Tomé mis primeras vacaciones en la primavera del 20, antes de
celebrarse el segundo congreso de la Internacional comunista, y pasé
cerca de dos meses en el campo, no lejos de Moscú. Dediqué
el tiempo a curarme-ya empezaba a tomar un poco en serio mi curación-,
a preparar con el mayor cuidado el manifiesto que había de suplir
durante unos cuantos años el programa de los "Cominters", y a cazar.
La necesidad que tenía de descanso era muy grande, después
de aquellos años de intenso trabajo. Pero me faltaba la técnica
del descanso. Los paseos -no eran para mí, ni lo son todavía
hoy, una distracción. Lo que tiene de atractivo la caza es que produce
sobre la conciencia los efectos de un sinapismo... Un domingo, a comienzos
del mes de mayo de 1922, me fui a pescar con red a un antiguo lecho del
río Moscova. Llovía, y como el césped estaba mojado,
resbalé por un declive, me caí y al caerme me distendí
los tendones de una de las piernas. No tenía nada de particular,
pero hube de guardar cama varios días. Al tercer día de estar
encamado, se presentó a verme Bujarin.
-¿También está usted en cama?-me preguntó,
con gesto de espanto.
-¿Pues quién es el otro?
-Ilitch está bastante mal; ha tenido un ataque y no puede andar
ni hablar. Los médicos no saben qué decir.
Lenin andaba siempre preocupadísimo con la salud de los demás
y citaba con frecuencia aquellas palabras de un emigrado: los viejos morirán
y los jóvenes decaerán.
-¿Cuántos son los que en Rusia saben algo de Europa y
del movimiento obrero del mundo? Mientras seamos nosotros solos a sostener
la revolución-repetía Lenin-, la experiencia internacional
que hoy tienen los directivos del partido será insustituible.
A Lenin todo el mundo le tenía por un hombre sano y fuerte y
su salud parecíanos uno de los pilares inconmovibles de la revolución.
Su actividad era infatigable, siempre vigilante, y su carácter sereno
siempre y alegre. Pero de vez en cuando, yo advertía en él
algún síntoma que me inquietaba. Durante las sesiones de
primer congreso de los "Cominters", me chocó su aspecto cansado,
su voz desigual y aquella su sonrisa de enfermo. No me cansaba de decirle
que se gastaba demasiado en asuntos de importancia secundaria. él
reconocía que era verdad, pero no sabía evitarlo. A veces,
se quejaba-siempre de un modo incidental y un poco tímidamente-de
dolores de cabeza. Pero con dos o tres semanas de descanso, volvía
a sentirse sano y bueno. Parecía como si para Lenin no existiese
el desgaste.
A fines del año 21, empezó a sentirse mal. El día
7 de diciembre pasó una esquela a los vocales del Buro Político
en la que decía: "Tengo que marcharme hoy. A pesar de haber disminuido
la ración de trabajo y aumentado la de descanso, en estos últimos
días me han molestado endemoniadamente los insomnios. Temo que no
voy a poder hablar ni en la Conferencia del partido ni en el Congreso de
los Soviets." Ahora, pasaba la mayor parte del tiempo en un pueblecillo,
cerca de Moscú. Pero desde allí seguía atentamente
la marcha de los asuntos. Estábamos ocupados con los preparativos
para la conferencia de Ginebra. El día 23 de enero (1922), Lenin
escribía a los vocales del Buro político:
"Acabo de recibir dos cartas de Tchitcherin (fechadas el 20 y el 22).
En ellas me pregunta si, a cambio de algunas compensaciones decorosas,
no podríamos acceder a introducir ciertos cambios en nuestra organización
política, consistentes, principalmente, en dar entrada en los Soviets
a los elementos parasitarios. En gracia a los yanquis. Esta sola pregunta
de Tchitcherin demuestra, a mi entender, que urge mandarlo a un sanatorio.
A mi juicio, cualquier concesión o dilación por nuestra parte,
sería extraordinariamente peligrosa para todas las negociaciones
que, pudieran emprenderse." En las breves líneas de esta esquela,
en la que la dureza política exenta de todo miramiento se une a
su astuto espíritu bonachón, transpira la vida y el aliento
de Lenin.
Pero su estado de salud seguía empeorando. En marzo, aumentaron
los dolores de cabeza. Sin embargo, los médicos no pudieron descubrir
ninguna lesión orgánica y prescribieron reposo absoluto.
Lenin se instaló a vivir en el pueblecillo a que había ido
de temporada. Allí fué donde le sorprendió, a principios
de mayo, el primer ataque.
Resultó que Lenin llevaba ya dos días enfermo. ¿Por
qué no se me había informado inmediatamente? Sin embargo,
por aquel entonces, esto no me hizo concebir la menor sospecha.
-No quisimos intranquilizarle a usted-me dijo Bujarin-; nos pareció
que debíamos esperar a ver qué curso tomaba la enfermedad.
Bujarin, al decirme aquello, no podía ser más sincero,
pues no hacía más que repetir lo que los "mayores" le habían
sugerido. El pobre me guardaba todavía aquella sumisión que
él sabía guardar; es decir, una sumisión que tenía
un cincuenta por ciento de histérica y un cincuenta por ciento de
infantil. Me contó lo que sabía acerca de la enfermedad de
Lenin y puso fin al relato echándose sobre la cama para abrazarme
y decirme, entre lágrimas y suspiros:
-¡No se ponga usted enfermo, por favor!... Hay dos hombres en
cuya muerte no puedo pensar sin espanto: Ilitch y usted.
Procuré consolarle con frases de afecto v restablecer un poco
el equilibrio de sus nervios. Su presencia no hacía más que
estorbarme en la concentración de ideas y preocupaciones que despertaba
en mí aquella noticia. El golpe era terrible. Era como si de pronto
la revolución misma hubiera dejado de alentar.
"Las primeras noticias acerca de la enfermedad de Lenin-dice en sus
apuntes N. J. Sedova-circulaban en voz baja. Parecía como si nadie
hubiera pensado en que Lenin podía caer enfermo. Eran muchos los
que sabían lo preocupado que andaba siempre con la salud de los
demás, pero a él le creíamos asegurado contra toda
suerte de enfermedades. Casi a todos los revolucionarios de la vieja revolución
les flaqueaba el corazón, de las grandes emociones sufridas. A todos-se
lamentaban los médicos-les funciona mal el motor. No hay más
que dos corazones-le dijo un día el profesor Guetier a Leo Davidovich-:
el de Vladimiro Ilitch y el de usted. Con corazones como ésos se
vive cien años. Las auscultaciones hechas por los médicos
extranjeros confirmaron este diagnóstico; de todos los corazones
que auscultaron en Moscú no había más que dos que
funcionasen decididamente bien, y eran los de Lenin y Trotsky. Aquella
brusca crisis, totalmente inesperada para la gente, que se producía
en la salud de Lenin, sorprendió a las masas como si la crisis se
produjera en la propia revolución. ¿Es que Lenin podía
ponerse enfermo y morir como otro cualquiera? Era difícil resignarse
a pensar que Lenin pudiera verse privado de la posibilidad de moverse y
de hablar. Todo el mundo creía firmemente que se sobrepondría
a la crisis y se levantaría de la cama sano y bueno. Y tal era también
la creencia que imperaba en el partido."
