La naturaleza y los hombres no ocuparon nunca en mí espíritu
un espacio tan grande como los libros y las ideas, y esta supremacía,
que ya se afirmaba en la escuela, siguió manteniéndose durante
toda mi juventud. A pesar de haber nacido en el campo, no sentía
la naturaleza. Pasaron muchos años antes de que naciese en mí
el interés y la inteligencia hacia ella, vencida ya la infancia
y la primera parte de la mocedad. Durante muchos años, los hombres
desfilaban por mi conciencia como sombras sin rumbo. Mis miradas se concentraban
en ni interior y en los libros, de cuyas páginas sólo se
alzaba nuevamente el problema de mi vida y de mi porvenir.
Mis lecturas datan del año 1887, en que Moisés Filipovich
se presentó en Ianovka con un paquete de libros, entre los cuales
estaban los cuentos populares de Tolstoy. Al principio, el ahondar en la
lectura tenía más de fatigoso que de divertido. Cada nuevo
libro presentaba nuevos problemas: palabras ignoradas, relaciones ininteligibles,
los vagos contornos que separan al mundo de la realidad del mundo de la
fantasía. Las más de las veces, no tenía nadie a quien
dirigirme para que me aclarase las dudas. Me enredaba todo, volvía
a comenzar, lo dejaba de nuevo para volver otra vez al ataque, y en estas
vicisitudes, la alegría turbia del conocimiento se mezclaba con
el miedo misterioso a lo desconocido. Mis lecturas de aquellos años
eran algo así -no encuentro nada mejor a qué compararlas-como
los viajes nocturnos por las estepas: crujir de las ruedas, voces que se
cruzas, resplandor de las hogueras rompiendo las tinieblas al borde del
camino, todo en una mezcla extraña de intimidad y de misterio, en
que no se sabe qué ocurre ni quién es el viajero que pasa,
ni hacia dónde se encamina, pues mal apenas si sabe uno mismo hacia
donde se dirige, ni si avanza o retrocede. Con la diferencia de que en
la lectura no hay nadie que le explique a uno el viaje como el tío
Grigory en la estepa y le diga: aquel carro que ves allí cargado
de mieses es uno de los nuestros.
En Odesa, la selección de las lecturas era incomparablemente
más nutrida, y la dirección más amable también
y más inteligente. Me entregué a los libros con ardor. A
la hora del paseo, tenían que arrancarme a viva fuerza. Por el camino
iba viviendo lo leído, para retornar al libro a la vuelta. Por las
noches, ames de acostarme, suplicaba que me dejasen otro cuarto de hora,
o por lo menos cinco minutos más, hasta acabar el capítulo
empezado. No había noche en que no nos debatiésemos sobre
el tema.
El anhelo de ver, de saber, de abarcarlo todo, que empezaba a despertarse
en mí, buscaba un escape en aquel ansia devoradora de letra impresa,
con las manos y los labios infantiles se lanzaban al torrente de las palabras.
Todo lo que luego en la vida había de ofrecerme la experiencia de
interés o de entusiasmo, de alegrías o de tristezas, contentase
ya en las emociones de aquellas lecturas, como en sombra o en promesa,
a modo de acuarela o dibujo abocetado.
Las horas, o mejor dicho medias horas, de lectura en voz alta durante
las veladas en Odesa entre el término de la jornada y el sueño,
fueron las más hermosas de mi infancia. Mi primo nos leía
generalmente a Puskin o Nekrasof, con preferencia a éste. Pero llegaba
la hora reglamentaria y Fany decía:
-Es hora de irse a la cama, Liovuska.
Yo la miraba con ojos suplicantes.
-Hay que ir a acostarse, mocito-refrendaba el jefe de la casa.
-¡Otros cinco minutos nada más!-imprecaba yo.
Me los concedían. Luego, me despedía de los dos con un
beso y me iba a la cama, seguro de que lo mismo hubiera podido seguir escuchando
toda la noche, para caer dormido como una piedra apenas posaba la cabeza
en la almohada.
Sofía, una pariente lejana que cursaba el octavo año
de Gimnasio, vino a pasar unas semanas en casa de mi primo, para curarse
de un ataque de escarlatina. Era una muchacha muy inteligente y de mucha
lectura, aunque privada de carácter y originalidad, que no tardó
en irse apagando poco a poco. Yo estaba entusiasmado con ella, cada día
le descubría nuevos conocimientos y capacidades, y en presencia
suya dábame cuenta de mi nulidad. Le copié el programa de
exámenes y la ayudé en otras varias cosas, a cambio de lo
cual ella, durante la siesta, cuando todos se retiraban a descansar, me
leía en voz alta; juntos compusimos un poema satírico en
verso titulado "Viaje a la luna". Durante este trabajo, yo no encontraba
sosiego. Apenas exteriorizaba cualquier modesta iniciativa, mi colaboradora
se apoderaba de la idea, la desarrollaba rápidamente, introducía
en ella las más diversas variantes y le ponía a escape la
rima; yo iba siempre a remolque. Pasadas las seis semanas de la cuarentena,
Sofía se volvió a sus estudios, y me quedé otra vez
solo; era corno si me hubiese emancipado.
Entre los conocidos notables de mis parientes se encontraba Sergio
Sytjevsky, viejo periodista, romántico e intérprete de Shakespeare,
muy conocido en el Sur. Era un hombre de talento, pero muy dado a la bebida.
Esto hacía que adoptase ante los hombres, incluso los niños,
la actitud del que se siente culpable. Conocía a Fany desde su niñez
y la llamaba Faniuska. A mí, me tomó gran cariño de-de
su primer día. Después de preguntarme qué habíamos
dado en la escuela me puso por tema una comparación entre El poeta
y el librero, de Puskin, y Poeta y ciudadano, de Nekrasof. Me eché
a temblar. La segunda obra ni siquiera sabía que existiese, pero
lo que más miedo me daba era tener que habérmelas con Sergio
Sytjevsky, un escritor. Esta palabra resonaba en mis oídos corno
caída del cielo.
-Aguarda, que antes de nada vamos a leer las dos cosas-me dijo Sergio-,
y dió comienzo a la lectura. Leía maravillosamente.
-¿Qué, supongo que lo habrás entendido? Pues ahora
siéntate y escribe lo que se te ocurra.
Me llevaron al despacho y pusieron en mis manos las obras de Puskin
y Nekrasof, tinta y papel.
