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En la primavera del año 1926 emprendí un viaje a Berlín,
acompañado de mi mujer. Los médicos de Moscú, que
no acertaban a explicarse la pertinaz temperatura, hacía tiempo
que me venían aconsejando, para no cargar ellos solos con la responsabilidad,
que hiciese un viaje al extranjero. Yo, por mi parte, quería salir
también de aquel atolladero; la fiebre me había puesto fuera
de combate en varios momentos críticos de la campaña, como
si estuviese conjurada con mis adversarios. La cuestión de mi viaje
al extranjero fué objeto de deliberación por parte del Buró
político. Este, juzgando, según dijo, por todos los informes
recibidos y por la situación política en general, entendía
que el viaje podía ser muy peligroso, si bien me reservaba a mí,
en definitiva, la decisión. A este informe acompañaba un
dictamen de la GPU, declarándose contraria a que me trasladase al
extranjero. Era indudable que el Buró político no quería
asumir ante el partido la responsabilidad de lo que pudiera ocurrirme.
En la cabeza policíaca de Stalin no se había alzado todavía
la luminosa idea de mandarme al extranjero-¡a Constantinopla!-expulsado
por la fuerza. Cabe también la hipótesis de que el Buró
político temiera que fuese a fraguar algún plan de ataque
con los grupos extranjeros de oposición. No obstante, después
de tratar el asunto con mi mujer, decidimos ponernos en viaje.
No nos fué difícil llegar a una inteligencia con la embajada
alemana, y a mediados de abril, mi mujer y yo salimos para Berlín
con un pasaporte diplomático extendido a nombre de un consejero
del Comisariado ukraniano de Instrucción pública llamado
Kusimenko. Nos acompañaban. Sermux, mi secretario, el antiguo jefe
de mi tren, y un delegado de la GPU. Zinovief y Kamenef se despidieron
de mí con afecto casi conmovedor. La verdad es que no se quedaban
de buena gana a solas con Stalin.
Yo conocía bastante bien el Berlín imperialista de antes
de la guerra. Aquel Berlín tenía su fisonomía propia,
que, si bien a nadie parecía ni podía parecer agradable,
a muchos infundía cierto respeto. ¡Cuán cambiada encontré
ahora la capital! Este Berlín de la postguerra no tenía ya
fisonomía alguna, o, a lo menos, yo no alcancé a descubrírsela.
La ciudad se iba reponiendo de una larga y penosa enfermedad, acompañada
de toda una serie de intervenciones quirúrgicas. La inflación
había sido liquidada, pero el nuevo marco no era más que
el termómetro de la miseria general. En las calles, en las tiendas,
en las caras de los transeúntes se leía la escasez y la impaciencia,
acompañadas de vez en cuando por el deseo codicioso de recobrar
el nivel de vida de los viejos tiempos. En aquellos años de guerra,
de humillación y de paz de Versalles, el sentido alemán de
orden y de limpieza habían tenido que rendirse ante la miseria.
Y ahora, aquel hormiguero humano se esforzaba tenazmente, aunque sin gozo
alguno, por restaurar sus caminos, pasillos y plazas, deshechos por la
bota de la guerra. En el ritmo de las calles, en los movimientos y en los
gestos de los que pasaban se percibía una sombra trágica
de fatalismo: no hacer nada; la vida era un eterno presidio en que había
que empezar a cada paso de nuevo.
Hube de someterme durante varias semanas a las observaciones de los
médicos, en una clínica privada de Berlín. Para investigar
las causas de aquella fiebre misteriosa, los médicos me lanzaban
de unos a otros como si fuese una pelota. Por fin, el especialista de garganta
expresó la hipótesis de que la fiebre provenía de
las amígdalas, y me aconsejó que, por lo que pudiera haber
de verdad en ello, me las cortase. Los clínicos y terapéuticos
vacilaban: eran hombres viejos que no habían hecho la guerra en
el frente. El cirujano, que tenía detrás de sí la
experiencia de los hospitales de sangre, los contemplaba con un desprecio
anonadador. Para él, el extirparse las amígdalas no tenía
más importancia que el afeitarse el bigote. No hubo más remedio
que acceder.
Los ayudantes se disponían ya a atarme las manos, pero el profesor
se conformó con algunas garantías de orden moral. En los
chistes que hacía el cirujano para darme ánimos, entreveía
uno cierta tensión y emoción contenidas. Lo más desagradable
era tenerse que estar de espaldas, inmóvil, tragando sangre. La
operación duró de cuarenta a cincuenta minutos. Fué
una operación muy feliz, si bien completamente inútil, pues
al poco tiempo retornó la fiebre.
El tiempo que hube de pasar en Berlín, o, mejor dicho, en la
clínica de Berlín, no fué tiempo perdido. Me lancé
codiciosamente sobre la prensa alemana, de la que había estado casi
completamente aislado desde agosto del año 14. Todos los días
me entraban dos docenas de periódicos alemanes y algunos extranjeros,
que echaba al suelo después de leídos. Los médicos
que me visitaban tenían que pisar, para llegar a mi cama, sobre
una alfombra de periódicos de todas las tendencias. Era, en realidad,
la primera vez que oía toda la escala de sonidos de la política
alemana, bajo la República. Confieso que no pude descubrir en ella
nada nuevo. Una república con que se había encontrado el
país como regalo de la derrota militar; republicanos que lo eran
porque el dictado de Versalles les obligaba a serlo, unos socialdemócratas
que usufructuaban la revolución de Noviembre estrangulada por ellos,
un general Hindenburg elevado a la presidencia de una República
democrática... todo, poco más o menos, como me lo había
imaginado. Sin embargo, no dejaba de ser instructivo poder observar de
cerca todo aquello...
