El año 1888 trajo a mi vida grandes acontecimientos. Fué
el año en que me mandaron a estudiar a Odesa. La cosa ocurrió
del modo siguiente. Había venido a pasar el verano a la aldea un
sobrino de mi madre, Moisés Filipovich Spenzer, hombre de veintiocho
años, bueno e inteligente, que en su tiempo había "sufrido"
algo en política, como entonces se decía, y que por actuar
en ella no lograra entrar en la Universidad. En la actualidad, se dedicaba
un poco al periodismo y otro poco a la estadística. Había
venido a la aldea para fortificarse contra la tuberculosis, que le acechaba.
Tanto por su inteligencia como por su carácter, Monia, que así
le llamaban cariñosamente, era el orgullo de su madre y de sus numerosas
hermanas. También en nuestra casa disfrutaba de gran consideración.
Todos se alegraron cuando supieron que venía. Y yo sentía
también, para mis adentros, gran alegría. Al entrar nuestro
huésped en el comedor, yo estaba junto a la puerta del que llamaban
cuarto de los niños, una habitación pequeña que daba
al comedor, sin osar moverme, para que no me viese los zapatos, rotos.
No era indicio de pobreza, pues por entonces ya mi familia gozaba de una
posición bastante holgada, sino de despreocupación rústica,
de agobio de trabajo y del modesto nivel en que se movían nuestras
necesidades domésticas.
-¡Buenos días, muchacho-me dijo Moisés Filipovich-,
ven acá...!
-Buenos días-contestó el muchacho, sin moverse del sitio.
Con una risa un poco avergonzada, le explicaron la razón de
mi retraimiento, y entonces vino a sacarme alegremente de mi difícil
situación, cogiéndome y abrazándome.
A la hora de comer, toda la atención estaba reconcentrado en
el huésped. Mi madre le ponía en el plato los mejores bocados,
y preguntábale si le gustaba o deseaba otra cosa. Al anochecer,
cuando ya el ganado estaba recogido, Monia vino a mí y me dijo:
-¡Ven, date prisa, vamos a tomar un vaso de leche recién
ordeñada! Anda, coge los vasos..., pero no los cojas por dentro,
precioso, sino por fuera.
él me enseñó muchas cosas de que yo no tenía
idea: cómo se cogían los vasos, cómo había
que lavarse, cómo se pronunciaban ciertas palabras y por qué
la leche recién ordeñada era buena para el pecho. Spenzer
salía a pasear, escribía, jugaba a los bolos y me enseñaba
aritmética y ruso, preparándome para ingresar en el Instituto.
Yo adoraba en él, aunque no dejaba de inspirarme un cierto temor,
pues tras su persona presentía el principio de una imperiosa disciplina.
Eran las primeras manifestaciones de la cultura urbana.
Monia era amable con todos los parientes de la aldea, bromeaba mucho
y cantaba con una suave voz de tenor. Pero de vez en cuando, su talante
se ensombrecía, y se sentaba a comer silencioso y retraído.
Preocupados de verle así, le preguntábamos qué tenía,
si estaba enfermo, pero él rehuía las preguntas con monosílabos.
Cuando ya se acercaba el día de su marcha, parecióme descubrir
vagamente la causa de aquellos retraimientos, y era que alguna grosería
o injusticia aldeana había herido su sensibilidad. No es que mis
padres fuesen especialmente severos, no. Su modo de tratar a los jornaleros
y a los labriegos no era peor que el empleado en otras casas. Pero tampoco
mejor. Era, por consiguiente, un trato áspero, brusco. Un día
en que el administrador azotó al pastorcillo con una fusta, por
haber dejado los caballos en el abrevadero hasta anochecido, Monia palideció
y dijo, mordiéndose los labios y entre dientes: ¡Qué
brutalidad! Sí, también yo comprendía que era una
brutalidad. No sé si, a no estar él allí, lo hubiera
comprendido. Acaso sí. De todas maneras, él me ayudó
a comprenderlo, y basta esto para que toda la vida le guarde un sentimiento
de gratitud.
Spenzer iba a casarse de un día a otro con la directora de la
escuela oficial de niñas judías de Odesa. En Ianovka no la
conocía nadie, pero sin conocerla, todos estaban seguros de que
sería una persona de mérito, tanto por su cargo como por
ser la mujer elegida por Monia. Y se acordó llevarme a Odesa en
la primavera, a casa del nuevo matrimonio, y ponerme a estudiar la segunda
enseñanza.
Partí de la aldea equipado por el sastre de la colonia y con
un cajón lleno de tarros de manteca, vasos de confitura y otros
regalos para los parientes de la ciudad. La despedida fué larga
y penosa; yo lloraba amargamente, lloraba mi madre, lloraban mis hermanas,
y por vez primera comprendí el cariño que tenía a
Ianovka y a todos los que quedaban en aquella casa. Fuimos en coche hasta
la estación de ferrocarril, por la estepa, y hasta que no llegamos
al camino principal no se me limpiaron los ojos de lágrimas. El
tren nos llevó desde Novi Bug hasta Nikolaief, donde seguimos viaje
embarcados. Los pitidos del vapor me daban escalofríos y resonaban
en mí como el anuncio de una vida nueva. De momento navegábamos
por el río Bug, con el mar delante. Y con el mar, muchas, muchísimas
otras cosas. He aquí el puerto, el coche de alquiler, la callejuela
de Pokrovsky, con el viejo edificio que daba albergue a la escuela de niñas
y a su directora. Me miran, me examinan por todos lados, me besan, en la
frente, en las mejillas, primero una mujer joven, luego una vieja, madre
de la otra. Moisés Filipovich bromea como siempre, me pregunta por
Ianovka, por sus moradores y hasta por algunas vacas de que aún
se acuerda. Pero a mí las vacas me parecen ahora seres tan insignificantes,
que me avergüenzo de tener que hablar de ellas entre gente tan culta
y elevada. La vivienda no es grande. Me preparan el alojamiento en un rincón
del comedor, detrás de una cortina. Allí pasé los
cuatro primeros años de mi vida de colegial.
