Se acercaba el otoño y con él, inminente, la época
de los caminos intransitables. Para acelerar mi fuga, se decidió
que los dos desterrados que estaban en turno se escapasen juntos. Un amigo
aldeano prometió sacarme de Werjolensk en unión de E. G.,
la traductora de Marx. Salimos al campo, de noche, y el aldeano que había
de conducirnos nos tapó con paja y toldos de lienzo, como si fuésemos
una carga de mercancías. Mientras tanto, para sacarle dos días
de delantera a la policía, mi mujer metía un muñeco
en la cama, haciendo el papel de enfermo. El aldeano arreaba los caballos
a la manera siberiana, es decir, a una velocidad de veinte verstas por
hora. Mis costillas iban contando los baches del camino y a mis oídos
llegaban los gemidos de mi vecina de viaje. Cambiamos el tiro dos veces.
Antes de llegar a la estación del ferrocarril, me separé
de mi compañera de expedición, para no doblar las sospechas
y los posibles tropiezos. Sin grandes contratiempos pude tomar el tren,
a donde los amigos de Irkutsk me habían mandado una maleta con camisas
almidonadas, una corbata y otros atributos de la civilización. Llevaba
en la mano un tomo de Homero traducido en hexámetros rusos por Gniedich
y en el bolsillo un pasaporte extendido a nombre de Trotsky, nombre que
había escrito al azar, sin sospechar ni mucho menos que había
de quedarme con él para toda la vida. El tren siberiano llevábame
rumbo a Occidente. Los gendarmes de guardia me dejaban pasar sin fijarse
en mí. Las talludas mujeres siberianas salían a las estaciones
con pollos y lechones asados, botellas de leche, montañas de pan
recién amasado. Los andenes semejaban exposiciones de la abundancia
de aquella tierra. Los viajeros del coche fueron todo el camino bebiendo
té y comiendo los baratos panecillos siberianos empapados de grasa.
Yo, entretanto, leía los exámenes homéricos y soñaba
con el extranjero. La evasión no tenía nada de romántico;
acababa en una vulgar bacanal de té.
Me detuve en Samara, donde residía entonces el estado mayor
de la "Iskra" ("La Chispa") en el país (que no debe confundirse
con el de los emigrados). A la cabeza de este grupo, y bajo el nombre supuesto
de Claire, estaba el ingeniero Krischisjanovsky, actual presidente del
"Gosplan".
El y su mujer eran amigos de Lenin desde los años de 1894 a 95,
en que habían actuado juntos en la socialdemocracia de San Petersburgo,
y desde el destierro en Siberia. A poco de ser reprimida la revolución
de 1905, Claire abandonó el partido, como miles y miles de afiliados,
y fué a ocupar como ingeniero un puesto considerable en el mundo
industrial. Los obreros clandestinos quejábanse de que les negaba
hasta el auxilio que antes les prestaran los liberales. A la vuelta de
diez o doce años, Krischisjanovsky volvió a ingresar en el
partido, cuando ya éste estaba en el Poder. He ahí la senda
recorrida por buen número de intelectuales, que son hoy el apoyo
más importante con que cuenta Stalin.
En Samara me incorporé oficialmente, por decirlo así,
a la organización de la "Iskra" con el nombre supuesto de "Pluma",
que Claire me asignó corno homenaje a mis éxitos de periodista
en Siberia. La "Iskra" tomó a su cargo la organización del
partido. El primer congreso, celebrado en Minsk en marzo de 1898, no había
conseguido crear una organización centralizada. Además, las
detenciones en masa habían venido a cortar los hilos que empezaban
a tenderse, cuando aún no habían tenido tiempo para afirmarse
en el país. A consecuencia de esto, el movimiento se desarrolló
en forma de hogares revolucionarios aislados y cobré un carácter
provincial. A la vez que esto ocurría, descendía el nivel
intelectual de la propaganda. En su afán por conquistarse las masas,
los socialdemócratas iban dejando atrás sus postulados políticos.
