En Petrogrado

El viaje de Halifax a Petrogrado transcurrió insensiblemente, como por un túnel. Un túnel que tenía la boca de salida en la revolución. De Suecia no se me han quedado en el recuerdo más que los bonos del pan; era la primera vez que veía algo semejante. En el tren de Finlandia me encontré con Vandervelde y de Man, que se dirigían a Petrogrado.
-¿No nos conoce usted?-me preguntó de Man.
-¡Oh, ya lo creo!-le contesté-. Aunque durante la guerra la gente ha cambiado bastante...
Esta alusión, que no era muy cortés, que digamos, puso fin al diálogo.
En sus años mozos, de Man había intentado ser marxista, y sus ataques contra Vandervelde no estaban del todo mal dirigidos. Pero durante la guerra, liquidó políticamente con aquel fanatismo, de la juventud, y después de la guerra elevó a teoría su conversión. Se transformó sencillamente en un agente de su Gobierno, y nada más. En cuanto a Vandervelde, su figura era de las de menos relieve político entre los directivos de la Internacional. Si le eligieron presidente fué porque no podía designarse para ese cargo a un alemán ni a un francés. Como teórico, Vandervelde no fué nunca más que un compilador, que maniobraba entre las diversas corrientes doctrinales del socialismo, ni más ni menos que el Gobierno de su país entre las grandes potencias. Entre los marxistas rusos no disfrutó nunca de prestigio. Como orador, tuvo siempre el prestigio de una brillante mediocridad. Durante la guerra trocó el cargo de presidente de la Internacional por una cartera de ministro del rey. Desde mi periódico de París le combatí acerbamente. Como contestación a mis ataques, Vandervelde no sabía hacer otra cosa que amonestar a los revolucionarios rusos para que hiciesen las paces con el zarismo. Ahora se dirigía a Rusia, con el encargo de invitar a la revolución triunfante a que ocupase entre los ejércitos aliados el puesto que había dejado vacante el zarismo. No teníamos nada que decirnos.
En Beloostrof salió a recibirnos una comisión de los internacionalistas fusionados y del Comité central de los bolcheviques. Los mencheviques, incluyendo a los "internacionalistas" (Martof y otros), no estaban representados por nadie. Abracé a mi antiguo amigo Uritsky, a quien había conocido al comenzar el siglo en Siberia. Uritsky había sido colaborador constante del Nasche Slovo en los países escandinavos, y nos había servido de elemento de enlace con Rusia durante la guerra. Un año después de esto, moría asesinado por un joven socialrevolucionario. En la comisión venía también Karajan, que había de adquirir luego una cierta fama como diplomático de los Soviets; era la primera vez que le veía. Entre los bolcheviques, estaba Fedorof un obrero metalúrgico, elegido poco después presidente de la sesión obrera del soviets de Petrogrado. Antes de llegar a Beloostrof supe, por un periódico ruso reciente, que en el Gobierno provisional de coalición habían entrado Tchernof, Zeretelli y Skobelief. Con esto, quedaba perfectamente definida, para mí, la clasificación de los grupos políticos. Desde el primer día, comprendí que no había más remedio que unirse a los bolcheviques para dar la batalla definitiva contra los mencheviques y los narodniki.
En Petrogrado nos habían preparado un gran recibimiento en la Estación de Finlandia. Tomaron la palabra Uritsky y Fedorof para darme la bienvenida. En mi discurso, hablé de la necesidad de preparar la segunda revolución, que sería la nuestra. Me sacaron en hombros, y no pude por menos de acordarme de Halifax, donde me había visto en una situación semejante. Pero estos brazos eran de amigos. En torno, flotaban la mar de banderas. Miré a la cara emocionada de mi mujer y a las pálidas y excitadas de mis chicos, que no sabían si aquello era para bien o para mal, pues la revolución nos había engañado ya una vez. Allá, al otro extremo del andén, vi a Vandervelde y a de Man rezagados. Procuraban quedar atrás, para no verse envueltos, seguramente, por la multitud. Los nuevos ministros socialistas no habían organizado recibimiento alguno a sus colegas de Bélgica. La conducta que todavía ayer siguiera Vandervelde estaba demasiado fresca en el recuerdo de todos.