Hubo de transcurrir mucho tiempo, hasta que, tendiendo la vista sobre
el pasado, volví a caer en la cuenta, con renombrado asombro, de
que habían dejado pasar tres días sin darme noticia de la
enfermedad de Lenin. A raíz de ocurrido, aquello no me había
sorprendido; pero evidente que no se trataba de una casualidad. Los que
de tanto tiempo atrás se venían preparando para darme la
batalla, y sobre todo Stalin, quisieron ganar tiempo. Aquella enfermedad
era de las que pueden conducir a un desenlace trágico de la noche
a la mañana. De un momento a otro, podían cobrar un cariz
agudo todas las cuestiones de la dirección de la política.
A mis adversarios les convenía disponer por lo menos de un día
para preparar sus cosas. Se pusieron a cuchichear por los rincones, buscando
entre ellos los mejores caminos y métodos para el ataque. Es de
suponer que fuese en aquellos días cuando surgió la ida de
formar el "trío" (Stalin-Zinovief-Kamenef) que me había de
dar la batalla. Pero Lenin salió del trance; su organismo, regido
por aquella voluntad indomable, hizo un esfuerzo gigantesco. El cerebro,
que estaba ya a punto de morir asfixiado por falta de riego sanguíneo
y que había perdido la facultad de articular sonidos, volvió
a reanimarse.
A fines de mayo, me fui a un lago situado a unas ochenta verstas de
Moscú, a pescar. En aquella comarca, junto al lago, había
un sanatorio infantil, que llevaba el nombre de Lenin. Los niños
me acompañaron por la orilla, informándose de la salud de
Vladimiro Ilitch, y me entregaron una carta y un manojo de flores silvestres
para que se las enviase en su nombre. Lenin no podía escribir todavía
y dictó unas líneas a su secretario: "Vladimiro Ilitch me
encarga de escribirle, diciéndole que le parece muy bien su idea
de enviar a los niños del sanatorio de Podsolnetschnaia un regalo
en su nombre, que usted les puede entregar. Le ruega también que
dé las gracias a los niños por su carta cordial y por las
flores, y que les diga que lamenta mucho no poder acceder a su invitación,
pues no duda que a su lado se repondría totalmente."
En el mes de julio, Lenin estaba de nuevo en pie, y si bien hasta octubre
no se reintegró oficialmente al trabajo, seguía de cerca
todos los asuntos y se interesaba por ellos. Durante estos meses de convalecencia,
una de las cosas que más le preocuparon fué el proceso que
se seguía contra los socialrevolucionarios. Estos habían
asesinado a Wolordarsky y a Uritsky, herido de bastante gravedad a Lenin
y atentado dos veces contra mi tren. Era cosa de tomar aquello en serio.
Aunque no fuese desde el punto de vista idealista de nuestros enemigos,
también nosotros sabíamos apreciar el "valor de la personalidad
en la historia". No podíamos cerrar los ojos ni alzarnos de hombros
ante el peligro que amenazaba a la revolución, si permitíamos
que el enemigo fuese derribando a tiros, uno tras otro, a todos nuestros
caudillos.
Nuestros amigos humanitarios, de esos que no sienten frío ni
calor ante las cosas, no se cansaban de repetirnos que, si bien comprendían
que las represalias, en general, eran inevitables, el fusilar a un enemigo
preso era salirse de los límites justos de la legítima defensa.
Querían que mostrásemos "benevolencia" en aquel asunto. Clara
Zetkin y otros comunistas europeos-que por aquel entonces todavía
se atrevían a decirnos a Lenin y a mí, a la cara, lo que
pensaban-insistían en que perdonásemos la vida a los acusados
y que nos limitásemos a imponerles penas de cárcel. Esta
solución era, aparentemente, la más sencilla. Pero el problema
de las represalias personales cobra, en una época de revolución,
un carácter muy especial, contra el que rebotan impotentes todos
los humanitarios lugares comunes. La lucha gira toda ella en torno al poder,
y es una lucha implacable a vida o muerte. No en otra cosa consiste la
revolución. En estas circunstancias, ¿qué valor ni
qué eficacia puede tener la pena de cárcel, con hombres que
confían en adueñarse del Poder a la semana siguiente, para
desde allí mandar cuando les llegue el turno a presidio o exterminar
a los que hoy empuñan el timón? Ya se sabe que desde el punto
de vista de lo que podríamos llamar el valor absoluto cae la personalidad
humana, la revolución es tan "condenable" como la guerra y como
toda la historia humana en general. Pero este concepto de la personalidad
es, a su vez, el fruto de un proceso de revoluciones que dista aún
mucho de haber llegado a remate. Para que el concepto de la personalidad
adquiera un sentido real y el desdeñoso concepto de la "masa" deje
de ser una antítesis que se alza ante la idea filosófica
privilegiada de la "personalidad", es necesario que la propia masa conquiste
por sí misma una etapa históricamente más elevada,
por medio de la palanca de la revolución, o, mejor dicho, de una
serie de revoluciones. No sé, ni-para decirlo sinceramente-me interesa
saber, si este punto de vista será bueno o malo, a juicio de la
filosofía normativa. De lo que sí tengo la absoluta convicción
es de que la humanidad no conoce hasta hoy otro camino.
Estas consideraciones no intentan, ni mucho menos, "justificar" el
terror revolucionario. Semejante tentativa equivaldría a dar la
razón a los acusadores. Mas, veamos quiénes son estos acusadores.
¿Son los que han encendido y usufructuario la gran guerra mundial?
¿Los nuevos ricos, que ofrendan a la gloria del "soldado desconocido"
el aroma de sus vegueros de sobremesa? ¿Los pacifistas que lucharon
contra la guerra mientras la guerra era un concepto y que están
dispuestos, por lo visto, a repetir en cuanto se les mande su repugnante
mascarada? ¿Los Lloyd George, los Wilson, los Poincaré, que,
para castigar el crimen de los Hohenzollers (y el suyo propio) se creyeron
autorizados a dejar morir de hambre a los niños de Alemania? ¿Los
conservadores de Inglaterra o los republicanos de Francia, que atizaban
la guerra civil en Rusia desde fuera, puestos a buen seguro y cómodamente
arrellanados, para cotizar en pingües ganancias la sangre de los que
combatían ?... Y así podríamos seguir preguntando
hasta lo infinito. Lo que a mí me interesa no es llegar a una justificación
filosófica, sino ofrecer una explicación política.
