Durante todo el otoño no cesaron de presentarse diariamente en
el Soviet de Petrogrado enviados del frente a exponer que, si la paz no
quedaba concertada antes del día 1.º de noviembre, los soldados
marcharían sobre el interior del país a conquistársela
con sus puños. Tal era la consigna del frente. Los soldados desertaban
en masa de las trincheras. La revolución de Octubre vino a contener,
hasta cierto punto, este movimiento, si bien por poco tiempo.
Los soldados, a quienes el movimiento de Febrero había venido
a revelar que habían sido lanzados a aquella guerra criminal y absurda
por la banda de Rasputin, no encontraban razón alguna para continuarla
porque un joven abogado como Kerensky se lo rogase. Su deseo era retornar
al hogar, a la familia, al suelo, a la revolución que les prometiera
tierra y libertad y que, olvidándose de su promesa, les dejaba seguir
en las trincheras del frente, hambrientos y llenos de piojos. Kerensky,
que se sentía ofendido por los soldados, campesinos y obreros, los
llamó una vez "esclavos amotinados". El pobre hombre no comprendía
esta pequeñez: que las revoluciones no son nunca otra cosa que motines
de esclavos que quieren dejar de serlo.
El patrono e inspirador de Kerensky, sir Buchanan, tiene la imprudencia
de contarnos en sus Memorias lo que significaban para él y para
los de su casta la guerra y la revolución. Muchos meses después
del movimiento de Octubre, Buchanan describe, en los términos siguientes:
el año ruso de 1916, aquel año espantoso de descalabros del
ejército zarista, año de desgarramiento de la Economía
nacional, el año de las largas y pacientes colas, en que el Gobierno
no se hartaba de humillar las espaldas bajo el yugo de Rasputin:
"En una de las villas más espléndidas que visitamos-escribe
Buchanan a propósito de su viaje a Crimea, realizado en aquel año-no
sólo nos recibieron brindándonos en una bandeja de plata
la ofrenda tradicional del pan y la sal, sino que al partir, nos encontramos
en el auto con varias docenas de botellas de un viejo Borgoña cuyos
méritos hube de cantar después de gozar de él en el
almuerzo. Se le hace a uno extraordinariamente triste volver la mirada
sobre aquellos días felices (!) que se ha tragado para siempre la
eternidad y pensar en la pobreza y en los sufrimientos que reservaba el
destino a quienes nos demostraron tanta cordialidad y afecto."
Buchanan no se refiere a los sufrimientos de los soldados de las trincheras
ni a las madres hambrientas que se pasaban el día en la cola, sino
a los de aquellos felices poseedores de las magníficas villas de
recreo de la Crimea; no se acuerda más que de las bandejas de plata
y del Borgoña. Cuando se leen estas líneas, francamente desvergonzadas,
no puede uno por menos de decirse que la revolución de Octubre ha
sido oportuna y justiciera y que hizo bien en barrer, con los Romanoffs,
a los Buchanans y a los Kerenskys.
La primera vez que crucé el frente camino de Brest-Litovsk,
los correligionarios que teníamos en las trincheras no disponían
ya de la posibilidad de preparar, aunque hubieran querido, una protesta
un poco eficaz contra las exigencias desmedidas de Alemania, pues las trincheras
se habían quedado casi vacías. Después del precedente
de los Buchanan y los Kerensky nadie se atrevía a interceder en
lo más mínimo por la continuación de la guerra. ¡La
paz, la paz, costase lo que costase!...
Más tarde, al regresar de Brest-Litovsk a Moscú, intenté
persuadir a uno de los representantes del frente en el Comité ejecutivo
-central panruso para que apoyase a nuestra delegación mediante
un discurso enérgico.
-Imposible-me contestó-, es completamente imposible; no podríamos,
aunque quisiéramos, volver a las trincheras, no nos comprenderían;
diríase que los seguíamos engañando lo mismo que Kerensky...
La imposibilidad de continuar la guerra era evidente. En este punto,
no existía ni sombra de disparidad entre Lenin y yo. Los dos meneábamos
la cabeza oyendo a Bujarin, a Radek y a otros apóstoles de la "guerra
revolucionaria".
Había, sin embargo, un problema no menos importante, y era saber
hasta dónde podía llegar el Gobierno de los Hohenzollers,
puesto a luchar contra nosotros. En una carta escrita por aquellos días
a uno de sus amigos, el Conde de Czernin dijo que, con los bolcheviques,
no se debían entablar negociaciones, sino mandar las tropas sobre
San Petersburgo a imponer el orden... si alcanzasen las fuerzas para ello.
La intención ya sabíamos nosotros que no faltaba. ¿Pero
alcanzarían las fuerzas? ¿Sería el Káiser capaz
de lanzar a sus soldados contra la revolución, ansiosa de paz? ¿Qué
efectos ejercería la revolución de Febrero y luego la de
Octubre sobre las tropas alemanas? ¿Y cuánto tardarían
en producirse estos efectos? A estas preguntas no podíamos dar nosotros,
por el momento, contestación. No había más remedio
que ver el modo de buscársela en el transcurso de las negociaciones.
Para ello, era necesario hacer que éstas se dilatasen todo lo posible.