Apenas salí de la estación, empezó para mí esa vorágine en que los hombres y los episodios desfilan rápidamente por delante de los ojos de uno, como los maderos arrastrados por la riada. Los grandes acontecimientos son pobres en recuerdos personales; es el recurso que tiene la memoria para guardarse de un agobio excesivo. Creo que desde la estación me trasladé inmediatamente a la sesión del Comité ejecutivo. Tcheidse, el inevitable presidente de aquel período, me saludó bastante secamente. Los bolcheviques presentaron una proposición pidiendo que se me incorporase al Comité ejecutivo como presidente del Soviet de 1905. Esto produjo cierta confusión. Los mencheviques se pusieron a cuchichear con los narodniki. Por entonces, tenían gran mayoría en todos los organismos de la revolución. Se acordó admitirme con voz, pero sin voto. Me entregaron mi "carnet" de directivo y mi vaso de té con pan negro.
Nuestros chicos admirábanse de oír hablar el ruso por las calles de Petrogrado y de ver por las paredes los rótulos en caracteres rusos. Mi mujer y yo no acabábamos tampoco de orientarnos. Habíamos dejado la capital hacía diez años, cuando el niño mayor tenía apenas uno de edad, y el pequeño había nacido en Viena.
En Petrogrado había una guarnición gigantesca, pero ya plenamente desmoralizada. Veíanse pasar grupos de soldados cantando himnos revolucionarios y con cintitas rojas en el pecho. Aquello parecía inverosímil, un sueño. Los tranvías iban abarrotados de militares. En las anchas calles, las tropas seguían haciendo la instrucción. Los soldados se tendían en tierra, desfilaban en columna, tornaban a tenderse. A la espalda de la revolución alzábase todavía el monstruo gigantesco de la guerra, proyectando sobre ella su sombra. Pero las masas no pensaban ya en la guerra, y parecía como, si siguieran haciendo la instrucción pura y simplemente por que se habían olvidado de interrumpirla. La guerra había entrado ya en el reino de lo imposible, cosa que no eran capaces de comprender, no sólo los kadetes, sino los mismos caudillos de la que llamaban "democracia revolucionaria". Tenían un miedo pánico a soltarse de las faldas de la Entente.
A Zeretelli apenas le conocía; de Kerensky no tenía la menor idea; a Tacheidse le conocía bastante; Skobelief había sido discípulo mío, y con Tchernof había cruzado bastantes veces el acero en mítines y reuniones en la emigración; a Goz le veía por vez primera. Tal era el grupo de la democracia que llevaba las riendas del gobierno en el Soviet.
Zeretelli estaba, indudablemente, muy por encima de los otros. La primera vez que le vi fué en el Congreso de Londres del año 1907, adonde acudió en representación de la fracción socialdemócrata de la segunda Duma. Ya entonces, con ser tan joven, era un buen orador; en sus discursos había un diapasón moral muy simpático. Los años de presidio acrecieron su autoridad política. Se lanzó a la palestra de la revolución ya como hombre hecho y ocupó en seguida el primer lugar entre las filas de los que compartían su ideología y de sus afines. Era el único de nuestros adversarios a quien podía tomarse en serio. Pero-no es éste el único caso que registra la historia-, hubo de venir la revolución para que se evidenciase que Zeretelli no tenía madera de revolucionario. Para no desorientarse en aquella baraúnda había que enfocar la revolución rusa, no desde un punto de vista ruso, sino con un criterio universal. Zeretelli quiso enfrentarse con ella acogiéndose a la experiencia que tenía de la Georgia, completada con la recogida en la segunda Duma, y su horizonte político tenía que ser por fuerza angustiosamente mezquino, como su cultura libresca y superficial. Este hombre sentía una devoción profunda por el liberalismo. La dinámica fatal de la revolución la veía con los ojos de un burgués semiculto que tiembla por la cultura. La masa, que empezaba a desperezarse, se la representaba, cada vez más francamente, como una plebe en rebeldía. En cuanto le oímos las primeras veces, comprendimos que estábamos frente a un enemigo. Lenin le llamaba "torpe de entendederas", y aunque el calificativo fuese duro, no carecía de exactitud. Zeretelli era uno de esos hombres talentuda y honradamente limitados.