El Primero de mayo salí a pasear en automóvil con mi
mujer por las calles de la ciudad. Recorrimos las principales avenidas,
presenciamos las manifestaciones, leímos los carteles, oímos
una serie de discursos, y al llegar a la Alexanderplatz, nos mezclarnos
entre la muchedumbre. Yo había visto muchas manifestaciones de Primero
de mayo, más imponentes que aquélla, más grandiosas,
más decorativas, pero hacía ya mucho tiempo que no me era
dado moverme con la masa sin llamar la atención, sentirme como una
parte orgánica de aquel todo anónimo, limitándome
a oír y a observar. Sólo una vez hube de posar la vista en
mí, al decirme la persona que me acompañaba: "Ahí
están vendiendo retratos de usted." Por aquellos retratos nadie
hubiera sido capaz de identificar al consejero Kusimenko del Comisariado
ukraniano de Instrucción pública. Por si acaso estas líneas
llegaran algún día a conocimiento del Conde de Westarp, de
Hermann Müller, de Stresemann, del Conde de Reventlow, de Hilferding
u otros que se oponían a que se me permitiera entrar en Alemania,
advertiré que no lancé a la muchedumbre ni una sola palabra
digna de condenación, que no pegué un solo cartel agitando
a nadie y que me limité a ser un espectador que acababa de pasar
por una operación quirúrgica.
También acudimos a ver la fiesta de los árboles floridos,
que se celebraba en Werder, donde se congregaba una muchedumbre inmensa.
Pero, a pesar del ambiente primaveral, exaltado por el sol y el vino, en
las caras de los que se divertían o hacían por divertirse,
se proyectaba la sombra gris de los años vividos. A poco atentamente
que se observase, se veía que todos aquellos seres eran convalecientes
que iban recobrando lentamente la salud; la alegría pesaba sobre
ellos manifiestamente como un duro deber. Pasamos varias horas perdidos
entre la multitud, observando, trabando conversación, comiendo salchichas
en platos de papel y bebiendo incluso cerveza, que no habíamos vuelto
a paladear desde el año 17.
Cuando ya tenía fijada fecha de partida, pues me iba reponiendo
rápidamente de la operación, ocurrió un episodio inesperado,
que aun es hoy el día que no he podido llegar a explicarme con toda
claridad. Como una semana antes de marchar yo, aparecieron en los pasillos
de la clínica dos caballeros de paisano, que presentaban esa facha
característica en que a la legua se ve al policía. Asomé
la cabeza por la ventana y vi plantados en el patio a otra media docena
de caballeros con la misma catadura, que, a pesar de lo que se diferenciaban
unos de otros, tenían entre sí el parecido de la especie.
Comuniqué a Krestinsky, que estaba en mi cuarto en aquel momento,
el resultado de mis observaciones. A los pocos minutos llamó a la
puerta un ayudante y me comunicó, asustado, de orden del profesor,
que se estaba preparando un atentado contra mí.
-Supongo que no será por la policía-le pregunté,
apuntando para los numerosos agentes que estaban a la vista.
El ayudante expresó la conjetura de que la policía habría
si o enviada para prevenir el atentado. A los pocos minutos, apareció
un comisario y puso en conocimiento de Krestinsky que las autoridades de
policía habían tenido noticias de que se tramaba un atentado
contra mí y que, en previsión de él, habían
adoptado providencias extraordinarias. Toda la clínica era presa
de gran excitación. Las enfermeras se contaban unas a otras, y lo
contaban también a los enfermos, que el ruso que estaba hospitalizado
en la clínica era Trotsky y que sus enemigos iban a echar, de un
momento a otro, dos bombas contra el edificio. Con todos aquellos rumores
se produjo una atmósfera poco conveniente para un sanatorio. En
vista de esto, convine con Krestinsky en trasladarme inmediatamente a la
embajada. La calle en que estaba situada la clínica fué acordonada
por la policía. Dos automóviles llenos de fuerza policíaca
dieron escolta al nuestro.
La versión oficial que se me dió del caso fué,
poco más o menos, ésta: una persona a quien se hizo presa
por andar en manejos y conspiraciones monárquicos, denunció
al juez encargado de instruir el sumario que los elementos blancos de Rusia
residentes en Berlín estaban planeando un atentado contra Trotsky,
el cual se encontraba pasando unos días en la capital, y que el
atentado se ejecutaría un día de aquellos. Conviene advertir
que la diplomacia alemana, con quien me había puesto de acuerdo
para hacer el viaje, no había dado noticia de él, intencionadamente,
a la policía, por temor a los muchos elementos monárquicos
que en ella se albergaban. Esto explica el que la policía no concediese
mucho crédito en un principio a la delación del monárquico
preso, si bien quiso confirmar la noticia de que yo me hallaba hospitalizado
en una clínica de Berlín, y se vió grandemente sorprendida
al descubrir que era verdad. Corno los informes se los pidieron también
a los profesores de la clínica, me encontré con dos avisos:
el del ayudante y el de comisario de policía. No tengo, naturalmente,
motivos para saber si era verdad que se tramaba un atentado contra mí
y que la policía tuvo noticia de él por un monárquico
preso. Sospecho, sin embargo, que la cosa fué mucho más sencilla.
Mi sospecha es que la diplomacia no supo guardar el "secreto", y que la
policía, ofendida por aquella prueba de desconfianza, quiso demostrarnos
a Herr Stresemann y a mí que allí no podían extirparse
amígdalas sin su consentimiento. Pero, cualquiera que la causa fuese,
lo cierto era que el pánico traía de cabeza a la clínica
y no tuve más remedio que trasladarme a la embajada, guardado por
una escolta imponente para protegerme del problemático enemigo.
A los periódicos alemanes llegó más tarde un eco débil
e inseguro de esta aventura, a la que, por lo visto, nadie se atrevía
a dar crédito.