Había que dar tiempo a los obreros de Europa para que se asimilasen
el hecho de la revolución de los Soviets y principalmente su política
de paz. La necesidad de proceder así era tanto mayor cuanto que
la Prensa de los aliados, en unión de la que sostenían la
burguesía y los partidos conciliadores rusos, querían presentar
nuestras negociaciones de paz con Alemania como una comedia en que se hubiesen
repartido hábilmente los papeles. Hasta la misma oposición
socialdemócrata alemana, que no tenía inconveniente en echar
sobre nuestros hombros sus propias faltas, llegaba a creer, o por lo menos
lo aparentaba, que los bolcheviques se entendían con el Gobierno
del Káiser. Esta versión tenía que parecer más
verosímil, por fuerza, en Inglaterra y en Francia. Era evidente
que si la burguesía y la socialdemocracia de los países aliados
conseguían infundir a las masas obreras la desconfianza hacia nosotros,
esto facilitaría notablemente la intervención militar de
la Entente contra la revolución. En estas condiciones, a mí
me parecía absolutamente necesario, antes de proceder a firmar una
paz por separado, en el caso de que no tuviésemos otro recurso,
brindar a los obreros todos de Europa una prueba clara e inequívoca
de la mortal enemistad que nos separaba de la Alemania gobernante. Influido
por estas consideraciones, se me ocurrió, estando en Brest-Litovsk,
la idea de una manifestación política que podría concretarse
en esta fórmula: poner fin a la guerra, desmovilizar, pero negarse
a suscribir ningún tratado de paz. Si el imperialismo alemán
no estaba en condiciones de enviar tropas contra nosotros, esto-pensaba
yo-significaría para Rusia un triunfo imponente, cuyas consecuencias
no era posible predecir. En cambio, si resultaba que los Hohenzollers disponían
de fuerzas bastantes para lanzarse al asalto contra la revolución,
siempre estaríamos a tiempo para capitular. Cambié impresiones
con otros miembros de la delegación, entre ellos con Kamenef, que
se mostró conforme, y escribí a Lenin, proponiéndoselo.
Lenin me contestó: "Si viene usted a Moscú, hablaremos."
-La cosa sería magnífica-expuso Lenin, contestando a
mis argumentos-si el General Hoffmann no estuviese en condiciones de lanzar
a sus tropas sobre Rusia, pero no hay que confiar demasiado en esto. Ya
procurará él elegir los mejores regimientos de campesinos
bávaros. Además, a nosotros, con poco nos basta. Usted mismo
dice que las trincheras se han quedado vacías. ¿Y si los
alemanes deciden proseguir la guerra?
-En este caso, nos veremos obligados a suscribir la paz. Pero todo
el mundo comprenderá que no teníamos otro camino. De este
modo habríamos acabado con la leyenda de nuestro pacto secreto con
el Káiser.
-Convengo en que la cosa no va del todo descaminada. Pero correríamos
un riesgo muy grande. Este riesgo, tendríamos que correrlo aunque
pereciésemos, si fuera para asegurar el triunfo de la revolución
alemana. La revolución alemana es incomparablemente más importante
que la rusa, pero, ¿cuándo va a estallar? Como no lo sabemos,
por el momento no hay nada en el mundo más importante que la nuestra,
que hay que salvar a toda costa.
A las dificultades de la política exterior venían a unirse
las dificultades, aún mayores, que surgían en el seno del
partido. En éste, sobre todo por parte de los elementos directivos,
reinaba un ambiente irreconciliable contra la aceptación de las
condiciones que querían imponernos los alemanes. Los informes taquigráficos
que publicaban nuestros periódicos acerca de las negociaciones de
Brest no hacían más que nutrir y agudizar este estado de
ánimo. De él brotó, en la izquierda comunista, dándole
exagerada expresión, la consigna de la guerra revolucionaria.
La lucha, dentro del partido, hacíase cada día más
violenta. Y, pese a todo lo que hoy puedan contar las leyendas oficiales,
esa lucha no se libraba precisamente entre Lenin y yo, sino entre él
y una mayoría abrumadora, en la que se contaban las organizaciones
directivas del partido. En los puntos más importantes de la campaña,
a saber: si estábamos en condiciones de sostener la guerra revolucionaria
y si a un Poder apoyado en la revolución le es lícito, de
algún modo, entrar en pactos con imperialistas, yo estaba totalmente
compenetrado con Lenin, y contestaba con una negativa al primer punto y
con una afirmativa al segundo.
El primer debate serio sobre esta fundamental divergencia de opiniones
tuvo lugar el día 21 de enero en la asamblea obrera del partido.
Tres puntos de vista se destacaron en ella. Lenin era partidario de que
intentásemos diferir las negociaciones, capitulando inmediatamente
caso de que se nos dirigiese un ultimátum. Yo era de opinión
de que provocásemos la ruptura de las negociaciones, afrontando
el riesgo de que Alemania volviese a atacarnos, para, en este caso, capitular
ante la imposición evidente de la fuerza. Bujarin pedía que
se llevase adelante la guerra, para de este modo abrir los horizontes revolucionarios.