De Kerensky, decía Lenin que era un "charlatán". Tampoco a esta calificación hay mucho que añadir. Kerensky no fué nunca más que un personaje casual, un favorito del minuto histórico. Toda nueva y potente ola revolucionaria arrastra tras de sí a multitudes vírgenes, incapaces todavía para saber elegir y exaltar inevitablemente al Poder a esos héroes de un día, que caen en seguida, fascinados por su propio resplandor. El caudillaje de Kerensky descendía en línea recta de los Gapon y Krustalief. Su figura personifica lo fortuito en lo racional. Sus mejores discursos no pasaban de ser ampulosas vulgaridades. En la primavera del año 1917, estaba hirviendo el agua y el vapor que se alzaba de la caldera pasaba a los ojos de algunos por una aureola.
Skobelief se había iniciado en la política bajo mi dirección, siendo estudiante en Viena. Salió de la redacción de la Pravda vienesa y se fué a su tierra del Cáucaso, con el propósito de ver si conseguía un acta para la cuarta Duma. La consiguió. Una vez en la Duma, se entregó a las influencias mencheviques, para lanzarse más tarde con ellos a la revolución de Febrero. Bacía, mucho tiempo que habíamos roto las relaciones. Volví a encontrarme con él en Petrogrado recién salido del horno como Ministro, del Trabajo. En una sesión del Comité ejecutivo, se me acercó a: preguntarme, con mucho arranque, qué pensaba yo de "aquello". "Pienso-le contesté-que pronto acabaremos con todos vosotros." No hace mucho que Skobelief me recordó este pronóstico afectuoso, que había de cumplirse en todas sus partes a los seis meses. Skobelief se declaró bolchevique a poco de triunfar la revolución de Octubre. Yo voté con Lenin contra su admisión en el partido. En la actualidad es, naturalmente, stalinista. La lógica de las cosas no puede ser más perfecta.
A duras penas logré encontrar un cuarto para mí, mi mujer y los chicos, en un hotel del montón que tenía por nombre "Kievskie Numera". Al día siguiente de estar acomodados allí, se presentó a visitarnos un oficial de toda gala.
-¿No me conoce usted?
No, no le conocía.
-Soy Loginof.
Inmediatamente, aquel brillante oficial se transformó en mi recuerdo en un joven cerrajero del año 1905. El cerrajero pertenecía en aquella época a un grupo combativo, y luchó oculto detrás de un guardacantón contra la policía. Sentía por mí una devoción juvenil extraordinaria. No había vuelto a verle desde entonces. Hasta ahora, no supe que aquel proletario Loginof era en realidad un estudiante de la Escuela Técnica, llamado Serebrosky, perteneciente a una familia rica y que se había adaptado a los medios obreros desde su temprana juventud. En la época de la reacción se había hecho ingeniero, apartándose de la causa revolucionaria; durante la guerra había dirigido dos de las fábricas metalúrgicas más importantes de Petrogrado.
