Vamos acercándonos a la última etapa de mi colaboración
con Lenin. Este período tiene, además, el interés
de que en él se encierran ya los elementos de donde ha de salir,
más tarde, el triunfo de los epígonos.
Después de morir Lenin, creóse una complicada y ramificadísima
institución histórico-literaria encaminada a falsear la historia
de nuestras relaciones. El método principal de que se vale consiste
en destacar del pasado pura y exclusivamente aquellos momentos en que existiera
alguna diferencia entre nosotros, para luego, valiéndose de manifestaciones
polémicas aisladas, o de puras invenciones, que es lo más
frecuente, componer la imagen de una pugna ininterrumpida entre dos "principios".
Comparada con estas investigaciones históricas de los epígonos,
la historia de la Iglesia escrita por los apologistas medievales es un
modelo de ciencia y objetividad. Hasta cierto punto, yo mismo les facilitaba
la tarea, hablando sin recato de las divergencias que me separaban de Lenin,
en el momento de producirse, y llegando incluso a apelar al partido, en
los casos en que era necesario. No lo hacían así los actuales
epígonos; éstos, cuyas diferencias de criterio con Lenin
eran harto más frecuentes que las mías, se embotaban, llegado
el caso, en el silencio, si no hacían como Stalin, que adoptaba
un mohín de ofendido y se iba a esconder, durante varios días,
en un pueblecillo cercano a Moscú. En la inmensa mayoría
de los casos, las conclusiones a que llegábamos Lenin y yo, cada
cual por su parte, coincidían en lo substancial. Generalmente, no
necesitábamos más que de medias palabras para entendernos
el uno al otro. Si yo temía que un acuerdo que iba a tomarse en
el "Buró político" o en el Consejo de Comisarios del pueblo
no era acertado, le pasaba a Lenin una esquelilla. Lenin me la devolvía
con la siguiente acotación. "De acuerdo. Haga usted una proposición."
A veces, era él quien me mandaba a preguntar si estaba conforme
con lo que proponía, diciéndome que, en caso afirmativo,
tomase la palabra para apoyarlo. Lo frecuente era que cambiase impresiones
conmigo por teléfono acerca de la marcha de un asunto, y si éste
era apremiante, me rogaba, con gran insistencia, que no dejase de acudir
"en modo alguno" a la sesión. Cuando nos levantábamos los
dos a defender un mismo punto de vista-que era casi siempre, en cuestiones
de principio-aquellos a quienes la solución no satisfacía,
y entre ellos contábanse no pocas veces los jefes de hoy, sellaban
en seguida sus labios. Y acontecía, con harta frecuencia, que Stalin,
Zinovief o Kamenef, después de haberse mostrado en desacuerdo radical
conmigo, se batiesen en retirada silenciosamente apenas veían que
Lenin se hacía solidario de mi posición. Cualquiera que sea
el juicio que se tenga respecto a esta cortesía con que los "discípulos"
renunciaban a mantener sus ideas propias, para someterse sumisamente a
las de Lenin, es evidente que la tal sumisión no garantizaba, ni
mucho menos, que ellos, por sí solos, supiesen llegar, sin Lenin,
a conclusiones leninianas. En la realidad, nuestras diferencias no tuvieron
nunca el relieve que cobran en este libro. Aquellas diferencias constituían
siempre excepción, por lo cual resultaban mucho más llamativas.
Además, al morir Lenin, estas disparidades, agrandadas telescópicamente,
llegaron a adquirir el carácter de factores políticos independientes
y que nada tenían que ver con las relaciones que mantuviéramos
Lenin y yo.
En el capítulo correspondiente tuve ocasión de exponer
en detalle mis diferencias con Lenin a propósito de la paz de Brest-Litovsk.
Aquí he de detenerme un poco en otra disparidad de criterio surgida
entre nosotros a fines del año 20 y comienzos del 21, en vísperas
de decretarse la transición a la nueva política económica,
y que mantuvo separados nuestros campos por espacio de unos dos meses.
