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"Somos el alfa y el omega, el principio y el fin."
Nesterenko, otro carpintero, que formaba parte con su hijo del grupo
de Alejandra Lvovna Sokolovskaia, compuso una canción popular ukraniana
sobre Carlos Marx, que cantábamos todos a coro. Este Nesterenko
acabó mal, pues, habiendo caído en manos de la Policía,
acosado, nos traicionó a todos.
Iefimof era un jornalero joven, de talla gigantesca, pelo rubio muy
claro y ojos azules, que descendía de una antigua familia de oficiales;
sabía leer y escribir perfectamente y hasta tenía alguna
cultura; vivía en uno de los barrios míseros de la ciudad.
Di con él en una taberna miserable.. Trabajaba de cargador en el
muelle, no bebía, no fumaba, era morigerado y cortés, pero
aquel hombre guardaba algún secreto extraño, que daba a su
rostro de veintiún años un aspecto sombrío. Poco tiempo
después, me confesé que mantenía relaciones con una
organización secreta de los "narodwolzi" ("Voluntad del pueblo")
y me propuso que nos reuniésemos con ellos. Un día, estábamos
sentados los tres-Muchin, Iefimof y yo-, tomando té en la ruidosa
taberna "Rossia", aturdidos con la música del organillo y esperando.
Por fin Iefimof apuntó con los ojos a un hombre alto y fuerte, con
barbilla de mercader:
-¡Es él!
El aludido se estuvo largo rato tomando su té en una mesa aparte,
se levantó, cogió el abrigo y plantándose delante
del icono se santiguó con gesto automático.
-¡Ahí tenéis lo que es un "narodowolez!-exclamó
en voz baja Muchin, aterrado.
El "narodowolez" rehuyó todo trato con nosotros y nos hizo llegar,
por medio de Iefimof, unas cuantas palabras vagas. No llegamos nunca a
explicarnos claramente la aventura. A poco de esto, Iefimof se quitó
la vida, envenenándose con ácido carbónico. Es muy
posible que aquel gigante de ojos azules no fuese más que un juguete
en manos de un espía, aunque cabrían también otras
hipótesis peores...
Muchin" que era de oficio electrotécnico, había montado
en su casa un complicado sistema de señales para prevenir una sorpresa
policíaca. Tenía veintisiete años, tosía un
poco, con esputos sanguinolentos, era hombre de gran experiencia, lleno
de sentido práctico y viéndole se diría un viejo.
Permaneció fiel toda la vida a las ideas revolucionarias. Después
de un primer destierro, estuvo algún tiempo encarcelado, y luego
volvieron a deportarle por segunda vez. Al cabo de una separación
de veintitrés años volví a encontrarme con él
en el Congreso del partido comunista ukraniano que se celebró en
Kharkof. Nos estuvimos largo y tendido sentados en un rincón, hurgando
en el pasado, recordando episodios de los tiempos viejos y refiriéndonos
uno a otro la suerte que habían corrido aquellos camaradas con quienes
laboráramos en la aurora de la revolución. El Congreso votó
a Muchin para la comisión central de control del partido ukraniano,
puesto que se tenía sobradamente merecido por su vida al servicio
de la causa. Pero, a poco de terminar las sesiones, se metió en
cama enfermo para no levantarse más.
Poco tiempo después de conocernos, Muchin me puso en relación
con su amigo Babenko, también de la secta y que tenía una
casita con unos cuantos manzanos en el patio. Era un hombre cojo, muy lento
en sus movimientos, que jamás bebía, y él fué
quien me enseñó a tomar el té con un pedacito de manzana
en vez de limón. Babenko fué encarcelado con todos los demás;
y, después de una larga prisión, retornó a Nikolaief.
