Justo es que digamos algo acerca del célebre "tren del Presidente
del Consejo revolucionario de Guerra". Con la vida de este tren hubo de
asociarse inseparablemente la mía personal durante los años
críticos de la revolución. El tren unía al frente
con el interior del país, decidía sobre el terreno las cuestiones
inaplazables, aclaraba, daba ánimos, aprovisionaba, repartía
castigos y recompensas.
Sin represalias es imposible poner un ejército en pie. Es una
quimera pretender que se van a lanzar a muchedumbres de hombres a la muerte
si la pena capital no figura entre las armas de que dispone el mando. Mientras
estos monos sin cola orgullosos de su técnica que se llaman hombres
guerreen y levanten ejércitos para la guerra, no habrá un
solo mando que pueda renunciar al recurso de colocar a sus hombres entre
la eventualidad de la muerte que les aguarda si avanzan y la seguridad
del fusilamiento que acecha en la retaguardia, si retroceden. Y, sin embargo,
no es el miedo el que hace los ejércitos ni la disciplina. El ejército
zarista no se desmoronó precisamente por falta de represalias. Y
Kerenski, queriendo sacarlo a flote por el restablecimiento de la última
pena, lo que hizo fué hundirlo definitivamente. En medio del incendio
voraz de la gran guerra levantaron su nuevo ejército los bolcheviques.
Para el que conozca un poco siquiera el lenguaje de la historia, estos
hechos no necesitan de explicación. El cemento más poderoso
que fraguó el nuevo ejército fueron las enseñanzas
de la revolución de Octubre. El tren era el encargado de llevar
este cemento a todos los frentes.
En las provincias de Kaluga, Woronesh y Riazan había miles de
campesinos jóvenes que no habían comparecido a enrolarse
a la primera llamada de los Soviets. La guerra se estaba librando allá
lejos de sus tierras; aquella gente no tornaba en serio la movilización,
y la campaña de reclutamiento rindió allí escasos
frutos. Los que no se presentaban quedaban calificados de desertores. Se
abrió una campaña severísima contra todos los que
no comparecían a la recluta. En el comisariado de guerra de Riazan
habían ido concentrándose unos quince mil "desertores" de
estos. Una vez que pasaba por Riazan, decidí verles de cerca. Pretendieron
disuadirme, diciéndome que "podía pasar algo". No hubo tal.
Todo marchó magníficamente. Los sacaron de las barracas al
grito de "¡Camaradas desertores, acudid al mitin, que el camarada
Trotsky viene a dirigimos la palabra!" Fueron saliendo de sus barracones
con caras de excitación y curiosidad, armando la mar de ruido, como
los chicos de la escuela. Yo me los imaginaba mucho más imponentes.
Ellos, a su vez, se habían imaginado a Trotsky mucho más
terrorífico. A los pocos minutos, estaba rodeado de una muchedumbre
gigantesca, inquieta, bastante indisciplinado, pero que no me miraba con
hostilidad, ni mucho menos. Los "camaradas desertores" me echaban tales
miradas, que a muchos parecía que iban a saltárselas los
ojos de las cuencas. Me subí encima de una mesa, en el patio, y
les hablé por espacio de cerca de hora y media. ¡Aquel sí
que era un auditorio agradecido! Me esforcé por infundirles la conciencia
de su fuerza, y al terminar les invité a que levantasen la mano
en señal de fidelidad hacia la revolución. Se les veía
materialmente contagiados por las nuevas ideas. Un entusiasmo sincero se
había apoderado de ellos. Me acompañaron hasta el automóvil,
al que echaron unas miradas terribles, pero no ya de miedo como antes,
sino de entusiasmo; gritaban a voz en cuello y no querían dejarme
marchar. Más tarde supe, no sin cierto orgullo, que uno de los recursos
educativos más eficaces que se les podía aplicar, en caso
de resistencia, era preguntarles: Vamos a ver, ¿qué es lo
que prometisteis a Trotsky? Los regimientos de los "desertores" de Riazan
habían de portarse brillantemente en los frentes.
