También yo fui detenido en la redada general del año 1898,
pero no en Nikolaief, sino en una finca de Sokovnin, un gran terrateniente
con el que estaba de criado Svigovsky, el hortelano. Volviendo de Ianovka
a Nikolaief, me detuve a visitar a Svigovsky. Llevaba una gran carpeta
llena de originales, dibujos, cartas y todo género de papeles clandestinos.
Por la noche, el hortelano enterró el peligroso paquete en una zanja
con coles y, al amanecer, antes de salir a hacer plantaciones de árboles,
lo sacó para entregármelo. En este momento aparecieron los
gendarmes. Svigovsky pudo todavía esconder el paquete junto a la
puerta, detrás de un barril de agua. A la criada que nos sirvió
de comer, bajo las miradas de los gendarmes, díjole en voz baja
que viese el modo de quitar de allí el paquete y esconderlo en otro
sitio mejor. A la vieja no se le ocurrió otra cosa que ir a enterrarlo
en la nieve. Nosotros confiábamos, naturalmente, en que los documentos
no fuesen a parar a manos del enemigo. Vino la primavera, se fundió
la nieve, y la hierba volvió a cubrir el paquete, hinchado por las
aguas primaverales. Ya estábamos nosotros encarcelados. Llegó
el verano. Un jornalero se puso a segar la hierba de la huerta, y dos chicos
suyos, que jugaban al lado, descubrieron el paquete y se lo dieron al padre;
éste, lo llevó a casa de los amos, y el propietario de la
finca, que era un liberal, muerto de miedo, se presentó con los
papeles en Nikolaief y sin pérdida de momento los puso en manos
del jefe de policía. Los autógrafos sirvieron de indicio
contra varias personas.
La vieja cárcel de Nikolaief no estaba preparada para recibir
a presos políticos, sobre todo en tan gran número. A mí
me metieron en una celda con Iavich, un joven encuadernador. Era una celda
grandísima, capaz para treinta personas, completamente desmantelada
y sin apenas calefacción. En la puerta había un gran agujero
cuadrado que se abría sobre el pasillo, el cual estaba abierto y
daba al patio. Caían las heladas propias del mes de enero. Para
dormir, nos tendían en el suelo unos sacos de paja, que sacaban
a las seis de la mañana. El levantarse y el vestirse era una tortura.
Envueltos en los abrigos y con los sombreros y los chanclos puestos, nos
estábamos sentados en el suelo, pegando hombro con hombro, las espaldas
metidas por la tibia estufa, y así soñábamos o dormitábamos
una o dos lloras. Eran, quizá, las más hermosas del día.
No nos llamaban nunca a declarar. Echábamos carreras de un rincón
a otro de la celda para calentarnos y nos alimentábamos de recuerdos,
conjeturas y esperanzas. Empecé a estudiar con Iavich. Así
pasaron unas tres semanas, hasta que sobrevino un cambio. Un día,
me sacaron de la celda con mi hatillo, me llevaron a las oficinas de la
prisión y me entregaron a dos gendarmes altos, que me condujeron
en un carruaje hasta la cárcel de Kherson. Esta estaba instalada
en un caserón todavía mas viejo. La celda era espaciosa y
tenia una ventana estrecha e impracticable, con barrotes de hierro, que
en invierno estaba toda empañada y no dejaba pasar apenas luz. Allí
la soledad era completa, absoluta, desesperante. No había paseos
ni vecinos. No me entraban nada de fuera. No tenía té ni
azúcar. Una vez al día, a mediodía, me alargaban la
sopa carcelaria. El desayuno y la cena: consistían en un pedazo
de pan negro con sal. Me interpelaba a mí mismo largamente acerca
de si tendría o no derecho a aumentar la ración del desayuno
a costa de la cena. Todos los argumentos de por la mañana me parecían
insensatos y criminales al llegar la noche. Por la noche sentía
un odio mortal, contra el que se había desayunado por la mañana.
No tenía ropa interior para mudarme. Estuve tres meses con lo puesto.
No tenía jabón. Los insectos carcelarios me comían
vivo. Me propuse por empresa dar mil ciento once pasos en sentido diagonal.
