Muchas veces me han preguntado, y aun es hoy el día en que hay quien
me pregunta: "¿Pero cómo dejó usted que se le fuese
de las manos el Poder?" Y generalmente, parece como si detrás de
esta pregunta se dibujase la representación simplista de un objeto
material que se le resbala a uno de las manos; como si el perder el Poder
fuese algo así como perder el reloj o un carnet de notas. Cuando
un revolucionario que ha dirigido la conquista del Poder empieza, llegado
un cierto momento, a perderlo-sea por vía "pacífica" o violentamente-,
ello quiere decir, en realidad, que comienza a iniciarse la decadencia
de las ideas y los sentimientos que animaran en una primera fase a los
elementos directivos de la revolución, o que desciende de nivel
el impulso revolucionario de las masas, o ambas cosas a la vez. Los cuadros
dirigentes del partido, salidos de la clandestinidad, estaban dominados
por las tendencias revolucionarias que los caudillos del primer período
de la revolución supieron formular clara y concretamente, y que
acertaron, porque eran capaces de ello, a realizar en la práctica
plena y victoriosamente. Esta capacidad fué precisamente la que
les elevó a los puestos de dirección del partido, a través
del partido de la clase obrera, y a través de ésta de todo
el país. Esto es lo que explica que el Poder fuese a concentrarse
en manos de determinadas personas. Pero las ideas que habían presidido
el primer período revolucionario fueron perdiendo, insensiblemente,
la fuerza sobre la conciencia de aquel sector dirigente a cuyo cargo corría
directamente el ejercer el Poder sobre el país. En el propio país
fueron desarrollándose fenómenos y procesos a los que en
conjunto puede darse el nombre de "reacción". Estos procesos afectaban
también, más o menos de lleno, a la clase obrera, incluyendo
al sector organizado dentro del partido. Entre los directivos que ocupaban
los puestos en la organización empezaron a despuntar aspiraciones
especiales, a las que se esforzaban por subordinar en todo lo que podían
la obra de la revolución. Entre los caudillos que representaban
el rumbo histórico de la clase y que sabían ver más
allá de la organización administrativa y el aparato burocrático,
pesado, gigantesco, tan heterogéneo de composición, en que
el comunista medio resultaba fácilmente absorbido, empezó
a formarse una escisión. Al principio, esta escisión tenía
carácter más bien psicológico que político.
El pasado estaba todavía demasiado fresco en las conciencias. Las
aspiraciones que presidieran el movimiento de Octubre no se habían
evaporado todavía del recuerdo. La autoridad personal de los caudillos
del primer período era muy grande. Sin embargo, bajo la corteza
de las formas tradicionales, iba formándose una nueva psicología.
Las perspectivas internacionales palidecían y se esfumabas La labor
cotidiana se tragaba a los hombres. Los nuevos métodos, creados
para servir a los fines antiguos, engendraban fines nuevos, sobre todo
una nueva psicología. Para muchos, la etapa actual, llamada a ser
punto de paso, iba cobrando el valor de una estación de término.
Se iba formando un nuevo tipo de hombre.
Los revolucionarios están hechos, en fin de cuentas, de la misma
madera de los demás hombres. Pero tienen, por fuerza, que poseer
alguna cualidad personal relevante que permita a las circunstancias históricas
destacarlos sobre el fondo común y articularlos en grupo aparte.
El trato constante, la labor teórica, la lucha bajo una bandera
común, la disciplina colectiva, el endurecimiento bajo el fuego
de los peligros, van formando paulatinamente el tipo revolucionario. Así,
puede asegurarse que, hay un tipo psicológico de bolchevique, perfectamente
distinto del tipo menchevique. Y un ojo muy experto podría llegar
incluso-con un margen pequeño de errores-a distinguir a simple vista
y por la facha a un bolchevique de un menchevique.
Pero esto no quiere decir que todo en los bolcheviques fuera bolchevista.
No a todos, ni siquiera a los más, les es dado compenetrarse hasta
tal punto con una ideología, que la lleven a flor de piel y en la
masa de la sangre, que sometan a ella los aspectos todos de su conciencia
y a ella aconsonanten el mundo entero de sus sentimientos. En la masa obrera,
el instinto de clase, que en los momentos críticos cobra claridad
suprema, se encarga de suplir esta compenetración ideológica.
Pero en el partido y en el Estado hay una capa extensa de revolucionarios
que, aunque proceden en su mayoría de la masa, ya hace mucho tiempo
que se han desglosado de ella y a quienes la posición que ocupan
coloca en una cierta actitud antagónica frente a la masa. En ellos
el instinto de clase se ha esfumado ya. Mas no tienen tampoco la firmeza
teórica ni la amplitud de horizonte necesarios para abarcar en su
totalidad un proceso histórico. En su psicología quedan una
serie de brechas y puntos vulnerables por los que, al cambiar las circunstancias,
pueden penetrar a sus anchas influencias extrañas y hostiles. En
la época de la propaganda clandestina, del alzamiento, de la guerra
civil, estos elementos eran simples soldados que formaban en las filas
del partido. En su conciencia no resonaba más que una cuerda y esta
cuerda daba el tono que el diapasón del partido marcaba. Pero, cuando
la tensión empezó a ceder y los nómadas de la revolución
fueron echando raíces en el nuevo suelo, comenzaron a despertar
en ellos y a desarrollarse esas cualidades, simpatías y aficiones
pequeñoburguesas del empleadillo satisfecho.
