El día 25 de marzo me presenté en el Consulado general
de Nueva York, en el cual flotaba todavía el aire confinado de las
antiguas comisarías de policía rusas, aunque hubiesen descolgado
ya, obligados por las circunstancias, el retrato del Zar Nicolás
II. Después de los subterfugios y disputas de rigor en tales casos,
el cónsul general ordenó que se me extendiesen los papeles
necesarios para hacer el viaje a Rusia. En el Consulado inglés,
donde llené el consabido pliego de preguntas, me aseguraron que
las autoridades inglesas no pondrían dificultad alguna para dejarme
pasar por su territorio. Como se ve, todo estaba en regla.
El día 27 de marzo me embarqué con mi familia y algunos
rusos más en el barco noruego Christianiafjord. Los amigos nos acompañaron
hasta el vapor y nos despidieron con flores y con discursos. Partíamos
para el país de la revolución. Llevábamos los pasaportes
visados y en regla. La revolución, las flores y los visados colmaban
de armonía nuestras almas nómadas. En Halifax (Canadá)
subieron a revisar el barco las autoridades de la Marina inglesa; los oficiales
de policía limitábanse a examinar por alto los papeles de
los norteamericanos, noruegos, daneses, etc.; en cambio, a los rusos nos
sometían a un interrogatorio en toda forma acerca de nuestras ideas,
intenciones políticas y qué sé yo cuántas cosas
más. Yo me negué a satisfacer sus interrogaciones, limitándome
a facilitarles los datos personales de rigor: la política interior
de Rusia no estaba todavía-les advertí-sujeta a la fiscalización
de la policía de la Marina británica. En vista de esto, y
como fracasase también una segunda tentativa de interrogatorio,
los agentes detectives Meckan y Westwood fueron a pedir informes de mí
a otros pasajeros, insistiendo en que se trataba de un "terrible socialista.
Todo aquello tenía un carácter tan degradante y colocaba
a los revolucionarios rusos en una situación tan manifiesta de excepción
respecto a los otros pasajeros que no tenían la desgracia de pertenecer
a una nación aliada de Inglaterra, que algunos de los interpelados
formularon allí mismo una enérgica protesta escrita contra
la conducta de los agentes policíacos para elevarla al Gobierno
inglés. Yo no la suscribí, por no caer en la inocencia de
acusar al diablo ante Belcebú. Y eso que era difícil que
pudiese prever todavía el curso que habían de tomar los acontecimientos.
El 3 de abril subieron a bordo del Christianiafjord varios oficiales
ingleses acompañados por marineros, y, en nombre del almirante del
puerto, ordenaron que abandonásemos el barco yo, mi familia y cinco
pasajeros más. En cuanto a las razones a que obedeciese esta medida
nos prometieron que en Halifax se "explicaría" todo. Replicamos
qué, siendo una orden perfectamente ilegal, nos negábamos
a obedecerla. Los marineros, armados, se lanzaron sobre nosotros, y mientras
una gran parte del pasaje exclamaba "Shame!" (¡Qué vergüenza!)
nos bajaron en los brazos a una gasolinera de guerra, a la que daba escolta
un crucero inglés, que nos llevó a Halifax. Cuando mi chico
mayor vió que los marineros, que serían lo menos diez, me
llevaban en brazos, corrió a mí, le dió un puñetazo
al oficial y gritó:
-Papá, ¿quieres que le dé otro?
El chico tenía once años. Era la primera lección
que recibía acerca de la "democracia" inglesa.
A mi mujer y a los niños los dejó la policía en
Halifax. A los demás nos condujeron en tren a Amherts, un campamento
de prisioneros alemanes. En la oficina del campamento nos sometieron a
la inspección corporal más minuciosa que yo había
sufrido; ni al ingresar en la fortaleza de San Pedro y San Pablo sometían
a uno a tales vejaciones. Allí, por lo menos, los gendarmes zaristas
le desnudaban a uno y le tentaban el cuerpo a solas; pero nuestros democráticos
aliados nos sometieron a esta operación, para que la burla fuese
todavía más cínica, en presencia de unas diez personas.
