No se trata de relatar en estas páginas la historia del ejército
rojo, ni la de sus acciones de guerra. Estos dos temas, que ya se hallan
inseparablemente unidos a la historia de la revolución y que se
salen de los límites trazados a una autobiografía, serán
materia de otro libro. Pero no puedo pasar por alto aquí las divergencias
de criterio que surgieron en punto a la política estratégica,
en el transcurso de la guerra civil. De la marcha de las operaciones guerreras
dependía la suerte de la revolución. El Comité central
del partido no tenía más remedio que interesarse, cada vez
más de lleno, por los asuntos de la guerra, que le planteaban cuestiones
de carácter estratégico. Los puestos más importantes
del mando estaban ocupados por especialistas militares formados en el antiguo
régimen, que carecían de la comprensión necesaria
para los aspectos sociales y políticos de la cuestión. A
su vez, los políticos revolucionarios más expertos, que eran
los que integraban el Comité central del partido, no poseían
conocimientos militares. Por consiguiente, los planes estratégicos
de gran escala eran, generalmente, fruto de una colaboración entre
los dos grupos, y esto daba origen, como en casos tales suele acontecer,
a disparidades de criterio y a disputas.
En cuatro casos principales surgieron diferencias de monta acerca de
los asuntos estratégicos de que había de ocuparse el Comité
central; es decir, que los principales conflictos fueron tantos como frentes
importantes existían. Me limitaré a informar brevemente de
estos conflictos para que el lector se imponga de lo más substancial
en punto a los problemas que planteaba la dirección de la guerra,
y para salir al paso, incidentalmente, a las invenciones que más
tarde se propalaron a este propósito contra mí.
El primer conflicto grave que había de plantearse en el seno
del Comité central surgió en el verano de 1919, provocado
por la situación del frente oriental. General en jefe de este frente
seguía siendo Vazetis, de quien hablé en el capitulo dedicado
a Sviask. Yo esforzábame por afirmar a Vazetis en la confianza en
sí mismo, en sus derechos y en su autoridad, confianza sin la cual
no se puede ejercer ningún alto mando. Vazetis era de opinión
que, después de conseguidos los primeros triunfos considerables
sobre Koltchak, no debíamos avanzar demasiado hacia Oriente, más
allá de los Urales. Su plan era que el frente oriental se mantuviese,
durante el invierno, pegado a las montañas. Esto permitiría
retirar de él unas cuantas divisiones y enviarlas al Sur, donde
Denikin estaba siendo un peligro cada vez más grave. Yo hice mío
este plan. Pero nuestros proyectos encontraron una obstinada resistencia
por parte del encargado del mando del frente oriental, Kamenef, antiguo
Comandante del cuartel general, y de los miembros del Consejo de Guerra
Smilgas y Laskhevich, los dos viejos bolcheviques. Estos entendían
que Koltchak estaba tan quebrantado, que para seguir en su persecución
no hacía falta disponer de muchas fuerzas, que lo principal era
no dejarle respiro, pues entonces podríamos darle tiempo a rehacerse,
y nos veríamos obligados acaso a reanudar las operaciones del frente
oriental en la primavera. Como se ve, todo el problema estaba en saber
apreciar certeramente la situación del ejército de Koltchak
y del territorio que quedaba a su retaguardia. Yo entendía, ya por
entonces, que el frente Sur era el más importante y el que más
peligraba. Los hechos habían de confirmar plenamente esta opinión.
En cuanto a la apreciación del ejército de Koltchak, tenía
razón el mando del frente oriental. El Comité central resolvió
contra el alto mando y, por consiguiente, contra mí, que apoyaba
el plan de Vazetis, dejándose guiar para ello de la consideración
de que aquella ecuación estratégica encerraba varias incógnitas,
entre las cuales se contaba, como factor muy importante, la autoridad,
demasiado nueva todavía, del encargado del alto mando. La resolución
del Comité central resultó ser acertada. El frente oriental
cedió al Sur una parte de sus fuerzas, sin dejar de avanzar por
ello victoriosamente sobre Siberia, pisando los talones a Koltchak. Este
conflicto determiné un cambio en el mando. Vazetis fué sustituido
por Kamenef.
De suyo, esta diferencia tenía un carácter puramente
objetivo, que no podía trascender ni en lo más mínimo
a mis relaciones con Lenin. Pero la intriga se las arreglaba para ir tejiendo
sus redes sobre los nudos de estas divergencias puramente episódicas
de criterio. El día 4 de junio de 1919, Stalin intentó asustar
a Lenin, desde el Sur, haciéndole ver lo ruinoso que era el modo
cómo se llevaba la guerra.