En la asamblea del 21 de enero, Lenin atacó, con una dureza extrema,
a los defensores de la guerra revolucionaria y se limitó a decir
algunas palabras de crítica contra mi propuesta. La fórmula
de la guerra revolucionaria obtuvo 32 votos, la de Lenin 15 y la mía
16. Pero el resultado de la votación no da todavía una idea
bastante clara del ambiente que por entonces reinaba en el partido. Si
no en las masas, en las capas más altas del partido el "ala izquierda"
tenía todavía más fuerza de la que esta asamblea denotaba.
Esto cabalmente era lo que, llegado el momento, había de dar el
triunfo a mi proposición. Los adeptos de Bujarin veían en
ella un paso de aproximación hacia la suya. En cambio, Lenin daba
por descontado, y con razón, que el aplazamiento de la solución
definitiva traería el triunfo de su posición. En aquel momento,
nuestro partido estaba tan necesitado como la clase obrera occidental de
que se esclareciese la verdadera situación. No había organismo
directivo alguno del partido ni del Estado en que Lenin no estuviese en
minoría. Interrogados los Soviets locales-a propuesta del Soviet
de Comisarios del Pueblo-acerca del estado de opinión que reinaba
en ellos respecto la guerra y la paz, contestaron, hasta el día
5 de marzo, más de doscientos soviets. Solamente dos de importancia
(el de Petrogrado y el de Sebastopol) se declararon-con reservas-por la
paz. En cambio, había toda una serie de grandes centros obreros:
Moscú, Iekaterimburgo, Kharkof, Iekaterinoslavia, Ivanovo-Wosnesensk,
Cronstadt y otros, por una mayoría abrumadora, se declaraban partidarios
de que se rompiesen las negociaciones de paz entabladas. Tal era también
el estado de espíritu que imperaba en las organizaciones del partido.
¡Y no digamos entre los socialrevolucionarios de la izquierda! El
imponer y llevar a cabo en aquel momento el punto de vista de Lenin, hubiera
costado una escisión dentro del partido y un golpe de Estado; de
otro modo era imposible. Pero cada día que pasase tenía que
engrosar, por fuerza, las filas de sus partidarios. En estas condiciones,
mi fórmula "ni guerra ni paz" era objetivamente un puente que se
tendía entre su posición y la contraria. Y en efecto, por
este puente pasaron a su lado la mayoría de los miembros del partido,
o, por lo menos, sus elementos directores.
-Y bien; supongamos que nos hemos negado a firmar la paz y que los
alemanes se lanzan al ataque. ¿Qué haría usted en
este caso?-me preguntó Lenin.
-Pues, firmaríamos la paz obligados por las bayonetas, y no
habría nadie en el mundo que no comprendiese nuestra situación.
-¿No abogaría usted, puesto en ese trance, por la consigna
de la guerra revolucionaria?
-De ningún modo.
-En esas condiciones, el experimento no puede ser muy peligroso. Lo
único a que nos exponemos es a quedamos sin Estonia o sin Letonia.
Y, sonriendo con sus ojuelos astutos, añadió:
-El estar en paz con Trotsky, aunque otra cosa no sea, bien vale la
pena de sacrificar a Estonia y a Letonia.
Esta frase fué, durante algunos días, el estribillo de
Lenin.
En la sesión definitiva del Comité central, celebrada
el día 22 de enero, prosperó mi posición: diferir
las negociaciones todo lo posible; caso de recibir un ultimátum
de Alemania, dar la guerra por terminada, pero negándose a firmar
ningún género de paz; en lo demás, proceder como aconsejasen
las circunstancias. El día 25 de enero, ya tarde de la noche, celebróse
una sesión mixta del Comité central del partido bolchevique
y de los socialrevolucionarios de izquierda, aliados nuestros por entonces,
en la que prevaleció, por una mayoría aplastante, la misma
fórmula. El acuerdo de los dos Comités centrales fué
tomado-era un procedimiento al que se acudía por entonces con frecuencia-en
una forma tal, que tenía la misma eficacia que si procediese del
Soviet de Comisarios del Pueblo.
El día 31 de enero, comuniqué a Lenin desde Brest, por
el hilo directo que nos unía al Smolny: "Entre los innumerables
rumores y noticias que circulan, ha llegado a la prensa alemana la absurda
referencia de que nos proponemos, para hacer una manifestación de
protesta, no suscribir el tratado de paz, y que, a propósito de
esto, han surgido graves diferencias de opinión entre los bolcheviques,
etc., etc. He recibido también un telegrama semejante de Estocolmo
con referencia al periódico Politiken. Si no me engaño, este
periódico es el órgano de Hoglund. ¿No podríamos
averiguar por él por qué dejan pasar estas noticias increíblemente
absurdas, caso de que, en efecto, se hayan publicado en su periódico?
Los chismes y rumores que pueda publicar la prensa burguesa no tendrán,
seguramente, gran importancia a los ojos de los alemanes. Pero ahora se
trata de un periódico izquierdista, cuyo director se encuentra actualmente
en Petrogrado, y esto da cierta autoridad a la noticia y puede desorientar
un poco a las partes con quienes estamos en negociaciones. La prensa germano-austriaca
está llena de informaciones de horrores cometidos en Petrogrado,
en Moscú y en toda Rusia; habla de cientos y miles de personas asesinadas,
del tableteo de las ametralladoras, etc. etc., Es imprescindible encargar
a una persona que tenga la cabeza sobre los hombros de que facilite diariamente
a la agencia de Petrogrado y a la radio noticias exactas acerca de la situación
dentro del país. No estaría mal encomendar este trabajo al
camarada Zinovief. La cosa tiene una importancia extraordinaria. Estos
informes deberían comunicarse, en primer término, a Worovski
y a Litvinof. De eso podría encargarse Tchitcherin.
