íbamos río Lena abajo. La corriente del río arrastraba
lentamente las barcas en que iban los presos y la escolta. Por la noche
hacía un frío de hielo, y por la mañana los abrigos
de pieles con que nos envolvíamos aparecían cubiertos de
escarcha. Por el camino, los presos eran desembarcados y dejados en los
puntos de destino, individualmente o por parejas. Tardamos en llegar a
la aldea de Usti-Kut, si mal no recuerdo, unas tres semanas. Al llegar
aquí me desembarcaron en unión de Alejandra Lvovna, con
quien estaba en íntimas relaciones y a quien hablan condenado también
al destierro por los sucesos obreros de Nikolaief. Alejandra Lvovna ocupaba
uno de los primeros lugares en nuestra Liga obrera del Sur. Profundamente
entregada al socialismo, con un absoluto desprecio de todo lo que le fuese
personal, gozaba de una autoridad moral indiscutible. El trabajo común
por la causa nos había unido íntimamente, y para que no nos
desterrasen a lugares distintos, habíamos hecho que nos desposasen
en la cárcel de depósito de Moscú.
La aldea a que íbamos desterrados estaba formada por unas cien
casas de madera, en la última de las cuales nos albergamos. En torno,
extendíase el bosque y abajo discurría el río. Hacia
el Norte, a lo largo del Lena, estaban las minas de oro, cuyo reflejo bailaba
en las aguas del río. La aldea de Usti-Kut había conocido
días mejores, días de orgías salvajes, saqueos y robos.
Cuando nosotros arribamos a ella, ya estaba todo tranquilo. No quedaban
más que las borracheras. El patrón y la patrona de la cabaña
en que vivíamos estaban siempre bebidos. Era una vida sombría,
estúpida, aislada del mundo. Por las noches, las polillas llenaban
la casa de un ruido desagradable; se lanzaban sobre la mesa, sobre la cama,
sobre la cara de uno. No había más remedio que abandonar
la casa para tener las puertas y ventanas abiertas durante uno o dos días,
con treinta grados bajo cero. En verano, había una plaga de moscas.
Cómo sería, que acosaron y llegaron a matar-literalmente-a
una vaca extraviada en el bosque. Los campesinos llevaban encima de la
cara una red hecha de cerdas de caballo y untada de brea. Durante el otoño
y la primavera, la aldea desaparecía casi bajo el lodo. En cambio,
el paisaje era magnífico. Pero en aquellos años, yo sentía
una indiferencia absoluta por la naturaleza. Parecíame imperdonable
perder el tiempo contemplándola. Vivía entre el bosque y
el río casi sin enterarme. Los libros y las relaciones personales
llenaban mi vida. Pasaba los días estudiando a Marx, con las páginas
del libro plagadas de polillas.
El río Lena era la gran vía fluvial de los desterrados.
Los cumplidos retornaban río arriba, camino del Sur. La comunicación
entre los varios núcleos de desterrados, que iban aumentando conforme
crecía la revolución, rara vez se interrumpía. Iba
y venían cartas, que crecían hasta convertirse en verdaderos
tratados teóricos. El gobernador de Irkutsk autorizaba los traslados
de un lugar a otro con relativa facilidad. En unión de Alejandra
Lvovna, me trasladé a unas doscientas cincuenta verstas hacia Oriente,
junto al río Ilim, donde vivían unos amigos nuestros. Aquí,
estuve algún tiempo empleado en la oficina de un mercader millonario,
cuyos almacenes de pieles, tiendas y tabernas ocupaban, dispersos, una
superficie tan grande como la de Bélgica y Holanda juntas. Era un
poderoso señor feudal del comercio. Tenía sometidos a él
a miles de tungusos, a quienes llamaba "mis tungusitos". Y este hombre
no sabía poner siquiera su nombre y tenía que firmar con
una cruz. Se pasaba todo el año comiendo míseramente, como
un avaro, para derrochar toda una fortuna en la feria de Nisni-Novgorod.