Desde el primer día, caí por entero bajo el dominio de
aquella disciplina, atrayente pero imperiosa, que ya en la aldea irradiaba
Moisés Filipovich. El régimen de vida en aquella familia,
no era severo, pero estaba reglamentado: por eso al principio me pareció
severo. A las nueve, me mandaban a acostarme, y hasta que no adelanté
en los estudios, no me cambiaron la hora. Paulatinamente, fueron enseñándome
a saludar por la mañana al levantarme, a traer las manos y las uñas
limpias, a dar las gracias a la muchacha cuando me servía algo,
a no comer con el cuchillo, a ser puntual y a no hablar mal de la gente
en su ausencia. Y supe que docenas y docenas de palabras que en la aldea
parecían evidentes no eran palabras rusas, sino ukranianas desfiguradas.
No pasaba día sin que a mi vista se abriese, a retazos, un ambiente
más cultivado que aquel en que discurrieran los nueve primeros años
de mi vida. Hasta el taller empezó a palidecer y a perder sus encantos
ante la magnificencia de la literatura clásica y la maravilla legendaria
del teatro. Poco a poco, iba convirtiéndome en un pequeño
hombre de la ciudad. Pero de vez en cuando, en mi conciencia reaparecía
la aldea, con colores vivos y brillantes, y me tentaba como un paraíso
perdido. En aquellos momentos de nostalgia, no encontraba, sosiego, me
consolaba escribiendo en los cristales de las ventanas con el dedo el nombre
de mi madre, y por la noche lloraba sobre la almohada.
La familia con quien vivía llevaba una vida modesta, pues no
andaba sobrada de recursos. Monia no tenía ocupación fija:
traducía tragedias griegas y les ponía notas, escribía
cuentos para niños, estudiaba las obras de Schlosser y otros historiadores,
con la intención de formar unas tablas cronológicas, y ayudaba
a su mujer a dirigir la escuela. Más tarde, fundó una pequeña
editorial, que en los primeros años vivió difícilmente,
hasta que un día empezó a subir. En el transcurso de diez
o doce años, se convirtió en el editor más prestigioso
del Sur de Rusia, y llegó a tener una gran imprenta y una casa propias.
Seis años pasé con esta familia que coincidieron con la primera
época de la editorial. Me fui familiarizando, con las cajas, las
correcciones, la impresión, con la plegadera y los cuadernillos.
Corregir pruebas era mi ocupación favorita. De aquellos lejanos
años de colegial, data mi amor por la tinta de imprenta.
Como en todas las familias burguesas, y muy especialmente en las de
la pequeña burguesía, los criados ocupaban en mi vida un
lugar importante, aunque no fuese visible. Dacha, la primera criada, tenía
conmigo una gran amistad confidencial y me confiaba sus secretos. Después
de la comida de mediodía, cuando todo el mundo estaba entregado
al descanso, me deslizaba furtivamente en la cocina, y Dacha, sin dejar
su trabajo, iba contándome toda su vida y su primer amor. Después
de Dacha, tuvimos una criada judía de Jitomir, divorciada de su
marido. ¡Era un bandido, un asco!, me decía, refiriéndose
a él. La enseñé a leer y escribir, y todos los días
se pasaba por lo menos media hora sentada a mi mesa, iniciándose
en los misterios de las letras y en sus enlaces para formar palabras. En
casa había ya un niño, al que hubo que buscar ama. Esta mandóme
escribirle una carta, en que contaba sus cuitas al marido, emigrado en
América. Me hizo pintarle sus penas con los más negros colores,
y yo, por mi cuenta, añadía al final que "nuestro niño
es la única estrella que alumbra con luz pura en el sombrío
horizonte de mi vida". Esto la entusiasmó. Yo mismo le leí
la carta, encantado de hacerlo, si bien el final, en que se hablaba del
envío de dólares, me era desagradable. Cuando hubimos terminado,
me dijo, suplicante:
-Ahora, vas a escribirme otra cartita.
-¿Para quién?-le pregunté, preparando ya la inspiración.
-Para un primo contestóme el ama, un tanto insegura.
Esta carta hablaba también de sus penas y dificultades, pero
no aludía a la estrella, y terminaba declarando que estaba dispuesta
a ir con él tan pronto como se lo mandase. Apenas se había
marchado el ama con las cartas, cuando se presentó la criada, mi
discípula, que seguramente había estado escuchando detrás
de la puerta.
-¡No es para su primo, no la creas!-me susurró al oído,
indignada.
-¿Pues para quién es?
-Para otro...
Aquello me dió materia para pensar en lo complicadas que eran
las relaciones humanas.
A la mesa, oí que Fany Solomonovna me decía, sonriendo
de un modo especial:
-¿No quieres que te ponga otro poco de sopa, escritor?
-¿Cómo, escritor?-le pregunté, inquieto.
-¡Pues naturalmente! ¿No escribes cartas para el ama?
Pues eres un escritor... ¿Cómo era aquello de "la única
estrella que brilla en el sombrío horizonte?" ¡Ya veo que
eres todo un poeta!-Y se echó a reír.
-Las cartas están bien escritas-dijo Moisés Filipovich
para tranquilizarme-, pero no sigas escribiéndoselas, ¿sabes?
Vale más que se las escriba Fany.
Pero los enredos del reverso de la vida, que ni la familia ni los profesores
se allanaban a sancionar, no dejaban por ello de existir, y eran tan vivos
y tan potentes, que la atención de aquel muchacho de diez años
no podía sustraerse a ellos. Y corno no los dejaban entrar por la
clase ni por la puerta ancha, tenían que dar un rodeo y entrar por
la cocina.