Manifestaciones escapadas sin querer de la boca de Kalinin, de Woroshilof,
de Stalin, de Rikof, le hacían a uno levantar la cabeza, de vez
en cuando, con gesto de inquietud. ¿De dónde salía
aquello?-se preguntaba uno. ¿Qué grifo destilaba aquellas
gotas? Muchas veces, al llegar a una sesión, me encontraba con un
grupo de personas que estaban conversando amigablemente y que al entrar
yo cortaban bruscamente. Aquellas conversaciones no versaban sobre nada
contrario a mí, sobre nada que contradijese a los principios del
partido. Pero eran temas en que traspiraban el aquietamiento de una conciencia,
la satisfacción y la trivialidad. En aquella gente iba naciendo
la necesidad de confiarse mutuamente sus sentimientos, propensión
en la que no dejaba de entrar por buena parte esa tendencia de comadrería
y murmuración de las mujerucas de la burguesía. Al principio,
no se avergonzaban solamente delante de Lenin y de mí; se avergonzaban
ante sí mismos. Si, por ejemplo, Stalin se salía con una
de sus gracias de mal gusto, Lenin, sin levantar la cabeza, metido por
los papeles, echaba una mirada rápida a los que estaban sentados
en torno a la mesa, como para convencerse de si todavía quedaban
alguno a quien se hiciesen insoportables aquellas cosas. En situaciones
semejantes, nos bastaba una mirada fugaz o un cambio de tono en la voz,
para cercioramos de que coincidíamos en la apreciación psicológica.
Si yo no tomaba parte en las diversiones que iban haciéndose
habituales en la nueva clase gobernante, no era por motivos morales, sino
porque no quería exponerme a la tortura del más terrible
de los aburrimientos. Aquellas comidas, aquellas visitas asiduas a los
ballets, aquellas veladas que se pasaban bebiendo y murmurando de los ausentes,
como era de rigor, no tenían para mí el menor atractivo.
Los nuevos jefes comprendían que yo no podía adaptarme a
su régimen de vida. No hacían tampoco grandes esfuerzos para
convertirme. Por eso, las conversaciones se interrumpían al presentarme
yo, y los que hacían corro se separaban un poco avergonzados y con
un sentimiento recatado de hostilidad contra mí. Dígase,
si se quiere, que esto significaba que el Poder empezaba a írseme
de las manos.
Quiero limitarme aquí al aspecto psicológico del asunto,
dejando a un lado la base social a que todo aquello respondía, o
sea el cambio iniciado en la anatomía de la sociedad revolucionaria.
Estos cambios son siempre y en última instancia los que deciden.
Sin embargo, lo que primero echa uno de ver son los efectos psicológicos
en que se reflejan. El proceso interno se desarrollaba con relativa lentitud,
lo cual facilitaba a los que estaban a la cabeza de las organizaciones
el proceso molecular de transformación, ocultando a la vista de
las masas el antagonismo entre las dos posiciones irreconciliables. Hay
que añadir que el nuevo espíritu vivió durante mucho
tiempo recatado bajo las fórmulas tradicionales, como lo está
todavía, en parte, hoy. Esto hacía difícil saber,
naturalmente, hasta dónde había llegado ya el proceso de
la metamorfosis. La conspiración termidoriana de fines del siglo
XVIII (preparada por el curso anterior de la revolución), se verificó
de un golpe y asumió la forma de un desenlace sangriento. Nuestro
Termidor presentaba, por el contrario, un carácter taimado. A la
guillotina sustituía, por el momento al menos, la intriga. La falsificación
sistemática del pasado, organizada con arreglo al método
de la cinta sin fin, era un arma nueva en el arsenal de todos los recursos
oficiales de que disponía el partido. La enfermedad de Lenin y la
posibilidad de que, tarde o temprano, retornase a su puesto, daban una
gran perplejidad a aquella situación interina, que duró más
de dos años. Si la línea de la revolución, en aquel
momento, hubiera sido ascensional, aquel paréntesis más hubiera
favorecido que perjudicado a la oposición. Pero en el terreno internacional,
la revolución iba de descalabro en descalabro, y el compás
de espera no hizo más que favorecer al reformismo nacional y fortificó
automáticamente a la burocracia stalinista contra mí y mis
amigos.
De esta misma raíz psicológica brotó también
la batida, verdaderamente mezquina, ignorante y estúpida, que se
desató contra la teoría de la revolución permanente.
Le parece a uno estar oyendo a aquellos burócratas tan pagados de
sí mismos murmurar, apaciblemente sentados junto a una botella de
vino o de vuelta del ballet:
-¡Ese pobre diablo no piensa más que en la revolución
permanente!...
De la misma mentalidad procedían las imputaciones que constantemente
me andaban haciendo de que si era un hombre poco sociable, un individualista,
un aristócrata, y qué sé yo cuántas cosas más.
-¡No todo va a ser revolución, hay que pensar también
un poco en uno mismo!
Este estado de espíritu tenía una franca traducción:
"¡Abajo la revolución permanente!" En esta gente, la resistencia
contra los postulados teóricos del marxismo y las exigencias políticas
de la revolución iba cobrando, poco a poco, la forma de una campaña
contra el "trotskismo". En los pliegues de este pabellón se envolvía
el pequeño burgués que empezaba a asomar la cabeza en el
bolchevique. He aquí cómo "se me fué el Poder de las
manos"; y conociendo las causas, fácilmente se comprenderá
la forma en que ello ocurrió.
Ya dejo dicho cómo Lenin, postrado en cama y poco antes de morir,
preparaba un golpe contra Stalin y sus dos aliados, Dserchinsky y Ordchonikidse.