La revolución de Febrero sacudió un poco su conciencia y le recordó sus viejos tiempos. Supo de mi regreso por los periódicos y venía a pedirme, con gran empeño, que me fuese a vivir con mi familia a su casa, sin más demora ni vacilación. Después de algunas dudas, accedimos a ello. Era una casa inmensa y elegante, la casa de un director, en que vivían Serebrosky y su mujer, una señora joven. No tenían hijos. En aquella casa no faltaba nada. Allí se vivía coma en un paraíso, en medio de una ciudad hambrienta y ruidosa. Pero en cuanto la conversación recaía sobre temas políticos, la cosa cambiaba. Serebrosky era patriota. Más tarde, resultó que sentía un odio mortal por los bolcheviques, y tenía a Lenin por un agente de los alemanes. Después de la repulsa que hube de oponer a sus primeras palabras, procuraba recatarse un poco. Sin embargo, no era posible que siguiéramos conviviendo con él. Dejamos, pues, aquella casa, hospitalaria pero inhabitable para nosotros, y nos volvimos al cuarto del hotel. Pero Serebrosky consiguió que los niños volviesen un día a visitarle y les obsequió con té y frutas en conserva; los chicos, muy agradecidos quisieron pagarle el favor, contándole que habían estado en un mitin en que había hablado Lenin. Su cara era radiante; estaban entusiasmados con la conversación y la fruta en conserva.
-Sí, pero Lenin es un espía de los alemanes-díjoles el anfitrión.
¿Cómo? ¿Pero se atrevía a decir eso? Los muchachos dejaron el té y los tarros de dulce y saltaron como fieras:
-¡Eso que dice usted es una indecencia!-exclamó el mayor, que por lo visto no encontró en su vocabulario palabra más adecuada para dar expresión a sus sentimientos.
Ahora, le tocaba al ingeniero el turno de enfadarse. Así terminaron nuestras relaciones. Después de triunfar el movimiento de Octubre interesé a Serebrovsky en los trabajos del Soviet. Como muchos otros, pasó del servicio soviético al partido. Hoy es miembro del Comité central stalinista y una de las columnas del régimen. Para quien en 1905 pudo pasar por proletario, no debe de ser muy difícil ahora pasar por bolchevique.
Después de las "jornadas de Julio", de que hablaremos más adelante, las calumnias contra los bolcheviques eran la comidilla de la ciudad. Fui detenido por el Gobierno de Kerensky, y a los dos meses de regresar del extranjero, ingresaba en la cárcel de "Kresty", de la que guardaba tan buenos recuerdos. Seguramente que, cuando se enterase por el periódico, el Coronel Morris sentiría una gran satisfacción, y no sería él solo, tal vez, a sentirla. En cambio, mis chicos no las tenían todas consigo.
-¿Qué revolución es ésta-decían a su madre, con tono de reproche-, que recluye a papá, primero en un campamento de concentración y luego en la cárcel?
La madre estaba conforme con ellos: tampoco ésta era la verdadera revolución. Pero en sus almas infantiles iban destilando amargas gotas de escepticismo.
Cuando me soltaron de las "prisiones democráticas", fuimos a instalarnos a un pequeño cuarto que alquilaba en una gran morada burguesa la viuda de un periodista liberal. Los preparativos para la revolución de Octubre iban por buen camino. Me eligieron presidente del Soviet de Petrogrado. Mi nombre desfilaba por todos los periódicos, y cada cual lo declinaba a su modo. En la casa en que vivíamos, nos cercaba un muro de hostilidad y de odio. Ana Ossipovna, nuestra cocinera, cuando se presentaba a buscar pan, en el Comité de la casa, era el blanco de los ataques de las mujeres. A mi chico le motejaban en la escuela, por ser hijo de tal padre con el remoquete del "Presidente". A mi mujer, cuando volvía a casa, después de haberse pasado el día trabajando en el Sindicato de obreros de la madera, la recibían en el portal las miradas cardadas de odio del portero. El subir las escaleras era un suplicio. La señora que nos había alquilado el cuarto estaba constantemente preguntando por teléfono si aún no le habíamos hecho polvo los muebles. De buena gana nos hubiéramos mudado, ¿pero, a dónde? No había un cuarto libre en todo Petrogrado. La situación era cada día más insostenible. Y de pronto, un buen día-lo fué de verdad-, cesó el bloqueo doméstico, como si una mano invisible y poderosa lo hubiera barrido. El portero empezó a saludar a mi mujer con ese saludo que los porteros reservan para los inquilinos más influyentes. En el Comité de la casa nos entregaban la ración de pan sin amenazas ni demoras. Nadie se atrevía ya a cerrar la puerta de un golpazo delante de nuestras narices. ¿A quién debíamos todo esto? ¿Quién había sido el mago? Pues el mago había sido Nikolai Markin. No hay más remedio que hablar de él un poco detenidamente, pues a él-a la figura colectiva de Markin-se debe el triunfo de la revolución de Octubre.