Los días que pasé en Berlín coincidieron con dos
grandes acontecimientos europeos: la huelga general inglesa y el golpe
de Estado del general Pilsudski en Polonia. Estos dos acontecimientos sirvieron
para ahondar aún más las diferencias de criterio que me separaban
de los epígonos y trazaron de antemano los derroteros turbulentos
que había de seguir la campaña que veníamos manteniendo.
No estará, pues, de más, que digamos aquí algo acerca
de ellos.
Stalin, Bujarin, y con ellos, en la primera época, Zinovief,
consideraban la alianza diplomática pactada entre los dirigentes
de las organizaciones sindicales soviéticas y el Consejo directivo
de las trade-unions inglesas como remate y coronación de su política.
Llevado por su limitación pequeñoburguesa de horizonte político,
Stalin se figuraba que Purcell y otros elementos destacados de las trade-unions
estarían dispuestos y serían capaces, llegado un momento
difícil para la República de los Soviets, a sostener la causa
de éstos contra la burguesía inglesa. Por su parte, los caudillos
de las trade-unions entendían, no sin razón, que, dada la
crisis que estaba atravesando el capitalismo inglés y el creciente
descontento de las masas, era ventajoso para ellos tener refuerzo de izquierda
en aquella alianza pactada con los directivos de los sindicatos soviéticos,
que no les imponía obligación alguna. Las dos partes procuraban
cuidadosamente no tocar al verdadero meollo del asunto, pues temían
como a la muerte el llamar a las cosas por su nombre. Ocurre con harta
frecuencia que una política, cuando es falsa, se estrella contra
los grandes acontecimientos. La huelga general inglesa de mayo de 1926
fué un acontecimiento de importancia, no sólo para la vida
de Inglaterra, sino para las vicisitudes interiores de nuestro partido.
La suerte corrida por el pueblo inglés después de la
guerra merecía especial atención. El profundo, cambio experimentado
en su situación, dentro del panorama mundial, no podía dejar
de influir en el juego interior de las fuerzas sociales, dentro del país.
Era claro como la luz del día que si Europa, y con ella Inglaterra,
conseguía recobrar, más tarde o más temprano, el equilibrio
social perdido, Inglaterra tenía que atravesar, para lograr este
objetivo, por una serie de choques y conmociones de cierta consideración.
Yo tenía por muy verosímil que cualquier conflicto que se
presentase en la industria inglesa del carbón, conduciría
a la huelga general. De esta premisa, pasaba a inferir que entre las viejas
organizaciones de la clase obrera y los nuevos problemas históricos
que se le planteaban tenía que surgir una desavenencia inevitable.
Acerca de este tema escribí, estando en el Cáucaso, en el
invierno y la primavera de 1925, un libro que circula con el título
del "¿A dónde va Inglaterra?" En realidad, este libro se
encaminaba a combatir las ideas oficiales que profesaba acerca de la cuestión
el Buró Político, sus esperanzas respecto al rumbo izquierdista
del Consejo directivo trade-unionista, y a la creencia de que el comunismo
se iría infiltrando, poco a poco e insensiblemente, en las filas
del partido laborista y de las trade-unions. Para evitar complicaciones
inútiles, y también con objeto, de ver lo que hacían
mis adversarios, creí oportuno entregar el original de este libro
al Buró político para que lo revisase. Como no se trataba
más que de un pronóstico, y no de una crítica de hechos
realizados, los vocales del Buró no tuvieron valor para manifestarse.
El libro pasó intacto por la censura y fué publicado tal
y como yo lo había escrito. A poco de publicarse, fué traducido
al inglés. Los caudillos oficiales del socialismo británico,
desdeñaron las doctrinas contenidas en aquel libro, por parecerles
fantasías de un extranjero desconocedor de la realidad inglesa,
que soñaba con trasplantar a su territorio la huelga general "rusa".
Juicios de estos podrían citarse por docenas, y hasta por cientos,
comenzando por el propio Macdonald, a quien nadie podría disputar
la primacía en un concurso de superficialidad política. Ni
yo mismo podía espirar que mis pronósticos tuvieran tan rápida
realización. Y si la huelga general que estalló en Inglaterra
demuestra la precisión de los cálculos marxistas contra las
críticas primitivas del reformismo inglés, la actitud del
Consejo directivo de las trade-unions durante el movimiento pudo bastar
para que Stalin se curase de todas las ilusiones y esperanzas que había
puesto en Purcell. En aquel cuarto de la clínica, me dediqué
a reunir con atención reconcentrada todos los informes que llegaban
acerca del curso de la huelga general, y muy especialmente los que daban
cuenta de las relaciones mutuas entre las masas y sus dirigentes. Lo más
indignante de todo era el carácter que presentaban los artículos
publicados en la Pravda de Moscú. Su principal preocupación
era encubrir la bancarrota y guardar las apariencias. Para ello, no había
más remedio que desfigurar cínicamente los hechos. Si hay
alguna prueba patente de la decadencia intelectual a que puede llegar una
política revolucionaria, es el que se vea en el trance de engañar
a las masas.
De regreso en Moscú, pedí que se rompiese inmediatamente
el pacto de alianza con el Consejo directivo de las trade-unions. Zinovief,
después de las inevitables vacilaciones, se adhirió a mí.
Radek se opuso. Stalin se aferraba con 'todas sus fuerzas al bloque, que
ya no era más que una apariencia de tal. Los trade-unionistas ingleses
esperaron a que llegase a término aquella dura crisis interior para
quitarse de encima, con un movimiento bastante descortés del pie,
a sus generosos cuanto necios aliados rusos.