Es indudable que la llamada "discusión" acerca de los sindicatos
empañó por algún tiempo nuestras relaciones. éramos,
los dos, demasiado revolucionarios y políticos para poder ni querer
separar en absoluto lo político de lo personal. Estas discusiones
ofrecieron a Stalin y Zinovief la posibilidad legal, por decirlo así,
de sacar a la plaza pública la campaña que venían
atizando entre bastidores. Utilizando todos los recursos disponibles esforzáronse
por sacarle el mayor provecho posible a aquella coyuntura. Aquello fué
una especie de ensayo para la cruzada que, llegado el momento, habían
de lanzarse a predicar contra el "trotskismo". Este efecto, reflejo de
nuestro conflicto, era precisamente el que más inquietaba a Lenin,
que puso cuanto estaba de su parte por evitarlo.
El contenido político de aquella discusión aparece hoy
hasta tal punto envuelto en basura, que no envidio al historiador de mañana
que tenga que ahondar en él para llegar al fondo. Retroactivamente,
y ya después de morir Lenin, los epígonos descubrieron en
mi posición de entonces un "menosprecio de la clase campesina" y
hasta una cierta hostilidad contra la
"NEP".
Estas afirmaciones habían de servir, en rigor, de base para toda
la campaña posterior. En realidad, la discusión, al iniciarse,
presentó el carácter cabalmente inverso. Para demostrarlo,
no tengo más remedio que remontarme un poco a hechos pasados.
En el otoño de 1919 el número de locomotoras fuera de
servicio ascendía al 60 por 100, y todo el mundo daba por supuesto
que el porcentaje sería de 75 en la primavera del 20. En estas condiciones,
no, había posibilidad de mantener un tráfico ferroviario,
pues con un 25 por 100 de locomotoras en condiciones medianas sólo
se podía atender a las necesidades de los propios ferrocarriles,
que se alimentaban con combustible de madera, enormemente voluminoso. El
ingeniero Lomonosof, que fué el que rigió de hecho durante
estos meses el departamento de transportes, hubo de exponer al Gobierno,
sobre un gráfico, aquella epidemia de locomotoras. Y señalando
el punto matemático, en el transcurso del año 1920, dijo:
-Al llegar aquí, sobrevendrá la muerte.
-¿Y qué cree usted que debe hacerse?-le preguntó
Lenin.
-Yo no creo en los milagros-contestóle el ingeniero-, ni los
mismos bolcheviques los pueden hacer.
Nos miramos. El estado de ánimo que allí reinaba era
de una gran depresión, pues ninguno de nosotros entendía
de transportes, ni conocía la técnica a que respondían
aquellos cálculos tan pesimistas.
-Sin embargo, vamos a ver si hacemos un milagro-dijo Lenin secamente
y rechinando los dientes.
Durante los meses siguientes, la situación no hizo más
que empeorar. Aunque había causas más que sobradas para esto,
es muy probable que ciertos ingenieros se esforzasen todo lo posible para
ver de adaptar la situación real de nuestros transportes al gráfico
de Lomonosof.
Hube de pasar los meses de invierno de 1919 al 20 en los Urales, dirigiendo
los trabajos económicos. Estando allí, Lenin me pidió
por telégrafo que mi hiciese cargo de la dirección de los
transportes y viese la manera de levantarlos, mediante medidas extraordinarias.
El telegrama me sorprendió en ruta, y lo contesté afirmativamente.
Volví de los Urales equipado con importantes provisiones de
experiencia económica, que conducían todas a una conclusión:
la de que había que ir pensando en abandonar el comunismo de guerra.
Aquellos trabajos prácticos me revelaron con toda claridad que los
métodos del comunismo de guerra, tal corno nos fueran impuestos
por la situación del país durante la guerra civil, estaban
agotados, y que para levantar la Economía de nuestro pueblo no había
más remedio, costase lo que costase, que volver a introducir el
elemento del interés personal, restableciendo hasta cierto punto
el mercado interior. Inspirándome en esta necesidad, presenté
al Comité central un proyecto de supresión del régimen
de tasas, que había de ser sustituido por un sistema de impuestos
sobre los cereales, introduciendo, en relación con esto, el intercambio
de mercancías.
