El viaje de Halifax a Petrogrado transcurrió insensiblemente,
como por un túnel. Un túnel que tenía la boca de salida
en la revolución. De Suecia no se me han quedado en el recuerdo
más que los bonos del pan; era la primera vez que veía algo
semejante. En el tren de Finlandia me encontré con Vandervelde y
de Man, que se dirigían a Petrogrado.
-¿No nos conoce usted?-me preguntó de Man.
-¡Oh, ya lo creo!-le contesté-. Aunque durante la guerra
la gente ha cambiado bastante...
Esta alusión, que no era muy cortés, que digamos, puso
fin al diálogo.
En sus años mozos, de Man había intentado ser marxista,
y sus ataques contra Vandervelde no estaban del todo mal dirigidos. Pero
durante la guerra, liquidó políticamente con aquel fanatismo,
de la juventud, y después de la guerra elevó a teoría
su conversión. Se transformó sencillamente en un agente de
su Gobierno, y nada más. En cuanto a Vandervelde, su figura era
de las de menos relieve político entre los directivos de la Internacional.
Si le eligieron presidente fué porque no podía designarse
para ese cargo a un alemán ni a un francés. Como teórico,
Vandervelde no fué nunca más que un compilador, que maniobraba
entre las diversas corrientes doctrinales del socialismo, ni más
ni menos que el Gobierno de su país entre las grandes potencias.
Entre los marxistas rusos no disfrutó nunca de prestigio. Como orador,
tuvo siempre el prestigio de una brillante mediocridad. Durante la guerra
trocó el cargo de presidente de la Internacional por una cartera
de ministro del rey. Desde mi periódico de París le combatí
acerbamente. Como contestación a mis ataques, Vandervelde no sabía
hacer otra cosa que amonestar a los revolucionarios rusos para que hiciesen
las paces con el zarismo. Ahora se dirigía a Rusia, con el encargo
de invitar a la revolución triunfante a que ocupase entre los ejércitos
aliados el puesto que había dejado vacante el zarismo. No teníamos
nada que decirnos.
En Beloostrof salió a recibirnos una comisión de los
internacionalistas fusionados y del Comité central de los bolcheviques.
Los mencheviques, incluyendo a los "internacionalistas" (Martof y otros),
no estaban representados por nadie. Abracé a mi antiguo amigo Uritsky,
a quien había conocido al comenzar el siglo en Siberia. Uritsky
había sido colaborador constante del Nasche Slovo en los países
escandinavos, y nos había servido de elemento de enlace con Rusia
durante la guerra. Un año después de esto, moría asesinado
por un joven socialrevolucionario. En la comisión venía también
Karajan, que había de adquirir luego una cierta fama como diplomático
de los Soviets; era la primera vez que le veía. Entre los bolcheviques,
estaba Fedorof un obrero metalúrgico, elegido poco después
presidente de la sesión obrera del soviets de Petrogrado. Antes
de llegar a Beloostrof supe, por un periódico ruso reciente, que
en el Gobierno provisional de coalición habían entrado Tchernof,
Zeretelli y Skobelief. Con esto, quedaba perfectamente definida, para mí,
la clasificación de los grupos políticos. Desde el primer
día, comprendí que no había más remedio que
unirse a los bolcheviques para dar la batalla definitiva contra los mencheviques
y los narodniki.
En Petrogrado nos habían preparado un gran recibimiento en la
Estación de Finlandia. Tomaron la palabra Uritsky y Fedorof para
darme la bienvenida. En mi discurso, hablé de la necesidad de preparar
la segunda revolución, que sería la nuestra. Me sacaron en
hombros, y no pude por menos de acordarme de Halifax, donde me había
visto en una situación semejante. Pero estos brazos eran de amigos.
