraba en calor con un trago de
vodka. Conforme iba anocheciendo, hacíase más intensa la
helada. Alentado por la conciencia de que en aquel desierto de nieve todo
dependía de él, el chófer daba rienda suelta a sus
murmuraciones, criticando desembarazadamente a las autoridades y al régimen...
El agente de la autoridad de Alma-Ata, que iba sentado a su lado, procuraba
contestarle con buenas palabras, deseoso de salir con bien de aquel trance.
Hacia las tres de la mañana, en medio de la más completa
oscuridad, el coche hizo alto. Habíamos llegado. ¿Pero a
dónde? Según se averiguó después, a la calzada
de Gogol, delante del hotel "Dchetysu" que procedía realmente de
los tiempos del novelista. Nos dieron dos cuartos. El cuarto inmediato
al nuestro fue requisado por la escolta y por los agentes locales de GPU.
Al revisar Liova los equipajes, se encontró con que, dos maletas
con ropa y libros se habían caído por el camino, entre la
nieve. Habíamos vuelto a quedarnos sin el libro de Semionof-Tianchanski.
Se habían perdido también los mapas y libros de L. D. sobre
China y la India, así como los utensilios de escribir. Quince pares
de ojos no habían sido bastantes a evitar que se cayesen las maletas...
Liova se lanzó a la calle a la mañana siguiente a enterarse
de las cosas. Dió varias vueltas inspeccionando la villa y se informó,
en primer término, del estado del Correo y el Telégrafo,
que, a partir de aquel momento, habían de ser el centro de nuestra
vida. Dió también con una botica. Revolvió infatigablemente
hasta reunir los objetos más necesarios, tales como plumas, lápices,
pan, manteca. En los primeros días, ni L. D. ni yo salíamos
del cuarto; más tarde, lo abandonábamos para dar unas vueltas
al atardecer. Era nuestro chico el que nos servía de enlace con
el mundo exterior. La comida nos la traían de la fonda más
próxima. Liova se pasaba días enteros sin aparecer. Esperábamos
siempre su regreso con gran impaciencia. Al cabo, se presentaba trayéndonos
periódicos y dándonos toda clase de detalles interesantes
acerca de los usos y costumbres de la villa. Estábamos inquietos
sin saber dónde podría estar escondido Sermux. Por fin, al
cuarto día, oímos en el pasillo su voz, aquella voz para
nosotros tan grata. Nos pusimos a escuchar detrás de la puerta,
con gran emoción, las palabras y los pasos de nuestro amigo. Su
aparición abría ante nosotros nuevas perspectivas. Consiguió
que le diesen un cuarto pegando al nuestro. Salí al pasillo, le
vi, y me saludó con un gesto mudo. No nos atrevíamos todavía
a entrar en conversación, pero estábamos muy contentos con
tenerle cerca. Al día siguiente, pudo deslizarse furtivamente en
nuestro cuarto, le comunicamos en pocas palabras todo lo ocurrido y nos
pusimos a concertar medidas para el porvenir común. Pero este porvenir
había de ser muy breve. Al día siguiente, hacia las diez
de la noche, sobrevino el desenlace. El hotel permanecía silencioso.
Yo estaba con L. D. en el cuarto, con la puerta que daba al frío
pasillo abierta, pues la estufa de hierro despedía un calor insoportable.
Liova se había metido en su habitación. Sentimos unos pasos
suaves, cautelosos, blandos, como de botas de fieltro, en el pasillo y
nos pusimos los tres a escuchar (pues también Liova se puso al acecho,
según después averiguamos, adivinando en seguida lo que pasaba).
¡Ahí están!: tal fué la idea que cruzó
como un rayo por nuestra mente. Oímos cómo entraban, sin
llamar, en el cuarto de Sermux, cómo le decían:
-¡Dése usted prisa! Y su voz que contestaba:
-¿Por lo menos, me permitirán ustedes que me calce las
botas?
Le habían sorprendido, sin duda, en zapatillas. Volvieron a
oírse los pasos cautelosos y retornó el silencio profundo
de antes. Poco después, el portero cerró la puerta del cuarto
de Sermux. A éste, no volvimos a verle. Le tuvieron recluído
varias semanas en los calabozos de la GPU de Alma-Ata, mezclado con criminales
de delitos comunes y pasando hambre o poco menos, hasta que le reexpidieron
a Moscú con veinticinco copeques por día para que se mantuviese.
