La primavera y el verano de 1918 fueron extraordinariamente difíciles
para nosotros. Ahora era cuando empezaban a tocarse las consecuencias todas
de la guerra. A ratos, parecía como si todo se desmoronase, como
si no hubiera nada sobre qué apoyarse. No estábamos seguros
de que aquel país agotado, devastado, desesperado, tuviera fuerzas
bastantes para sostener el nuevo régimen ni siquiera para salvar
su independencia frente a cualquier invasor. El país carecía
de víveres. Carecía de ejército. Los ferrocarriles
estaban completamente desorganizados. El aparato del nuevo Estado empezaba
mal apenas a formarse. Por todas partes apuntaban, como focos de pus, las
conspiraciones.
Los alemanes habíanse adueñado de Polonia, de Lituania,
de Letonia, de la Rusia blanca y de una buena parte del territorio de la
Gran Rusia. Pskof estaba también en manos alemanas. Ukrania era
una colonia germano-austriaca. En el verano de 1918, surgió, en
el Volga, atizada por las agencias francesas e inglesas, una sublevación
de los cuerpos checoeslovacos de tropa, formados por antiguos prisioneros
de guerra. El alto mando alemán me dio a entender, por medio de
sus representantes militares, que si los blancos, en sus incursiones desde
la parte oriental, lograban acercarse a Moscú, los alemanes avanzarían
también desde el Occidente sobre esta capital, en la dirección
de Orskha y Pskof, para evitar que se fraguase un nuevo frente oriental
de guerra. Como se ve, nos encontrábamos entre la espada y la pared.
En el Norte, los ingleses habían ocupado Murmansk y Arcángel
y amenazaban caerse sobre Wologda. En Iaroslavia teníamos la sublevación
de las guardias blancas, organizada por Savinkof por mandato expreso del
embajador francés Noulens y del representante inglés Lockhardt,
para ver de unir estas fuerzas en el Volga, pasando sobre Wologda y Iaroslavia,
con las tropas del Norte y los checoeslovacos. En los Urales, hacían
de las suyas las bandas de Dutof. En el Sur, en la cuenca del Don, estaba
fomentándose otra sublevación dirigida por Krassnof, quien
por entonces se entendía directamente con los alemanes. Los socialrevolucionarios
de izquierda organizaron en julio una conspiración, asesinaron al
Conde de Mirbach e intentaron sublevar a las tropas del frente oriental.
Su propósito era obligarnos a declarar la guerra a Alemania. El
frente de la guerra civil iba convirtiéndose en un cerco cada vez
más cerrado en torno a Moscú.
Después de la toma de Simbirsk, se decidió que saliese
yo para el Volga, donde estaba el mayor peligro. Inmediatamente, me puse
a formar un tren. En aquellos tiempos, no era cosa fácil. Faltaba
todo, o, por mejor decir, nadie sabía dónde se encontraba
nada. El más sencillo de los trabajos se convertía en una
complicada improvisación. Yo no podía sospechar que habría
de pasar en este tren dos años y medio de mi vida. Partí
de Moscú el día 7 de agosto, ignorante deque el día
anterior había caído Kazán en manos de nuestros enemigos.
Esta grave noticia la recibí ya en ruta. Los destacamentos de soldados
rojos, formados a toda prisa, habían abandonado sin lucha las posiciones,
dejando indefensa la ciudad. En el Estado Mayor, los que no eran traidores
fueron sorprendidos por el enemigo y corrieron a esconderse, cada cual
por su lado, de las balas. Nadie sabía dónde se encontraba
el Comandante general y los demás altos jefes. Mi tren se detuvo
en Sviask, la última estación de cierta importancia antes
de llegar a Kazán, donde había de decidirse de nuevo, durarte
un mes, la suerte de la revolución. Para mí, este mes fué
una gran escuela.
El ejército concentrado en las inmediaciones de Sviask estaba
formado por los destacamentos que habían venido huyendo de Simbirsk
y Kazán o que acudieron de diferentes sitios en nuestro socorro.
Cada destacamento de tropas se movía por cuenta propia, sin trabazón
con los demás. Lo único en que coincidían todos era
en el deseo de batirse en retirada. La superioridad del enemigo, tanto
en organización coma en experiencia, era demasiado notoria. Algunas
compañías blancas, formadas exclusivamente por oficiales,
hacían milagros. Hasta el suelo parecía estar henchido de
pánico. Los destacamentos rojos de refresco, que llegaban con una
moral excelente, no tardaban en verse contagiados también por la
inercia de la retirada. Entre los campesinos empezó a correr el
rumor de que los Soviets estaban en las últimas. Los popes y los
mercaderes empezaban a levantar cabeza. Los elementos revolucionarios de
la comarca se inhibían. Todo se desmoronaba; no había un
solo palmo de tierra firme. La situación parecía desesperada.
Acampado aquí, en las cercanías de Kazán, podía
uno estudiar, en una superficie relativamente pequeña, los diversos
factores que componen la sociedad humana y sacar argumentos contra ese
cobarde fatalismo histórico que en todas las cuestiones concretas
y privadas de la vida se atrinchera pasivamente detrás del imperio
de las leyes que rigen las cosas, pero olvidando que el resorte más
importante de estas leyes es el hombre viviente y activo. En aquellos días,
la revolución estuvo al borde de la ruina. Su territorio había
ido quedando reducido a los límites del antiguo principado de Moscú.