En torno, flotaban la mar de banderas. Miré a la cara emocionada
de mi mujer y a las pálidas y excitadas de mis chicos, que no sabían
si aquello era para bien o para mal, pues la revolución nos había
engañado ya una vez. Allá, al otro extremo del andén,
vi a Vandervelde y a de Man rezagados. Procuraban quedar atrás,
para no verse envueltos, seguramente, por la multitud. Los nuevos ministros
socialistas no habían organizado recibimiento alguno a sus colegas
de Bélgica. La conducta que todavía ayer siguiera Vandervelde
estaba demasiado fresca en el recuerdo de todos.
Apenas salí de la estación, empezó para mí
esa vorágine en que los hombres y los episodios desfilan rápidamente
por delante de los ojos de uno, como los maderos arrastrados por la riada.
Los grandes acontecimientos son pobres en recuerdos personales; es el recurso
que tiene la memoria para guardarse de un agobio excesivo. Creo que desde
la estación me trasladé inmediatamente a la sesión
del Comité ejecutivo. Tcheidse, el inevitable presidente de aquel
período, me saludó bastante secamente. Los bolcheviques presentaron
una proposición pidiendo que se me incorporase al Comité
ejecutivo como presidente del Soviet de 1905. Esto produjo cierta confusión.
Los mencheviques se pusieron a cuchichear con los narodniki. Por entonces,
tenían gran mayoría en todos los organismos de la revolución.
Se acordó admitirme con voz, pero sin voto. Me entregaron mi "carnet"
de directivo y mi vaso de té con pan negro.
Nuestros chicos admirábanse de oír hablar el ruso por
las calles de Petrogrado y de ver por las paredes los rótulos en
caracteres rusos. Mi mujer y yo no acabábamos tampoco de orientarnos.
Habíamos dejado la capital hacía diez años, cuando
el niño mayor tenía apenas uno de edad, y el pequeño
había nacido en Viena.
En Petrogrado había una guarnición gigantesca, pero ya
plenamente desmoralizada. Veíanse pasar grupos de soldados cantando
himnos revolucionarios y con cintitas rojas en el pecho. Aquello parecía
inverosímil, un sueño. Los tranvías iban abarrotados
de militares. En las anchas calles, las tropas seguían haciendo
la instrucción. Los soldados se tendían en tierra, desfilaban
en columna, tornaban a tenderse. A la espalda de la revolución alzábase
todavía el monstruo gigantesco de la guerra, proyectando sobre ella
su sombra. Pero las masas no pensaban ya en la guerra, y parecía
como, si siguieran haciendo la instrucción pura y simplemente por
que se habían olvidado de interrumpirla. La guerra había
entrado ya en el reino de lo imposible, cosa que no eran capaces de comprender,
no sólo los kadetes, sino los mismos caudillos de la que llamaban
"democracia revolucionaria". Tenían un miedo pánico a soltarse
de las faldas de la Entente.
A Zeretelli apenas le conocía; de Kerensky no tenía la
menor idea; a Tacheidse le conocía bastante; Skobelief había
sido discípulo mío, y con Tchernof había cruzado bastantes
veces el acero en mítines y reuniones en la emigración; a
Goz le veía por vez primera. Tal era el grupo de la democracia que
llevaba las riendas del gobierno en el Soviet.
Zeretelli estaba, indudablemente, muy por encima de los otros. La primera
vez que le vi fué en el Congreso de Londres del año 1907,
adonde acudió en representación de la fracción socialdemócrata
de la segunda Duma. Ya entonces, con ser tan joven, era un buen orador;
en sus discursos había un diapasón moral muy simpático.
Los años de presidio acrecieron su autoridad política. Se
lanzó a la palestra de la revolución ya como hombre hecho
y ocupó en seguida el primer lugar entre las filas de los que compartían
su ideología y de sus afines. Era el único de nuestros adversarios
a quien podía tomarse en serio. Pero-no es éste el único
caso que registra la historia-, hubo de venir la revolución para
que se evidenciase que Zeretelli no tenía madera de revolucionario.
Para no desorientarse en aquella baraúnda había que enfocar
la revolución rusa, no desde un punto de vista ruso, sino con un
criterio universal. Zeretelli quiso enfrentarse con ella acogiéndose
a la experiencia que tenía de la Georgia, completada con la recogida
en la segunda Duma, y su horizonte político tenía que ser
por fuerza angustiosamente mezquino, como su cultura libresca y superficial.