"La cuestión-escribía-está en saber si el Comité
central se atreverá a sacar las necesarias consecuencias. ¿Tendrá
el Comité central el carácter y la perseverancia necesarios?
El sentido de estas palabras es harto claro. Su tono demuestra que Stalin
ya había formulado esta cuestión repetidas veces ante Lenin,
recibiendo siempre la repulsa de éste. Por aquel entonces, yo no
sabía aún nada concreto acerca de ello. Pero sospechaba una
intriga viscosa detrás. Y como no tenía tiempo ni humor para
desenredarla, opté por cortar el nudo y presenté mi dimisión
ante el Comité central. Este me contestó, con fecha 5 de
julio, notificándome el acuerdo siguiente:
"El Departamento de organización y el Buro político del
Comité central, después de analizar la declaración
del camarada Trotsky y de deliberar detenidamente acerca de ella, llegan
a la conclusión unánime de que les es absolutamente imposible
aceptar la dimisión del camarada Trotsky, dando tramitación
a su solicitud. El Departamento de organización y el Buró
político prometen hacer todo cuanto esté de su parte para
que la labor que el camarada Trotsky se ha impuesto voluntariamente en
el frente Sur, la labor más difícil, más arriesgada
y la más importante por el momento, se desarrolle del modo más
cómodo para él y con los resultados más fecundos para
la República. En su calidad de Comisario del pueblo en la cartera
de Guerra y de Presidente del Consejo revolucionario de Guerra, así
como en sus funciones de miembro del Consejo revolucionario de Guerra del
frente Sur, el camarada Trotsky tiene perfecta libertad para actuar de
acuerdo con el mando del frente que él mismo ha elegido y que este
Comité central ha confirmado. El departamento de organización
y el Buró político del Comité central dejan en un
todo al arbitrio del camarada Trotsky el introducir, por los medios que
crea necesarios, los cambios y rectificaciones oportunos en los asuntos
de la guerra, y procurarán, caso de que así se desee, acelerar
en lo posible la convocatoria del Congreso del partido. Lenin, Kamenef,
Krestinsky, Kalinin, Serebriakof, Stalin, Stasova."
Como se ve, este acuerdo lleva también la firma de Stalin. El
hombre que intrigaba entre bastidores y acusaba a Lenin de falta de valentía
y de perseverancia, no sabía, por lo visto, dar la cara ante el
Comité central.
El escenario principal en que se desarrollaba la guerra civil era,
como queda dicho, el frente Sur. Las fuerzas del enemigo estaban formadas
por dos contingentes autónomos: los cosacos, principalmente los
del Cuban, por una parte, y, por otra, el ejército voluntario de
los blancos, que se concentraba aquí con elementos reclutados en
el país entero. Los cosacos se esforzaban por defender sus fronteras
contra los avances de los obreros y los campesinos. El ejército
de voluntarios ponía su objetivo en la toma de Moscú. Estas
dos líneas tácticas sólo marcharon unidas mientras
los voluntarios formaron un frente común con los del Cubán
en el Cáucaso Norte. El sacar a los cosacos de su territorio era,
para Denikin, empresa difícil, por no decir que irrealizable. Nuestro
alto mando atacó el problema del frente Sur como si se tratase de
un problema abstracto de estrategia, sin tener en cuenta para nada los
factores sociales del asunto. El Cuban era la base principal sobre que
operaban los voluntarios. Teniendo esto en cuenta, el alto mando decidió
que, arrancando desde el Volga, se diese el golpe decisivo sobre este punto
de apoyo de las tropas enemigas. Si Denikin se atrevía a avanzar
con la cabeza de su ejército sobre Moscú, nos caeríamos
sobre su retaguardia y aniquilaríamos la base de operaciones del
Cuban. Con esto, quedaría flotando en el vacío y no tendríamos
más que alargar la mano y echarle el guante. Tal era, en términos
generales, el esquema estratégico trazado. Y contra este esquema
no hubiera habido nada que objetar, a no tratarse de una guerra civil.
Al llevarlo a la práctica sobre las realidades del frente Sur, resultó
ser un plan puramente académico, cuya ejecución favoreció
notablemente al enemigo. Como Denikin no conseguía hacer que los
cosacos se pusiesen en camino para emprender un avance sobre el Norte,
al atacar por la retaguardia los lugares en que anidaban, lo que hicimos
fué coadyuvar a los planes de este General. Ahora, ya los cosacos
no podían defenderse exclusivamente en su propio territorio. Habíamos
conseguido empalmar su suerte a la del ejército voluntario.