Estuve a su servicio mes y medio. Hasta que un día anoté
un pud de "negro de Alemania" en vez de anotar una libra, y pasé
una cuenta monstruosa a un cliente lejano. Este desliz minaba considerablemente
mi fama, y decidí dejar el cargo. Nos volvimos a Usti-Kut. Fue un
invierno terrible, en que el frío llegó a cuarenta y cuatro
grados Reaumur. El carretero que nos conducía arrancaba con sus
manos enguantadas los carámbanos que colgaban del hocico de los
caballos. Yo llevaba encima del regazo a una niña de diez meses
que nos había nacido. La criatura respiraba por una especie de chimenea
que le habíamos hecho encima de la cara entre las pieles. Al llegar
a una estación la desenvolvíamos cuidadosamente, temerosos
de que se hubiese ahogado. Sin embargo, el viaje tuvo feliz término.
Pero no estuvimos mucho tiempo en Usti-Kut. Pasados algunos meses, el gobernador
nos autorizó para trasladarnos un poco más al Sur, a Werjolensk,
donde teníamos también amigos.
La aristocracia del destierro la constituían los viejos narodniki,
que habían acabado instalándose aquí, unos de una
manera y otros de otra. Los jóvenes marxistas formaban grupo aparte.
Por aquella época arribaron al Norte los primeros obreros condenados
por delito de huelga; habían sido elegidos al azar entre la masa,
y muchos de ellos eran medio analfabetos. Para estos obreros, el destierro
fue una escuela preciosa de política y de cultura. Como donde quiera
que se reúnen hombres sujetos por la fuerza, las diferencias de
opinión tomaban muchas veces forma de agrias disputas. Conflictos
de orden privado y carácter sentimental acababan con frecuencia
en dramas. No eran raros los suicidios. En Werjolensk nos turnábamos
para vigilar a un estudiante de Kief. Un día, vi brillar encima
de su mesa unos pedazos de metal; luego, resultó que había
estado torneando balas de plomo para su escopeta de caza. No pudimos evitarlo.
Se apoyó el cañón contra el pecho y apretó
el gatillo con un dedo del pie. Le enterramos en silencio, en lo alto de
una colina. Entonces, todavía rehuíamos los discursos como
algo falso. En todas las colonias importantes de desterrados había
tumbas de suicidas. Algunos deportados, principalmente en las ciudades,
se dejaban ganar por el ambiente. Otros se daban a la bebida. En el destierro
como en la cárcel, no había más áncora de salvación
que el trabajo intelectual intenso. Puede decirse que los marxistas eran
los únicos que trabajaban teóricamente.
Esperábamos con la mayor emoción la llegada o el paso
de las nuevas conducciones. En las aguas del Lena conocí, en aquellos
años, a Dserchinsky, a Uritsky y a muchos otros revolucionarios
jóvenes a quienes aguardaba un gran porvenir. Recuerdo que en una
noche oscura de primavera, junto a una hoguera que habíamos encendido
en las orillas del Lena, salido de madre aquel año, nos leyó
Dserchinsky un poema que había compuesto en lengua polaca. El gesto
y la voz eran magníficos, pero el poema valía poco. Corriendo
el tiempo, también la vida de este hombre se había de convertir
en un poema sombrío.
A poco de llegar a Usti-Kut, comencé, a colaborar en un periódico
de Irkutsk, llamado Revista Oriental. Era un periódico provinciano
autorizado por la censura, que los viejos narodniki crearan en el destierro
y del que por el momento se habían adueñado los marxistas.
Yo empecé enviando correspondencias de la aldea, aguardé
con cierta emoción a que apareciese la primera y, animado por los
redactores, me pasé a los ensayos y a la crítica literaria.
Abrí al azar un diccionario italiano para ver si encontraba un seudónimo
y di con la palabra "antídoto"; durante muchos años firmé
mis artículos con este nombre (Antid Oto). A mis amigos se lo explicaba
en broma, diciendo que se trataba de poner un poco de contraveneno marxista
en la Prensa autorizada. Cuando menos lo esperaba, el periódico
me subió los honorarios de dos a cuatro copeques la línea.