Este hombre sentía una devoción profunda por el liberalismo.
La dinámica fatal de la revolución la veía con los
ojos de un burgués semiculto que tiembla por la cultura. La masa,
que empezaba a desperezarse, se la representaba, cada vez más francamente,
como una plebe en rebeldía. En cuanto le oímos las primeras
veces, comprendimos que estábamos frente a un enemigo. Lenin le
llamaba "torpe de entendederas", y aunque el calificativo fuese duro, no
carecía de exactitud. Zeretelli era uno de esos hombres talentuda
y honradamente limitados.
De Kerensky, decía Lenin que era un "charlatán". Tampoco
a esta calificación hay mucho que añadir. Kerensky no fué
nunca más que un personaje casual, un favorito del minuto histórico.
Toda nueva y potente ola revolucionaria arrastra tras de sí a multitudes
vírgenes, incapaces todavía para saber elegir y exaltar inevitablemente
al Poder a esos héroes de un día, que caen en seguida, fascinados
por su propio resplandor. El caudillaje de Kerensky descendía en
línea recta de los Gapon y Krustalief. Su figura personifica lo
fortuito en lo racional. Sus mejores discursos no pasaban de ser ampulosas
vulgaridades. En la primavera del año 1917, estaba hirviendo el
agua y el vapor que se alzaba de la caldera pasaba a los ojos de algunos
por una aureola.
Skobelief se había iniciado en la política bajo mi dirección,
siendo estudiante en Viena. Salió de la redacción de la Pravda
vienesa y se fué a su tierra del Cáucaso, con el propósito
de ver si conseguía un acta para la cuarta Duma. La consiguió.
Una vez en la Duma, se entregó a las influencias mencheviques, para
lanzarse más tarde con ellos a la revolución de Febrero.
Bacía, mucho tiempo que habíamos roto las relaciones. Volví
a encontrarme con él en Petrogrado recién salido del horno
como Ministro, del Trabajo. En una sesión del Comité ejecutivo,
se me acercó a: preguntarme, con mucho arranque, qué pensaba
yo de "aquello". "Pienso-le contesté-que pronto acabaremos con todos
vosotros." No hace mucho que Skobelief me recordó este pronóstico
afectuoso, que había de cumplirse en todas sus partes a los seis
meses. Skobelief se declaró bolchevique a poco de triunfar la revolución
de Octubre. Yo voté con Lenin contra su admisión en el partido.
En la actualidad es, naturalmente, stalinista. La lógica de las
cosas no puede ser más perfecta.
A duras penas logré encontrar un cuarto para mí, mi mujer
y los chicos, en un hotel del montón que tenía por nombre
"Kievskie Numera". Al día siguiente de estar acomodados allí,
se presentó a visitarnos un oficial de toda gala.
-¿No me conoce usted?
No, no le conocía.
-Soy Loginof.
Inmediatamente, aquel brillante oficial se transformó en mi
recuerdo en un joven cerrajero del año 1905. El cerrajero pertenecía
en aquella época a un grupo combativo, y luchó oculto detrás
de un guardacantón contra la policía. Sentía por mí
una devoción juvenil extraordinaria. No había vuelto a verle
desde entonces. Hasta ahora, no supe que aquel proletario Loginof era en
realidad un estudiante de la Escuela Técnica, llamado Serebrosky,
perteneciente a una familia rica y que se había adaptado a los medios
obreros desde su temprana juventud. En la época de la reacción
se había hecho ingeniero, apartándose de la causa revolucionaria;
durante la guerra había dirigido dos de las fábricas metalúrgicas
más importantes de Petrogrado.
