Cuando Lenin salió al extranjero tenía treinta años
y era ya un hombre formado. En Rusia-lo mismo en los círculos estudiantiles
que en los primeros grupos socialdemócratas y en las colonias de
desterrados-se había destacado siempre en el primer lugar. Podía
tener conciencia de su poder, pues todos aquellos con quienes hablaba o
trabajaba se lo reconocían. Salió al extranjero equipado
ya con un gran bagaje teórico y con grandes reservas de experiencia
revolucionaría. En el extranjero había de colaborar con el
"Grupo de la Emancipación de trabajo", y sobre todo con Plejanof,
intérprete brillantísimo de Marx, maestro de varias generaciones,
teórico, político, publicista y orador de fama europea, relacionado
con los socialistas de toda Europa. Con Plejanof estaban dos grandes autoridades:
la Sasulich y Axelrod. Vera Ivanovna Sasulich tenía una personalidad
preeminente, que no debía tan sólo a su pasado heroico, pues
era una pensadora de gran agudeza y poseía grandes conocimientos,
principalmente de historia, y una, intuición psicológica
poco común. Vera Sasulich servía de elemento de enlace entre
"el grupo" y el viejo Engels. A diferencia de Plejanof y la Sasulich, que
mantenían relaciones muy estrechas con el socialismo de los países
latinos, Axelrod representaba dentro del "grupo" las ideas y experiencias
de la socialdemocracia alemana. Aquellos años señalan ya
el comienzo de la decadencia de Plejanof. La personalidad de este hombre
decrecía al contacto de la misma causa que infundía fuerza
a la de Lenin: la proximidad de la revolución. La obra toda de Plejanof
tiene un carácter de preparación ideológica. Plejanof
era un propagandista y polémico del marxismo, pero no un político
revolucionario del proletariado. Conforme iba acercándose la revolución,
empezaba a perder la firmeza en el andar. El mismo tenía que darse
cuenta de ello y de aquí su irritabilidad contra la gente joven.
La Iskra estaba dirigida políticamente por Lenin. El mejor redactor
que tenía el periódico era Martof, que escribía con
la misma facilidad y fluidez con que hablaba. Martof no se sentía,
manifiestamente, muy a gusto al lado de Lenin, de quien era, por entonces,
el más íntimo colaborador. Seguían tratándose
de tú, pero sus relaciones eran ya bastante frías. Martof
vivía al día, entregado a los temas cotidianos: sus perversidades,
los temas literarios de actualidad, los artículos, las novedades
y las conversaciones absorbían su vida. Lenin pisaba con pie firme
en el hoy, pero su pensamiento se remontaba al mañana. Martof era
hombre de ocurrencias innumerables, muchas veces ingeniosísimas,
de hipótesis, de proyectos, de los cuales con frecuencia ni él
mismo volvía a acordarse. En cambio, Lenin se asimilaba tan sólo
aquello que necesitaba y a medida que lo necesitaba. La manifiesta fragilidad
de las ideas de Martof hacía a Lenin, muchas veces, menear la cabeza
preocupado. Por entonces, no se habían destacado todavía,
ni siquiera revelado, los despectivos rumbos políticos. Más
tarde, al producirse la escisión en el segundo congreso, el grupo
de la Iskra se divide en los "duros" y los "blandos". Estos términos,
bastante corrientes en un principio, atestiguan que, aunque no existiese
todavía una línea de separación bien marcada, mediaban
ya diferencias de punto de vista, de temple, de consecuencia y decisión
en el mantenimiento de la causa. Aplicándoles estos términos,
podemos decir que Lenin, aun antes de la escisión y del Congreso,
era de los "duros" y Martof de los "blandos". Y ambos lo sabían.
Lenin, que apreciaba mucho a Martof, le contemplaba inquisitivamente y
con un cierto recelo, y Martof, que comprendía aquella mirada, sentíase
agobiado bajo ella y en sus hombros escuálidos había un temblor
nervioso. En sus charlas, cuando coincidían en algún sitio,
no se percibía ya ninguna nota cordial ni la menor broma, a lo menos
en mi presencia. Lenin no miraba a Martof cuando hablaba, y los ojos de
éste se escondían, apagados, detrás de sus lentes
torcidos y siempre sucios. Cuando Lenin me hablaba del otro, su voz tenía
una entonación rara: "¡Ah, sí!, ¿eso ha dicho
Julii?, y pronunciaba el nombre de un modo especial, con una ligera inflexión,
como si quisiera precaverle a uno y decirle: "Es un hombre excelente, magnífico;
pero ¡cuidado! muy blando." Es probable que en la actitud de Martof
frente a Lenin influyese también, psicológicamente, aunque
no de un modo político, Vera Ivanovna Sasulich.