La revolución lo es porque coloca a todos los antagonismos que informan
un proceso histórico ante esta alternativa: la vida o la muerte.
¿O es que se va a pensar que esos sujetos que a cada medio siglo
andan removiendo sobre cordilleras enteras de cadáveres una cuestión
como la de la nacionalidad de Alsacia-Lorena van a ser capaces de transformar
su régimen social por medio de discursos de ventriloquia parlamentaria?
Hasta hoy, nadie nos ha demostrado cómo podía conseguirse
eso. Nosotros pudimos hacer saltar las resistencias del peñasco
secular por el acero y la dinamita. Y cuando el enemigo disparaba sobre
nosotros, que era generalmente con cañones forjados en los países
de la democracia y la civilización, hubimos de contestar con las
mismas armas. No importa que Bernard Shaw menease la barba con gesto de
reproche contra los unos y los otros. ¿Quién hacía
caso de sus sublimes argumentos?
Pero en el verano de 1922, la cuestión de las represalias tomó
un cariz mucho más agudo, pues ahora se trataba de los caudillos
de un partido que a su hora habían luchado a nuestro lado en la
campaña revolucionaria contra el zarismo, y que después de
triunfar la revolución de Octubre, volvieron contra nosotros las
armas del terrorismo. Por los tránsfugas que se pasaron a nuestras
filas de las de ellos, supimos que los principales actos terroristas no
habían sido organizados, como en un principio pudimos pensar, por
individuos aislados, sino por el partido entero, aunque éste no
se atreviese a echar sobre sus hombros la responsabilidad de los atentados.
Era inevitable la sentencia de muerte, y el tribunal no tuvo más
remedio que decretarla, pero su ejecución hubiera desencadenado
inmediatamente, como respuesta, una oleada de terrorismo. Limitarnos a
infligir penas de cárcel, por graves que ellas fuesen, hubiera equivalido
a dar alas a los terroristas, que estaban más seguros que nadie
de que el Poder no duraría mucho tiempo en manos de los Soviets.
No quedaba otro camino que condicionar la ejecución de la sentencia
al hecho de que el partido prosiguiese o no la campaña de atentados.
O dicho de otro modo: guardar en rehenes a los caudillos del partido terrorista.
La primera entrevista que tuve con Lenin después de su restablecimiento,
coincidió precisamente con los días en que se estaba viendo
la causa contra los socialrevolucionarios. Mi fórmula le tranquilizó,
y se adhirió en seguida a ella, diciendo:
-Tiene usted razón, no hay más solución que esa.
La curación daba a Lenin, visiblemente, grandes ánimos.
Y, sin embargo, se percibía en él un cierto desasosiego interior.
-Imagínese usted-me dijo, sin poder contenerse-lo terrible que
hubiera sido perder la facultad de hablar y de escribir; hubiera tenido
que empezar a aprender de nuevo, como los niños.
Y posó sobre mí su mirada rápida e inquisitiva.
En octubre, se reintegró oficialmente al trabajo, volvió
a ponerse al frente del Buró político y del Consejo de Comisarios
del pueblo, y en noviembre empezó a pronunciar una serie de discursos
en tomo al programa, que visiblemente le costaban bastante caros y que
dejaban una tara desfavorable en su proceso circulatorio.
Lenin advirtió que, al amparo de su enfermedad, se habían
ido tejiendo, detrás de sus espaldas y de las mías, los hilillos,
muy tenues aún y apenas perceptibles, de una conjura. A los epígonos
no les había parecido oportuno, todavía, volar ni quemar
los puentes. Pero habían ido serrando calladamente muchos maderos
y retacando las minas con dinamita. Aprovechaban todas las ocasiones para
pronunciarse contra mis propuestas o iniciativas, como si estuviesen ensayando
su emancipación y preparando el golpe final. Y cuando más
ahondaba en los trabajos, más se inquietaba Lenin, advirtiendo los
cambios producidos en aquellos diez meses, si bien procuraba no sacarlos
demasiado abiertamente a la luz del día, para no empeorar las relaciones
más de lo que ya lo estaban. Pero era evidente que se estaba preparando
para dar una repulsa contundente al "trío". Y estos preparativos
empezó a ponerlos por obra ante varias cuestiones concretas.
Entre la docena de asuntos que yo estaba dirigiendo por el partido,
es decir, privadamente y sin carácter oficial, se contaba la propaganda
antirreligiosa, en la que Lenin estaba muy interesado. Hubo de rogarme
repetidas veces, y con gran insistencia, que me hiciese cargo de este asunto.
Durante la convalecencia, se enteró por no sé qué
conducto de que Stalin se aprovechaba también de esta campaña
para maniobrar contra mí, colocando en los puestos creados para
organizar la propaganda a personas nuevas, y procurando sustraer en lo
posible a mis iniciativas la organización. Lenin, desde el pueblecillo
en que residía, envió al Buró Político una
carta, en la que, sin que a primera vista hubiera razón alguna que
lo justificase, hacía una cita de mi libro contra Kautsky y se expresaba
en términos de gran alabanza respecto al autor, aunque sin mencionar
su nombre ni el título de la obra. Confieso que, al principio, no
comprendí que Lenin tuviese que dar este rodeo, acogiéndose
al libro para condenar indirectamente las maniobras de Stalin contra mí.
Para dirigir la propaganda antirreligiosa, habían metido de por
medio, casi en función de sustituto mío, a Iaroslavsky. Cuando
Lenin, después de reintegrarse al trabajo, lo supo, exclamó
muy indignado, dirigiéndose aparentemente a Molotof-la cosa ocurría
en una sesión del Buró político-, aunque en realidad
el tiro se dirigía -contra Stalin:
-¿A Iaroslavsky? ¿Pero es que no conocen ustedes a Iaroslavsky?
¡Hombre, esto es para hacer reír a cualquiera! ¿Cómo
demonios quieren ustedes que este hombre dirija esa campaña?
Y por ahí adelante. La violencia que Lenin ponía en aquellas
palabras podría parecer excesiva a cualquiera que no estuviese en
antecedentes. Pero no se trataba exclusivamente de Iaroslavsky, a quien
Lenin no podía ver; tratábase de la dirección del
partido. Episodios de estos los había a docenas.
En realidad, puede decirse que Stalin, desde que entró en contacto
inmediato con él, que fué principalmente después del
movimiento de Octubre, se mantuvo siempre en una tendencia bastante aguzada,
aunque recatada hipócritamente, de oposición contra Lenin.
Dadas sus ambiciones, grandes y colmadas de envidia, Stalin tenía
que sentir por fuerza y a cada paso, su insignificancia moral e intelectual.
Era evidente que hacía esfuerzos por acercarse a mí. Yo tardé
en darme cuenta de que pugnaba por entrar conmigo en relaciones casi familiares.