En el año de 1887, el Gobierno había puesto la tasa del
diez por ciento para el ingreso de muchachos judíos en la enseñanza
del Estado. Conseguir entrar en un Gimnasio era punto menos que imposible,
pues para ello había que contar con muchas influencias o gastarse
mucho dinero para allanar el camino. Los Institutos técnicos se
diferenciaban de los Gimnasios en que el plan de enseñanza no incluía
las lenguas clásicas y exigía, en cambio, más matemáticas,
ciencias naturales e idiomas modernos. Y aunque la "tasa" regía
también para estos Institutos, la afluencia de chicos era aquí
menor y mayores, por tanto, las posibilidades de ingreso. En periódicos
y revistas sosteníanse grandes polémicas sobre las ventajas
de la educación clásica y la técnica. Los conservadores
defendían el criterio de que el clasicismo desarrollaba el espíritu
de disciplina; o para decirlo sinceramente, daban por descontado que el
ciudadano que en temprana edad pasaba por el suplicio del griego, sabría
soportar pacientemente, cuando fuese hombre, el régimen zarista.
Los liberales, sin repudiar el clasicismo, que no en vano es hermano de
leche del liberalismo, pues los dos se amamantaron en el Renacimiento,
fomentaban al mismo tiempo la enseñanza técnica. En la época
de mi ingreso, ya se habían acallado estas polémicas por
una circular en la que se prohibía discutir acerca de las ventajas
de uno y otro sistema de enseñanza.
En otoño, me examiné para el ingreso en el primer curso
del Instituto de San Pablo. Hice un examen mediocre: en ruso me dieron
un tres y en aritmética un
cuatro.
No bastaba, pues la "tasa" hacía que la selección fuese
muy rigurosa, y los sobornos contribuían a que el rigor se acentuase.
En vista de esto, acordaron mandarme a una escuela preparatoria incorporada
al Instituto con el carácter de colegio privado, de la que se pasaba
luego a aquél, siempre con aplicación de la consabida tasa
para los alumnos judíos, pero con preferencia respecto a los externos.
El Instituto de San Pablo era, por sus orígenes, un colegio
alemán. Procedía de la escuela de la parroquia luterana,
y a él acudían los muchos alemanes establecidos en Odesa
y su distrito. Y aunque era un establecimiento oficial, como sólo
tenía seis cursos, al llegar al séptimo había que
matricularse en otro Instituto para poder luego ingresar en la Universidad.
Es probable que de ese modo se confiase en contrarrestar durante el último
curso el exceso de espíritu alemán recogido en los anteriores.
Sin embargo, en el Instituto de San Pablo, el ambiente germano iba desapareciendo
progresivamente de año en año. La proporción de alumnos
alemanes era de menos de la mitad, y de las cátedras se procuraba
alejar cuidadosamente a los profesores de esa estirpe.
El primer día de clase fué un día de tortura,
pero luego vinieron días mejores. Salí de casa camino de
la escuela con mi uniforme flamante, una gorra nueva con cinta amarilla
y una preciosa escarapela de metal que ostentaba, entre dos hojas de trébol,
las iniciales del Instituto, y a la espalda un morral también nuevo,
con los nuevos textos magníficamente forrados y una hermosa cajita
con el lápiz acabado de tajar, goma de borrar y palillero recién
comprado. Iba yo, calle de Uspenskaia abajo, con mi bagaje maravilloso,
muy contento de que la travesía no fuese corta, y parecíame
que todos se paraban a verme pasar con admiración y algunos hasta
con envidia. Miraba lleno de confianza y curiosidad las caras de los que
se cruzaban conmigo. Pero he aquí que de pronto, sin saber cómo,
un mozalbete alto y flaco, como de unos trece años (que seguramente
trabajaría en un taller, pues llevaba en la mano un objeto de hierro),
se plantó a dos pasos delante de aquel colegial tan lindamente equipado,
echó la cabeza atrás, tosió haciendo mucho ruido y
lanzando un escupitazo con todas sus fuerzas contra las hombreras de mi
blusa nueva, me miró despreciativamente y siguió su camino
sin decir una palabra. Entonces, aquello me pareció inexplicable,
pero hoy ya no me lo parece tanto. Aquel muchacho, desdeñado por
la suerte, de camisa desgarrada y pantalones rotos, descalzo, sucio, obligado
a trotar calles para servir a sus señores, mientras el señorito,
muy orgulloso, se paseaba luciendo su uniforme nuevo y brillante, selló
en mí su protesta social. Mas la verdad es que la impresión
que aquella mañana me dejó el hecho distaba mucho de estas
teorías. Me estuve un rato frotándome los hombros con hojas
de castaño, di rienda suelta a mi impotente indignación y
anduve lo que me faltaba de camino triste y malhumorado.
En el patio de la escuela me esperaba el segundo revés.
-¡Piotr Paulovich, ahí viene otro-gritaban de todos lados-,
y viene también de uniforme, el pobrecillo!
¿Cómo, qué pasaba? Pues, pasaba que, como la escuela
preparatoria tenía carácter de colegio privado, a los colegiales
les estaba terminantemente prohibido usar uniforme. Piotr Paulovich, que
era un inspector de barba negra, me lo explicó, advirtiéndome
que por ahora tenía que prescindir de la escarapela, la cinta amarilla
y la hebilla de metal, cambiando los botones de uniforme por otros sencillos,
de hueso. Aquel día, todo fueron desgracias.
Por ser la apertura de curso, no hubo clases. Los alumnos alemanes
y muchos otros que no lo eran, se reunieron en la iglesia luterana que
daba nombre al Instituto. Inmediatamente, caí bajo la jurisdicción
de un muchachote fornido que no había logrado ingresar todavía
en el Instituto, y que conocía bien las ordenanzas. Me sentó
a su lado en un banco de la iglesia. Era la primera vez que oía
el órgano, cuyos sones me llenaron de espanto. Luego, apareció
un hombre alto y todo afeitado, tocado de blanco, y su voz resonaba en
las bóvedas de la iglesia, azotando las ondas de aire, que parecían
cabalgar al galope unas sobre otras. La lengua misteriosa decuplicaba la
gravedad y la fuerza del sermón.