No eran menos importantes los sucesos ocurridos en Polonia. Buscando
una salida al atolladero en que estaba metida, la pequeña burguesía
abrazó el camino del alzamiento armado y levantó sobre el
pavés al general Pilsudski. El caudillo del partido comunista polaco,
Warski, soñó que lo que se estaba desarrollando a sus ojos
era "la dictadura democrática de los campesinos y los obreros" y
pidió que el partido comunista secundase los planes del general.
Yo conocía a Warski desde hacía mucho tiempo. Viviendo Rosa
Luxemburgo, pudo ser un elemento aprovechable para la revolución.
Pero ahora, confiado a sus propias fuerzas, no era más que un lugar
vacante. En el año 1924, después de muchas vacilaciones,
Warski declaró que había llegado por fin a convencerse de
lo dañoso que era el "trotskismo", o sea el desdén hacia
la clase campesina, para la causa de la dictadura democrática. En
premio de esta obediencia, le colocaron a la cabeza del partido. El hombre
se pasó una porción de tiempo esperando con gran impaciencia
que se le presentase una ocasión para demostrar que aquellos tardíos
entorchados eran merecidos. Llegado el mes de mayo de 1926, no perdió
un momento, ya que tan brillante ocasión se le deparaba, para pasear
por el lodo su bandera y la del partido. Su hazaña se quedó,
naturalmente, sin sanción: la burocracia de Stalin le puso a salvo
de las iras de los obreros polacos. La lucha entablada en Rusia, dentro
del partido, tomó, en el año 26, caracteres cada vez más
agudos. En el otoño, la oposición sufrió un descalabro
manifiesto en todas las células y organizaciones. La burocracia
la batió duramente en retirada. A la campaña intelectual
venía a sustituir la mecánica administrativa: orden telefónica
de enviar la burocracia del partido a las reuniones de las células
obreras, concentración de los automóviles de los burócratas
delante de los locales en que las reuniones se celebran, pitidos de las
sirenas, silbas y protestas clamorosas, magníficamente organizadas
en cuanto aparecía en la tribuna algún representante de la
oposición. La fracción gobernante se imponía por el
terror, mediante su mecánica de poder, a fuerza de amenazas y represalias.
Antes de que la masa del partido hubiera tenido tiempo a averiguar, comprender
o decir algo, se la atemorizaba con la perspectiva de una escisión
o de una catástrofe. La oposición no tuvo más remedio
que emprender la retirada. El día 16 de octubre firmamos una declaración
en la cual, después de decir que teníamos por ciertas nuestras
opiniones, y que nos reservábamos el derecho a luchar para imponerlas
dentro de los cuadros del partido, nos comprometíamos a abstenernos
de todos cuantos actos pudieran entrañar el peligro de una escisión.
Aquella declaración no estaba destinada a la burocracia, sino a
las masas del partido. En ella, dábamos expresión a nuestra
voluntad de continuar dentro del partido y seguir sirviéndole. Los
stalinistas violaron el pacto al día siguiente de firmarse, pero
a nosotros nos sirvió para ganar tiempo. El invierno de 1926 a 1927
fué un alto en la campaña, que nos permitió ahondar
teóricamente en una serie de cuestiones.
A comienzos del año 27, Zinovief estaba ya dispuesto a capitular,
si no de una vez, por varias etapas. Pero, sobrevinieron los acontecimientos
catastróficos de China, en que el crimen cometido por la Política
de Stalin era tan evidente, que la capitulación de Zinovief y de
cuantos le seguían hubo de suspenderse por algún tiempo.
La orientación que imprimieron los epígonos al movimiento
chino venía a pisotear todas las tradiciones del bolchevismo. El
partido comunista chino se vió obligado, contra su voluntad, a formar
en las filas burguesas del Kuomintang y a someterse a su disciplina militar.
Le fué vedada la creación de soviets. Se aconsejó
a los comunistas que contuviesen la revolución agraria y no armasen
a los obreros sin el permiso de la burguesía. Mucho tiempo antes
de que Tchangkaichek ametrallase a los obreros de Shanghai y pusiese el
Poder en manos de una pandilla militar, habíamos advertido nosotros
que el camino que se seguía no podía conducir a otro desenlace.
Yo me había cansado de pedir, desde 1925, que los comunistas se
saliesen del Kuomintang. La política de Stalin y de Bujarin no sólo
preparó y facilitó la represión de la revolución
china, sino que puso a la política contrarrevolucionaria de Tchangkaichek,
mediante una serie de represalias, a salvo de nuestras críticas.
Todavía en el mes de abril de 1927, en una asamblea del partido
celebrada en el Salón de las Columnas, se atrevió Stalin
a. defender la política de coalición con aquel sujeto y a
pedir que se le abriese un crédito de confianza. Cinco o seis días
después, Tchangkaichek ahogaba en sangre a los obreros de Shanghai
y al partido comunista.
Por el partido atravesó una oleada de indignación. La
oposición volvía a levantar cabeza. Faltando a todas las
normas de una conspiración-pues, en los tiempos que corrían,
teníamos que conspirar para poder defender en Moscú a los
obreros de Shanghai contra las iras de Tchangkaichek-, las gentes de la
oposición venían por docenas a verme al local en que estaba
instalado el Comité central de concesiones.. Había muchos
camaradas jóvenes que creían que aquel descalabro tan evidente
de la política de Stalin no tenía más remedio que
llevar al triunfo a la oposición. En los días que siguieron
al golpe de Estado de Tchangkaichek hube de echar muchos jarros de agua
fría por las febriles cabezas de mis amigos jóvenes y de
algunos que ya no lo eran. Hice todo género de esfuerzos por demostrarles
que la oposición no podía incorporarse sobre la derrota de
la revolución china, que la confirmación de nuestros pronósticos
nos valdría, acaso, mil, cinco mil, diez mil afiliados nuevos, pero
que para millones de gentes lo importante y lo decisivo no eran los pronósticos,
sino el hecho de que el proletariado chino hubiese salido derrotado. Que
después del descalabro de la revolución alemana en el año
23, después de la derrota con que se había liquidado la huelga
general inglesa del 26, este nuevo revés experimentado en China
no haría más que confirmar a las masas en su desengaño
respecto a la revolución internacional. Y que precisamente este
desengaño era la fuente psicológica de donde manaba la política
stalinista del reformismo nacional.