Me repelía, por aquellas cualidades que más tarde, iniciada
ya la franca decadencia, habían de ser su fuerza: la mezquindad
de sus miras, el empirismo, la tosquedad psicológica y aquel especial
cinismo de pequeño-burgués a quien el marxismo ha liberado
de muchos prejuicios, pero sin alcanzar a sustituirlos por un sistema ideológico
bien digerido y compenetrado con la psicología personal. Juzgando
por observaciones aisladas, que por aquel entonces me parecieron casuales
y sin importancia, pero que en realidad la tenían, comprendí
que Stalin esperaba encontrar en mí un apoyo contra la presión,
para él insoportable, que Lenin ejercía. Ante cada una de
aquellas tentativas, yo daba instintivamente un paso atrás y le
dejaba a un lado. Tal vez esté aquí la raíz de aquella
hostilidad fría, al principio cobarde y solapada, que Stalin fué
concibiendo contra mí. Paulatinamente, con arreglo a un plan sistemático,
iba reuniendo en torno suyo a las personas afines a él como tipos
psicológicos, a los simples, los que vivían a la buena de
Dios, sin intuiciones ni sospechas, y a todos los ofendidos y humillados.
Y, por cierto, que ninguna de las tres categorías de hombres escaseaba.
Es indudable que para Lenin era más cómodo, en muchos
de los asuntos corrientes, encomendarse a Stalin, Zinovief o Kamenef, que
dirigirse a mí. Lenin, atento siempre a no malgastar el tiempo propio
ni el ajeno, procuraba constantemente reducir al mínimum el desgaste
de fuerzas necesario para vencer los rozamientos internos. Yo tenía
mis opiniones, mis métodos de trabajo, mi manera personal de ejecutar
los acuerdos tomados. Lenin lo sabía de sobra y lo respetaba. Precisamente
por esto tenía que saber de sobra que yo no era el más adecuado
para asumir ciertos encargos. Cuando necesitaba de ayudas puramente mecánicas
para llevar a término sus planes, procuraba encomendarse a otros.
Esto, en ciertos momentos, sobre todo en aquellos en que yo me hallaba
distanciado de Lenin por alguna divergencia, podía despertar en
sus auxiliares la impresión de que tenía más confianza
en ellos que en mí. Así se explica que Lenin, designase a
Rikof y a Ziurupa como sustitutos suyos en la presidencia del Consejo de
Comisarios del pueblo, y en defecto de ellos, a Kamenef. A mí, esta
designación me parecía acertada. Lenin necesitaba de auxiliares
prácticos y sumisos. Aquel no era un cargo para mí, y tenía
que estarle agradecido de que no me hubiese puesto en el trance de ocuparlo.
Jamás se me ocurrió interpretarlo como un acto de desconfianza,
sino por el contrario, como una prueba, nada ofensiva ni mucho menos, de
la estimación en que tenía mi carácter y nuestras
mutuas relaciones.
Algún tiempo después, había de tener sobradas
ocasiones de convencerme de ello. Durante todo el tiempo que medió
entre el primer ataque y el segundo, Lenin sólo pudo trabajar desarrollando
la mitad de las fuerzas habituales en él. Se le estaban presentando
a cada momento molestias que, aunque no eran importantes de suyo, lo eran
como síntomas de que el sistema circulatorio no funcionaba bien.
En una sesión del Buró político, al levantarse para
alargarle a no sé quién una esquela-de aquellas que estaba
mandando constantemente, para ganar tiempo en los trabajos-, noté
que vacilaba un poco. Lo advertí porque vi que se le demudaba el
rostro. Era uno de los muchos avisos que le enviarían los centros
vitales. él, por su parte, no se hacía tampoco ninguna ilusión.
Estaba meditando constantemente cómo marcharían las cosas
sin él, cuando él faltase. Fue entonces cuando concibió
aquel documento que había de adquirir más tarde tanta fama
bajo el nombre de "Testamento de Lenin". Durante aquel período-unas
semanas antes de sobrevenir el segundo ataque-, tuvo una larga conversación
conmigo acerca del curso ulterior de mis trabajos. Esta conversación
la hube de comunicar, a raíz de celebrarse y en vista de la gran
importancia política que tenía, a una serie de personas (Rakovsky,
J. L. Smirnof, Sosnovsky, Preobrachensky, y algunas otras). Así
se explicará que se me haya quedado grabada fielmente en la memoria.
La cosa fué del modo siguiente: El Comité central de
la Liga de Obreros de la cultura envió una comisión a visitarnos
a Lenin y a mí con el ruego de que yo me hiciese cargo, complementariamente,
del departamento de Instrucción pública, al modo como durante
un año había regentado el Comisariado de Transportes. Lenin
quiso conocer mi opinión. Le contesté que las dificultades
con que tropezaba la labor de Instrucción pública procedían,
como todas, del aparato administrativo.
-Sí-dijo Lenin interrumpiéndome-, la burocracia está
tomando aquí unas proporciones espantosas; yo me quedé verdaderamente
asustado, cuando me reintegré al trabajo, viendo los vuelos que
esto tomaba... Pero precisamente por eso no debía usted, a mi juicio,
ocuparse de más departamentos que del de Guerra.
Y con una gran pasión, insistencia y manifiesta excitación,
Lenin me expuso su plan. Me dijo que las energías que él
podría consagrar a la dirección de los trabajos, eran limitadas.
-En cuanto a las personas llamadas a suplirme, usted las conoce. Kamenef,
que es sin duda un político hábil, carece de dotes administrativas.
Ziurupa es´ta enfermo. Rikof acaso tenga talento administrativo,
pero no tiene más remedio que volver al Consejo Supremo de Economía.
Es necesario que se le designe a usted para sustituirme. Dada la situación
ante que nos encontramos, hay que proceder a una nueva y radical agrupación
de personas.
Nuevamente llamé la atención acerca del "aparato administrativo",
que hasta para desarrollar mi labor en el Comisariado de Guerra me ponía
obstáculos, cada vez mayores.
-Pues bien, dé usted mismo al traste con el aparato-me replicó
vivamente Lenin, queriendo con estas palabras aludir a una frase que yo
usara en cierta ocasión.
Le contesté que no me refería solamente a la burocracia
del Estado, sino también a la del partido, y que el nudo de todas
las dificultades estaba en la fusión de los dos aparatos y en la
ayuda mutua que se prestaban los grupos influyentes, compenetrados en torno
a la jerarquía de los secretarios del partido. Lenin me escuchaba
con gran atención y asentía a mis palabras con aquella especie
de nota profunda que solía sacar cuando estaba plenamente convencido
de que su interlocutor le comprendía sin la menor sombra de duda
y se decidía a abandonar todas las formas convencionales de la conversación,
para limitarse a hablar, escueta y abiertamente, de lo que le parecía
más importante y más le preocupaba. Después de reflexionar
breves instantes, Lenin me preguntó, sin andarse con rodeos:
-¿De modo que lo que usted propone es dar la batalla, no sólo
a la burocracia del Estado, sino también a la del Comité
central?
