Llegué a Londres-desde Zurich, pasando por París-en el
otoño del año 1902; creo que fué en octubre, una mañana
temprano. Alquilé un "cab", más por gestos que con palabras,
y con ayuda de una dirección escrita en un papel, conseguí
que me dejase en mi punto de destino. El punto de destino era el cuarto
de Lenin. En Zurich me habían dado instrucciones de cómo
tenía que llamar a la puerta tres veces con el picaporte. Salió
a abrirme Nadeida Konstantinovna, a la que probablemente había arrancado
al sueño mi llamada. Era muy temprano y cualquiera que tuviese la
menor idea de lo que era el trato social, hubiera esperado tranquilamente
en la estación una o dos horas, para no presentarse a golpear en
una casa desconocida al amanecer. Pero yo no acababa de convencerme de
que ya no era el fugitivo siberiano. Con los mismos modos bárbaros
me había presentado en Zurich en casa de Axelrod a turbar su descanso
a altas horas de la noche. Lenin estaba todavía en la cama, y en
su cara, aunque me recibiera con afecto, se reflejaba cierto asombro. En
estas condiciones, tuvo lugar nuestra primera entrevista y nuestra primera
conversación. Wladimiro Ilitch y Nadeida Konstantinovna me conocían
ya por las cartas de Claire y me esperaban. Recibiéronme, pues,
con estas palabras:
-"Pluma" ha llegado.
Sin esperar a más, empecé a desembaular mis someras impresiones
acerca de la situación en Rusia. Dije que en el Sur las relaciones
eran flojas, que las señas de Kharkof estaban equivocadas, que la
redacción del Juchny Rabotchy (El Obrero del Sur) se oponía
a la fusión, que la frontera austríaca estaba en manos de
un estudiante de bachillerato que se negaba a ayudar a los de la Iskra.
En si, los hechos no tenían mucho de alentador; pero, en cambio,
la fe en el mañana era magnífica.
Aquella misma mañana, o acaso a la siguiente, di un gran paseo
con Lenin por las calles de Londres. Desde un puente, me enseñó
la Abadía de Westminster y otros edificios notables. No recuerdo,
exactamente sus palabras, pero el sentido era éste:
-¡He ahí su famoso Westminster!...
Aquel su no se refería a los ingleses, sino a las clases gobernantes.
Era el matiz, jamás rebuscado, sino profundamente orgánico
y reflejado principalmente en el tono de voz; que se percibía en
las palabras de Lenin siempre que hablaba de los valores culturales o de
las nuevas conquistas de la ciencia, del tesoro de libros del "British
Museum" de las informaciones de los grandes periódicos europeos,
y años más tarde, de la artillería alemana o la aviación
francesa; ellos pueden, ellos tienen, ellos hacen, ellos consiguen... ¡vaya
adversarios! La sombra invisible de la clase dominante se proyectaba sobre
todos los aspectos de la civilización humana, y los ojos de Lenin
percibían esta sombra en todo momento con la misma claridad de la
luz del día. Me figuro que yo no pondría gran interés
entonces en contemplar la arquitectura londinense. Para un hombre que acababa
de saltar de Siberia al extranjero, sin transición, por primera
vez, que había pasado por Viena, por París y andaba ahora
por Londres casi sin enterarse, "detalles" como el de la Abadía
de Westminster no tenían gran importancia. Además, Lenin
no me había invitado a dar este gran paseo para enseñarme
obras de arte. Lo que quería era conocerme de cerca y someterme
a un examen, sin que lo advirtiese. Y, en efecto, el examen abarcó
"todo el programa".
Le conté nuestras discusiones en Siberia, principalmente acerca
del tema de una organización central y la memoria que yo había
escrito a este propósito; mis choques violentos con los viejos anarquistas
de Irkutsk, donde había pasado unas cuantas semanas; le hablé
de los tres cuadernos de Majaisky, y así sucesivamente. Lenin sabía
escuchar.
-¿Y qué tal andaban ustedes de teoría?