Surgió la llamada tendencia "económica", que se nutría
del potente auge que estaban tomando el comercio y la industria, y del
gran movimiento de huelgas. Hacia fines de siglo sobrevino una crisis que
agudizó los antagonismos todos del país y que vino a dar
gran impulso a la campaña política. La "Iskra" empezó
a librar una enérgica batalla contra los "economistas" provinciales
por la implantación de un partido revolucionario centralizado. Los
principales directores del grupo residían en el extranjero y aseguraban
la cohesión ideológica de la organización.
Estos directores habían sido elegidos entre los llamados "revolucionarios
profesionales", unidos estrechamente entre sí por la unidad de la
teoría y de la acción. En aquella época, los partidarios
de la "Iskra" eran, en su mayoría, intelectuales, que luchaban por
la conquista de los comités socialdemócratas locales y preparaban
la organización de un congreso del partido, en que aspiraban a que
triunfasen las ideas y los métodos de su grupo. Era algo así
como el primer ensayo de aquella organización revolucionaria que,
a fuerza de desarrollarse y templarse, de atacar y retroceder, buscando
siempre y cada vez más íntimamente el contacto con las masas
obreras, abrazando empresas cada vez más osadas, había de
derribar, a la vuelta de quince años, a la burguesía y adueñarse
del Poder.
Por encargo de la organización de Samara visité en Kharkof,
Poltava y Kief, a una serie de revolucionarios, algunos de los cuales pertenecían
ya a la "Iskra", mientras que a otros había que convencerlos para
que ingresasen en el grupo. Volví a Samara sin haber conseguido
gran cosa; en el Sur, hacíase bastante difícil trabar relaciones;
las señas que me habían dado para Kharkof resultaban ser
falsas, y en Poltava hube de contender con el patriotismo local. Aquella
campaña no admitía prisas, sino que reclamaba un trabajo
serio y reposado. Entretanto, Lenin, que mantenía asidua correspondencia
con la organización de Samara, me exhortaba a que saliese lo antes
posible al extranjero. Claire me equipó con el dinero necesario
para el viaje e instrucciones para pasar la frontera austríaca por
las inmediaciones de Kamenez-Podolsk.
La cadena de aventuras, más cómicas que trágicas,
empezó en la estación de Samara, al tomar el tren. Para no
presentarme al gendarme por segunda vez, decidí entrar al andén
en el último minuto, cuando el tren estuviera para salir. El estudiante
Solovief, uno de los actuales directores del sindicato del petróleo,
era el encargado de reservarme el sitio y esperarme con la maleta. Haciendo
tiempo hasta la hora de la salida del tren, me fui tranquilamente a pasear
a un campo, a corta distancia de la estación, y estaba mirando el
reloj, cuando de pronto oigo la segunda señal para la salida. Caí
en la cuenta de que me habían informado mal acerca de la hora y
eché a correr cuanto pude. Solovief, que me había estado
esperando concienzudamente, saltó del vagón con la maleta
en la mano cuando ya el tren estaba en movimiento y vióse cercado
al punto por los gendarmes de servicio y los empleados de la estación.
Pero en aquel momento vieron venir a un viajero jadeante que se lanzaba
al tren en marcha, y este viajero, que era yo, desvió la atención
del otro. Y el atestado con que habían amenazado al estudiante se
disolvió en las chacotas crueles de que hubimos de ser víctimas
los dos.
Hasta llegar a la zona fronteriza todo fué bien. Un policía
me pidió en la última estación el pasaporte. ¡Y
cuál no fué mi asombro cuando vi que no ponía el menor
reparo a aquel documento fabricado por mí! Resultó que el
encargado de guiarme para pasar encubiertamente la frontera era un estudiante
de bachillerato. Hoy es un químico prestigioso que está al
frente de un instituto científico de la República de los
Soviets. Las simpatías del bachiller estaban del lado de los socialrevolucionarios.