Lenin había ido concentrando en sus manos las comunicaciones
con Rusia. La secretaría de la redacción estaba a cargo de
su mujer, Nadeida Kostantinovna Krupskaia. La Krupskaia era el centro de
todo el trabajo de organización, la encargada de recibir a los camaradas
que llegaban a Londres, de despachar y dar instrucciones a los que partían,
de establecer la comunicación con ellos, de escribir las cartas,
cifrándolas y descifrándolas. En su cuarto olía casi
siempre a papel quemado, de las cartas y papeles que constantemente había
que estar haciendo desaparecer. A veces, se la oía quejarse, con
su voz dulce pero insistente, de lo poco que escribían, de que cambiaban
la clave, de que no sabían emplear bien la tinta química,
de que no había modo de descifrar aquellos renglones, etc.
La preocupación de Lenin, en su labor diaria de organización
y de política, era irse emancipando lo más posible de los
viejos, y sobre todo de Plejanof, con el que ya había tenido varios
choques duros, principalmente a propósito de la redacción
del proyecto de programa del partido. Plejanof, con el que ya había
tenido varios choques duros, principalmente a propósito de la redacción
del proyecto de programa del partido. Plejanof criticó implacablemente
el primitivo proyecto de Lenin presentado contra el suyo, y lo hizo con
ese tono de ironía displicente que en casos tales sabía emplear.
Pero a Lenin era difícil amedrentarle ni desanimarle. El duelo cobró
un carácter muy dramático, y hubieron de intervenir como
mediadores la Sasulich y Martof. La primera al lado de Plejanof, y el segundo
a favor de Lenin. Ambos mediadores estaban animados de un espíritu
muy conciliador, aparte de que eran buenos amigos. Vera Ivanovna le dijo,
según me contó ella misma, a Lenin:
-Jorge (Plejanof) es un lebrel, que aunque muerde y zamarrea, suelta
lo que coge; pero usted es un perro de presa, cuyos zarpazos son mortales.
Recuerdo que cuando Vera Ivanovna me refirió esta conversación,
le puso el siguiente comentario:
-A Lenin le gustó mucho la comparación y repitió,
con complacencia, lo del "zarpazo mortal". Y era gracioso oírla
imitar la pronunciación y la erre arrastrada de Lenin.
Todos estos incidentes habían ocurrido antes de llegar yo, sin
que tuviese ni sospecha de ellos. Como tampoco sabía que las relaciones
entre los miembros de la redacción se habían agriado por
causa mía. A los cuatro meses de estar yo en el extranjero, Lenin
escribió a Plejanof la siguiente carta:
"2. III. 03. París. Propongo a todos cuantos componen la Redacción
que incorporemos a ella a "Pluma" por cooptación y con plenitud
de derechos. (A mi parecer, para el nombramiento por cooptación,
no basta la mayoría, sino que hace falta unanimidad.) Nos es muy
necesario un nuevo redactor que haga el número siete, tanto, para
facilitar las votaciones (6 es número par) como para ayudarnos en
los trabajos. "Pluma" viene escribiendo en todos los números desde
hace más de un mes, trabaja para la Iskra con la mayor energía
y da conferencias (acompañadas de gran éxito). No sólo
nos es muy útil, sino indispensable para la redacción de
artículos y noticias sobre temas de actualidad. Es, indiscutible,
hombre enérgico y de condiciones, de talento extraordinario, que
hará carrera. También puede ayudarnos mucho en materia de
traducciones y en trabajos literarios de vulgarización.
Posibles objeciones: 1) que es demasiado joven; 2) que está
(probablemente) expuesto a tener que regresar pronto a Rusia; 3) que su
pluma (sin comillas) guarda huellas del estilo folletonista, tiene excesivas
preocupaciones de elegancia, etc.
ad 1) No se le propone para desempeñar un puesto personal, sino
para entrar en un organismo colegiado. Esto le servirá precisamente
para adquirir experiencia. Teniendo ya, como indudablemente tiene, el "instinto"
de un hombre de partido y de fracción, el saber y la experiencia
son cosas que pueden adquirirse. También es indudable que estudia
y trabaja. Este nombramiento es necesario para captarle definitivamente
y para alentarle.
ad 2) Si le interesamos en este trabajo, acaso no se marche tan pronto.
Y caso de tener que marcharse, sus relaciones organizadoras con la Redacción,
a la que estaría subordinado, más bien acrecientan considerablemente
que disminuyen su valor.
ad 3) Los defectos de estilo no tienen gran importancia. Ya actualmente
acepta en silencio (aunque no de muy buen grado) las "correcciones". En
el seno de la Redacción tendrán lugar debates y votaciones,
y las "instrucciones" cobrarán la forma y el carácter de
cosas necesarias.