-¡Pero si no puedo!-le dije al oído a Fany, con tono trágico-.
¿Qué es lo que voy a escribir?
-No te pongas nervioso-me dijo mi prima, acariciándome la cabeza-;
escribe sin preocuparse, lo que te venga a la pluma.
Su mano era suave, y su voz dulce. Poco a poco fui tranquilizándome,
o por mejor decir tranquilizando mi atemorizado orgullo, y comencé
a escribir. A la hora aproximadamente me llamaron. Me presenté'
con un pliego grande, todo cubierto de escritura, y con un espanto corno
jamás lo había sentido en la escuela, y alargué mi
trabajo al escritor. Este recorrió con la vista unos cuantos reglones,
y a poco, con ojos muy brillantes, exclamó:
-¡Hora, hola, escuchen, lo que ha escrito aquí, es magnífico!...-y
se puso a leer en voz alta: -"El poeta vivía con la naturaleza,
que tanto amaba, y cada uno de cuyos sonidos, los alegres como los tristes,
encontraba eco en su alma."
Sergio Sytjevsky levantó un dedo.
-Está admirablemente dicho: "Cada uno de cuyos sonidos, los
alegres como los tristes, encontraba eco en el alma del poeta."
Tan profundamente me conmovieron estas palabras, que se me han quedado
grabadas para siempre.
A la hora de la comida, el periodista bromeaba con todos, y, animado
por la bebida, pues para él no faltaba nunca vodka en aquella mesa,
nos contó la mar de anécdotas y recuerdos. De vez en cuando,
miraba para mí, y me decía:
-Has estado admirable, mereces que te dé un beso.
Y, después de limpiarse cuidadosamente la boca y los bigotes
con la servilleta, se levantaba de la silla y, con paso vacilante, daba
la vuelta a la mesa. Yo le veía acercarse, como si sobre mí
se fuese a desatar una catástrofe, aunque fuera una catástrofe
ansiada.
-Levántate, Liuvoska, y dale un beso-me ordenaba en voz baja
Moisés Filipovich.
De sobremesa, Sergio nos recitó de memoria la sátira
El sueño de Popof. Yo le escuchaba sin quitarle ojo, con la atención
concentrada en aquel bigote gris del que brotaban las regocijantes palabras.
La facha del periodista medio embriagado, no disminuía en lo más
mínimo su autoridad a mis ojos, pues los niños tienen una
gran fuerza de abstracción.
Algunos días, antes de oscurecer, Moisés Filipovich sacábame
de paseo, y si estaba de buen talante íbamos charlando de lo divino
y lo humano. En uno de estos paseos me contó el argumento de la
ópera Fausto, que le gustaba extraordinariamente. Yo sorbía
codiciosamente sus palabras y soñaba con ver representada la función
en el teatro. El tono que de pronto tomó la voz en medio del relato
hizome sospechar que allí había algún misterio oculto.
Ya temía, compartiendo la emoción que en la voz palpitaba,
quedarme sin saber cómo acababa aquello cuando Moisés, dominándose,
prosiguió, como si no fuese nada: "Pues bien, ocurrió que
Margarita dio a luz una criatura antes de casarse..." Después de
sortear este escollo, los dos nos sentíamos aliviados, y el relato
pudo llegar a término sin mayores tropiezos.
Estando una vez en cama con la garganta vendada me dieron a leer, para
entretenerme, el Ohverio Twist, de Dickens. Aquel pasaje en que el médico
del asilo de parturientas observa que la mujer no trae anillo de casada,
me metió en un mar de confusiones.
-¿Qué quiere decir esto?-le pregunté a Moisés-.
¿Qué anillo es este de que habla aquí?
-Es-me explicó mi pariente, un tanto confuso-que las mujeres
casadas llevan un anillo para distinguirse de las solteras.
Me acordé de la Margarita de Fausto, y, en mi imaginación,
la tragedia de Twist giraba toda ella en torno a un anillo, en torno a
aquel aniño que no existía. De los libros iba alzándose
a empujones en mi conciencia el mundo cercado de las relaciones humanas,
y muchas de las cosas que había oído, casi siempre en forma
grosera y repelente, cobraban ahora, bajo el ropaje literario, un relieve
de nobleza y generalidad, como si los libros lo exaltasen a una esfera
superior.
Por entonces, andaba la gente muy preocupada con el drama de Tolstoy,
El poder de las tinieblas, que acababa de aparecer. Todo el mundo hablaba
de él como de una cosa extraordinaria y formulaba su juicio. Pobedonosef
consiguió que el zar Alejandro III prohibiese su representación.
Me constaba que, al retirarme yo a dormir, Moisés y su mujer se
quedaban en el cuarto de al lado leyendo el drama; a mis oídos llegaba
el murmullo de la lectura.
-¿No puedo yo leerlo también?-les pregunté.
-No, amiguito, es un poco temprano todavía para ti-me dijeron,
con tono tan categórico, que no intenté siquiera replicar.
Pero observé que el librillo, flamante y delgado, reposaba sobre
aquella cornisa que yo conocía tan bien. Y aprovechándome
de la ausencia de las personas mayores, en unos cuantos días me
leí la obra de cabo a rabo. El célebre drama no me produjo,
ni con mucho, la impresión que a los encargados de mi educación
parecía causar. Los pasajes más trágicos, como aquel
en que estrangulan al niño y en que uno de los personajes habla
de cómo crujían los huesos, no se me representaban como una
realidad espantosa, sino como una fantasía de libro y una invención
escénica; es decir, que en realidad no los sentí.
Durante las vacaciones, descubrí en casa de mis padres, guardado
en un armario viejo, pegando casi al techo, un librito pequeño que
había traído de Ielisavetgrado mi hermano mayor. Al abrirlo,
tuve en seguida el presentimiento de que estaba delante de algo extraordinario
y misterioso. Era la relación de un proceso por violación
y asesinato de una muchacha. Recuerdo que leí aquellas páginas,
salpicadas de pormenores médicos y detalles jurídicos, con
la misma emoción que si anduviese perdido de noche por un bosque,
errante entre los árboles iluminados con fantástico resplandor
por la luna, sin encontrar salida. Pero esta sensación no tardó
en borrarse. El alma humana, y sobre todo la del niño, dispone de
toda una serie de resortes, frenos, válvulas y amortiguadores que
funcionan a la maravilla, y que nos guardan de las conmociones demasiado
fuertes o prematuras.
