El decreto sobre la paz había sido aprobado por el Congreso el
día 26 de octubre, cuando sólo teníamos en nuestro
poder a Petrogrado. El día 7 de noviembre me dirigí radiotelegráficamente
a los países de la Entente y a los Imperios centrales, proponiéndoles
concluir una paz general. Los Gobiernos de los aliados hicieron saber al
Comandante en jefe, General Duchonin, por medio de sus agentes, que cualesquiera
otros pasos que emprendiésemos encaminados a concertar negociaciones
de paz por separado, podrían acarrear "gravísimas consecuencias".
A esta amenaza contesté con una proclama dirigida a los obreros,
soldados y campesinos. El sentido del llamamiento, categóricamente
expresado, era el siguiente: No hemos derrocado a la burguesía de
nuestro país, para que nuestras tropas vayan ahora a derramar su
sangre bajo el látigo de la burguesía extranjera. El 22 de
noviembre suscribíamos el pacto de suspensión de hostilidades
en todo el frente, desde el Báltico hasta el Mar Negro. Volvimos
a dirigirnos a los aliados, invitándoles a que entrasen con nosotros
en las negociaciones de paz. No se dignaron darnos respuesta, aunque esta
vez tampoco fulminaron ninguna amenaza. Por lo visto, habían acabado
por darse cuenta de la verdadera situación. Las negociaciones de
paz dieron comienzo el día 9 de diciembre, mes y medio después
de haberse promulgado el decreto sobre la paz, plazo más que suficiente
para que los aliados hubiesen tenido tiempo a precisar su actitud ante
este asunto. Nuestra delegación presentó, inmediatamente
de abrirse las sesiones, una declaración esbozando las bases para
una paz democrática. La parte contraria pidió que se suspendiesen
las sesiones por algunos días. La reanudación de los trabajos
iba dilatándose cada vez más. Las delegaciones de la Cuádruple
tuvieron que superar todo género de dificultades internas para contestar
a nuestra declaración. El día 25 nos fue comunicada la respuesta:
los Gobiernos centrales se "adherían" a la fórmula de una
paz democrática, sin anexiones ni contribuciones y a base del derecho
de los pueblos a gobernarse por sí mismos. El día 28 de diciembre
se celebraba en Petrogrado una manifestación gigantesca de homenaje
a la paz democrática. Aunque sin confiar en la respuesta alemana,
las masas la habían acogido y la celebraban como un triunfo moral
inmenso de la revolución. A la mañana siguiente, volvía
nuestra delegación de Brest-Litovsk, con aquellas monstruosas exigencias
que Külhmann formulara en nombre de los Imperios centrales.
-Hace falta la persona que sepa dar largas a esas negociaciones-dijo
Lenin.
Y acuciado por él no tuve más remedio que dirigirme a
Brest-Litovsk. Confieso que iba como si fuese a un suplicio. El ambiente
de gentes extrañas siempre me ha hecho temblar, y éste con
especial razón. La verdad es que no acierto a comprender que haya
revolucionarios a quienes tanto gusta ser embajadores y que nadan en el
nuevo ambiente social en que viven como el pez en el agua.
La primera delegación de los Soviets, presidida por Joffe, fue
festejada en Brest-Litovsk por todo el mundo. El príncipe Leopoldo
de Baviera recibió a los delegados como "huéspedes" suyos.
A medio día y por la noche, las delegaciones se reunían en
el comedor y hacían mesa común. El General Hoffmann podía
fijarse a satisfacción como lo hacía, seguramente que no
sin cierto interés, en nuestra camarada Bizenko, la que asesinara
en tiempos al General Sazarof. Los alemanes se entremezclaban con los nuestros,
aspirando, sin duda, a pasear "amistosamente" lo que deseaban sacar de
nosotros. De la primera delegación rusa formaba parte un obrero,
un campesino y un soldado. Pero estas eran figuras secundarias que no estaban
a la altura de tales intrigas. Al campesino, que era un hombre viejo, solían
alegrarle un poco con alcohol a la hora de la comida.
El estado mayor del general Hoffmann editaba en ruso un periódico
destinados a los prisioneros, con el título del Russki Westnik (El
Mensajero ruso), que en la primera época sólo sabía
hablar de los bolcheviques con una simpatía enternecedora. "Nuestros
lectores-les contaba el General Hoffmann a los prisioneros rusos-nos preguntan:
¿Quién es Trotsky?" Y se ponía a relatarles entusiasmado
mis campañas contra el zarismo y mi libro Rusia en la revolución,
publicado en alemán. "Todos los revolucionarios del mundo se entusiasmaron
al saber que había conseguido huir." Y más adelante: "Cuando
ya habían derribado al zarismo, los amigos secretos del régimen
zarista volvieron a meter a Trotsky en la cárcel, a poco de regresar
de su largo destierro." Como se ve, no había en el mundo revolucionarios
más ardorosos que el príncipe Leopoldo de Baviera y el General
Hoffmann de Prusia. Pero este, idilio había de durar poco. En la
sesión del día 7 de febrero, que no presentaba ni el más
remoto parecido con ningún idilio, yo hube de observar, tendiendo
un poco la mirada al pasado: "Estamos dispuestos a lamentar las amabilidades
prematuras que tanto la Prensa oficial alemana como la austro-húngara,
han tenido para con nosotros y que no eran absolutamente necesarias para
asegurar la buena marcha de las negociaciones de paz."