"...La política que se viene siguiendo en materia de requisiciones
niveladoras con arreglo a la norma de lo necesario para subsistir, en punto
a las fianzas mutuas en las entregas forzosas y a la distribución
también niveladora de los productos industriales, lleva a la ruina
a la agricultura y a la descomposición del proletariado industrial,
amenazando con arruinar totalmente la vida económica del país."
Tales fueron los términos de la declaración escrita que cursé,
en febrero del año 20, al Comité central.
"Las existencias de víveres-prosigue esta declaración-amenazan
con extinguirse sin que el sistema de requisiciones pueda salir al paso
de este peligro. Para combatir estas tendencias de decadencia económica,
se ofrecen los siguientes métodos: 1.º Sustituir el régimen
de requisición del sobrante por un impuesto procentual fijo (una
especie de impuesto progresivo sobre los frutos naturales), procurando
que las grandes extensiones de cultivo y su explotación intensiva
resulten, aun con ello, ventajosas. 2.º Implantación de un
criterio proporcional entre el suministro de productos industriales a los
campesinos y la cantidad de frutos entregada por ellos, haciendo el cómputo
no sólo por concejos y aldeas, sino también por haciendas
aisladas."
Como se ve, mis propuestas no podían ser más prudentes.
Pero téngase en cuenta que las primeras bases aceptadas a la vuelta
de un año, al instaurarse la nueva política económica,
no iban tampoco más allá.
A principios del año 20, Lenin se declaró resueltamente
contrario a mis propuestas, que fueron desechadas en el Comité central
por once votos contra cuatro. Los hechos se encargaron de demostrar que
la decisión del Comité no estuvo acertada. Yo no quise llevar
el asunto en alzada ante el congreso del partido, porque sabía que
éste era decidido partidario del comunismo de guerra. La vida económica
del país estuvo forcejeando otro año más con la muerte
en un callejón sin salida. Esto fue lo que originó mis diferencias
de apreciación con Lenin. Desechada la transición al régimen
del mercado libre, pedí, que se aplicasen ordenada y sistemáticamente
los "métodos de guerra", para ver de alcanzar algún resultado
real en nuestra economía. Dentro de los cuadros de un sistema de
comunismo de guerra que mantenía nacionalizados, a lo menos en principio,
todos los recursos del país, para distribuirlos con arreglo a las
necesidades del Estado, a mí me parecía que no quedaba margen
para que actuasen autónomamente los sindicatos. Si la industria
descansaba sobre el suministro a los obreros por el Estado de todo lo que
necesitaban, era lógico que los sindicatos se sometiesen también
a aquella red del Estado en que estaban prendidas la industria y la distribución.
Tal era la substancia del problema planteado en punto a la nacionalización
de los sindicatos, que a mí me parecía desprenderse lógicamente,
y en este sentido defendía yo la medida, del régimen de comunismo
imperante.
Ateniéndome a las bases del comunismo de guerra aprobadas por
el 9.º congreso del partido, me puse a trabajar en la reorganización
de los transportes. El Sindicato ferroviario hallábase íntimamente
ligado a la organización administrativa del departamento. Los métodos
de disciplina estrictamente militar hiciéronse extensivos a todo
el régimen de los transportes. Asocié la administración
de los transportes a la administración militar, que era la más
fuerte y disciplinada de la época. Esto tenía importantes
ventajas, tanto más cuanto que la guerra contra Polonia hacía
que los transportes militares tuviesen mediatizados en gran parte los ferrocarriles.
Al salir del departamento de guerra, que tanto contribuía a que
los ferrocarriles estuviesen desorganizados, me trasladaba todos los días
al Comisariado de transportes, donde hacía los mayores esfuerzos
por librarlos de una catástrofe definitiva y sacarlos, en lo posible,
a flote.
El año que hube de trabajar al frente de los transportes fué
para mí, personalmente, una gran escuela. En este departamento venían
a encontrar expresión concentrada todos los problemas de principio
planteados por la organización socialista de la Economía.