-¿De qué habla?-preguntéle a mi vecino, muy emocionado.
-Es el pastor Binnemann -me explicó Karlson-, un hombre muy
listo, el más listo de toda Odesa.
-¿Y qué dice?
-Hombre, pues lo que viene al casa-me dijo, ya con menos entusiasmo,
mi vecino, que hay que ser buen estudiante, aplicarse mucho y vivir en
buena armonía con los compañeros...
Luego resultó que este rechoncho admirador del pastor protestante
era un holgazán de siete suelas y un gran camorrista, que en los
descansos no hacía más que repartir puñetazos a diestro
y siniestro.
-El segundo día fué mejor. Me destaqué en las
cuentas y copié a satisfacción las letras del encerado. El
profesor me elogió delante de toda la clase y me puso dos cincos.
Esto me reconciliaba ya con los botones de hueso. La enseñanza del
alemán en las primeras clases corría a cargo del propio director,
Cristián Cristianovich Schwannebach. Era un burócrata acicalado
y meticuloso, que había podido llegar a aquel puesto por ser yerno
del pastor Binnemann. Lo primero que hizo, fué mirarnos las manos
a todos; las mías las encontró a satisfacción. Luego,
cuando vió que había copiado bien todo lo que estaba en la
pizarra, me elogió y me puso un cinco. De modo que el segundo día
volví a casa del colegio condecorado con tres notas máximas.
Las llevaba guardadas en el morral como un precioso tesoro, y no corría,
sino que volaba por la callejuela de Pokrovsky adelante, espoleado por
la codicia del homenaje familiar.
Tales fueron los comienzos de mi vida de colegial. Me levantaba temprano,
bebía a toda prisa el té, me echaba al bolsillo del abrigo
el desayuno envuelto en un papel y salía corriendo para la escuela,
para no perder el primer rezo. Nunca llegaba tarde. Me estaba muy quieto
en el banco, seguía atentamente las lecciones y copiaba con gran
cuidado lo que ponían en la pizarra. De vuelta en casa, preparaba
aplicadamente las lecciones y escribía los temas. Y me iba a la
cama a la hora reglamentaria, para volver a tomar el té a escape
a la mañana siguiente y correr de nuevo a la escuela temeroso de
perder el primer rezo. Poco a poco y puntualmente, iba ganando puestos.
A los profesores, con quienes me cruzaba en la calle, los saludaba respetuosamente.
El contingente de hombres raros y maniáticos es harto grande
en el mundo, pero en ninguna profesión abunda tanto como entre el
profesorado. En el Instituto de San Pablo, el nivel profesoral acaso despuntase
sobre el corriente. El Instituto tenía buena fama, y no era inmerecida,
pues el régimen que allí se seguía era severo y hacía
a los chicos trabajar, y cada año se sostenían más
tensas las riendas, sobre todo desde el día en que la dirección
pasó de manos de Schwannebach a las de Nikolai Antonovich Kaminsky.
El nuevo director, especializado en física, aborrecía por
temperamento al género humano. No miraba nunca a la cara a la persona
con quien hablase, se deslizaba sin hacer ruido, pisando sobre sus suelas
de goma, por los pasillos y las clases y tenía una vocecilla delgada
y cálida de falsete que, cuando se elevaba, infundía espanto.
Y aunque por fuera aparentaba serenidad, interiormente estaba siempre irritado
y de mal humor. Su actitud, aun con los mejores alumnos, era una especie
de estado de neutralidad armada, y esa era también la que adoptaba
conmigo.
Kaminsky había inventado un aparato para probar la ley de Boyle-Mariotte
sobre la elasticidad de los gases. Y ya se sabía: siempre que llegaba
el momento de demostrar el funcionamiento de la máquina, había
dos o tres chicos que, en voz bajita muy bien calculada y como si comentasen
la cosa entre sí, decían:
-Vaya un aparato bonito, ¿eh?
A poco, uno de ellos se levantaba un tanto vacilante y formulaba esta
pregunta:
-¿Quién es el inventor de este aparato?
Y el profesor, con tono displicente y en cálido falsete, contestaba:
-Lo he construido yo.
Toda la clase se miraba, llena de asombro, y cuanto peor estudiante
era un chico, más sonoro el suspiro de admiración que lanzaba.
Sustituido Schwannebach por Kaminsky, por convenir así a la
rusificación del Instituto, nombraron para la inspección
al profesor de literatura, Antón Vasilievch Krisjanovsky. Era un
tipo de barba rubia y expresión astuta, antiguo seminarista y hombre
accesible a los regalos, con un tinte casi imperceptible de liberalismo
y que se daba gran maña para recatar sus intenciones tras una aparente
inocencia muy bien simulada. Tan pronto como obtuvo el cargo de inspector,
tomó un cariz más conservador y severo. Krisjanovsky enseñaba
Lengua y Literatura rusas desde el primer curso. A mí me distinguía,
por los conocimientos que demostraba y por mi amor al lenguaje. Solía
leer mis trabajos de composición delante de la clase y ponerme un
cinco, haciendo de mí grandes elogios.
Iurtchenko era un hombre flemático y fornido, a quien habían
puesto de apodo "el Carretero". Tuteaba a todos los alumnos, lo mismo a
los pequeños que a los de los últimos años, y no era
precisamente escogido en sus expresiones. Su grosería contenida
infundía cierto respeto; pero con el tiempo, éste fué
decayendo, pues nos enteramos de que era persona sobornable. Más
o menos y cada cual a su modo, todos los profesores lo eran. Y cuando algún
alumno forastero no avanzaba, no había más que ponerlo de
pupilo con el profesor de quien ello dependiese. Si se trataba de un chico
de Odesa, se ponía a dar lección, pagándola bien,
con el más peligroso.