A este propósito me acuerdo del segundo curso del Instituto
de San Pablo de Odesa. Cuarenta chicos no se distinguían en nada
de otros cuarenta. Pero tan pronto como Burnand, el de la misteriosa X
en la frente, Maier, el inspector, el inspector Guillermo o Kaminski y
Schewannebach, el director, descargaban su furia sobre el grupo más
crítico y audaz de la clase, levantaban la cabeza los soplones y
los envidiosos..., y detrás de ellos iba la clase entera.
En todos los regimientos y en todas las compañías hay
hombres de muy distinto temple. Los que no temen a nada y los capaces de
sacrificio son siempre minoría. En el otro polo está, en
cambio, la minoría, cada vez más exigua, de los corrompidos,
los egoístas y los enemigos jurados. Entre estos dos polos de minoría
gira la gran mayoría de los inseguros y los vacilantes. La corrupción
triunfa si los mejores perecen, arrollados por los egoístas y los
enemigos. En estos casos, la mayoría no sabe con quien ha de ir,
y al llegar la hora del peligro se deja llevar del pánico. El día
24 de febrero de 1919 dije en la Sala de las Columnas de Moscú,
hablando a un auditorio de jefes, y oficiales jóvenes: "Dadme tres
mil desertores, dejadme formar con ellos un regimiento y poner al frente
a un Comandante que sepa mandar, a un buen Comisario, a jefes idóneos
a la cabeza de cada batallón, de cada compañía, de
cada columna, y os aseguro que no pasarán cuatro semanas sin que
estos tres mil desertores se hayan convertido-dentro de nuestro país
revolucionario, se entiende-en un magnífico regimiento. Esto que
os digo-añadí-hemos podido comprobarlo repetidamente, no
hace mucho, en el frente de Narva y de Pskof, donde conseguimos formar
magníficos destacamentos de tropa reuniendo los despojos de otros
deshechos."
Dos años y medio pasé, con breves intervalos de tiempo,
en aquél vagón de ferrocarril, construido para un Ministro
de Fomento. Era un vagón magníficamente equipado para el
confort de un ministro, pero poco cómodo para trabajar. Aquí
era donde recibía en ruta a todos los que venían a traerme
informes, donde me reunía a deliberar con las autoridades civiles
y militares de las localidades por donde pasaba, donde ordenaba los comunicados
telegráficos y dictaba las órdenes del día y los artículos
para los periódicos. De este vagón partía con mis
auxiliares a recorrer en automóvil la línea del frente, en
excursiones que duraban varios días. En los ratos libres, me dedicaba
a dictar, siempre en el vagón, el libro que estaba escribiendo contra
Kautsky (Terrorismo y Comunismo) y otra serie de trabajos. Durante aquellos
años, me acostumbré, y creo que ya para siempre, a trabajar
y a pensar al ritmo de los muelles y las ruedas del "pullman".
Este tren lo habíamos formado en Moscú a toda prisa durante
la noche del 7 al 8 de agosto de 1918. A la mañana siguiente, monté
en él camino de Sviask, en el frente checoeslovaco. Poco a poco,
y con el tiempo, el tren fué transformándose, completándose
y perfeccionándose. Ya en 1918, albergaba a todo un organismo administrativo
circulante. El tren llevaba una organización de secretaría,
una imprenta, una estación telegráfica, un centro radiotelegráfico
y otro eléctrico, una biblioteca, un garaje y una instalación
de baños.
Era tan pesado, que necesitaba, para arrastrarlo, dos locomotoras.
Más tarde, hubimos de desdoblarlo. Si las circunstancias del caso
exigían, que nos detuviésemos por algún tiempo en
un lugar del frente, una de las locomotoras hacía oficio de correo.
La otra estaba siempre con las calderas encendidas. Aquel era un frente
movible, y con él no había juegos.
No tengo a mano la historia del tren, que se custodia en los Archivos
del Ministerio de la Guerra y que redactaron oportunamente con el mayor
celo los mozos que me auxiliaban en la tarea. Para la exposición
de la guerra civil sacamos el gráfico de los recorridos hechos por
nuestro tren, que, según los informes de los periódicos,
llamó mucho la atención. Luego, el gráfico pasó
al Museo de la guerra civil. Ahora estará arrumbado en cualquier
rincón oscuro con cientos y miles de testimonios de la época:
carteles, proclamas, órdenes del día, fotografías,
banderas, trozos de película, libros y discursos; todos aquellos
testimonios que reflejan poco o mucho los momentos culminantes de la guerra
civil en que yo hube de tomar parte.