No había cumplido todavía los diecinueve años. Jamás
viví en un aislamiento tan completo, a pesar de haber conocido veinte
cárceles. No tenía ni un solo libro, ni lápiz ni papel.
La celda jamás se aireaba. Si quería darme cuenta del aire
que se respiraba allí, no tenía más que mirar a la
cara que ponía el carcelero cuando entraba a algo. Después
de echar un bocadito al pan de la cárcel, poníame a pasear
de arriba abajo, en sentido diagonal, y a componer poesías. Transformé
en una
"Makinuska" proletaria la
"Dubinuska" de los narodniki. Compuse también una "Kamarinskaia".
Estos versos, bastante mediocres, estaban llamados a conquistar una gran
popularidad. Todavía circulan por ahí, reproducidos en las
colecciones de cantares. Pero había momentos en que mordía
en mí la amarga melancolía de la soledad. En estos instantes,
pisaba con una firmeza un poco exagerada sobre las gastadas suelas, al
medir los mil ciento once pasos reglamentarios. Al final del tercer mes,
cuando ya el pan de la cárcel, el saco de paja y los piojos que
me devoraban se habían hecho parte inseparable de mi existencia
como el día y la noche, se abrió la puerta-era al atardecer-y
el carcelero me puso delante una montaña de objetos procedente de
otro mundo, de un mundo fantástico: ropa limpia, una manta, una
almohada, pan blanco, azúcar, té, jamón, conservas,
manzanas y hasta unas cuantas naranjas grandes y relucientes... Han pasado
treinta y un años desde aquello, y todavía es el día
en que no acierto a enumerar sin emoción todos estos objetos maravillosos,
y aun advierto que he omitido un vaso con fruta en conserva, jabón
y un peinecillo.
-Esto, que le manda su madre-me dijo el carcelero. Y aunque yo no sabía
leer todavía muy bien en las almas humanas, comprendí enseguida,
por su tono de voz, que le habían sobornado.
Poco tiempo después, me llevaron embarcado a la cárcel
celular de Odesa, que había sido construida años antes con
arreglo a los últimos métodos de la técnica. Para
quien como yo venía de Nikolaief y de Kherson, la cárcel
celular de Odesa era una institución ideal. Había conversaciones
por el sistema percutivo, papelitos que circulaban de celda en celda, "teléfono",
o sea, transmisión directa de una ventana en otra. Las comunicaciones
circulaban casi sin interrupción. Percutí a mi vecino de
celda las poesías de la cárcel de Kherson, y a cambio de
aquello recibí, por el mismo conducto, una serie de noticias. Svigovsky
me hizo saber, a través de la ventana, que la policía estaba
en posesión del famoso paquete, y de este modo pudo deshacer sin
esfuerzo alguno los planes del Comandante Dremliuga, que trataba de tenderme
una celada. Conviene advertir que por entonces todavía no habíamos
adoptado-como hicimos años más tarde-, el sistema de negarnos
a declarar.
La cárcel estaba abarrotada de presos, a consecuencia de las
detenciones en masa que se habían verificado por todo el país
durante la primavera. El 1.º de marzo de 1898, estando yo en la cárcel
de Kherson, se reunió en Minsk el congreso fundacional del partido
socialdemócrata ruso. Lo formaban, en junto, nueve personas, y no
tardó en ser arrastrado por el oleaje de los encarcelamientos. A
los pocos meses, ya nadie hablaba de él. Sin embargo, los efectos
están hoy patentes en la historia de la humanidad. El manifiesto
aprobado en este Congreso trazaba la siguiente perspectiva de la cruzada
política: "...Cuanto más se avanza hacia el Oriente de Europa,
más cobarde y envilecida políticamente es la burguesía
y mayores los problemas políticos y culturales que se alzan ante
el proletariado." No deja de ser curioso, históricamente, el hecho
de que el autor de este manifiesto fuese ese Pedro Struve, personaje bastante
conocido, a quien, corriendo el tiempo, habíamos de ver figurar
entre los caudillos del liberalismo y más tarde entre los defensores
de la reacción monárquica y clerical.