Una cantidad que no le habría alcanzado ni para pan. Más
tarde, supimos que a Posnansky le habían detenido en Tachkent, enviándole
también a Moscú. Pasados unos tres meses, tuvimos noticias
de ellos, ya desde el destierro. Por una feliz casualidad, se encontraron
en el mismo coche, en el tren, en que les llevaban conducidos hacia Oriente;
iban sentados frente a frente. Después de haber pasado una temporada
separados, volvían a reunirse, para separarse de nuevo a los pocos
días, pues iban destinados a dos lugares distintos.
L. D. se quedó, pues, sin colaboradores ni auxiliares para sus
trabajos. Sus adversarios se vengaban así cruelmente de la lealtad
con que, los dos habían servido a su lado a la revolución.
A Glasmann, aquel hombre modesto a quien tanto queríamos, le habían
obligado ya, fuerza de acosarlo, a suicidarse en 1924. A Sermux y a Posnansky
los mandaron al destierro. A Butof, aquel silencioso trabajador Butof,
le encarcelaron, y como quisieran obligarle a prestar falso testimonio
le forzaron a defenderse por la huelga del hambre, huelga que terminó
con su muerte en el hospital de la cárcel. Con esto, quedaba aniquilado
el "secretariado", al que los enemigos de L. D. perseguían con un
odio fanático como a la fuente de todo mal. El adversario creía
haber desarmado por entero y para siempre a L. D. en aquel lejano rincón
de Alma-Ata. Woroshilof se jactaba públicamente de ello diciendo:
"Si se muere allí, el mundo tardará en enterarse." Pero L.
D. no estaba desarmado. Entre los tres formábamos un pequeño
balansterio. Sobre nuestro chico pesaba, principalmente, la tarea de sostener
las comunicaciones con el mundo exterior. Era el que dirigía nuestra
correspondencia. L. D. te llamaba algunas veces "Ministro de Negocios Extranjeros"
y otras "Ministro de Comunicaciones". Pronto la correspondencia adquirió
un volumen considerable y seguía pesando, en su parte principal,
sobre Liova. Asimismo corría de su cargo el montar el servicio de
vigilancia. Además, reunía el material de que necesitaba
L. D. para sus trabajos. Revolvía en los antiguos fondos de las
bibliotecas, conseguía periódicos extranjeros, sacaba extractos.
él era el encargado de entablar todo género de negociaciones
con las autoridades locales, de organizar las cacerías, de cuidar
del perro de caza y de la escopeta, y todavía le quedaba tiempo
para dedicarse a estudiar celosamente Geografía económica
e idiomas extranjeros. A las pocas semanas de llegar a Alma-Ata, L. D había
reanudado todos sus trabajos científicos y políticos. Poco
tiempo después, Liova descubrió también una mecanógrafa.
La GPU la dejó trabajar con nosotros, con la obligación,
seguramente, de informarles de todo cuanto le diésemos a escribir.
Sería divertidísimo, probablemente, oír lo que esta
pobre chica, tan poco experta en la lucha contra el trotskismo, pudiera
contarles.
La nieve, en Alma-Ata, es muy hermosa, blanca, limpia, seca; como allí
hay muy poco tráfico, conserva su frescura durante todo el invierno.
En la primavera, vienen a sustituirla las rojas amapolas, que florecen
en muchedumbre gigantesca, formando sábanas imponentes de varios
kilómetros, de un rojo resplandeciente. En el verano, las manzanas,
las famosas manzanas de Alma-Ata, grandes y coloradas. La villa carecía
de conducción de aguas, de luz, de calles pavimentadas. En el centro,
a lo largo de la plaza, toda sucia, sentados delante de las tiendas, tomaban
el sol los kirgises, tentándose el cuerpo en busca de insectos.
La malaria hacía grandes estragos. De vez en cuando, se presentaban
también casos de peste. En el verano, había muchos perros
rabiosos. Los periódicos daban también cuenta, bastante frecuentemente,
de casos de lepra. A pesar de todo esto, no pasamos mal el verano. Alquilamos
a un hortelano una cabaña que daba vista a las montañas cubiertas
de nieve, las últimas estribaciones del Tian-Chan. Observábamos
atentamente, día por día, en unión del casero y de
su familia, cómo iba madurando la fruta y colaborábamos intensamente
en la recolección. La huerta se nos presentó en varias fases.