Tampoco en este punto la socialdemocracia era más que una sombra
de los Gobiernos de los Hohenzollers y los Habsburgos. Al principio, Scheidemann,
Ebert y consortes, intentaron ponernos la mano en el hombro con gesto de
protección. La Gaceta obrera de Viena escribía, muy patéticamente,
el día 15 de febrero, que el "duelo" librado entre Trotsky y Buchanan
era un símbolo de la gran batalla de nuestros tiempos: "La batalla
del proletariado contra el capital." Es curioso que en aquellos días
en que Kühlmann y Czernin se esforzaban por estrangular a la revolución
rusa, los austromarxistas sólo tuvieron ojos para ver el "duelo"
librado entre Trotsky y... Buchanan. Todavía es hoy el día
en que no puede uno volver la mirada sobre esa hipocresía sin sentir
asco. "Trotsky-escribían los marxistas habsburgianos-es el embajador
del deseo de paz de la clase obrera rusa, que aspira a romper las doradas
cadenas de hierro que ha forjado para ella el capital inglés." En
cambio, los caudillos de la socialdemocracia se sometían de buen
grado a la cadena del capital germano-austríaco y ayudaban a sus
Gobiernos en sus tentativas para echarla a la fuerza sobre la revolución
rusa. Cuando Lenin o yo, durante aquellos momentos difíciles de
Brest, le poníamos los ojos encima al Vorwärts de Berlín,
o la Gaceta Obrera de Viena, nos pasábamos el uno al otro en silencio
el periódico, con los pasajes acotados a lápiz, nos dirigíamos
una mirada rápida, y apartábamos la vista con un sentimiento
indescriptible de vergüenza hacia estos caballeros que todavía
ayer habían sido camaradas nuestros en la Internacional. Quien haya
pasado con la conciencia clara por este período tuvo que comprender
para siempre que la socialdemocracia, cualesquiera que puedan ser en lo
futuro las oscilaciones de la coyuntura política, está históricamente
muerta. Para poner fin a esta desagradable mascarada, salí a la
palestra de nuestros periódicos preguntando si el Estado mayor alemán
no creía oportuno también relatar a sus soldados algo acerca
de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Además, lanzamos una proclama
sobre este tema dirigida a los soldados alemanes. El Mensajero, del General
Hoffmann, perdió el habla. Lo primero que hizo el general, al presentarme
yo en Brest, fué protestar contra la campaña de propaganda
que hacíamos entre las tropas alemanas. Yo rehuí toda conversación
sobre este tema e invité al General a que él continuase la
suya, tal como lo venía haciendo, entre las tropas rusas; las condiciones-le
dije-son las mismas; no hay más diferencia que la que se refiere
al carácter de la propaganda. Por lo demás, le recordé,
aprovechando la ocasión, que nuestra disparidad de criterios en
punto a una serie de cuestiones de bastante monta era conocida de antiguo
y que hasta había sido sancionada por aquel Tribunal alemán
que me condenara en rebeldía a una pena de cárcel durante
la guerra. Esté recuerdo, que denotaba sin duda una gran falta de
tacto por mi parte, produjo la sensación de un escándalo
enorme. Hubo dignatario a quien se le paralizó el aliento. Kühlmann
(dirigiéndose a Hoffmann):
-¿Desea usted hacer uso de la palabra?
Hoffmann:
-¡No, basta ya de esto!
En mi calidad de Presidente de la Delegación de los Soviets
decidí romper abiertamente con todas aquellas relaciones familiares
que insensiblemente se habían ido tejiendo allí en torno
a nosotros desde el primer período. Di a entender por medio de nuestros
agregados militares que no era mi intención presentarme al príncipe
de Baviera. Se dieron por enterados. Además, exigí que se
nos sirviese la comida aparte, alegando como razón la necesidad
de aprovechar los momentos de sobremesa para cambiar impresiones. También
a esto accedieron tácitamente. El día 7 de enero, Czernin
anotaba en su diario lo siguiente: "Por la mañana, se presentaron
todos los rusos bajo la presidencia de Trotsky. Inmediatamente mandaron
a decir que rogaban se les dispensase de no poder seguir acudiendo a las
comidas colectivas. No se les ve nunca, y parece que el aire sopla ya muy
de otro lado." Las relaciones hipócritamente cordiales de antes
fueron sustituidas ahora por el seco trato oficial. Medida tanto más
oportuna, cuanto que había llegado la hora de pasar de los preliminares
académicos a los puntos concretos del Tratado de Paz.
Kühlmann era hombre mucho más inteligente que Czernin,
y, seguramente que estaba también por encima de los demás
diplomáticos con quien tuve ocasión de tratar en los años
de la postguerra. Se veía que aquel hombre tenía carácter,
un sentido práctico poco común y una dosis considerable de
malignidad, de la que no siempre echaba mano contra nosotros-que sabíamos
pararle los pies-, sino contra sus caros aliados también. Al tratar,
de la cuestión referente a los territorios ocupados por las tropas
invasoras, Kühlmann se irguió y dijo con voz potente: "Nuestro
territorio alemán está, a Dios gracias, libre de tropas extranjeras."
El Conde de Czernin, a quien estas palabras iban dirigidas, agachó
la cabeza y cambió de color. No parecía que a aquellos dos
diplomáticos les uniese una amistad muy despejada. Cuando, a poco
de esto, pasamos a tratar de Persia, cuyo territorio estaba ocupado en
dos frentes por tropas extranjeras, creí oportuno observar que este
país no nos daba ocasión de alegrarnos, piadosa y malignamente,
de que fuese territorio persa, y no el nuestro propio, el que estuviese
invadido por un ejército extranjero, ya que no le unía a
otro ninguna alianza, como le pasaba, por ejemplo, a Austria-Hungría.
Czernin saltó literalmente del asiento, exclamando: "¡Es inaudito!"
Aparentemente esta exclamación se refería a mí, pero
en realidad iba dirigida a Kühlmann. Episodios como éste hubo
muchos.
A Kühlmann le pasaba algo de eso que ocurre a los buenos ajedrecistas,
que a fuerza de jugar muchas partidas con contrincantes flojos, acaban
perdiendo facultades; Külhmann, que había pasado toda la guerra
rodeado por aquella corte de vasallos diplomáticos austro-húngaros,
turcos, búlgaros y neutrales, al principio propendía un poco
a desdeñar al contrincante revolucionario y a tomar el juego medio
a broma. Muchas veces, sobre todo en la primera época, el primitivismo
de sus jugadas y su falta de comprensión de la psicología
del adversario me causaban asombro.