No se me borrará jamás del recuerdo aquel sargento Olsen,
un sueco canadiense, con una carota colorada de agente de la policía
criminal, que fué el principal personaje de aquella repugnante escena.
Los canallas que tiraban de los hilos desde lejos sabían perfectamente
que se trataba de revolucionarios rusos intachables que volvían
al país liberado por la revolución.
Hasta el día siguiente, no conseguimos que el jefe del campamento,
Coronel Morris, acosado por nuestras incesantes protestas y reclamaciones,
nos expusiese las razones oficiales de la detención:
-Son ustedes sujetos peligrosos para el Gobierno ruso actual -nos dijo,
lacónica y concisamente. El Coronel no era hombre locuaz, y su rostro
acusaba todos los días, desde bien temprano, una excitación
un tanto sospechosa.
-¿Cómo se explica eso-le contestamos-, habiendo sido
los agentes neoyorquinos del Gobierno ruso quienes nos extendieron los
pasaportes para el viaje? Además, Inglaterra no tiene por qué
atender a las preocupaciones ni inquietudes de ningún Gobierno extranjero.
El Coronel Morris se quedó pensando un momento, meneó
la quijada como si masticase, y agregó:
-Son ustedes sujetos peligrosos para los aliados en general.
No nos fué presentada orden alguna de detención. El Coronel
completó por su cuenta aquella reflexión del modo siguiente:
siendo, como éramos, emigrados políticos, que seguramente
no habríamos abandonado nuestro país sin cuenta y razón,
no teníamos qué extrañarnos de lo que sucedía.
Para este hombre, la revolución rusa no existía en el mundo.
Intentamos explicarle que aquellos ministros zaristas que, años
atrás, nos habían convertido en emigrados políticos,
estaban ahora, a su vez, en las cárceles, a no ser los que habían
andado bastante listos para emigrar también. Pero esto era demasiado
complicado para el caballero Coronel, que había hecho su carrera
en las colonias inglesas y en la guerra contra los boers. Un día,
como yo le hablase sin las muestras de respeto a que estaba acostumbrado,
mugió, al dar la vuelta yo:
-¡Ah, si le pillase a éste allá en las costas del
Sur de áfrica...!
Era su frase favorita.
Mi mujer, que no era, formalmente al menos, emigrante política,
puesto que había salido al extranjero con un pasaporte en regia,
fué también detenida con los dos chicos, uno de once y otro
de nueve años. Y cuando digo que detuvieron también a los
chicos, no exagero. Primero, las autoridades canadienses intentaron separarlos
de su madre y recluirlos en un asilo.. Pero mi mujer, cuando lo supo, declaró
que no se allanaría de modo alguno a separarse de sus hijos. Gracias
a esta protesta enérgica, consiguió que los recluyesen con
ella en casa de un agente de la policía anglorrusa, donde, para
evitar que depositasen "clandestinamente" cartas o telegramas, no les dejaban
salir a la calle solos. Hasta pasados once días, mi mujer y mis
hijos no pudieron trasladarse a un hotel, y aun así con la obligación
de presentarse diariamente a la policía.
El campamento de prisioneros de Amherst ocupaba los locales, viejos
y ruinosos, de una antigua fundición de hierro de que habían,
despojado a su propietario, que era un alemán. Arrimados a las paredes
habían puesto dos filas de camastros, hasta tres, unos encima de
otros. Imagínese a ochocientos hombres viviendo en aquellas condiciones,
y se comprenderá la atmósfera que reinaría por las
noches, en semejante dormitorio. Los hombres se apretujaban desesperadamente
en los pasillos, se daban unos a otro con los codos, tensase en los camastros,
se incorporaban, se ponían a jugar a las cartas o al ajedrez. Entre
ellos, había muchos que se dedicaban a fabricar cosillas, y algunos
lo hacían con un arte asombroso. Todavía conservo en Moscú
algunas de las cosas aquéllas, como recuerdo de los internados de
Amherts. A pesar de todos los esfuerzos heroicos que aquellos hombres hacían
para mantener su integridad física y moral, cinco de los prisioneros
se volvieron locos. Los demás teníamos que dormir y comer
en el mismo local con los dementes.