Markin, era un marinero de la flota del Báltico, artillero y bolchevique. Tardó en revelarse, pues su carácter no era de los que se dan de codazos para ponerse en primera fila. Markin no, era tampoco orador: le costaba trabajo enhebrar unas cuantas palabras seguidas. Era, además, un hombre tímido y retraído, con ese retraimiento de la fuerza replegada sobre sí misma. Pero este hombre estaba hecho de una pieza, y de un magnífico metal. Ya había tomado bajo su custodia a mi familia, y yo no tenía ni la menor noción de su existencia. Trabó amistad con mis chicos, a quienes los obsequiaba en la cantina del Smolny con té y panecillos untados de manteca, y les tenía siempre preparada alguna pequeña sorpresa o alegría, en aquellos tiempos en que no abundaban. Venía a enterarse, a cada paso, de cómo marchaban las cosas, sin que nadie advirtiese su presencia. Por los muchachos y por la cocinera, supo, que vivíamos rodeados de enemigos. Inmediatamente, se presentó a hacer una visita al portero y al Comité de la casa y, según parece, no fue sólo, sino acompañado por un grupo de marineros. Y debió de emplear argumentos convincentes, pues el panorama cambió radicalmente como por ensalmo. En la casa burguesa en que nosotros vivíamos la dictadura del proletariado se implantó antes de que triunfase con la revolución de Octubre. Hasta algún tiempo después, no supimos que todo aquello se lo debíamos a Markin, amigo de los chicos y marinero de la flota del Báltico.
Atrincherándose detrás de los propietarios de imprentas, el Comité central ejecutivo, enemigo nuestro, robó al Soviet de Petrogrado su periódico, tan pronto como el Soviet se hizo bolchevista. No había más remedio que montar un periódico nuevo y acudí a Markin. Este desaparecía, volvía a emerger, hacía las diligencias necesarias, ponía en claro sus deseos a los impresores, y a los pocos días estaba en la calle el periódico con el título El Obrero y el Soldado. Markin se pasaba los días y las noches en la Redacción poniendo las cosas en orden. Vinieron las jornadas de Octubre, y la figura recia de Markin, con su cara morena y ceñuda, surgía siempre en los sitios más peligrosos y en los instantes más críticos. Delante de mí no se presentaba más que para decirme que todo iba bien o para preguntarme si tenía algún encargo nuevo que hacerle. Markin iba ampliando poco a poco su experimento; al fin, vió implantada la dictadura del proletariado en toda la capital.
Las heces de la calle empezaron a asaltar las grandes bodegas de la ciudad y de sus palacios. Era indudable que este peligroso movimiento estaba dirigido entre bastidores por alguien que deseaba prender fuego a la revolución y exterminarla entre llamas de alcohol. Markin vió en seguida el peligro y se lanzó a la refriega. Organizó la defensa de las bodegas, y donde no era posible, las destruyó. ¡Había que verle, metido hasta la rodilla con sus botas de caña en un lago de vino de calidad que, mezclado con cascos de vidrio, corría en arroyuelos hacia el Neva, por entre la nieve! Los borrachos se abrevaban en las alcantarillas. Markin luchó, revólver en mano, por librar a nuestro Octubre de la plaga de la embriaguez. Por la noche, empapado en vino, despidiendo un buquet delicioso de las mejores marcas, volvía a casa, donde le aguardaban ansiosamente dos muchachos. Markin contuvo el ataque alcohólico de la contrarrevolución.