No tenía apenas ejército. Los enemigos la cercaban por todas
partes. Tras Kazán caería Nishni-Neveorod, donde se abría
un camino llano y andadero, casi sin obstáculos, hasta Moscú.
Esta vez, la suerte de la revolución se decidió en Sviask.
Y en los momentos más críticos estuvo pendiente de un hilo.
Y así, un día y otro y otro.
Y, sin embargo, la revolución se salvé. ¿Qué
hizo falta para el-lo? Poco: que las capas más avanzadas de la masa
se diesen cuenta, de la gravedad de la situación. La primera condición
de que dependía todo el éxito era: no ocultar nada, no ocultar,
sobre todo, la propia debilidad; no andarle a la masa con astucias ni engaños,
llamar a las cosas abiertamente por su nombre. La revolución era
todavía bastante candorosa. El triunfo de Octubre había sido
conseguido harto fácilmente. Además, la revolución
no había acabado, ni mucho menos, de un manotazo con los males que
la habían traído. El impulso elemental de avance se había
paralizado. El fuerte del enemigo estaba en la organización militar,
que era precisamente lo que a nosotros nos faltaba. Fué en Kazán
donde hubimos de aprender este arte revolucionario.
La agitación sostenida en todo el país se nutría
de los telegramas que llegaban de Sviask. Los Soviets, el partido, las
organizaciones obreras, ponían en pie de guerra nuevos destacamentos
de tropas y enviaban a miles de comunistas a Kazán. La mayoría
de los hombres jóvenes afiliados al partido no conocían el
uso de las armas. Pero estaban resueltos a triunfar, costase lo que costase.
Y esto era lo importante. Esta voluntad fué la que fortaleció
la médula de aquel ejército desmoralizado.
Pusimos en el alto mando del frente oriental al Comandante Vazetis,
que se hallaba a la cabeza de una división de tiradores letones.
Era la única que había quedado en pie del antiguo ejército.
Los obreros del campo, los proletarios y campesinos pobres de Letonia,
odiaban a los barones bálticos. Este odio social lo había
explotado el zarismo en la guerra contra los alemanes. Los regimientos
letones eran los mejores de todo el ejército zarista. Después
del movimiento de Febrero se pasaron todos al bolchevismo y prestaron grandes
servicios en la revolución de Octubre. Vazetis era hombre emprendedor,
activo y de inventiva. Se había destacado durante la sublevación
de los socialrevolucionarios de izquierda. Bajo su dirección se
había emplazado la artillería ligera contra el estado mayor
de los rebeldes. Dos o tres disparos hechos al aire para asustar y sin
causar ninguna víctima habían bastado para dispersarlos.
Vazetis ocupó la vacante que se produjo en el frente oriental por
la traición de aquel aventurero llamado Muravief. Este no era como
otros militares de academia que perdían la cabeza en el caos revolucionario,
sino que se mantenía a flote entre el oleaje con gran optimismo,
gritaba, animaba a sus hombres, daba órdenes, a sabiendas, muchas
de ellas, de que no había ni la más remota esperanza de que
se ejecutasen. No le preocupaba torturadoramente como a otros "especialistas"
el que pudiera salirse de los límites de su competencia, sino que,
en momentos de exaltación de entusiasmo, daba decreto tras decreto,
sin pensar siquiera en que existía un Consejo de Comisarios del
pueblo y un Comité ejecutivo central panruso. Como un año
después de estos sucesos, hubieron de destituirle, acusado de no
sé qué propósitos y relaciones. Sin embargo, no pudo
descubrirse nada serio contra él. Es posible que todo se redujese
a que se había puesto a hojear en la biografía de Napoleón
antes de dormirse, exteriorizando acaso algunos pensamientos poco modestos
ante los jóvenes oficiales que le rodeaban. Actualmente, Vazetis
ocupa una cátedra en la Academia de Guerra.
Había sido uno de los últimos en abandonar el cuartel
general de Kazán en la noche del 6 de agosto, cuando ya los blancos
empezaban a invadir el edificio. Pudo deslizarse sin inconveniente por
caminos excusados, llegando a Sviask; había perdido Kazán,
pero conservaba íntegro su optimismo. Cambiamos impresiones acerca
de los asuntos más importantes, nombramos a un oficial letón,
llamado Slavin, Comandante del quinto ejército, y nos despedimos.
Vazetis salió para el cuartel general. Yo continué en Sviask.
Entre los que venían conmigo en el tren hallábase Gussief.
Estaba considerado como "viejo bolchevique", pues había tomado parte
en el movimiento revolucionario del cinco; luego había desaparecido
durante diez años en el tráfago de la vida burguesa para
retornar en 1917, como tantos otros, a la revolución. A causa de
sus pequeñas intrigas hubo de ser alejado más tarde por Lenin
y por mí de los trabajos militares, para ser llamado luego a su
lado inmediatamente por Stalin. Su especialidad principal, al presente,
es la falsificación de la historia de la guerra civil. Para ello
cuenta cm una cualidad muy importante, que es su apático cinismo.
Como a todos los de la escuela de Stalin, no se le ocurre nunca volver
la mirada atrás, sobre lo hablado o escrito en días anteriores.