Propongo, pues: 1.º Elegir a "Pluma" redactor, por cooptación
entre las seis personas que hoy la forman; 2.º Caso de que sea elegido,
que se proceda a establecer, de un modo definitivo, el régimen interno
de la Redacción y de las votaciones y a redactar un reglamento detallado.
Lo necesitamos, y tiene su importancia para el Congreso.
P. S. Consideraría como equivocado y torpe en el más
alto grado que se aplazase la elección; en "Pluma" se nota ya bastante
descontento aunque, naturalmente, no lo manifieste de un modo público,
pues le parece que no pisa todavía en terreno firme y que le despreciamos
como a un "muchacho". Si no nos hacemos cargo de él y dentro de
un mes, por ejemplo, se vuelve a Rusia, se considerará desdeñado
por nosotros. Podemos desperdiciar la ocasión, lo cual sería
lamentable."
Reproduzco casi íntegra (omitiendo sólo algunos detalles
de orden técnico) esta carta, de que yo mismo no tuve noticia hasta
hace poco, porque refleja muy bien las circunstancias en que le desenvolvía
en aquellos tiempos la Redacción de la Iskra y da idea de Lenin
y de su actitud hacia mí. Ya queda dicho que yo no sabía
absolutamente nada de duelo que se estaba librando a mis espaldas en torno
a mi nombramiento de redactor. Desde luego, no es cierto, como dice Lenin,
ni tal era por entonces mi estado de espíritu, que yo estuviese
"bastante descontento" por no ingresar en la Redacción. La verdad
es que no se me había pasado por las mientes semejante cosa. Me
mantenía respecto a la Redacción del periódico en
la actitud del discípulo para con los maestros. Yo tenía
entonces veintitrés años-el redactor más joven, que
era Martof, tenía siete años más que yo; Lenin me
llevaba diez años-y estaba entusiasmado de que la suerte me hubiera
puesto en contacto con este magnífico puñado de hombres.
Del menor de ellos podía yo aprender y estaba ansioso de aprender.
¿En qué se fundaba, pues, Lenin para hablar de mi descontento?
Me inclino a creer que era, sencillamente, un golpe de táctica.
Toda carta está animada por la aspiración de demostrar, de
convencer, de salirse con la suya. Se ve que quiere asustar a los demás
redactores con mi supuesto descontento y con el peligro de que me separe
de la Iskra. Es un argumento más de que se vale. Y otro tanto puede
decirse de la alusión que hace a lo del trato de "muchacho". Deutsch
era el único que me daba de vez en cuando este tratamiento, y con
él, que no influía ni podía influir para nada en mí,
políticamente, uníame una buena amistad. Este es otro argumento
a que Lenin acude para sugerir a los viejos la necesidad de que me consideren
como a hombre políticamente adulto. Diez días después
de la carta de Lenin, Martof escribíale a Axelrod la siguiente:
"Londres, 10 marzo 1903. Vladimiro Ilitch nos propone nombrar a "Pluma"
miembro de la Redacción con plenitud de derechos. Sus trabajos literarios
revelan indudable talento. Por sus tendencias es absolutamente "nuestro".
Está consagrado de lleno a los intereses de la Iskra y goza de gran
predicamento aquí (en el extranjero) por sus dotes oratorias, que
son considerables. Habla maravillosamente; no cabe hacerlo mejor. Estoy
firmemente convencido de esto, al igual que Vladimiro Ilitch. Posee conocimientos
y trabaja por completarlos. Yo me adhiero incondicionalmente a la propuesta
de Vladimiro Ilitch". En esta carta, en que Martof es el eco fiel de Lenin,
no aparece ya referencia alguna a mi descontento. Martof, que vivía
en la misma casa que yo, pared por medio, tenía sobradas ocasiones
de observarme, y no podía sospechar en mi impaciencia alguna por
conquistar un puesto de redactor.
¿Y por qué Lenin insistía tanto en incorporarme
a la Redacción? Sencillamente, porque quería conquistarse
una mayoría segura. Ante una serie de cuestiones de interés,
la Redacción se dividía en dos bandos: en uno, figuraban
los viejos (Plejanof, la Sasulich y Axelrod); en otro, los jóvenes
(Lenin, Martof y Potressof). Lenin creía firmemente que yo estaría
a su lado en los problemas fundamentales. Una vez, como fuese necesario
levantarse a hablar contra Plejanof, Lenin me llamó a un lado y
me dijo, con una sonrisa taimada:
-Es mejor que hable Martof, pues él sabe suavizar las cosas
y usted pega duro.