Cuando me encomendaron el Ministerio de Negocios Extranjeros, parecía imposible tomar posesión de los asuntos: todo el personal del Ministerio, desde los altos empleados hasta las mecanógrafas, saboteaba al nuevo ministro. Los armarios estaban cerrados y las llaves no aparecían. Llamé a Markin, que parecía conocer el secreto de la acci6n directa. No sé cómo se las arregló; el caso es que se llevó detenidos, por espacio de veinticuatro horas, a dos de aquellos diplomáticos, y al día siguiente ya estaban en su poder las llaves. Fué a buscarme para entregármelas y para que le acompañase al Ministerio. Yo estaba en el Smolny muy ocupado con los asuntos de la revolución: Y he aquí cómo Markin hubo de desempeñar, por espacio de algún tiempo, extraoficialmente, la cartera de Negocios Extranjeros. Pronto penetró, a su modo, en el mecanismo del Ministerio y lo empezó a limpiar, con enérgica mano, de aquellos caballeros diplomáticos aristócratas y rateros; organizó sobre nuevas bases la cancillería, confiscó para los hambrientos los víveres que venían de matute en la valija diplomática, sacó de los armarios blindados e incombustibles los documentos secretos de mayor interés y los publicó en forma de folletos, bajo su responsabilidad y acompañados de notas explicativas de su puño y letra. Markin no tenía título académico, y apenas si sabía escribir sin faltas de ortografía. Algunas notas llamaban la atención por las curiosas ideas en ellas desarrolladas. Pero, en general, daban muy certeramente con el clavo diplomático. En Brest-Litovsk, Herr von Külhmann y Czernin solían lanzarse codiciosamente sobre aquellos libritos amarillos editados por Markin.
Vino la guerra civil. Markin taponaba los boquetes, y no le faltaba ocupación. Ahora, tenía vasto campo, allá en el Oriente, para instaurar la dictadura del proletariado. Markin mandaba una de las flotillas del Volga y hacía huir delante de sí al enemigo. Como yo supiese que Markin se encontraba en un lugar peligroso, por desamparado que este lugar estuviera, me quedaba tranquilo. Pero llegó su hora. En el Kama, una bala enemiga derribó por tierra a Nikolai Georgevich Markin e hizo flaquear sus firmes piernas de marino. Cuando recibí el telegrama dando cuenta de su muerte, fué como si se derrumbase ante mis ojos una recia columna de granito. Encima de la mesilla de los niños estaba su retrato, con la encantada gorra de marinero. "¡Han matado a Markin!" Todavía me parece estar viendo delante de mí aquellos dos rostros pálidos, sobrecogidos por el dolor de la noticia inesperada. Nikolai, que era un hombre ceñudo, había tratado siempre a los chicos de igual a igual. Les había abierto de par en par sus planes y su vida. Un día, le había contado a Sergioska, que tenía nueve años, que la mujer a quien tanto y tan de verdad había querido le había dejado y que, a veces, acordándose de ella, sentía pena y rabia. Sergioska confió el secreto a su madre, en voz baja, con un contenido espanto y entre sollozos. ¡Y este tierno amigo, que abría a los niños su alma sin recato, era un viejo lobo de mar, un revolucionario de cuerpo entero y un héroe de verdad, como esos de los cuentos maravillosos! ¿Era posible que Markin, aquel mismo Markin que en los sótanos del Ministerio les había enseñado a disparar el "bulldogg" y la carabina, estuviese muerto? Aquella noche, dos cuerpecitos de niño se estremecieron debajo de las mantas, cuando llegó la negra noticia. Y sólo la madre vió sus lágrimas y oyó sus suspiros, para los cuales no había consuelo.