Cuando a comienzos del año 1924 empezaba a desarrollarse, ya a la
luz del día, la campaña de persecución contra mí-campaña
en la que este personaje desempeña bastante flemáticamente,
por cierto, el papel de soplón-estaba todavía demasiado fresco
en la memoria de la gente, a pesar de los seis años transcurridos,
el recuerdo de las jornadas de Sviask, y hasta el propio Gussief se consideraba
en cierto modo obligado por él. He aquí lo que por entonces
hubo de referir acerca de los sucesos ocurridos en la comarca de Kazán:
"La llegada del camarada Trotsky hizo cambiar radicalmente de aspecto la
situación. Con el tren del camarada Trotsky, llegaba a la apartada
estación de Sviask la firme voluntad de vencer, es espíritu
de iniciativa y una enérgica presión sobre la actividad entera
del ejército. Desde los primeros días pudo advertirse el
giro brusco que tomaban las cosas, tanto en la estación, abarrotada
por el tren de los innumerables regimientos que formaban la retaguardia
del ejército, donde estaban concentradas las secciones políticas
y los organismos de avituallamiento, como en los destacamentos situados
a unas quince verstas de distancia. Donde primero se percibió el
cambio fué en punto a la disciplina. Los severos métodos
empleados por el camarada Trotsky eran muy eficaces y necesarios, en aquella
época en que se luchaba con tropas irregulares y la indisciplina
lo corrompía todo. Por la persuasión no podía conseguirse
nada, y además no había tiempo que perder. En los veinticinco
días que permaneció en Sviask el camarada Trotsky se desplegó
una actividad gigantesca, gracias a la cual las tropas desorganizadas y
desmoralizadas que formaban el 5.º ejército se convirtieron
en una falange presta para la lucha y para la reconquista de Kazán."
La traición anidaba en el cuartel general, en los altos jefes,
por todas partes. El enemigo sabía por dónde tenía
que atacar y casi siempre operaba sobre seguro. Esto era descorazonador.
A poco de llegar, revisté las baterías avanzadas. Un experto
oficial de artillería, de cara ajada y ojos impenetrables, me mostró
el emplazamiento de los cañones. Me pidió la venia para retirarse
un momento a dar una orden telefónica. A los pocos minutos caían
desgranadas combinadas a una distancia de cincuenta pasos y otra estallaba
a pocos metros de donde estaba yo. No tuve apenas tiempo a echarme a tierra;
la polvareda arrancada por el disparo me envolvió. El oficial permanecía
a un lado inmóvil, con su cara morena cubierta de palidez. Es extraño
que de momento no concibiese la menor sospecha, pues aquello me pareció
una pura casualidad. Hasta pasados dos años, recomponiendo mentalmente
la situación hasta en sus más mínimos detalles, no
comprendí, con claridad irrefutable, que aquel oficial de artillería
era un traidor que había ido a comunicar telefónicamente,
valiéndose de algún punto intermedio, con la batería
enemiga para señalarle el blanco. Con lo cual corría dos
riesgos: caer conmigo bajo el fuego de los blancos o ser fusilado por los
rojos. Ignoro lo que haya sido de él.
Apenas había retornado á mi vagón, cuando oí
por todas partes ruido de disparos. Salí corriendo a la plataforma.
Por encima de nosotros volaba un avión blanco, que, indudablemente,
venia con la consigna de destruir el tren. Tres bombas, una detrás
de otra, cayeron describiendo un amplio círculo sin hacer daño
a nadie. Desde el techo del vagón abrimos fuego contra el enemigo
con fusiles y ametralladoras. El aeroplano se puso fuera de tiro, pero
el tiroteo no cesó. Los tiradores estaban embriagados y me costó
gran trabajo conseguir que hiciesen alto en el fuego. Es probable que el
mismo oficial de artillería comunicase al enemigo el momento en
que yo regresaba al tren. Claro que el aviso pudo proceder también
de otra fuente. La traición laboraba con mayor desembarazo cuanto
más desesperada parecía la situación militar de la
revolución. No había, pues, más remedio, costase lo
que costase y a toda prisa, que vencer aquel automatismo psicológico
de la retirada en que los hombres no creían ya en la posibilidad
de resistir; hacer que las tropas girasen sobre sus talones y asestasen
un golpe al enemigo en medio del corazón.
Había traído conmigo de Moscú y alojaba en el
tren como a unos cincuenta camaradas juveniles. Estos mozos se dejaban
hacer pedazos, taponaban los boquetes y se lanzaban a mi vista contra el
enemigo, con esa temeridad del heroísmo y esa falta de experiencia
de la juventud. En Sviask estaba también el 4.º regimiento
letón. Era el peor de todos cuantos formaban aquella desmoralizada
división. Los tiradores yacían entre el lodo, bajo una lluvia
constante, y clamaban porque se les relevase. Pero no había' posibilidad
de relevo. El Coronel de este regimiento, de acuerdo con el Comité
de las tropas, me envió una declaración, en la que se decía
que si no se relevaba inmediatamente a su regimiento esto traería
"consecuencias peligrosas para la revolución". Aquello tenía
todo el carácter de una amenaza. Ordené al Coronel y al presidente
del Comité regimental que se presentasen en mi vagón. Como
mantuvieran su exigencia con muy mala cara, los mandé detener. El
jefe de los servicios postales del tren, hoy Comandante del Kremlin, los
desarmó a mi presencia. En el vagón no había un alma
fuera de nosotros dos; la escolta estaba toda ella luchando en el frente.