Primero, cubierta de flores blancas. Luego, con las ramas de los árboles
doblándose pesadamente y apoyadas en puntales. Luego, la fruta extendida
como una alfombra de colores debajo de los árboles, sobre una capa
de paja, y las ramas libres de la carga, que volvían a erguirse.
La huerta, en aquellos días, olía a manzanas y peras maduras,
y por encima de nuestras cabezas giraban, zumbando, las abejas y las avispas.
Pusimos fruta en conserva.
Durante los meses de junio y julio, trabajamos intensamente en la huerta,
bajo los pomares, y en la cabaña, debajo del techo de junco; la
máquina de escribir tecleaba infatigable, produciendo un ruido que
era bastante desacostumbrado en aquellos parajes. L. D. dictaba su trabajo
de crítica al programa de la Internacional comunista, corregía
las cuartillas y una vez corregidas, mandaba volver a copiarlas. Recibíamos
una correspondencia voluminosa, diez a quince cartas al día, con
todo género de tesis, críticas, polémicas intestinas,
novedades de Moscú; llegaban también una porción de
telegramas de carácter político y preguntando por nuestra
salud. Los grandes problemas mundiales se mezclaban con los pequeños
asuntos de carácter local, que, vistos desde aquí, no dejaban
de presentar ciertas proporciones grandiosas. Las cartas de Sosnovsky trataban
siempre de asuntos cotidianos y se distinguían por su ingenio y
agudeza. Las magníficas cartas de Rakovsky eran copiadas y enviadas
a los amigos. Aquel cuartito de techo bajo estaba lleno de mesas cubiertas
de originales, de carteras con papeles, de periódicos, de extractos
y recortes. Liova se pasaba días enteros sin salir de su cuarto,
que caía al lado de la cuadra, escribiendo a máquina, corrigiendo
lo escrito por la mecanógrafa, poniendo direcciones en los sobres,
preparando el correo, recibiendo las cartas que llegaban y buscando las
citas que necesitaba su padre. Nos traía el correo de la villa un
propio, medio tullido, a caballo. Al atardecer, L. D., muchos días,
cogía la escopeta y se iba con el perro al monte, acompañado
unas veces por mí y otras por Liova. Volvíamos con las codornices,
las palomas, las gallinas monteses o los faisanes que habíamos cobrado.
Todo iba bien, hasta que no volvía a presentarse el consabido ataque
periódico de la malaria.
Así pasamos un año entero en Alma-Ata, la ciudad de los
terremotos y las inundaciones, al pie de las últimas estribaciones
del Tian-Chan, junto a la frontera china, a 250 kilómetros del ferrocarril
y a 4.000 kilómetros de Moscú, rodeados de cartas, libros
y la naturaleza.
A pesar de que no dábamos un solo paso sin tropezar con un amigo
secreto-todavía es demasiado pronto para hablar de esto-, vivíamos
completamente aislados, exteriormente, de la gente que nos rodeaba, pues
no había nadie que intentase acercarse a nosotros que no fuese castigado,
a veces duramente...
Voy a completar las noticias de mi mujer con algunos extractos sacados
de la correspondencia sostenida por entonces.
El día 28 de febrero, inmediatamente de llegar, escribí
a algunos amigos, también desterrados. Al llegar a Alma-Ata, nos
encontramos con que todas las viviendas estaban requisadas para el Gobierno
de tan, que iba a trasladarse a esta villa de un día a otro. Hube
de dirigir varios telegramas a los soberanos señores de Moscú
para que, después de tres semanas de hotel, nos asignasen una casa.
Fué necesario, comprar, por lo menos, los muebles más indispensables,
restaurar el hogar, completamente deshecho y entregarse a una serie de
trabajos de reconstrucción aunque no ateniéndonos, precisamente,
al programa de la Economía centralizada. Estos trabajos pesaron
por entero sobre Natalia Ivanovna y Liova, pero aun es hoy el día
en que no están terminados, pues el hogar no se decide a calentarse...
Yo me ocupo mucho en estudiar las de Asia: Geografía, Economía,
Historia. Me faltan los periódicos extranjeros. Ya he escrito a
varias partes pidiendo que me los envíen, aunque no sean completamente
nuevos. El correo se recibe con grandes retrasos, y, a lo que parece, muy
irregularmente...