Lenin había tenido a Dserchinsky en mucha estima. Las relaciones
empezaron a enfriarse cuando éste se dió cuenta de que Lenin
no le consideraba bastante capaz para ocupar un puesto directivo en la
labor económica. Esto fué lo que le movió a pasarse
a las filas de Stalin. Pero Lenin no podía por menos de atacarle
también a él, como una de las bases de sustentación
del jefe. A Ordchonikidse tenía el propósito de expulsarle
del partido, porque se había comportado como un general gobernador
en plaza sitiada. La carta en que Lenin ofrecía a los bolcheviques
de Georgia todo su apoyo contra Stalin, Dserchinsky y Ordchonikidse, iba
dirigida a Mdivani. Los destinos de estas cuatro personas revelan mejor
que nada el cambio que había de introducir en el partido la fracción
de Stalin. Dserchinsky pasó a ocupar, después de morir Lenin,
la presidencia del Consejo Supremo de Economía, que se halla al
frente de la industria toda del Estado. Ordchonikidse, el que se había
visto a punto de ser expulsado del partido, fue a presidir la Comisión
central de vigilancia. Stalin, no sólo siguió siendo, contra
el parecer de Lenin, Secretario general, sino que obtuvo de la organización
poderes inauditos. Por fin, Budu Mdivani, con el que Lenin había
hecho causa común contra los stalinistas, se halla recluído
en la cárcel de Tcheliabinsk. "Cambios" semejantes se realizaron
en la dirección toda del partido, de la cabeza a los pies. Y no
sólo esto, sino que la campaña se hizo extensiva sin excepción,
a todos los partidos afiliados a la Internacional. La época de los
epígonos queda separada de la época de Lenin, aparte del
inmenso abismo espiritual, por una subversión completa en la organización.
Stalin es el instrumento principal de este proceso de subversión.
No se puede negar que tiene sentido práctico, perseverancia y tenacidad
para conseguir lo que se propone. Pero su mentalidad política no,
puede ser más limitada, ni más bajo y primitivo su nivel
teórico. Su libro sobre "Los fundamentos del leninismo", compuesto
picando de aquí y de allá, en el que intenta rendir tributo
también él a las tradiciones teóricas del partido,
está plagado de errores de principiante. Como no conoce idiomas
extranjeros, no tiene más remedio que informarse de segunda mano
de la vida política de otras naciones. Su mentalidad es la de un
empírico tozudo, carente, de toda imaginación, de talento
creador. Los principales elementos directivos del partido-entre los demás
apenas si se le conocía-tenían de él la impresión
de que era un hombre a quien sólo se podían encomendar funciones
de segundo o tercer rango. El hecho de que al presente esté a la
cabeza de la organización no le caracteriza tanto a él como
al periodo transitorio de decadencia política que atraviesan los
Soviets. Ya Helvetius decía que "toda época tiene sus grandes
hombres, y si no los tiene... los inventa". El stalinismo es, ante todo
y sobre todo, sinónimo de la labor automática de un aparato
administrativo impersonal por desmontar la revolución.
Lenin murió el 21 de enero de 1924. La muerte no hizo más
que liberarle de sus padecimientos físicos y morales. Aquel- desamparo
en que se encontraba, y sobre todo la pérdida del habla, habiendo
conservado clara y lúcida la conciencia, tenía que producirle
un indecible sentimiento de inferioridad. Ya no toleraba a su lado a los
médicos; le indignaban su tono de protección, sus chistes
banales, su falsa manera de hacer concebir esperanzas. Cuando todavía
disponía del habla solía hacerles preguntas que aparentemente
eran superficiales y sin importancia, pero que, en realidad, tendían
a sondearlos, y sin que se diesen cuenta, los sorprendía en contradicciones,
los obligaba a completar sus explicaciones, y para llegar a conclusiones
más seguras echaba él mismo mano de los libros de medicina.
A lo que aspiraba, en punto a su salud como en todo, era a ver claro, cualquiera
que la verdad fuese. El único médico a quien consentía
a su lado era Fedor Alexandrovich Guetier. Guetier, que era un médico
excelente, y emancipado como hombre de todas esas fórmulas convencionales
de la cortesía, sentía por Lenin y por su mujer un afecto
verdaderamente conmovedor. En una época en que el enfermo había
prohibido la entrada en su alcoba a todos los médicos, Guetier seguía
visitándole como si tal cosa. Fedor Alexandrovich fué también,
durante la revolución, íntimo amigo y médico de cabecera
de mi familia. Por él teníamos noticias constantes del estado
de Vladimiro Ilitch, noticias concienzudas y sinceras, que venían
a completar y a corregir los informes de los partes oficiales.
Varias veces pregunté a Guetier si la inteligencia de Lenin
conservaría su lucidez, caso de que curase. Guetier me contestó,
poco más o menos, lo siguiente: "La fatiga se acentuará,
no volverá a tener la antigua pureza de visión para el trabajo,
pero el virtuoso seguirá siendo virtuoso." En el tiempo que medió
entre el primero y el segundo ataque, este pronóstico se confirmó
plenamente. Al terminar las sesiones del Buró Político, Lenin
producía la impresión de un hombre terriblemente fatigado.
Todos los músculos de la cara se le paralizaban, el brillo de la
mirada se apagaba, y hasta aquella poderosa frente se quedaba un poco marchita,
y los hombros le caían pesadamente; la expresión de su rostro
y de toda su figura sólo puede acusarse con una palabra: agotamiento.
En aquellos momentos desazonadores, Lenin parecíame irremisiblemente
condenado a muerte. Pero en cuanto pasaba una noche bien, recobraba toda
su fuerza mental. Los artículos que escribió en el paréntesis
entre el primer ataque y el segundo tienen el valor de sus mejores trabajos.
La fuente seguía manando agua tan pura como los primeros días,
aunque su caudal era cada vez más menguado. Guetier nos permitió
concebir esperanzas aun después de reproducirse el ataque. Pero
cada vez apreciaba más pesimistamente la situación. La enfermedad
iba arrastrándose taimadamente. Sin cólera, aunque sin piedad
tampoco, las fuerzas ciegas de la naturaleza fueron reduciendo a la impotencia,
inflexiblemente, al enfermo genial. Lenin no podía ni debía
sobrevivir, si era para quedar inválido. Pero no nos resignábamos
a perder todas las esperanzas en su curación.
Entre tanto, mi malestar iba adquiriendo un carácter difícil.