Entré por primera vez en un teatro cuando estudiaba todavía
en la escuela preparatoria. Aquello fue algo inmenso, y no encuentro palabras
con que describirlo. Me habían mandado con Grigory Koldo, el portero
de la escuela, a ver una representación ucraniana. Tomé asiento
frente al escenario, blanco de emoción-así se lo contó
luego mi acompañante a Fany-, atormentado por una alegría
que no acertaba a dominar. En los entreactos, me guardaba muy bien de moverme
del sitio, para no perder nada de la función. Al final dieron una
especie de sainete en un acto, titulado El inquilino de la trompeta. Ahora,
la tensión del drama saltaba en carcajadas ruidosas. Todo me volvía
dar vueltas en el asiento, con la cabeza rígida y los ojos clavados
en el escenario. De vuelta en casa, les conté el argumento del sainete,
esforzándome en recargar los detalles, para arrancar las mismas
carcajadas de que acababa de ser testigo y actor. Pero hube de resignarme
con amargura al ver que no acertaba a conseguirlo.
-¿Y qué, el Nazar Slodolia no te ha gustado, por lo visto?-me
preguntó Moisés.
Comprendí que en aquella pregunta latía un secreto reproche.
Entonces me vino al recuerdo el drama de Nazario, ahogado por la risa,
y dije:
-Sí, ya lo creo, era muy hermoso.
Antes de entrar en el tercer curso, pasé una temporada de verano
cerca de Odesa, en casa de mi tío, y allí presencié
una función de aficionados, en la que un muchacho de mi escuela
llamado Krugliakof tenía un papel de criado. Era un chico débil
del pecho y lleno de granos, con ojuelos inteligentes, y muy enfermo. Conquistó
en seguida toda mi simpatía, y le supliqué que me dejase
representar con él una función. Elegimos El caballero avaro,
de Puskin. A mí me correspondió el papel del hijo y a mi
amigo el del padre. Entregado en cuerpo y alma a su dirección, dedicaba
los días enteros a aprenderme de memoria los versos del poeta. ¡Era
una emoción indecible! Pero pronto se vino todo a tierra, pues los
padres de mi amigo le prohibieron tomar parte en las funciones, que le
hacían mucho daño. Al reanudarse las clases, no pudo asistir
a la escuela más que las primeras semanas. Yo le esperaba todos
los días a la salida, y volvíamos juntos a casa hablando
de temas literarios. Pronto Krugliakof desapareció para no volver.
Supe que estaba enfermo en cama, y a los pocos meses llegó la noticia
de que había muerto tuberculoso.
La fascinación del teatro me poseyó durante varios años.
Después, empecé a apasionarme por la ópera italiana,
que era el orgullo de Odesa. Estando en el sexto curso, daba una lección
con el único y exclusivo fin de sacar dinero para el teatro. Durante
varios meses anduve secretamente enamorado de una soprano, que tenía
un nombre misterioso: Giuseppina Uget, y que me parecía un ser caído
del cielo sobre las tablas del escenario.
Me tenían prohibida la lectura del periódico, pero como
el régimen en este punto no era muy severo, poco a poco fui consiguiendo
que me levantasen la prohibición, principalmente para los folletones.
La prensa de la ciudad tenía el interés concentrado en el
teatro, y, muy principalmente, en la ópera; la opinión pública
de Odesa estaba entonces polarizada casi toda ella por la pasión
teatral. Eran los únicos temas en que les estaba permitido a los
periódicos apasionarse un poco.
Por aquellos días, se cotizaba bastante el nombre del ensayista
Dorochevich, que no tardó en erigirse en árbitro de todos
los pensamientos, a pesar de que sus temas eran casi siempre banales e
indiferentes. Tenía, indudablemente, talento de escritor, y en sus
folletones, por inocentes que fuesen, se abría una pequeña
válvula al ambiente de opresión en que vivía la ciudad
bajo el cetro policiaco de Selenio II. Yo me lanzaba todos los días
con ardor sobre el periódico, buscando la firma de Dorochevich.
En el entusiasmo por sus artículos coincidían entonces los
padres, liberales moderados, y los hijos, que aún no habían
tenido tiempo para rebelarse.
Desde mi temprana infancia me acompañó siempre, unas
veces más y otras menos, aunque siempre reafirmándose, el
entusiasmo por la palabra: escritores, periodistas, actores, encarnaban
a mis ojos el más atractivo de los mundos, al que sólo los
elegidos tenían acceso.
En el segundo curso empezamos a editar una revista. Moisés,
mi pariente, con quien cambié largamente impresiones acerca del
asunto, nos propuso su nombre: La Gota. El nombre quería significar
que los alumnos del segundo curso del Instituto de San Pablo contribuían
con su gota al océano de la literatura. Para explicar esto escribí
una poesía, que debía hacer, además, funciones de
artículo programático. En la nueva revista se publicaban
versos y relatos, compuestos por mí la mayoría de ellos.
Un dibujante se encargó de decorar la cubierta con un complicado
ornamento. Como alguien propusiese que se la enseñásemos
a Krisjanovsky, se encargó de esta misión J., el alumno que
vivía en su casa. Nuestro delegado cumplió su cometido a
maravilla: se levantó del asiento, se plantó delante de la
mesa del profesor, y, poniendo la Gota encima, con gesto seguro y firme,
hizo una reverencia cortés y se volvió a su banco, con andar
pausado y solemne. Todo el mundo se quedó aterrado, pensando en
lo que iba a pasar. El profesor se detuvo a contemplar la cubierta, hizo
una mueca con el bigote, con las cejas y con la barba, y comenzó
a leer. En la clase reinaba un silencio absoluto; sólo las páginas
de la revista crujían de vez en cuando. Al poco rato, Krisjanovsky
se levantó del sillón y, con mucho sentimiento, leyó
en voz alta mi poesía La gota pura.
-¿Qué os parece?-preguntó.
-Muy bien-contestaron unos cuantos chicos a coro, con voz bastante
unánime.
-Está bien-dijo el profesor-, pero el autor de esta poesía
no sabe lo que es medir un verso. ¿Vamos a ver, di, sabes lo que
son dactilos?-preguntó, volviéndose a mí, pues en
seguida me adivinó tras el claro seudónimo.
-No señor, no lo sé-hube de confesar.