Es probable que yo, oyendo aquello, pusiese cara de asombro, pues a
seguida añadió:
-En general, a mí me gusta que se pegue duro; pero a Plejanof,
esta vez, es preferible tratarle con suavidad.
Ante la resistencia de Plejanof fracasó la propuesta de Lenin
de que yo ingresase en la Redacción. Es más: aquella propuesta
fue la causa principal de la gran aversión que me tomó Plejanof,
el cual comprendió en seguida, naturalmente, que Lenin trataba de
conseguir una mayoría segura contra él. La reforma de la
Redacción se aplazó hasta e próximo Congreso. Sin
embargo, los redactores acordaron admitirme en sus sesiones con voz aunque
sin voto.
Plejanof se opuso terminantemente. Pero Vera Ivanovna dijo:
-¡Pues aunque usted se oponga, te traeré!
Y en efecto, me "llevó" a la sesión siguiente. Como yo
no sabía lo ocurrido entre bastidores, me quedé asombrado
al ver la refinada frialdad con que me saludaba Plejanof, que en estas
cosas era un maestro consumado. Su hostilidad contra mí duró
mucho tiempo. En rigor, no llegó a desaparecer nunca. En abril de
1904, Martof escribió a Axelrod una carta en que hablaba del "innoble
odio personal, para él (Plejanof) deshonroso, que siente contra
la persona consabida". (Esta persona consabida era yo.)
La observación que en su carta hace Lenin acerca de mi estilo
no deja de tener interés. Es, desde luego, acertada, tanto en lo
que se refiere a la galanura, como en mi aversión a aceptar de nadie
correcciones. Mi actividad de escritor apenas llevaba dos años de
vida, y las cuestiones de estilo ocupaban en ella lugar preeminente. Sólo
encontraba gusto en las palabras. Me pasaba algo así como a los
niños cuando están echando los dientes, que no saben más
que frotarse las encías y se lo llevan todo a la boca: esa rebusca,
que a mí me parecía tan importante, tras una palabra, una
fórmula, una imagen, representaba la época de la dentición
en el período de crecimiento de mis dotes de escritor. La depuración
del estilo tenía que ser obra del tiempo. Y como aquella preocupación
mía por la forma no era puramente casual ni externa, sino que respondía
a un proceso ideológico interno, no es extraño que, con todo
el respeto que aquellos hombres me merecían, defendiese instintivamente
mi individualidad de escritor, que empezaba a formarse, contra las invasiones
de otros escritores, consumados sin duda, pero muy diferentes a mí...
Entre tanto, la fecha del Congreso iba acercándose, y al fin
se tomó el acuerdo de trasladar la Redacción del periódico,
a Ginebra donde la vida era incomparablemente más barata y las comunicaciones
con Rusia más fáciles. Lenin hubo de asentir, aunque muy
contra su voluntad.
"En Ginebra-escribe Sedova en sus Recuerdos-nos instalamos en dos cuartuchos
abuhardillados. L. D. se ocupaba en los trabajos preparatorios del Congreso.
Yo me disponía a marchar para Rusia, al servicio del partido."
Empezaron a llegar los primeros delegados para el Congreso, con los
que había que sostener inacabables deliberaciones. La dirección
de estos trabajos preliminares la llevaba, indiscutiblemente, Lenin aun
cuando no siempre de un modo visible. Algunos delegados venían llenos
de reparos y de dudas. Los trabajos preparatorios absorbían mucho
tiempo. Una gran parte de las deliberaciones se consagraba a la fijación
de los estatutos, siendo el punto más importante del esquema de
organización la cuestión de las relaciones mutuas entre el
órgano central del partido (la Iskra) y el Comité central
residente en Rusia. Yo, al venir al extranjero, traía el convencimiento
de que la Redacción debía estar "sometida" al Comité
central. Y ese era, desde Rusia, el modo de pensar de la mayoría
de los partidarios de la Iskra.
-No, no puede ser-me replicó Lenin-cuando hablamos de esto,
las fuerzas son muy desproporcionadas. ¿Cómo quieren dirigirnos
desde Rusia? No puede ser... Nosotros formamos un centro fijo, somos los
más fuertes ideológicamente y dirigiremos el movimiento desde
aquí.
-Entonces, se instaurará un régimen de plena dictadura
por parte de la Redacción-objeté yo.
-¿Y qué se pierde con eso?-me contestó Lenin-.
En las circunstancias actuales, no hay otro remedio.
Los planes de Lenin en punto a la organización no acallaban
todas mis dudas. Pero no podía pensar, ni por asomo, que esta cuestión
fuera a dar al traste con el Congreso.