Luego, le perdí de vista. En 1925 me enteré, por casualidad,
leyendo un periódico, de que vivía en el Cubán, paralítico
de las dos piernas. Y aunque por entonces no me fuese ya fácil,
conseguí que le trasladasen a Yesentuky para ponerle en cura. Al
cabo de algún tiempo sus piernas empezaron a moverse. Le hice una
visita en el sanatorio. Babenko, ignoraba que Trotsky y Lvov fuesen una
misma persona. Volvimos a tomar té con pedacitos de manzana y hablamos
del pasado. Me imagino cuál sería su asombro cuando, a poco
de esto, se enterase de que su amigo Trotsky era un terrible contrarrevolucionario..
En Nikolaief había muchas figuras interesantes, y sería
imposible enumerarlas todas. Había unos magníficos muchachos,
muy despiertos, preparados en la escuela técnica de los astilleros,
a quienes bastaba medía palabra para comprender. De este modo, la
propaganda revolucionaria se hacía mucho más fácil
de lo que en nuestros sueños más atrevidos hubiéramos
podido imaginar. Estábamos entusiasmados y asombrados del increíble
rendimiento de nuestra labor. Sabíamos, por los informes de los
revolucionarios, que la propaganda sólo iba conquistando a los obreros
uno por uno, y el que sabía atraerse a dos o tres lo consideraba
ya como un triunfo. Pero nosotros nos encontrábamos con que los
obreros que pertenecían a los grupos o querían afiliarse
no tenían cuento. Lo que faltaba eran guías y libros. Los
jefes de grupo se disputaban el único ejemplar manuscrito que teníamos
del Manifiesto comunista de Marx y Engels, copiado en Odesa con qué
sé yo cuantas clases de letra e innumerables erratas y mutilaciones.
En vista de esta, empezamos a escribir nosotros mismos. Aquí
comienza, en realidad, mi carrera de escritor, coincidiendo con mis primeros
pasos de propagandista revolucionario. Me sentaba a escribir las proclamas
o los artículos, que luego yo mismo me encargaba de copiar en caracteres
de imprenta para el multicopista. Las máquinas de escribir no sabíamos
aún ni que existían. Entreteníame en trazar las letras
con la mayor meticulosidad, pues tenía el prurito de que ningún
obrero, aunque sólo supiese deletrear, dejase de entender las proclamas
y manifiestos salidos de nuestras "prensas". Cada página me llevaba
lo menos dos horas. A veces, me pasaba semanas enteras con las espaldas
dobladas y no me levantaba de la mesa más que para asistir a alguna
reunión o dirigir un curso obrero. Todo lo daba por bien empleado
cuando llegaban los informes de fábricas y talleres contando la
ansiedad con que los obreros devoraban aquellas hojitas misteriosas con
las letras de color violeta, pasándoselas unos a otros y discutiendo
acaloradamente su contenido. Para ellos, el autor de estas hojas volanderas
debía de ser sin personaje importante y misterioso que sabía
penetrar en todas las industrias, que averiguaba todo lo que ocurría
entre los obreros y salía al paso de los sucesos por medio de una
hojita nueva en término de veinticuatro horas.
Al principio, fundíamos la gelatina y sacábamos las copias
por la noche en nuestro cuarto. Uno se quedaba en el patio montando la
guardia. En el hornillo de la estufa estaban siempre preparadas las cerillas
el petróleo para hacer desaparecer todos los indicios en caso de
peligro. Nuestras precauciones no podían ser más simplistas.