Me eché a reír, de puro asombro. El organismo burocrático
del Comité era precisamente el centro de todo el aparato staliniano.
-Puede que tenga usted razón.
-Pues bien-prosiguió Lenin, visiblemente satisfecho de que llamáramos
a las cosas por su nombre, entrando de lleno en el meollo del asunto-le
propongo a usted que formemos un bloque contra la burocracia en general
y contra la del Comité en particular.
-Nada más honroso que asociarse con una buena, persona para
una obra buena-le contesté.
Convinimos en que volveríamos a vernos dentro de poco tiempo.
Lenin me propuso que meditase acerca del aspecto de organización
del asunto. Su intención era crear una especie de comisión
para la represión del burocratismo, que se incorporaría al
Comité central, y a la cual perteneceríamos los dos. En realidad,
esta comisión tendría por cometido servir de palanca para
descoyuntar la fracción de Stalin, que era la verdadera espina dorsal
de aquel régimen burocrático a la par que creaba dentro del
partido las condiciones necesarias para que yo pudiera ocupar el puesto
de sustituto de Lenin y, según su propósito, el de sucesor
suyo en la presidencia del Consejo de Comisarios del pueblo.
Sólo teniendo en cuenta todo esto, cobra sentido y razón
de ser esa declaración suya a que se ha dado el nombre de "testamento".
En ella, Lenin menciona nominalmente a seis personas, cuya fisonomía
respectiva traza, sopesando muy cuidadosamente las palabras. La finalidad
indiscutible que el "testamento" se proponía era facilitarme a mí
la tarea de dirección. Lenin pretende, naturalmente, conseguir su
propósito evitando en lo posible los rozamientos personales. Habla
de todo el mundo con la mayor prudencia. A los juicios que encierran un
fondo condenatorio procura rodearlos de una cierta sombra de suavidad.
Completando esta táctica, corrige también con algunas salvedades
la designación resuelta que hace de quien ha de ocupar el primer
lugar. Pero al llegar a la silueta que traza de Stalin, el documento cambia
de tono, y el tono cobra carácter manifiestamente hostil en la apostilla
puesta más tarde por su autor al "testamento".
Hablando de Zinovief y de Kamenef, dice, como el que no quiere la cosa,
de pasada, que su capitulación del año 17 no tenía
nada de "casual"; es decir, que lo llevaban en la masa de la sangre. Es
evidente -da a entender-que hombres como éstos no eran capaces de
acaudillar una revolución, pero aconseja que no se les eche en cara
su pasado. De Bujarin dice que, si bien no es un marxista, sino un escolástico,
es un hombre muy agradable. De Piatakof, que era muy capaz en el terreno
administrativo, pero como político una nulidad; que acaso estos
dos últimos, Bujarin y Piatakof, pudiesen aprender todavía
algo; que el más capaz de todos era Trotsky, si bien tenía
un defecto: exceso de confianza en sí mismo. Que Stalin era hombre
zafio, desleal, que propendía al abuso de los poderes confiados
a él por el partido. Y que era necesario removerle, para evitar
una escisión. Tal es el sentido que inspira todo el "testamento",
viniendo a completar y explicar la propuesta que Lenin me hiciera la última
vez que conversamos.
Lenin no llegó a saber con certeza quién era Stalin hasta
después de Octubre. Le tenía en cierta estima por su dureza
de carácter y su sentido práctico, hecho en tres cuartas
partes de astucia. Pero, a cada paso que daba, tropezaba siempre con su
gran ignorancia, con su increíble estrechez de horizonte político
y con una tosquedad moral y una falta de escrúpulos verdaderamente
extraordinarias. Stalin escaló el puesto de Secretario general contra
la voluntad de Lenin, que sólo le toleré allí mientras
él pudo dirigir personalmente el partido. En cuanto se reintegró
al trabajo, después del primer ataque, con la salud quebrantada,
Lenin no dejó de ocuparse un solo momento del problema de la dirección
del partido, en todo su alcance. De esta preocupación nació
la conversación que tuvo conmigo, como más tarde el "testamento".
Las últimas líneas de este documento fueron escritas el día
4 de enero. Desde aquella fecha aún transcurrieron dos meses, en
los cuales se aclaró totalmente la situación. Ahora, Lenin
ya no se contentaba con preparar la destitución de Stalin del cargo
de Secretario general, sino que se disponía a hacer que fuese descalificado
por el partido. En todas las cuestiones que se planteaban: en la del monopolio
del comercio exterior, en la cuestión de las nacionalidades, en
la del régimen del partido, en la de la inspección de los
obreros y campesinos y en punto a la comisión de vigilancia, toda
su preocupación, sistemática y tenazmente manifestada, era
encauzar las cosas de tal modo que en el 12.º congreso que había
de celebrarse pudiera asestar muerte al burocratismo, al régimen
de pandillaje, al funcionarismo, al despotismo, a la arbitrariedad y a
la grosería, en la persona de Stalin.
¿Le hubiera sido dado a Lenin llevar a cabo la renovación
de personas que se proponía dentro del partido? En aquellos momentos,
indudablemente. Había precedentes en abundancia, y entre ellos,
uno bastante próximo y muy elocuente. Durante, la convalecencia
de Lenin, ausente éste en el campo y ausente yo también de
Moscú, el Comité central, en noviembre de 1922, tomó,
por unanimidad, un acuerdo que asestaba al monopolio del comercio exterior
una puñalada por la espalda. Lenin y yo, cada cual por su parte
y sin previo convenio, alzamos el grito contra aquello; luego, nos pusimos
de acuerdo por carta y tomamos nuestras medidas combinadamente. A las pocas
semanas, el Comité central derogaba el acuerdo, con la misma unanimidad
con que lo adoptara. El día 21 de diciembre, Lenin me escribió
una carta celebrando el triunfo en los siguientes términos: "Camarada
Trotsky: Por lo visto, hemos conseguido tomar la posición sin disparar
un solo tiro, por medio de una simple maniobra. Mi parecer es que no debemos
detenernos aquí, sino seguir atacando..." Es seguro que nuestra
campaña combinada contra el Comité hubiera terminado en una
franca victoria a comienzos del año 23. Y no me cabe la menor duda
de que, si en vísperas del 12.º congreso del partido, yo hubiera
roto por mi cuenta el fuego contra el burocratismo staliniano, acogiéndome
a la idea en que se inspiraba el "bloque" concertado con Lenin habría
conseguido luna victoria completa sin necesidad de que éste interviniese.