Si los detenidos hubieran hecho resistencia o el regimiento hubiese intercedido
por ellos, evacuando la posición, el trance hubiera podido ser desesperado.
No habríamos tenido más remedio que evacuar Sviask y abandonar
el puente sobre el Volga. Y claro está que, de haber caído
mi tren en manos del enemigo, esto no hubiera dejado de influir en la moral
y en la situación de las tropas. El camino a Moscú habría
quedado libre. Sin embargo, todo esto no son más que hipótesis,
pues la detención no originó conflictos. En una orden del
día hice constar que el Coronel del regimiento sería juzgado
por un Consejo de guerra. El regimiento no abandonó la posición.
Al Coronel condenáronle tan sólo a una pena de cárcel.
Los comunistas persuadían, aclaraban, daban ejemplo. Pero
era evidente que la desmoralización no podía contenerse únicamente
por estos medios ni la situación daba tiempo para ello. No había
más medio que acudir a medidas severas. Di una orden del día,
que fue impresa en la imprenta del tren y repartida a todas las tropas,
y que decía: "Advierto que si cualquier destacamento de tropas emprendiere
la retirada por su cuenta, será fusilado en primer lugar el comisario
del destacamento y en segundo lugar, el Comandante. Los soldados bravos
y valientes serán colocados en puestos de mando. Los cobardes, los
egoístas y los traidores, no escaparán a las balas del pelotón.
Así os lo garantizo a la faz del Ejército rojo."
Las cosas cambiaron. Claro está que no de repente. Todavía
había destacamentos que abandonaban el frente sin motivo o se dispersaban
al primer ataque un poco fuerte del enemigo. Sviask estaba a punto de ser
atacado. En el Volga, estaba preparado un vapor para el Estado Mayor del
Ejército. Diez hombres de los cuadros de mando del tren montaban
la guardia en bicicleta en el sendero que iba del cuartel general a la
orilla en que estaba amarrado el barco. El soviet de guerra del 5.º
ejército tomó el acuerdo de proponerme que me trasladase
al río. Era una medida bastante razonable, pero yo temía
que pudiera influir desfavorablemente en las tropas, ya de suyo bastante
nerviosas y descorazonadas. Todo esto ocurría en un momento en que
la situación del frente había empeorado repentinamente. El
regimiento de refuerzo que acabábamos de recibir y en que tanto
habíamos confiado, abandonó la posición con el Comisario
y él Coronel a la cabeza, tomó posición del barco
a bayoneta calada y se acomodó en él, dando órdenes
de que se les llevase rumbo a Nishni. Una oleada de inquietud atravesó
por todo el frente. Todas las miradas convergían sobre el río.
No parecía haber salvación posible. Sin embargo, el Estado
Mayor seguía en su puesto, a pesar de que el enemigo ya no estaba
más que a uno o dos kilómetros de distancia y de que las
granadas estallaban a pocos pasos de allí. Cambié impresiones
con Markin, siempre inconmovible. A la cabeza de una escuadrilla de veinte
barquichuelos artillados, en una barca cañonera improvisada, se
acercó al vapor en que iban río abajo los desertores y les
intimó, encañonándoles, a que se rindieran. Por el
momento, todo dependía del resultado que diese esta intimación.
Un disparo habría bastado para desencadenar una catástrofe.
Los desertores se rindieron sin hacer resistencia. El vapor ancló
en el puerto, los desertores desembarcaron y yo procedí a nombrar
un Consejo de guerra que condenó a ser fusilados al Coronel, al
Comisario y a varios individuos de tropa. Esto era poner un hierro candente
en una llaga purulenta. Expuse al regimiento la verdadera situación,
sin silenciarle ni atenuarle nada. Por entre los soldados repartimos un
puñado de comunistas. El regimiento volvió al frente bajo
un nuevo mando y con sensación nueva de seguridad. Fué todo
tan rápido, que el enemigo no tuvo tiempo a aprovecharse de la conmoción.
Había que organizar el servicio de aeroplanos. Mandé
venir al ingeniero de aviación Akashef, que, aunque era de ideas
anarquistas, colaboraba con nosotros. Akashef, que era hombre de iniciativas,
puso rápidamente en pie de guerra una flotilla aérea, por
medio de la cual podíamos, al fin, observar la situación
del frente enemigo. El alto mando del 5.º ejército no tenía
ya que moverse por tanteos, en la sombra. Los aviones volaban diariamente,
lanzando bombas, sobre Kazán. En la ciudad empezó a desarrollarse
una fiebre de pánico. Más tarde, al ocupar nuestras tropas
la capital, me entregaron, entre otros documentos, el diario de una muchacha
burguesa, en que se describía la vida en la ciudad sitiada. Era
curioso ver cómo se alternaban en él las páginas que
pintaban el terror causado por nuestros aviones y las que hablaban de los
flirteos y aventuras amorosas. La vida seguía su curso. Los galantes
oficiales checos rivalizaban con los rusos. Los idilios comenzados en los
salones proseguían, y a veces rematábanse, en los sótanos
a que la gente corría a esconderse de las bombas.