Durante los años de 1922 a 1924, es decir, hasta que empezaron
a descargarse los golpes definitivos contra la oposición, la editorial
militar rusa editó cinco volúmenes con trabajos míos
referentes al ejército y a la guerra civil. En ellos no figura la
historia de nuestro convoy. Para reconstituir el curso de sus movimientos
he tenido que fijarme en las notas puestas a los editoriales del periódico
que publicábamos en el tren con el título de W Puti (En ruta):
Samara, Tcheliabinsk, Wiatka, Petrogrado, Balashof, Smolensk, otra vez
Samara, Rostof, Novotsherkask, Kief, Shitomir y así sucesivamente,
pues sería cosa de nunca acabar. Ni siquiera tengo a mano los datos
del número total de kilómetros recorridos por nuestro tren
durante las campañas de la guerra civil. Una de las notas que figuran
en los citados volúmenes explicando mis viajes militares y que puede
servir para dar una idea aproximada, habla de 36 viajes con un total de
105.000 kilómetros. Uno de mis compañeros de aquellos días
me escribe, remitiéndose a la memoria, que en los tres años,
por la extensión recorrida, dimos cinco veces y media la vuelta
al mundo; es decir, que según él, el número de kilómetros
que recorrimos asciende al doble de aquella cifra. Y esto, sin contar los
miles y miles de kilómetros que anduvimos en automóvil, en
comarcas a donde no podía llegar el tren, e internándonos
en el frente. Y como el tren se ponía en movimiento siempre para
dirigirse a los puntos críticos, el esquema de sus viajes, trazado
sobre el mapa, da una idea bastante fiel y completa de la importancia que
alcanzaron en las diversas épocas los varios frentes. La mayor parte
de los viajes corresponde al año 1.920, o sea al último año
de la guerra civil. Geográficamente, predominan los viajes al frente
Sur, que fué, durante toda la campaña, el más tenaz,
constante y peligroso de todos.
¿Y qué buscaba el "tren del Presidente del Consejo revolucionario
de Guerra" en los frentes de la guerra civil? La contestación, en
términos generales, no es difícil: buscaba la victoria. Pero,
¿qué era lo que llevaba a los frentes? ¿Y con arreglo
a qué métodos trabajaba? ¿Qué fines inmediatos
perseguían sus viajes interminables, de una punta a otra del país?
Aquellos no eran simples viajes de inspección. No; la labor del
tren estaba íntimamente compenetrada con la organización
del ejército, con su educación y disciplina, con su administración
y aprovisionamiento. Estábamos poniendo en pie de guerra, bajo el
fuego del enemigo, un ejército completamente nuevo. Así en
Sviask, donde el tren vivió el primer mes de su historia, y así
en los demás frentes. Echando mano de los paisanos armados, de los
fugitivos que abandonaban el campo ante las tropas blancas, de los campesinos
movilizados en varias leguas a la redonda, de los destacamentos de obreros
que nos mandaban los centros industriales, de los grupos comunistas y de
los especialistas militares, íbamos levantando sobre el terreno,
en el mismo frente, compañías, batallones, regimientos de
refresco y a veces hasta divisiones enteras. Después de muchas derrotas
y retiradas, aquella masa por el pánico, fué convirtiéndose,
a la vuelta en un ejército apto para la lucha. ¿Qué
hizo falta, para conseguirlo? Poco y mucho. Buenos jefes, como unas cuantas
docenas de expertos luchadores, diez o doce, comunistas dispuestos a sacrificarse,
conseguir botas para los descalzos, organizar una instalación de
baños, llevar a cabo una enérgica campaña de agitación,
aprovisionar a las tropas de víveres, de ropa, de tabaco y de cerillas.