"Hasta ahora, no hemos celebrado más que una sesión puramente
formal. Los alemanes dan todas las largas que pueden a las negociaciones,
obligados probablemente por la crisis interior de su país. La prensa
alemana no cesa de trompetear que no deseamos la paz y que lo único
que nos preocupa es extender la revolución a otros países.
Estos asnos no aciertan a comprender que, precisamente para lograr que
la revolución europea se desarrolle, es por lo que nos interesa
extraordinariamente cerrar cuanto antes la paz.
"¿Se han tomado medidas para la expulsión del embajador
rumano? Sospecho que el rey de Rumania se ha refugiado en Austria. Según
a las noticias que da un periódico alemán, lo que nosotros
custodiamos en Moscú no son los fondos nacionales de Rumania, sino
las existencias en oro del Banco Nacional rumano. Las simpatías
de la Alemania oficial están, naturalmente, de parte de Rumania.
Suyo, Trotsky."
Esta comunicación requiere unas palabras explicatorias. Oficialmente,
constaba que las conferencias celebradas por estos hilos estaban garantizadas
en absoluto contra la posibilidad de oír y ser oídos. Sin
embargo, nosotros teníamos nuestros motivos para sospechar que los
alemanes de Brest entraban en posesión de las comunicaciones cursadas
por el hilo directo: respetábamos lo bastante su dominio técnico,
para pensarlo así. No había manera de cifrar toda la correspondencia
que se transmitía. Además, tampoco podíamos estar
muy seguros de que la cifra no se violase. El periódico de Estocolmo
nos había hecho un flaco servicio, con su inoportuna información
tomada de fuente directa. Por eso, la intención de todo este comunicado,
no era tanto el informar a Lenin de que el secreto de nuestro acuerdo corría
ya por el extranjero, como el desorientar a los alemanes. Aquel epíteto,
poco correcto, de "asnos" dirigido a los periodistas, no tenía más
objeto de imprimir al texto mayor "naturalidad". No sé si esta astucia
conseguiría o no engañar a Kühlmann. Lo cierto es que
mi declaración del 10 de febrero produjo a nuestros adversarios
la impresión de lo inesperado. El día II, Czernin escribía
en su diario: "Trotsky se niega a firmar. La guerra se ha terminado, pero
sin que se concierte paz alguna."
Es punto menos que increíble que en el año 1924 la escuela
de Stalin y Zinovief intentase desfigurar las cosas presentando mi actuación
de Brest-Litovsk como llevada a espaldas del partido y del Gobierno. Estos
pobres falsificadores no se toman siquiera el trabajo, que era lo menos
que podían hacer, de echar un vistazo a los libros de actas de aquella
época o de pasar la vista por sus propias intervenciones de entonces.
El día II de febrero, es decir, al día siguiente de promulgarse
en Brest-Litovsk mi declaración, Zinovief se levantaba a hablar
en el Soviet de Petrogrado, para decir: "La fórmula que ha encontrado
nuestra delegación para salir de la situación en que nos
encontrábamos es la única acertada." Y fué el propio
Zinovief quien presentó la proposición, aceptada por la mayoría
con un voto en contra y con la abstención de los mencheviques y
socialrevolucionarios, en que se aprobaba la negativa a suscribir el tratado
de paz.
El día 14 de febrero presentó Sverdlof en el Comité
ejecutivo central panruso una proposición basada en el informe que
yo había hecho en nombre de la fracción de los bolcheviques,
en que figuraban las siguientes palabras iniciales: "Después de
escuchar y discutir el informe de la delegación de paz, el Comité
ejecutivo central panruso aprueba en un todo la conducta de sus representantes
en Brest-Litovsk." No hubo una sola organización local de partido
o de Soviet, que, en los días II a 15 de febrero, no se manifestase
en un sentido de aprobación respecto a nuestra conducta. En el Congreso
de partido celebrado en marzo de 1918, Zinovief declaró: "Trotsky
tiene razón cuando dice que ha procedido ateniéndose a las
normas de la mayoría legítima del Comité central.
Nadie ha discutido esto..." Finalmente, el propio Lenin hubo de comunicar
en el mismo Congreso que "la proposición de negarse a firmar la
paz había sido aceptada por el Comité central".
Pero los "Cominters", que no se paran en barras, pasan por alto todo
esto y no tienen inconveniente en sostener, como un nuevo dogma, que al
negarse a suscribir la paz en Brest-Litovsk, Trotsky procedía exclusivamente
con arreglo a su propio y personal parecer.
Después de las huelgas que en octubre estallaron en Alemania
en Austria no era tan sencillo, como hoy pretenden los que saben mucho
después de ver las cosas-ni para nosotros ni para el propio Gobierno
alemán-, saber si los gobernantes del Káiser se decidirían
o no a atacar de nuevo. El día 10 de febrero, las delegaciones alemana
y austro-húngara destacadas en Brest-Litovsk decidieron "aceptar
el estado de cosas propuesto por Trotsky en sus declaraciones". El único
que se resistió a aceptarlo fué el General Hoffmann. Según
cuenta Czernin, al clausurar las sesiones al día siguiente, Kühlmann
declaró, de una manera concreta, que no había más
remedio que aceptar la paz "de facto". El eco de estas voces no tardó
en llegar a nuestros oídos. La delegación rusa volvió
de Brest con la impresión de que los alemanes no atacarían.