Cuando se enteró de que yo pertenecía a la organización
de la "Iskra" tomó un tono terrible y severo de acusación:
-¿Ignora usted acaso que, en sus últimos números,
la Iskra ataca vergonzosamente al terrorismo?
Ya me disponía a entrar en una discusión doctrinal, cuando
el bachiller, montando en cólera, agregó estas palabras:
-¡No seré yo el que le ayude a usted a pasar la frontera!
Este argumento, por lo que tenía de expeditivo, me dejó
estupefacto. Y sin embargo, era perfectamente consecuente. Quince años
más tarde hubimos de arrancar el Poder a los socialrevolucionarios
con las armas en la mano. Pero en aquel momento, confieso que no estaba
como para pensar en perspectivas históricas. Intenté convencerle
de que no era lógico que quisiera hacerme a mí responsable
de los artículos de la Iskra y declaré, como remate, que
no daría un pasó mientras no tuviese un guía. Por
fin, el bachiller se ablandó,
-Está bien-me dijo-, pero hágales usted saber que es
la última vez.
Me llevó a pasar la noche a la habitación de un viajante
de comercio, soltero, cuyo dueño, según me dijo, no estaría
de regreso hasta el día siguiente. Me acuerdo confusamente de que
tuvimos que entrar en la habitación, que estaba cerrada, saltando
por una ventana. Por la noche, cuando menos lo esperaba, me despertó
una luz y vi inclinado sobre la cama, contemplándome, a un hombrecillo
pequeño e insignificante con un sombrero duro en la cabeza, una
vela en la mano y en la otra un bastón. Desde el techo descendía
hacia mí una gran mancha de sombra coronada por un hongo gigantesco.
-¿Quién es usted?-le pregunté, indignado.
-¡Hombre, no está mal!-me contestó el desconocido,
en tono trágico-. ¡Le encuentro acostado en mi cama y me pregunta
quién soy!
Ya no podía dudar que tenía delante al dueño del
cuarto. Fué en vano pretender explicarle que no tenía que
haber vuelto hasta el día siguiente.
-¡Yo sé perfectamente cuándo tengo que volver,
pues para eso es mi casa!-me replicó el hombre, no sin razón.
La situación era un tanto embrollada.
-¡Ya comprendo!-exclamó el legítimo propietario
de aquella vivienda, sin dejar de alumbrarme la cara con la vela. Es otra
bromita del Alejandro ese. ¡Ya nos las entenderemos con él
mañana! Yo, naturalmente, apoyé muy convencido aquella idea
feliz que hacía recaer la culpa de todo sobre el tal Alejandro.
El resto de la noche lo pasé al lado del viajante, que hasta me
obsequió con té y todo.
A la mañana siguiente, después de una ruidosa polémica
con el dueño del cuarto, el bachiller me entregó a un contrabandista
de la aldea de Brody. Hube de pasar todo el día escondido entre
la paja del granero de aquel campesino ukraniano, que me alimentó
con sandías. Por la noche, lloviendo, me llevó hasta el otro
lado de la frontera. Estaba muy oscuro y había que andar a tientas
un largo trecho.
-Encarámese usted sobre mis espaldas-me dijo el guía-,
que hay que pasar un arroyo.
Yo no quería.
-Es que no le conviene a usted presentarse del otro lado con una mojadura-insistió
el hombre.
No tuve más remedio que hacer sobre sus espaldas una parte del
viaje, y todavía me entró agua en los zapatos. Como al cabo
de quince, minutos, entramos a secarnos en una cabaña judía,
que estaba ya en territorio austríaco. Allí me aseguraron
que el guía me había conducido por el arroyo para sacarme
más dinero. Por su parte, el aldeano, al despedirse, me precavió
afectuosamente de los "judíos", que eran muy capaces de pedirme
el triple de lo que valían las cosas. El caso es que mis recursos
se iban agotando rapidísimamente. Todavía tenía que
recorrer ocho kilómetros en la oscuridad de la noche, antes de llegar
a la estación. Los más difíciles y peligrosos eran
los dos primeros, hasta la carretera, por un camino lleno de barro que
iba bordeando la frontera. Me llevó un obrero judío viejo
en un cochecito pequeño de dos ruedas.