Todo esto era de la incumbencia del tren. El tren tenía siempre
en la reserva unos cuantos comunistas serios, para llenar con ellos los
vacíos; dos o trescientos bravos luchadores, un pequeño almacén
de botas, de zamarras de cuero, de medicinas, de ametralladoras, gemelos
de campaña, mapas y todo género de regalos, tales como relojes
y otros objetos por el estilo. Claro está que las existencias materiales
de que disponía el convoy eran insignificantes, si se las comparaba
con las necesidades del ejército. Pero las estábamos renovando
constantemente. Y, sobre todo, las hacíamos desempeñar docenas
y cientos de veces el papel de esa paletada de carbón que hace falta
echar al fogón en el momento preciso, para que la caldera no se
apague. En el tren funcionaba un aparato de telégrafo, por el que
podíamos comunicar directamente con Moscú, y por él
estábamos encargando constantemente a Sklianski, mi sustituto en
el departamento de Guerra, los objetos más necesarios para el ejército,
a veces con destino a una división entera y otras veces para un
solo regimiento. Los encargos eran ejecutados con una rapidez en la que
no hubiera podido pensarse sin mi intervención. De sobra sé
que este método no podía calificarse, ni mucho menos, de
idea.. Los pedantes podrán decir que lo que importa, lo mismo en
el régimen de avituallamiento que en todos los demás aspectos
de la guerra, es el lado sistemático. Y es verdad. Yo mismo propendo,
con harta frecuencia, a pecar de pedantería. Pero el hecho era que
no nos resignábamos a perecer antes de que pudiéramos poner
en pie y echar a andar un buen sistema. He aquí por qué nos
veíamos obligados, sobre todo en la primera época, a suplir
este sistema, que no teníamos, por medio de improvisaciones, para
luego poder cimentar sobre éstas el sistema.
En todos mis viajes me acompañaban personas laboriosas y competentes
en los diferentes ramos administrativos del ejército, y principalmente
en el de aprovisionamiento de las tropas. Habíamos heredado del
antiguo ejército la organización de la intendencia. Los intendentes
intentaron seguir trabajando con los viejos métodos, y aun peor,
pues las condiciones de ahora eran inmensamente más difíciles.
Durante estos viajes, muchos viejos especialistas hubieron de desmontar
y volver a construir hasta los cimientos los procedimientos aprendidos,
y los jóvenes pudieron aprender sobre el ejemplo viviente los que
aún no tenían. Después de recorrer toda una división
y comprobar sobre el terreno sus faltas y sus flacos, convocaba en el cuartel
general o en el chocle-restaurant del tren un consejo integrado por el
mayor número posible de personas y del que formaban parte representantes
de las clases de mando y de los soldados rasos del ejército, rojo,
y, además, delegados de las organizaciones locales del partido y
de los organismos soviéticos y sindicales. De este modo, iba formándome
una idea exacta de la situación, sin afeites ni disfraces. Además,
estos consejos daban siempre un resultado práctico inmediato. Por
Pobres que fuesen los organismos del poder local, disponían siempre
de la posibilidad de sacrificarse en algo para contribuir con lo que podían
al sostenimiento del ejército. Los sacrificios mayores los hacían
los comunistas. De todas las organizaciones sacábamos como una docena
de obreros, que se enganchaban inmediatamente a una brigada móvil.
Aparte de esto, nunca faltaban algunas reservas de telas para camisas y
calzoncillos, de cuero para las suelas del calzado o un quintal sobrante
de grasa. Sin embargo, como es natural, estos recursos locales no bastaban.
Terminado el consejo, circulaba a Moscú, por el hilo directo, los
encargos que me parecían necesarios, ateniéndome a las posibilidades
de que disponía la propia capital, y el resultado de todo era que
la división se encontrase rápidamente con sus necesidades
más apremiantes satisfechas. Los jefes y comisarios del frente aprendían
prácticamente del tren y de su labor; aprendían mando, disciplina,
aprovisionamiento, justicia, pero no con lecciones administrativas profesadas
desde lo alto, desde las cumbres de un estado mayor, sino de abajo a arriba,
de la compañía, del tren, de los reclutas más jóvenes
e inexpertos.