Acudí, no sin una excitación bastante fuerte y desagradable,
a la primera reunión con los diplomáticos. En el vestíbulo,
junto al guardarropa, me tropecé con Kühlmann. No le conocía.
Se me presentó él mismo, añadiendo, de improviso,
que "estaba muy contento" de que yo hubiese venido, pues "siempre era mejor
tratar directamente con el señor que no con sus enviados". No había
más que mirarle a la cara para comprender lo satisfecho que estaba
de esta "fina" jugada, enderezada a la psicología de un "parvenu".
A mí, aquello me dió la sensación de haber pisado
en un charco de lodo. Hasta dí instintivamente un paso atrás.
Kühlmann comprendió en seguida que había cometido una
pifia, se estiró un poco y adoptó inmediatamente un continente
seco. Pero esto no fué obstáculo para que a presencia mía
repitiese la misma maniobra con el jefe de la Delegación turca,
un viejo diplomático cortesano. Al presentarme a sus colegas, y
después de hacerlo con el turco, esperó a que éste
se hubiese alejado un poco, para decirme, en tono de confidencia, pero
en voz lo bastante alta para que el otro lo oyese:
-Es el mejor diplomático de Europa.
Cuando se lo conté a Joffe, éste se echó a reír,
y me dijo:
-Lo mismo dijo de mí, cuando me lo presentaron la primera vez.
Todo parecía indicar que Kühlmann quería ofrecer
al "mejor diplomático" una platónica compensación
por Dios sabe qué concesiones arrancadas, que seguramente no tendrían
nada de platónicas. También es posible que abrigase ciertas
intenciones secretas, como, por ejemplo, dar a entender a Czernin que no
le tenía, ni mucho menos, por el mejor diplomático, después
de él, naturalmente. Czernin cuenta que el día 28 de diciembre
Kühlmann le dijo: "El Káiser es el único hombre razonable
que hay en toda Alemania." Hay que pensar que estas palabras no estaban
dichas para que las oyese Czernin, sino para que llegasen a oídos
del propio Káiser. En aquello de andarse diciendo unos a otros zalemas
dirigidas a un determinado destinatario, los diplomáticos se ayudaban
recíprocamente. Flattez, flattez, il en restero toujours quelque
chose.
Era la primera vez en mi vida que me veía cara a cara con personas
de esta casta. Huelga decir que no me había hecho la menor ilusión
respecto a ellas. Ya hacía mucho tiempo que sospechaba que, no eran
precisamente dioses los que cocían los cántaros. No obstante,
confieso que les concedía un nivel un poco más alto. La impresión
que me produjo aquel primer contacto podría expresarse con esta
fórmula: Los hombres tasan a los demás bastante baratos,
pero tampoco a. sí mismos se asignan un gran precio.
No estará de más que, a propósito de esto, refiera
el episodio siguiente: A iniciativa de Víctor Adler, que en aquellos
días se esforzaba por todos los medios en darme pruebas de simpatía
personal, el Conde de Czernin, como de pasada, se ofreció a mandarme
a Moscú la biblioteca que había tenido que dejar abandonada
en Viena, al estallar la guerra. Está biblioteca tenía cierto
valor, pues durante los largos años de la emigración había
ido reuniendo una colección bastante importante de literatura revolucionaria
rusa. Apenas me había dado tiempo el diplomático a darle
las gracias con cierto retraimiento, cuando ya me estaba rogando que procurase
interceder por dos prisioneros austríacos de guerra, a quienes,
según decían, daban mal trato. Aquella transición
tan brusca, y casi diría que subrayada, de los libros a los prisioneros
-excusado es decir que no se trataba de soldados, sino de oficiales de
la clase social a que Czernin pertenecía-me pareció muy poco
correcta. Le contesté secamente que si los informes que me daban
acerca de los prisioneros se confirmaban, haría cuanto fuese necesario,
porque era mi deber, pero que no veía que este asunto tuviera la
menor relación con la biblioteca. El Conde relata este episodio
en sus Memorias con bastante fidelidad, sin negar ni mucho menos que intentó
empalmar al asunto de la biblioteca el de los prisioneros por quienes se
interesaba. Lejos de eso, le parece la cosa más natural del mundo.
Y pone fin al relato con esta f rase de doble sentido: "Quiere recobrar
la biblioteca." A mí, sólo me resta añadir que, tan
pronto como recibí los libros, los doné a una institución
científica de Moscú.
Las circunstancias históricas habían dispuesto que los
delegados del régimen más revolucionario que conociera la
humanidad tuviesen que sentarse a la misma mesa con los representantes
diplomáticos de la casta gobernante más reaccionaria del
mundo. Hasta que punto nuestros adversarios temían a la fuerza explosiva
de las negociaciones con los bolcheviques lo demuestra el hecho de que
estaban dispuestos a romper las negociaciones antes de permitir que se
llevasen a un país neutral. El Conde de Czernin reconoce, muy sinceramente,
en sus Recuerdos, que en un país neutral los bolcheviques, ayudados
por sus amigos internacionales, hubieran tomado en sus manos, inevitablemente,
las riendas de las negociaciones. La razón oficial que dió
al tratarse este asunto fué que, en un ambiente neutral, Inglaterra
y Francia empezarían a desplegar inmediatamente sus intrigas "a
la luz del día y entre bastidores". Yo le salí al paso, advirtiéndole
que en nuestra política no se conocían bastidores de ningún
género, ya que el pueblo ruso, triunfante en el movimiento del 25
de Octubre, había desterrado radicalmente, con otras muchas cosas,
este artefacto de la vieja diplomacia. Sin embargo, no tuvimos más
remedio que allanarnos al ultimátum y continuar las negociaciones
en Brest-Litovsk.