-Ya verá usted cómo un día acaban quitándome
la gaita por meterme en estos fregados-gruñó.
-¿Y cómo?
-Los soldados le echan a uno el alto, y si no se contesta disparan.
Allí se ve fuego. Afortunadamente, tenemos una buena noche.
Era, en efecto, una noche magnífica, una noche de otoño,
negra como boca de lobo; la lluvia persistente nos azotaba el rostro y
las herraduras del caballo chasqueaban sobre la tierra reblandecida. íbamos
cuesta arriba; el cochecillo, todo desvencijado, crujía, el viejo
arreaba al caballo en voz baja, con cálido acento, las ruedas se
hundían en los baches y el débil carruaje se hacía
cada vez más a un lado, hasta que por fin volcó. El barro
era como cumplía al mes de octubre: frío y abundante. Yo
caí tan largo como era, me hundí en el lodo casi hasta la
cintura y perdí los lentes. Pero lo más espantoso del caso
era que, apenas volcar, sonó un grito penetrante, no se sabía
dónde, allí cerca de nosotros; un grito de desesperación,
clamando auxilio, invocando la ayuda del cielo; en medio de aquella noche
obscura y lluviosa, no había manera de saber de dónde salía
la misteriosa voz, una voz tan llena de expresión y que, sin embargo,
no era una voz humana.
-¡Ya verá usted cómo nos trae la desgracia, ya
lo verá-musitó rabiosamente el viejo-; ya verá cómo
nos pierde!...
-¿Pero qué es?-le pregunté, conteniendo la respiración.
-Es un maldito gallo que mi mujer me dió para el carnicero,
para degollar el sábado...
Ahora, los chillidos se sucedían por intervalos regulares.
-Este maldito gallo nos va a perder, pues estamos a doscientos pasos
del puesto de vigilancia, y verá usted qué pronto se nos
presenta un soldado.
-¡Retuérzale usted en seguida la cerviz!-le aconsejé
va, furioso, en voz baja.
-¿A quién?
-¡Hombre, al gallo!
-¿Y cómo quiere usted que dé con él, si
estará debajo de qué sé yo cuántas cosas?
Y los dos nos pusimos a buscar a gatas en medio de la noche, tanteando
entre el barro, bajo la lluvia, maldiciendo del gallo y de nuestra suerte.
Por fin, el viejo liberó a la desdichada víctima, que estaba
debajo de mi manta. El animalito, agradecido, dejó de chillar. Echando
mano los dos, logramos levantar el coche, y seguimos viaje. En la estación,
tuve tres horas para secarme y limpiarme, antes de que llegase el tren.
Cuando hube cambiado el dinero, resultó que no me alcanzaba para
llegar hasta el punto de destino, es decir, hasta Zurich, donde había
de presentarme a Axelrod. En vista de esto, saqué billete hasta
Viena; allí ya vería cómo me las arreglaba.
En la capital de Austria, lo que más me sorprendió fué
que, a pesar de haber estudiado alemán en el Instituto, no lograba
entender a nadie y los demás, en su mayoría, me pagaban en
la misma moneda. A duras penas, conseguí hacer comprender a un hombre
viejo, de gorra encarnada, que quería ir a la redacción del
Arbeiter-Zeitung. Había decidido presentarme personalmente a Víctor
Adler, jefe de la socialdemocracia austríaca y hacerle ver que la
causa de la revolución rusa reclamaba mi presencia en Zurich. El
guía dijo que él me acompañaría. Anduvimos
por espacio de una hora luego resultó que el periódico no
estaba allí hacía dos años. Anduvimos otra media hora.
Cuando hubimos llegado al nuevo edificio, el portero nos dijo que hoy no
era día de visita. Imagínese mi situación. No podía
gratificar a mi acompañante, estaba muerto de hambre y-lo que importaba
más que todo-debía continuar viaje inmediatamente hasta Zurich.