Entre los ochocientos prisioneros, con quienes hube de pasar cerca
de un mes, unos quinientos eran marineros de barcos de guerra alemanes
hundidos por los ingleses; doscientos obreros a quienes la guerra había
sorprendido en el Canadá, y cien aproximadamente oficiales y prisioneros
civiles de procedencia burguesa. La actitud de los camaradas alemanes de
prisión para con nosotros ganó en simpatía en cuanto
supieron que nos habían detenido por socialistas revolucionarios.
Los oficiales y suboficiales más antiguos de la Marina, que moraban
detrás de un tabique de tablas, nos clasificaron inmediatamente
entre sus enemigos. En cambio, la masa iba simpatizando con nosotros cada
vez más. El mes que pasamos en el campamento fué un mitin
continuo. Les hablé a los prisioneros de la revolución rusa,
de Liebknecht, de Lenin, de las causas que habían determinado el
derrumbamiento de la vieja Internacional, de la intervención de
los Estados Unidos en la guerra. Además de las conferencias públicas,
estábamos organizando constantemente discusiones de grupos. Nuestra
amistad iba haciéndose cada día más estrecha.
Por su espíritu, la masa de los prisioneros se podía
dividir en dos rectores. Uno el de los que decían: "No, no puede
seguirse tolerando esto; hay que ponerle fin de una vez para siempre."
Estos soñaban con las barricadas. Otro, el de los que reaccionaban
así: "¡Que me dejen en paz! ¡No, ya no volverán
a cogerme...!"
-¿Y cómo quieres esconderte de ellos?
Babinsky, que era un minero silesiano alto y de ojos azules, contestaba:
-Cogeré a mi mujer y a mis chicos, me iré a vivir con
ellos en medio de un bosque, pondré alrededor cepos para los lobos
y no saldré nunca de casa sin el fusil. ¡Nadie se atreverá
a acercarse a mí!...
-¿Y no me llevarás contigo, Babinsky?
-No, a ti tampoco. No me fío de nadie...
Los marineros se esforzaban cuanto podían por hacerme más
llevadera la vida en el campamento, y tuve que protestar enérgicamente
hasta conseguir que me dejasen ponerme en la cola para recoger la comida
y tomar parte en los trabajos comunes, tales como fregar los suelos, mondar
patatas, lavar los cacharros y hacer la limpieza de los retretes comunes.
Las relaciones entre la masa y los oficiales, entre los que había
algunos que seguían pasando lista a "sus" hombres, eran hostiles.
Los oficiales acabaron por quejarse al jefe del campamento de mi propaganda
antipatriótica. El Coronel inglés se puso inmediatamente
al lado del patriotismo prusiano y me prohibió seguir actuando en
público. Esto, que ocurrió en los últimos días
de nuestra estancia en el campamento, hizo que mis relaciones con los marineros
y obreros allí concentrados ganasen todavía en cordialidad:
los prisioneros contestaron a la prohibición decretada por el comandante
con un escrito de protesta avalorado con 530 firmas.. Este plebiscito,
que hubo de llevarse a cabo bajo el brazo severo del sargento Olsen, era
la reparación más satisfactoria que podía apetecer
para todas las molestias sufridas en el campamento de prisioneros de Amherst.