Yo obtuve el mandato de la "Liga Siberiana", con la que había
mantenido estrechas relaciones durante el destierro. Partí para
el Congreso en unión del delegado de Tula, que era el médico
Ulianof, el hermano menor de Lenin. Para que no se nos pegase ningún
espía, no tomamos el tren en Ginebra, sino en la estación
inmediata, una estación pequeña y solitaria llamada Nion,
donde los rápidos sólo paraban medio minuto. Como buenos
provincianos rusos, no esperamos el tren en el andén donde paraba,
y hubimos de lanzarnos a él atravesando la vía. Pero el tren
se puso en movimiento antes de que hubiéramos tenido tiempo de saltar
al estribo. El jefe de estación, al ver a dos viajeros entre las
vías, dió la señal de alarma y el tren volvió
a parar. Apenas habíamos tenido tiempo a acomodarnos en el departamento,
cuando se presentó el interventor, dándonos a entender que
no había, visto nunca dos sujetos tan tontos y advirtiéndonos
que teníamos que pagar cincuenta francos de multa por haber parado
el tren. Nosotros, por nuestra parte, le dimos a entender a él que
no sabíamos una palabra de francés. Esto no era verdad, naturalmente,
pero surtió su efecto, pues el interventor, que era un suizo gordo,
después de chillar tres minutos, nos dejó en paz. Fué
lo mejor que pudo hacer, pues entre los dos no hubiéramos podido
reunir los cincuenta francos. Al pasar a hacer la revisión volvió
a expresa a los demás viajeros la opinión altamente lamentable
que tenía de aquellos dos sujetos a quienes había habido
que recoger de la vía. El pobrecillo no sabía que la finalidad
de nuestro viaje era nada menos que crear un partido.
El Congreso empezó sus sesiones en Bruselas, en el domicilio
de las asociaciones obreras, la Maison du Peuple. Nos asignaron un local
suficientemente recatado a los ojos del público en que tenían
almacenados una serie de fardos de lana. Las pulgas nos acribillaban. Nos
divertíamos en llamarlas las huestes de Anseele, lanzadas al asalto
de la sociedad burguesa. Pero el hecho es que las sesiones resaltaban un
verdadero tormento físico. Mas no era esto lo peor, sino que ya
en los primeros días los delegados descubrieron que estaban seguidos
por espías. Yo andaba con el pasaporte de un búlgaro llamado
Samokovlief, a quien no conocía. A la segunda semana de estar en
Bruselas, saliendo, ya tarde de la noche, con Vera Sasulich de un pequeño
restaurant llamado "El Faisán de Oro". nos cruzamos con el delegado
de Odesa, S., el cual, sin mirarnos, nos dijo en voz baja:
-Lleváis un espía detrás; separaos y seguirá
al hombre.
S. era un gran especialista en materia de espías; sus ojos,
en esto, tenían la precisión de un instrumento astronómico.
Vivía en un primer piso junto al restaurant y había montado
en la ventana un puesto de observación. Me separé, sin más
dilación, de la Sasulich y seguí calle adelante. Llevaba
en el bolsillo el pasaporte del búlgaro y cinco francos. El espía,
que era un flamenco alto, flaco, con unos labios que parecían el
pico de un pato, me seguía. Eran ya más de las doce de la
noche y la calle estaba solitaria. Giré bruscamente sobre los talones,
y le pregunté a boca de jarro:
-M'sieur, ¿qué calle es ésta?
El flamenco fué a refugiarse, asustado, contra la pared:
-Je ne sais pas.
Seguramente había esperado que le soltase un tiro.
Seguí andando, siempre por el boulevard adelante. Sonó
la una en un reloj. Al llegar a una bocacalle, torcí por ella y
eché a correr cuanto pude, seguido siempre por el flamenco. Aquella
noche, dos hombres que no se conocían, corrían como locos
por las calles de Bruselas, uno detrás de otro. Todavía me
parece estar oyendo sus pisadas. Di la vuelta a la manzana y volví
a llevar a mi flamenco al boulevard. Los dos estábamos cansados,
irritados, y seguimos andando con cara de mal humor. Nos encontramos con
un punto de coches de alquiler. De nada me hubiera servido tomar uno, pues
el espía habría saltado inmediatamente a otro. Seguimos andando.
El boulevard, inacabable, parecía tocar allí a su término;
estábamos en un extremo de la ciudad. A la puerta de una pequeña
taberna nocturna estaba parado un coche de punto. Tomé un poco de
carrerilla y salté a él.
-¡Eche usted a andar, aprisa!
-¿Adónde vamos?
El espía era todo oídos. Le di el nombre de un parque
que estaba a cinco minutos de la casa en que vivía.
-¡Cien sous!
-¡Tire usted!