¿Qué mejor muestra de reconocimiento? Mis artículos
versaban sobre los campesinos y los clásicos rusos, sobre Ibsen,
Hauptmann y Nietzsche, sobre Maupassant y Estaunié, sobre Leónidas
Andreief y Gorky. Me pasaba las noches en claro puliendo las cuartillas
línea a línea, en busca de la idea precisa o de la palabra
adecuada. Y así, fui haciéndome escritor.
Desde el año 1896, en que me resistía todavía
a aceptar las ideas revolucionarias, y desde el 97, en que, laborando ya
como revolucionario, rehuía el marxismo, llevaba un buen trecho
de camino andado. Cuando me desterraron, el marxismo era ya, definitivamente,
la base de mis ideas y del método de mis razonamientos. En el destierro
procuré ir analizando con el criterio que ya empezaba a dominar
esos temas que se llaman "eternos" de la existencia humana: el amor, la
muerte, la amistad, el optimismo, el pesimismo, etc. El hombre ama, odia
o espera de distinto modo, según las distintas épocas y los
distintos medios sociales en que se mueve. Y así como el árbol
nutre a las hojas por medio de las raíces y las flores y los frutos
se alimentan de las sustancias de la tierra, la personalidad humana encuentra
en los fundamentos económicos de la sociedad el alimento para sus
sentimientos y sus ideas, aun los más "elevados". En los artículos
que escribí por entonces acerca de la literatura, apenas sabía
tratar, en realidad, más que un tema: la personalidad y la sociedad.
No hace mucho que estos artículos han visto la luz coleccionados
en un volumen. Si tuviera que escribirlos hoy, los escribiría indudablemente
de otro modo, pero nos necesitaría cambiar grandes cosas, en lo
que toca a su contenido.
El marxismo que podríamos llamar oficial o autorizado, atravesaba
por entonces, en Rusia, una fuerte crisis. Yo mismo podía ver sobre
ejemplos vivos con cuánto desembarazo las nuevas necesidades sociales
se hacían una moda intelectual de la materia teórica destinada
a fines muy distintos. Hasta la última década del siglo,
una grandísima parte de la intelectualidad rusa seguía comulgando
en las ideas de los "populistas", renegando del capitalismo y exaltando
el concejo campesino (la obchtchina). Entre tanto, el capitalismo iba llamando
a todas las puertas y abriendo ante los intelectuales las perspectivas
de grandes ventajas positivas y de un porvenir político importante.
Los intelectuales burgueses necesitaban el afilado cuchillo de las teorías
marxistas para cortar el cordón umbilical del "populismo", que les
unía a un pasado ahora molesto. Así se explica que aquellas
ideas se difundiesen y triunfasen con tal rapidez en los últimos
años del pasado siglo. Cuando ya la teoría de Marx había
llenado este cometido, los intelectuales empezaron a sentirse oprimidos
por ella. La dialéctica les había venido bien para demostrar
la tendencia de progreso de los métodos de evolución capitalista,
pero tan pronto como se volvía contra el capitalismo resultaba un
obstáculo y había que dejarla por inservible. En la intersección
de los dos siglos-la época que coincide con mis años de cárcel
y de destierro-la intelectualidad rusa atraviesa por un período
de crítica general del marxismo. Bien estaban estas teorías
en cuanto servían para legitimar históricamente la sociedad
capitalista; lo que no podía aceptarse era su repudiación
revolucionaria del capitalismo. Y así, dando un rodeo, los intelectuales
arcaico-populistas se convirtieron en portavoces de la burguesía
liberal.