El papel que desempeña en la India el partido comunista no puede
ser más oscuro. Los periódicos han dado noticias de la aparición
de "partidos obreros y campesinos" en varias provincias. Ya, el solo nombre
despierta legítima inquietud, pues así se tituló también
en su tiempo el Kuomintang. ¡Ojalá que la historia no se repita!
Al fin, ha cobrado claro relieve el antagonismo entre Inglaterra y
Norteamérica. Parece que hasta Stalin y Bujarin empiezan a darse
cuenta de lo que ocurre. Sin embargo, nuestros periódicos simplifican
la cosa demasiado, exponiendo la situación como si las diferencias
anglo-americanas, ahora agudizadas, fueran a desencadenar inmediatamente
la guerra. Es indudable que en este proceso histórico han de sobrevenir
todavía varios virajes. La guerra sería un juego demasiado
peligroso para las dos partes. Aún harán varias tentativas
para llegar a una pacífica avenencia. Pero en general, es evidente
que el curso que lleva el asunto avanza a pasos agigantados hacia un desenlace
sangriento.
Durante el viaje, he leído por vez primera el Herr Vogt, de
Marx. Para refutar una docena de afirmaciones calumniosas de Carlos Vogt,
Marx escribe un libro de doscientas páginas de apretada letra impresa,
reúne documentos y testimonios, analiza las pruebas por la vía
directa e indirecta... Si nosotros hubiéramos de pararnos a refutar
con tales proporciones las calumnias de los stalinistas, necesitaríamos
editar una enciclopedia de miles de tomos..."
En abril compartí, por carta, con algunos "iniciados" las alegrías
y las penalidades de la caza: Nos pusimos en camino, acompañados
de mi hijo, en dirección del río Ilí, firmemente decididos
a sacarle el mayor jugo posible a la temporada de primavera. Esta vez,
llevamos con nosotros tiendas de campaña, fieltros, pieles y todo
lo necesario para no tener que pernoctar en los "yourtos"... Pero volvió
a nevar y cayeron grandes heladas. Aquellos días fueron días
terribles de prueba. Por las noches, el frío alcanzaba hasta ocho
y diez grados bajo cero. A pesar de eso, estuvimos nueve días seguidos
sin entrar en una cabaña. Como íbamos muy abrigados por dentro
y por fuera, apenas pasábamos frío. Pero las botas amanecían
completamente heladas, y para poder calzarlas teníamos que calentarlas
a la hoguera. En los primeros días, cazamos en los pantanos, y luego
en el lago. Yo me avié una pequeña tienda sobre un montón
de tierra, en la que pasaba de doce a catorce horas del día; Liova
tenía el puesto entre los árboles, en plena junquera.
Como el tiempo era malo y el vuelo de los pájaros variaba mucho,
la caza no fué muy abundante. Sólo pudimos cobrar unos cuarenta
patos y algunos gansos. Y, sin embargo, el viaje me produjo una gran satisfacción,
consistente, principalmente, en aquella conversión transitoria a
la barbarie: era magnífico aquello de dormir al cielo raso, de comer
al aire libre carne de cordero preparada en un cubo, aquello de no lavarse
ni desnudarse, ni tenerse, por tanto, que vestir, de caer del caballo en
el río (la única vez en que hube de quitarme la ropa bajo
el ardiente sol de mediodía), tener que pasar casi las veinticuatro
horas sobre una estrecha tabla entre el agua y la junquera; emociones todas
que no tiene uno ocasiones frecuentes de experimentar. Regresé de
la expedición sin el menor enfriamiento. Al día siguiente
de estar en casa, cogí un resfriado, y hube de guardar cama durante
ocho días...
Rakovsky se encarga de mandar periódicos extranjeros desde Moscú
y Astrakán. Hoy he tenido carta suya. Está trabajando sobre
el tema del saint-simonismo para el Instituto Marx-Engels. Además,
se ocupa, en escribir sus Memorias. A poco que se conozca la vida de Rakovsky,
se comprenderá lo interesante que el libro, cuando llegue a escribirlo,
tiene que ser".