Lenin estaba muy contento de los resultados conseguidos.
-¿No nos engañarán?-preguntaba, pues no las tenía
todas consigo.
Ante aquella pregunta, no había más que alzarse de hombros:
las apariencias no indicaban eso.
-Bien está-dijo Lenin-. Si así es, tanto mejor; las apariencias
están salvadas, y, al fin y al cabo, hemos salido de la guerra.
Mas, aún faltaban dos días para que expirase el plazo
de una semana, cuando el General Samoilo, que había quedado en Brest,
nos comunicó telegráficamente que, según le declaraba
el General Hoffman, los alemanes se considerarían en estado de guerra
con nosotros a partir de las doce del día 18 de febrero, razón
por la cual le invitaban a salir cuanto antes de Brest-Litovsk. El telegrama
fué directamente a manos de Lenin. Yo me encontraba a la sazón
en su despacho, donde se estaba celebrando una entrevista con los socialrevolucionarios
de izquierda. Lenin me pasó el telegrama en silencio. Pero su mirada
me decía que no traía nada bueno. Se apresuró a poner
fin cuanto antes a la entrevista, para deliberar sin que estuviesen presentes
los extraños acerca de la nueva situación que se nos planteaba.
-¡De modo que engañados! Cinco días de ventaja...
Estos bárbaros se aprovechan de todo. Ahora, ya no nos queda más
camino que firmar las condiciones de antes, si es que los alemanes las
sostienen.
Yo seguía insistiendo en que dejásemos a Hoffman atacarnos,
para que los obreros de Alemania y las naciones aliadas viesen que la agresión
era un hecho y no una simple amenaza.
-No-replicó Lenin-, Tal como están las cosas no hay que
perder ni un solo segundo. El experimento ya está hecho. Ya sabemos
que el alto mando alemán quiere y puede entablar la guerra. Aquí
no caben dilaciones. Los saltos de esta bestia son rápidos.
En marzo, Lenin dijo en el Congreso del partido: "Habíamos convenido
(él y yo) que resistiríamos hasta que llegase un ultimátum
de los alemanes, pero que ante esta coyuntura habríamos de ceder."
Más arriba he hablado ya de este convenio. Lenin accedía
a no combatir ante el partido mi fórmula, sola y exclusivamente
porque yo le había prometido que no apoyaría la causa de
la guerra revolucionaria. Los representantes oficiales de este grupo-Uritski,
Radek y, si no me equivoco, Ossinski-se presentaron a mí a proponerme
el "frente único". Yo les dije, lisa y llanamente, que nuestras
posiciones no tenían nada de común. Tan pronto como el alto
mando alemán nos comunicó que quedaba denunciado el armisticio,
Lenin hubo de recordarme el compromiso asumido. Le contesté que,
en mi opinión, no bastaba un ultimátum meramente formal sino
que era menester que sobreviniese un ataque efectivo, para que no quedase
la menor duda acerca de la realidad de nuestras relaciones con los alemanes.
En la sesión celebrada por el Comité central el día
17 de febrero, Lenin puso a votación provisional esta cuestión:
"Caso de que se realice el ataque alemán y no se produzca en Alemania
ningún alzamiento revolucionario ¿concertaremos la paz? Ante
una cuestión de tal trascendencia, Bujarin y sus correligionarios
no supieron hacer otra cosa que abstenerse. Krestinsky hizo lo mismo. Joffe
votó que no. Yo voté con Lenin por la afirmativa. A la mañana
siguiente, me manifesté de parecer contrario a que se cursase inmediatamente
un telegrama, como proponía Lenin diciendo que estábamos
dispuestos a firmar la paz. Pero en el transcurso del mismo día
se recibieron noticias telegráficas de que los alemanes empezaban
a atacar, de que se habían apoderado de nuestros bagajes militares
y de que sus tropas avanzaban sobre Dvinsk. Por la noche del mismo día
accedí al telegrama de Lenin. Ahora, ya no -podía haber duda
de que el hecho de que los alemanes nos atacaban seria notorio para el
mundo entero.
El día 21 de febrero se recibieron las nuevas condiciones alemanas,
encaminadas manifiestamente a hacer la paz imposible. Se recordará
que ya las habían agravado una primera vez al llegar nuestra delegación
a Brest-Litovsk. Todos, y hasta cierto punto el propio Lenin, teníamos
la impresión de que los alemanes se habían puesto ya de acuerdo
con los aliados para derrocar a los Soviets y que la paz, en el frente
oriental se haría repartiéndose los despojos de la revolución
rusa. De ser así, de poco hubieran valido todos los sacrificios
que nosotros pudiéramos hacer. El giro que tomaban las cosas en
Ukrania y en Finlandia inclinaba decididamente la balanza del lado de la
guerra. No pasaba hora sin que llegase una mala noticia. Se recibieron
informes de que las tropas alemanas habían desembarcado en Finlandia
y comenzaban a ametrallar a los obreros finlandeses. Me crucé con
Lenin en el pasillo, cerca de su despacho. Estaba tremendamente excitado.