Excepción hecha de unos cuantos edificios que se levantaban
al margen de la vieja ciudad y que estaban ocupados por el Cuartel general
de los alemanes, en realidad Brest-Litovsk ya no existía. La ciudad
había sido reducida a cenizas, en su furia impotente, por las tropas
zaristas al retirarse a la desbandada. Seguramente sería por esto
por lo que Hoffmann estableció aquí su Estado mayor, para
así tenerlo más fácilmente en el puño. Tanto
el ambiente como las comidas se distinguían por su gran sencillez.
El servicio corría a cargo de soldados alemanes. Nosotros representábamos
para ellos la promesa de la paz, y nos miraban con ojos de esperanza. Los
edificios ocupados por el Cuartel general estaban ceñidos en varios
sentidos por una empalizada bastante alta de alambre de púas. Un
día, que salí a dar mi acostumbrado paseo mañanero,
me encontré con un rótulo que decía: "El ruso al que
se le sorprenda en estos lugares, será fusilado." El rótulo
se destinaba a los prisioneros. Pero me cabía la duda de si no se
referiría también a mí, ya que también nosotros
éramos allí medio prisioneros, y di la vuelta inmediatamente.
Por Brest-Litovsk pasaba una magnífica carretera estratégica.
En los primeros días, salimos a pasear por ella, utilizando los
coches del Cuartel general. Hasta que un día un miembro de la Delegación
tuvo no sé qué conflicto a este propósito con un suboficial
alemán. Y como Hoffmann se me quejase de ello en una carta, le contesté
que en lo sucesivo renunciábamos, dando las gracias, a seguir utilizando
los automóviles que habían puesto a nuestra disposición.
Las negociaciones se diferían. Tanto nosotros como nuestros
adversarios teníamos que comunicarnos con los Gobiernos respectivos
por el hilo directo. La línea no funcionaba siempre bien. Sí
los trastornos respondían a causas físicas o eran interrupciones
provocadas para ganar tiempo, es cosa que no pudimos averiguar. Las sesiones
se interrumpían con frecuencia, a veces hasta varios días.
Durante una de estas interrupciones emprendí un viaje a Varsovia.
La ciudad vivía bajo el imperio de las bayonetas alemanas. El interés
que la población sentía por los diplomáticos soviéticos
era muy grande aunque procuraba exteriorizarse con cierta cautela, pues
nadie sabía en qué iba a parar todo aquello.
A nosotros no nos perjudicaba tampoco la dilación de las negociaciones.
En realidad, a mí no me había llevado a Brest otra ilusión
que la de dar largas al asunto. Sin embargo, no sería justo que
yo me atribuyese ningún mérito en esto, pues la parte contraria
me ayudaba en cuanto podía. "Aquí no escasea el tiempo-escribe
melancólicamente el Conde de Czernin en su Diario-. Cuando no son
los turcos los que hacen aguardar, son los búlgaros, luego vienen
los rusos, se retiran y las sesiones vuelven a aplazarse o a interrumpirse
apenas iniciadas." También a los austríacos les llegó
el turno, en esta política de dilación, en cuanto tropezaron
con la primera dificultad por parte de la Delegación ukraniana.
Claro está que todo ésto no era obstáculo para que
Kühlmann y Czernin, sin pararse en barras, acusasen públicamente
a la Delegación rusa. de ser la única que obstruía
la marcha de las negociaciones; contra lo cual hube de protestar enérgicamente,
aunque en vano.
Hacia el final, ya no quedaba ni rastro de aquellas macizas amabilidades
con que la Prensa oficiosa alemana-y cuenta que, fuera de las hojas clandestinas,
toda la Prensa alemana tenía entonces carácter, oficioso-obsequiaba
a los bolcheviques. La Tägliche Rundschau, por ejemplo, no sólo
se quejaba de que "Trotsky había convertido a Brets-Litovsk en una
tribuna, desde la que hacía oír su voz al mundo entero",
exigiendo que aquello terminase cuanto antes, sino que decía abiertamente
que "ni Lenin ni Trotsky deseaban la paz, de la cual sólo podía
salir para ellos, con una gran probabilidad, la cárcel o el patíbulo".
Y no se crea que era muy distinto el tono en que se expresaba la Prensa
socialdemócrata. Los Scheidemann, los Ebert y los Stampfer nos achacaban
como la grande de nuestras culpas el contar con la revolución alemana.
¡Cuán-lejos estaban estos caballeros de pensar que, a los
pocos meses de ocurrir esto, estallaría la revolución que
había de llevarlos cogidos por el pescuezo, a ponerse al frente
del Poder!
Después de un largo paréntesis, volví a leer en
Brest periódicos alemanes, en los cuales se hacía un estudio
muy detenido y harto tendencioso de las negociaciones de paz. Pero, como
los periódicos no bastaban a colmar todo el tiempo que nos quedaba
libre, decidí aprovechar aquel ocio forzado, que era de suponer
que no volveríamos a disfrutar en mucho tiempo, para empresa de
mayor interés. Teníamos con nosotros unas cuantas taquimecanógrafas,
que habían pertenecido a la antigua Duma. Me puse a dictarles de
memoria un bosquejo histórico de la revolución de Octubre.
A las varias horas de dictar, se había formado un libro, destinado
principalmente a la clase obrera del extranjero. Era imperiosamente necesario
y urgente explicarles lo acontecido.
Ya varias veces había hablado de esto con Lenin, pero ninguno
de los dos encontrábamos un momento libre. Lo que menos esperaba
yo era que Brest-Litovsk me ofreciese ocasión de llevar a cabo un
trabajo semejante. Lenin se puso contentísimo, cuando vió
que volvía con aquel original, ya listo para entregar a la imprenta.