Aquello era un torbellino de mitins. De los oradores revolucionarios de Petrogrado, unos hablaban fogosamente y otros estaban completamente afónicos. La revolución de 1905 me había enseñado a administrar con cuidado mi garganta; mas no se crea que por ello abandonase ni por un instante el frente de lucha. Los mitins celebrábanse en las fábricas, en las escuelas, en teatros y circos, en las calles y en las plazas pública. Volvía a casa agotado después de media noche, y en aquel estado de excitación nerviosa apenas dormía, cavilando entre sueños los argumentos más eficaces contra el enemigo político; hacia las siete de la mañana, y algunos días más temprano aún, ya sonaban en la puerta de mi cuarto aquellos golpecitos antipáticos e insoportables que venían a sacarme de la cama; unas veces, me llamaban a un mitin de Peterhof; otras veces, eran los de Cronstadt, que mandaban una gasolinera a buscarme, y así sucesivamente. No había vez que no pensase que iba a serme imposible llegar hasta el fin de aquel mitin. Pero no sé qué reservas nerviosas vendrían en mi ayuda, el caso es que me estaba hablando una hora, dos horas, y aún no había acabado de hablar cuando ya me rodeaban un piño de comisiones de otras fábricas o de otros distritos que venían a decirme que en tal o cual sitio estaban reunidos miles de obreros y que llevaban una, dos, tres literas esperándome. ¡Era increíble la paciencia con que en aquellos días la masa, ya despierta, estaba pendiente de cualquier palabra nueva de sus conductores!
Significación especial tenían los mítines del Círculo Moderno, ante los que, tanto yo como mis adversarios, adoptábamos una actitud peculiar. Los de enfrente, se habían acostumbrado a considerar el Circo como mi trinchera, y no intentaban siquiera hablar desde allí. Y si en el Soviet se me ocurría atacar a cualquiera de los conciliadores, me gritaban: "¡Eh, que aquí no está usted en el Circo Moderno!" Esta frase se había convertido ya en una especie de estribillo. Yo solía hablar en el Circo por las tardes, y a veces, por la noche. El público se componía de obreros, soldados, madres que se ganaban la vida con su trabajo, los muchachos de las calles, la gente más oprimida de la gran ciudad. No había una pulgada de sitio libre, los cuerpos humanos se apretujaban unos contra otros, los muchachos encaramábanse sobre las espaldas de sus padres, los niños de pecho se colgaban de la teta de la madre. Nadie fumaba. Parecía que las galerías iban a hundirse de un momento a otro bajo aquella multitud. Para llegar a la tribuna, tenía que pasar por una angosta trinchera de cuerpos humanos, cuando no levantado en brazos por el auditorio. En aquella atmósfera recargada por la respiración y la espera explotaban los gritos y resonaba el rugido característico, apasionado, del Circo Moderno. En torno a mí, encima de mí, todos apretujados pechos, cabezas. Era como si la voz del orador saliese de una cálida caverna de cuerpos humanos. A poco que me moviese para accionar, tropezaba con alguien, el cual me daba a entender con un gesto amistoso, que no me preocupase ni le diese importancia, que siguiese hablando. No había fatiga que resistiese a la tensión eléctrica de aquella muchedumbre cargada de pasión, que quería saber, comprender, encontrar el camino. Había momentos en que parecía tocarse con los labios, físicamente, la apetencia ansiosa de saber de aquella multitud fundida en unidad. En aquel instante, todos los argumentos, todas las palabras que se traían pensadas, se esfumaban bajo la presión imperiosa de aquella solidaridad de sentimientos. Y de lo profundo brotaban, perfectamente pertrechadas y en plan de combate, otras palabras, otros argumentos, inesperados para el orador, pero necesarios para la masa. Y parecía corno si el orador se acechase a sí mismo, como si no pudiese seguir con sus palabras a sus pensamientos, y por momentos temía uno despertarse al ruido de las propias palabras y caer rodando como un sonámbulo del tejado. Tal era el Circo Moderno. Aquel público tenía su propia faz, fogosa, tierna, apasionada. Los niños de regazo seguían chupando tranquilamente de aquellos pechos de los que escapaban gritos de entusiasmo o de amenaza. Y la muchedumbre parecía también otro niño de pecho que tirase con sus labios resecos de los pezones de la revolución. Pero pronto este niño de pecho había de hacerse hombre.