Vi bajar la escalera a un caballero alto, de aspecto nada acogedor. Me
dirigí a él preguntándole por Víctor Adler.
-¿Cómo, no sabe usted qué día es hoy?-me
preguntó, con tono severo.
No lo sabía. Entre el viaje, la aventura del cuarto del viajante,
el granero del labriego ukraniano, la lucha con el gallo en medio de la
noche, había perdido la cuenta de los días.
-¡Hoy es domingo!-dijo el caballero alto, subrayando mucho la
palabra, e hizo ademán de seguir su camino.
-Lo mismo da, necesito verle.
Entonces, el caballero me contestó con una voz terrible, como
si mandase a un batallón en un asalto:
-¡Ya se le ha dicho a usted que los domingos el doctor Adler
no recibe!
-Pero es que traigo un asunto urgente-le contesté, sin rendirme.
-¡No importa! ¡Aunque fuese diez veces más urgente
todavía! ¿Lo entiende usted?
El que así hablaba era el mismo Fritz Austerlitz en persona,
el terror de su propia redacción, cuyas palabras-hubiera dicho Víctor
Hugo-no eran palabras, sino rayos.
-¡Aun cuando trajese usted, ¿me comprende?, la noticia
del asesinato del mismo Zar y de que había estallado la revolución
en Rusia, ¿me comprende usted?, no tendría usted derecho
a venir a turbar el descanso del doctor en un domingo!
Verdaderamente, este caballero me imponía, con su voz tonitruante.
Pero parecíame que no estaba diciendo más que tonterías.
¿Cómo era posible que el descanso dominical de nadie fuese
más importante que los postulados de la revolución? Resolví
no ceder. Era necesario, a todo trance, seguir viaje a Zurich, donde me
aguardaba la redacción de la Iskra. Además, yo venía
huido de Siberia, lo cual me parece que tenía su importancia. Me
planté, pues, al pie de la escalera, cerrando el paso a aquel caballero
malhumorado, hasta que, por fin, conseguí lo que deseaba, pues Austerlitz
se avino a darme las señas de Víctor Adler, a cuya casa me
trasladé, acompañado siempre por mi guía.
Salió a recibirme un hombre de estatura regular, encorvado,
casi giboso, con ojos hinchados y cara de fatiga. En Viena estaban celebrándose
a la sazón las alecciones para el Landtag. La noche anterior Adler
había hablado en varios mítines y se había estado
hasta el amanecer escribiendo artículos y proclamas. No le supe
hasta una hora después, en que me lo dijo su nuera.
-Perdone usted, doctor, que venga a interrumpir su descanso en un domingo...
-¡Siga, siga usted!...-dijo mi interlocutor con cierta severidad
externa, pero en un tono que no era para imponer, sino, al contrario, que
animaba. Aquel hombre resplandecía espíritu por todas las
arrugas de la cara.
-Soy un ruso...
-No necesitaba usted decírmelo, pues ya había tenido
tiempo sobrado para comprenderlo.
Le conté, mientras me estudiaba rápidamente con la mirada,
la conversación que había tenido en el portal del periódico.
-¿Ah, sí? ¿Eso le han dicho a usted? ¿Y
quién puede haber sido? ¿Alto? ¿Y gritaba mucho? ¡Ah,
era Austerlitz! ¿Dice usted que gritaba? ¡Sí, era Austerlitz,
no hay duda! No le dé usted importancia. Trayéndome noticias
de la revolución rusa, puede usted llamar a mi puerta a cualquier
hora de la noche... ¡Katia!, ¡Katia!-se puso a gritar.
En seguida, acudió su nuera, que era rusa.
-Con ella se entenderá usted mejor-dijo Adler, saliendo del
cuarto.
Ya estaba asegurado mi viaje.
Abreviatura rusa de "Plan de Economía
del Estado".