El día 28 de agosto, los blancos intentaron copamos. El Coronel
Kapell, que más tarde había de adquirir tanta celebridad
como General de los blancos, a la cabeza de un gran destacamento y protegido
por la oscuridad de la noche, dió un pequeño rodeo por nuestra
retaguardia, se adueñó de la pequeña estación
más próxima, destruyó la trinchera de ferrocarril,
derribé los postes del telégrafo, para de este modo cortarnos
la retirada, y se lanzó al ataque sobre Sviask. En el Estado Mayor
de Kapell se encontraba, si mal no recuerdo, Savinkof. El ataque nos cogió
desprevenidos. Para no inquietar a las tropas del frente, ya bastante vacilantes
de suyo, no retiramos de él más que dos o tres compañías.
El jefe del tren volvió a movilizar todos los hombres de que pudo
echar mano, lo mismo del tren que la estación, incluso el cocinero.
Fusiles, ametralladoras y granadas de mano teníamos en abundancia.
La escolta del tren estaba formada por bravos luchadores. Rompimos el fuego
como a una versta del sitio en que se encontraba el tren. La lucha duró
unas ocho horas, aproximadamente, con pérdidas para ambas partes,
hasta que el enemigo, cansado, se retiró. El corte de comunicaciones
con Sviask había despertado una enorme emoción en Moscú
y en toda la línea. Con la mayor rapidez posible, fueron enviados
pequeños destacamentos en nuestro socorro. Lanzamos al frente nuevas
tropas de refresco. Mientras tanto los periódicos de Kazán
daban diferentes noticias acerca de mi suerte. Unos decían que estaba
copado, otros que prisionero, otros que muerto; se dijo que había
huido en un aeroplano, y algunos había que se conformaban con haber
hecho prisionero, como trofeo, a mi perro. Este fiel animal había
de tener la desgracia de caer prisionero en todos los frentes de la guerra
civil. Casi siempre, se trataba de un perro lobo de color chocolate, aunque,
a veces, era también un perro de San Bernardino. A mí, aquellas
noticias no me inquietaban gran cosa, pues mal podían tomarme prisionero
al perro, no teniendo ninguno.
Una de aquellas noches críticas de Sviask en que salía
a pasear, a eso de las tres de la mañana, por los aledaños,
del cuartel general, oí una voz conocida que salía de los
locales de la intendencia y que decía:
-Conseguirá, a fuerza de obstinarse, que le hagan prisionero,
y se hundirá él y nos hundirá a todos. Acordaos de
que os lo dije.
Me detuve en el umbral. Delante de mí estaban sentados examinando
un mapa, dos oficiales muy jóvenes del Estado Mayor. El que había
hablado estaba inclinado sobre la mesa, dándome la espalda. Algo
extraño debió de notar en la cara de sus interlocutores pues
se volvió bruscamente a mirar a la puerta. Era Blagonravof, antiguo
teniente del ejército zarista, y bolchevique reciente. En su cara
se quedaron petrificados el espanto y la vergüenza. En su calidad
de Comisario tenía por misión levantar el espíritu
de los especialistas y, lejos de eso, lo que hacía era intrigar
contra mí en un momento crítico, animándoles en realidad
a que desertasen. Habíale sorprendido in fraganti. Apenas podía
dar crédito a mis ojos ni a mis oídos. Durante el año
17, Blangoravof había dado pruebas de ser un valiente revolucionario.
Había sido Comisario de la fortaleza de San Pedro y San Pablo en
los días de la revolución, tomando luego parte en la represión
del motín de los "junkers". En la época del Smolny le había
encomendado encargos de responsabilidad, que siempre ejecutó bien
y fielmente.
-De este teniente-le dije un día bronceando a Lenin-puede salir
un Napoleón. El nombre ya no le falta, pues
Blago-Nravof
casi significa Bonaparte.
Lenin, al principio se rió de aquella inesperada comparación,
pero luego, quedándose pensativo, sacó los pómulos
y dijo muy serio, casi con gesto amenazador:
-Bien; pero confío en que aquí no dejaremos prosperar
tan fácilmente a los Bonapartes, ¿no es verdad?
-Si Dios quiere-contesté yo medio en broma.
A Blagonravof le envié al frente oriental cuando supe que habían
echado tierra a la traición de Muravief. En el Kremlin, en la sala
de visitas de Lenin, le impuse de cuál era su cometido. Me quedé
un poco sorprendido al oír que me contestaba, con cierta timidez:
-El caso es que la revolución empieza a decaer.
Estábamos a mediados de 1918.
-¿Tan pronto se ha gastado usted?-le contesté, bastante
indignado.
Blagonravof se estiró, cambió de tono y prometió
hacer cuanto fuese necesario. Yo me tranquilicé. Y he aquí
que ahora, en uno de los momentos más críticos, le sorprendo
al borde de una traición clara y franca. Salimos al pasillo, para
no hablar en presencia de los oficiales. Blagonravof, tembloroso, todo
pálido, no acertaba a bajar la mano de la gorra.
-No me entregue usted al tribunal-repetía una y otra vez con
tono de desesperación-, procuraré reparar mi falta, mándeme
usted como simple soldado a la línea de fuego.
Mi profecía no se había cumplido: aquel aspirante a Napoleón
se arrastraba a mis pies como un perro remojado. Fué destituido
y destinado a un puesto de menor responsabilidad. La revolución
es una gran canceladora de hombres y de caracteres, que agota a los valientes
y aplana a los vacilantes. En la actualidad, Blagonravof pertenece al tribunal
de la G. P. U., y es una de las columnas del régimen. De seguro
que ya en Sviask no acertaba a contener su odio contra la "revolución
permanente".