-Muy bien, pues voy a explicároslo.
Y dejando a un lado la gramática y la sintaxis, Krisjanovsky
dedicó unas cuantas horas a iniciar a los alumnos del segundo curso
en los secretos de la métrica.
-Y por lo que se refiere a la revista-concluyó, después
de aquella digresión-, no hace ninguna falta que sea una revista;
dejad estar en paz el océano de la literatura, y utilizadla sencillamente
como cuaderno para vuestros ejercicios.
Importa saber que las revistas de estudiantes estaban prohibidas. Pero
pronto había de tomar otro giro el problema, pues a poco de esto,
el curso pacífico de mis estudios sufría una repentina interrupción
y Veíame expulsado del Instituto.
En mi vida abundan, ya desde la infancia, los conflictos nacidos, como
diría un jurista, de la protesta contra el derecho escarnecido.
Este motivo influía también, muchas veces, en mis amistades
y enemistades con los compañeros. Sería cosa de nunca acabar,
si fuese a contar aquí todos aquellos episodios. Pero hay dos conflictos
de cierta importancia en mi vida escolar que no puedo pasar por alto.
El más importante de los dos me ocurrió, cursando ya
segundo año, en la clase de Burnand, a quien llamábamos el
Francés, aunque era suizo. La enseñanza del alemán
hacía la competencia, en cierto modo al ruso. En cambio, el francés
se quedaba bastante rezagado. La mayoría de los chicos lo aprendían
ya en la escuela, y para los de la colonia alemana su estudio resultaba
difícil y espinoso. Burnand no podía ver a los alemanes.
Su víctima favorita era Wacker, mal estudiante, hay que reconocerlo.
Pero un día, muchos, si no todos, sacamos la impresión de
que le había puesto una mala nota sin razón ni motivo. Aquel
día, el profesor estaba furioso y no hacía más que
tragar pastillas.
-¡Vamos a darle un concierto!
Esta voz corrió de banco en banco, y los alumnos nos trasmitíamos
la consigna guiñando el ojo y dándonos con el codo. Yo no
me recataba, y acaso fuera de los más celosos agitadores. No era
la primera vez que organizábamos uno de estos conciertos; al profesor
de dibujo, al que no podíamos ver, pues nos estaba siempre castigando,
le habíamos dado ya varios. El concierto consistía en ponerse
a zumbar a coro con la boca cerrada, al terminar la clase, cuando el profesor
volvía la espalda y se dirigía a la puerta; no había
que despegar los labios, para no descubrirse. A Burnand le habíamos
coreado ya dos veces, aunque en tono muy bajo, pues le teníamos
miedo. Pero esta vez nos armamos de valentía, y apenas "el Francés"
se echó el periódico debajo del brazo, desde los últimos
bancos se alzó un rumor estrepitoso, que fué extendiéndose
hasta llegar a los de junto a la puerta. Yo, por mi parte, procuraba contribuir
al clamor en lo que podía. El profesor, que había pisado
ya el umbral de la clase, se volvió de repente, plantóse
en medio del aula y se quedó mirando frente a frente al enemigo,
con la cara verde de ira, lanzando centellas por los ojos, pero sin pronunciar
palabra. Los alumnos, sobre todo los que estaban en los primeros bancos,
procuraron poner cara de inocencia. Los de atrás se pusieron a revolver
en las mochilas, como si no hubiera pasado nada. No había transcurrido
medio minuto, cuando "el Francés" se dirigió de nuevo a la
puerta, con paso furioso; los faldones del frac aleteaban, como si quisieran
alzar el vuelo. La retirada del profesor fué seguida por un estrépito
unánime y arrebatado, que le acompañó pasillo adelante.
Al dar comienzo la clase siguiente presentáronse en el aula
Burnand Schwanncbach y Maier, el inspector, a quien llamábamos "el
Carnero", por sus ojos vidriados, su frente acarnerada y su gran estupidez.
Schwannebach nos echó una especie de discurso preparatorio, en que
procuró sortear lo mejor que pudo las celadas de los verbos y los
casos, de la lengua rusa, que no dominaba. El inspector iba pasando revista
con sus ojos de camero a las caras de los alumnos, y a los que tenían
fama de rebeldes les llamaba por el nombre y les decía:
-Seguramente que tú estabas en el ajo.
Unos protestaban levemente, otros guardaban silencio. Por este procedimiento
eligieron a unos quince alumnos, a quienes condenaron a una o dos horas
de reclusión. A los demás nos dejaron marchar, entre ellos;
a mí, a pesar de que Burnand, al tomar lista, se me quedó
mirando -a lo menos así me pareció-con ojos inquisitivos.
Yo no había hecho nada para quedar libre, pero tampoco había
confesado. Salí de la clase más apenado que contento, pues
parecíame que hubiera sido más divertido quedar castigado
con los otros.
A la mañana siguiente-apenas había vuelto a acordarme
del episodio del día anterior-me esperaba a la puerta de la escuela
un compañero de los castigados:
-Hoy te la vas a cargar, pues Danilof te acusó ayer al inspector
y éste fué con el cuento al "Francés"; poco después
llegó el director y estuvieron deliberando, y creo que van a echarte
a ti la culpa de todo.
El corazón me dió un vuelco. Vi que otro inspector, Pedro
Paulovich, se acercaba a mí y me decía:
-El señor director le espera a usted.
El hecho de que me estuviese aguardando a la entrada y el tono con,
que me dijo aquello no auguraban nada bueno. Pregunté a los bedeles
el camino, y por un pasillo que nunca había pisado llegue ante el
despacho del director y me quedé parado a la puerta. El director
cruzó por delante de mí y me miró con aire de misterio,
meneando la cabeza. Yo estaba más muerto que vivo. Al poco rato
volvió a salir y oí que mascullaba: "¡Bien, bien!"
Comprendí que aquello no prometía nada, bueno.
Pasados unos minutos, los profesores fueron saliendo,, una tras otro,
de la sala en que estaban reunidos; la mayoría de ellos se dirigieron
rápidamente a sus clases, sin advertir mi presencia. Krisjanovsky
contestó a mi saludo con una mueca que venía a decir: "¡En
buena te has metido! Me da lástima de ti, pero nada puedo hacer."