Una cantidad fabulosa de locomotoras y de material de los más diversos
modelos tenía obstruidas las vías y los talleres. La nueva
reglamentación del régimen de transportes, que había
corrido hasta la revolución, en parte a cargo del Estado y en parte
de empresas particulares, fué preparada minuciosamente. Las locomotoras
se agruparon por series, se procedió a repararlas con arreglo a
un plan sistemático, y a los talleres se asignaron funciones fijas
y precisas, ajustadas a su capacidad de rendimiento. Calculábamos
que tardaríamos cuatro años y medio en restaurar los transportes,
volviéndolos al estado anterior a la guerra. Era indiscutible que
las medidas por nosotros adoptadas daban su fruto. En la primavera y verano
de 1920, los transportes empezaron a recobrar el movimiento. Lenin no perdía
oportunidad de señalar al país el renacimiento de nuestros
ferrocarriles. Y si la guerra, que nos había declarado Pilsudski
principalmente confiado en el desastre de nuestros transportes, no dio
a Polonia el resultado apetecido, fue precisamente porque la curva de los
ferrocarriles empezaba ya a moverse resueltamente en un sentido ascensional.
Para alcanzar estos resultados, hubimos de acudir a providencias extraordinarias,
que nos parecieron inevitables y justificadas, no sólo por la difícil
situación en que se encontraban los transportes, sino por el régimen
de comunismo de guerra en que vivíamos.
Pero poco a poco, la masa obrera, que había pasado ya por tres
años de guerra civil, iba resistiéndose, cada vez más
abiertamente, a someterse a los métodos del mando militar. Lenin,
con su instinto político infalible, presintió que se acercaba
el momento crítico. Y mientras que yo, partiendo de consideraciones
puramente económicas y operando sobre la base del comunismo de guerra,
me esforzaba por sacar a los sindicatos el mayor rendimiento posible, Lenin,
inspirándose en razones políticas, tendía ya a ir
atenuando la presión militar. En vísperas del 10.º Congreso
del partido, nuestros rumbos eran todavía antagónicos. En
el seno del partido estalló la discusión. Pero esta giraba
ya en torno a un tema muy distinto. Lo que el partido discutía era
el ritmo a que debía irse para nacionalizar los sindicatos; pero
lo que demandaba imperiosamente la realidad era el pan de cada día,
el combustible y las materias primas para la industria. Y mientras el partido
se debatía febrilmente en torno a los "métodos del comunismo",
iba acercándose a pasos agigantados la catástrofe de la Economía
de nuestro país. En esta discusión vinieron a terciar, como
suprema admonición, las sublevaciones de Cronstadt y de la provincia
de Tambof. Lenin, apremiado por las circunstancias, formuló las
primeras tesis, harto prudentes, que habían de presidir la transición
a la nueva política económica. Yo me adherí a ellas
sin vacilar. En realidad, aquellas tesis no eran más que la reiteración
de las que yo formulara hacía un año. Ahora, ya no tenía
razón alguna de ser la disputa promovida en torno de las organizaciones
sindicales. En el congreso, Lenin no intervino para nada en está
discusión, y dejó que Zinovief se divirtiera un poco con
la vaina del cartucho ya disparado. En aquellos debates, predije que la
proposición referente a los sindicatos aprobada por la mayoría
no llegaría ni siquiera al próximo Congreso, pues la nueva
orientación económica demandaba una radical revisión
de la estrategia sindical. Y en efecto, no habían pasado muchos
meses cuando Lenin se puso a fijar las nuevas tesis acerca del papel y
funciones de los sindicados dentro del marco de la "NEP". Yo me adherí
en un todo a su proposición. La solidaridad entre nosotros estaba
restablecida. Sin embargo, Lenin temía que aquella discusión,
que hubo de durar dos meses, dejase un rastro en el partido, y que a su
sombra se formasen grupos y banderías que podrían envenenar
las cosas y dificultar los trabajos. En lo que a mí tocaba, ya durante
el Congreso había abandonado todas las deliberaciones con los que
compartían mí mismo parecer en punto a los sindicatos. Unas
semanas más tarde, Lenin pudo convencerse de que yo estaba igualmente
preocupado que él por liquidar los grupos transitorios que en aquella
discusión se habían formado y que no había por qué
mantener, pues no se apoyaban en ninguna base de principio. Lenin respiró
tranquilo. Y aprovechando no sé qué cínica acusación
que en contra mía había lanzado Molotof, a quien, acababan
de elegir para un puesto en el Comité central, le paró los
pies por aquel exceso necio de celo, y agregó que "la lealtad del
camarada Trotsky en las cuestiones interiores del partido estaba por encima
de toda duda". Esta afirmación la repitió varias veces. Yo
sabía que aquellas palabras de reconvención no iban dirigidas
solamente contra el que las había provocado incidentalmente, sino
también contra otras personas. Stalin y Zinovief habían pretendido,
aprovechándose de la coyuntura, atizar aquella discusión
y mantenerla artificialmente.