"Apremiados por los médicos-escribe mi mujer-hubimos de trasladar
a L. D. a una aldea, donde Guetier visitaba frecuentemente al enfermo,
del cual cuidaba con un sincero y tierno afecto. No le interesaba nada
la política, pero compartía afectuosamente nuestras preocupaciones,
sin saber cómo exteriorizar su sentimiento de simpatía hacia
nosotros. La campaña que se había desencadenado contra nosotros
le sorprendió, pues no tenía la menor noción de aquello.
No la comprendía, y esperaba, dolorido, a ver en qué paraban
las cosas. Estando en Arcangelskoie me dijo, con cierta excitación,
que debíamos trasladar a L. D. a Suchum. Al cabo, después
de muchas vacilaciones, nos resolvimos a hacerlo. El viaje, que ya era
de suyo bastante largo-por Baku, Tiflis y Batum-, se nos hizo más
difícil todavía de lo que era de ordinario, por las tormentas
de nieve. Sin embargo, el viaje parecía ejercer sobre L. D. una
acción apaciguadora. Cuanto más nos íbamos alejando
de Moscú, más libres nos sentíamos de la atmósfera
oprimente en que habíamos pasado los últimos meses. No obstante,
yo tenía la sensación de ir acompañando a un enfermo
grave. Sobre nosotros pesaba una gran incertidumbre. ¿Qué
giro tomaría la vida en Suchum? ¿Quiénes nos aguardarían
allí: gentes amigas o enemigos jurados?"
El 21 de enero nos sorprendió en la estación de Tiflis,
camino de Suchum. Estaba sentado con mi mujer en el departamento de mi
vagón en que tenía el cuarto de trabajo con una temperatura
bastante alta, como siempre durante toda aquella época. Llamaron
a la puerta y entró Sermux, mi fiel colaborador, que me acompañaba
en el viaje. En cuanto le vi delante, con la cara pálida, mirándome
con aquellos ojos fijos, comprendí que en el papel que me alargaba
se anunciaba una catástrofe. Era un telegrama descifrado de Stalin,
en que me comunicaba que Lenin había muerto. Alargué el papel
a mi mujer, que ya lo había comprendido todo...
Pronto las autoridades de Tiflix recibieron un telegrama semejante.
La noticia de la muerte de Lenin iba extendiéndose por todas partes.
Hice que me pusieran en comunicación directa con el Kremlin. A mis
preguntas, me contestaron: "El entierro tendrá lugar el sábado;
de todas maneras usted no había de llegar a tiempo, y le aconsejamos
que continúe viaje para ponerse en cura." No había, pues,
opción. Luego resultó que el entierro no se celebró
hasta el domingo y que hubiera tenido tiempo a llegar a Moscú para
asistir a él. Por inverosímil que esto parezca, me mintieron
al decirme la fecha del entierro. Supusieron, y desde su punto de vista
no se engañaron, que no se me ocurriría rectificar sus indicaciones,
y ya más tarde se vería el modo de encontrar una excusa.
Recuérdese que al caer enfermo Lenin por vez primera, tardaron tres
días en comunicármelo. Era su método. La fórmula
tendía a "ganar tiempo".
Los camaradas de Tiflis querían que dijese algo inmediatamente
acerca de la muerte de Lenin. Pero yo sentía la necesidad apremiante
de quedarme solo. Mi mano no acertaba a coger la pluma. Las pocas palabras
del telegrama de Moscú me zumbaban en la cabeza. Pero los reunidos
esperaban mi respuesta. Tenían razón. Se detuvo el tren una
media hora y escribí las líneas de despedida: "Lenin ya no
existe. Ya nos hemos quedado sin Lenin..." Aquellas cuartillas escritas
a mano fueron transmitidas inmediatamente a Moscú por el hilo directo.
"Llegamos completamente deshechos-escribe mi mujer-. No conocíamos
Suchum. Las mimosas-allí hay muchas-estaban floridas. Magníficas
palmeras. Camelias. Era el mes de enero y en Moscú caían
unas heladas espantosas. La gente del país nos recibió muy
cordialmente. En el comedor del sanatorio de reposo pendían dos
retratos: uno, orlado de crespón negro; de Vladimiro Ilitch. Otro
de L. D. Quisimos descolgar el segundo, pero no nos atrevimos, pues temíamos
que esto pudiera interpretarse como una ostentación."
En Suchum hube de pasar días y días tendido en el balcón,
con la cara vuelta al mar. A pesar de estar en enero, el sol brillaba,
claro y ardiente, en el firmamento. Entre el balcón y la superficie
brillante del mar se erguían las palmeras. La constante sensación
de la fiebre se mezclaba con el pensamiento de la muerte de Lenin, que
no dejaba de atenazarme ni un instante. Iba rememorando mentalmente las
etapas todas de mi vida: mis encuentros con Lenin, nuestras diferencias
y polémicas, la reconciliación, la labor común; había
algunos episodios que se alzaban en el recuerdo, recortados por una pasmosa
claridad. Poco a poco, iba cobrando todo contornos firmes y bien delineados.
Ahora, me daba más clara cuenta de quiénes eran aquellos
"discípulos" que seguían fielmente al maestro en los pequeños
detalles, pero no en lo que tenía de verdaderamente grande. Con
el aire del mar que entraba en mis pulmones, todo mi ser respiraba la certeza
absoluta de que en aquella campaña contra los epígonos, el
derecho histórico estaba de mi lado...