Nunca, ni antes ni después, le había visto ni volví
a verle así.
-Sí-me dijo-; no tenemos más remedio que pelearnos, aunque
no disponemos de soldados. No nos queda otro recurso.
Pero, cuando a los diez o quince minutos, volví a presentarme
en su despacho, había cambiado de parecer:
-No, no podemos variar de política. Por mucho que luchásemos
no salvaríamos a la Finlandia revolucionaria y, en cambio, no cabe
duda que nos iríamos a pique nosotros. Vamos a ver cómo podemos
ayudar, por todos los medios, a los obreros finlandeses, pero sin salirnos
del terreno de la paz. No sé si esto nos salvará. Pero estoy
seguro de que es el único camino por el que cabe una salvación.
Yo no tenía fe alguna en la posibilidad de llegar a la paz,
ni aun a costa de una completa capitulación, si ella era posible.
Y como no tenía mayoría en el Comité central y la
solución dependía de un voto me abstuve, para, de este modo,
ofrecerle a él un voto de mayoría. Tal fué el modo
como razoné mi abstención. Si la capitulación no nos
trae la paz-pensaba yo para mí-a lo menos conseguiremos que se unifique
el frente del partido para defender a la revolución con las armas
en la mano, cuando el enemigo así nos lo imponga.
-Me parece-le dije a Lenin, en una conversación privada-que
sería conveniente, desde un punto de vista político, que
yo dimitiese ahora el cargo de Comisario de Negocios extranjeros.
-No veo para qué, ni creo que sea necesario que introduzcamos
aquí estos trucos parlamentarios.
-Mi dimisión podría significar a los ojos de los alemanes
un cambio radical en nuestra política, e inspirarles la confianza
de que esta vez estábamos dispuestos a firmar realmente el Tratado
de paz.
-¡Acaso!... dijo Lenin, pensando-. Es un argumento político
serio.
El día 22 de febrero hice saber, en una sesión del Comité
central, que la Misión militar francesa se dirigía a mí
ofreciéndonos la ayuda de Francia e Inglaterra para rechazar el
ataque de Alemania. Yo me mostré partidario de que se aceptase la
oferta, siempre y cuando, naturalmente, que se nos garantizase la absoluta
independencia en punto, a la política exterior. Bujarin estimaba
que era inadmisible cerrar ningún género de convenios con
los imperialistas. Lenin apoyó resueltamente mi punto de vista,
y la proposición fué aceptada en el Comité central
por seis votos contra cinco. Me acuerdo de que Lenin dictó la resolución
que terminaba con las palabras siguientes: "...autorizar al camarada Trotsky
para que acepte la ayuda que le brindan los bandidos imperialistas franceses
contra los bandidos alemanes." Lenin sentía gran predilección
por las fórmulas que no dejaban lugar a dudas.
Al separarnos después de la sesión, Bujarin me dió
alcance en aquellos largos pasillos del Smolny y me echó los brazos
al cuello gimiendo:
-¿Qué vamos a hacer?-decía-. ¡Vamos a convertir
el partido en un montón de estiércol!
Bujarin es hombre que se echa a llorar con el menor pretexto y muy
dado a las expresiones naturalistas. Pero esta vez, la situación
era realmente trágica. La revolución estaba entre la espada
y la pared.
El día 3 de marzo, nuestra delegación suscribió
el tratado de paz sin leerlo. La paz de Brest-Litovsk, tomándole
en muchas de las ideas la delantera a Clemenceau, se parecía bastante
a la soga del verdugo. El día 22 de marzo fué ratificada
la paz por el Reichstag. Los socialdemócratas alemanes, al votar
por este Tratado, reconocieron de antemano los principios que en Versalles
habían de aplicarse a su país. Los independientes votaron
en contra: empezaban a describir ya aquella curva estéril que había
de llevarles de nuevo al punto de partida.
En el 7.º congreso del partido, celebrado en marzo de 1918, tendiendo
la mirada al camino recorrido, describí, de un modo claro y amplio,
cuál había sido mi posición. "Si lo que deseábamos
realmente no era más que obtener la paz más favorable posible-dije-,
hubiéramos debido firmarla ya en noviembre. Entonces, nadie (fuera
de Zinovief) votó en este sentido: todos éramos partidarios
de hacer lo posible por llevar la revolución a los obreros alemanes,
austro-húngaros y a la clase obrera toda de Europa. Pero las negociaciones
que veníamos entablando con los alemanes no podían tener,
naturalmente, sentido alguno para la revolución, a menos que pareciesen
al mundo sinceras. Ya ante la fracción del tercer congreso panruso
de los Soviets tuve ocasión de informar que el antiguo Ministro
austro-húngaro Gratz decía que los alemanes sólo buscaban
un pretexto para enviarnos un ultimátum. Creían que nosotros
mismos lo estábamos esperando..., que estábamos dispuestos
desde el primer momento a firmar todo lo que nos presentasen y que no hacíamos
más que representar una comedia revolucionaria. En estas condiciones,
si nos resistíamos a firmar, corríamos el peligro de quedarnos
sin Reval y algunas otras plazas, y si nos adelantábamos a firmar
antes de tiempo, el peligro era perder las simpatías del proletariado
mundial o de una gran parte de él. Yo era de los que pensaban que
los alemanes no se lanzarían al ataque, pero que si nos atacaban,
siempre estaríamos a tiempo para firmar la paz, aunque fuese en
peores condiciones. Poco a poco-añadí-todo el mundo se irá
convenciendo de que no teníamos otra salida."