La revolución de Febrero sacudió un poco su conciencia
y le recordó sus viejos tiempos. Supo de mi regreso por los periódicos
y venía a pedirme, con gran empeño, que me fuese a vivir
con mi familia a su casa, sin más demora ni vacilación. Después
de algunas dudas, accedimos a ello. Era una casa inmensa y elegante, la
casa de un director, en que vivían Serebrosky y su mujer, una señora
joven. No tenían hijos. En aquella casa no faltaba nada. Allí
se vivía coma en un paraíso, en medio de una ciudad hambrienta
y ruidosa. Pero en cuanto la conversación recaía sobre temas
políticos, la cosa cambiaba. Serebrosky era patriota. Más
tarde, resultó que sentía un odio mortal por los bolcheviques,
y tenía a Lenin por un agente de los alemanes. Después de
la repulsa que hube de oponer a sus primeras palabras, procuraba recatarse
un poco. Sin embargo, no era posible que siguiéramos conviviendo
con él. Dejamos, pues, aquella casa, hospitalaria pero inhabitable
para nosotros, y nos volvimos al cuarto del hotel. Pero Serebrosky consiguió
que los niños volviesen un día a visitarle y les obsequió
con té y frutas en conserva; los chicos, muy agradecidos quisieron
pagarle el favor, contándole que habían estado en un mitin
en que había hablado Lenin. Su cara era radiante; estaban entusiasmados
con la conversación y la fruta en conserva.
-Sí, pero Lenin es un espía de los alemanes-díjoles
el anfitrión.
¿Cómo? ¿Pero se atrevía a decir eso? Los
muchachos dejaron el té y los tarros de dulce y saltaron como fieras:
-¡Eso que dice usted es una indecencia!-exclamó el mayor,
que por lo visto no encontró en su vocabulario palabra más
adecuada para dar expresión a sus sentimientos.
Ahora, le tocaba al ingeniero el turno de enfadarse. Así terminaron
nuestras relaciones. Después de triunfar el movimiento de Octubre
interesé a Serebrovsky en los trabajos del Soviet. Como muchos otros,
pasó del servicio soviético al partido. Hoy es miembro del
Comité central stalinista y una de las columnas del régimen.
Para quien en 1905 pudo pasar por proletario, no debe de ser muy difícil
ahora pasar por bolchevique.
Después de las "jornadas de Julio", de que hablaremos más
adelante, las calumnias contra los bolcheviques eran la comidilla de la
ciudad. Fui detenido por el Gobierno de Kerensky, y a los dos meses de
regresar del extranjero, ingresaba en la cárcel de "Kresty", de
la que guardaba tan buenos recuerdos. Seguramente que, cuando se enterase
por el periódico, el Coronel Morris sentiría una gran satisfacción,
y no sería él solo, tal vez, a sentirla. En cambio, mis chicos
no las tenían todas consigo.
-¿Qué revolución es ésta-decían
a su madre, con tono de reproche-, que recluye a papá, primero en
un campamento de concentración y luego en la cárcel?
La madre estaba conforme con ellos: tampoco ésta era la verdadera
revolución. Pero en sus almas infantiles iban destilando amargas
gotas de escepticismo.
Cuando me soltaron de las "prisiones democráticas", fuimos a
instalarnos a un pequeño cuarto que alquilaba en una gran morada
burguesa la viuda de un periodista liberal. Los preparativos para la revolución
de Octubre iban por buen camino. Me eligieron presidente del Soviet de
Petrogrado. Mi nombre desfilaba por todos los periódicos, y cada
cual lo declinaba a su modo. En la casa en que vivíamos, nos cercaba
un muro de hostilidad y de odio. Ana Ossipovna, nuestra cocinera, cuando
se presentaba a buscar pan, en el Comité de la casa, era el blanco
de los ataques de las mujeres. A mi chico le motejaban en la escuela, por
ser hijo de tal padre con el remoquete del "Presidente". A mi mujer, cuando
volvía a casa, después de haberse pasado el día trabajando
en el Sindicato de obreros de la madera, la recibían en el portal
las miradas cardadas de odio del portero. El subir las escaleras era un
suplicio. La señora que nos había alquilado el cuarto estaba
constantemente preguntando por teléfono si aún no le habíamos
hecho polvo los muebles. De buena gana nos hubiéramos mudado, ¿pero,
a dónde? No había un cuarto libre en todo Petrogrado. La
situación era cada día más insostenible. Y de pronto,
un buen día-lo fué de verdad-, cesó el bloqueo doméstico,
como si una mano invisible y poderosa lo hubiera barrido. El portero empezó
a saludar a mi mujer con ese saludo que los porteros reservan para los
inquilinos más influyentes. En el Comité de la casa nos entregaban
la ración de pan sin amenazas ni demoras. Nadie se atrevía
ya a cerrar la puerta de un golpazo delante de nuestras narices. ¿A
quién debíamos todo esto? ¿Quién había
sido el mago? Pues el mago había sido Nikolai Markin. No hay más
remedio que hablar de él un poco detenidamente, pues a él-a
la figura colectiva de Markin-se debe el triunfo de la revolución
de Octubre.