El cochero empuñó las bridas. El espía entró
corriendo a la taberna, salió con un camarero y apuntó con
el dedo a su enemigo. A la media hora de esto, entraba yo en mi cuarto.
Encendí la vela y me encontré encima de la mesa de noche
una carta dirigida a mi nombre búlgaro. ¿Quién podría
escribirme a aquellas señas? Era un aviso de la Policía,
ordenando a monsieur Samokovlief que se presentase al día siguiente,
a las diez de la mañana, con su pasaporte. Esto indicaba que ya
me había descubierto el día antes otro espía y que
todas aquellas carreras nocturnas por el boulevard habían sido infructuosas
para ambas partes. Fueron varios los delegados que aquella noche se encontraron
con el mismo tributo de homenaje. A los que se presentaron ante la policía
les fue ordenado que pasasen la frontera de Bélgica en término
de veinticuatro horas. Yo no me molesté en acudir a presencia del
Comisario, sino que tomé directamente el tren para Londres, adonde
se había trasladado el congreso.
Harting, que dirigía la sección de espionaje ruso de
Berlín, informó al Departamento de orden público que
"la policía de Bruselas se había visto sorprendida por una
invasión de extranjeros, sobre diez de los cuales recaían
sospechas de manejos anarquistas". El "asombro" de la policía de
Bruselas se había encargado de infundírselo el propio Harting,
cuyo verdadero nombre era Hekkelmann y su oficio el de terrorista-provocador;
condenado a presidio en rebeldía por los Tribunales franceses, vióse
más tarde ascendido por el zarismo a general de la "Okhrana", y
acabó siendo, bajo nombre supuesto, caballero de la Legión
de Honor. A Harting le dió el soplo otro agente provocador, el doctor
Shitomirsky, que desde Berlín había tomado parte activa en
la organización del congreso. Todo esto lo supimos alguno años
después. Diríase que el zarismo tenía en sus manos
todos lo resortes. Y, sin embargo, ya se ve de qué le sirvió...
El congreso puso de manifiesto las disidencias que existían
en los cuadros dirigentes de la Iskra; salieron a la luz los dos grupos
de los "blandos" y los "duros". Al principio, estas divergencias giraban
en torno a un punto del estatuto: el referente a quiénes debía
reconocerse la condición de miembros del partido. Lenin se obstinaba
en identificar el partido con la organización clandestina. Martof
quería que se admitiesen también dentro del partido aquellos
que trabajaban bajo las órdenes de esta organización. La
diferencia no era de alcance práctico inmediato, pues las dos fórmulas
convenían en no reconocer voto más que a los que formasen
parte de aquélla. Sin embargo, era innegable que había aquí
dos tendencias divergentes. Lenin aspiraba a una forma cerrada y a una
absoluta claridad en los asuntos del partido. Martof, por el contrario,
propendía al confusionismo. La cristalización de fuerzas
en torno a esta cuestión trazó ya el cauce que había
de seguir el congreso y determinó la formación de los grupos
alrededor de los dirigentes. Entre bastidores librábase un verdadero
duelo por la conquista de cada delegado. Lenin se esforzó lo indecible
por ganarme para su causa. Me llevó a dar un largo paseo con él
y con Krassikof; entre los dos, pretendieron convencerme de que Martof
no era lo que me convenía, de que era un "blando". La fisonomía
que Krassikof iba trazando de las gentes de la Iskra era tan desahogada,
que Lenin fruncía el ceño. Yo estaba aterrado. En mi actitud
respecto a los miembros de la Redacción había todavía
mucho de juvenil y de sentimental, y esta conversación más
me repelió que me atrajo.
Las diferencias no estaban todavía dibujadas; había que
moverse por tanteos y operando a base de imponderables. Se convino en convocar
una reunión del grupo central de la Iskra para que deliberase y
viese el modo de llegar a una armonía. Pero ya la elección
de presidente daba lugar a dificultades.
-Propongo-dijo Deutsch, buscando una salida-que elijamos al Benjamín
de la reunión. Y he aquí cómo hube de ser yo designado
para presidir aquella asamblea de la Iskra, en la que apuntó ya
la escisión de bolcheviques y mencheviques, que más tarde
había de dividir el partido. Todo el mundo estaba excitadísimo.
Lenin, se salió de la reunión dando un portazo. Es la única
vez que recuerdo haberle visto perder la serenidad, que siempre conservaba
por dura que fuese la lucha en el seno del partido. La situación
iba agriándose cada vez más. En el congreso salieron ya a
luz, abiertamente, las divergencias de parecer. Lenin hizo una última
tentativa para llevarme al lado de los "duros", mandándome al delegado
S. y a Dimitrii, su hermano. Varias horas duró la conversación
que tuvimos en el parque. Los comisionados no querían ceder.