Zlotchansky, el segundo profesor de Matemáticas, era todo lo
contrario del otro: flaco, con un bigote enhiesto sobre una cara verduzco-amarillenta,
con la mirada siempre triste y gesto de fatiga, como si acabase de despertarse,
siempre tosiendo y escupiendo. Habíamos averiguado que tenía
tras sí una historia desdichada y que vivía entregado a la
vagancia y a la bebida. No era mal matemático, pero apenas se interesaba
por los chicos, por la enseñanza ni por las Matemáticas mismas.
A los pocos años de esto, se daba un tajo en el cuello con una navaja
de afeitar.
Mis relaciones con los dos profesores de Matemáticas eran excelentes,
y los dos sentían predilección por mí, pues esta asignatura
era mi fuerte. Hasta el punto de que cuando estudiaba los últimos
cursos tenía decidido dedicarme a las Matemáticas puras.
De la Historia estaba encargado Liubimof, un hombre alto y de continente
digno, sobre cuya naricilla colgaban las gafas de oro y que tenía
la cara redonda orlada por una barbilla escasa y varonil. Pero cuando sonreía,
hasta nosotros mismos comprendíamos que aquel continente de dignidad
no era más que aparente y que, en el fondo, se trataba de un hombre
sin voluntad, tímido, desgarrado interiormente por alguna preocupación
y que vivía en constante angustia de que, pudiera saberse o averiguarse
algo malo de él. Yo me entregaba al estudio de la Historia con interés
creciente, aunque difuso. Paulatinamente, procuraba ir dilatando el horizonte
de mis estudios, para lo cual dejaba a un lado los míseros textos
oficiales y echaba mano de los libros universitarios o de los gordos volúmenes
de Schlosser. En mi entusiasmo por la Historia se deslizaba, evidentemente,
algo de deporte: sólo por poner al profesor en un aprieto cuando
la ocasión se presentase, me aprendía una cantidad de nombres
raros y detalles inútiles, que no hacían más que recargarme
la memoria. Liubimof carecía de dotes para dirigir la enseñanza.
Se interrumpía muchas veces, alzaba la cabeza y miraba en torno,
lleno de cólera como si buscase en el cuchicheo de los alumnos alguna
palabra injuriosa para él. La clase, entonces, enmudecía
y poníase en acecho. Liubimof era también profesor de un
Gimnasio femenino, donde no tardaron en descubrir, como nosotros, sus manías.
La cosa terminó con que un día, en un ataque de locura, se
ahorcó del marco de una ventana.
A Jukovsky, el profesor de Geografía, le teníamos todos
un pánico tremendo. Suspendía automáticamente, como
una máquina, y durante la clase había que guardar un silencio
sepulcral. Con frecuencia, interrumpía la contestación del
chico, estirando las orejas, como fiera que barrunta un peligro. Todos
sabíamos lo que aquello significaba y nos quedábamos quietos
como mármoles, conteniendo la respiración. No me acuerdo
de que Jukovsky alojase las riendas un poco más que una vez, un
día de su cumpleaños, si no me equivoco. Un alumno le dijo
no sé qué cosa de carácter semiprivado, es decir,
que no tenía relación directa con la enseñanza. El
profesor lo dejó pasar. Esto era ya un acontecimiento. En seguida,
se levantó Wacker, que era un adulón, y dijo, con una sonrisa
untuosa:
-Todo el mundo dice que Liubimof no vale ni para atarle los zapatos
a usted.
La cara de Jukovsky era toda expectación.
-¿Cómo? ¡Siéntese usted!
Y se produjo aquel silencio especial que sólo podía reinar
en la clase de Geografía. Wacker se sentó como si le hubiesen
dado un trallazo. De todas partes se volvían a él caras con
gesto de reproche o de repugnancia.
-Sí, señor, es verdad-insistía en decir, a media
voz, el adulón, que aun no renunciaba del todo a la esperanza de
ablandar el corazón del geógrafo, el cual le tenía
muy mal considerado.
El verdadero profesor de Alemán era Struve, un germano gigantesco,
con una cabeza voluminosa y una barba que le llegaba hasta la cintura.
Sobre sus pies diminutos, casi infantiles, oscilaba aquel cuerpo grávido
que parecía un vaso colmado de bondad. Struve era una buenísima
persona; le dolía que los alumnos no progresasen en su asignatura,
se excitaba a cada paso y procuraba reparar en seguida con buenas palabras
los estragos de su indignación. Cada "dos" que ponía -pues
jamás se decidió a poner a nadie un "uno": no tenía
fuerzas para tanto-le costaba un disgusto, y se desvivía por no
castigar a nadie. Había conseguido meter en el Instituto al sobrino
de su cocinera, que era aquel Wacker de que hemos hecho mención,
y que resultó ser un muchacho poco inteligente y menos agradable.
Struve tenía algo de cómico, pero era, en general, una figura
simpática.
La enseñanza del Francés estaba a cargo de Gustavo Samoilovich
Burnand, un suizo flaco y de perfil aplastado, como si lo hubiesen pasado
por el laminador, ya un poco calvo, de labios delgados, azulados y pérfidos,
nariz puntiaguda y una cicatriz grande y misteriosa en forma de X en la
frente. Era un profesor que a todos nos caía antipático,
y con razón. Padecía del estómago, se pasaba toda
la clase chupando pastillas y veía en todo alumno un enemigo personal.
Aquella cicatriz de la frente era fuente inagotable de hipótesis
y conjeturas. Corría el rumor, de que profesor se había batido
en duelo de joven, quedando señalado para siempre por la espada
de su adversario. A la vuelta de algunos meses empezó a correr otra
versión, y era que la cicatriz no procedía de un duelo, sino
de una operación quirúrgica, en que le habían quitado
un pedazo de carne de la frente para corregir la nariz. Los alumnos contemplaban
muy atentos la nariz del francés, y en efecto, los más osados
afirmaban que se veían claramente los puntos. Los espíritus
menos románticos se inclinaban a buscar la solución del enigma
en un accidente de la niñez, y sostenían que se había
caído por la escalera, produciéndose aquella herida. Pero
esta explicación no podía admitirse, pues era demasiado prosaica.