Durante los primeros meses que pasé en la cárcel de Odesa,
no recibí ningún libro de fuera y hube de contentarme con
lo que ofrecía la biblioteca de la prisión, que eran casi
exclusivamente las colecciones de una serie de revistas históricas
y religiosas de tipo conservador. A falta de otra cosa, me entregué
a su estudio con un insaciable afán. Pronto me supe de memoria todas
las sectas y herejías antiguas y modernas, todas las ventajas de
la religión ortodoxa, los argumentos más poderosos contra
el catolicismo, el protestantismo, el darwinismo y las teorías de
Tolstoy. En la Galería ortodoxa venía un artículo
en que se decía que la conciencia cristiana amaba las verdaderas
ciencias, incluyendo las ciencias naturales, como aliadas espirituales
de la fe, y que ni aun colocándose en el punto de vista de éstas,
se podría contradecir un milagro como el de la burra de Balaam,
la que discutió con los profetas, ya que "también existen
papagayos y hasta canarios que hablan". Este argumento, empleado por el
Arzobispo Nicanor, no se me borró de la cabeza durante varios días,
y hasta soñaba con él por las noches. Aquellas investigaciones
acerca de los malos espíritus y los demonios y su príncipe
Satanás y el sombrío reino del mal, toda aquella estupidez
que habían ido codificando los siglos, era la admiración
y el asombro del joven racionalista. Recuerdo una descripción muy
detallada del Paraíso, de su geografía interior y del lugar
en que se encontraba, a que el autor ponía fin con la nota melancólica
siguiente: "No puede indicarse con seguridad el lugar en que se encuentra
el Paraíso." No me cansaba de repetir estas palabras estupendas,
lo mismo a medio día que a la hora del té, que en los paseos:
los geógrafos ignoran el grado de latitud a que se encuentra la
bienaventuranza paradisíaca, ¡magnífico! A todas horas
estaba discutiendo con un suboficial de gendarmes llamado Miklin acerca
de temas teológicos. Este Miklin era un hombre avaricioso, pérfido,
cruel, muy versado en los santos libros y extraordinariamente devoto. Subía
y bajaba los chirriantes escalones de hierro cantando siempre en voz baja
cosas de iglesia.
-Sólo por decir "Madre de Cristo" en vez de Madre de Dios",
le quitaron la cabeza al hereje Arias-me dijo un día Miklin.
-¿Y cómo es que hoy las cabezas de los herejes están
sanas y en su sitio?
-Hoy... hoy...-contestó Miklin-, hoy son otros tiempos.
Pedí a mi hermana, que había venido de la aldea a verme,
que me trajese cuatro ejemplares de los Evangelios en lenguas extranjeras.
Valiéndome de los conocimientos de alemán y francés
que tenía de la escuela, fui leyendo éstos y comparándolos,
versículo por versículo, con los que estaban en inglés
y en italiano. Al cabo de algunos meses, había avanzado bastante,
por medio de este procedimiento. Debo decir, sin embargo, que mi talento
lingüístico es bastante mediocre. No he llegado a dominar con
perfección ningún idioma extranjero, a pesar de haber vivido
largas temporadas en varios países de Europa.
Los locutorios a que nos sacaban para recibir las visitas de los familiares
eran una especie de jaulas de madera estrechas, separadas del visitante
por dos rejas de hierro. Cuando mi padre me visitó por primera vez,
creyó que los presos estábamos metidos todo el tiempo en
aquellos cajones, y tal fué su terror, que no podía hablar.
Acuciado por mis preguntas, movía los pálidos labios sin
articular palabra. Jamás se me borrará del recuerdo aquella
cara. A mi madre la habían preparado y estaba más serena.
A nuestras celdas llegaba, por fragmentos, un eco lejano de los sucesos
del día. La guerra sudafricana apenas nos interesaba. éramos
todavía provincianos, en el más estricto sentido de la palabra.
Tendíamos a interpretar la lucha de los ingleses contra los boers
casi exclusivamente con el criterio de un triunfo inevitable del capitalismo.