-Tenemos órdenes de llevarle a usted con nosotros, sea como
sea.
Por fin, hube de negarme, resueltamente a acompañarles.
La escisión se produjo sin que ningún congresista lo
esperase. Lenin, que había tomado parte más activamente que
nadie en la lucha, no la había previsto tampoco, ni la deseaba.
Los dos bandos lamentaban profundamente .10 ocurrido. Lenin sufrió,
después del congreso, una enfermedad nerviosa que le duró
varias semanas. "L. D. escribía casi diariamente desde Londres-dice
Sedova en sus Recuerdos-, y sus cartas reflejaban cada vez mayor preocupación,
hasta que por fin nos informó, desesperado, de que había
producido la escisión en la Iskra; la Iskra ya no existe, ha muerto...
A todos nos dolió extraordinariamente la escisión. Cuando
L. D. hubo regresado de Londres, salí para San Petersburgo, y me
hice cargo de los materiales del congreso, que habían conseguido
introducir, extendidos en papel muy fino y con letra diminuta, en la tapa
de un Larousse."
¿Cómo se explica que yo me pusiese en el congreso del
lado de los "blandos"? Téngase en cuenta que me unían grandes
vínculos a tres redactores: Martof, la Sasulich y Axelrod. Estos
tres influían en mí de un modo indiscutible. En el seno de
la Redacción producíanse, antes del congreso, diferentes
matices de opinión, pero sin que llegasen nunca a manifestarse divergencias
acusadas. Con quien menos afinidad tenía era con Plejanof, que no
podía tragarme desde que había surgido entre nosotros la
primera colisión, harto leve a decir verdad. Lenin estaba conmigo
en excelentes relaciones. Pero sobre él pesaba, a mis ojos, la responsabilidad
de aquel atentado contra la Redacción de un periódico, que
a mi modo de ver formaba una unidad y que tenía aquel nuombre fascinador
de la Iskra. Sólo el pensar en que pudiera malograrse aquella unión,
parecíame un crimen intolerable. En los movimientos revolucionarios,
el centralismo es un principio duro, imperioso, absorbente, que no pocas
veces adopta formas despiadadas contra personas y grupos enteros que ayer
todavía luchaban a nuestro lado. No en vano en el vocabulario de
Lenin abundan tanto las palabras "despiadado" e "irreconciliable". Esta
crueldad sólo puede tener una justificación cuando la imponen
los altos ideales revolucionarios, exentos, de todo interés bajamente
personal. En 1903 no había otra mira que eliminar de la Redacción
de la Iskra a Axelrod y a la Sasulich. Yo sentía por ellos, no sólo
respeto, sino simpatía. También Lenin les había tenido
aprecio, en consideración a su pasado. Pero habiendo llegado al
convencimiento de que eran un estorbo cada vez más molesto en la
senda de porvenir, sacó la conclusión lógica de esta
premisa y creyó necesario separarlos del puesto directivo que ocupaban.
Yo no podía avenirme a ello. Todo mi ser se rebelaba contra esa
mutilación despiadada de viejos luchadores que habían llegado
hasta el umbral de nuestro partido. Este sentimiento de indignación
me hizo romper con Lenin en el segundo congreso. Su conducta parecíame
intolerable, indignante, espantosa. Y, sin embargo, era políticamente
acertada y, por consiguiente, necesaria para la organización. No
había más remedio que romper con los viejos, que se obstinaban
en seguir aferrados a la fase preparatoria. Lenin supo comprenderlo antes
que nadie. Quiso ver si aún era posible retener a Plejanof, separándolo
de los otros dos. Pero los hechos se encargaron de demostrar muy pronto
que no podía ser.
Me separé, pues, de Lenin por motivos que tenían mucho
de "morales" y hasta de personales. Sin embargo, aunque al exterior sólo
pareciese así, en el fondo la divergencia encerraba un carácter
político y afectaba a algo más que a las cuestiones de mera
organización.
Yo contábame entre los centralistas. Pero es indudable que por
entonces no podía darme todavía clara cuenta del centralismo
severo o imperioso que había de reclamar un partido revolucionario
creado para lanzar a millones de hombres al asalto de la vieja sociedad.
Hay que tener en cuenta que había pasado los primeros años
de mi juventud en la penumbra de la reacción, pues en Odesa ésta
se había rezagado un siglo; Lenin, en cambio convivió en
su juventud con el movimiento liberal de la "narodnaia volia". Los que
tenían unos cuantos años menos que yo formáronse ya
en un ambiente de progreso político. Al celebrarse el congreso de
Londres, en el año 1903, la revolución tenía para
mí, todavía, mucho de abstracción teórica.