Le dije que en la cárcel de depósito de Moscú
habíamos estudiado colectivamente su libro sobre La evolución
del capitalismo en Rusia, y que en el destierro nos habíamos puesto
a trabajar sobre El capital, pero sin pasar del segundo torno. Díjele
también que seguíamos con gran atención y remontándonos
a las fuentes originales, la polémica entre Bernstein y Kautskv.
Bernstein, apenas tenía partidarios entre nosotros. En materia filosófica,
gozaba de gran predicamento el libro de Bogdanof, que relacionaba el marxismo
con la teoría del conocimiento de Mach y Avenarius. A Lenin parecíale
también acertado este libro, entonces.
-Yo no soy filósofo-recuerdo que me dijo, preocupado-, pero
Plejanof rechaza la filosofía de Bogdanof, pues ve en ella una variante
disfrazada del idealismo.
Años más tarde, Lenin consagró un extenso estudio
a la filosofía de Mach y Avenarius, en que llegaba substancialmente
a los mismos resultados de Plejanof.
Le dije, en el transcurso de la conversación, que a los desterrados
nos había causado asombro la masa enorme de materiales estadísticos
recogidos en su libro sobre el capitalismo ruso.
-Sí, pero hay que tener en cuenta que me dediqué a eso
varios años...-contestó Wladimiro Ilitch, un poco perplejo.
Se le veía, sin embargo, la satisfacción que le causaba
el que los camaradas jóvenes comprendiésemos el esfuerzo
gigantesco que representaba la más importante de sus investigaciones
económicas.
En esta primera conversación sólo se habló muy
vagamente de mi cometido. Me dijo que pasase algún tiempo en el
extranjero, que estudiase los libros interesantes, que observase, y ya
se vería luego lo que hacía. Yo, sin embargo, tenía
el propósito de volver a Rusia clandestinamente, pasado algún
tiempo, para entregarme de nuevo a la labor revolucionaria.
Nadeida Konstantinovna me buscó alojamiento unas cuantas calles
más allá de la suya, en una casa en que vivían Vera
Ivanovna Sasulich, Martof y Blumenfed, el regente de la imprenta de la
Iskra. Pudo conseguirse un cuarto para mí. Las habitaciones, siguiendo
la costumbre inglesa, no estaban en el mismo piso, sino en pisos distintos:
en el de abajo vivía la patrona, y en los otros, los inquilinos.
Había, además, una especie de sala común en que tomábamos
café, fumábamos, charlábamos incesantemente, y en
la que reinaba un gran desorden al que no eran ajenos la Sasulich ni Martof.
La primera vez que estuvo allí de visita, Plejanof se fue diciendo
que aquella sala era una cueva de gitanos.
Así comenzó la breve etapa londinense de mi vida. Devoré
ansiosamente todos los números que iban publicados de la Iskra y
los volúmenes de la Saria (La Aurora), publicada por la misma redacción.
Eran unos artículos magníficos, en que la profundidad científica
no cedía a la pasión revolucionaria, ni ésta a aquélla.
Me enamoré verdaderamente de la Iskra, avergonzado de mi incultura
y firmemente decidido a salir de ella a toda prisa. Pronto empecé
yo también a colaborar en el periódico. Al principio, con
noticias breves, a las que luego siguieron los ensayos políticos
y los artículos de fondo.
Por aquellos días tomé también parte en una discusión
en Whitechapel, donde hube de contender con el patriarca de la emigración
rusa, Tchaikovsky, y con el anarquista Tcherkesof, que ya no era tampoco
ningún joven. Estaba verdaderamente asombrado de ver los pueriles
argumentos con que aquellos ancianos venerables intentaban pulverizar las
teorías marxistas. Me acuerdo de que volví a casa muy contento,
corriendo casi. Como elemento de enlace con Whitechapel y con el mundo
que me rodeaba me servía Alexeief un emigrado marxista que llevaba
largo tiempo viviendo en Londres y simpatizaba con la redacción
de la Iskra. El fué quien me inició en la vida inglesa y
me equipó con una serie de conocimientos muy útiles. Alexeief
hablaba siempre de Lenin con gran respeto. "No sé, pero creo que
Lenin tiene más importancia para la revolución que Plejanof",
me dijo un día. A Lenin no se lo conté, naturalmente, pero
sí a Martof. Este lo oyó sin hacer el menor comentario.