Durante todo el tiempo que estuvimos allí recluídos,
las autoridades nos negaron el derecho a ponernos en relación directa
con el Gobierno ruso. Los telegramas que dirigíamos a Petrogrado
no se cursaban. Intentamos quejarnos telegráficamente de esta prohibición
cerca de Lloyd George, presidente del Consejo de Ministros de Inglaterra;
pero tampoco este telegrama se nos admitió. El coronel Morris se
había acostumbrado en las colonias a un habeas corpus bastante expeditivo.
La guerra le cubría las espaldas. Antes de permitirme hablar con
mi mujer, me puso por condición que no había de darle ningún
encargo para el cónsul ruso. Por muy inverosímil que parezca,
lo que digo es verdad. En vista de esto, renuncié a hablar con ella.
Luego, resultó que tampoco el cónsul se apresuraba a venir
en nuestro auxilio. Estaba esperando instrucciones. Pero las instrucciones
no debían de llegar tampoco.
Debo advertir que aún es hoy el día en que no he llegado
a comprender con absoluta claridad la tramoya de nuestra detención
y liberación, montada entre bastidores. El Gobierno inglés
había puesto mi nombre en las listas negras, probablemente desde
la época de mis trabajos en Francia. Es evidente que ayudó
al Gobierno zarista por todos los medios a alejarme de Europa. Nada tiene
de particular que las autoridades inglesas me hubieran mandado detener
en Halifax, fundándose en aquellas antiguas listas, completadas
por las noticias que recibiesen acerca de mi propaganda antipatriótica
en Norteamérica. Cuando la noticia de la detención trascendió
a la Prensa rusa revolucionaria, la Embajada inglesa, que no sospechaba
que yo hubiera de regresar tan pronto, envió a todos los periódicos
de Petrogrado una nota oficiosa diciendo que los rusos que se encontraban
detenidos en el Canadá habían sido sorprendidos camino de
Rusia "con una subvención de la Embajada alemana para derrocar el
Gobierno provisional". Por lo menos, esto tenía la ventaja de ser
claro. El día 16 de abril, la Pravda, periódico que dirigía
Lenin, contestó a sir Buchanan en los términos siguientes,
en que no es difícil adivinar la pluma de su director: "¿Puede
concederse crédito, ni siquiera por un momento, ni creer en su buena
fe, a la noticia de que Trotsky, presidente del Soviet de los diputados
obreros de San Petersburgo en 1905, un revolucionario que ha consagrado
generosamente tantos años de su vida al servicio de la revolución;
que un hombre como éste se halle complicado para nada en un plan
subvencionado por el gobierno germano? ¡Eso es una calumnia descarada,
inaudita, villana que se lanza contra un revolucionario! ¿De dónde
ha sacado usted esa noticia, señor Buchanan? ¿Por qué
no lo dice usted?... Seis hombres se llevaron secuestrado al camarada Trotsky,
arrastrándole por las manos y por los pies..., y todo en nombre
de la amistad que dice profesarse al Gobierno provisional ruso." Lo que
ya no resulta tan fácil es auscultar la intervención que
en aquello tuviese el propio Gobierno provisional. Que Miliukof, a la sazón
Ministro de Negocios extranjeros, veía con buenos ojos la detención,
es cosa que no necesita probarse, pues ya desde 1905 venía haciendo
una furibunda campaña contra el "trotskismo". Y él fué
precisamente quien lanzó este vocablo. Sin embargo, Miliukof dependía
de los Soviets, y no tenía más remedio que maniobrar con
gran cautela, ya que por entonces sus aliados socialpatriotas no se habían
entregado todavía al furor persecutorio que luego se les desató
contra los bolcheviques.
He aquí cómo cuenta la cosa el embajador inglés
Buchanan en sus Memorias: "Trotsky y los otros fueron detenidos en Halifax,
entre tanto se ponían en claro las intenciones que abrigaba respecto
a ellos el Gobierno provisional." Buchanan dice que nuestra detención
se puso inmediatamente en conocimiento de Miliukof. Y añade que
ya con fecha 8 de abril transmitió a su Gobierno el ruego formulado
por el ministro ruso de que se nos pusiese en libertad. Pero dos días
después, el propio Miliukof retiraba su petición y exteriorizaba
la esperanza de que se nos retuviese en Halifax por algún tiempo.