Los críticos europeos del marxismo encontraban ahora gran mercado
en Rusia, quienesquiera que ellos fuesen. Baste decir que Eduardo Bernstein
fué uno de los guías más populares en este tránsito
del socialismo al liberalismo. La filosofía normativa iba imponiéndose
victoriosamente sobre la dialéctica materialista. La opinión
pública de la burguesía que se estaba fraguando necesitaba
de normas inflexibles que la amparasen no sólo contra los desafueros
de la burocracia absolutista, sino también contra el desenfreno
de las masas revolucionarias. Pero tampoco Kant se pudo sostener en pie
por mucho tiempo, después de haber derribado a Hegel. El liberalismo
ruso, que advino tarde a la vida, vivió desde el primer momento
sobre un volcán. El imperativo categórico era para él
una defensa demasiado abstracta e insegura. Había que echar mano
de recursos más eficaces contra las masas revolucionarias. Los idealistas
trascendentales acabaron por convertirse en cristianos ortodoxos. Bulgakof,
un profesor de Economía política que había empezado
por la revisión del marxismo en la cuestión agraria, se pasó
luego a las filas del liberalismo para acabar vistiendo la sotana de cura.
Cierto que lo de la sotana ocurrió unos años más tarde,
pero no importa.
Durante los primeros años del siglo, Rusia era un gigantesco
laboratorio de ideologías sociales. Mis estudios sobre la historia
de la masonería me habían equipado con el bagaje necesario
para comprender la función subalterna de las ideas en el proceso
histórico. "Las ideas no se caen del cielo", repetía yo con
el viejo Labriola. Ahora, no se trataba ya de una investigación
de pura ciencia, sino de elegir un camino político. La batalla que
se libraba por doquier en torno al marxismo nos ayudó, a mí
y a otros muchos revolucionarios jóvenes, a concentrar las ideas
y a aguzar las armas. Para nosotros, el marxismo no venía sólo
a acabar con el "populismo", con el que apenas si habíamos entrado
en contacto, sino, y sobre todo, a encender una guerra sin cuartel y en
su propio terreno contra el capitalismo. Luchando contra los revisionistas
se afirmó nuestra personalidad teórica y política.
Y de este duelo salimos convertidos en revolucionarios proletarios.
Por aquel tiempo, hubimos de chocar con la crítica de izquierda.
En una de las colonias del Norte, en Wiluisk si mal no recuerdo, vivía
desterrado Majaisky, que poco después había de adquirir bastante
celebridad. Majaisky empezó haciendo la crítica del oportunismo
socialdemócrata. Su primer cuaderno hectográfico, encaminado
a desenmascarar el oportunismo larvado en la socialdemocracia alemana,
tuvo gran éxito entre los desterrados. El segundo cuaderno traía
una crítica del sistema económico de Marx, para llegar al
resultado peregrino de que el socialismo era un orden social basado sobre
la explotación del obrero por los intelectuales de profesión.
El tercer cuaderno, orientado en un sentido anarcosindicalista, pretendía
justificar el apoliticismo. Las doctrinas de Majaisky concentraron durante
varios meses la atención de los desterrados de la zona del Lena.
Para mí, aquello fue una especie de vacuna bastante eficaz contra
el anarquismo, muy valiente en las palabras, pero inhibido e incluso cobarde
ante los hechos.
En la cárcel del depósito de Moscú conocí
al primer anarquista de carne y hueso. Era un maestro de escuela llamado
Lusin, hombre retraído, parco en palabras, duro. Sentía una
especial predilección por los presos de delitos comunes y seguía
con gran interés lo que le contaban acerca de sus robos y asesinatos.
Las discusiones teóricas las aceptaba de mala gana. Una vez, como
yo le estuviese siempre preguntando cómo iban a regirse los ferrocarriles
en el Estado anarquista, me contestó:
-¿Y para qué diablo necesito yo viajar en tren cuando
triunfe el anarquismo?
Esta contestación me bastaba.