24 de enero de 1924. -Sobre, las palmeras, sobre el mar, flota, bajo
la bóveda azul del cielo, un silencio luminoso. De pronto, una descarga
cerrada desgarra el silencio. Y luego otra y otra. El eco venía
de allí abajo, del lado del mar. Era el saludo de Suchum al caudillo
a quien en aquella hora estaban enterrando en Moscú. Pensé
en él y pensé también en aquélla que le había
acompañado por la vida desde hacía tantos años, viendo
el mundo todo a través de él. Y pensé cuán
sola, ahora que enterraba a su camarada de vida, tenía que sentirse
entre Aquellos millones de gentes que lloraban al muerto, pero no como
lo lloraba ella, sino muy de otro modo. ¡Pobre Nadeida Constantinovna
Krupskaia! Sentía la necesidad de hacerle llegar desde aquí
una palabra de saludo, de simpatía, de amistad, pero no me decidí
a escribirle. Ante la gravedad del suceso, todas las palabras parecían
vanas, y me daba miedo que pudieran interpretarse como una fórmula
convencional. Imagínese, mi sentimiento de gratitud, cuando los
pocos días, recibí, inesperadamente, una carta de Nadeida
Constantinovna. La carta decía así:
"Querido Leo Davidovich:
"Le escribo a usted para comunicarle que Vladimiro Ilitch se puso a leer
su libro próximamente un mes antes de morir, y lo dejó en
el pasaje en que traza usted la fisonomía de Marx y de Lenin. Me
pidió que volviese a leerle estas páginas, y, después
de escuchar la lectura atentamente, él mismo quiso tomar en la mano
el libro y volverlas a repasar.
"Otra cosa quería decirle, y es que las relaciones que unieron
a Vladimiro Ilitch con usted desde el día en que se presentó
en Londres, viniendo de Siberia, no cambiaron un punto hasta la hora de
su muerte.
"Le deseo a usted, Leo Davidovich, fuerzas y salud. Un fuerte abrazo
de N. Krupskaia."
En el libro que Lenin tomó en sus manos un mes antes de morir,
le comparaba yo con Marx. Supe, comprender claramente la relación
que mediaba entre Marx y Lenin, una relación henchida por el amor
y la gratitud del discípulo y los valores patéticos de la
distancia. La relación entre maestro y discípulo hubo de
convertirse, por la marcha de la historia, en la relación entre
el precusor teórico y el primer realizador práctico. En mi
artículo, ponía de relieve el valor patético tradicional
de la distancia. Marx y Lenin, dos figuras tan íntimamente unidas
por la historia, y a la par tan diferentes, son para mí las dos
cumbres más altas a que puede llegar el poder espiritual del hombre.
Y me hizo bien saber que el propio Lenin, poco antes de morir, había
leído atentamente, y acaso con cierta emoción, aquellas líneas
mías, pues la figura de Marx era, a sus ojos, la medida más
grandiosa que podía aplicarse a un hombre. No era menor la emoción
que sentía al leer ahora la carta de su viuda. Esta carta hace resaltar
los dos puntos extremos de mis relaciones con Lenin: aquel día del
mes de octubre de 1902, en que, huido de la Siberia, llamé a su
puerta una mañana temprano, arrancándole a su duro lecho
londinense, y aquel otro día del mes de diciembre de 1923 en que
Lenin hubo de leer, por dos veces seguidas, las líneas en que yo
rendía un tributo de homenaje a su vida y a su obra. Entre estos
dos puntos quedaban enclavadas dos décadas de nuestras vidas, unidas
primero por una labor común, luego separadas por una reñida
lucha intestina dentro del partido y reconciliadas al fin para una nueva
labor común sobre un plano histórico más alto. Lo
mismo que en Hegel: tesis, antítesis y síntesis. Y ahora,
su mujer venía a decirme que, a pesar de aquel largo periodo de
antítesis, la actitud de Lenin para conmigo había sido siempre
la misma de Londres, es decir, una actitud de ayuda calurosa y de benevolencia
cordial. Aquella breve carta de la viuda de Lenin, escrita a los pocos
días de morir éste, pesaría más en la balanza
de la historia, aunque sólo hubiese esta prueba, que todos los infolios
escritos por los falsificadores.
"Con bastante retraso a causa de las tormentas de nieve, iban llegando
los periódicos, que nos informaban de los discursos y artículos
necrológicos consagrados a Lenin. Los amigos de L. D. esperaban
que éste se presentase en Moscú el día del entierro,
pues daban por seguro que se volvería de por el camino. A ninguno
se le ocurrió pensar que Stalin le había cerrado el paso
con su telegrama. Me acuerdo de la carta que nos escribió a Suchum
nuestro hijo. Le conmovió extraordinariamente la muerte de Lenin,
y con 40 grados bajo cero, envuelto en su delgado abrigo, desfiló
con muchos otros por el Salón de las Columnas para dar el último
adiós al muerto, y esperó, esperó, esperó en
vano nuestra llegada. En su carta se leía, entre líneas,
un amargo disgusto y un velado reproche." Hasta aquí, no hago más
que reproducir las notas del Diario de mi mujer.
En Suchum me visitó una comisión del Comité central,
compuesta por Tomsky, Frunce, Piatakof y Gussief, para cambiar impresiones
conmigo acerca de las reformas que era necesario introducir en el Comisariado
de Guerra. Todo aquello era una pura comedia. El personal del Comisariado
había sido ya renovado en lo que les convenía o se estaba
renovando a toda máquina, sin que yo me enterase. Pero querían
guardar aún las apariencias.
El primero que sufrió las consecuencias del cambio en el departamento
de Guerra fué Skliansky. En él se vengó Stalin de
los reveses de Tsaritsin, de la derrota del frente Sur y de la desdichada
aventura del avance sobre Lemberg. La intriga empezaba a levantar su cabeza
de víbora. Para minar el puesto a Skliansky-y a mí también,
para más adelante-habían metido en el Comisariado, unos meses
antes, a Unschlecht, un intrigante ambicioso e incapaz. Skliansky fué
separado del cargo, y para sustituirlo nombraron a Frunse, que, hasta entonces,
había estado mandando las tropas de Ukrania. Frunse era una figura
bastante seria. Su pasado de presidiario pesaba más en el partido
que la autoridad, demasiado joven, de Skliansky. Además, Frunse,
había demostrado, indudablemente, durante la guerra, dotes de caudillo
militar. Pero de asuntos administrativos del ramo entendía mucho
menos, incomparablemente, que Skliansky. Frunse se entusiasmaba con los
esquemas abstractos, tenía muy mal ojo para conocer a las personas
y se dejaba llevar fácilmente por influencias de técnicos,
principalmente de segundo rango.