El día 24 de mayo escribí a Preobrachensky, que ya empezaba
a flaquear: "He recibido sus tesis y no he escrito a nadie una palabra
de esto. Anteayer recibí el telegrama siguiente de Kalpachovo: "Rechazar
resueltamente propuestas y críticas Preobrachensky. Conteste en
seguida. Smilga, Alskii, Netchaief." Ayer recibí este telegrama
desde Usti-Kulom: "Tenemos por falsas las propuestas Preobrachensky. Beloborodof,
Valentinof." De Rakovsky se recibió ayer una carta en que no habla
de usted en términos muy halagüeños y expresa su actitud
ante el "rumbo izquierdista" de Stalin con la fórmula inglesa que
dice: "Espera y no te duermas." Ayer recibí también carta
de Boloborodof y Valentinof. Los dos están muy intranquilos por
no sé qué escrito enviado por Radek a Moscú lleno
de pesimismo. Usted está completamente fuera de sí. Si reproduce
usted fielmente la carta de Radek, estoy completamente de acuerdo con ellos.
Le aconsejo toda intransigencia para con los impresionistas.
Desde que regresé de la caza, es decir, desde fines de marzo,
no me he movido de casa; estoy constantemente con un libro o con la pluma
en la mano, desde las siete o las ocho de la mañana hasta las diez
de la noche. Me propongo hacer un alto de varios días, y como ahora
no hay caza, voy a ir a pescar al río Ili con Natalia Ivanovna y
Sergioska (que está ahora aquí). Ya le informaremos a usted
oportunamente. ¿Tiene usted una idea clara de lo ocurrido en las
elecciones francesas? Yo no acabo de comprenderlo bien. La Pravda ni siquiera
se ha cuidado de dar un estado comparativo entre los votos obtenidos en
ésta y en las elecciones anteriores, de modo que no puede saberse
si los sufragios comunistas han aumentado o disminuido. Voy a ver si puedo
estudiar este asunto en los periódicos extranjeros y le escribiré
a usted."
El día 26 de mayo, escribí a Michail Okudchava, un viejo
bolchevique de Georgia: "En todos aquellos problemas que se le plantean
al nuevo rumbo stalinista, Stalin se esfuerza indiscutiblemente en acercarse
a nuestra posición. Pero en política no sólo importa
el qué, sino que importa también el quién y el cómo.
Las grandes batallas que han de decidir la suerte de la revolución
no se han librado todavía...
Nosotros hemos pensado siempre, y así lo dijimos repetidas veces,
que podía ocurrir que el proceso de decadencia política de
la fracción gobernante no se ajustase completamente a una línea
descendente e ininterrumpida. Este proceso de deslizamiento no se realiza
en el vacío, sino en una sociedad de clase, con una serie de rozamientos
internos bastante considerables. La gran masa del partido no es uniforme,
sino que constituye más bien, en su gran mayoría, una materia
política en bruto. Bajo la presión de los impulsos de clase
de derecha e izquierda, son inevitables en ella los procesos diferenciales.
La aguda crisis producida dentro de la historia del partido en este último
período, cuyas consecuencias estamos pagando nosotros, no es más
que el preludio del desarrollo que han de tomar en lo futuro los sucesos.
Y así como el preludio de una ópera adelanta, en apretada
síntesis, los temas musicales de la obra entera, nuestra "obertura
política" ha esbozado las melodías que el porvenir se encargará
de desarrollar en toda su extensión; es decir, dando entrada a las
trompetas, a los contrabajos, a los timbales y a todos los demás
instrumentos de la Música de clase. Los acontecimientos, tal como
se han venido desenvolviendo, se han encargado de demostrar irrefutablemente
que nosotros no sólo teníamos razón contra esos molinillos
y veletas de Zinovief, Kamenef, Piatakof, etc., sino también contra
los caros amigos de la "izquierda", esas cabezas embrolladas de los ultraizquierdistas,
que propenden a confundir la obertura con la opera; es decir, que piensan
que los procesos fundamentales por que están atravesando el partido
y el Estado, se han cerrado ya y que el Termidor, de que no tuvieron idea
hasta que nos oyeron hablar a nosotros de él, es un hecho consumado...
No dejarse llevar de los nervios, no consumirse estérilmente ni
a uno ni a los demás, aprender, esperar, observar sin perder detalle,
y no consentir que nuestro rumbo político se altere por ninguna
molestia y depresión personal: esta, y no otra, debe ser nuestra
conducta."
El día 9 de junio falleció en Moscú mi hija Nina,
que era, además, una rendida correligionaria. Tenía veintiséis
años cuando murió. A su marido le habían encarcelado
poco antes de desterrarme a mí. Ella siguió trabajando por
la oposición, hasta que hubo de meterse en cama presa de la tisis
galopante, que acabó con su vida en varias semanas. Una carta que
me escribió tardó setenta y tres días en llegar a
mis manos, cuando ya se había muerto.