Además, no había manera de representarse a aquel hombre de
niño.
Había en la escuela otro personaje a quien cabía un papel
considerable en nuestros destinos, y era el conserje, Antón, un
alemán inflexible, con unas patillas grises imponentes. Las funciones
del conserje, cuando alguno llegaba tarde o se quedaba castigado o sufría
pena de cárcel, eran, aparentemente, subalternas; pero de hecho,
gozaba de un poder muy grande, de modo que no había más remedio
que cultivar su amistad. Sin embargo, yo me mantenía en un plano
de indiferencia respecto a este funcionario-como él respecto a mí-,
pues no me contaba entre sus clientes: yo llegaba siempre puntual a la
clase, tenía siempre en orden la mochila, y el "carnet" de estudiante
limpio y dispuesto en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. No podían
decir lo mismo muchos otros, que tenían que vivir constantemente
de la tolerancia del conserje y ganarse por diferentes procedimientos su
buena voluntad. Antón era una de las más firmes columnas
del Instituto de San Pablo. Imagínese el lector cuál no sería
nuestro asombro cuando, al volver un año de vacaciones, nos enteramos
de que el viejo conserje, celoso de la hija de un bedel, una muchacha de
dieciocho años, le había disparado un tiro y estaba recluido
en la cárcel.
Eran todas pequeñas catástrofes personales que irrumpían
en la vida monótona del colegio, como en la vida política
de la época, retraída bajo la opresión, y que dejaban
en el espíritu una impresión exagerada, como cuando se grita
en una nave desierta.
A la Iglesia de San Pablo estaba asignado un asilo de huérfanos,
que se destinaba una esquina del patio del Instituto. Los asilados salían
a jugar al patio con sus blusas de percal azul, deshechas a fuerza de lavados,
y con sus caras tristes; rondaban penosamente, como enredilados, por la
esquina de su asignación y volvían a subir tristemente las
escaleras que conducían al asilo. Y aunque el patio era común
y la zona destinada a los huérfanos no estaba acotada por ninguna
valla, los colegiales y los "hospicianos", como les llamábamos,
formaban dos mundos perfectamente distintos. Cuantas veces quise trabar
conversación con los muchachos del mandilón azul, me contestaban
con ceño duro y de mala gana, apresurándose a apartarse de
mí: les estaba rigurosamente prohibido mezclarse para nada con nosotros.
Y durante los siete años que anduve rondando por aquel patio, no
pude conocer el nombre de uno solo de los huérfanos. Estoy seguro
de que el pastor Binnemann usaba la más corta de las fórmulas
para darles la bendición en la fiesta del Año nuevo.
En la parte del patio que lindaba con la esquina reservada al asilo
veíanse una serie de artefactos raros para hacer gimnasia: anillas,
perchas, escaleras verticales y perpendiculares, trapecios, barras, etc.
A poco de estar en la escuela, quise repetir un ejercicio que había
visto hacer a uno de los asilados. Subí por la escalera vertical,
y, poniéndome cabeza abajo, enganché las puntas de los pies
al travesaño más alto y me agarré con las dos manos
del barrote más bajo que pude; el ejercicio consistía en
quedar de pie sobre el suelo con un salto elástico, después
de describir en el aire un arco de 180 grados. Pero no acerté a
soltar las manos a tiempo y di con todo el cuerpo contra la escalera. Era
como si me atenazasen el pecho de dolores y, sin poder apenas respirar,
me revolvía en tierra como un gusano; cogí por las piernas
a los muchachos que me rodeaban y perdí el conocimiento. Desde entonces,
procuré tener más cuidado a la hora de hacer gimnasia.
Vivía apartado casi en absoluto de la vida de la calle y de
la plaza, y apenas disfrutaba de ningún juego ni diversión
al aire libre. Procuraba compensar la falta de ejercicio durante las vacaciones,
en la aldea. La ciudad parecíame hecha para el estudio y la lectura.
Y cuando veía a los chicos pegarse en las calles me indignaba, aunque
nunca faltasen ocasiones para ello.
A los estudiantes del Gimnasio les habían puesto por apodo "los
arenques", por sus botones y escarapelas de plata brillante, y a los del
Instituto, que los gastaban de color cobrizo, los llamaban "las sardinas
ahumadas". Un día, de regreso de la escuela, iba yo por la Iamskaia
camino de mi casa, seguido de cerca por un chico alto, estudiante del Gimnasio,
que no cesaba de atormentarme con esta pregunta:
-¿A cuánto vende usted las sardinas ahumadas?
Y como no obtuviese contestación, acabó dándome
con el hombro.
-¿Qué desea usted?-le pregunté, jadeando y muy
cortés.
El otro se quedó perplejo y pensativo por un instante, y me
dijo: -¿Tiene usted tiragomas?
-¿Tiragomas?-repetí yo-. No sé lo que es eso.
Entonces, el chico del Gimnasio, sin decir nada, sacó del bolsillo
un pequeño mecanismo: una horquilla de madera con unas gomas y un
pedazo de plomo.
-Con esto tiro desde las ventanas a las palomas del tejado, y luego
me las como asadas.
Miré a mi interlocutor con un gesto de asombro. Aquella ocupación
no me parecía mal, aunque un tanto inoportuna y hasta incorrecta
para una ciudad.
Había muchos chicos que se iban al mar en barca a pescar a línea.
Yo no tomaba nunca parte en tales diversiones. Y cosa rara, el mar no había
tenido todavía papel alguno en mi vida, a pesar de que llevaba siete
años viviendo a la orilla de él. Durante todo este tiempo,
no puse el pie en una barca ni eché al agua un anzuelo, ni tuve
con el mar más relaciones que mis travesías de la ciudad
a la aldea y de ésta a la ciudad. Los lunes, aparecía Karlson
con la nariz tostada por el sol y la piel toda agrietada, jactándose
de lo bien que lo había pasado paseando; a mí, estos placeres
parecíanme remotos y ajenos por completo a mi vida. Aun no había
apuntado en mí la gran pasión por la caza y por la pesca.