Pronto se demostró que, considerados como fracción, habíamos
adquirido, en efecto, mayor fuerza; es decir, que estábamos ideológicamente
más unidos y que éramos más. Pero la espada de Tchangkaichek
había cortado el cordón umbilical que todavía nos
mantenía unidos al Poder. A su aliado ruso Stalin, que ya no tenía
nada que perder, no le quedaba más remedio que completar la represión
del movimiento obrero de Shanghai ahogando en las organizaciones nuestro
movimiento de oposición. El núcleo de la oposición
lo formaban un grupo de viejos revolucionarios. Pero ahora ya no estábamos
solos. Se agrupaban en torno nuestro cientos y miles da revolucionarios
de la nueva generación a quienes la revolución de Octubre
había alumbrado a la vida política, que habían hecho
toda la guerra civil, que se mantenían sinceramente rendidos a la
autoridad del Comité central de Lenin. Esta nueva generación
no había empezado a pensar por su cuenta, a ejercer sus facultades
críticas, a pulsar los nuevos giros de la situación con un
criterio marxista hasta el año 23, y ahora hubo de aprender-aprendizaje
harto más difícil-a cargar con la responsabilidad que supone
toda iniciativa revolucionaria. Actualmente, miles de revolucionarios de
estos jóvenes tienen ocasión de ahondar, en la cárcel
o en el destierro a que les ha enviado el régimen de Stalin, su
experiencia política mediante el estudio de los problemas teóricos.
Para el grupo que formaba la médula de la oposición,
este desenlace no podía ser ninguna sorpresa. Nosotros sabíamos
perfectamente, que no íbamos a trasplantar nuestras ideas a la generación
joven a fuerza de pactos ni de transigencias, sino en lucha a campo abierto
y sin asustarnos de ninguna de las consecuencias prácticas que ello
pudiera acarrear. Sabíamos que íbamos a una derrota, pero
con esta derrota preparábamos el triunfo ideal de un mañana
remoto.
La aplicación de la violencia física ha desempeñado
siempre y sigue desempeñando un gran papel en la historia de la
humanidad. Unas veces, esta violencia es un elemento de progreso, otras
veces, de reacción, según la clase que la aplique y los fines
a que se dirija. Lo que en modo alguno puede asegurarse es que por medio
de la violencia se resuelvan todos los problemas y se remuevan todos los
obstáculos. Querer contener por la fuerza de las armas las tendencias
de progreso de la historia, es posible. Pero de esto a cerrarles para siempre
el paso, hay un gran trecho. Por eso el revolucionario, cuando se trate
de luchar por grandes principios, no puede dejarse guiar más que
por una norma: fais ce que dois, advienne que pourra.
El partido, conforme se iba acercando el 15.º congreso, anunciado
para fines de 1927, presentía que iba a verse colocado ante una
encrucijada histórica. Un profundo desasosiego atravesaba sus filas.
A pesar del enorme terror desatado, en el partido despertaba el deseo de
oír la voz de la oposición. Para ello, había que valerse
de los recursos clandestinos. En varios lugares de Moscú y Leningrado
celebrábanse reuniones secretas de obreros, obreras y estudiantes,
en que se congregaban de veinte a cien, y a veces doscientas personas,
a oír la voz de un representante de nuestras filas. Yo solía
asistir a dos o tres, y en ocasiones hasta a cuatro reuniones de estas,
en un día. Generalmente, se celebraban en casas de obreros. Imagínense
dos habitaciones pequeñas abarrotadas de gente y al orador dirigiendo
la palabra desde la puerta por la que las dos habitaciones se comunicaban.
A veces, los concurrentes se sentaban por los suelos, aunque lo frecuente
era que estuviesen de pie, por falta de sitio. De vez en cuando, se presentaba
un delegado de la Comisión de vigilancia e intimaba a los reunidos
a que se disolviesen. En tales casos, lo que se hacía era invitarle
a que tomase parte en la discusión. Y si molestaba, se le ponía
de patitas en la calle. En total, y calculando entre Leningrado y Moscú,
serían unas veinte mil personas las que acudirían a estas
reuniones. La corriente crecía. Se organizó hábilmente
una gran asamblea en la sala de conferencias de la Escuela Técnica,
que fué llenándose desde adentro. Consiguieron entrar en
la sala unas dos mil personas. Una compacta muchedumbre hubo de quedarse
en la calle. Todas las tentativas que hizo la dirección de la Escuela
para estorbar nuestro propósito fueron estériles. Kamenef
y yo hablamos por espacio de unas dos horas. En vista de esto, el Comité
central dirigió una proclama a los obreros diciendo que había
que disolver por la fuerza las reuniones de la oposición. Esta proclama
no era mas que una careta bajo la cual se organizaba cuidadosamente una
campaña de asaltos de las tropas de choque de la GPU. contra nosotros.
Stalin quería un desenlace sangriento. Circulamos órdenes
de que por el momento se suspendiesen todas las reuniones de alguna consideración.
Pero esto ocurrió ya después de la manifestación del
día 7 de noviembre.