A pesar de que las operaciones se habían preparado con el mayor
celo, reuniéndose para ello fuerzas considerables y abundantes medios
materiales, nada conseguimos. Los cosacos formaban una fuerte muralla que
protegía la retaguardia de Denikin. Eran gentes que conocían
el terreno palmo a palmo y se aferraban a él con las uñas
y los dientes. Nuestro ataque consiguió hacer que se levantase en
pie de guerra toda la población cosaca. Con esto perdimos tiempo
y fuerzas y echamos al regazo del ejército blanco a todos los cosacos
capaces de empuñar las armas. Entre tanto que esto ocurría,
Denikin invadía Ukrania, cubría las bajas de sus filas, avanzaba
hacia el Norte, se adueñaba de Kursk y de Orel y amenazaba con tomar
a Tula. La pérdida de esta ciudad hubiera significado para nosotros
una catástrofe, pues equivalía a la pérdida de las
más importantes fábricas de armas y de municiones.
El plan propuesto por mí desde el primer momento era el inverso.
Su objetivo consistía en dar un primer golpe que aislase a las tropas
voluntarias de los cosacos y luego, dejando a éstos solos, concentrar
nuestras fuerzas principales contra el ejército blanco. En este
plan, la dirección del ataque no partía del Volga sobre el
Cuban, sino de Woronesh sobre Kharkof y la cuenca del Donez. La población
campesina y obrera de esta región, que es la que separa el Cáucaso
Norte de Ukrania, estaba toda ella al lado del ejército rojo. Moviéndose
en esta dirección, nuestro ejército podía avanzar
como un cuchillo cortando manteca. Los cosacos permanecerían en
su sitio, atentos a defender sus fronteras contra el invasor. No teníamos
para qué tocarles. El problema de los cosacos era un problema aparte,
que tenía más de político que de militar. Y, sobre
todo, era de elemental estrategia desglosar esta cuestión de la
encaminada a exterminar el ejército de voluntarios de Denikin. Mi
plan hubo de ser aceptado al fin, pero cuando las tropas del enemigo estaban
ya acercándose a Tula, cuya rendición hubiera sido mucho
más peligrosa que la pérdida de Moscú. Habíamos
perdido unos cuantos meses, sacrificado muchas víctimas inútiles
y vivido unas semanas bastante angustiosas.
Advertiré de pasada que aquellas divergencias estratégicas
de criterio acerca del frente Sur estaban directamente relacionadas con
el problema de una certera apreciación o menosprecio de la clase
campesina. Todo mi plan estaba basado en las mutuas relaciones entre los
obreros y campesinos por una parte y, por otra, los cosacos, y en este
sentido y con esta fundamentación lo hube de desarrollar frente
al plan puramente abstracto y académico del alto mando, que había
encontrado apoyo en la mayoría del Comité central. Si yo
hubiera aplicado a esto ni una milésima parte de las energías
que se malgastaron en demostrar mi posición de "desdén" ante
la clase campesina, hubiera podido deducir de aquel conflicto una acusación
igual, es decir, igualmente necia, no sólo contra Zinovief, Stalin
y otros, sino contra el propio Lenin.
El tercer conflicto estratégico se planteó a propósito
de la campaña de Judenitch contra Petrogrado. De esto ya hemos hablado
en otro capítulo y no hay para qué repetirse. Sólo
me importa recordar que Lenin, entonces, impresionado por la situación
extremadamente difícil del frente Sur, donde estaba el peligro principal,
y bajo el efecto de las noticias que le mandaban de Petrogrado acerca del
armamento y recursos imponentes de que disponía el ejército
de Judenitch, llegó a la conclusión de que era necesario
acortar el frente, abandonando Petrogrado en manos del enemigo. Fué,
seguramente, la única vez en que Stalin y Zinovief tomaron partido
contra él a mi favor. Pasados algunos días. Lenin abandonó
por sí mismo el plan anteriormente concebido y que era, a todas
luces, falso.
El último conflicto, y el más importante de todos, indudablemente,
fué el que provocó en el verano de 1920 la suerte del frente
polaco.