En la escuela preparatoria trabé gran amistad con Kostia, hijo
de un médico. Tenía un año menos que yo, y era bajo
de estatura, muy retraído, astuto y bribonzuelo, con ojillos penetrantes.
Conocía al dedillo la ciudad, en lo cual me sacaba gran ventaja.
No se distinguía gran cosa por la aplicación; yo, en cambio,
sacaba siempre, desde el primer día, las mejores notas. Este Kostia
estaba hablando siempre en su casa de mí, y un día, su madre,
una señora pequeña y flaca, acudió a la mujer de mi
primo a rogarle que permitiese a los dos muchachos hacer juntos los temas
y ejercicios. Sometido el asunto a debate, en el que fué consultado
mi parecer, decidióse asentir a lo solicitado. Compartimos por espacio
de dos o tres años el mismo banco, hasta que hubimos de separarnos,
por quedarse el otro atrás. Mas aún seguimos siendo amigos
durante mucho tiempo.
Kostia tenía una hermana, de dos años más que
yo, que estudiaba en el Gimnasio. La hermana tenía amigas, y éstas
hermanos. Las muchachas estudiaban música y los chicos hacían
la corte a las amigas de sus hermanas. En las fiestas de cumpleaños,
los padres recibían a sus invitados, y poco a poco iba formándose
allí un mundillo de simpatías y rivalidades, valses, juegos,
enemistades y envidias. Centro de este mundo era la familia de A., un comerciante
rico, que vivía en la misma casa y en el mismo piso de la de Kostia,
de modo que las dos viviendas daban a la misma galería sobre el
patio, donde tenían lugar toda una serie de encuentros más
o menos casuales. En esta familia flotaba una atmósfera muy distinta
a la que yo estaba acostumbrado a respirar en casa de mis parientes. Piños
de estudiantes y estudiantas de bachillerato flirteaban a todas horas bajo
la benevolente sonrisa de la señora de la casa. En las conversaciones
aparecía sin cesar el tema del amor. Yo manifestaba ante estas cuestiones
el mayor desdén, aunque, a decir verdad, el tal desdén no
tenía nada de sincero.
-Si alguna vez se enamora usted-me dijo, con tono de iniciada, la hermana
mayor de la casa, una estudiante de catorce años-no deje de decírmelo
en seguida.
-Bien puedo prometérselo, puesto que sé que a nada me
obligo-le contesté yo, con esa displicente majestad del que está
seguro de sí, pues no en vano cursaba ya segundo año de Instituto.
No habrían pasado dos semanas de esto, cuando las chicas organizaron
una representación de cuadros plásticos. Delante de un gran
paño negro salpicado de estrellas de papel de estaño, que
le servía de fondo, la hermana pequeña, con los brazos en
alto, simbolizaba la Noche.
-¡Qué bonita!, ¿verdad?-me dijo la hermana mayor,
dándome con el codo.
Levanté la vista, y asintiendo en mi interior, decreté
súbitamente llegada la hora de cumplir mi promesa. Poco después,
la hermana mayor me sometía a un interrogatorio:
-¿No tiene usted nada que decirme?
-Sí... -contestéle, con la mirada baja.
-¿Y quién es ella?...
Pero la lengua no quería obedecerme. Me pidió que le
dijese tan sólo la primera letra. Esto no costaba ningún
trabajo. La hermana mayor se llamaba Ana, la pequeña Berta. La letra
que apuntaron mis labios no fué la primera del alfabeto, sino la
segunda.
-¿Be?-repitió la muchacha, visiblemente decepcionada.
Allí terminó la conversación.
Al día siguiente fui, como todos los días, a casa de.
Kostia y atravesé, como de costumbre, el largo corredor del tercer
piso que separaba las dos viviendas. Desde la escalera vi ya a las dos
hermanas sentadas con su madre en la galería, delante de la puerta.
Y pocos metros antes de llegar al grupo, sentí clavadas en mí,
como alfilerazos, sus miradas. La pequeña, en vez de sonreír
como las otras dos, volvía los ojos con una expresión de
terrible indiferencia. No necesitaba más, para convencerme de que
mi secreto había sido burlado. La madre y la hermana mayor me saludaron
con un gesto que quería decir algo así como esto: "¡Vaya,
vaya, jovencito, que ya sabemos lo que hay debajo de tanta seriedad!" La
pequeña me alargó la mano con un leño, sin mirarme
a la cara ni estrechar la mía. Tenía delante casi toda la
galería y el largo pasillo, que hube de recorrer bajo las miradas
torturadoras de las tres mujeres, que parecían espetárseme
como alfileres en la espalda. En vista de aquella traición imperdonable,
decidí romper por completo con toda esta gente y no volver a visitarlas,
olvidándolas y borrándolas para siempre de mi corazón.
Las vacaciones, que no tardaron en comenzar, ayudáronme a llevar
esta decisión a la práctica.
Inesperadamente para mí, un día resultó que era
miope. Me llevaron a un oculista, y el oculista me recetó gafas.
No se crea que este acontecimiento me entristeció en lo más
mínimo; todo lo contrario, pues las gafas me daban, a mi parecer,
gran importancia, y ya saboreaba, anticipándome a los hechos, la
gran sensación que había de causar en la aldea cuando me
presentase con mi nuevo aparato. Pero mi padre no se avino a soportar aquello.
Para él, las gafas no eran más que lujo y petulancia, y categóricamente
me exigió que prescindiese de ellas. Fué en vano que me esforzase
por convencerle de que en clase no alcanzaba a distinguir las letras del
encerado ni en la calle podía leer los rótulos de las tiendas.