Un domingo fui con Lenin y Nadeida Kostantinovna Krupskaia a una iglesia
de Londres, donde se celebraba un mitin socialdemócrata alternando
con cánticos de salmos. Subió a la tribuna un cajista que
había estado en Australia, y habló de la revolución
social. A seguida, se levantaron todos y empezaron a cantar: "¡Oh,
Dios todopoderoso, haz que no haya reyes ni haya ricos!" Yo no daba crédito
a mis oídos ni a mis ojos. Cuando salimos de la iglesia, recuerdo
que dijo Lenin:
-En el proletariado inglés andan dispersos una serie de elementos
socialistas y revolucionarios, pero tan mezclados con ideas y prejuicios
conservadores y religiosos, que éstos no los dejan manifestarse
ni cobrar generalidad.
De vuelta de la iglesia aquella socialdemócrata, comimos en
la pequeña cocina, que era a la vez salón, de la casa de
dos cuartos en que vivían. Como de costumbre, bromeamos acerca de
si acertaría a encontrar mi pensión sin preguntar a nadie;
yo me orientaba muy mal por las calles, dando a esta torpeza-en el afán
de sistematizarlo todo-el nombre de "cretinismo topográfico". Más
tarde, hice algunos progresos, pero mi trabajo me costó.
Mis modestos conocimientos de inglés, que había adquirido
en la cárcel de Odesa, no aumentaron gran cosa durante el tiempo
que pasé en Londres. Estaba demasiado absorbido por los asuntos
rusos. El marxismo apuntaba apenas. La socialdemocracia tenía entonces
su eje espiritual en Alemania, y seguíamos con la mayor atención
el duelo que se estaba librando entre los ortodoxos y los revisionistas.
En Londres, como más tarde en Ginebra, veía con más
frecuencia a Vera Sasulichy a Martof que a Lenin. En Londres vivíamos,
como he dicho, en la misma casa y en Ginebra solíamos comer y cenar
en el mismo pequeño restaurante, y nos veíamos varias veces
al día; Lenin, en cambio, hacía vida de familia, muy recogida
y ordenada, y el reunirse con él, fuera de las sesiones oficiales,
era un pequeño acontecimiento. No compartía, ni mucho menos,
las costumbres y los gustos de la bohemia, a que tan aficionado era Martof;
sabía que el tiempo, a pesar de su relatividad, es el más
absoluto de los valores. Se pasaba días enteros en la biblioteca
del "British Museum", investigando, y allí solía escribir
también sus artículos para los periódicos. Con su
ayuda, pude conseguir acceso a este santuario, donde penetré con,
un hambre insaciable de lectura y estudio, esponjándome en aquella
abundancia de libros. Pero pronto hube de abandonarlo para regresar al
continente.
En vista del "ensayo" de Whitechapel, me mandaron a dar varias conferencias
a Bruselas, Lieja y Paris. La tesis era la defensa del materialismo histórico
contra las críticas de la llamada escuela subjetiva rusa. Lenin
estaba muy interesado en el tema. Le di a leer los apuntes que tenía
tomados y me aconsejó que escribiese con ellos un artículo
para el próximo volumen de la Saria. Pero no tuve valor para salir
a la palestra con una investigación puramente teórica, al
lado de Plejanof y de los maestros.
Estando en París, me llamaron telegráficamente a Londres.