Salir de aquel Circo Moderno era todavía más difícil que entrar. La multitud, fundida, no quería separarse. Resistíase a desperdigarse. Agotado, casi desfallecido, el orador iba flotando sobre los hombros, sobre las cabezas de la muchedumbre, hasta ganar la puerta. A veces, veía de pasada las caras de mis dos chicas, que vivían con su madre allí cerca. La mayor tenía quince años, la pequeña catorce. Apenas me quedaba tiempo para hacerles una seña con los ojos o estrechar su mano cálida y tierna. La multitud, incontenible, nos arrastraba. Una vez en la calle, se ponía en movimiento detrás de mí el circo entero. La calle, envuelta en la noche, llenábase de gritos y de pisadas. Una puerta se abría de par en par, me tragaba y volvía a cerrarse. Eran los amigos que me empujaban al palacio de la bailarina Kchessinskaia, mandado edificar para ella por Nicolás II. En él habíase instalado el estado mayor central de los bolcheviques. Sobre aquellos muebles tapizados de seda se recortaban los grises uniformes, y las botazas toscas de los camaradas pisaban sobre el lindo parquet, que hacía mucho tiempo que no veía la cera. Sentábame a esperar un rato, hasta que la muchedumbre se disolvía, para seguir luego mi camino.
Una noche, yendo a un mitin por las calles solitarias, oí pasos que me seguían. Ya me había acontecido el día antes y el anterior también, si no me engaño. Eché mano a la browing, giré sobre mis talones y retrocedí unos cuantos pasos.
-¿Qué desea usted?-pregunté en tono severo. Tenía delante de mí una cara joven y sumisa.
-Permítame usted que le acompañe y le proteja. Al Circo van también enemigos.
-Era el estudiante Posnansky. Desde aquel día, no se separó más de mí. Posnansky estuvo a mi servicio durante los años todos de la revolución, dispuesto siempre a desempeñar los encargos más diversos y más cargados de responsabilidad. él era el encargado de velar por mi seguridad personal; organizó un secretariado de ruta, descubrió una serie de campamentos militares olvidados; reunía los libros necesarios, sacaba de la nada los escuadrones volantes, luchó en el frente, y más tarde en las filas de la oposición. Ahora está en el destierro. Confío en que el porvenir volverá a unirnos.
El día 3 de diciembre hablé en el Circo Moderno acerca de los actos del Gobierno de los Soviets. Expliqué la importancia que tenía la publicación de la correspondencia diplomática cruzada entre el Zar y Kerensky. Hice saber a aquel fiel auditorio cómo los conciliadores, al decir yo en el Soviet que el pueblo no tenía porqué derramar su sangre por tratados que no había cerrado ni leído, ni siquiera conocía, me gritaban: "¡Aquí tiene usted que usar otro lenguaje; esto no es el Circo Moderno!" Y la respuesta que había dado a quienes así gritaban: "Yo sólo tengo un lenguaje, que es el lenguaje del revolucionario. Y este lenguaje que hablo, ante el pueblo es el que hablaré también, cuando llegue la hora, ante los aliados y los alemanes." Al llegar aquí, la reseña publicada en los periódicos, acota: "Ovación delirante." Hasta febrero, en que me trasladé a Moscú, no rompí la comunicación con el Circo Moderno.


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