"Como se ve-concluye Buchanan-es al Gobierno provisional precisamente a
quien hay que hacer responsable de que se hubiese prolongado la detención."
Todo esto tiene bastantes visos de verdad. Lo que se olvida Buchanan de
decir en sus Memorias, es lo que se hizo de la subvención alemana
que según él se me entregara para derrocar al Gobierno provisional.
Pero tampoco esto es mayormente extraño: acorralado por mí
inmediatamente de llegar a Petrogrado, el embajador hubo de declarar en
la Prensa que no tenía la menor noticia de semejante subvención.
Nunca como durante la gran guerra "liberadora" mintieron tanto los hombres.
Si la mentira tuviese fuerza explosiva, nuestro planeta se habría
hecho añicos mucho antes de llegar a la paz de Versalles.
Por fin, el Soviet tomó cartas en el asunto, y Miliukof
hubo de ceder. El día 29 de abril se abrieron para nosotros las
puertas del campamento de concentración. Pero hasta para ponernos
en libertad fué necesario acudir a la violencia. Como se limitaban
a ordenarnos que recogiésemos nuestras cosas y saliésemos
de allí escoltados, pedimos que nos dijesen adónde y con
qué fines se nos llevaba. Nuestra pretensión tropezó
con una rotunda negativa. Los prisioneros estaban alarmados, pues creían
que iban a recluirnos en una fortaleza. Pedimos que viniese el cónsul
ruso más cercano. Tampoco accedieron a esto. Teníamos razones
sobradas para no fiar de la buena intención de estos caballeros
del mar. Hicimos constar que no iríamos voluntariamente, si antes
no se nos indicaba la finalidad del viaje. El Coronel ordenó que
se nos llevase por la fuerza. Los soldados de la escolta cargaron con el
equipaje. Seguíamos tendidos porfiadamente en los camastros. Y hasta
que no vió que la escolta se disponía a arrancarnos de allí
en brazos, por el mismo procedimiento con que nos habían sacado
del barco un mes antes-y además teniendo que cruzar por entre la
muchedumbre de los marineros excitados-, el Coronel no cedió, para
decirnos, con aquel estilo anglo-colonial que le caracterizaba, que íbamos
a ser embarcados en un vapor danés, rumbo a Rusia. La cara congestionada
del Coronel tenía un temblor convulsivo. No acababa de resignarse
a la idea de que íbamos a escapar de sus garras. ¡Ah, si nos
hubiese pillado en las costas del Sur de áfrica...!
Los camaradas de prisión nos tributaron una despedida solemne.
Mientras los oficiales se recogían desdeñosamente en sus
departamentos-sólo alguno que otro asomaba la nariz por las rendijas-,
los marineros y los obreros formaban columna a nuestro paso, una orquesta
improvisada tocaba un himno revolucionario, y por todas partes se extendían
hacia nosotros manos de amigos. Uno de los prisioneros pronunció
un breve discurso, que era un saludo a la revolución rusa y un anatema
contra la Monarquía alemana. Todavía hoy siento emoción
al pensar en aquel abrazo de fraternidad que sellamos con los marineros
alemanes de Amherst en medio de todos los furores de la guerra. Muchos
de ellos me escribieron después cartas muy cordiales desde Alemania.
Al oficial Macken, de la gendarmería británica, que había
llevado a cabo la detención y que asistió a nuestro embarco,
le amenacé, a guisa de despedida, con que lo primero que haría
en la Asamblea Constituyente sería interpelar al Ministro de Negocios
Extranjeros Miliukof acerca de las burlas de que unos ciudadanos ¡rusos
habían sido objeto por parte de la policía anglo-canadiense.
-Espero-me contestó el gendarme, expeditivo-que usted no se
sentará en la Asamblea Constituyente.