Poco a poco, iba formándose un aparato, más o menos perfecto,
en su funcionamiento, en el que se centralizaba el avituallamiento del
ejército en todos sus frentes. Claro está que este aparato
no lo hacía todo ni hubiera podido hacerlo aunque quisiera. No hay
organización, por perfecta que sea, que no se halle sujeta a trastornos
durante una guerra, sobre todo en una guerra móvil que ha de estar
maniobrando constantemente, y muchas veces en direcciones completamente
insospechadas. No se olvide que la República de los Soviets estaba
sosteniendo una guerra, desprovista en absoluto de reservas. Los almacenes
centrales estaban ya vacíos en el año 1919. Las camisas iban
directamente de manos de la costurera a manos del soldado. Y de lo que
peor andábamos era de armamento y de municiones, Las fábricas
de Tula trabajaban a veinticuatro horas vista. Sin la firma del Comandante
general era imposible disponer de un solo vagón de municiones. El
aprovisionamiento de municiones y fusiles estaba constantemente en tensión,
como una cuerda tirante. De vez en cuando, esta cuerda se rompía
y perdíamos gente y terreno.
Para nosotros, aquella guerra hubiera sido de todo punto inconcebible
sin acudir constantemente y en todos los terrenos a improvisaciones y más
improvisaciones. Nuestro tren era el autor de estas improvisaciones, a
la vez que su regulador. Cuando dábamos al frente y a la comarca
más próxima que quedaba a sus espaldas una iniciativa o el
impulso para que ellos la tomasen, teníamos que velar al mismo tiempo
por que esta iniciativa se plegase gradualmente a los canales por los que
discurría nuestro sistema de organización. No diré
que lo consiguiésemos siempre, pero el término de la guerra
civil se encargó de demostrar que habíamos conseguido lo
más importante: la victoria.
Los viajes más importantes eran los que emprendíamos
a aquellos sectores del frente en que una traición del mando causaba,
a veces, verdaderas catástrofes. El día 23 de agosto de 1928,
cuando se estaban librando las jornadas más críticas en torno
a Kazán, recibí un telegrama cifrado de Lenin y de Sverdlof,
concebido en los términos siguientes:
"Sviask. Trotsky. La traición del frente de Saratof, aunque
descubierta a tiempo, ha producido consecuencias desastrosas. Creemos absolutamente
necesaria su presencia allí, pues entendemos que ha de influir en
la moral de los soldados y del ejército todo. Asimismo desearíamos
concertar una visita a los demás frentes. Conteste y determine día
de partida, todo por la cifra n.º 80. 22 agosto 1918. Lenin, Sverdlof."
Parecióme que no debía salir en modo alguno de Sviask;
mi marcha podía ser fatal para el frente de Kazán, que estaba
atravesando en aquellos momentos por horas muy críticas. Kazán
era más importante para nosotros, por todos conceptos, que Saratof.
Pronto Lenin y Sverdlof hubieron de comprenderlo también así.
No salí para Saratof hasta que nuestras tropas no entraron en Kazán.
Telegramas como éste se estaban recibiendo constantemente en el
tren, durante la época siguiente. Kief y Wiatka, Siberia y la Crimea,
se lamentaban de su difícil situación y pedían, a
la vez y sucesivamente, que el tren acudiese en su socorro.
La guerra se estaba desarrollando en los puntos más alejados
del país, y muchas veces se concentraba en los rincones más
remotos de aquel frente, que tenía más de ocho mil kilómetros
de largo. Había regimientos y divisiones que se pasaban varios meses
completamente aislados del mundo, y era natural que de aquellos hombres
se apoderase el desaliento. Muchas veces, el material telefónico
de que se disponía no bastaba para mantener indemnes las comunicaciones.
En estas condiciones, el tren tenía que parecerles un mensajero
venido del otro mundo. Llevábamos siempre con nosotros una buena
reserva de aparatos telefónicos y de alambres para el tendido. En
un vagón especial habíamos instalado una antena por la que
captábamos en ruta los radiogramas de la torre Eiffel, de Nauen
y de trece estaciones en total, contando entre ellas, naturalmente, la
de Moscú. El tren estaba orientado siempre acerca de lo que ocurría
en el mundo. Las noticias más importantes se reproducían
en el periódico de ruta y eran comentadas por medio de artículos,
de manifiestos y órdenes del día a las tropas. La intentona
de Kapp, las conspiraciones interiores, las elecciones inglesas, el estado
de la cosecha, las gestas heroicas del fascismo italiano: 4 todo lo que
ocurría en el mundo le seguíamos la pista al día,
y todo lo interpretábamos y relacionábamos con las vicisitudes
que ocurrían en los frentes de Astrakán o Arcángel.