En el mes de octubre de 1927 reuniose en Leningrado el Comité
ejecutivo central. Para celebrarlo se organizó una gran manifestación
Por un engranaje casual de las circunstancias, aquella manifestación
tomó un giro completamente inesperado. Zinovief, yo y algunos otros
elementos de la oposición habíamos salido a pasear en automóvil
por la capital, con objeto de observar la magnitud y el ambiente que reinaba
en la manifestación. Ya de retirada, pasamos por delante del Palacio
de Taurida, donde habían levantado, sobre unos camiones, las tribunas
para que hablasen los del Comité central. El coche en que íbamos
encontró cerrado el paso. No nos dió apenas tiempo pensar
cómo saldríamos de aquel atolladero, cuando el Comandante
se acercó al "auto", e inocentemente nos escoltó hasta la
tribuna. Sin darnos tiempo a acallar los escrúpulos que nos asaltaban,
vimos que dos filas de soldados de la milicia nos abrían paso al
último camión, vacío aún. Apenas la gente se
enteró de que estábamos nosotros en la tribuna del extremo,
la manifestación cambió de carácter, en un momento.
La muchedumbre desfiló indiferente por delante de la primera tribuna,
sin escuchar los discursos de salutación que le dirigían
desde lo alto y se precipitó a donde estábamos nosotros.
Nuestro camión se vió cercado al instante por un mar de cabezas.
Los obreros y los soldados del ejército rojo se plantaban delante
de nosotros, mirando para arriba, dirigiéndonos palabras de saludo,
hasta que se veían arrastrados por los que venían detrás.
El destacamento de la milicia que habían mandado para restablecer
el orden se vió envuelto también en el entusiasmo colectivo
y no pudo hacer nada. En vista de esto, mandaron a unos cincuenta agentes
del aparato burocrático. Estos intentaron silbar, pero sus silbidos
aislados se perdían entre los clamores generales de aplauso. La
situación hacíase cada vez más insostenible para los
organizadores oficiales de la manifestación. Al fin, el presidente
del Comité ejecutivo central panruso, seguido de otros prestigiosos
miembros del Comité, abandonó la primera tribuna, casi, desierta
de público, y trepó con los demás a nuestro camión,
que ocupaba el último lugar y estaba destinado a huéspedes
menos "distinguidos". Pero tampoco este golpe de audacia bastó para
salvar la situación. La masa no se cansaba de gritar nombres, y
estos nombres no eran precisamente los de los héroes oficiales del
día.
De Zinovief se apoderó en seguida el optimismo; él esperaba
que la manifestación se tradujese en consecuencias magnas e inmediatas.
Yo no compartía su apreciación impulsiva acerca de la situación.
Las masas obreras de Leningrado se limitaban a mostrar su descontento con
el régimen por una manifestación platónico de simpatía
hacía los caudillos de la oposición; pero esto no quería
decir, ni mucho menos, que fuesen capaces de impedir a la burocracia que
liquidase sus cuentas con nosotros. En este respecto, no me hacía
ninguna ilusión. Por otra parte, era evidente que aquel incidente
de la manifestación tenía que convencer al clan gobernante
de la necesidad de acabar cuanto antes con la oposición, para poner
a las masas ante un hecho consumado.
El último jalón en el camino fué la manifestación
organizada en Moscú para celebrar el décimo aniversario de
la revolución de Octubre. Por todas partes aparecían, como
organizadores de los actos que se celebraban como autores de los artículos
jubilares y como oradores, hombres que en las jornadas de Octubre habían
luchado del lado de allá de las barricadas o permanecido ocultos
en el regazo de la familia, esperando a ver qué giro tomaban las
cosas, sin atreverse a abrazar el partido de la revolución hasta
que ésta hubo triunfado. Aquellos artículos que venían
en los periódicos y aquellos discursos transmitidos por la radio,
en que todos estos aventureros e intrigantes me acusaban a mí de
traicionar la revolución de Octubre, me causaban más risa
que indignación. Cuando uno comprende la dinámica de la historia
y sabe que hay una mano, misteriosa para él, que tira del hilo al
adversario, se llega a no hacer caso de las más repugnantes vulgaridades
e infamias que se acumulan contra uno.
La oposición acordó tomar parte en la manifestación
llevando carteles propios. Los lemas inscritos en estos carteles no se
dirigían contra el partido, ni mucho menos. Eran lemas como éstos:
"Queremos que se rompa el fuego contra la derecha: contra el kulak, el
nuevo rico y el burócrata"; "Queremos que se cumpla el testamento
de Lenin"; "¡Abajo el oportunismo y la escisión, y viva la
unidad del partido leninista!" Estos lemas son hoy, oficialmente, los de
la fracción staliniana en su cruzada contra las derechas. El día
7 de noviembre de 1927, estos carteles les fueron arrebatados de las manos
a la oposición, y los destacamentos especiales que lo hacían,
después de desgarrarlos, apaleaban a quienes los llevaban. La célebre
manifestación de Leningrado no había pasado desapercibida
para los caudillos oficiales. Esta les cogía mejor preparados. En
la masa reinaba cierto desasosiego. La gente tomó parte en la manifestación
en un estado de gran inquietud. Sobre las cabezas de aquella gigantesca,
confusa y excitada muchedumbre se alzaban dos grupos activos: el de la
oposición y el de la burocracia. Era notorio que los que se adscribían
a la Administración como voluntarios en la batida contra el "trotskismo"
no eran elementos revolucionarios, sino gentes, muchas de ellas, de las
que rodaban por el arroyo, y algunos incluso fascistas. Como admonición
por lo visto, un soldado de las milicias hubo de disparar contra mi automóvil.
Alguien guiaría su mano. Un empleado borracho de la brigada de bomberos
saltó al estribo de mi auto y, después de proferir contra
mí los insultos más repugnantes, rompió un cristal
de un puñetazo. Todos los que tenían ojos en la cara pudieron
ver, aquel 7 de noviembre de 1927, un ensayo del Termidor ruso en las calles
de Moscú.
La manifestación de Leningrado siguió su curso parecido.