Es digno de hacer notar que, al tiempo que esto ocurría, Liebknecht
escribiese desde la cárcel lo que sigue: "Nada más lejos
de la verdad que los que piensan que el giro que han tomado al fin las
cosas sea peor para el desarrollo ulterior del movimiento de lo que hubiera
sido el plegarse a comienzos de febrero a las condiciones Brest-Litovsk.
Todo lo contrario. Aquel pliegue hubiera hecho tomar el peor cariz a la
resistencia y a la pugna de antes, presentado la imposición final
como "vis haud ingrata". El cinismo que clama al cielo, la bestialidad
del desenlace alemán disipa toda posible sospecha."
Liebknecht hubo de cobrar una talla extraordinaria durante la guerra
cuando, por fin, supo poner un abismo de por medio entre su persona y la
honorable falta de carácter de Haase. Huelga decir que Liebknecht
fué siempre, en lo tocante a valentía, un indómito
revolucionario. Pero ahora empezaba a desarrollarse en él el estratega,
no sólo en las cuestiones que afectaban a su actuación personal,
sino en el modo de concebir la política revolucionaria. Este hombre
no se movía nunca por miramientos de seguridad personal. Cuando
le detuvieron, muchos amigos suyos menearon la cabeza ante aquel acto de
sacrificio "irreflexivo". A Lenin, en cambio, le preocupaba extraordinariamente
el asegurar la intangibilidad en la dirección del movimiento. Era
como el jefe de un estado mayor, que sabe que tiene que salvaguardar, por
todos los medios, el alto mando mientras dure la guerra. Liebknecht era
de esos caudillos guerreros que se lanzan al combate a la cabeza de sus
tropas. Por eso tenía que ser difícil para él comprender
nuestra ,estrategia de Brest-Litovsk. Al principio, quería que desafiásemos
al destino lisa y llanamente, para luego enfrentarnos con él. Hubo
de combatir repetidamente, por aquellos días, la política
de "Lenin y Trotsky" sin establecer-y con razón-la menor diferencia,
respecto a este problema fundamental, entre la posición de Lenin
y la mía. Sin embargo, conforme se fueron desarrollando los acontecimientos
cambió de parecer. A comienzos de mayo escribía ya: "Si hay
algo de que necesite la Rusia soviética-apremiantemente, por encima
de todo-no son ostentaciones ni decoraciones, sino un Poder recio y firme.
Un Poder que requiere, además de energía, prudencia y tiempo;
prudencia, entre otras cosas, para ganar tiempo, sin el cual no puede triunfar
ni la energía mayor ni más prudente." Con esto queda reconocido
el acierto de la política de Lenin en Brest, cuya única preocupación
no era otra que ganar tiempo.
La verdad se abre camino, pero también la necedad se resiste
a morir. El profesor norteamericano Fisher, autor de un libro voluminoso
titulado The Famin in Soviet Russia, dedicado a estudiar los primeros años
de la República soviética,, me atribuye, en su obra, la idea
de que los Soviets no debían entablar guerra alguna ni concertar
ninguna paz con Gobiernos burgueses. Esta necia fórmula la tomó
el autor, con otras muchas, de Zinovief y demás epígonos,
añadiendo a la receta su propia incomprensión. Hace mucho
tiempo que mis críticos extemporáneos han arrancado mi propuesta
de Brest-Litovsk a las condiciones de lugar y tiempo, para convertirla
en una fórmula universal, que les permite desarrollarla mucho más
fácilmente "ad absurdum". Pero no se han dado cuenta de que ese
estado de cosas que se expresa en la fórmula "ni paz ni guerra",
o, dicho más exactamente, "ni guerra ni tratado de paz", no encierra
en sí nada absurdo. No es ni más ni menos que el tipo de
relaciones que hoy nos unen, a los países más importantes
de la tierra: a Inglaterra y a los Estados Unidos. El que estas relaciones
se hayan impuesto contra nuestra voluntad no cambia el aspecto del asunto.
Hay, además, un país con el que estamos en relaciones semejantes
por iniciativa nuestra: Rumania. Mis críticos, al adscribirme esta
fórmula universal, que representa a sus ojos el más grande
de los absurdos, no se dan cuenta de que no hacen más que apuntar
a la "absurda" fórmula de las relaciones efectivas que hoy mantiene
la Unión de los Soviets con toda una serie de Estados.
¿Cómo juzgaba el propio Lenin la etapa de Brest-Litovsk,
después de cubierta? Para él, la disparidad puramente episódica
de criterio que te había separado de mí era cosa que no merecía
la pena de mencionarse. En cambio, habló más de una vez de
"la inmensa importancia agitadora de las negociaciones de Brest-Litovsk."