Bonar Law, a la sazón presidente del Consejo de Ministros inglés,
hubo de citar en la Cámara de los Comunes mi carta dirigida a los
comunistas franceses como prueba de que, en el otoño de 1920, los
Soviets habían abrigado la intención de lanzarse sobre Polonia
y destruirla. Una afirmación del mismo jaez aparece en el libro
del antiguo Ministro de la guerra paloca, Sikorski; pero aquí ya,
con referencia al discurso pronunciado por mí ante el Congreso Internacional
en enero de 1920. Todo esto no es más que un puro dislate, de los
pies a la cabeza. Claro está que yo no tenía motivo alguno
para manifestar mis simpatías por el polaco Pilsudski, por ese General
polaco que representa la opresión y el avasallamiento, cubiertos
bajo el manto de frases patrióticas y de grandes gestos heroicos.
No hacía falta esforzarse mucho para coleccionar una serie de declaraciones
en que yo aparecía diciendo que, caso de que Pilsudski nos obligase
a declarar la guerra a Polonia, procuraríamos no quedarnos a mitad
de camino. La situación imponía la necesidad de formular
declaraciones de este tenor. Pero, sacar de aquí la consecuencia
de que nosotros deseábamos la guerra contra Polonia o la estábamos
preparando, es faltar abiertamente a los hechos y al sano sentido común.
Nada más lejos de la verdad. Todos nuestros esfuerzos se encaminaban
a evitar esta guerra. Para conseguirlo, no hubo un solo resorte que no
tocásemos. Sikorski reconoce que llevábamos con extraordinaria
"habilidad" la propaganda pacifista. No entiende, o no quiere entender,
que el secreto de ésta habilidad no era ningún secreto: era
sencillamente que estábamos dispuestos a mantener la paz por todos
los medios, aunque fuese a costa de grandes concesiones. Y acaso fuese
yo el primero en esforzarme por evitar aquella guerra, pues había
previsto con bastante lucidez lo cara que podía costarnos, después
de tres años de incesante guerra civil. Fué el Gobierno polaco-y
esto se desprende también claramente del libro de Sikorski-el que
hizo estallar la guerra, a sabiendas y dolosamente, a pesar de nuestro
empeño infatigable por evitarla; empeño que convertía
a nuestra política exterior en una mezcla de paciencia y de perseverancia
pedagógica. Estábamos sinceramente interesados en sostener
la paz. Fué Pilsudski el que nos impuso la guerra. Y si pudimos
lanzarnos a ella fué porque las masas de nuestro pueblo habían
venido siguiendo, día tras día, aquel duelo diplomático
y tenían motivos más que suficientes para estar inquebrantablemente
convencidas de que se nos obligaba a guerrear contra nuestra voluntad;
así fué, en efecto.
El País hizo otro esfuerzo más, verdaderamente heroico.
La toma de Kief por los polacos, que carecía de todo fundamento
militar, nos prestó un gran servicio, pues consiguió que
el país se conmoviese ante aquella agresión. Volví
a recorrer los ejércitos y las ciudades movilizando hombres y material.
Recobramos la plaza de Kief, y comenzó toda una serie de triunfos
para nuestras armas. Los polacos retrocedían con una rapidez que
yo no pude sospechar, pues era imposible prever el grado de ligereza sobre
el que estaba cimentada aquella campaña de Pilsudski. Mas también
en nuestro campo, pasadas las primeras victorias de alguna consideración,
se hubieron de exagerar lamentablemente las posibilidades que se nos ofrecían.
Empezó a apuntar, y acabó por consolidarse, la tendencia
de convertir aquella guerra, que habíamos aceptado como una guerra
defensiva, en una campaña ofensiva de carácter revolucionario.
Claro está que, en principio, yo no tenía nada que oponer
contra estos planes. La cuestión estaba en saber si disponíamos
de fuerzas bastantes para realizarlos. El espíritu de los obreros
y los campesinos polacos era una incógnita. Algunos de nuestros
camaradas de Polonia, como J. Marchlevski, antiguo colaborador de Rosa
Luxemburgo, ya fallecido, apreciaba la situación muy fríamente.