Lo que no aseguro es que hubiera conseguido sostener indefinidamente esta
victoria. Para poder decir a ciencia cierta hasta cuándo hubiera
logrado yo mantener mi posición triunfante, habría que tener
en cuenta una serie de procesos objetivos que se desarrollaron en el país,
entre la clase obrera y en el seno del propio partido. Este es ya un tema
aparte, y de bastante consideración. En el año de 1927, N.
K. Krupskaia hubo que decir que, de vivir Lenin, Stalin le tendría
recluído ya, seguramente, en una cárcel. Creo que no se equivocaba.
No se trata exclusivamente de la persona de Stalin, sino de las fuerzas
y circunstancias de que Stalin, aun sin saberlo, es expresión. Pero
en los años 1922 y 1923, aún era posible conquistar el puesto
de mando dando abiertamente la batalla a la fracción, que empezaba
a formarse rápidamente, de los funcionarios socialnacionalistas,
los usurpadores del partido, los explotadores. de la revolución
de Octubre y los epígonos del bolchevismo. El obstáculo principal
que se alzaba ante esta batalla era el estado de Lenin. Confiábamos
en que volvería a salir del ataque, como había salido del
primero, y que tomaría parte personal en las tareas del 12.º
congreso, como él mismo daba por supuesto al celebrarse el anterior.
Los médicos nos daban esperanzas, aunque cada vez con menor firmeza.
La idea de un "bloque" entre él y yo para dar la batida al aparato
y a la burocracia, era sólo conocida, por aquel entonces, de Lenin
y de mí, aunque los demás vocales del Buró político
sospechaban algo. Las cartas de Lenin a propósito de la cuestión
nacional y el "testamento" permanecían en el mayor secreto. Mi campaña
se hubiera interpretado, o a lo menos hubiera podido interpretarse, como
una batalla personal reñida por mí para conquistar el puesto
de Lenin al frente del partido y del Estado. Y yo no era capaz de pensar
en esto sin sentir espanto. Parecíame que ello había de producir
una desmoralización tal en nuestras filas, que, aun dado caso de
que triunfase, pagaría el triunfo demasiado caro. En todo los planes
y cálculos que pudieran hacerse, se deslizaba siempre un factor
decisivo, que era una incógnita: el propio Lenin y su estado de
salud. ¿Estaría él, para entonces, en condiciones
de exponer personalmente su opinión? ¿Llegaría a tiempo
de hacerlo? ¿Sería el partido capaz de comprender que, al
dar esta batalla, Lenin y Trotsky luchaban por el porvenir de la revolución,
y que no era Trotsky personalmente el que se debatía por ocupar
la vacante de Lenin? Dada la posición especial que éste ocupaba
dentro del partido, la incertidumbre reinante acerca de su estado convertíase
en una incertidumbre acerca de la situación del partido en general.
El estado de interinidad se iba alargando. Y la demora laboraba por los
epígonos, puesto que Stalin, como Secretario general que era, se
veía convertido, de hecho, durante el "interregno", en el verdadero
jefe.
Vinieron los primeros días de marzo de 1923. Lenin seguía
postrado en su lecho de enfermo, en el gran edificio del Senado. Se avecinaba
el segundo ataque, precedido por una serie de pequeños síntomas
monitorios. Yo hube de meterme en cama durante varias semanas con un ataque
de ciática. Teníamos el domicilio en la antigua "Casa de
los Caballeros", separada de las habitaciones de Lenin por el gigantesco
patio del Kremlin. Ni él ni yo podíamos acudir al teléfono.
Además, a Lenin le habían sido terminantemente prohibidas
por los médicos las conversaciones telefónicas. Dos secretarias
suyas, Fotieva y Glasser, nos servían de enlace. Me dijeron, por
encargo de Wladimiro Ilitch, que éste estaba extraordinariamente
disgustado con la campaña que venía haciendo Stalin para
preparar el Congreso del partido y, sobre todo, con las maquinaciones que
urdía en Georgia para formar las fracciones del modo que mejor le
conviniese. "Wladimiro Ilitch prepara una bomba contra Stalin, para el
congreso del partido." Tales fueron, literalmente, las palabras de Fotieva.
Lo de la "bomba" procedía del propio Lenin. "Vladimiro Ilitch quiere
que tome usted por su cuenta lo de Georgia; sabiendo que usted se encarga
de ello, se quedará tranquilo." El día 5 de marzo Lenin dictó
las siguientes líneas, dirigidas a mí:
"Estimado camarada Trotsky: Querría rogarle a usted muy encarecidamente
que se encargase de defender en el Comité central del partido la
causa de Georgia. El asunto está encomendado de momento a los cuidados
de Stalin y Dserchinsky, de cuya imparcialidad no puedo fiarme. Antes al
contrario. Si usted quisiera hacerse cargo de la defensa, me quedaría
tranquilo. Si por cualquier razón no pudiera acceder a ello, le
ruego que me devuelva todos los materiales, en cuyo caso interpretaré
la devolución en sentido negativo. Le saluda cordialmente como camarada,
Lenin."
¿Por qué se habrá embrollado tanto este asunto?,
me pregunté. Resultó que Stalin había vuelto a defraudar
la confianza que Lenin pusiera en él. Para afirmar su influencia
sobre Georgia, no tuvo inconveniente-a espaldas de Lenin y de todo el Comité
central, auxiliado por Ordchonikidse y sin que Dserchinsky lo viese tampoco
con malos ojos-en echar la zancadilla a los mejores elementos del partido,
cubriéndose ilegítimamente con la autoridad del Comité
central, que no tenía. Se aprovechó de la circunstancia de
que Lenin, postrado en cama, no podía hablar con los compañeros,
para informarle mentirosamente. Pero Lenin encargó a sus secretarias
que le reuniesen todos los materiales y elementos de juicio que hubiese
acerca del asunto y resolvió intervenir personalmente. Es difícil
saber qué le indignaría más, si la deslealtad personal
de Stalin o la tosca política burocrática seguida por éste
en el problema de las nacionalidades. Acaso fuesen las dos cosas a la vez.
Se preparó para la lucha, pero temía no poder intervenir
personalmente en el Congreso, y esto le traía enormemente preocupado.
-¿Por qué no habla usted del asunto con Zinovief y Kamenef?-le
sugirieron las secretarias.
Pero él rechazó de mal humor la sugestión. Preveía
claramente que Zinovief y Kamenef, en cuanto él abandonase la dirección
de los negocios, se conjurarían con Stalin contra mí, traicionándole,
por consiguiente, a él mismo.
-¿Saben ustedes qué posición ha tomado Trotsky
en el asunto de Georgia?-preguntó Lenin a sus secretarias.
-Trotsky intervino en el pleno, y lo hizo coincidiendo en un todo con
el pensamiento de usted-contestó la Glasser, que había desempeñado
en el pleno las funciones de secretaria.
-¿Está usted segura?-tornó a preguntar Lenin.
-Lo estoy; Trotsky acusó a Ordchonikidse, a Woroshilof y a Kalinin
de que planteaban falsamente la cuestión de las nacionalidades.