Markin, era un marinero de la flota del Báltico, artillero y
bolchevique. Tardó en revelarse, pues su carácter no era
de los que se dan de codazos para ponerse en primera fila. Markin no, era
tampoco orador: le costaba trabajo enhebrar unas cuantas palabras seguidas.
Era, además, un hombre tímido y retraído, con ese
retraimiento de la fuerza replegada sobre sí misma. Pero este hombre
estaba hecho de una pieza, y de un magnífico metal. Ya había
tomado bajo su custodia a mi familia, y yo no tenía ni la menor
noción de su existencia. Trabó amistad con mis chicos, a
quienes los obsequiaba en la cantina del Smolny con té y panecillos
untados de manteca, y les tenía siempre preparada alguna pequeña
sorpresa o alegría, en aquellos tiempos en que no abundaban. Venía
a enterarse, a cada paso, de cómo marchaban las cosas, sin que nadie
advirtiese su presencia. Por los muchachos y por la cocinera, supo, que
vivíamos rodeados de enemigos. Inmediatamente, se presentó
a hacer una visita al portero y al Comité de la casa y, según
parece, no fue sólo, sino acompañado por un grupo de marineros.
Y debió de emplear argumentos convincentes, pues el panorama cambió
radicalmente como por ensalmo. En la casa burguesa en que nosotros vivíamos
la dictadura del proletariado se implantó antes de que triunfase
con la revolución de Octubre. Hasta algún tiempo después,
no supimos que todo aquello se lo debíamos a Markin, amigo de los
chicos y marinero de la flota del Báltico.
Atrincherándose detrás de los propietarios de imprentas,
el Comité central ejecutivo, enemigo nuestro, robó al Soviet
de Petrogrado su periódico, tan pronto como el Soviet se hizo bolchevista.
No había más remedio que montar un periódico nuevo
y acudí a Markin. Este desaparecía, volvía a emerger,
hacía las diligencias necesarias, ponía en claro sus deseos
a los impresores, y a los pocos días estaba en la calle el periódico
con el título El Obrero y el Soldado. Markin se pasaba los días
y las noches en la Redacción poniendo las cosas en orden. Vinieron
las jornadas de Octubre, y la figura recia de Markin, con su cara morena
y ceñuda, surgía siempre en los sitios más peligrosos
y en los instantes más críticos. Delante de mí no
se presentaba más que para decirme que todo iba bien o para preguntarme
si tenía algún encargo nuevo que hacerle. Markin iba ampliando
poco a poco su experimento; al fin, vió implantada la dictadura
del proletariado en toda la capital.
Las heces de la calle empezaron a asaltar las grandes bodegas de la
ciudad y de sus palacios. Era indudable que este peligroso movimiento estaba
dirigido entre bastidores por alguien que deseaba prender fuego a la revolución
y exterminarla entre llamas de alcohol. Markin vió en seguida el
peligro y se lanzó a la refriega. Organizó la defensa de
las bodegas, y donde no era posible, las destruyó. ¡Había
que verle, metido hasta la rodilla con sus botas de caña en un lago
de vino de calidad que, mezclado con cascos de vidrio, corría en
arroyuelos hacia el Neva, por entre la nieve! Los borrachos se abrevaban
en las alcantarillas. Markin luchó, revólver en mano, por
librar a nuestro Octubre de la plaga de la embriaguez. Por la noche, empapado
en vino, despidiendo un buquet delicioso de las mejores marcas, volvía
a casa, donde le aguardaban ansiosamente dos muchachos. Markin contuvo
el ataque alcohólico de la contrarrevolución.