En él vimos los dos una prenda modesta de la revancha revolucionaria
que se acercaba a vengarnos de aquella paz tan dolorosa. Pronto el librito
corrió por el mundo, traducido a una docena de lenguas europeas
y asiáticas. Todos los partidos de la Internacional comunista, comenzando
por el ruso, lo hicieron circular en innumerables ejemplares, pero esto
no había de impedir a los epígonos, después del año
1923, presentarlo como un fruto nefando del trotskismo. Por el momento,
este trabajo figura en el índice staliniano de obras prohibidas.
En este episodio, con ser puramente accidental, se revela uno de los muchos
preparativos ideológicos de nuestro Termidor. Para imponer su victoria,
era necesario ante todo cortar el cordón umbilical de la Revolución
de Octubre...
También los diplomáticos de la otra parte encontraban
el modo de distraer en Brest sus horas de ocio. El Conde de Czernin, según
nos cuenta él mismo en su Diario, no se limitaba a salir de caza,
sino que laboraba por dilatar sus horizontes espirituales con la lectura
de Memorias de la época de la revolución francesa. Comparando
a los bolcheviques con los jacobinos, procuraba llegar a conclusiones un
tanto consoladoras. He aquí lo que escribe el diplomático
de los Habsburgos: "No he matado a un hombre, he matado a una bestia salvaje,
dijo Carlota Corday. También desaparecerán estos bolcheviques
¡y quién sabe si no surgirá una nueva Carlota Corday
para este Trotsky!" En Brest-Litovsk no tuve noticia, naturalmente, de
aquellas piadosas meditaciones del Conde, tan buen cristiano y temeroso
de Dios. No me cuesta ningún trabajo creer en su sinceridad.
A primera vista, parece bastante incomprensible saber con qué
contaba realmente la diplomacia alemana, cuando el día 25 de diciembre
proclamó sus fórmulas democráticas de paz, para luego,
a los pocos días, enseñar los dientes de lobo. Aquellas consideraciones
teóricas acerca del derecho de los pueblos a gobernarse por sí
mismos, que habían nacido principalmente a iniciativa de Kühlmann,
podían ser un tanto arriesgadas para el Gobierno alemán.
La diplomacia de los Hohenzollers tenía que comprender desde el
primer momento que por este camino no iba a recoger grandes laureles. Kühlmann
esforzábase por demostrar a todo trance que la anexión de
Polonia, de Lituania, de las provincias del Báltico y de Finlandia
no hacía, en realidad, más que obedecer la "voluntad soberana"
de estos pueblos, voluntad expresada por sus órganos "nacionales"...
a los que tiraban de la cuerda las autoridades alemanas de ocupación.
Resultaba un tanto difícil demostrar esta tesis. Sin embargo, Kühlmann
no deponía las armas. Marcando mucho el acento, me preguntó
si yo no estaba dispuesto, por ejemplo, a reconocer al Nizan de Haidarabad
como representante de la voluntad nacional del pueblo indio. Le contesté
que si se retirasen de la India las tropas británicas, el venerable
Nizan no podría sostenerse ni veinticuatro horas sobre sus pies.
Kühlmann se alzó de hombros un poco incorrectamente. El General
Hoffman carraspeó y el carraspeo resonó por toda la sala.
El intérprete traducía; las taquimecanógrafas escribían,
los debates hacíanse interminables.
Todo el secreto de la conducta seguida por la diplomacia alemana está
en que Kühlmann tenía de antemano seguramente la firme convicción
de que nosotros íbamos a aceptar su juego. El se imaginaba las cosas
poco más o menos del modo siguiente: "Los bolcheviques se han adueñado
del Poder gracias a su campana por la paz, y sólo pueden mantenerse
en él a condición dé concertarla. Cierto es que se
han comprometido a fijar unas condiciones democráticas de paz, pero
¿para qué hay diplomáticos en el mundo? Ya él,
Kühlmann, se encargaría de vestir nuestras formas revolucionarias
con un ropaje diplomático correcto, a cambio de lo cual los bolcheviques
le ayudaríamos a quedarse, veladamente, con una serie de provincias
y de pueblos. Y así, el botín alemán quedaría
sancionado a los ojos del mundo entero por la revolución rusa, y
los bolcheviques, por su parte, conseguirían la deseada paz. Kühlmann
no se había forjado este error sin la cooperación de nuestros
liberales, mencheviques y narodniki, que tuvieron la oportunidad de presentar
las negociaciones de Brest como una comedia en que nos habíamos
repartido los papeles.
Después de demostrar bastante inequívocamente a nuestros
contrincantes que allí no se trataba de disfrazar hipócritamente
ningún género de pactos sellados entre bastidores, sino de
acatar los principios de una justa convivencia entre los pueblos, Kühlmann,
ya obligado a atenerse a los supuestos de que había partido, casi
vió en nuestra conducta la violación de un convenio tácito,
convenio que, sin embargo, sólo había existido en su mente.
No se resignaba a abandonar el terreno de los principios democráticos,
proclamados el 25 de diciembre. Confiaba en su talento casuístico,
que no era pequeño, para demostrar al mundo que lo blanco no se
diferenciaba absolutamente en nada de lo negro. El Conde de Czernin secundaba
bastante pesadamente las iniciativas de Kühlmann, y tomaba a su cargo,
por mandado de éste, el hacer en los momentos críticos las
declaraciones más bruscas y cínicas. Con esto, se hacía,
sin duda, ilusiones de encubrir su nulidad. Por su parte, el General Hoffman
ponía una nota bastante aliviadora en las negociaciones. El General,
que no sentía la menor simpatía por la astucia diplomática,
hubo de poner varias veces su bota de soldado sobre el tapete de la mesa
en torno de la cual se desarrollaban los debates. Nosotros sabíamos,
naturalmente, que la bota del General era la única realidad seria
que había en todas aquellas negociaciones.
Claro está que alguna que otra vez también el General
se dejaba llevar por el prurito de los debates puramente políticos.