Pero la policía de Nikolaief nos ganaba todavía en punto
a simpleza. Más tarde, instalamos el copiador en casa de un obrero
viejo que había perdido la vista en un accidente del trabajo. Puso
su casa a nuestra disposición sin el menor reparo. "Para un ciego
todo el mundo es cárcel", nos dijo sonriendo apaciblemente. Poco
a poco, fuimos reuniendo allí grandes existencias de glicerina,
gelatina y papel. Trabajábamos por la noche. El cuarto, todo abandonado
y con el techo a ras de nuestras cabezas, tenía un aspecto mísero,
lamentable. Preparábamos al alimento revolucionario encima de una
estufa de hierro y lo extendíamos sobre una hoja de lata. El ciego,
que nos ayudaba, se movía con más seguridad que nadie por
el cuarto envuelto en sombras. Un obrero joven y una obrera se me quedaban
mirando con admiración y asombro cuando me ponía a sacar
las copias recién impresas. ¿Qué hubiera pensado cualquier
persona "cuerda" que hubiese posado la mirada desde lo alto en aquel grupo
de mozos apiñados en la penumbra alrededor del mísero copiador,
sabiendo que les congregaba allí el propósito de derribar
a un Estado poderoso y secular? Y, sin embargo, apenas transcurrió
una generación sin que el propósito se realizase: hasta 1905,
no pasaron más que ocho años; hasta 1917, no fueron veinte
completos.
En cambio, la propaganda por la palabra no me valía todavía,
por entonces, las mismas satisfacciones que la escrita. Los conocimientos
eran insuficientes, y, además, me faltaba la práctica necesaria
para saber emplear bien los que tenía. Entre nosotros, no se conocían
todavía los discursos en el verdadero sentido de la palabra. Sólo
una vez, el 1.º de mayo, me vi en el trance de tener que pronunciar
en el bosque algo parecido a un discurso. Esto me causó una gran
perplejidad. Todas las palabras que se me ocurrían parecíanme
falsas e insoportables, aun antes de pronunciadas. Lo que no me resultaba
del todo mal eran los debates en los grupos. La labor revolucionaria iba
viento en popa. Yo me encargaba de mantener y desarrollar las relaciones
con Odesa, a donde me trasladaba con la mayor frecuencia posible. Iba al
puerto al anochecer, tomaba un billete de tercera, que me costaba un rublo,
y me tendía sobre la cubierta del vapor lo más cerca posible
de la chimenea. Ponía la chaqueta de almohada y me tapaba con el
abrigo. A la mañana siguiente, cuando me despertaba, estábamos
en Odesa, donde me dirigía a las personas a quieres tenía
que ver. La noche siguiente la pasaba también en el barco y, de
este modo, no perdía ningún día de viaje. Mis relaciones
en Odesa enriqueciéronse cuando menos lo esperaba, a la puerta de
la Biblioteca pública. Fué allí donde trabé
conocimiento con Alberto Poliak, obrero cajista, organizador de la que
había de ser famosa Imprenta central del partido. Nos encontramos
entrando en la Biblioteca, nos miramos el uno al otro y nos comprendimos.
Este encuentro abre toda una época en la vida de muestra organización.
A los pocos días, retornaba ya a Nikolaief con una maleta llena
de publicaciones clandestinas, aparecidas en el extranjero. Eran todos
folletos nuevos de agitación, con unos forros vivos y alegres. No
nos cansábamos de abrir la maleta para admirar aquel tesoro. Los
folletos fueron rápidamente repartidos y contribuyeron a reforzar
la autoridad de que gozábamos entre los trabajadores.
Por Poliak supe un día, casualmente, que Srenzel, un técnico
que se hacía pasar por ingeniero y hacía mucho tiempo que
andaba rondando para acercarse a nosotros, era un antiguo agente provocador.
Tratábase de un hombrecillo tonto e importuno, que llevaba no sé
qué insignia en la gorra. Habíamos recelado de él
instintivamente, pero, no obstante, sabía bastantes cosas de nosotros.
Le invitamos a que viniese a casa de Muchin. Una vez reunidos, me puse
a contar, con pelos y señales, su biografía, sin nombrarle,
y conseguí que perdiese los estribos. Le amenazamos con quitarle
de en medio si nos denunciaba. Y algo debió de servir la amenaza,
pues nos dejaron en paz por cerca de tres meses. Pero más tarde,
cuando ya nos habían detenida, Srenzel se despachó a su gusto
contando horrores de nosotros.
Dimos a la organización el nombre de "Liga obrera del Sur de
Rusia", pues teníamos la intención de atraernos a otras ciudades.