El proceso de Dreyfus, que alcanzaba por entonces su apogeo, nos apasionaba
en lo que tenía de dramático. Un día, llegó
a nosotros el rumor de que en Francia había tenido lugar un golpe
de Estado restableciendo la monarquía. Esta noticia nos llenó
de vergüenza y humillación. Los carceleros iban y venían
sin cesar por los férreos corredores y escaleras, tratando de apaciguar
aquella tempestad de golpes y gritos. ¿Era una nueva protesta contra
el rancho averiado? No, el ala política de la prisión protestaba
ruidosamente contra la restauración de la monarquía francesa.
Los artículos sobre la masonería que venían en
las revistas teológicas me interesaron bastante. ¿De dónde
procedía este extraño movimiento?, me preguntaba. ¿
Cómo lo explicaría el marxismo? Me resistí durante
bastante tiempo a aceptar el materialismo histórico, aferrándome
a la teoría de la variedad de los factores históricos, que,
como es sabido, sigue prevaleciendo aún en las ciencias sociales.
Los hombres dan el nombre de "factores" a una serie de aspectos de su actividad
social, infundiendo a este concepto un carácter suprasocial y explicando
luego supersticiosamente su propia actividad como un producto de la acción
mutua de aquellas fuerzas independientes. El eclecticismo oficial no se
preocupa de investigar cómo hayan nacido aquellos "factores"; es
decir, bajo el imperio de qué condiciones hayan brotado de la sociedad
humana primitiva. Conseguimos entrar de contrabando a la cárcel
dos célebres folletos del viejo hegeliano marxista italiano Antonio
Labriola, traducidos al francés, cuya lectura me entusiasmó.
Labriola manejaba como pocos escritores latinos la dialéctica materialista
en el campo de la filosofía de la historia, si bien en cuestiones
Políticas no podía enseñar nada. Bajo el brillante
diletantismo de sus doctrinas, se ocultaban profundas verdades. Labriola
despacha de un modo magnífico esa teoría de la complejidad
de factores que reinan en el olimpo de la historia y presiden desde allí
los destinos del hombre. A pesar de los treinta años transcurridos
desde que le leí, todavía recuerdo perfectamente su argumentación
y aquél su refrán constante de "las ideas no se caen del
cielo". Al lado de este autor, ¡cómo palidecían los
teóricos rusos como Lavrof, Mikailovsky, Kareief y otros apologistas
de la teoría clásica! Pasados muchos años, todavía
no podía explicarme que hubiese marxistas en quienes causase sensación
la obra del profesor alemán Stammler Economía y Derecho,
ese libro tan estéril que se esfuerza, como tantos y tantos otros,
por comprimir en los estrechos círculos de eternas categorías
el gran proceso histórico y natural que va desde la ameba hasta
el hombre, y más allá del hombre; en realidad, esas categorías
no son más que el reflejo de aquel proceso vivo en el cerebro de
un pedante.
Como digo, empecé a interesarme por la masonería. Me
pasé varios meses leyendo afanosamente todos los libros que los
parientes y los amigos pudieron encontrar en la ciudad sobre la historia
de los francmasones. ¿Por qué, a título de qué,
los comerciantes, los artistas, los banqueros, los abogados y los funcionarios
se agrupaban en este movimiento, desde los primeros años del siglo
XVII, restableciendo en él los ritos de los tiempos medievales?
¿Para qué toda esta extraña mascarada? Poco a poco,
fue aclarándoseme el misterio. Los antiguos gremios no sólo
daban la norma para la vida económica, sino también para
la moral y las costumbres. Los gremios, principalmente los del ramo de
construcción, compuestos por gentes mitad artesanas, mitad artistas,
gobernaban en todos sus aspectos la vida de las ciudades. El derrumbamiento
del régimen gremial equivalía a la crisis moral de una sociedad
que rompía con los moldes de la Edad Media. Pero la nueva moral
no se desarrollaba con la misma rapidez con que se sepultaba la antigua.
De aquí el esfuerzo-nada raro en la historia de la humanidad-por
conservar aquellas formas de disciplina ética cuya base social-que
en este caso era el régimen gremial de producción-había
sido enterrada hacía muchos años por el proceso histórico.