Stalin acababa de ser elegido Secretario general en el 10.º congreso,
por iniciativa de Zinovief y contra el parecer de Lenin. El congreso lo
eligió en la creencia de que estaba ante una candidatura presentada
por el Comité central en conjunto. Por lo demás, nadie daba
gran importancia a la elección. Era evidente que, bajo las órdenes
de Lenin, el cargo de Secretario general, creado en aquel Congreso, no
podía tener más que un carácter técnico sin
el menor relieve político. Y, sin embargo, Lenin no las tenía
todas consigo. "Este cocinero-decía de Stalin-no va a guisar más
que platos picantes." He aquí por qué quería subrayar
tan obstinadamente en una de las primeras sesiones del Comité central
a raíz del Congreso, la "lealtad de Trotsky", para salir así
al paso a la intriga que se estaba minando.
Aquellas palabras de Lenin no tenían un valor puramente incidental.
Durante la guerra civil, hubo de testimoniarme en una ocasión-y
no con palabras, sino con hechos-la confianza moral que tenía en
mí, en términos tales, que no podían esperarse ni
exigirse de nadie más rotundas. Fué con ocasión de
la campaña de hostilidad militar que venía atizando contra
mí Stalin solapadamente. En aquellos tiempos de guerra, se concentraban
en mis manos poderes que prácticamente tenían carácter
de ilimitados. En mi tren se reunía constantemente el Consejo de
guerra; los frentes y el territorio colocado a sus espaldas estaban a mis
órdenes, y hubo momentos en que todo el territorio de la República
que no estaba ocupado por los blancos, tenía carácter de
territorio militar o de zona fortificada. Todos los que caían entre
las ruedas del carro de la guerra tenían parientes y amigos que
hacían cuanto podían por salvar del trance a sus deudos.
Por todos los canales llegaban flotando a Moscú peticiones, quejas,
protestas, que iban casi siempre a parar a la presidencia del Comité
ejecutivo central. Los primeros episodios de este género surgieron
en relación con los sucesos de Sviask. Ya dejo dicho más
arriba que hube de hacer comparecer ante el Consejo de guerra al Coronel
del 4.º regimiento letón, por haber amenazado con retirar a
sus fuerzas de la posición que ocupaban. El Consejo le condenó
a cinco años de cárcel. Pasados algunos meses, empezaron
a llover peticiones para que se le pusiese en libertad. La principal presión
se ejercía sobre Sverdlof. Este llevó las peticiones al Buró
Político. Yo expuse brevemente las circunstancias de guerra en que
el Coronel del regimiento me había amenazado con "consecuencias
peligrosas para la revolución". Mientras yo hablaba, la cara de
Lenin iba poniéndose blanca. Y apenas hubo terminado, cuando, con
aquel tono cálido de voz que denotaba en él la máxima
emoción, exclamó: "¡Que siga, que siga en la cárcel!"
Sverdlof se quedó mirando para Lenin, me miró a mí
y dijo: "Pienso lo mismo."