-¡Entérese usted bien!-le dijo Lenin.
Al día siguiente, la Glasser, me entregó en el transcurso
de la sesión del Comité central, que se celebraba en mi domicilio,
una esquela en que resumía concisamente mi discurso del día
anterior, terminando con estas palabras: "Dígame si le he entendido
a usted bien."
-¿Para qué quiere usted saberlo?-le pregunté.
-Me lo pregunta Wladimiro Ilitch-me contestó. "Está bien",
le dije por escrito.
Stalin observaba un tanto inquieto aquel intercambio de esquelas...
Después que Wladimiro Ilitch hubo leído lo que habíamos
escrito en el papel-me contó más tarde la Glasser-, se puso
muy contento y dijo: "¡Ah, ahora la cosa cambia de aspecto!", y me
encargó que le entregase a usted todos estos materiales manuscritos
que estaban destinados a servir para su "bomba" en el 12.º congreso.
Ahora, ya veía claras las intenciones de Lenin: quería exponer
ante el partido entero, sobre el ejemplo de la política de Stalin,
y de una manera despiadada, los peligros que encerraba aquella degeneración
burocrática de la dictadura.
-Kamenef sale mañana para una Conferencia del partido en Georgia-le
dije a la Fotieva, la otra secretaria. Me gustaría hacerle conocer
las notas de Lenin para convencerle de que siguiese en Georgia una línea
de conducta acertada. Pregúntele usted a Ilitch.
Un cuarto de hora después, la Fotieva volvía, jadeante,
diciendo:
-¡De ninguna manera!
-¿Y por qué?
-Wladimiro Ilitch dice que Kamenef le ira inmediatamente con el cuento
a Stalin y que éste simulará llegar a una avenencia, para
luego faltar a ella.
-¿Pero tan allá han llegado las cosas, que Ilitch no
cree ya posible llegar a una avenencia provechosa con el propio Stalin?
-No, Ilitch no se fía de Stalin, y se propone atacarle abiertamente
delante de todo el partido. Tiene preparada una bomba.
Como una hora después de esta conversación, la Fotieva
volvió a donde yo estaba, con una carta de Lenin dirigida a Mdivani,
un viejo revolucionario, y a otros adversarios de la política de
Stalin en Georgia. Lenin les decía: "Estoy pendiente con verdadero
interés de vuestro asunto. Me tiene profundamente indignado la grosería
de Ordchonikidse y la tolerancia que están mostrando Stalin y Dserchinsky.
Preparo materiales y un discurso para intervenir en vuestra defensa." De
esta carta dirigía una copia a mí y otra a Kamenef. Esto
me extrañó.
-¿Es que Wladimiro Ilitch lo ha pensado mejor?-pregunté
a la secretaria.
-Sí, su estado de salud empeora por momentos. No se puede hacer
caso
de los informes tranquilizadores que dan los médicos. Ya le cuesta
esfuerzo hablar. Lo de Georgia le tiene preocupadísimo, y teme que
la enfermedad le imposibilite para tomar cartas en el asunto. Al darme
la carta, me dijo: "Conviene, para no perder tiempo, actuar resueltamente,
anticipándose.
-¿Entonces, eso quiere decir que puedo hablar ya con Kamenef?
-Sin duda alguna.
-Vaya usted a llamarle de mi parte.
Kamenef tardó cosa de una hora en presentarse. Venía
en un estado de completa perplejidad. El plan del trío Stalin-Zinovief-Kamenef
hacía ya tiempo que estaba ultimado. El vértice de este triángulo
se enderezaba contra mí. Toda la misión que se proponían
aquellos conspiradores era preparar una base firme de organización
contra Trotsky y coronar al trío como sucesor legítimo de
Lenin. La breve carta de éste venía a clavarse en el plan
como una aguzada quilla. Kamenef no sabía cómo había
de conducirse, y me lo confesó con bastante sinceridad. Le di a
leer las notas de Lenin. Era lo bastante experto como político para
comprender en seguida que lo que a Lenin le interesaba no era, pura y exclusivamente,
el asunto de Georgia, sino la posición de Stalin en el partido.
Kamenef me hizo algunas declaraciones complementarias. Me dijo que acababa
de estar con Nadeida Constantinovna Krupskaia, llamado por ella, y que,
con una gran preocupación, le había contado que Wladimiro
Ilitch acababa de dictar taquigráficamente una carta para Stalin,
en la que rompía todo género de relaciones con él.
La causa inmediata de este paso tenía un carácter semipersonal.
Stalin hacia grandes esfuerzos por mantener a Lenin aislado de toda fuente
de información, comportándose bastante cínicamente,
a este respecto, con Nadeida Constantinovna.
-Pero usted-agregó Krupskaia-conoce a Ilitch y sabe que jamás
hubiera procedido a romper las relaciones personales con Stalin, si a la
vez no creyera necesario anularle políticamente.
Kamenef estaba la mar de excitado y muy pálido. El suelo vacilaba
bajo sus pies. No sabía sobre qué pie pisar ni en qué
dirección había de moverse. Es posible que temiese simplemente
el que yo fuese a tomar represalias contra su persona. Procuré explicarle
la situación, tal como yo la veía.
-Hay hombres-le dije-que son capaces de lanzarse a un peligro real
para escapar de otro puramente imaginario. Tome usted nota de ello, y hágalo
saber así a los demás: nada más lejos de mi ánimo
que la intención de librar una batalla en el congreso del partido
por ningún género de cambios de organización. Yo soy
partidario del statu quo. Si Lenin recobra la salud a tiempo, cosa que
por desgracia no es e esperar, procuraré volver a cambiar impresiones
con él acerca de este asunto. Soy contrario de que se destituya
a Stalin, de que se expulse a Ordchonikidse y de que se separe a Dserchinsky
del Comisariado de Transportes. Por lo demás, estoy substancialmente
de acuerdo con Lenin. Creo que debe mortificarse radicalmente la política
seguida en punto a las nacionalidades, cesar en las persecuciones contra
los adversarios de Stalin en Georgia y acabar con la presión administrativa
que se ejerce sobre el partido; creo, además, que debemos orientarnos
de una manera decidida hacia la industrialización del país
y procurar que entre los dirigentes haya una colaboración honrada.
La proposición presentada por Stalin en lo referente al problema
nacional no es aceptable. El brutal y cínico avasallamiento por
parte de los representantes de la "nación dominadora" desempeña
en ella el mismo papel que la protesta y la resistencia de los pueblos
pequeños, débiles y rezagados. He procurado dar a mi propuesta
la forma de una serie de enmiendas hechas a la proposición de Stalin,
para de este modo facilitarle el cambio de rumbo. Pero es necesario que
se corrija radicalmente la orientación. Asimismo es necesario que
Stalin dirija inmediatamente una carta a la Krupskaia, dándole excusas
por su conducta grosera, y que esta conducta cambie realmente. No hace
falta que se exponga demasiado. Aquí las intrigas sobran, y lo que
hace falta es una honrada colaboración. Y en cuanto a usted-dije,
refiriéndome a Kamenef-,debiera variar también radicalmente
de rumbo en la Conferencia de Tiflis, para compenetrarse con los partidarios
que tiene en Georgia la política nacional de Lenin.