Zinovief y Radek, que habían salido de Moscú para asistir
a ella, viéronse acometidos por un destacamento especial que, a
pretexto de protegerlos de las iras de la muchedumbre, les tuvo secuestrados
en un local mientras duró la manifestación. He aquí
lo que me escribió Zinovief a Moscú, aquel mismo día:
"Todas las noticias que yo tengo parecen indicar que estas infamias no
conseguirán más que favorecer nuestra causa. Estamos inquietos
sin saber lo que haya pasado ahí. Nuestras comunicaciones (es decir,
las discusiones clandestinas con los obreros) marchan bien. Un gran movimiento
a nuestro favor. No saldremos todavía de aquí." Esta fué
la última llamarada que dió en Zinovief la energía
oposicional. Al día siguiente, estaba ya en Moscú navegando
derechamente rumbo a la capitulación.
El día 16 de noviembre se suicidó Joffe; su muerte sobrevino
en lo más álgido de la campaña que se estaba riñendo.
Joffe estaba muy enfermo. Del Japón, donde estuvo de embajador,
hubieron de traerle a Rusia en condiciones deplorables de salud. Costó
gran trabajo conseguir que saliese al extranjero. El poco tiempo que allí
residió le alivió considerablemente, pero no fué bastante.
Le nombraron vicepresidente del Comité central de concesiones, que
yo presidía. Todo el trabajo pesaba sobre él. Le dolía
muchísimo la c del partido. Lo que más le conmovía
era la deslealtad. Por varías veces quiso lanzarse también
él decididamente a la batalla. Yo le contenía, por consideración
a su salud quebrantada. Le indignaba sobremanera la campaña que
se estaba sosteniendo contra la revolución permanente. No acertaba
a sobreponerse a la batida vil que se venía dando contra todos los
que habían previsto desde mucho tiempo atrás el curso y carácter
de la revolución por parte de los que no hacían ni habían
hecho otra cosa que percibir sus frutos. Joffe me refirió una conversación
que había tenido con Lenin, en el año 1919, si mal no recuerdo,
sobre el tema de la revolución permanente. "Sí; Trotsky tenía
razón". Tales fueron, según me dijo, las palabras de Lenin.
Joffe, quería hacer pública ahora esta conversación.
Procuré convencerle por todos los medios de que no lo hiciera. Preveía
toda la avalancha de vilezas que iba a precipitarse sobre él. Era
hombre muy tenaz, de una firmeza especial, suave en la forma, pero en el
fondo inflexible. A raíz de cada una de aquellas explosiones de
incultura agresiva y de felonía política, venía a
verme indignado, con sus mejillas pálidas, de enfermo, y me decía:
-No, no hay más remedio que publicarla.
Pero yo volvía a convencerle de que aquel testimonio suyo, uno
más, no haría cambiar el curso de las cosas, que no había
más remedio que ir formando pacientemente a las nuevas generaciones
del partido y montarse muy a larga vista.
El estado de salud de Joffe, que no se había curado en el extranjero,
empeoraba de día en día. Al llegar el otoño, no tuvo
más remedio que abandonar el trabajo y meterse en la cama. Sus amigos
quisieron mandarle de nuevo al extranjero, pero esta vez el Comité
central se negó resueltamente a dar el permiso. Los stalinistas
se disponían a expedir a los de la oposición con rumbo muy
distinto. Mi expulsión del Comité central, a la que siguió
poco después la del partido, produjo a Joffe más efecto que
a nadie. A la indignación política y personal, venía
a unirse la clara conciencia de su estado de impotencia física.
Joffe, que veía las cosas con una gran claridad, comprendió
que no se trataba de la suerte de un hombre, sino de la suerte de la revolución.
Su estado de salud no le permitía lanzarse a la lucha. No luchando,
la vida no tenía para él sentido. Y como era un hombre firme,
sacó y puso por obra la consecuencia lógica de aquel dilema.
Por aquel entonces, yo no vivía ya en el Kremlin, sino en el
domicilio de mi amigo Beloborodof, que seguí al frente del Comisariado
del Interior, aunque los agentes de la GPU. Andaban colgados de sus talones.
Beloborodof estaba pasando una temporada en su tierra natal de los Urales,
esforzándose por llegar directamente a las masas obreras y buscar
en ellas un apoyo en la campaña que venía librando con la
Administración. Llamé por teléfono al domicilio de
Joffe, para enterarme del estado de su salud. El mismo me contestó,
pues tenía el teléfono junto a la cama. Su voz-no me di cuenta
de ello hasta más tarde-tenía un tono extraño, de
tensión e inquietud. Me rogó que me pasase por su casa. Algo
surgió entre tanto que me impidió cumplir sin tardanza aquel
ruego. Aquellos eran días turbulentos, y por el domicilio de Beloborodof
estaban desfilando constantemente camaradas que venían a tratar
de cuestiones inaplazables. Al cabo de una o dos horas, me llamó
al teléfono una voz desconocida para decirme:
-Adolfo Abramovich se ha pegado un tiro. Encima de la mesita ha dejado
una carta para usted.