Lusin hacia lo posible por ganar la convicción de los obreros
hacia su causa, y entre nosotros se libraba un duelo encubierto y no siempre
con armas nobles. Hicimos juntos la travesía a Siberia. En la época
de las grandes inundaciones se le ocurrió cruzar el Lena en una
barca. Creo que estaba un poco bebido, y me echó un reto. Yo no
tuve inconveniente en acompañarle. En la otra orilla flotaban, en
medio de grandes remolinos, troncos de árboles y cadáveres
de animales. La excursión, aunque bastante emocionante, se desarrolló
sin contratiempo. Lusin, con ceño sombrío, me rindió
no sé qué homenaje; me dijo que era un buen camarada, o algo
así. Aquello suavizó un poco nuestras relaciones. A poco,
hubo de seguir camino hacia el Norte. Unos meses después nos enteramos
de que había dado una puñalada a un "ispravnik". Este no
era cruel, y la. herida no tenía nada de grave. Llevado ante los
tribunales, Lusin declaró que, personalmente, no tenía motivo
de queja contra el "ispravnik" y que había querido únicamente
protestar en su persona contra el despotismo del Estado. Le recluyeron
en la Catorga.
Mientras en las lejanas colonias de la Siberia, cubiertas de nieve,
los desterrados discutían apasionadamente acerca de las diferencias
existentes entre los campesinos rusos, acerca de las tradeunions inglesas
y de la relación entre el imperativo categórico y los intereses
de clase, entre el darwinismo y el marxismo, en las esferas gubernamentales
se libraba otro duelo ideal. En febrero del año 1901, Tolstoy era
excomulgado por el Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa. Todos los
periódicos publicaban el decreto de excomunión. De seis crímenes
distintos acusaban a Tolstoy: 1.º, de "negar la persona del Dios vivo,
entronizado en la Santísima Trinidad"; 2.º, de "negar a Cristo,
Hijo del Hombre, resucitado de entre los muertos"; 3.º, de "negar
la Inmaculada Concepción y la virginidad de María antes y
después del parto"; 4.º, de "negar la resurrección después
de la muerte y el juicio final"; 5.º, de "negar la virtud y la gracia
del Espíritu Santo"; 6.º, de "profanar el misterio de la Santa
Eucaristía". Aquellos metropolitanos barbudos y encanecidos, y su
inspirador Pobedonozef, con todas, las demás columnas del Estado,
que nos tildaban a nosotros, los revolucionarios, no sólo de criminales,
sino de locos fanáticos, y que se tenían por la defensa y
salvaguardia del sano sentido común apoyado en la experiencia histórica
de la humanidad entera, querían exigir al. gran escritor realista
que creyese en el dogma de la Concepción Inmaculada y en el Espíritu
Santo, revelado en el pan de la comunión. No nos cansábamos
de leer aquella enumeración de los "errores y herejías" de
Tolstoy. La leíamos con asombro creciente, y nos decíamos:
No, no son ellos, sino nosotros los que nos apoyamos en la experiencia
de la humanidad, los que representamos el porvenir; los que nos gobiernan
desde arriba no son sólo criminales, sino dementes. Y estábamos
seguros de que, tarde o temprano, acabaríamos con aquel manicomio.
La vieja fábrica del Estado empezaba a crujir por todas las
juntas. Los estudiantes seguían atizando la hoguera. Acuciados por
la impaciencia, se desbordaban en actos de terrorismo. Cuando sonaron los
disparos de Karpovich y Balmachef, los desterrados nos estremecimos como
si hubiese sonado un trompetazo de alarma. Se puso a discusión la
táctica del terrorismo. Después de algunas vacilaciones aisladas,
la fracción marxista se declaró contra estos procedimientos,
por entender que la acción química de los explosivos no podía
suplantar la fuerza de las masas y que perecerían muchos en la lucha
heroica sin haber conseguido poner en pie a la clase obrera. Nuestra misión-decíamos-no
es quitar de en medio a unos cuantos ministros zaristas, sino barrer revolucionariamente
el sistema. Ante este problema, empezaban a separarse los socialistas y
'los socialrevolucionarios. La cárcel me había servido para
formarme una cultura teórica; el destierro servíame. ahora
para contrastar mis ideas políticas.