Pero cuando intervenía en ellos, era siempre a su modo. Indignado
ya de que se hablase tanto del derecho de los pueblos a disponer de sí
mismos, una buena mañana-era el día 14 de enero-nuestro General
se presentó con una cartera abarrotada de periódicos rusos,
casi todos de tendencia socialrevolucionaria, Hoffmann leía el ruso
de corrido. En frases breves y cortarlas, en las que la irritación
se mezclaba con un tono de mando, el General acusó a los bolcheviques
de tener suprimida la libertad de prensa y de reunión y de violar
constantemente los principios de la democracia, acogiéndose benevolente,
para documentar sus acusaciones, a los artículos, de aquel partido
terrorista que desde el año 1902 había mandado al otro mundo
a tantos correligionarios del General. Hoffmann nos ce en cara, con acento
de gran indignación, que nuestro Gobierno no tenía más
apoyo que la violencia. Esto, dicho por él, resultaba harto peregrino.
He aquí cómo registró Czernin el episodio en su Diario:
"Hoffmann ha pronunciado su lamentable discurso. Se pasó dos días
trabajando en él y estaba orgullosísimo de su éxito."
Yo me levanté para contestar a Hoffmann que en una sociedad de clase
todos los Gobiernos se apoyaban en la fuerza. La diferencia estaba tan
sólo en que el General Hoffmann empleaba las represalias para defender
a los grandes propietarios, mientras que nosotros las aplicábamos
a la defensa de los trabajadores. Por unos momentos, la sala de conferencias
se había convertido en un club de propaganda marxista para principiantes.
-Lo que en nuestros actos sorprende y repugna a los Gobiernos de otros
países-dije-es, sencillamente, el que nosotros no encarcelemos a
los huelguistas, sino a los capitalistas que dejan a los obreros sin trabajo;
es el que nosotros no contestemos con descarga cerradas a los campesinos
que reclaman tierra, sino que detengamos a los terratenientes y a los oficiales
que intentan descargar sobre los campesinos.
La cara de Hoffmann tomó un color rojo amoratado. Al terminar
cada uno de estos episodios, Kühlmann se dirigía al General,
con una amabilidad maligna, para preguntarle si deseaba hacer alguna observación
a propósito del tema. El General contestaba lacónicamente:
-¡No, basta ya de esto!-y se ponía a mirar, muy enfadado,
por la ventana.
Allí, en medio de aquellos diplomáticos, Generales y
Almirantes de los Hohenzollers y los Habsburgos, los Koburgos y el Sultán,
estas disquisiciones acerca del empleo de la fuerza revolucionaria, tenía
un sabor verdaderamente exquisito. Muchos de aquellos caballeros ornados
con títulos o con grandes cruces no hicieron durante las sesiones
otra cosa que pasear las miradas, en que se leía la incomprensión,
de unos a otros interlocutores. ¿No habría nadie que les
explicase, por los clavos de Cristo, qué significaba todo aquello?
Es probable que Kühlmann, al reunirse con ellos entre bastidores,
les dijese que nuestros días estaban contados y que no había
más remedio que aprovecharse de aquella ocasión para cerrar
a toda prisa una paz "alemana", que luego los herederos de los bolcheviques
se verían obligados a respetar.
Mas, todo lo que mi posición llevaba de ventaja a la de Kühlmann
en el terreno de los principios, me lo llevaba a mí la posición
del General Hoffmann en punto a la situación militar. Por eso el
General, impaciente, se desvivía por llevar todas las cuestiones
a su terreno, donde sus fuerzas eran muy superiores a las nuestras, mientras
que Kühlmann se esforzaba en vano por dar a una paz basada sobre el
mapa de guerra las apariencias de una paz concertada sobre principios nobilísimos.
Para quitar importancia a las declaraciones de Hoffmann, Kühlmann
hubo de decir una vez que la voz del soldado no tenía más
remedio que ser un poco más enérgica que la de la diplomacia.
A lo cual le repliqué yo:
-Nosotros, los miembros de la delegación rusa, no pertenecemos
a la escuela diplomática; más bien se nos puede considerar
como soldados de la revolución, que es, probablemente, por lo que
preferimos el lenguaje rudo del soldado.
Hay que hacer constar, por lo demás, que la cortesía
diplomática de Kühlmann era bastante condicionada. Lo que ocurría
era que no podía llevar a cabo, manifiestamente, la empresa que
se había propuesto sin nuestra ayuda. Y esta ayuda era precisamente
la que le faltaba.
-Nosotros somos revolucionarios-le expliqué-, pero somos también
políticos realistas y preferimos que se nos hable sinceramente de
anexiones sin encubrir ese nombre, que es el verdadero, bajo ningún
seudónimo.
Por eso no tiene nada de extraño que a Kühlmann se le cayese,
a veces, la máscara diplomática para dar rienda suelta a
su furia. Todavía me acuerdo perfectamente la entonación
con que nos dijo que Alemania estaba sinceramente dispuesta a reanudar
las relaciones amistosas con su poderoso vecino en la frontera oriental.
La palabra "poderoso" la pronunció con un tono de burla tan retador,
que todos los allí presentes, hasta sus propios aliados, sintieron
un ligero escalofrío. Añádase que Czernin tenla un
miedo pánico a que se rompiesen las negociaciones. Recogí
el guante que se me lanzaba y volví a recordar lo que había
dicho en mi primer discurso: "No es nuestra intención, ni aunque
lo fuese podríamos hacerlo -dije el día 16 de enero-, poner
en duda el hecho de que nuestra, país se encuentra debilitado por
la política que hubieron de seguir' hasta hace poco las clases que
lo gobernaban. Pero la situación de un país y lo que éste
representa para el mundo, no se mide solamente mirando al estado en que
actualmente se halla su aparato técnico, sino también por
las posibilidades todas que en él se encierran, del mismo modo que
no podría valorarse hoy el poder económico de Alemania atendiendo
exclusivamente al estado en que se encuentran al presente sus subsistencias.