Pero voy a acabar de contar lo que ocurrió con Skliansky. Le
destituyeron de la manera más brutal, es decir, a la manera de Stalin,
sin hablar previamente con él, y le destinaron a la organización
de la Economía. Dserchinsky, muy contento de quitarse de encima
a Unschlecht, que desempeñaba funciones de sustituto suyo en GPU.,
y de conquistar para la industria el magnífico talento administrativo
de Skliansky, puso a éste al frente del trust de los paños.
Skliansky se alzó de hombros y se entregó en cuerpo y alma
a los nuevos trabajos. A los pocos meses, decidió ir a pasar una
temporada a los Estados Unidos, para ponerse al corriente de las cosas
de allí y adquirir maquinaria. Antes de marchar vino a verme, para
despedirse y aconsejarse de mí. Durante los años de la guerra
civil habíamos trabajado los dos en la más íntima
compenetración. Nuestras conversaciones habían versado, siempre
más sobre compañías y batallones, estatutos militares,
cursos sumarios de instrucción para oficiales rojos, suministros
de cobre y aluminio a las fábricas de guerra, uniformes y ranchos,
que sobre los asuntos del partido. Los dos estábamos demasiado ocupados
para perder el tiempo en esas cosas. Cuando, después de caer enfermo
Lenin, la intriga tramada por los epígonos empezó a extender
sus tentáculos hacia el Comisariado de Guerra, yo procuraba eludir
en lo posible el hablar, sobre todo con mis colaboradores militares, de
los asuntos partidistas. La situación era demasiado confusa, la
disparidad de criterios empezaba apenas a dibujarse, y la formación
de fracciones en el ejército hubiera tenido las peores consecuencias.
Luego, había caído yo enfermo. Pero, cuando volvimos a vernos
en el año 1925, en que ya no estaba yo a la cabeza del departamento
de Guerra, hablamos de las cuestiones planteadas en el partido.
-Y dígame usted-me preguntó Skliansky-, ¿qué
representa Stalin?
Skliansky le conocía sobradamente bien, pero quería que
yo le trazase la fisonomía de su personalidad, y le explicase sus
éxitos. Me quedé pensando un momento.
-Stalin-le dije-es la más destacada mediocridad que hay en el
partido.-Esta definición se me había ocurrido en aquel momento,
revelándoseme de pronto en toda su importancia psicológica
y en su aspecto social. Por la expresión de la cara de Skliansky,
comprendí en seguida que le había ayudado a llegar a una
conclusión de cierta importancia.
-Es asombroso-me dijo-la facilidad con que en este último período
la áurea medianía y la plácida mediocridad escalan
los primeros puestos en todas las esferas. Y todo esto se ha puesto bajo
el caudillaje de Stalin. ¿Cómo explicarlo?
-Es la reacción que tenía que sobrevenir después
de la gran tensión de energías sociales y psicológicas
de los primeros años de la revolución. Puede que la contrarrevolución,
si triunfa, produzca también sus grandes hombres. Pero la primera
etapa, el momento termidoriano, necesita de mediocridades que no sepan
ver más allá de sus narices. La ceguera política es
precisamente lo que les da la fuerza; les ocurre como a la mula de noria,
que cree ir cuesta arriba y camino adelante, cuando, en realidad, no hace
más que dar vueltas a la rueda. Comprenderá usted que un
caballo que sepa por dónde se anda no es hábil para trabajos
de estos.
Esta conversación me reveló en todo su alcance, con una
claridad meridiana, casi me atrevería a decir que con una certeza
física, los problemas de nuestro Termidor. Convine con Skliansky
que a su regreso de Norteamérica seguiríamos cambiando impresiones
acerca del mismo tema. A las pocas semanas llegó un telegrama anunciando
que había muerto ahogado en no sé qué lago norteamericano,
durante una excursión en barca. La vida tiene una reserva inagotable
de invenciones malignas.
Trájose a Moscú la urna con las cenizas de Skliansky.
Nadie dudaba que la colocarían en la Plaza Roja, en aquel muro del
Kremlin, que es el panteón de los revolucionarios. Pero la Secretaría
del Comité central decretó que se le diese tierra extramuros.
Es decir, que la visita de despedida que me había hecho no pasé
desapercibida, sino que se la cargaron en cuenta. El odio se pasó
del hombre a sus cenizas. Además, la degradación de Skliansky
entraba en el plan general de la campaña que se había declarado
contra los dirigentes a quienes se debía el triunfo en la guerra
civil. No creo que a Skliansky le preocupase gran cosa, en vida, el sitio
donde hubieran de enterrarle, pero no puede negarse que aquella decisión
del Comité central tenía todo el carácter de una perfidia
personal y política. Venciendo la repugnancia, telefoneé
a Molotof. Pero la decisión tomada era inquebrantable. La historia
se encargará de revisar también este asunto.
En el otoño de 1924 me volvió la fiebre. Fue en el momento
en que se desencadenaba una nueva discusión. Pero ésta había
sido provocada desde arriba, con arreglo a un plan cuidadosamente elaborado.