En la aldea sólo podía ponérmelas cuando él
no me veía sin embargo, durante estas temporadas de vacaciones,
me sentía más valiente, animado y emprendedor. Apenas pisar
el pueblo, me despojaba automáticamente de la disciplina de la ciudad.
Muchas mañanas, sólo, me iba a caballo hasta Bobrínez,
y volvía al caer la tarde. Eran 50 kilómetros de camino.
Aquí, en la villa, podía pasearme tranquilamente con mis
gafas, dándome aires de gran importancia. En Bobrinez no había
más que una escuela municipal graduada. El gimnasio más próximo
era el de Ielisavetgrado, que estaba a 50 kilómetros de allí.
En cambio, había un gimnasio femenino con cuatro cursos. Durante
el curso, las chicas tonteaban con los alumnos de la escuela graduada.
Pero en verano se cambiaban las tornas, pues volvían de vacaciones,
triunfando por el brillo de sus uniformes y la finura de sus modales, los
estudiantes del Instituto de Ielisavetgrado, que eran los que tallaban.
Reinaba un antagonismo cruel. Los chicos de la escuela, ofendidos, formaban
pequeñas partidas, en las que, a veces, además del palo y
la piedra, salía a relucir el arma blanca. Un día, estaba
yo sentado, sin pensar en nada malo, en la rama de una morera que había
en el huerto de una familia amiga, comiendo moras, cuando del otro lado
de la tapia me lanzaron una pedrada a la cabeza. No era más que
un pequeño episodio de aquella tenaz campaña, a ratos sangrienta,
que no cesaba hasta que los privilegiados se volvían a sus clases,
terminadas las vacaciones. Y en Ielisavetgrado ocurría algo parecido:
durante el curso, los bachilleres campaban por sus respetos en las calles
y en los corazones. Pero, al llegar el verano, retornaban de Kharkof, de
Odesa y de otras Universidades más lejanas los estudiantes, y los
chicos del Instituto tenían que batirse en retirada. Desatábase
una lucha cruel. La infidelidad de las muchachas no tenía nombre.
Sin embargo, allí era raro que saliesen a relucir otras armas que
las del espíritu.
En la aldea jugábamos al crocket y a los bolos, y yo dirigía
los juegos de prendas y decía insolencias a las muchachas. Un verano,
aprendí a montar en la bicicleta que había construido Iván
Vasilievich. Este aprendizaje me dio ánimos para montar luego, en
Odesa, en una bicicleta acuática. Además me arrastraba a
guiar, sin ayuda de nadie, un caballo de raza enganchado a un cochecillo.
Ya había en Ianovka buenos caballos de lujo. Un día, le propuse
al tío Brodski, el cervecero, montar conmigo.
-Supongo que no me tirarás, ¿eh?-me preguntó el
viejo, poco aficionado a las aventuras arriesgadas.
-¡Por Dios, tío!-le repliqué con tono tal de indignación,
que el tío, sin murmurar, aunque dando un gran suspiro, se decidió
a subir al coche.
Empuñé las riendas, y coche y caballo avanzaron dejando
atrás el molino por la calzada, que acababa de lavar y alisar una
nube de verano. El caballo, ansioso de ponerse al galope y nervioso de
tener que marchar cuesta arriba, pretende encabritarse. Le tiro de las
bridas, y, apoyándome con los pies contra el hierro de la lanza,
me levanto lo suficiente para que el tío no se dé cuenta
de lo que ocurre. Pero el potro tiene también su orgullo, y es lo
menos ocho años más joven que yo. Sale corriendo camino adelante,
como gato a quien atan una lata al rabo. Observo que mi tío, a mi
espalda, ha dejado de fumar, respira más apresuradamente y se prepara
a mandarme un ultimátum. En vista de esto procuro acomodarme mejor
en el asiento, aflojo las bridas y chasco la lengua muy alegre, como si
animase más aún al caballo.
-¡Ojo con lo que hacemos, amiguito!-le digo cariñosamente
a la bestia, cuando observo que va a ponerse al galope. Y abro los brazos
con gran parsimonia. Noto que el tío se ha tranquilizado y vuelve
a echar chupadas a su cigarrillo. Está ganada la partida, pero el
corazón me palpita como el vientre del caballo.
De vuelta en la ciudad, torno a rendir la cerviz al yugo de la disciplina.
No me cuesta gran trabajo. Los juegos y los deportes ceden el paso a los
libros, y, de vez en cuando, al teatro. Insensiblemente, casi sin razonamientos,
voy sometiéndome a la ciudad. La vida urbana pasa por delante de
mí sin que apenas la sienta. Y no sólo por delante de mí,
pues tampoco las personas mayores se atrevían a sacar la cabeza
más de la cuenta por la ventana.
Odesa era por entonces, seguramente, la ciudad más afamada en
punto a policía de toda la Rusia policíaca. El comandante
de la ciudad, un antiguo contralmirante a quien llamaban Selenio II, era
un personaje importantísimo, en el que se unían un poder
sin límites y un temperamento desenfrenado. Acerca de él
corrían innumerables anécdotas, que los atemorizados habitantes
de Odesa, se contaban en voz baja. Por aquellos años, una imprenta
del extranjero publicó un libro en que se referían toda una
colección de heroicidades del tal contralmirante. No recuerdo haberle
visto más que una vez, y de espaldas, pero me bastó. El héroe
erguíase tan alto como era en su coche, maldiciendo a diestro y
siniestro con voz tonante y amenazando con el puño. A su paso los
policías y los porteros se cuadraban, saludando militarmente y quitándose
la gorra, y detrás de las cortinas y celosías acechaban caras
de espanto. Yo ajusté las correas de la mochila y apresuré
el paso todo lo que pude.
Y siempre que evoco la imagen del Estado ruso en los años de
mi infancia se me representan las espaldas fornidas del jefe de la Policía
de Odesa y su puño amenazador, y acuden a mis oídos aquellas
palabrotas, que no se encuentran en los diccionarios.
El "5" era la nota mejor, y el "1" la
peor.