La suerte de la revolución oscilaba entre Sviask y Kazán.
Para la retirada no había más camino que el del Volga. El
Soviet revolucionario del ejército me hizo saber que la preocupación
de mi inseguridad en Sviask coartaba su libertad de acción, y exigió,
de un modo perentorio, que me trasladase al río. Estaba en su derecho.
Yo había dispuesto, desde el primer momento, que mi presencia en
Sviask no había de coartar ni restringir en lo más mínimo
los poderes del alto mando. A. esta norma me atuve en todos cuantos viajes
hice a los frentes. No tuve, pues, otro remedio que someterme y planté,
mis reales en el río, aunque no en el buque de pasajeros que tenía
prepara para mí, sino en un torpedero. Con grandes dificultades
habían conseguido traer a las aguas del Volga, por una red de canales,
cuatro pequeños torpederos. Además, habíanse, preparado
algunos barcos fluviales, artillándolos con cañones y ametralladoras.
Esta noche, la flotilla, a las órdenes de Raskolnikof, tenía
proyectado un ataque sobre Kazán. El plan era deslizarse al amparo
de la oscuridad por entre las faldas de las colinas, aniquilar la flotilla
enemiga y las baterías emplazadas en la orilla y bombardear la ciudad.
Nuestra flotilla se puso en marcha, formada en orden de cuña, con
las luces apagadas, como un ladronzuelo en la noche. Dos viejos prácticos
del Volga, con una barbilla tenue y descuidada, asesoraban al capitán.
Estos hombres, a quienes llevaban allí por la fuerza, tenían
un miedo imponente, nos odiaban, maldecían de su vida y temblaban,
dando diente con diente. Nuestra suerte y toda la empresa que íbamos
a correr dependían de ellos. El capitán les recordaba a cada
instante que les fusilaría sin ningún género de consideraciones
en cuanto el barco encallase en un banco de arena. íbamos navegando
a lo largo de las colinas, que se destacaban resplandeciendo un poco en
la oscuridad, cuando cruzó el río un disparo de ametralladora
que sonó como un trallazo. A poco, resonó desde la montaña
un disparo de cañón. Seguimos avanzando en silencio. A nuestra
espalda contestó un cañonazo desde el río. Unas cuantas
balas vinieron a estrellarse con golpe de remolino contra la chapa de hierro
del puente del barco, que nos cubría hasta la cintura. Nos agachamos.
La tripulación apretó los dientes, traspasando las sombras
con ojos de chacal y poniéndose de acuerdo con el capitán
mediante gritos cálidos lanzados a media voz. Al doblar una colina
salimos a un gran remanso. En la otra orilla se veían las luces
de Kazán. Detrás de nosotros sonaba un nutrido tiroteo arriba
y abajo. A nuestra derecha, en una distancia que no sería de más
de doscientos pasos, estaba, a cubierto de la la colina, la flotilla enemiga.
Los barcos veíanse vagamente apiñados. Raskolnikof dió
órdenes de que se abriese el fuego sobre los barcos enemigos. El
cuerpo metálico de nuestro torpedero se puso a crujir y a gemir
al primer disparo de sus propios cañones. íbamos reculando,
mientras aquella matriz de hierro paría, entre dolores y gemidos,
los cañonazos. De pronto, de las sombras de la noche se alzó
una llamarada. Nuestros disparos habían puesto fuego a una barcaza
cargada de petróleo. Sobre el Volga alzábase una antorcha
inesperada, indeseada, pero grandiosa. Nos pusimos a cañonear el
puerto. Los cañones se veían claramente, pero no contestaban
a nuestro tiroteo. Seguramente que los artilleros se habían dispersado
sin esperar a más. El río está iluminado en toda su
extensión. No tenemos a nadie detrás. Estamos completamente
solos. Por lo visto, la artillería enemiga ha cortado el paso a
las demás unidades de nuestra flotilla. Allí se está
nuestro torpedero, solo en aquella extensión de agua fuertemente
iluminada como una mosca en un ancho plato. De un momento a otro nos cogerán
bajo el fuego cruzado del puerto y de las colinas de enfrente. La situación
no podía ser más desventurada. Para colmo de desgracias,
perdimos el timón. La cadena de mando saltó, alcanzada seguramente
por algún cañonazo. Intentamos timonear, con la mano, pero
la cadena, al romperse, se había arrollado al timón y éste,
averiado, no giraba. Hubo que parar las máquinas. íbamos
a la deriva, acercándonos a la orilla de Kazán, hasta que
el torpedero chocó a babor con una barcaza medio hundida. De pronto,
cesó el tiroteo. Estaba claro como si fuese de día, pero
reinaba el silencio de la noche. Nos habían cogido en la ratonera.
No nos explicábamos por qué no se lanzaban sobre nosotros.
Y es que no teníamos idea de la desolación y el pánico
que había causado nuestro ataque por sorpresa. Al fin, los jóvenes
Comandantes del barco acordaron separar el torpedero de la barcaza y, poniendo
en marcha, primero una y luego otra, la máquina de la derecha y
la izquierda, regular de este modo el movimiento de avance. Lo conseguimos.