Cuando me encomendaron el Ministerio de Negocios Extranjeros, parecía
imposible tomar posesión de los asuntos: todo el personal del Ministerio,
desde los altos empleados hasta las mecanógrafas, saboteaba al nuevo
ministro. Los armarios estaban cerrados y las llaves no aparecían.
Llamé a Markin, que parecía conocer el secreto de la acci6n
directa. No sé cómo se las arregló; el caso es que
se llevó detenidos, por espacio de veinticuatro horas, a dos de
aquellos diplomáticos, y al día siguiente ya estaban en su
poder las llaves. Fué a buscarme para entregármelas y para
que le acompañase al Ministerio. Yo estaba en el Smolny muy ocupado
con los asuntos de la revolución: Y he aquí cómo Markin
hubo de desempeñar, por espacio de algún tiempo, extraoficialmente,
la cartera de Negocios Extranjeros. Pronto penetró, a su modo, en
el mecanismo del Ministerio y lo empezó a limpiar, con enérgica
mano, de aquellos caballeros diplomáticos aristócratas y
rateros; organizó sobre nuevas bases la cancillería, confiscó
para los hambrientos los víveres que venían de matute en
la valija diplomática, sacó de los armarios blindados e incombustibles
los documentos secretos de mayor interés y los publicó en
forma de folletos, bajo su responsabilidad y acompañados de notas
explicativas de su puño y letra. Markin no tenía título
académico, y apenas si sabía escribir sin faltas de ortografía.
Algunas notas llamaban la atención por las curiosas ideas en ellas
desarrolladas. Pero, en general, daban muy certeramente con el clavo diplomático.
En Brest-Litovsk, Herr von Külhmann y Czernin solían lanzarse
codiciosamente sobre aquellos libritos amarillos editados por Markin.
Vino la guerra civil. Markin taponaba los boquetes, y no le faltaba
ocupación. Ahora, tenía vasto campo, allá en el Oriente,
para instaurar la dictadura del proletariado. Markin mandaba una de las
flotillas del Volga y hacía huir delante de sí al enemigo.
Como yo supiese que Markin se encontraba en un lugar peligroso, por desamparado
que este lugar estuviera, me quedaba tranquilo. Pero llegó su hora.
En el Kama, una bala enemiga derribó por tierra a Nikolai Georgevich
Markin e hizo flaquear sus firmes piernas de marino. Cuando recibí
el telegrama dando cuenta de su muerte, fué como si se derrumbase
ante mis ojos una recia columna de granito. Encima de la mesilla de los
niños estaba su retrato, con la encantada gorra de marinero. "¡Han
matado a Markin!" Todavía me parece estar viendo delante de mí
aquellos dos rostros pálidos, sobrecogidos por el dolor de la noticia
inesperada. Nikolai, que era un hombre ceñudo, había tratado
siempre a los chicos de igual a igual. Les había abierto de par
en par sus planes y su vida. Un día, le había contado a Sergioska,
que tenía nueve años, que la mujer a quien tanto y tan de
verdad había querido le había dejado y que, a veces, acordándose
de ella, sentía pena y rabia. Sergioska confió el secreto
a su madre, en voz baja, con un contenido espanto y entre sollozos. ¡Y
este tierno amigo, que abría a los niños su alma sin recato,
era un viejo lobo de mar, un revolucionario de cuerpo entero y un héroe
de verdad, como esos de los cuentos maravillosos! ¿Era posible que
Markin, aquel mismo Markin que en los sótanos del Ministerio les
había enseñado a disparar el "bulldogg" y la carabina, estuviese
muerto? Aquella noche, dos cuerpecitos de niño se estremecieron
debajo de las mantas, cuando llegó la negra noticia. Y sólo
la madre vió sus lágrimas y oyó sus suspiros, para
los cuales no había consuelo.