Habían convenido en enviarme clandestinamente a Rusia, de donde
se quejaban de las detenciones en masa y de la falta de hombres, pidiendo
mi regreso. Pero ya antes de llegar a Londres, habían cambiado de
plan. Deutsch, que vivía por entonces en Londres y me apreciaba
mucho, me contó que había "intercedido" por mí, haciéndoles
ver que el "muchacho" (siempre me llamaba así) debía seguir
algún tiempo en el extranjero estudiando, a lo cual había
asentido Lenin. A pesar de lo tentador que era irse a trabajar en la organización
rusa de la Iskra, yo tenía, a la verdad, deseos de seguir algún
tiempo en el extranjero. Retorné a París, donde había-cosa
que no existía en Londres-una gran colonia de estudiantes rusos.
Los partidos revolucionarios forcejeaban duramente por ganarse, cada cual
para su causa, a los estudiantes. Me permito reproducir aquí un
pasaje de los Recuerdos de N. J. Sedova, de aquella época:
"En el otoño de 1902 abundaron las discusiones de memorias en
la colonia rusa. Del grupo de la Iskra a que yo pertenecía, desfilaron
por allí primero Martof y luego Lenin. Los tiros iban contra los
"economistas" y los socialrevolucionarios. En nuestro grupo hablábase
de la próxima llegada de un camarada joven, huido de Siberia. Se
presentó en la habitación de J. M. Alexandrovna, que había
andado antiguamente entre los narodniki y pertenecía ahora a la
Iskra. Los "jóvenes" sentíamos gran simpatía por Iekaterina
Mikailovna, la escuchábamos con gran interés y nos dejábamos
influir por ella. Iekaterina me encargó de buscar por allí
cerca un cuarto para el joven colaborador de la Iskra que acababa de llegar
a París. Por doce francos al mes encontramos uno en la misma casa
en que yo vivía; pero era tan pequeño, estrecho y oscuro,
que más que cuarto parecía un calabozo. Le pinté a
Iekaterina Mikailovna las condiciones del cuarto, con todo detalle. pero
ella me interrumpió diciendo:
-Basta, basta; está bien, ya se arreglará; que se instale
allí.
Cuando ya el nuevo camarada (cuyo nombre nadie nos dijo) estaba instalado
en su cuarto, me preguntó Iekaterina:
-¿Y qué, se prepara para la conferencia?
-No sé, seguramente-dije yo; ayer por la noche, cuando subía
por la escalera, oí silbar suavemente en su cuarto.
-Pues dígale usted que en vez de silbar procure prepararse.
Iekaterina estaba preocupadísima con su discurso. No tenía
por qué. Fué un gran éxito, y la colonia estaba entusiasmada,
pues el joven colaborador de la Iskra superó todas las esperanzas."
Estudié a París mucho más atentamente que a Londres.
Era la influencia de N. J. Sedova. Y aunque nacido y criado en el campo,
fue en París donde empecé a interesarme por la naturaleza.
Aquí fué también donde, por vez primera, se me reveló
el verdadero arte. Pero no se crea que me fuera fácil abrir el sentido
a la naturaleza y a la cultura. Véase lo que decía de esto
N. J. Sedova en sus Memorias: "Toda la impresión que ha sacado de
París es ésta: parecido a Odesa, sólo que Odesa es
mucho más hermoso. Este juicio, verdaderamente peregrino, sólo
se explica sabiendo que L. D. vive tan entregado a los problemas políticos,
que sólo se da cuenta de que hay otras cosas cuando éstas
se le meten por los ojos, y aun entonces se resigna a ellas como a una
carga, como a algo inevitable. Yo, que no compartía ni mucho menos
esta apreciación de París, me reía un poco de él."
Sí, así era. Entré en la atmósfera del
centro del mundo a la fuerza y de mala gana. Los primeros días "negaba"
a París y esforzábame por ignorarlo. En el fondo, todo esto
eran los esfuerzos del bárbaro por afirmar su personalidad. Presentía
que para conocer bien a París y comprenderlo debidamente, había
que consagrar a ello mucho tiempo. Y yo tenía una misión
que cumplir, una misión absorbente, celosa, que no toleraba rivalidades:
la revolución. Poco a poco, y a fuerza de fatigas, fui sintiéndome
ganado por el arte. Me repelían el Louvre, el Luxemburgo y las Exposiciones.