Rakovsky me envió el 16 de junio el siguiente telegrama: "Recibidas
ayer tus noticias sobre grave enfermedad Nina. He telegrafiado a Moscú
a Alejandra Georgievna (su mujer). Hoy leo en los periódicos que
la vida revolucionaria de Nina ha terminado. Estoy en todo contigo, querido
amigo. Es terrible tener que vivir separados por una distancia tan insuperable.
Te abrazo muchas veces cordialísimamente. Cristián."
Catorce días después llegó una carta suya:
"Mi querido amigo: Siento profunda y doloridamente lo de Ninoska, lo
tuyo, lo de todos vosotros. Ya hace mucho tiempo que cargas con la pesada
cruz del marxista revolucionario, pero ahora experimentas, por vez primera,
el dolor indecible del padre. Estoy contigo de todo corazón y apenado
de estar tan lejos...
Seguramente que Sergioska te ha contado las absurdas medidas que se
han tomado contra tus amigos, después de la estúpida conducta
que contigo se siguió en Moscú. Llegué a tu casa a
la media hora de haberte sacado. En el recibimiento encontré a un
grupo de amigos, mujeres la mayoría de ellos, entre los que se encontraba
Muralof.
-¿Quién es aquí el ciudadano Rakovsky?-preguntó
estentóreamente una voz.
-Yo soy, ¿qué se desea de mí?
-¡Sígame usted!
Me llevaron por un pasillo a un cuarto pequeño. Delante de la
puerta me ordenaron:
-¡Manos arriba!
Y después de cachearme, me hicieron preso. No me soltaron hasta
eso de las cinco. A Muralof le sometieron a los mismos métodos y
le tuvieron preso hasta tarde de la noche... ¡Esta gente ha perdido
la cabeza!-dije para mí, y no fue cólera lo que sentí,
sino vergüenza por nuestros camaradas."
El día 14 de julio escribí a Rakovsky:
"Querido Cristián Georgievich: Hace una eternidad que no os
escribo, a ti ni a los demás amigos, limitándome a enviaron
diferentes papeles. A nuestro regreso de Ili, donde me cogió la
noticia de que Nina estaba muy grave; nos trasladamos en seguida a una
casa que habíamos alquilado para el verano. A los pocos días,
llegó la nueva de la muerte de Nina... Ya comprenderás lo
que esto significaba para nosotros... pero no había tiempo que perder,
pues teníamos que preparar los documentos para el 6.º Congreso
de la internacional comunista. En aquellas circunstancias, no era cosa
fácil. Y, sin embargo, la necesidad de realizar aquel trabajo, costase
lo que costase, nos alivió como un sinapismo y nos ayudó
a sobrellevar las primeras semanas, que fueron terribles.
Esperábamos aquí a Sinuska (nuestra hija mayor), para
el mes de julio. Pero no tuvimos más remedio, sintiéndolo
mucho, que renunciar a su visita. Guetier insistió apremiantemente
en la necesidad de mandarla a un sanatorio. Hacía ya tiempo que
estaba enferma del pulmón, y la campaña que hubo de sostener
atendiendo a su hermana durante los tres últimos meses, cuando ésta
estaba ya desahuciada por los médicos, acabó de minar por
entero su salud...
Pero hablemos de los trabajos referentes al congreso. Decidí
comenzar por la crítica del proyecto del programa, llevando a ella
todas las cuestiones que nos separan de la dirección oficial. El
resultado de estos trabajos fué un libro de once pliegos impresos.
En general, no he hecho más que resumir el fruto de nuestros trabajos
colectivos del último quinquenio, desde que Lenin se apartó
de la dirección del partido y el Poder cayó en manos de los
ligeros epígonos, los cuales, después de vivir algún
tiempo sobre los intereses del capital acumulado, cuando ya éstos
no les bastaron, empezaron a meter mano también al capital.
La apelación al congreso me ha valido unas cuantas docenas de
cartas y telegramas. El recuento de votos no ha terminado aún. Pero
sabemos que de cada cien votos aproximadamente no se han pronunciado por
las tesis de Preobrachensky más que unos tres...