Nuestros artículos transmitíanse también a Moscú
por el hilo directo, y desde aquí, por radio, a todos los periódicos
de Rusia. El tren ponía en comunicación al destacamento más
apartado de nuestras tropas con la vida del país y del mundo entero.
De
este modo, disipábanse los rumores depresivos y se fortificaba la
moral del ejército. íbamos cargando las pilas morales, como
si dijésemos, y la carga duraba unas cuantas semanas, y a veces,
hasta que volvía a pasar por allí el tren. En los intervalos,
los delegados del Consejo revolucionario de guerra del frente o del ejército
organizaban algún que otro viaje, siguiendo los mismos métodos
aunque en una escala más modesta.
Mi labor periodística y de escritor y todos los demás
trabajos que realizaba en el tren hubieran sido imposibles a no haber contado
con la colaboración de aquellos tres magníficos taquígrafos
que me acompañaban: Glasmann, Sermux y el joven Netshaief. Trabajaban
día y noche, con el tren en marcha, y eso que, dando al traste con
todas las normas de la prudencia y contagiado por la fiebre de la guerra,
nuestro tren corría a una velocidad de setenta y más kilómetros
por hora a lo largo de aquellos rieles harto inseguros, haciendo bailar
como un columpio el mapa que pendía del techo del vagón.
Yo seguía con admiración y gratitud los movimientos de aquellas
manos que, en medio de aquella agitación y de aquel traqueteo, eran
capaces de estampar sobre el papel, sin perder el pulso, los finos rasgos
de la taquigrafía. Y cuando, a la media hora, me presentaban la
redacción definitiva apenas necesitaba de correcciones. Aquello
no era un trabajo vulgar, era algo verdaderamente heroico. Corriendo el
tiempo, estos heroicos servicios prestados a la revolución habían
de costarles caros a Glasmann y a Sermux: a Glasmann, los stalinistas le
persiguieron hasta que le obligaron a suicidarse; a Sermux le desterraron
a los yermos siberianos.
Entre las dependencias del tren figuraba un garaje gigantesco, capaz
para alojar a unos cuantos automóviles y un tanque de gasolina.
Esto, nos permitía alejarnos cientos de verstas de la línea
del ferrocarril. En camiones y automóviles ligeros llevábamos
con nosotros a un puñado de tiradores escogidos y a una brigada
de ametralladoras, compuesta por unos veinte o treinta hombres. La guerra
de guerrillas está llena de constantes sorpresas. En medio de aquellas
estepas corríamos el peligro de encontrarnos por todas partes con
patrullas de cosacos. Los automóviles y las ametralladoras son una
buena garantía, al menos cuando la estepa no está convertida
en un mar de lodo. En la provincia de Woronesh, durante el otoño
de 1919, hubimos de avanzar una vez a una velocidad de tres kilómetros
por hora. Las ruedas de los automóviles se enterraban en la tierra
negra reblandecida por las lluvias. A cada paso tenían que descender
del coche treinta hombres y empujarlo con los hombros. Al vadear un río,
el auto en que yo iba se detuvo en medio de la corriente, enterrado entre
el lodo. Malhumorado, eché la culpa de lo que ocurría al
automóvil, que era muy bajo de chasis y al que mi maravilloso chofer,
un estón llamado Puvi, consideraba como la máquina mejor
del mundo. El chofer, al oír aquello, se volvió a donde yo
estaba, se llevó la mano a la gorra y cuadrándose militarmente,
me dijo, en muy mal ruso:
-¡A la orden! Me permito observar que los ingenieros que construyeron
este coche no podían saber que íbamos a emplearlo para andar
por el agua.
A pesar de que la situación en que nos hallábamos no
era nada halagüeña, me dieron ganas de abrazarlo, por la fría
e irónica ocurrencia.
Nuestro tren no intervenía solamente en cuestiones de administración
militar y de política, sino que, llegado el caso, sabía también
tomar parte activa en la lucha. Muchos de sus rasgos recordaban más
bien a un tren blindado que a un cuartel general montado sobre ruedas.