En Leningrado, en Moscú y en las provincias se habían celebrado
previamente cientos y miles de deliberaciones secretas para preparar lo
que se llamaba la "discusión", es decir, una batida sistemática
y completa, que ahora no había de darse contra la oposición,
sino contra mí personalmente. Cuando se hubieron terminado los preparativos,
que se llevaron en secreto, a una señal que dió la Pravda,
en todos los rincones y en los extremos más remotos del país,
desde todas las tribunas, en las planas y columnas de todos los periódicos,
en todos los escondrijos y lugarejos, se desató una campaña
rabiosa contra el "trotskismo". A su modo, aquello era un espectáculo
mayestático. La calumnia tomaba las proporciones de una erupción
volcánica. La masa del partido sintióse conmovida ante el
ataque. Yo estaba postrado en cama, presa de la fiebre, y guardaba silencio.
La prensa y los oradores en los mítines no se ocupaban más
que de hacer revelaciones acerca del "trotskismo". Nadie comprendía
lo que significaba todo aquello. Día tras día, se le servían
al público nuevos episodios desgajados a viva fuerza del pasado,
citas polémicas y artículos de Lenin, que fueran escritos
veinte años antes; y estas noticias se le servían retorcidas,
falseadas, desfiguradas, y todas-que era lo más importante-como
si se refiriesen a hechos ocurridos el día antes. Nadie acertaba
a comprender el sentido de aquellos ataques. Si aquello era verdad, tenía
que haberlo sabido Lenin. ¿Después de todo aquello que contaban,
no había ocurrido la revolución de Octubre? ¿Y después
de la conquista del Poder, no había ocurrido la guerra civil? ¿Aquel
hombre a quien se acusaba no había colaborado con Lenin en la creación
de la Internacional comunista? ¿No estaban colgados en todas las
salas los retratos de Trotsky junto a los de Lenin? Y así sucesivamente...,
pero mientras las gentes manifestaban su asombro, el volcán de la
calumnia seguía escupiendo, en frío, su lava. Y esta lava
iba depositándose mecánicamente sobre la conciencia y, lo
que era todavía peor, sobre la voluntad.
La actitud respecto a Lenin, que era la que cumplía frente a
un caudillo revolucionario, fué suplantada por el culto rendido
al pontífice máximo de una jerarquía sacerdotal. A
pesar de mí protesta, se hubo de erigir en la Plaza Roja aquel mausoleo
indigno y humillante para un revolucionario. Y lo malo fué que los
libros oficiales que se escribían sobre Lenin se convirtieron también
en mausoleos por el estilo. Las ideas del maestro fueron descoyuntadas
y picadas para suministrar citas a todos los falsos predicadores. Los epígonos
se atrincheraron detrás del cadáver embalsamado para dar
la batalla al Lenin viviente y a mí. La masa estaba aturdida, confundida.
Y sus imponentes proporciones eran las que daban valor político
a aquella papilla de analfabetos. Esta papilla la aturdía, la agobiaba,
la desmoralizaba. El partido fué reducido al silencio. Se implantó
una dictadura descarada del aparato burocrático sobre el partido.
O dicho en otros términos: el partido dejó de existir como
tal. Por las mañanas me llevaban a la cama los periódicos.
No hacía más que pasar la vista por encima de los telegramas,
de los títulos de los artículos y las firmas de sus autores.
Sabía sobradamente bien quiénes eran estos tales; sabía
lo que pensaban en su fuero interno, lo que eran capaces de decir y lo
que les estaba ordenado que dijeran. En la inmensa mayoría de los
casos, eran hombres agotados ya por la revolución. Mas tampoco faltaban,
entre ellos, los fanáticos estrechos de frente que se dejaban engañar.
Había también los jóvenes intrigantes que querían
hacer carrera y se apresuraban a dar pruebas de su incondicionalismo. Todos
se contradecían los unos a los otros y consigo mismo. Pero aquella
campaña de difamación no cesaba un momento, su clamor furibundo
se alzaba de las columnas de todos los periódicos, y su estrépito
ahogaba sus contradicciones y sus vacuidades. Esta campaña tenía
que imponer necesariamente, a fuerza de proporciones.
"La recaída de L. D.-escribe mi mujer-coincidió con la
monstruosa campaña desatada contra él y que teníamos
que sufrir como otra cruel enfermedad. Las páginas de la Pravda
parecían gigantescas, inacabables; cada línea del periódico,
cada letra, era una mentira. L. D. guardaba silencio. ¡Pero qué
amargo se le hacía tener que callar! Todo el día desfilaban
por allí amigos que iban a visitarle, y algunos le visitaban por
la noche. Me acuerdo de que uno le preguntó si había leído
el periódico del día. L. D. le dijo que no leía periódicos.
Y era verdad, no hacía más que cogerlos, pasarles la vista
por encima y dejarlos a un lado. Le bastaba mirarlos, para saber lo que
decían. Conocía harto bien a los cocineros que aderezaban
aquellos manjares, sin variar nunca de receta. él leer en aquellos
tiempos un periódico era lo mismo, dijo un día, que "ponerse
al cuello un cepillo de esos de los mecheros de gas". No hubiera habido
más remedio que hacerlo, puesto en el trance de tener que contestar.
Pero L. D. seguía guardando silencio. La enfermedad no cedía,
sostenida por el grave, estado de nerviosidad del enfermo. Se había
quedado muy delgado y pálido. En familia, procurábamos hablar
lo menos posible de aquella campaña de difamación, pero no
acertábamos a hablar tampoco de otra cosa. Todavía me acuerdo
del trabajo que me costaba ir todos los días al Comisariado de Instrucción
pública, donde tenía mí puesto. Era como si me diesen
de palos. Sin embargo, nadie se atrevió ni una sola vez a hacer
la menor alusión desagradable en mi presencia. Era evidente que,
pese al silencio hostil de unos cuantos directivos, la mayoría de
los que allí trabajaban simpatizaban con nosotros. En el partido
parecía haber dos vidas: una vida interior, recatada, y aquella
de que se hacía gala y ostentación, y las dos se contradecían
mutuamente. Solo algún que otro temerario se atrevía a decir
en voz alta lo que la inmensa mayoría de la gente sentía
y pensaba, pero procurando recatar sus simpatías detrás de
un muro de "votaciones unánimes".