Véase, por ejemplo, su discurso de 17 de mayo de 1918.) Ya había
pasado un año desde aquellas fechas, cuando Lenin dijo en el congreso
del partido: "En el aislamiento en que nos encontrábamos frente
a la Europa occidental y a todos los demás países carecíamos
de todo elemento objetivo de juicio para poder pulsar el ritmo o las formas
de la revolución proletaria que se avecinaba en el Occidente. Dada
la complejidad de la situación, era natural que la paz de Brest-Litovsk
diese origen a no pocas diferencias de parecer en el seno de nuestro partido."
(Discurso de 18 de marzo de 1919.)
Pero queda todavía un punto que dilucidar: ¿Cuál
fué la actitud que adoptaron en aquellos días estos que hoy
me critican y "desenmascaran"? Bujarin sostuvo una campaña desesperada,
que duró casi un año, contra Lenin (y contra mí),
amenazándonos con la escisión del partido. A su lado estaban
Kuibychef, Jaroslavsky, Bubnof y muchos otros que hoy son firmes columnas
del stalinismo. Zinovief, por el contrario, votaba por que se firmase,
sin la menor demora, el tratado de paz, rechazando la tribuna de agitación,
que era para nosotros Brest-Litovsk. Yo estaba de acuerdo con Lenin en
condenar esta posición. Kamenef se adhirió a mi fórmula
cuando se la expuse en Brest, para luego, de vuelta en Moscú, pasarse
al parecer de Lenin. Rikof no pertenecía entonces al Comité
central, por cuya razón no tomó parte en los debates decisivos.
Dserchinski pensaba de modo contrario a Lenin, si bien se adhirió
a él en la última votación. ¿Y cuál
era la posición de Stalin? Stalin, como de costumbre, no tenía
ninguna posición. Esperaba e intrigaba. "El viejo-me dijo, apuntando
con la cabeza para Lenin-, sigue confiando obstinadamente en la paz, pero
no la conseguirá." Luego, fué a donde estaba Lenin, a murmurar,
seguramente, contra mí. Stalin no manifestó su parecer en
parte alguna. Nadie se interesaba tampoco mayormente por conocerlo. Lo
que constituía mi preocupación fundamental: hacer que el
proletariado del mundo entero viese con la mayor claridad posible nuestra
actitud en punto a la paz, era para Stalin, indudablemente, cuestión
secundaria. A él no le interesaba más que la "paz en un país",
como más tarde sólo había de interesarle "el socialismo
en un país". En la votación decisiva, dió su voto
a Lenin. Hasta pasados algunos años no creyó necesario, para
el mejor éxito de la campaña contra el trotskismo, adoptar
algo así como un "punto de vista" propio ante los sucesos de Brest-Litovsk.
Pero, no merece la pena de detenerse por más tiempo en esto.
Ya he dedicado más espacio del que hubiera sido preciso a relatar
estas diferencias de criterio originadas por las negociaciones de Brest.
Parecíame necesario, sin embargo, poner al descubierto en toda su
extensión uno, por lo menos, de los episodios que tanto se discuten,
para que se vea cómo ocurrió en realidad y cómo se
pretende exponer a la vuelta de varios años. Una de las finalidades
secundarias que, al proceder de este modo, me animaban, era dejar a los
epígonos en el lugar que les corresponde. Por lo que atañe
a Lenin, no creo que haya nadie que pueda seriamente pensar que me dejase
llevar frente a él de ningún afán ergotista. Supe
reconocer, a la luz del día, la clarividencia de Lenin en aquel
asunto mucho antes que los demás. El día 3 de octubre de
1918 dije lo siguiente, en la reunión extraordinaria que hubieron
de celebrar los órganos supremos de la República de los Soviets:
"Considero un deber declarar en esta sesión de autoridades, que
en aquellos momentos en que muchos de nosotros, incluyéndome a mí,
dudábamos si sería necesario o admisible suscribir la paz
de Brest-Litovsk, tan sólo el camarada Lenin, tenazmente y dando
muestras una incomparable agudeza de visión, insistió, con
la oposición de muchos de nosotros, en la necesidad de que nos sometiésemos
a aquel yugo, como único modo de mantenernos en el Poder en tanto
que estallaba la revolución mundial del proletariado. Justo es que
ahora reconozcamos que no éramos nosotros lo que teníamos
razón."
No necesité esperar a las trasnochadas revelaciones de los epígonos
para reconocer que fué la genial audacia política de Lenin
la que salvó a la dictadura del proletariado en aquellas jornadas
de Brest-Litovsk. Y conste que en las palabras que acabo de reproducir
echaba sobre mis hombros una buena parte de responsabilidad por culpas
que a mí no me correspondían. Hacíalo para que mi
conducta sirviese de ejemplo a los demás. El acta taquigráfica
de la sesión, acota, al llegar a este pasaje: "larga ovación".
Con ella, el partido me daba a entender que comprendía y aprobaba
mi actitud respecto a Lenin, libre de mezquindad y de celos. Yo sabía
sobradamente todo lo que Lenin significaba para la revolución, para
la historia y lo que significaba personalmente para mí. Acataba
en él al maestro. Lo cual no quiere decir precisamente que me dedicase
a imitar a destiempo sus gestos y sus palabras. No; cuando digo que le
tenía por maestro, quiero decir que había aprendido con él
a llegar por mi cuenta y a la vista de los hechos a las mismas conclusiones
a que él solía llegar.