Aquello era un torbellino de mitins. De los oradores revolucionarios
de Petrogrado, unos hablaban fogosamente y otros estaban completamente
afónicos. La revolución de 1905 me había enseñado
a administrar con cuidado mi garganta; mas no se crea que por ello abandonase
ni por un instante el frente de lucha. Los mitins celebrábanse en
las fábricas, en las escuelas, en teatros y circos, en las calles
y en las plazas pública. Volvía a casa agotado después
de media noche, y en aquel estado de excitación nerviosa apenas
dormía, cavilando entre sueños los argumentos más
eficaces contra el enemigo político; hacia las siete de la mañana,
y algunos días más temprano aún, ya sonaban en la
puerta de mi cuarto aquellos golpecitos antipáticos e insoportables
que venían a sacarme de la cama; unas veces, me llamaban a un mitin
de Peterhof; otras veces, eran los de Cronstadt, que mandaban una gasolinera
a buscarme, y así sucesivamente. No había vez que no pensase
que iba a serme imposible llegar hasta el fin de aquel mitin. Pero no sé
qué reservas nerviosas vendrían en mi ayuda, el caso es que
me estaba hablando una hora, dos horas, y aún no había acabado
de hablar cuando ya me rodeaban un piño de comisiones de otras fábricas
o de otros distritos que venían a decirme que en tal o cual sitio
estaban reunidos miles de obreros y que llevaban una, dos, tres literas
esperándome. ¡Era increíble la paciencia con que en
aquellos días la masa, ya despierta, estaba pendiente de cualquier
palabra nueva de sus conductores!
Significación especial tenían los mítines del
Círculo Moderno, ante los que, tanto yo como mis adversarios, adoptábamos
una actitud peculiar. Los de enfrente, se habían acostumbrado a
considerar el Circo como mi trinchera, y no intentaban siquiera hablar
desde allí. Y si en el Soviet se me ocurría atacar a cualquiera
de los conciliadores, me gritaban: "¡Eh, que aquí no está
usted en el Circo Moderno!" Esta frase se había convertido ya en
una especie de estribillo. Yo solía hablar en el Circo por las tardes,
y a veces, por la noche. El público se componía de obreros,
soldados, madres que se ganaban la vida con su trabajo, los muchachos de
las calles, la gente más oprimida de la gran ciudad. No había
una pulgada de sitio libre, los cuerpos humanos se apretujaban unos contra
otros, los muchachos encaramábanse sobre las espaldas de sus padres,
los niños de pecho se colgaban de la teta de la madre. Nadie fumaba.
Parecía que las galerías iban a hundirse de un momento a
otro bajo aquella multitud. Para llegar a la tribuna, tenía que
pasar por una angosta trinchera de cuerpos humanos, cuando no levantado
en brazos por el auditorio. En aquella atmósfera recargada por la
respiración y la espera explotaban los gritos y resonaba el rugido
característico, apasionado, del Circo Moderno. En torno a mí,
encima de mí, todos apretujados pechos, cabezas. Era como si la
voz del orador saliese de una cálida caverna de cuerpos humanos.
A poco que me moviese para accionar, tropezaba con alguien, el cual me
daba a entender con un gesto amistoso, que no me preocupase ni le diese
importancia, que siguiese hablando. No había fatiga que resistiese
a la tensión eléctrica de aquella muchedumbre cargada de
pasión, que quería saber, comprender, encontrar el camino.
Había momentos en que parecía tocarse con los labios, físicamente,
la apetencia ansiosa de saber de aquella multitud fundida en unidad. En
aquel instante, todos los argumentos, todas las palabras que se traían
pensadas, se esfumaban bajo la presión imperiosa de aquella solidaridad
de sentimientos. Y de lo profundo brotaban, perfectamente pertrechadas
y en plan de combate, otras palabras, otros argumentos, inesperados para
el orador, pero necesarios para la masa. Y parecía corno si el orador
se acechase a sí mismo, como si no pudiese seguir con sus palabras
a sus pensamientos, y por momentos temía uno despertarse al ruido
de las propias palabras y caer rodando como un sonámbulo del tejado.