El centralismo leninista no podía brotar aún, en mi cerebro,
de una concepción revolucionaria, clara y definitiva, a la que hubiese
llegado por mi cuenta. Y si no me equivoco, mi vida intelectual ha estado
presidida siempre, imperiosamente, por la tendencia a concebir por mi cuenta
los problemas, sacando de ellos todas las consecuencias lógicas
y necesarias.
La agudización del conflicto desatado en el congreso debíase,
no sólo a los problemas de principio que se plantearon, sino a la
incapacidad de los viejos para saber apreciar la magnitud y la importancia
de Lenin. Ya durante las sesiones, y al acabar éstas, Axelrod y
los demás redactores estaban dominados por la indignación
y por el asombro. Pero, ¿cómo, es posible que se atreva a
eso?-decían, refiriéndose a Lenin-. ¿Cómo es
posible-pensaban-que un hombre que acaba, o poco menos, de salir al extranjero
para aprender y que hasta ahora no ha sido más que un buen discípulo
quiera ya moverse por su cuenta, y con tal seguridad?
Pero Lenin podía atreverse. Y se había atrevido. Para
ello, bastábase con estar convencido de que aquellos hombres viejos
eran totalmente incapaces de tomar en sus manos, bajo el imperio de la
revolución que se acercaba, la organización de la vanguardia
obrera y de ponerse inmediatamente a la cabeza de ella para llevarla al
combate. Los viejos-y no eran ellos solos-se equivocaban; aquel hombre
era algo más que un magnífico colaborador: era un caudillo;
su mirada estaba fija siempre en el triunfo. Y bien podemos decir sin temor
a equivocarnos que, si ya no lo estaba, pudo convencerse definitivamente
de sus dotes de caudillo al contacto con los viejos maestros, al comprender
que era más fuerte y más necesario para el movimiento que
sus adoctrinadores. En aquellos espíritus, todavía un tanto
oscuros, que se agrupaban en torno a la bandera de la Iskra, sólo
Lenin representaba íntegramente y en toda su entereza el día
de mañana, con todos sus tremendos problemas, sus choques crueles
y sus víctimas innumerables.
Lenin logró ganar para sí a Plejanof durante el congreso,
pero por poco tiempo; en cambio, perdió para siempre a Martof. Parece
que en aquellas sesiones, Plejanof tuvo una cierta intuición de
lo que era Lenin. "De esa madera-le dijo a Axelrod, refiriéndose
a él-se hacen los Robespierres." Personalmente, Plejanof no hizo
un papel muy brillante en el Congreso. Sólo una vez le vimos y oímos
en todo su esplendor; fué en el seno de la comisión encargada
de redactar el proyecto de programa. Le nombraron para presidirla, y había
que verle allí, con una visión clara y científica
del problema en la cabeza, seguro de sí mismo, de sus conocimientos,
de su superioridad, con aquella mirada gozosa y llena de fuego irónico,
con aquellos mostachos puntiagudos y divertidos, ya salpicados de canas,
con aquel gesto un tanto teatral, pero vivo y lleno de expresión,
ilustrando a la numerosa asamblea y derramando sobre ella, como un viviente
fuego de artificio, su cultura y su ingenio.
Martof, el jefe de los mencheviques, es una de las figuras más
trágicas del panorama revolucionario. Era un escritor de extraordinario
talento, un político pletórico de ideas y un pensador sutil,
cualidades todas que le ponían muy por encima de la corriente ideológica
por él representada. Pero en sus ideas faltaba la audacia y en su
agudeza la medula de la volunta. Y estas dotes no era posible suplirlas
con la capacidad para aferrarse a las cosas. La primera reacción
que los hechos producían en él era siempre revolucionaria.
Pero como la idea no estaba apoyada en el resorte de la voluntad, duraba
poco. Las buenas relaciones que nos unían no pudieron resistir a
la prueba de los primeros sucesos de la revolución que se acercaba.
El segundo congreso representa desde luego en mi vida uno de los grandes
jalones, aunque sólo sea por haberme mantenido separado de Lenin
durante muchos años. Volviendo la vista atrás y enfocando
el pasado en conjunto, no lo lamento. Es cierto que retorné a Lenin
más tarde que otros muchos, pero lo hice por la senda que yo mismo
me tracé, a través de las experiencias de la revolución,
la contrarrevolución y la guerra imperialista, y de sus enseñanzas.
Y cuando hube de retornar a él lo hice con bastante más firmeza
y seriedad que aquellos que se dicen "discípulos" suyos; los que,
mientras vivió, no hicieron más que repetir, viniese o no
a cuento, sus palabras e imitar sus gestos, para revelarse como impotentes
epígonos, instrumento inconsciente en manos de poderes hostiles,
apenas faltó el maestro.