Burnand, en cambio, habiéndole yo saludado cortésmente, se
me acercó contoneándose y tocándome casi a la cara
con su barbilla odiosa, me dijo, y al decirlo agitaba los brazos:
-¡El mejor alumno del segundo curso es un monstruo de inmoralidad!
Se estuvo un momento echándome su aliento impuro, y volvió
a repetir:
-¡Un monstruo de inmoralidad-dió la vuelta y se alejó.
En seguida le tocó el turno al "Carnero". Este me dijo con visible
fruición:
-¡Vaya una pieza que estás hecho! ¡Ahora, ahora
verás tú!
Las horas que siguieron fueron una larga tortura. En el aula, a la
que no me dejaron pasar, habían suspendido las clases para tomar
declaración a los alumnos. Burnand, el director, Maier y Kaminsky,
otro inspector, se habían constituido en jueces investigadores en
el sumario de aquel "monstruo de inmoralidad".
La cosa había empezado porque uno de los que se quedaron castigados
el día anterior le dijo a Maier:
-A nosotros nos dejan castigados y el culpable se marcha tranquilamente.
A Bronstein, que azuzó a los otros y se cansó de gritar,
le dejaron irse a casa; éste-que era Karlson-puede decirlo.
-Imposible-dijo Maier-. Bronstein es un muchacho muy bueno.
Sin embargo, Karlson, el que tan calurosamente me recomendara al pastor
protestante como el hombre más sabio de Odesa, confirmó la
denuncia, y tras él otros. En vista de esto, Maier mandó
a buscar a Burnand, y como los animaran y espolearan desde arriba, contagiados
además unos a otros por el ejemplo, no faltaron diez o doce chicos
que se ofreciesen como delatores.
Ahora salía a relucir todo: el curso anterior, Bronstein, durante
un descanso, había dicho tal y tal cosa del director; Bronstein
había apuntado a tal y tal chico; Bronstein había intervenido
en el "concierto" organizado contra Smigrodsky. Wacker, el que había
sido causa de todo, declaró tranquilamente lo que sigue:
-Como todo el mundo sabe, cuando el profesor me puso la mala nota,
me eché a llorar; Bronstein se me acercó, me puso la mano
en el hombro y me dijo: "No llores, no seas tonto, vamos a escribir una
carta al Rectorado del distrito para que expulsen a Burnand..."
-¿Escribir a quién?-le preguntaron.
-Al Rectorado del distrito.
-No es posible. ¿Y qué le dijiste tú?
-Yo, nada; ¿qué iba a decirle?
-Sí, sí-intervino Danilof-. Bronstein nos propuso que
escribiésemos una carta al Rectorado, pero sin firma, para que no
nos expulsasen. Dijo que en vez de la firma pusiésemos todos una
letra al pie de la carta.
-¡Hombre, no está mal!-exclamó Burnand, sin poder
contener el entusiasmo-. De modo que una letrita, ¿eh?
Tomaron declaración a todos los chicos. Algunos negaron rotundamente
lo ocurrido y lo no ocurrido. Entre éstos se encontraba Kostia R.,
que lloraba amargamente cuando vió cómo trataban de avasallar
a su mejor amigo, el primer discípulo de la clase. Pero los delatores
rechazaron la negativa obstinada en que se encerraban estos testigos, diciendo
que eran amigos del reo. En la clase reinaba el pánico. A la mayoría
de los chicos no les arrancaban palabra del cuerpo. Danilof, aquella mañana,
estaba a la cabeza de la clase, cosa que no había conseguido hasta
entonces ni volvió a conseguir nunca después. Entre tanto,
yo aguardaba en el pasillo, a la puerta del despacho del director, junto
al armario amarillo y bruñido, como si fuese un criminal peligroso.
Los acusadores fueron puestos frente a frente al acusado en una especie
de careo. Al fin, me mandaron irme a casa y decir a mis padres que se presentasen
en el Instituto.
-Mis padres viven en el campo, lejos de aquí.
-Entonces, a los encargados de su educación.
Hace veinticuatro horas era, sin disputa, el primer discípulo
de la clase, y muy a la zaga de mí venía el segundo. A mi
sitial no llegaban ni los recelos del inspector Maier. Y he aquí
que de pronto me veo precipitado a la sima y tengo que aguantar que Danilof,
un holgazán y un perdido, me pisotee ante toda la clase y ante el
claustro en pleno. ¿Qué he hecho para merecer este trato?
¿Defender con una energía excesiva a un compañero
atropellado, que ni era amigo mío ni me simpatizaba? ¿Fiarme
más de lo debido de la solidaridad de mis compañeros? Conforme
me acercaba a casa, iba sintiéndome menos animoso. Se lo conté
todo, tal como había ocurrido, con el rostro desencajado y el corazón
agonizante, deshecho en llanto. Mis parientes me consolaron lo mejor que
pudieron, pues la verdad es que la noticia les dejó helados. Fanny
se fué a ver al director, a Krisjanovsky, a Iurtchenko; hizo lo
indecible por explicarles, por convencerles, poniendo por testigo su propia
experiencia pedagógica, todo sin que yo me enterase. Pasaron varios
días. Yo, sentado en un rincón-a mi lado, encima de la mesa,
cerrada e inmóvil, la mochila de los libros-, estaba inconsolable.
¿Cómo iba a acabar todo aquello? El director dijo que convocaría
una junta de profesores y les sometería la cuestión, para
que ella decidiese. Pero esto tenía más de amenaza que de
promesa. Celebróse la junta y Moisés fué a informarse
del resultado. La emoción con que, corriendo el tiempo, había
de aguardar a conocer la sentencia de un tribunal zarista no tiene punto
de comparación con la que aquel día me dominaba, esperando
el regreso de mi pariente. Por fin, sonó la puerta de la calle y
oí los pasos familiares por la escalera arriba. Abrióse la
puerta que daba al comedor, y en este momento salió del otro cuarto
Fany. Eché a un lado, un Poquito nada más, la cortina, detrás
de la cual tenía mi refugio.
-Expulsado-dijo Moisés con fatigado tono.
-¿Expulsado?-tornó a preguntar Fany, a quien casi faltaba
el aliento.
-Sí, expulsado-corroboró Moisés, en voz más
baja todavía.
Yo no despegué los labios. Miré para Moisés y
Fany y volví a refugiarme detrás de la cortina. La mujer
de mi primo, que fué a Ianovka a pasar las vacaciones de verano,
contaba que, al oír lo de la expulsión, me había puesto
amarillo como la cera, y que había tenido miedo de que me pasase
algo. Pero no lloré; me sentía dominado por un gran desasosiego.