Es muy probable que el bloque pactado por Stalin y Bujarin con Rikof
pueda sostener todavía en este Congreso las apariencias de la unidad,
para, de ese modo, hacer el último esfuerzo desesperado por echar
encima de nosotros la "definitiva" losa sepulcral. Pero este nuevo esfuerzo
y su inevitable esterilidad es, precisamente, lo que puede acelerar el
proceso de desintegración dentro del bloque; pues al día
siguiente de cerrarse el Congreso, surgirá de nuevo, y más
sin recato que nunca, la pregunta de siempre: ¿Y ahora, qué?
Ya veremos qué contestación le dan. Después de desaprovechar
la situación revolucionaria de Alemania en el año 23, tuvimos
como compensación, en los años 24 y 25, una violenta conversión
ultraizquierdista. El rumbo ultraizquierdista de Zinovief subió,
impulsado por un fermento ejemplar: la campaña contra los partidarios
de la industrialización, la aventura de Raditch, La Follette, la
internacional campesina, el Kuomintang, y por ahí adelante. Cuando
el rumbo ultraizquierdista hubo fracasado por doquier experimentó
un alza, siempre con el mismo fermento, el rumbo de derecha. No está
fuera de lo posible la repetición sobre una escala más extensa
del mismo fenómeno; es decir, de una nueva política ultraizquierdista,
apoyada sobre las mismas circunstancias de oportunismo. Sin embargo, las
fuerzas económicas latentes, podrán dar al traste nuevamente
y de una manera brusca con esta orientación de ultraizquierda, imprimiéndole
un viraje resueltamente derechista."
En el mes de agosto escribí a una serie de camaradas en los
términos siguientes:
"Seguramente habréis notado que nuestra Prensa no da cuenta
del eco que los sucesos ocurridos en el seno de nuestro partido ha despertado
en los periódicos europeos y norteamericanos. Bastaba esto para
sospechar, con ciertos visos de verdad, que ese eco no respondía
a los deseos del "nuevo rumbo". Pero hoy, ya puedo deciros que no son sólo
sospechas lo que poseo, sino un testimonio claro de la propia Prensa. El
camarada Andreitchin me envía una página arrancada del número
de febrero de la revista norteamericana The Nation. Después de describir
concisamente los sucesos últimamente producidos aquí, el
periódico, que es el órgano más prestigioso de la
izquierda democrática, escribe:
"Todo lo que queda dicho nos lleva a formular, por encima de todas,
esta pregunta: ¿Quién representa en Rusia la aplicación
del programa bolchevista, y quién la indubitable reacción
contra ella? El lector norteamericano ha creído siempre que Lenin
y Trotsky sostenían la misma causa, y a idénticas conclusiones
habían llegado también la prensa conservadora y los estadistas.
Así, por ejemplo, el Times, de Nueva York, en el número del
Año nuevo, expresaba como su motivo de mayor regocijo, el que Trotsky
hubiera sido expulsado felizmente del partido comunista, declarando sin
ambages que "la oposición eliminada era partidaria de eternizar
aquellas ideas y estados de cosas que habían apartado a Rusia de
la civilización occidental". En idéntico sentido se han expresado
la mayoría de los grandes diarios europeos. Sir Austen Chamberlain
dijo, durante la conferencia de Ginebra, si los informes de los periódicos
no mienten, que Inglaterra no podía entablar ningún género
de negociaciones con Rusia por la pura y sencilla razón de que "a
Trotsky no se le había quitado todavía de en medio". Por
el momento, tendrá que contentarse con que se le haya expulsado...
Desde luego, los representantes todos de la reacción en Europa están
de acuerdo en que el enemigo comunista peligroso no es precisamente Stalin,
sino Trotsky. Y esto, nos parece a nosotros que es bastante significativo..."
He aquí ahora algunos datos estadísticos, sacados de
los apuntes de Liova. Desde abril hasta octubre de 1928, expedimos desde
Alma-Ata unas ochocientas cartas políticas, algunas de ellas con
trabajos bastante extensos, y hacia quinientos cincuenta telegramas. Las
cartas recibidas ascendieron a mil, en números redondos, incluyendo
las grandes y las pequeñas, y los telegramas a setecientos, la mayoría
de ellos colectivos. Esta correspondencia se cruzó, principalmente,
dentro de la zona de los desterrados, pero éstos se encargaban de
hacerla circular también por el país. En los períodos
más favorables recibíamos a lo sumo la mitad de las cartas
que se nos dirigían. Además, recibimos desde Moscú
unas ocho o nueve veces, por medio de propios, envíos secretos;
es decir, material y cartas clandestinas, y otras tantas veces hicimos
nosotros envíos semejantes con destino a la capital. Estos envíos
nos informaban de todo, y nos permitían adoptar una actitud frente
a los sucesos más importantes, aunque con un retraso considerable
muchas veces.