Encontraba a Rubens demasiado rozagante y satisfecho, a Pubis de Chavannes
demasiado pálido y asceta. Los cuadros de Carrières, con
su misterio de penumbra, me irritaban. Otro tanto me ocurría con
la escultura y la arquitectura. En realidad, me resistía a aceptar
el arte como antes me había resistido a aceptar la revolución
y el marxismo, y como, por espacio de varios años, me resistí
contra Lenin y contra sus métodos. La revolución de 1905
vino a interrumpir el proceso de mi asimilación de Europa y su cultura.
Ya en mi segunda emigración intimé más con el arte:
vi y leí todo lo que pude acerca de esto, y hasta llegué
a escribir algo, pero no he pasado nunca de ser un diletante.
En París oí hablar a Jaurés. Era en la época
del Gabinete Waldeck-Rousseau, en que Millerand desempeñaba la cartera
de Comunicaciones y Gallifet la de Guerra. Tomé parte en las manifestaciones
callejeras de los guesdistas y, uniendo mi voz a los otros, llamé
qué sé yo cuantas cosas a Millerand. Entonces, Jaurés
no me produjo una gran sensación, acaso porque veía en él
demasiado descarnadamente al adversario. Hasta unos cuantos años
más tarde no supe apreciar en su verdadero valor a esta gran figura,
aunque sin cambiar por ello de actitud respecto al jauresismo.
A petición de los estudiantes marxistas, Lenin vino a dar tres
conferencias sobre el problema agrario, a la Universidad que habían
fundado en París los profesores expulsados de Rusia. Los universitarios
liberales rogaron al conferenciante, persona poco grata, que prescindiese
en lo posible de dar a sus conferencias un tono polémico. Pero Lenin,
en este punto, no admitía condiciones y empezó la primera
lección declarando que el marxismo era una teoría revolucionaria
y, por tanto, polémica por naturaleza. Me acuerdo de que estaba
muy excitado antes de ponerse a hablar. Pero apenas pisó la cátedra,
se serenó, por lo menos exteriormente. El profesor Gamdarof, que
había acudido a oírle, comunicó su impresión
a Deutsch con estas palabras: "¡Un verdadero profesor!" En sus labios,
era seguramente la mejor alabanza.
Habíamos convenido llevar a Lenin a la Opera, y encargamos de
esto a N. J. Sedova. Lenin se presentó en la Opera Comique con la
misma cartera de los papeles con que había acudido a la conferencia.
Tomamos asiento todos juntos arriba en la galería. Además
de Lenin, Sedova y yo, creo que estaba también Martof. Por cierto,
que con aquella función se me ha quedado asociado un recuerdo que
tiene muy poco de musical. Lenin se había comprado en París
unas botas y luego resulto que le apretaban. Quiso el destino que yo estuviese
también vivamente necesitado de calzado nuevo. Probé las
botas de Lenin, y como parecía que me sentaban a la maravilla, me
quedé con ellas. Hasta llegar al teatro no anduvo mal la cosa, pero
una vez allí, empezó el martirio. Al regreso sufrí
lo indecible; Lenin se fue riendo todo el camino de mí, y su risa
era doblemente cruel en quien, como él, había andado torturado
durante varias horas por la misma causa.
Desde París recorrí, en viaje de conferencias, las colonias
de estudiantes rusos de Bruselas, Lieja, Suiza y algunas ciudades alemanas.
En Heidelberg oí explicar al viejo Kuno Fischer, pero, decididamente,
las doctrinas kantianas no me atraían. La filosofía normativa
me repelía de un modo orgánico. ¿A qué lanzarse
sobre una pila de heno, cuando al lado crece la hierba verde y jugosa?...
La Universidad de Heidelberg era la predilecta de los estudiantes rusos
que simpatizaban con la escuela idealista. Entre ellos se encontraba Avxentief,
que, más tarde, había de ser Ministro del Interior bajo la
presidencia de Kerenski. En Heidelberg rompí más de una lanza
luchando ardorosamente en defensa de la dialéctica materialista.