También estaba blindado, a lo menos lo estaban la locomotora y los
vagones en que se guardaban las ametralladoras. Todos los que viajaban
en el tren, sin excepción, sabían usar las armas. Todos iban
equipados con un traje de cuero que les daba un aspecto imponente. En la
manga izquierda, un poco debajo del hombro, llevaban una placa bastante
grande de metal que habíamos mandado troquelar con gran cuidado
en la fábrica de la moneda y que llegó a conquistar gran
popularidad en el ejército. Los vagones comunicaban entre sí
por una instalación telefónica interior y por medio de un
aparato de señales. Para mantener alerta a la escolta del tren,
dábamos la alarma frecuentemente, tanto de noche como de día.
Cuando era necesario, la escolta armada descendía del tren para
realizar operaciones de "desembarco". Allí donde aparecía
la brigada de aquellos cien hombres vestidos de cuero, que era siempre
en puntos peligrosos, causaba una sensación irresistible. Y si adivinaban
al tren a unos cuantos kilómetros de la línea de fuego, hasta
los destacamentos más nerviosos, y principalmente el mando, ponían
en tensión todas sus fuerzas. Cuando una balanza está inestable,
el más pequeño peso decide. Este pequeño peso lo echaron
en la balanza de la guerra civil docenas, si no cientos de veces, durante
aquellos dos años y medio, el tren y su escolta. Cuando las tropas
de "desembarco" volvían "a bordo", y nos poníamos a hacer
el recuento, siempre faltaba alguno. Entre muertos y heridos el tren llegó
a tener quince bajas, sin contar los que se estaban pasando constantemente
al frente y desaparecían para siempre de nuestro horizonte. De la
escolta de nuestro tren salió, por ejemplo, una brigada para aquel
magnífico tren blindado modelo al que se dió el nombre de
"Lenin", y otra sección de mando se destinó a reforzar los
destacamentos de campaña de las inmediaciones de Petrogrado. El
tren y su escolta fueron condecorados colectivamente con la orden de la
Bandera roja por su intervención en los combates contra Judenich.
El tren se vió repetidas veces cortado, tiroteado y bombardeado
desde los aires. Nada tiene de extraño que le rodease una leyenda,
tejida en parte por los triunfos alcanzados y en parte por la fantasía.
¡Cuántas veces el jefe de una división, de una brigada
o de un regimiento venía a rogarnos que nos detuviésemos,
aunque sólo fuese media hora, entre sus tropas o que fuésemos
en automóvil o a caballo con él a revistar un sector alejado,
o mandásemos a lo menos algunos hombres de nuestra brigada con vituallas
o regalos, para que el rumor de que había llegado el tren se extendiese
por el frente! "Su visita-me decían muchas veces los jefes-vale
por toda una división de la reserva." Los rumores de la llegada
del tren corríanse también, naturalmente, a las filas enemigas,
donde se imaginaban el convoy misterioso con un aspecto incomparablemente
más terrible del que tenía en la realidad. Esto contribuía,
por supuesto, a reforzar su influencia moral.
El tren había logrado atraerse el odio del enemigo, de lo cual
estaba, por cierto, muy orgulloso. Varias veces los socialrevolucionarios
organizaron atentados contra él. En la vista del proceso seguido
contra los socialrevolucionarios, Semionof, el organizador del asesinato
de Wolodarski y del atentado contra Lenin, que había tomado parte
también en los preparativos del atentado contra nuestro tren, los
refirió con todo detalle. En realidad, era esta empresa que no ofrecía
grandes dificultades. Pero ya por entonces los socialrevolucionarios estaban
debilitados, habían perdido la fe en sí mismos y toda influencia
sobre la juventud.
En uno de los viajes que emprendimos al Sur, el tren descarriló
en la estación de Gorki. Era de noche y yo salí despedido,
experimentando esa desagradable sensación de los terremotos, en
que el suelo desaparece bajo los pies y no encuentra uno a dónde
agarrarse. Todavía medio dormido, me sujeté con todas mis
fuerzas a la cama. El traqueteo habitual cesó y el coche se quedó
de lado, inmóvil. En el silencio de la noche sólo se oía
una vocecilla débil, quejándose. La pesada portezuela del
vagón había encajado de tal modo, que no había manera
de abrirla. No aparecía nadie y esto aumentaba la sensación
de angustia. ¿Habríamos caído en manos del enemigo?