Mi salud empeoró al llegar el otoño. Pronto el rumor
de mi enfermedad se corrió a Moscú. Los obreros, en sus reuniones,
empezaron a interpelar al Gobierno. Pero los gaceteros oficiales se despacharon
pintando mi salud de color de rosa.
El día 20 de septiembre, mi mujer envió a Uglanof, por
entonces secretario de la organización de Moscú, el siguiente
telegrama:
"En un discurso pronunciado en el pleno del Comité de Moscú,
habla usted de la supuesta enfermedad de mi marido, L. D. Trotsky. Y como
sobreviniesen las protestas y cuidados de innumerables camaradas, exclama
usted con tono de indignación: ¡Hay que ver de qué
recursos echan mano! De modo que, según sus palabras, los que se
valen de recursos indignos no son los que mandan al destierro y ponen a
merced de las enfermedades a los colaboradores de Lenin, sino a los que
protestan contra eso. ¿Por qué razón y con qué
derecho se cree usted autorizado a comunicar al partido, a los trabajadores
y al mundo entero que las noticias que circulan acerca de la enfermedad
de L. D. son falsas? Con eso, no hace usted más que engañar
al partido. En el archivo del Comité central se custodian los dictámenes
de nuestros mejores médicos acerca del estado de salud de L. D.
Más de una vez hubieron de reunirse los médicos en consejo
a instancias de Vladimiro Ilitch, a quien tenía enormemente preocupado
el estado de salud de L. D. Los médicos reunidos en junta han dictaminado,
aun después de morir Vladimiro Ilitch que L. D. padece de colitis
y de podagra, causada ésta por la mala asimilación. Acaso
tenga usted noticia de que en el mes de mayo de 1926 L. D. hubo de someterse
en Berlín, sin resultado alguno, a una operación para curarse
de la fiebre de que viene padeciendo desde hace varios años. La
colitis y la podagra son enfermedades incurables, y si no lo fuesen, Alma-Ata
no sería el punto más indicado para tratarlas. Estas enfermedades
van agravándose con el tiempo. Lo único que pueden contener
el avance de la enfermedad en un régimen conveniente de vida y una
buena cura. En Alma-Ata no es posible atender a ninguna de las dos cosas.
Acerca del régimen y la cura que se imponen puede informarle a usted
el Comisario de Higiene, Semasko, que intervino repetidas veces en las
juntas de médicos reunidas para examinar la salud de L. D. a requerimientos
de Vladimiro Ilitch. Además, L. D. ha tenido aquí varios
ataques de malaria, que influyen en la podagra y en la colitis y producen
fuertes dolores periódicos de cabeza. Hay semanas y meses enteros
en que la estancia aquí se hace más llevadera, pero luego
vienen semanas y meses de grandes penalidades. Tal es la realidad. Ustedes
han enviado a L. D. al destierro por "contrarrevolucionario", amparándose
en el artículo 56. Procederían ustedes lógicamente
si declarasen que no les interesaba en lo más mínimo su salud.
Con esto, no harían más que proceder de un modo consecuente.
Con esa consecuencia anonadora que, si no se le pone remedio, acabará
por mandar a la sepultura, no sólo a los mejores revolucionarios,
sino también al partido y a la propia revolución. Pero, por
miedo seguramente a la clase obrera, les falta a ustedes valor para llegar
a esa consecuencia. Y en lugar de decir que la enfermedad que padece Trotsky
es favorable para la causa de ustedes, puesto que tarde o temprano le imposibilitará
para pensar y escribir, lo que hacen es negar redondamente la existencia
de la enfermedad. Es la misma táctica que siguen en sus discursos
Kalinin, Molotof y otros. El hecho de que se les obligue a dar cuenta a
las masas de este asunto e intenten ustedes salir del paso de una manera
tan indigna, demuestra que la clase obrera no cree las mentiras políticas
que le dicen acerca de Trotsky. Tampoco creerá la que hacen circular
acerca de su salud. N. J. Sedova Trotskaia."