La antorcha petrolífera seguía ardiendo. Pusimos proa a la
colina, sin que nadie disparase sobre nosotros. Por fin, al doblar la colina,
nos sumergimos en la oscuridad. De la sala de máquinas sacaron a
un marinero desfallecido. Los cañones emplazados en la colina no
lanzaron un solo disparo. Era evidente que no nos vigilaban. Tal vez no
habría nadie que pudiese vigilamos. Estábamos salvados. Se
dice muy pronto: ¡salvados! Empezaron a relumbrar los fuegos de los
cigarrillos. En la orilla emergían tristemente los restos carbonizados
de uno de nuestros improvisados torpederos. En los demás barcos
había alguno que otro herido. Hasta ahora, no descubrimos que un
cañonazo de tres pulgadas había traspasado la proa del nuestro.
Estaba rompiendo el alba. Teníamos todos la sensación de
que habíamos vuelto a nacer.
Como tampoco las venturas suelen venir solas, me trajeron a un aviador
que acababa de aterrizar con una buena noticia. Un destacamento del segundo
ejército, al mando del cosaco Asin, había avanzado hasta
cerca de Kazán, apoderándose de dos autos blindados, destruyendo
dos cañones, poniendo en dispersión a un destacamento enemigo
y ocupando dos aldeas, situadas a doce verstas de la capital. El aviador
volvió a remontar el vuelo, equipado con instrucciones y una proclama.
Kazán estaba atenazado. Nuestro ataque nocturno, según los
informes que pronto nos facilitaron los espías, había hecho
flaquear la resistencia de los blancos. La flotilla enemiga estaba casi
destruida y las baterías de la orilla reducidas a silencio. La palabra
"torpederos" ¡¡en el Volga!! había causado a los blancos
la misma sensación que en Petrogrado había de causar la palabra
"tanques" a los jóvenes soldados rojos. Empezaron a correr rumores
de que con los bolcheviques luchaban tropas alemanas. Las gentes acomodadas
se dieron a huir de Kazán, sin esperar a más. Los barrios
obreros levantaron cabeza. En la fábrica de pólvora estalló
una sublevación. En nuestras tropas empezaba a alentar el espíritu
ofensivo.
Aquel mes de Sviask fué un mes pletórico de episodios
sensacionales. Todos los días había de pasar algo. Y ni las
noches transcurrían, muchas veces, en completa paz. Era la primera
vez que asistía, en tan intimo contacto, a la guerra. Una guerra
pequeña, pues de nuestra parte no lucharían más que
unos 25 a 30.000 hombres, pero que no se diferenciaba de las guerras grandes
más que por su escala. Era algo así como un modelo viviente
de guerra. Por eso precisamente despertaba una sensación tan inmediata,
con todas sus sorpresas y vacilaciones. Aquella guerra diminuta fué,
para nosotros, una gran escuela.
Entre tanto, la situación, en las inmediaciones de Kazán,
se había transformado hasta tal punto que no había quién
la reconociera. Aquellos destacamentos tan varios y apelotonados, fueron
fundiéndose hasta formar un ejército regular. A sus cuadros
se incorporaron los obreros comunistas venidos de Petrogrado, de Moscú
y otros lugares. Los regimientos s e consolidaban y aceraban. Los Comisarios
puestos al frente de los destacamentos, cobraban toda la importancia de
caudillos revolucionarios, representantes directos de la dictadura. Los
consejos de guerra hacían ver a las tropas que una revolución,
cuando se encuentra en trance de muerte, reclama de todos los más
fuertes sacrificios. Combinando hábilmente la agitación,
la organización, el ejemplo revolucionario y las represalias, conseguimos
que en unas cuantas semanas cambiase la faz de la situación. Aquella
masa vacilante, incapaz de resistir y presta a la dispersión al
menor pretexto, fué convirtiéndose en un verdadero ejército.
Nuestra artillería empezó a dominar. Nuestra flotilla hizo
suyo el río. Nuestros aviones se hicieron los dueños del
aire. Ahora, sí, era verdad que ya no dudaba de que entraríamos
en Kazán. Y, de pronto, he aquí que el día 1.º
de septiembre recibo de Moscú este telegrama cifrado: "Ven inmediatamente.
Ilitch herido. Ignórase grado de gravedad. Tranquilidad absoluta.
31. 8. 1918. Sverdlof." Salí sin demora para Moscú. La moral,
entre los elementos del partido, era empañada y sombría,
pero parecía inconmovible. La mejor expresión de esta inconmovilidad
era el propio Sverdlof. Los médicos aseguraron que la vida de Lenin
no corría el menor peligro y que pronto volvería a estar
sano. Reanimé al partido hablándole de los triunfos que nos
esperaban en el frente oriental y retorné inmediatamente a Sviask.
El día 10 de septiembre entraban nuestras tropas en Kazán.
A los dos días, el primer ejército, inmediato al nuestro,
tomaba Simbirsk. La noticia no nos sorprendió. El Comandante del
primer ejército Tujatchevski, nos había prometido que entraría
en Simbirsk, a más tardar, el día 12 de septiembre. Me informó
de la toma de la ciudad por el siguiente telegrama: "Ejecutada orden. Tomado
Simbirsk." Poco a poco, también Lenin iba recobrando la salud. Nos
puso un telegrama muy entusiasta de salutación. La situación
mejoraba en toda la línea.