Una política que quiera ser previsora, tiene que hace hincapié
en las tendencias de progreso, en aquellas energías interiores que,
una vez despiertas y puestas en movimiento, acabarán por imponerse,
más temprano o más tarde." No habían transcurrido
nueve meses, cuando el día 3 de octubre de 1918 tomé la palabra
en una sesión del Comité ejecutivo panruso para decir, recordando
aquel reto de Kühlmann en Brest-Litovsk: "Ninguno de nosotros tendrá,
seguramente, esa dosis de maldad que hace falta para alegrarse de que Alemania
atraviese hoy por una catástrofe tan imponente." Huelga decir que
una buena parte de esta catástrofe hubo de ser preparada en Brest
por la diplomacia alemana, tanto la militar como la civil.
Cuanto mayor era la precisión con que nosotros formulábamos
nuestras cuestiones, más crecía el predominio que iba ganando
Hoffmann, el General, sobre Kühlmann, el diplomático. Ya no
se molestaban, sobre todo el General, en encubrir la pugna que había
entre ellos. Cuando yo, contestando a uno de sus torpes ataques, mencioné
abiertamente al Gobierno alemán, Hoffmann me interrumpió
con un tono de voz en que ardía la ira :
-¡Yo no represento aquí al Gobierno alemán, sino
al alto mando de mi país !
Aquellas palabras sonaban con el estrépito de una vajilla al
romperse. Dirigí la mirada al otro lado de la mesa donde estaba
sentado Kühlmann, con el rostro desencajado y mirando al suelo. En
la cara de Czernin se debatían la perplejidad y un cierto gozo maligno.
Contesté, que no me tenía por competente para juzgar de las
relaciones que existiesen entre el Gobierno del Imperio alemán y
su alto mando, pero que yo sólo traía poderes para negociar
con el Gobierno. Kühlmann, rechinando los dientes, no tuvo más
remedio que escuchar mis palabras y adherirse a ellas.
Claro está que hubiera sido candoroso desdeñar el alcance
de las divergencias que existían entre la diplomacia y el alto mando.
Kühlmann esforzábase por demostrar que las regiones ocupadas
habían dado, ya expresión a su "voluntad soberana", por medio
de sus órganos nacionales competentes, y que la decisión
era favorable a Alemania. Hoffmann, por su parte, afirmaba que, no existiendo
en los territorios ocupados órganos competentes, no había
para qué hablar de retirar las tropas alemanas. Los argumentos,
como se ve, eran diametralmente opuestos y, sin embargo, la conclusión
práctica idéntica. A propósito de esa cuestión,
Kühlmann se dejó llevar de una maniobra tan burda, que parecerá
a primera vista inverosímil. En un memorial redactado por von Rosenberg,
contestando a una serie de preguntas formuladas por nosotros, se decía
que las tropas alemanas no podrían ser retiradas de los territorios
ocupados hasta que se suspendiesen las hostilidades en el frente occidental.
De aquí deduje yo la conclusión, que me parecía lógica,
de que serían retiradas después de ocurrir eso, y pedí
que se fijase un plazo. Kühlmann, al oír esto, fué presa
de un ataque de gran excitación. Había puesto grandes esperanzas,
seguramente, en la eficacia estupefaciente de aquella fórmula; o
lo que es lo mismo, confiaba en poder llevar a cabo su plan de anexiones
por medio de... un juego de palabras. Cuando vió que aquello había
fracasado, declaró, asistido por el General, que las tropas no se
retirarían ni antes ni después de terminar la guerra.
Sin ninguna esperanza de éxito, a fines de enero, pedí
al Gobierno austro-húngaro permiso para hacer un viaje a Viena,
con objeto de ponerme al habla con los representantes del proletariado
austríaco. El mayor susto, a la sola idea de pensar en semejante
viaje, se lo llevó, como fácilmente puede comprenderse, la
propia socialdemocracia. Mi petición fué contestada, naturalmente,
con una negativa; negativa fundada-por increíble que ello parezca-en
que yo no estaba asistido de poderes para entablar semejantes negociaciones.
Contesté a Czernin con la siguiente carta:
"Señor Ministro: Adjunto a usted copia del escrito del señor
Consejero de Legación, Conde de Czakki, fecha de 26 del corriente,
con el que, sin duda, se contesta al telegrama cursado por usted el día
24, y le comunico que me doy por enterado de la negativa que en dicho escrito
se me traslada respecto a mi solicitud de que se me autorizase para ir
a Viena con objeto de entablar negociaciones con los representantes del
proletariado austríaco, encaminadas a la consecución de una
paz democrática. Véome obligado a hacer constar que, detrás
de las razones de carácter formal que se alegan en dicha contestación,
se esconde la tendencia a impedir toda negociación directa entre
los representantes del Gobierno obrero y campesino de Rusia y el proletariado
austríaco. Por lo que se refiere a la razón que en el mencionado
escrito se aduce, a saber: que carezco de los poderes necesarios para emprender
semejantes negociaciones -alegación tan inadmisible, en lo que toca
a la forma como en lo que atañe al fondo del asunto-, me permitirá
que le llame la atención acerca del hecho de que el determinar las
normas, la extensión y el carácter de mis poderes es atribución
exclusiva de mi Gobierno."
El triunfo de mayor valor que tuvieron en sus manos Kühlmann y
Czernin, durante el último período de las negociaciones,
fué la actitud autónoma y hostil en que se colocaba la rada
de Kief, frente a Moscú. Sus dirigentes venían a representar
una especie de variante de la kerensquiada y no se diferenciaban gran cosa
de su modelo. únicamente, sí, en ser todavía más
provincianos. Los delegados ukranianos en Brest estaban destinados, por
obra de la naturaleza, a ser juguete del diplomático del mundo capitalista
que primero se presentase. Hasta el propio Czernin, y no digamos Kühlmann,
jugaba con ellos y les hacía objeto de su altivo desprecio. Aquellos
bobalicones demócratas sintieron que la boca se les hacía
agua en cuanto vieron que las prestigiosas razones sociales de los Hohenzollers
y los Habsburgos les tomaban en serio. Cuando el presidente de la delegación
ukraniana, Golubovich, después, de exponer sus réplicas,
se apartaba cuidadosamente los faldones del negro chaquet para tomar asiento,
parecía que iba a derretirse en el sillón de puro gusto.