En el consejo de disciplina que me formaron, el debate giró
en torno a tres formas de expulsión: una, me privaba de derecho
a cursar en ningún establecimiento de enseñanza del reino;
otra, me cerraba las puertas del Instituto de San Pablo, y otra, finalmente,
me dejaba abierto el camino para volver a sus aulas. Al fin, recayó
acuerdo sobre la fórmula más benigna. Yo temblaba pensando
en cómo irían a tomar la cosa mis padres. Mis parientes hicieron
todo lo posible para prepararlos y amortiguar el golpe. Fany escribió
una larga y detallada carta a mi hermana mayor, dándole instrucciones
sobre el modo cómo había de transmitir la noticia a mis padres.
Hasta finalizar el curso seguí en Odesa, y me fui a la aldea, -como
siempre, por vacaciones. Durante las largas veladas, cuando ya mis padres
estaban en la cama me dedicaba a pintarles a mi hermana y a mi hermano
mayor el desarrollo del asunto, imitando a los alumnos y profesores que
habían intervenido en él. Y como todavía tenían
frescos los recuerdos de sus años de escuela, y, además,
me trataban como a una criatura, tan pronto meneaban la cabeza con gesto
de reproche como se echaban a reír para celebrar mis gracias. De
la risa, mi hermana pasaba al llanto y se estaba largo rato sollozando,
con la cabeza apoyada en la mesa. Convinimos en que me fuese de viaje a
algún sitio por una o dos semanas, para que, durante mi ausencia,
ella lo pusiese en conocimiento de mi padre. Mi hermana temblaba de sólo
pensar en esa entrevista. Ante el fracaso de los estudios de mi hermano
mayor, mi padre había puesto en mí todas sus ilusiones y
tras los primeros años, llenos de promesas, todo se derrumbaba.
Cuando, pasados ocho días, volví a casa con mi amigo
Grisha, comprendí que ya lo sabían todo. Mi madre saludó
a mi amigo con grandes muestras de afecto y a mí hizo como si no
me viese. En cambio, mi padre me trataba como si nada hubiese ocurrido.
Hasta unos cuantos días después, volviendo del campo, tras
una jornada abrasadora, y sentándose a descansar en el fresco zaguán
de la casa, no hizo la menor referencia a lo ocurrido.
-Vamos a ver-me dijo, en presencia de mi madre-; explícame cómo
le silbaste al director. ¿Fué así, metiendo dos dedos
en la boca? -y al tiempo que lo hacía, se echaba a reír.
Mi madre, asombrada, paseaba la vista de uno en otro, y en su cara,
la sonrisa luchaba con la indignación: ¿cómo era posible
hablar con tal ligereza de cosas tan terribles? Pero mi padre no cejaba
en su empeño:
-Vamos, anda, muchacho, di cómo le silbaste-y se reía
cada vez con más ganas.
A pesar de lo apenado que estaba, -complaciese evidentemente en pensar
que su hijo, indiferente a su jerarquía, pues no en vano era el
primer discípulo de la clase, se hubiese atrevido a silbar al director
del Instituto. Fué inútil que me esforzase en convencerle
de que no habíamos silbado, sino simplemente zumbado, y sin grandes
extremos de audacia. Mi padre se empeñaba en salirse con la suya.
Y, al cabo, terminó todo en que mi madre se echó a llorar.
Durante el verano, apenas cogí un libro ni me preocupé
de preparar los exámenes. Lo ocurrido me quitó para una temporada
el gusto del estudio. Pasé un verano desasosegado, disputando e
irritándome a cada instante, y me volví a Odesa dos semanas
antes de empezar los exámenes. Mas tampoco en la ciudad sentía
grandes deseos de estudiar. Preparé celosamente el examen de francés,
pero Burnand se limitó a hacerme unas cuantas preguntas superficiales.
Los demás profesores hicieron lo mismo, y fui admitido en el tercer
curso. Aquí volví a encontrarme con la mayoría de
los compañeros, de los cuales unos me habían traicionado,
otros defendido y otros abandonado en cauto silencio. El recuerdo de lo
pasado fué, durante mucho tiempo, norma de amistades y antipatías.
Había muchos a los que no hablaba ni saludaba, y en cambio, me sentía
íntimamente compenetrado con los que me habían sostenido
en los momentos difíciles.
Fué, en cierto modo, mi primera experiencia política.
Aquellos tres grupos que cristalizaron en torno al episodio estudiantil:
los acusones y envidiosos de un lado, y de otro los amigos, bravos y nobles,
y, flotando entre los dos,, la masa neutral de los vacilantes e indecisos,
no se diferenciaban gran cosa de los que luego había de tropezarme
repetidamente en la vida, bajo las más diversas circunstancias.
Las calles estaban todavía cubiertas de nieve, pero empezaba
a irse el frío. Los tejados, los árboles y los gorriones,
respiraban ya primavera. El alumno del cuarto curso del Instituto de San
Pablo iba camino de casa, cogiendo con la mano, contra todas las reglas
de la conveniencia, una de las correas de la mochila, que tenía
rota la hebilla. El largo abrigo le pesaba ya sobre el cuerpo, ligeramente
sudoroso. Además, el muchacho sentía hoy una vaga nostalgia.
Lo veía todo y veíase a sí mismo bañado en
una luz nueva. El sol primaveral decíale que había en el
mundo algo inmensamente más grande y misterioso que las clases y
el inspector y aquella mochila que le bailaba sobre la espalda, más
grande que el estudio y el ajedrez y la merienda y aún que las lecturas
y el teatro y la vida toda de cada día. Y la nostalgia de este algo
ignorado e imperioso que se alza sobre el hombre, cualquiera que él
sea, se adueñaba hoy de todo el ser del muchacho, le calaba los
huesos y despertaba en su interior una sensación dolorosa y dulce
de agotamiento.
Cuando entró en casa, le zumbaba la cabeza, y una música
torturante le cantaba en las sienes. Arrojó la mochila sobre la
mesa, se tendió encima de la cama, hundió la cabeza en la
almohada y, sin saber por qué, rompió a llorar a solas. Para
encontrar una justificación a aquellas lágrimas, púsose
a evocar las escenas tristes de los libros leídos y de su propia
vida, y era como si echase nuevo combustible a su cálido cuerpo.