De dirigir las operaciones del quinto ejército estaba encargado
Iván Nikititch Smirnof. Este hecho fué de una importancia
inmensa. Smirnof era el tipo más acabado y completo de revolucionario.
Un hombre que se había lanzado al frente de combate hacía
más de treinta años, sin conocer ni buscar desde entonces
relevo. Durante los años más sombríos de la reacción,
Smirnof seguía sondeando por caminos subterráneos y no se
desanimaba porque los volasen, sino que volvía a empezar de nuevo.
Iván Nikititch fué siempre un gran cumplidor del deber, que
es el punto en que se encuentran el buen soldado y el revolucionario y
precisamente lo que hace que éste pueda ser un soldado excelente.
Con sólo obedecer a su propia naturaleza, Smirnof daba a todo el
mundo ejemplo de firmeza y de valor, sin esa aspereza que suele acompañar
a estas virtudes. Pronto los mejores obreros del ejército empezaron
a adaptarse al ejemplo de este hombre. "A nadie se respetaba tanto como
a Iván Nikititch-escribe Larisa Reissner, hablando del sitio de
Kazán-. Teníamos la sensación de que en los momentos
peores, él sería el más fuerte y el más inconmovible."
En Smirnof no hay ni sombra de pedantería. Es uno de los hombres
más sociables, más alegres y más ingeniosos. Y la
gente se somete con gusto a su autoridad, que, siendo como es inflexible,
no tiene nada de ostentosa ni de ordenancista. Agrupados en tomo a Smirnof,
los comunistas del quinto ejército formaban una familia política
aparte, que todavía hoy, cuando ya hace varios años que está
licenciado el quinto ejército, desempeña un papel en la vida
del país. Decir "uno del quinto ejército" es decir mucho,
en el vocabulario de la revolución. Es decir un revolucionario de
cuerpo entero, un hombre con la conciencia del deber y, sobre todo, un
hombre limpio. Las gentes del quinto ejército, siempre agrupadas
en torno a Smirnof, cuando hubo terminado la guerra civil trasplantaron
su heroísmo al terreno económico, y hoy casi todos forman,
con contadísimas excepciones, en las filas de la oposición.
Smirnof ocupó uno de los puestos directivos de la industria de guerra,
y más tarde estuvo como Comisario del Pueblo al frente del cuerpo
de Correos y Telégrafos. En la actualidad, se halla desterrado en
el Cáucaso. En las cárceles y en Siberia purgan el mismo
delito no pocos de sus camaradas de armas del quinto ejército...
Las últimas noticias que me llegan me dan a conocer que también
Smirnof se ha rendido a la lucha y empieza a predicar la capitulación.
Si es cierto, ello querrá decir que la revolución ha borrado
un luchador más...
Larisa Reissner, la que llamó a Iván Nikititch "la conciencia
de Sviask", ocupa también un puesto importante en el quinto ejército,
como en la revolución toda en general. Esta maravillosa mujer, que
fué el encanto de tantos, cruzó por el cielo de la revolución,
en plena juventud, como un meteoro de fuego. A su figura de diosa olímpica
unía una fina inteligencia aguzada de ironía y la bravura
de un guerrero. Después de la toma de Kazán por las tropas
blancas, se dirigió, vestida de aldeana, a espiar en las filas enemigas.
Pero en su aspecto había algo de extraordinario, que la delató.
Un oficial japonés de espionaje le tomó declaración.
Aprovechándose de un descuido, se lanzó a la puerta, que
estaba mal guardada, y desapareció. Desde entonces, trabajaba en
la sección de espionaje. Más tarde, se embarcó en
la flotilla del Volga y tomó parte en los combates. Dedicó
a la guerra civil páginas admirables, que pasarán a la literatura
con valor de perennidad. Supo pintar con la misma plasticidad la industria
de los Urales que el levantamiento de los obreros de la cuenca del Ruhr.
Todo lo quería saber y conocer, en todo quería intervenir.
En espacio de pocos años, se hizo una escritora de primer rango.
Y esta Palas Atenea de la revolución, que había pasado indemne
por el fuego y por el agua, fué a morir de pronto, presa del tifus,
en los tranquilos alrededores de Moscú, cuando aún no había
cumplido los treinta años.
Unos luchadores hacían otros. Bajo el fuego del enemigo, los
hombres se formaban en una semana y el ejército se rehizo y se cubrió
de gloria. Ya dejábamos atrás el punto de mayor flaqueza
de la revolución: el momento en que hubo de rendirse Kazán.
Paralelamente con esta campaña iba desarrollándose a pasos
agigantados la masa campesina. Los blancos se encargaron de enseñarle
el abecedario político.. En un plazo de siete meses, el ejército
rojo limpió de enemigos una extensión de cerca de un millón
de kilómetros cuadrados, con una población de 40 millones
de almas. La revolución volvía a maniobrar a la ofensiva.
Los blancos se llevaron de Kazán, al salir huyendo de esta ciudad,
el encaje de oro de la República, guardado allí desde el
ataque del general Hoffman en el mes de febrero. Volvimos a reconquistarlo
mucho más tarde, al hacer prisionero a Koltchak.
Cuando pude apartar un poco la vista de Sviask, observé que
la situación de Europa había cambiado notablemente; el ejército
alemán se encontraba metido en un callejón sin salida.
Que en ruso quiere decir algo así
como "Bien criado".