Me lancé por la ventanilla, revólver en mano, y tropecé
con un hombre que se alumbraba con una linterna. Era el jefe del tren,
que no había conseguido llegar a donde estaba yo. El coche se había
quedado al borde del talud, con tres ruedas enterradas en la cuneta y las
otras tres en el aire. Las plataformas trasera y delantera estaban completamente
astilladas. Los hierros delanteros tenían aprisionado y magullado
al centinela que iba de guardia en la plataforma. Era el que se quejaba
y su vocecita, en medio de la oscuridad, parecía el llanto de un
niño. Nos costó trabajo sacarle de entre aquellos barrotes.
Y cuál no fué nuestro asombro, cuando comprobamos que había
librado del trance con unos cuantos cardenales y el susto consiguiente.
En total, quedaron destruídos ocho coches. El coche-restaurant,
que desempeñaba también funciones de club, quedó reducido
a un montón de astillas barnizadas. La brigada de relevo, solía
irse a este coche a leer o a jugar al ajedrez. Fué una suerte que
todo el mundo hubiese dejado el club a las doce en punto de la noche, unos
diez minutos antes de descarrilar el tren. También sufrieron grandes
quebrantos los vagones de mercancías, cargados de libros, uniformes
y regalos para el frente. Víctimas humanas no hubo ninguna que lamentar.
El descarrilamiento había sido originado por un falso, cambio de
agujas. No pudo saberse si se trataba de un descuido o de un acto intencional.
Afortunadamente, en aquel momento, al pasar por delante de la estación,
el tren sólo llevaba una marcha de treinta kilómetros.
La escolta del convoy tenía, aparte de su principal misión,
una serie de ocupaciones secundarias, que le planteaban en las crisis de
hambre, las epidemias, las campañas de agitación y los congresos
internacionales El tren era, además, padrino de un distrito del
campo y de varios orfelinatos. La celda comunista del tren tenía
un periódico propio titulado Na Strashe (Montando la guardia), en
que se guardan, relatados, no pocos episodios, y aventuras de aquellos
años. Desgraciadamente,, también esta reliquia, como muchos
otros documentos, falta en mi archivo de viajero.
En el momento en que nos disponíamos a lanzarnos al ataque contra
Wrangel, que había plantado sus reales en la Crimea, el día
27 de octubre de 1920, el periódico de ruta publicaba las siguientes
líneas mías:
"Nuestro tren vuelve a poner proa al frente.
"Los soldados de nuestro tren lucharon delante de los muros de Kazán,
en aquellas terribles semanas del año 1918, en que nos debatíamos
por reconquistar el Volga. Ya hace tiempo que esta campaña quedó
liquidada victoriosamente. Ahora, el Poder de los Soviets se extiende hasta
el Océano Pacífico.
"Los soldados de nuestro tren se cubrieron de gloria delante de los
muros de Petrogrado... Petrogrado no salió de nuestras manos, y
entre sus muros se albergaron durante estos últimos años
numerosos representantes del proletariado universal.
"Nuestro tren hubo de presentarse más de una vez en el frente
occidental. La paz preliminar con Polonia está ya firmada.
"Los soldados de nuestro tren lucharon en las estepas del Don, en aquellos
días en que Krasnof, y más tarde Denikin amenazaban desde
el Sur el Poder de los Soviets. Los días de Krasnof y Denikin han
pasado para no volver.
"Ya sólo nos queda la Crimea, que el Gobierno francés
ha convertido en fortaleza suya. Al frente de las guardias blancas que
forman la guarnición de esta fortaleza francesa se halla un General
a sueldo, de estirpe germano-rusa, el barón Wrangel.
"La gran familia de camaradas de nuestro tren se dispone a entrar en
una nueva campaña. ¡Ojalá sea la última!"
En efecto, la campaña de la Crimea fué la última
de la guerra civil. A los pocos meses, pudimos licenciar el célebre
tren. Desde aquí envío un saludo fraternal a todos los que
desde él lucharon a mi lado.