El segundo episodio, mucho más importante, está relacionado
con el fusilamiento del Coronel y el Comisario que habían retirado
por si y ante sí al regimiento de su posición, adueñándose
por las armas del barco fondeado en el río para que los llevase
a Nishni. Este regimiento había sido reclutado en Smolesnk, donde
los trabajos militares corrían a cargo de adversarios de mi política
de guerra, que más tarde habían de convertirse en defensores
calurosos de ella. Pero en aquellos momentos alzaron grande clamor. A instancia
mía se nombró una sección dentro del Comité
central, que, después de examinar la conducta de las autoridades
militares, reconoció unánimemente que su conducta había
sido acertada; es decir, impuesta de un modo inflexible por la situación
del momento. Mas no por esto cesaron los rumores equívocos que corrían.
Por momentos, parecíame que la fuente de estos rumores no caía
muy lejos del Buró político. Pero yo tenía más
que hacer que ocuparme en investigar los orígenes de estas especies
y en andar desembrollando aquellas intrigas. Sólo una vez me permití
decir en una sesión del Buró político que a no ser
por aquellas medidas draconianas tomadas por mí en Sviask, no estaríamos
reunidos allí en aquel momento. "¡Exacto!", exclamó
Lenin, y con aquella rapidez del rayo que le caracterizaba, se puso a escribir
unos renglones con tinta roja en la parte inferior de un pliego en blanco,
encabezado con el sello del Consejo de Comisarios del Pueblo. Cono Lenin
llevaba la presidencia de la sesión, ésta hubo de interrumpirse
por unos momentos. Como a los dos minutos, me entregó el pliego,
en el que aparecían estampadas las siguientes líneas:
U. R. S. S.
EL PRESIDENTE DEL CONSEJO DE
LOS COMISARIOS DEL PUEBLO
MOSCÚ, KREMLIN
Julio, 1919
|
|
¡Camaradas!
Conozco el carácter severo de las medidas adoptadas por el camarada
Trotsky, y estoy tan convencido, tan profunda y perfectamente convencido
del acierto, conveniencia y necesidad de la provilencia aquí dictada
por él en interés de la causa, que la suscribo en un todo.
W. ULIANOF-LENIN.
|
-No tengo inconveniente en darle a usted todas las ratificaciones, firmadas
en blanco coma ésta, que desee-me dijo Lenin. Es decir, que en aquel
ambiente dificilísimo de la guerra civil, en que se imponía
la necesidad de estar decretando constantemente órdenes sumarias
e irrevocables, Lenin se prestaba a ratificar en blanco, de antemano, todas
cuantas órdenes pudiera dictar yo en lo futuro. Y téngase
en cuenta que se trataba de órdenes de las cuales dependía
muchas veces la vida o la muerte de personas. ¿Cabe concebir confianza
mayor de un hombre para otro? Lenin no podía ni siquiera forjarse
la idea de extender un documento tan extraordinario más que por
una razón: porque conocía o sospechaba mejor que yo las fuentes
de todas aquellas intrigas y quería desarmar con un golpe definitivo
a los intrigantes. Pero, para dar ese paso, tenía que estar muy
penetrado, irrebatiblemente convencido, de que yo no era capaz de cometer
ningún acto desleal ni de prostituir con abusos personales mis poderes.
Y a este convencimiento era al que daba tajante expresión con aquellas
breves líneas. Será en vano que los epígonos busquen
en sus archivos un documento semejante. Lo único que Stalin podría
encontrar en el suyo, si buscase, sería el "testamento" de Lenin,
que tan cuidadosamente oculta a los ojos del partido, y con su cuenta y
razón, pues no en vano se traza en él su silueta como la
de un hombre desleal, capaz de usar abusivamente de su poder. Para formarse
una clara y perfecta idea de cuáles eran las relaciones de Lenin
conmigo y cuál su actividad respecto a Stalin, basta comparar estos
dos documentos: el crédito ilimitado de confianza moral que a mí
me abre y la filiación moral que traza del jefe de hoy.
Abreviatura rusa de "Nowaia ekonomitcheskaia
polítika", o sea "Nueva política económica".