La masonería productiva se tornaba en una masonería "especulativa".
Pero, como suele ocurrir en tales casos, en aquellas formas morales supervivientes
a que se aferraban los hombres, se había plasmado, bajo el imperio
de la vida, un contenido totalmente nuevo. En ciertas ramas de la masonería,
como por ejemplo en la rama escocesa, predominaban todavía, visiblemente,
los elementos de la reacción feudal. En el siglo XVIII las formas
francmasonas adoptan en una serie de países un contenido de lucha
por la cultura, de ideas racionalistas políticas y religiosas, por
donde este movimiento desarrolla una acción prerrevolucionaria,
creando, en su ala izquierda, la campaña de los carbonarios. Entre
los francmasones contábase Luis XVI, pero también se contaba
el doctor Guillotin, el inventor de la guillotina. En el Sur de Alemania,
la masonería abraza abiertamente la revolución; en cambio,
en la corte de la emperatriz Catalina de Rusia no hace más que reproducir
en forma carnavalesca las jerarquías de la nobleza y la burocracia.
La emperatriz masona manda a Siberia al masón Novikof.
Hoy, en la época de los trajes baratos y de confección,
a nadie se le ocurre vestirse con las prendas de sus abuelos; en cambio,
en el terreno del espíritu abundan todavía los vestidos y
las modas del pasado. El menaje de las ideas se transmite de generación
en generación, aunque las almohadas y las mantas de las abuelas
se abandonen por apolilladas e inservibles. Y hasta aquellos que se ven
obligados por cualquier causa a cambiar de opiniones, procuran, siempre
que pueden, ataviarlas en las formas tradicionales. La técnica de
nuestra producción había dejado muy atrás, con sus
cambios, a la técnica mental, que suele preferir los remiendos y
retoques a los edificios de nueva planta. Así se explica que esos
parlamentarios franceses de la pequeña burguesía, empeñados
en oponer a la fuerza disolvente de la sociedad moderna una red de relaciones
morales entre los hombres, no se les ocurra nada mejor que ceñirse
un mandil blanco y armarse de un compás de una plomada. Pero no
porque intenten erigir un edificio nuevo, sino porque les parece que es
el mejor camino para entrar en ese viejo edificio que se llama el Parlamento
o el Gabinete ministerial.
Como en la cárcel para conseguir un cuaderno nuevo había
que devolver el otro lleno, pedí para mis lecturas sobre la masonería
un cuaderno de mil páginas numeradas en que, con letra diminuta,
iba extractando los libros que leía y registrando mis ideas propias
acerca de los francmasones y del materialismo histórico. Este trabajo
me llevó, en total, un año. Una vez terminado un capítulo,
lo redactaba, lo copiaba en un cuadernillo de contrabando y se lo mandaba
a los camaradas que ocupaban las otras celdas, para que lo leyesen. Para
esto, nos valíamos de un sistema bastante complicado, que llamábamos
el "teléfono". Si el destinatario moraba en una celda no lejos de
la mía, ataba el extremo de una cuerda un objeto pesado y hacía
oscilar el aparato alargando la mano por entre los hierros de la ventana
todo lo que podía. Advertido por un golpecito, yo sacaba por mi
ventana la escoba, y cuando el peso que pendía al extremo de la
cuerda se había arrollado al mando, tiraba de la escoba y ataba
a la cuerda el cuadernillo. En los casos en que el destinatario quedaba
lejos, repetíase la misma historia en varias etapas, lo cual dificultaba,
naturalmente, el transporte.