Kamenef respiró tranquilo. Aceptó todo lo que le propuse.
Lo único que temía era que Stalin se resistiese, que se fuese
a mostrar -tales fueron sus palabras-grosero y encaprichado".
-No lo creo, pues, tal como están las cosas, no le queda apenas
otra salida.
Tarde ya de la noche, Kamenef vino a comunicarme que había visitado
a Stalin en el pueblecillo en que éste se encontraba, y que aceptaba
todas las condiciones. Me dijo que la Krupskaia había recibido ya
una carta suya disculpándose, si bien no pudo enseñarla a
Lenin, que se encontraba peor. Parecióme, sin embargo, que la voz
de Kamenef tenía ya otro tono que antes, al despedirse. Hasta pasado
algún tiempo, no comprendí que el cambio de tono respondía
precisamente al empeoramiento de Lenin. En seguida de llegar a Tiflis,
recibió un telegrama cifrado de Stalin, en que éste le comunicaba
que Lenin había tenido un nuevo ataque y que no podía hablar
ni escribir. En la Conferencia de Georgia, Kamenef tomó partido
por la política del primero contra la del segundo. Ahora que ya
estaba ungido por un perjurio personal, el trío era un hecho.
El ataque de Lenin no iba sólo contra la persona de Stalin,
sino que se hacía también extensivo a su estado mayor, sobre
todo a los cómplices y auxiliares Dserschinsky y Ordchonikidse.
Sus nombres aparecen repetidamente en la correspondencia sostenida por
Lenin acerca de la cuestión de Georgia.
Dserschinsky era hombre de una gran pasión explosiva. Su energía
se mantenía en tensión por medio de constantes descargas
eléctricas. Por insignificante que fuese la cuestión que
se discutía, montaba en seguida en furia, las aletas delgadas de
su nariz empezaban a temblar, los ojos despedían fuego y la voz
tomaba un tono agudo, quebrándose a cada paso. A pesar de esta alta
tensión nerviosa, Dserschinsky no conocía la apatía
ni los estados de depresión. Encontrábase, por decirlo así,
en estado de movilización continua. En cierta ocasión, Lenin
hubo de compararlo a un fogoso caballo de pura sangre. En todos los asuntos
en que tenía que intervenir, se le turbaba en seguida la vista y
se ponía a defender con gran pasión, intransigencia y fanatismo
a sus colaboradores contra cualesquiera críticas, sin que a él
personalmente le tocase nada: Dserschinsky sólo vivía para
la causa.
No era hombre de ideas propias. Ni se tenía tampoco, a lo menos
mientras vivió Lenin, por un político. Varias veces, y en
las más diferentes ocasiones, hubo de decirme: "Yo acaso no sea
un mal revolucionario, pero no tengo nada de caudillo, de estadista, ni
de político." En estas palabras había algo más que
modestia; esta valoración de sí mismo, era exacta, en lo
substancial.. Se pasó muchos años luchando al lado de Rosa
Luxemburgo y haciendo suyo, no sólo el combate que ésta libraba
contra el patriotismo polaco, sino también el que sostenía
contra el bolchevismo. En el año 17 se pasó al partido bolchevique.
Lenin, muy satisfecho, me dijo: "No queda en él rastro del pasado."
Durante dos o tres años, sintió una afección especial
por mí. últimamente se había ido a formar en las filas
de Stalin. En punto a la labor económica, su fuerte era el temperamento:
imprecaba, daba impulso a las cosas, arrastraba a los demás. Pero
carecía de un plan meditado respecto al desarrollo que había
que imprimir a la Economía. Compartía todos los errores de
Stalin y los defendía con aquella pasión que le caracterizaba.
Este hombre murió casi de pie, cuando acababa apenas de descender
de la tribuna desde la que clamara iracundo contra la oposición.
Lenin entendía que al segundo aliado de Stalin, Ordchonikidse,
era necesario expulsarlo del partido, romo sanción contra sus actos
de despotismo burocrático en el Cáucaso. Yo me opuse. Lenin
me contestó por un secretario: "Al menos, por dos años."
¡Cuán lejos estaba Lenin, en aquel momento de pensar que este
mismo Ordchonikidse a quien quería expulsar del partido había
de llegar, corriendo el tiempo, a presidir la comisión de vigilancia
proyectada por Lenin para dar la batalla a los excesos burocráticos
de Stalin y mantener alerta la conciencia del partido!
Aparte de los fines políticos generales que se proponía,
la campaña iniciada por Lenin tenía por misión crear
las condiciones más favorables para mi labor directiva, ya fuese
en colaboración con él, si llegaba a reponerse, o en su sustitución,
si no alcanzaba a resistir la enfermedad. Pero aquella batalla, que no
pudo llevarse hasta el fin, ni siquiera hasta la mitad, dió resultados
contrarios a los que se proponía. Lenin, en realidad, apenas tuvo
tiempo más que a retar a Stalin y a sus aliados para el combate,
sin que ello trascendiese al partido, pues no salió de entre las
personas más directamente interesadas. El primer aviso sirvió
para que la fracción de Stalin-que por aquel entonces se reducía
al consabido trío-apretase las filas. El estado de interinidad seguía
vigente. Stalin continuaba timoneando la nave burocrática. La selección
artificial de personas seguía su curso veloz. Cuanto más
débil se sentía el trío intelectualmente, cuando más
me temía-y me temía, porque quería derribarme-, tanto
más tenía que apretar los tornillos del régimen imperante
dentro del partido y del Estado. Bastante tiempo después, en el
año 1925, Bujarin hubo de contestarme, en una conversación
privada, replicando a la crítica que yo hacía del régimen
que se venía siguiendo en el partido:
-Si no nos gobernamos democráticamente, es porque le tenemos
a usted.
-Procuren ustedes sobreponerse a ese miedo-le aconsejé-y vamos
a ver si conseguimos trabajar de acuerdo provechosamente.
Pero aquel consejo no sirvió de nada.
El año de 1923 había de presenciar una campaña
intensiva, aunque todavía recatada, para estrangular y deshacer
el partido bolchevista. Lenin forcejeaba con la espantosa enfermedad. El
trío forcejeaba con el partido. En la atmósfera flotaba una
tensión agobiante, que al llegar el otoño había de
descargarse en una tormenta de discusiones contra la oposición.
Comenzaba la segunda etapa de la revolución: la campaña contra
el "trotskismo". En realidad, era la campaña contra la herencia
de Lenin.