Las opiniones de este camarada eran para mí un importante elemento
de juicio, que contribuía a acrecentar mi aspiración de salir
cuanto antes de aquella guerra. Pero mi voz no era la única. Había
quien confiaba calurosamente en que los obreros polacos hiciesen estallar
la revolución. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Lenin
concibió el plan firme de llevar el asunto hasta el fin, es decir,
de entrar en Varsovia, para, desde allí, alentar a las masas obreras
del país, derribar el Gobierno Pilsudski y adueñarnos del
Poder. La decisión del Gobierno, que estaba todavía pendiente
de examen y liberación, prendió, sin dificultad, en la imaginación
del alto mando y en los jefes del frente oriental. Al presentarme yo en
Moscú, llegada mi hora, me encontré con que en el centro
estaba ya firmemente arraigada la tendencia de llevar la guerra "hasta
el fin". Me opuse resueltamente a este plan. Los polacos solicitaban ya
la paz. Yo era de parecer que nuestros triunfos habían llegado a
su apogeo y que si seguíamos avanzando sin hacer un cálculo
sereno de nuestras fuerzas, podíamos exponernos a una grave derrota.
Era evidente que, después del esfuerzo gigantesco que suponía
el haber cubierto 650 kilómetros en cinco semanas, el 4.º ejército
no podía seguir avanzando más que por la fuerza de la inercia.
Todo dependía de los nervios, y los nervios son cuerdas muy frágiles.
Un ataque un poco recio bastaría para conmover nuestro frente y
convertir aquel avance maravilloso, inaudito y sin ejemplo-hasta el propio
Foch hubo de reconocerlo así-, en una retirada catastrófica.
Movido por todas estas consideraciones, propuse que se concertase inmediatamente,
rápidamente, la paz, antes de que nuestras tropas estuviesen totalmente
agotadas. No encontré más apoyo, si mal no recuerdo, que
el de Rikof. A los demás, los había convencido Lenin en mi
ausencia. Se tomó, pues, el acuerdo de atacar.
¡Cuánto habían cambiado los papeles, desde aquellos
tiempos de Brest-Litovsk! Entonces era yo el que proponía que no
nos apresurásemos a concertar la paz, aun a riesgo de perder parte
de nuestros territorios, para dar tiempo al proletariado alemán
a enfocar la situación y terciar en ella, si lo creía conveniente.
Ahora era Lenin el que proponía que nuestros ejércitos siguiesen
avanzando, para, de este modo, permitir al proletariado polaco que se diese
idea de la situación y se alzase en armas. La guerra contra Polonia
no hizo más que confirmar, en otro sentido, lo que ya había
demostrado la campaña de Brest-Litovsk: que los sucesos de la guerra
y los movimientos revolucionarios de las masas hay que medirlos con escalas
distintas. Lo que para un ejército, en operaciones son días
y semanas, para una masa en movimiento son meses y años. Cualquier
error que pueda deslizarse, si no se sabe calcular debidamente la diferencia
entre estos dos ritmos, puede hacer que los engranajes de la guerra rompan
los engranajes de la revolución, en vez de ponerlos en movimiento.
Era lo que nos había sucedido en la breve campaña de Brest-Litovsk
y lo que volvió a acontecernos ahora en la guerra contra Polonia.
Pasando de largo por delante de las victorias conseguidas, fuimos a dar
de bruces contra una terrible derrota.
Hay que advertir que una de las causas que contribuyeron a dar un volumen
tan espantoso a la catástrofe fué la conducta del mando del
grupo Sur del ejército de los Soviets, que maniobraba en la dirección
de Lemberg. La figura política más destacada en el Soviet
revolucionario de Guerra de este grupo era Stalin. Stalin quería
a toda costa que sus tropas entrasen en Lemberg al mismo tiempo que las
de Smilga y Tujatchevski en Varsovia. Hay gente para todas las ambiciones.
Cuando empezó a advertirse el peligro que corría el ejército
de Tujachevski, el alto mando del frente Sur cursó órdenes
de que variase rápidamente de dirección para atacar el flanco
de las tropas polacas concentradas cerca de Varsovia; pero el mando del
frente Sudoeste, alentado por Stalin, siguió enderezando el avance
sobre Occidente; ¿pues qué, no era más importante
entrar en Lemberg que ayudar a "otros" a tomar Varsovia? Hubieron de repetirse,
insistentemente, las órdenes y las amenazas, hasta conseguir que
el mando del Sudoeste cambiase la dirección. Aquellos días
de retraso habían de traer consecuencias fatales para nuestro ejército.
Nuestras tropas se replegaron cuatrocientos kilómetros o más
sobre la retaguardia. Nadie quería resignarse a creerlo, después
de las brillantes victorias de los días anteriores. De vuelta del
frente de Wrangel, me encontré en Moscú con un gran ambiente
a favor de una segunda guerra contra Polonia. Rikof se había pasado
ahora al bando de enfrente. "Ya que hemos empezado-me dijo-no hay más
remedio que acabar." El mando del frente occidental animaba, diciendo que
había reservas bastantes, que la artillería había
sido renovada, y así sucesivamente. El deseo era el padre de la
idea.