Cuando me sacaron de la cárcel de Odesa, aquel voluminoso cuaderno
de apuntes, autorizado por la firma del viejo Ussof, suboficial de gendarmes,
se había convertido en un verdadero centón de ciencias históricas
y de ideas filosóficas. Ignoro si hoy se podría dar a la
imprenta con su redacción primitiva. A mi cabeza acudían
a un tiempo demasiadas cosas, traídas de los más diversos
campos, épocas y países, y temo que en aquel primer trabajo
haya querido yo decir mucho de una sola vez. Sin embargo, creo que las
ideas fundamentales y las argumentaciones eran exactas. Por entonces, ya
tenía yo la sensación de pisar en terreno firme, y esta sensación
iba confirmándose en el transcurso del trabajo. Daría algo
de bueno por encontrar el voluminoso cuaderno. Me acompañó
al destierro, donde dejé las investigaciones sobre la masonería
para consagrarme al estudio del sistema económico en Marx. Estando
refugiado en el extranjero después de mi huída, Alejandra
Lvovna me lo remitió por conducto de mis padres, que me visitaron
en París el año de 1903. El cuaderno se quedó en Ginebra
con mi modesto archivo de emigrado, al trasladarme clandestinamente a Rusia,
y pasó a formar parte del archivo de la "Iskra", donde prematuramente
pereció. Después de mi segunda huida de Siberia, estando
nuevamente en el extranjero, intenté descubrir el paradero de aquellos
apuntes. Lo más probable es que la señora suiza a quien dieron
en depósito los papeles emplease mi cuaderno como combustible o
le diese otro destino. No puedo menos de reprochar aquí la conducta
de aquella honorable patrona.
El haberme visto obligado a hacer aquellos estudios sobre la masonería
en la cárcel y sin disponer, por tanto, más que de unos cuantos
libros, me fue muy provechoso. Hasta entonces, no había tenido ocasión
de consultar las obras fundamentales del marxismo. Los trabajos de Labriola
eran escritos filosóficos de carácter polémico. Exigían
conocimientos que yo no tenía, y me veía obligado a suplirlos
por medio de conjeturas. De las investigaciones de Labriola salí
con una multitud de hipótesis en la cabeza. Los estudios sobre la
masonería diéronme ocasión para contrastar y revisar
mis ideas. No había descubierto nada nuevo. Todas las argumentaciones
metodológicas a que llegué, hacía largo tiempo que
estaban descubiertas y aplicadas. Pero el caso era que yo había
llegado a encontrarlas por mi cuenta-hasta cierto punto-y tanteando en
la sombra. Me figuro que esto tuvo cierta importancia para el desarrollo
posterior de mi espíritu. Más tarde, encontré en Marx,
en Engels, en Plejanof, en Mehring, confirmación de lo que en la
cárcel creyera ideas mías propias y a las que entonces no
había podido contrastar ni dar fundamentación. La forma primera
en que asimilé el materialismo histórico no fue dogmática.
En un principio, la dialéctica no se me reveló en fórmulas
abstractas, sino que resorte vivo latente en el proceso histórico,
donde lo descubría a poco que me esforzase por estudiarlo.
Entre tanto, Rusia empezaba a incorporarse. Aquí sí que
la dialéctica histórica laboraba seriamente, de un modo práctico
y en gran escala. El movimiento estudiantil descargaba su tensión
en constantes manifestaciones. El látigo de los cosacos amorataba
las espaldas de los estudiantes. Los liberales se indignaban de que se
ofendiera así a sus hijos. La socialdemocracia se fortalecía,
al fundirse cada vez más íntimamente con el movimiento obrero.
La revolución dejó de ser ocupación reservada a los
círculos intelectuales. Crecía el número de obreros
encarcelados. En las cárceles, a pesar de estar abarrotadas, se
respiraba mejor. A fines del segundo año de encarcelamiento nos
fue comunicada la sentencia recaída en nuestro proceso: los cuatro
principales acusados éramos condenados a cuatro años de destierro
en Siberia. Pero hubimos de pasar otro medio año en la cárcel
de depósito de Moscú. Fue un período de trabajo teórico
intensivo. Estando en esta cárcel, me hablaron por vez primera de
Lenin, y me puse a estudiar su libro sobre la evolución del capitalismo
ruso, que acababa de aparecer. Además, escribí un folleto
sobre el movimiento obrero de Nikolaief, que logramos hacer llegar a manos
de nuestros amigos y fue publicado poco tiempo después en Ginebra.
De la cárcel de depósito de Moscú salimos, para ser
transportados a Siberia, en el verano. Después de hacer alto en
viarias cárceles del camino, llegamos al lugar de nuestro destierro
en otoño del año 1900.
Diminutivo de máquina.