Fué por aquellos días cuando hubo de publicarse la carta
que yo escribiera en tiempos a Tcheidse contra Lenin. Este episodio, ocurrido
en el mes de abril del año 1913, había tenido por origen
el que el periódico bolchevista autorizado que se publicaba en San
Petersburgo se había apropiado del periódico obrero que yo
publicaba en Viena con el título de Pravda. El asunto condujo a
uno de aquellos choques violentos en que tanto abundaba la vida de los
emigrados. En aquella ocasión escribí a Tcheidse, que osciló
durante algún tiempo entre los bolcheviques y los mencheviques,
una carta en que daba rienda suelta a mi indignación contra el centro
bolchevista y contra el propio Lenin. Puede que unas semanas después
yo mismo hubiera sometido la carta a censura; pasados algunos años,
la hubiera mirado como se mira un objeto curioso. Sin embargo, aquella
carta estaba llamada a tener un destino especial. El departamento de Policía
la pescó y allí se estuvo, olvidada en los archivos policíacos,
hasta la revolución de Octubre. De allí pasó, ya en
el nuevo régimen, al archivo del Instituto de historia del partido...
Lenin tenía noticia exacta de la existencia de la carta, que para
él, como para mí, no tenía ya más valor que
el que podía tener la nieve caída el invierno pasado. ¡Pues
no se habían escrito pocas cartas como aquella durante los años
de la emigración! Pero llegó el 1924 y los epígonos
sacaron la carta de los archivos y se la metieron por los ojos al partido,
que ya por aquel entonces estaba integrado en su mayoría por hombres
completamente nuevos. No fué mero azar el elegir para la publicación
de esta carta los meses que siguieron a la muerte de Lenin. No fallaba.
En primer lugar, Lenin no iba ya a resucitar, para decir a aquellos caballeros
lo que venía al caso. En segundo lugar, se sorprendía a las
masas en un momento en que estaba vivo en ellas el dolor por la muerte
del caudillo. Y aquellas gentes, que no tenían la menor noción
del pasado ni de las incidencias que años atrás se desarrollaran
en el partido, se encontraban de la noche a la mañana con un juicio
condenatorio de Trotsky sobre Lenin. Aquello, por fuerza tenía que
aturdirías. Cierto que aquel juicio había sido escrito hacía
doce años, pero el cómputo del tiempo no existía para
los métodos empleados. El uso que los epígonos hicieron de
mi carta a Tcheidse se cuenta entre las grandes maniobras fraudulentas
que registra la historia. La falsificación de documentos de que
se valían los reaccionarios franceses en el asunto Dreyfus no eran
nada, en comparación con este fraude político de Stalin y
sus cómplices.
Pero, para que la calumnia se convierta en arma de poder, es menester
que responda a una necesidad histórica. Algo tiene que haber cambiado
en el panorama social o en el ambiente político-pensaba yo-para
que la calumnia haya adquirido tan gran predicamento. Había que
esforzarse en analizar el contenido de aquella campaña de difamación.
Allí, en la cama, disponía de tiempo bastante para hacerlo.
¿De dónde sacaban aquella acusación que se me hacía
de que quería "robar a los campesinos", que es la fórmula
que todos los agrarios de extracción reaccionaria, todos los socialistas
cristianos y todos los fascistas se han hartado de lanzar contra los socialistas,
y no digamos contra los comunistas? ¿De dónde provenía
aquella batida furiosa contra la idea de la revolución permanente,
que no era mía, sino de Marx? ¿De dónde aquellas jactancias
nacionalistas, que hablaban a todas horas de la posibilidad de construir
un socialismo propio, al margen de la ayuda internacional? ¿Qué
capas sociales eran las que necesitaban alimentarse con aquellas trivialidades
reaccionarias? ¿Y, finalmente, de dónde nacía y qué
perseguía este descenso del nivel teórico, este entontecimiento
político? Tendido en la cama, me puse a hojear en mis antiguos artículos,
y mis ojos dieron con estas líneas, escritas en el año 1909,
en el momento de apogeo de la reacción stolypiniana:
"Cuando la curva del proceso histórico presenta tendencia ascensional,
la idea social se hace más aguda, más audaz, más inteligente.
Abarca los hechos y los hilvana al vuelo con el hilo de la generalización...
Pero tan pronto como la curva política se pone a descender, la necedad
se adueña de la idea social. El precioso talento de generalización
desaparece sin dejar rastro. La necedad hácese cada vez más
atrevida y se burla, rechinando los dientes, de toda tentativa seria de
generalización, comprende que tiene el terreno por suyo y empieza
a ejercer el poder a su modo." Uno de los instrumentos más importantes,
de que se sirve es la calumnia.
Y me dije: estamos atravesando por un período de reacción.
Las clases se están desplazando políticamente. La conciencia
de clase está. sufriendo un profundo cambio. Tras del primer impulso
y la tensión ascensional, viene la retirada. ¿Hasta dónde
irá? Desde luego, se detendrá antes de llegar al punto de
partida. Pero nadie puede señalar, de antemano los límites
en que ha de contenerse. Dependerá de la pugna entre las fuerzas
internas que se desaten. Lo primero es darse cuenta de la realidad de las
cosas. Los profundos procesos moleculares de la reacción pugnan
por romper la envoltura y salir a luz. Su aspiración es emancipar
la conciencia social de las ideas, las palabras y las figuras vivientes
del movimiento de Octubre, o a lo menos, atenuar la relación de
dependencia que la unen a ellas. Tal es el sentido y razón de ser
de lo que está ocurriendo. No caigamos en vanos subjetivismos. No
nos queramos enfadar con la historia ni sentirnos ofendidos porque ésta
discurra por senderos más complicados y tortuosos. El comprender
la verdad de lo que ocurre es tener ya media batalla ganada.