Aquellas lágrimas eran las de la nostalgia de la primavera. El muchacho
tendría entonces unos catorce años.
Desde mi infancia, venía padeciendo de una enfermedad, que los
médicos habían diagnosticado oficialmente como un catarro
crónico del tubo digestivo, y que había de enlazarse íntimamente
a mi vida. Tenía que estar tomando a cada paso medicinas y guardando
dieta. Cualquier excitación nerviosa me producía trastornos
intestinales. Estando en el cuarto curso, la enfermedad se me agudizó
de tal modo, que hube de suspender los estudios. Después de un largo
e infructuoso tratamiento, decidieron mandar el enfermo al campo.
La sentencia de los doctores, al conocerla, me causó más
satisfacción que pena. Pero, para que fuese ejecutiva, había
que conseguir el refrendo de mis padres. No había más remedio
que buscar en la aldea alguien que me diese lección, si no quería
perder un año. Esto aumentaba los gastos, cosa que en Ianovka no
se veía nunca con buenos ojos. Sin embargo, todo se arregló,
gracias a Moisés Filipovich, que buscó, para que me diese
lección, a un antiguo estudiante, G., un hombrecillo pequeño
con una gran melena, salpicada ya de canas en las sienes. Era de la casta
de los fracasados, un tanto vanidoso y fantástico, muy hablador
y sin ningún carácter, con un poco de cultura universitaria.
Hacía versos, y hasta había llegado a publicar dos en un
periódico de Odesa. Traía siempre consigo los dos números
del periódico en que se habían publicado sus poesías,
y a cada paso los andaba enseñando. Mis relaciones con él
eran de carácter violento y tendían por momentos a empeorar.
Al principio, adoptó una actitud muy familiar conmigo y no se cansaba
de decir, viniese o no a cuento, que quería ser mi amigo. En prenda
de amistad sin duda, me enseñó el retrato de una tal Claudia,
y me habló de no sé qué complicadas relaciones que
mantenía con ella. De pronto, empezó a mostrarse retraído
y a exigir de mí el respeto del discípulo hacia el profesor.
Este insensato tira y afloja acabó mal, pues un día tuvimos
una disputa ruidosa y rompimos para siempre. Mas tampoco este episodio
había sido estéril para mí. Al fin y al cabo el hombrecillo
de las sienes canosas me había iniciado en los misterios de sus
relaciones con una mujer que, vista en el retrato, me pareció imponente.
Con esto, ya me tenía yo por un hombre.
En los últimos cursos, la enseñanza de la literatura
pasaba de manos de Krisjanovsky a las de Gamof. El tal Gamof era un hombre
rubio, joven todavía, esponjoso, enormemente corto de vista y enfermizo,
que no daba chispa nunca ni sentía el menor amor por la enseñanza.
La clase iba trotando detrás de él, toda aburrida, de capítulo
en capítulo. Además, andaba atrasado en todo y dejaba siempre
para última hora el revisar nuestros temas. En el quinto curso,
era obligación hacer cuatro temas escritos. Yo me entregaba con
pasión a estos trabajos, y no sólo leía las fuentes
recomendadas por el profesor, sino que consultaba muchos libros más,
tomaba nota de datos y de citas, empleaba y modificaba las frases que me
agradaban y trabajaba con el mayor entusiasmo, sin detenerme siempre en
las lindes del plagio candoroso. No era el único alumno de la clase
que tomaba con interés estos trabajos escritos. Esperábamos
llenos de emoción-unos con miedo y otros con esperanza-que el profesor
nos los devolviese calificados. Pero, pasaban los días y no los
veíamos. Al llegar el segundo trimestre, se repitió la cosa.
En el tercer trimestre, entregué al profesor un cuaderno, lleno.
Pasaron dos, tres semanas, y el profesor no nos daba -noticia de nuestros
trabajos. Se lo recordamos, lo más discretamente que pudimos, y
nos contestó con una evasiva. Al día siguiente, Jablonovsky,
uno de los que con más entusiasmo tomaban aquellos trabajos, le
preguntó al profesor, sin andarse ya con rodeos, cómo era
que no teníamos la menor noticia acerca de la suerte de los temas
escritos y qué había ocurrido con ellos. Gamof le quitó
la palabra groseramente. Pero el chico no se amilanó. Abrió
desmesuradamente los ojos, cubiertos de espesas cejas, se movió
nerviosamente en el banco, y repitió, levantando aún más
la voz, que de este modo no se podía trabajar.
-¿ Quiere usted tener la bondad de sentarse y guardar silencio?-le
preguntó el profesor.
Jablonovsky no hizo ni lo uno ni lo otro.
-¡Haga usted el favor de salir de clase!-le gritó Gamof,
desde lo alto de la cátedra.
A pesar de que hacía mucho tiempo que no mantenía buenas
relaciones con Jablonovsky y de que la aventura de la clase del "Francés"
me había enseñado a ser cauto, comprendí que no debía
callar, y dije, volviéndome al profesor:
-Usted perdone, Jablonovsky tiene razón, y todos estamos a su
lado...
-Sí, señor, sí, señor-oyóse aquí
y allá.
El profesor guardó un momento silencio, confuso, pero pronto
montó en cólera:
-¿Cómo, qué es esto?-bramaba-. Yo sé muy
bien lo que tengo que hacer, sin recibir lecciones de nadie... Están
ustedes faltando al orden...
Le habíamos tocado en el punto más sensible.
-Lo que queremos es ver los trabajos, ¡ni más ni menos!-dijo
otro, levantándose.
El profesor estaba indignadísimo:
-¡Jablonovsky, salga usted de clase!
Pero el chico no se movía del sitio.
-¡Sal, hombre, sal!, ¿qué pierdes con eso?-le apuntaban
de varias partes.
Al cabo, Jablonovsky, alzándose de hombros, abriendo mucho los
ojos y taconeando, salió del aula y cerró la puerta con estrépito.
Al empezar la clase siguiente, apareció en el aula Kaminsky,
pisando sin hacer ruido sobre sus tacones de goma. La cosa no prometía
nada bueno. En la clase reinaba gran silencio. El director, con su voz
cálida de falsete en que se adivinaba al hombre que bebía,
y tras una amonestación breve, pero severa, en que nos amenazaba
con la expulsión, decretó las penas por lo ocurrido: a Jablonovsky,
veinticuatro horas de cárcel y una mala nota en comportamiento;
a mí veinticuatro horas de cárcel, y al tercero doce horas;
Era la segunda piedra que se alzaba en el camino de mis estudios. Pero
la cosa no tuvo, peores consecuencias. El profesor no nos devolvió
los trabajos y hubimos de renunciar a ellos.