En casa de Beloborodof había siempre algunos militares afiliados
a la oposición montando la guardia, que me acompañaban cuanto
salía con dirección a la ciudad. Nos trasladamos a toda prisa
a casa de Joffe. Llamamos al timbre, golpeamos la puerta, y al cabo, después
de pedirnos el nombre, nos abrieron, pero no sin que pasase un rato; algo
misterioso ocurría allí. Sobre las almohadas cubiertas de
sangre se recortaba el rostro sereno de Adolfo Abramovich, iluminado por
una gran bondad interior. B., vocal de la GPU., revolvía en su mesa
de trabajo. No había manera de encontrar carta alguna encima de
la mesa. Pedí que me la entregasen inmediatamente. B. gruñó
que allí no había ninguna carta ni cosa que lo valiese. Su
talante y tono de voz no dejaban lugar a duda: mentía. Pasados algunos
minutos, empezaron a concentrarse en casa del muerto los amigos, que acudían
de toda la ciudad. Los agentes oficiales del Comisariado de Negocios Extranjeros
y de las instituciones del partido se sentían solos entre aquella
muchedumbre de gentes de la oposición. Toda la noche desfilaron
por allí miles de personas. La noticia de que había sido
raptada la carta se extendió por toda la ciudad. Los periodistas
extranjeros transmitieron la noticia en sus telegramas. No había
posibilidad de seguir secuestrando aquel documento. Al fin, entregaron
a Rakovsky una copia fotográfica de la carta. ¿Por qué
aquella carta que Joffe había dejado escrita para mí, con
mis señas y metida en un sobre cerrado, se la entregaban a Rakovsky
y no en su original, sino por medio de una copia fotográfica? No
me lo explicaba. La carta de Joffe era imagen fiel de mi amigo, una imagen
tomada media hora antes de morir. Joffe sabía bien cuál era
mi actitud de cordialidad para con él, estaba unido a mí
por un lazo de confianza moral muy profunda y me autorizaba para suprimir
en la carta todo cuanto pudiera parecerme superfluo o inadecuado para la
publicidad. Después de ver que le era imposible ocultar la carta
a los ojos del mundo, el enemigo, cínicamente, procuró explotar
en provecho suyo aquellas líneas precisamente que no estaban destinadas
a ser conocidas del público.
Joffe quiso poner incluso su muerte al servicio de la causa a la que
había consagrado su vida entera. Y con la mano con que media hora
después había de llevarse el revólver a la sien, escribió
su último testimonio y sus últimos consejos a un amigo. He
aquí lo que acerca de mí decía Joffe, en su carta
de despedida:
"Con usted, querido León Davidovich, me unen varias décadas
de colaboración al servicio de una obra común, y me atrevo
a decir también que de amistad personal. Esto me da derecho a decirle,
al despedirme de usted, las que me parecen sus faltas. Yo no he dudado
jamás de que el camino que usted trazaba era certero, y usted sabe
bien que hace más de veinte años, desde los tiempos de la
"revolución permanente", que estoy con usted. Pero siempre he pensado
que a usted le faltaban aquella inflexibilidad y aquella intransigencia
de Lenin. Aquel carácter del hombre que está dispuesto a
seguir por el camino que se ha trazado por saber que es el único,
aunque sea solo, en la seguridad de que, tarde o temprano, tendrá
a su lado la mayoría y de que los demás reconocerán
que estaba en lo cierto. Usted ha tenido siempre razón políticamente,
desde el año 1905, y repetidas veces le dije a usted que le había
oído a Lenin, por mis propios oídos, reconocer que en el
año 1905 no era él, sino usted, quien tenía razón.
A la hora de la muerte no se miente, por eso quiero repetírselo
a usted una vez más, en esta ocasión... Pero usted ha renunciado
con harta frecuencia a la razón que le asistía, para someterse
a pactos y compromisos a los que daba demasiada importancia. Y eso es un
error. Repito que, políticamente, siempre ha tenido usted razón
y ahora más que nunca. Ya llegará el día en que el
partido lo comprenda, y también la historia lo ha de reconocer,
incuestionablemente, así. No tema usted, pues, porque alguien se
aparte de su lado ni tanto menos porque muchos, no acudan a hacer causa
común con usted tan rápidamente como todos deseáramos.
La razón está de su lado, lo repito, pero la prenda de la
victoria de su causa es la intransigencia más absoluta, la rectitud
más severa, la repudiación más completa de todo compromiso,
que son las condiciones en que residió siempre el secreto de los
triunfos de Ilitch. Esto se lo quise decir a usted en muchas ocasiones,
pero no me he atrevido a hacerlo hasta ahora, como despedida."
El entierro de Joffe fué organizado para un día de labor
y una hora de trabajo que hacían imposible, la asistencia del proletariado
de Moscú. Sin embargo, asistieron a él más de diez
mil personas, y el entierro se convirtió en una potente manifestación
contra el régimen de Stalin.
Entre tanto, la fracción stalinista iba preparando el congreso
del partido y esforzándose por colocarle ante el hecho consumado
de una escisión. Las llamadas "elecciones" para las asambleas locales
que habían de enviar los delegados al congreso se habían
celebrado ya antes de abrirse oficialmente la "discusión", plagada
de mentiras, mientras las columnas de silbantes militarmente organizadas
según los métodos fascistas hacían fracasar las reuniones.
Sería difícil imaginarse nada más infame que la preparación
del 15.º congreso del partido. Para Zinovief y su grupo no era difícil
adivinar que este congreso había de poner remate, políticamente,
a la campaña de represión iniciada en las calles de Moscú
y de Leningrado en el décimo aniversario de la Revolución
de Octubre. La única preocupación de Zinovief y de sus amigos,
ahora, era capitular a tiempo. No podían por menos de comprender,
naturalmente, que los burócratas stalinistas no veían en
ellos, en los del segundo rango de la oposición, el verdadero, enemigo,
sino que la médula de la oposición estaba, para ellos, en
el grupo de personas concentrado en torno a mí. Por eso tenían
que confiar en que, al romper ostensiblemente conmigo ante la faz del 15.º
congreso, conseguirían, si no la benevolencia, al menos el perdón
de la otra parte. No se pararon a pensar que aquella doble traición
iba a ser su muerte política. Y si bien, de momento, la decepción
debilitó a nuestro grupo, asestándole una puñalada
por la espalda, los desertores no salieron ganando nada, pues se hundieron,
políticamente, para siempre.
El 15.º congreso expulsó del partido a la oposición
en conjunto. Los expulsados fueron puestos a disposición de la GPU.
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