Tal era el Circo Moderno. Aquel público tenía su propia faz,
fogosa, tierna, apasionada. Los niños de regazo seguían chupando
tranquilamente de aquellos pechos de los que escapaban gritos de entusiasmo
o de amenaza. Y la muchedumbre parecía también otro niño
de pecho que tirase con sus labios resecos de los pezones de la revolución.
Pero pronto este niño de pecho había de hacerse hombre.
Salir de aquel Circo Moderno era todavía más difícil
que entrar. La multitud, fundida, no quería separarse. Resistíase
a desperdigarse. Agotado, casi desfallecido, el orador iba flotando sobre
los hombros, sobre las cabezas de la muchedumbre, hasta ganar la puerta.
A veces, veía de pasada las caras de mis dos chicas, que vivían
con su madre allí cerca. La mayor tenía quince años,
la pequeña catorce. Apenas me quedaba tiempo para hacerles una seña
con los ojos o estrechar su mano cálida y tierna. La multitud, incontenible,
nos arrastraba. Una vez en la calle, se ponía en movimiento detrás
de mí el circo entero. La calle, envuelta en la noche, llenábase
de gritos y de pisadas. Una puerta se abría de par en par, me tragaba
y volvía a cerrarse. Eran los amigos que me empujaban al palacio
de la bailarina Kchessinskaia, mandado edificar para ella por Nicolás
II. En él habíase instalado el estado mayor central de los
bolcheviques. Sobre aquellos muebles tapizados de seda se recortaban los
grises uniformes, y las botazas toscas de los camaradas pisaban sobre el
lindo parquet, que hacía mucho tiempo que no veía la cera.
Sentábame a esperar un rato, hasta que la muchedumbre se disolvía,
para seguir luego mi camino.
Una noche, yendo a un mitin por las calles solitarias, oí pasos
que me seguían. Ya me había acontecido el día antes
y el anterior también, si no me engaño. Eché mano
a la browing, giré sobre mis talones y retrocedí unos cuantos
pasos.
-¿Qué desea usted?-pregunté en tono severo. Tenía
delante de mí una cara joven y sumisa.
-Permítame usted que le acompañe y le proteja. Al Circo
van también enemigos.
-Era el estudiante Posnansky. Desde aquel día, no se separó
más de mí. Posnansky estuvo a mi servicio durante los años
todos de la revolución, dispuesto siempre a desempeñar los
encargos más diversos y más cargados de responsabilidad.
él era el encargado de velar por mi seguridad personal; organizó
un secretariado de ruta, descubrió una serie de campamentos militares
olvidados; reunía los libros necesarios, sacaba de la nada los escuadrones
volantes, luchó en el frente, y más tarde en las filas de
la oposición. Ahora está en el destierro. Confío en
que el porvenir volverá a unirnos.
El día 3 de diciembre hablé en el Circo Moderno acerca
de los actos del Gobierno de los Soviets. Expliqué la importancia
que tenía la publicación de la correspondencia diplomática
cruzada entre el Zar y Kerensky. Hice saber a aquel fiel auditorio cómo
los conciliadores, al decir yo en el Soviet que el pueblo no tenía
porqué derramar su sangre por tratados que no había cerrado
ni leído, ni siquiera conocía, me gritaban: "¡Aquí
tiene usted que usar otro lenguaje; esto no es el Circo Moderno!" Y la
respuesta que había dado a quienes así gritaban: "Yo sólo
tengo un lenguaje, que es el lenguaje del revolucionario. Y este lenguaje
que hablo, ante el pueblo es el que hablaré también, cuando
llegue la hora, ante los aliados y los alemanes." Al llegar aquí,
la reseña publicada en los periódicos, acota: "Ovación
delirante." Hasta febrero, en que me trasladé a Moscú, no
rompí la comunicación con el Circo Moderno.