Así pasaron dos años de mi vida. Durante estos dos años,
había corrido mucha agua bajo los puentes de San Petersburgo, de
Moscú y de Varsovia. El movimiento empezaba a abandonar los escondrijos
y a derramarse sobre las calles de las ciudades. En muchas regiones comenzaban
a agitarse también los campesinos. Hasta en la Siberia fueron formándose,
a lo largo de la línea del ferrocarril organizaciones socialdemócratas.
Estas organizaciones se pusieron en relación conmigo, y yo les enviaba
proclamas y manifiestos. Después de una interrupción de tres
años, volvía a lanzarme a la lucha activa.
Ya los desterrados no querían seguir en el destierro. Empezaron
las huídas en masa. No había más remedio que guardar
un turno. Apenas había aldea en que no se topase con algún
aldeano influido de joven por los revolucionarios de la vieja generación.
Estos aldeanos se encargaban de transportar en barcas, carros o trineos
a los presos políticos, reexpidiéndoselos de unos a otros.
La policía siberiana era casi tan impotente como nosotros mismos.
En aquellas distancias gigantescas tenían a la par un enemigo y
un aliado. No era fácil echar el guante a los fugitivos. El peligro
estaba en perecer ahogado en el río o muerto de f río en
la taiga.
El movimiento revolucionario iba ganando en latitud, pero carecía
aún de coordinación. Cada ciudad, cada comarca, luchaba por
su cuenta. La unidad de la represión daba gran ventaja al zarismo.
No había más remedio que crear un partido centralizado, y
esta idea trabajaba en muchos cerebros. Yo escribí una memoria acerca
de ese tema, que circuló en copias por las colonias de desterrados
y fué calurosamente discutida. Nos parecía que los camaradas
que vivían en Rusia o emigrados en el extranjero no prestaban a
esto bastante atención. Pero nos equivocábamos; el asunto
era objeto de sus preocupaciones, y no sólo deliberaban, sino que
obraban. En el verano de 1902 recibía, vía Irkutsk, unos
cuantos libros que traían ocultas en el forro, impresas en papel
finísimo, las últimas publicaciones de los emigrados rusos.
Por ellas, supimos que había sido fundado en el extranjero un periódico
marxista, la Iskra, cuya misión era servir de órgano central
a los revolucionarios profesionales, unidos por la disciplina férrea
de la acción. En el envío venía el libro que Lenin
acababa de publicar en Ginebra con el título de ¿Qué
es lo que hay que hacer?, consagrado por entero a esta cuestión.
Comparadas con la nueva y grandiosa misión que se nos ofrecía,
aquellas mis memorias manuscritas, proclamas y artículos de periódico
destinadas a la "Liga siberiana", tenían que parecerme por fuerza
insignificantes y mezquinas. No había más remedio que conquistarse
un nuevo campo donde trabajar. Había que huir de allí.
Por entonces, ya teníamos dos niñas, la menor de las
cuales no había cumplido aún cuatro meses. La vida en Siberia
era dura. Mi fuga habría de hacérsela doblemente difícil
a Alejandra Lvovna. Ella fué quien decidió que tenía
que ser. Los deberes revolucionarios pesaban más sobre su espíritu
que toda otra consideración, principalmente si ésta era de
orden personal. Ella había sido la primera en hablar de la posibilidad
de una huída, cuando vimos las grandes perspectivas que se abrían
ante nosotros. Allanó todas las dudas que se oponían a la
realización de este proyecto y supo disfrazar felizmente a los ojos
de la policía, por espacio de tres días, mi ausencia. Desde
el extranjero me era extraordinariamente difícil hacerle llegar
mis cartas. Luego, hubo de sufrir aún un segundo destierro y pasaron
muchos años en que sólo pudimos vernos incidentalmente. La
vida nos había separado, pero supo mantener inconmovible nuestras
relaciones intelectuales y nuestra amistad.