Aquel año murió el Zar. La noticia nos pareció
algo inmenso e inverosímil, pero lejano; algo así como un
terremoto ocurrido en lejanas tierras. No recuerdo que ni yo ni mis compañeros
sintiésemos la menor compasión o simpatía hacia el
Zar enfermo, ni asomo de dolor por su muerte. Al entrar en el Instituto,
al día siguiente, observé que reinaba allí un pánico
grande e inmotivado. ¡Ha muerto el Zar!, se decían los chicos
unos a otros, sin saber cómo comentar aquello. No encontraban palabras
con que expresar lo que sentían, pues le faltaba una idea clara
acerca del acontecimiento. Lo que sí sabíamos era que no
había clases y de esto todo el mundo se alegraba, aunque la alegría
era mayor en los que no habían estudiado las lecciones y temían
que les llamasen. Conforme iban llegando los alumnos, el portero los expedía
al paraninfo, donde estaba todo preparado para decir un oficio de difuntos.
El pope, con sus gafas de oro, pronunció un pequeño sermón
de circunstancias. Entre otras cosas, dijo que si los hijos no tienen consuelo
cuando muere un padre, indecible debía ser el dolor de todos ante
la muerte del padre de un pueblo. Sin embargo, nadie sentía el dolor
más mínimo. El oficio de difuntos era interminable, fatigoso
y aburrido. Se circularon órdenes para que nos pusiésemos
un crespón en la manga izquierda y un lacito de luto en la escarapela
de la gorra. Luego, volvió todo a la normalidad.
En el quinto año, empezamos ya a hablar de los estudios universitarios
y del camino que pensábamos seguir en la vida. El tema predilecto
eran los exámenes de ingreso en la Universidad, lo mucho que suspendían
los profesores de San Petersburgo y las celadas que tendían a los
examinados; decíase que había en la capital verdaderos artistas
que preparaban a los estudiantes para el examen.. En Odesa conocíamos
a varios chicos que iban todos los años a San Petersburgo a examinarse
y todos los años volvían suspensos, a continuar su preparación.
Pensando en la suerte que les aguardaba, había muchos a quienes
se les paralizaba el corazón de terror dos años antes.
El sexto curso transcurrió sin contratiempo. Todo el mundo ansiaba
emanciparse cuanto antes del yugo del Instituto. Los exámenes de
bachillerato verificabanse con gran solemnidad y tenían lugar en
el paraninfo, ante un tribunal del que formaban parte varios profesores
de Universidad del distrito. El director procedía a abrir solemnemente,
al comienzo de cada sesión, el sobre en que se contenían
los temas para el ejercicio escrito, formulados por las autoridades del
distrito académico. Al conocerlos, exhalábamos todos un suspiro,
como si nos lanzásemos a un pozo de agua fría. Dominados
por la excitación nerviosa, aquellos temas nos parecían inasequibles,
pero poco a poco comprendíamos que la cosa no era tan grave. Y conforme
iba expirando el plazo de dos horas de que disponíamos, los profesores
nos ayudaban a burlar la vigilancia de la comisión examinadora.
Cuando hube terminado mi trabajo, no lo entregué, sino que, siguiendo
las instrucciones más o menos tácitas de Krisjanovsky, el
inspector, me quedé en la sala, para ayudar a los necesitados de
asistencia.
Había un séptimo curso complementario, pero como en el
Instituto de San Pablo no se hallaban organizadas sus enseñanzas,
teníamos que pasar a otro establecimiento. Ya éramos ciudadanos
libres. Previamente, nos habíamos equipado para el caso con ropas
civiles. El mismo día en que nos entregaron las papeletas de examen,
nos fuimos, formando un gran grupo, al jardín de una cervecería,
una especie de café cantante, en que tenían rigurosamente
prohibida la entrada a los alumnos del Instituto. Tocados de corbata y
con el cigarrillo en la boca, nos sentamos en torno a una mesa delante
de dos botellas de cerveza. Interiormente, estábamos asustados de
nuestra hazaña. Todavía no habíamos abierto la primera
botella, cuando se presentó allí Guillermo, un vigilante
del Instituto, a quien llamábamos "Cabrita", pues su voz parecía
un balido. Instintivamente, hicimos ademán de levantarnos, y quién
más quién menos, todos nos sentimos dominados por un leve
terror. Pero no pasó nada.
-¿Qué, ya estáis aquí?-nos dijo Guillermo,
con un leve tinte de nostalgia y estrechándonos a todos la mano,
como si con ello nos hiciese un favor.
El más viejo de todos, K., que llevaba un anillo en el dedo
meñique, le invitó cínicamente a un vaso de cerveza.
Esto era ya demasiado. Guillermo rechazó la invitación con
mucha dignidad, se despidió a toda prisa y siguió su camino,
a ver si atrapaba a algún chico que se hubiese aventurado a cruzar
el cercado de la cervecería. Entre tanto, nosotros nos entregamos
a la cerveza, con el sentimiento de nuestra propia dignidad realzado por
aquel incidente.
Los siete años que, incluyendo el de la escuela preparatoria,
hube de pasar en el Instituto, no dejaron de tener sus encantos, pero fueron
más las torturas. En general, el recuerdo de los tiempos de escuela
se me representa teñido de color gris, por no decir negro. Por encima
de todos los episodios, escolares, los alegres como los tristes, alzábase
aquel régimen lamentable de formalismo burocrático y de ausencia
de espíritu. Creo que no hay un solo profesor del que pueda acordarme
con verdadero afecto. Y eso que aquel Instituto no era de los peores. Sin
embargo, en sus aulas me equipé con los conocimientos elementales
y aprendí a estudiar de un modo sistemático y a guardar una
cierta disciplina de conducta, condiciones todas para las que había
de encontrar empleo más tarde. Además, los años de
Instituto, aunque no fuese esa su verdadera misión, pusieron en
mí los primeros gérmenes dé hostilidad hacia el orden
existente. Y estos gérmenes puedo asegurar que no cayeron en terreno
baldío.