Czernin había animado a los ukranianos-él mismo lo refiere
en su Diario-a que pusiesen de manifiesto, de una manera clara, su hostilidad
contra la delegación soviética. Los pobres ukranianos se
excedieron. Su orador se estuvo por espacio de un cuarto de hora vertiendo
groserías sobre insolencias y poniendo en un aprieto al concienzudo
intérprete alemán, que las pasó negras para encontrar
el tono con semejante diapasón. El Conde habsburgiano cuenta esta
escena y habla de mi perplejidad, de mi palidez, de mis calambres, de las
gotas de sudor frío que perlaban mi frente. Prescindiendo de todas
estas exageraciones, reconozco que aquella fué, verdaderamente una
de las escenas más intolerables que allí se nos depararon.
Lo triste del asunto no era, como cree Czernin, que unos compatriotas nos
injuriasen en presencia de extranjeros. No, lo intolerable era aquella
demente humillación a que se sometían por sí mismos
hombres que, al fin y al cabo, representaban a la revolución, delante
de aristócratas soberbios que los despreciaban. Eran tiradas enteras
de bajeza lacayuna, espumeantes de entusiasmo en la abyección, las
que salían a borbotones de los labios de aquellos desventurados
demócratas nacionalistas, a quienes el azar había elevado,
por unos instantes, al Poder. Kühlmann, Czernin, Hoffmann y los demás
de su cuerda, aspiraban codiciosamente sus palabras, como el jugador que
en las carreras de caballos ha apostado al caballo ganador. Levantando
la vista al final de cada frase para buscar con la mirada la aprobación
de sus protectores, el delegado ukraniano leía un papel en que su
delegación, después de una labor colectiva de cuarenta y
ocho horas, había acumulado toda una sarta de injurias contra nosotros.
Fué, indudablemente, una de las escenas más repugnantes que
jamás hube de presenciar. Pero, entre aquel fuego cruzado de injurias
y miradas malignas, no dudé un momento que los serviles lacayos
no tardarían en ser puestos de patitas en la calle por aquellos
señores henchidos de triunfo, para los que, a su vez, sonaría
también, no tardando, la hora de abandonar el puesto heredado desde
hacía varios siglos,
Al tiempo que esto ocurría, las tropas revolucionarias de la
República de los Soviets, avanzaban victoriosamente por la Ukrania
adelante, abriéndose paso hacia el río Dnieper. Y el mismo
día precisamente en que el enjuague estaba ultimado y en que era
ya perfectamente claro que los delegados ukranianos habían amañado
con Kühlmann y con Czernin el reparto de la Ukrania, nuestras tropas
ocupaban la ciudad de Kief. Radek se puso al habla con Rusia por el hilo
directo, para informarse acerca de la situación de la capital de
Ukrania, y oyó que un telegrafista alemán contestaba de una
estación intermedia, sin saber con quién hablaba: "Kief ya
no existe." El día 7 de febrero puse en conocimiento de las delegaciones
de los Imperios centrales el radiotelegrama en que Lenin me daba cuenta
de que las tropas soviéticas habían entrado en Kief el día
29 de enero, agregando que el Gobierno, abandonado por todo el mundo, se
había escondido; que el Comité central ejecutivo de los Soviets
ukranianos se había proclamado como el único Poder legítimo
dentro del país, trasladando su residencia a Kief, y, que el Gobierno
ukraniano había acordado incorporarse federativamente a Rusia y
concertar la más completa unidad con la República de los
Soviets, lo mismo en cuanto a la política interior que en cuanto
a los asuntos extranjeros. En la sesión siguiente, hice saber a
Kühlmann y a Czernin que estaban tratando con la delegación
de un Gobierno al que ya no quedaba más territorio que el que ocupaba
la ciudad de Brest-Litovsk (pues según el tratado, esta ciudad había
de ser cedida a Ukrania). Pero el Gobierno, o, por mejor decir, el alto
mando alemán, tenía ya decidido, por aquellas fechas, ocupar
militarmente el territorio ukraniano. La diplomacia de los Imperios centrales
no tenía allí más misión que facilitar a las
tropas alemanas un salvoconducto. Ludendorff trabajaba concienzudamente
para acelerar la agonía de los ejércitos imperiales.
Por aquellos días, hallábase recluído en una cárcel
alemana un hombre a quien los políticos de la socialdemocracia acusaban
de loco utopista y a quien los jueces de los Hohenzollers inculpaban del
delito de alta traición. Y este presidiario escribía: "El
balance de Brest-Litovsk no es igual a cero, aunque de momento haya de
traducirse en una paz brutal de imposición y avasallamiento Gracias
a los delegados rusos, Brest-Litovsk se ha convertido en una tribuna revolucionaria
de radio amplísimo. Aquellas negociaciones sirvieron para desenmascarar
a los Imperios centrales, para desenmascarar el instinto de rapiña,
la falsedad, la perfidia y la hipocresía de Alemania. Sirvieron
para dictar un veredicto aniquilador contra esa política alemana
de las "mayorías", a que, según ella, se ha de ajustar la
paz, y que tiene más de cinismo que de gazmoñería.
Han servido para desencadenar, en varios países, considerables movimientos
de masas. Y su trágico acto final-la intervención decretada
contra la revolución-ha sacudido todas las fibras socialistas del
mundo. Ya llegará el día en que se demuestre la cosecha que
van a recoger de esta siembra los triunfadores de hoy. Yo les garantizo
que no van a disfrutarla a gusto." (Carlos Liebknecht, apuntes políticos
sacados de sus papeles póstumos. Ed. "Die Aktion" 1921, pág.
51)