-¿Qué es lo que puede ofrecernos-repliqué yo-el
frente occidental? Cuadros moralmente deshechos, en los que se ha vertido
una nueva masa humana de refresco. Con un ejército como ese no se
puede librar una guerra. Tropas así son buenas, si acaso, para batirse
a la defensiva, retrocediendo y procurando levantar otro ejército
sobre la retaguardia, pero es absurdo pensar que un ejército semejante
vaya a erguirse de pronto para arrancar tina victoria en un camino que
está regado con sus propios escombros. Advertí que la repetición
del error nos costaría pérdidas diez veces mayores y que
yo no me sometería al acuerdo que parecía que iba a tornarse,
sino que apelaría al partido. Lenin seguía sosteniendo, en
términos formales, la prosecución de la campaña, pero
ya no en un tono tan enérgico como la primera vez. Mi convencimiento
inquebrantable de que era necesario concertar la paz, por costosa que nos
resultara, parecía haberle producido cierta impresión. Como
compás de espera, propuso que se aguardase, antes de tomar una decisión,
a que yo visitase el frente occidental y viese por mis propios ojos cuál
era el estado en que se encontraban las tropas después de la retirada.
Esto quería decir-y yo lo sabía-que, en el fondo, Lenin se
adhería a mi opinión.
Las autoridades supremas del frente se inclinaban a favor de una segunda
guerra. Pero el espíritu allí reinante no era mucho de fiar;
no era, en realidad, más que un reflejo de opiniones de Moscú.
Cuanto más descendía en la escala militar, del ejército
a la división, de la división a los regimientos y de éstos
a las compañías, más clara se revelaba la imposibilidad
de emprender una guerra ofensiva. Comuniqué a Lenin el fruto de
mis observaciones, en una carta autógrafa de que no guardé
copia, y seguí viaje. Los dos o tres días que Pasé
en el frente me bastaron para contrastar el convencimiento con que me había
puesto en camino. Volví a Moscú, y el "Buró político",
después de oírme, tomó el acuerdo casi unánime
de que se concertase sin tardanza la paz.
El error de cálculos estratégicos que se cometió
en la guerra de Polonia tuvo consecuencias históricas de mucha monta.
Sin saber cómo, Pilsudski, el polaco, salió de la guerra
con el prestigio reforzado. Nuestro revés asestó un golpe
cruel al desarrollo de la revolución polaca. Las fronteras señaladas
por el tratado de Riga pusieron tierra por medio entre Rusia y Alemania,
lo cual había de tener consecuencias de alcance extraordinario para
la vida de los dos países... Lenin sabia mejor que nadie, por supuesto,
toda la importancia que tenía el error "varsoviano" y no quiso volver
más la vista sobre él, ni de palabra ni mentalmente.
Hoy, los epígonos pintan a Lenin, en sus obras, como los pintores
de iconos de Susdal acostumbran, a representar a los santos y a Cristo:
donde quieren trazar una imagen ideal, resulta una caricatura. Por mucho
que los pintores de santos se esfuerzan en remontarse sobre su propia mediocridad,
acaban vertiendo sobre la tablilla-pues no pueden por menos-el espíritu
de que disponen, y lo que nos ofrecen, al fin y al cabo, es su propio retrato,
un tanto embellecido. Y como la autoridad de los epígonos descansa,
pura y exclusivamente, en el anatema fulminado contra los que pongan en
duda su infalibilidad, resulta que el Lenin con que nos encontramos en
sus obras no es aquel estratega revolucionario que sabía orientarse
de un modo genial a la vista de cada situación, sino una especie
de aparato automático que, apretándole un botón, echaba
soluciones infalibles para todos los problemas. Fui el primero que aplicó
a Lenin la palabra genio, cuando los demás no se atrevían
todavía a pronunciarla. Sí, Lenin era un genio, un perfecto
genio humano, lo cual no quiere decir que fuese una máquina calculadora
que funcionase de un modo infalible. Lo que ocurría era que los
errores que él cometía eran muchos menos de los que cualquier
otro hubiera cometido, puesto en su lugar. Pero también Lenin se
equivocaba a veces, y sus errores, cuando los tenía, eran errores
grandes, gigantescos, como todo en él.