Yo me encargué de redactar los estatutos con un sentido socialdemócrata.
Las direcciones de las fábricas intentaron darnos la batalla exhortando
a los obreros. Al día siguiente, contestamos con nuevas proclamas.
Este duelo no sólo tenía en tensión a los obreros,
sino a gran parte de la ciudad. Ahora, ya hablaba todo el mundo de los
revolucionarios, que tenían las fábricas inundadas de hojas
y manifiestos. Ya se oía pronunciar nuestros nombres por todas partes.
Pero la policía seguía vacilando: no podía creer que
"los locos aquellos de la huerta" fuesen capaces de organizar una campaña
semejante y sospechaba que detrás de nosotros se escondían
gentes más expertas. Las sospechas recaían seguramente sobre
los antiguos deportados. Gracias a esto, pudimos seguir actuando todavía
dos o tres meses más. Pero pronto empezaron a vigilarnos con más
cuidado, y la Policía fué descubriendo un grupo tras otro.
En vista de esto, acordamos salir de Nikolaief por unas semanas, para
ver si la policía perdía la pista. Yo me iría con
mis padres al campo, la Sokolovskaia a Iekaterinoslavia, con su hermano,
y así sucesivamente. Pero, al mismo tiempo, convinimos resueltamente
en que, caso de proceder a detenciones en masa, no nos esconderíamos,
sino que nos dejaríamos apresar, para que la policía no pudiese
decir a los obreros que sus jefes les habían traicionado.
Antes de marchar, Nesterenko quiso que le dejase un paquete con proclamas
y me citó, por la noche, a una hora ya avanzada, detrás del
cementerio. Había bastante nieve. Era una noche de luna. Me esperaba
en un paraje solitario. En el momento en que sacaba el paquete de debajo
del abrigo y se lo alargaba, se destacó de la tapia del cementerio
una figura que pasó por junto a nosotros y le tocó con el
codo.
-¿Quién es?-le pregunté asombrado.
-No sé-me contestó Nesterenko, siguiendo con la mirada
al otro.
Era evidente que andaba en relaciones con la policía. Sin embargo,
entonces no se me ocurrió sospechar de él.
El 28 de enero de 1898 se decretaron una serie de detenciones en masa.
En junto, fueron llevados a la cárcel unos doscientos hombres. Empezaba
el ajuste de cuentas. A uno de los detenidos, el soldado Sokolof, le aterrorizaron
de tal modo, que se tiró desde el segundo piso por el corredor de
la cárcel, produciéndose graves heridas. Otro de los detenidos,
Levandovsky, se volvió loco. Y no fueron estas las únicas
víctimas.
Entre los encarcelados había muchos que apenas habían
tenido parte en el movimiento. Gentes de quienes habíamos fiado
se desentendieron de nosotros y hasta llegaron a traicionarnos. En cambio,
otros que apenas se habían destacado, demostraron gran fortaleza
de carácter. Al tornero Augusto Dorn, un alemán de unos cincuenta
años, que no nos había visitado más que una o dos
veces, le detuvieron también y le tuvieron largo tiempo encarcelado.
Era un hombre magnífico, y en la cárcel se dedicaba a cantar
con voz potente alegres canciones alemanas, en las que no siempre brillaba
la honestidad, hacía chistes en un ruso muy divertido y mantenía
en pie la moral de los jóvenes. En la cárcel de depósito
de Moscú nos pusieron en una celda común. Una de las gracias
del tornero consistía en hablar con el samovar, queriendo convencerle
de que viniese a su encuentro y cerrando el diálogo con estas palabras:
-¿Qué, no quieres? ¡Pues entonces irá Dorn
a buscarte!
Esta escena, a pesar de qué se repetía diariamente, causaba
la risa de todos.
Nuestra organización había sufrido un rudo golpe, pero
no había muerto. Pronto vinieron otros a sustituirnos. Ahora, los
revolucionarios y la policía procuraban tener ya más cuidado.
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