Pasé en la aldea, sin interrupción, los nueve primeros
años de mi vida. En los siete años que siguieron iba a pasar
allí los veranos, y a veces las vacaciones de Pascua y de Navidad.
Hasta los dieciocho años, aproximadamente, me sentí íntimamente
unido a Ianovka y a su ambiente y aledaños. En los primeros años
de mi infancia, la aldea ejerció un influjo omnipotente sobre mi
vida. En los siguientes hubo de luchar con la ciudad por la primacía,
hasta que al cabo se alzó ésta con la victoria.
La aldea me familiarizó con la agricultura, con el molino, con
la gavilladora americana; hizo desfilar ante mis ojos a los campesinos,
los del lugar y sus alrededores, los que traían al molino su molienda
y los que acudían de las lejanas tierras ukranianas a buscar trabajo
en la finca, con la guadaña y el hatillo al hombro. Mucho de lo
que me enseñó la aldea cayó más tarde en el
olvido o fué esfumándose en la memoria, pero a cada nuevo
vaivén de mi vida, sale a la superficie, viene en su auxilio un
trozo de aquel pasado. A la aldea debo el haber conocido en la realidad
los tipos de la antigua nobleza decadente y de la riqueza capitalista en
ciernes. Aquellos años me presentaron también, en su natural
rudeza, no pocos aspectos de las relaciones humanas, preparándome
así, por contraste, para sentir con mayor fuerza el tipo de cultura,
más elevado aunque más contradictorio, de las ciudades.
El antagonismo entre la ciudad y el campo se alzó ya ante mi
conciencia en las primeras vacaciones. Una gran impaciencia me dominaba,
cuando me puse en viaje. El corazón me saltaba de gozo. Sentía
ansia de volver a ver la aldea, de que volviesen a verme todos. En Novi
Bug me encontré con mi padre, que salía a recibirme. Le enseñé
mis magníficas notas y le expliqué que era. ya estudiante
de Instituto y necesitaba un uniforme de gala. Un carro entoldado nos llevaba
a través de la noche; no lo conducía el cochero, sino un
hombre joven, administrador de la finca. En la estepa soplaba un frío
húmedo; me envolvieron en un amplio abrigo de paño. El viaje,
el cambio de ambiente, los recuerdos y las impresiones teníanme
como embriagado. Sin guardar un punto de silencio, hablando incesantemente,
fui contándole a mi padre los recuerdos de la escuela, de la casa
de baños, de mi amigo Kostia R., del teatro; al llegar a este punto
le relaté el argumento del Nazar Stodolia y del Inquilino de la
trompeta. Mi padre me escuchaba, a ratos quedábase dormido y se
despertaba sobresaltado; luego, se dibujaba en su cara una sonrisa de satisfacción.
El hombre que conducía meneaba de vez en cuando la cabeza y se volvía
al amo, como diciendo: ¡Vaya cosas magníficas que nos cuenta!
Hacia el amanecer me quedé dormido y fui a despertar en Ianovka.
Encontré la casa lamentablemente pequeña, el pan de centeno
negro, y la vida toda de la aldea familiar y extraña a la vez. A
mi madre y a mis hermanos les conté también lo del teatro,
pero ya no puse en el relato el entusiasmo de la primera vez. En el taller,
Vitia y David me parecieron enormemente cambiados, casi no los conocí;
habían crecido y se habían hecho hombres. También
yo les parecía otro. Como me tratasen de usted, quise protestar.
-¿Cómo quiere usted que le tratemos-me contestó
David, moreno, flaco y retraído-, si ahora es usted una persona
de estudios?
Iván Vasilievich se había casado durante mi ausencia.
La cocina de la servidumbre, que estaba al lado del taller, había
sido reformada para vivienda suya, y la cocina estaba ahora en una especie
de choza nueva detrás de aquél.
Pero estos cambios eran lo de menos. Entre mi y los recuerdos, asociados
con mi niñez alzábase ahora un no sé qué nuevo
que era como un muro. Todo me parecía lo mismo y cambiado. Los objetos
y las personas. Y algo había cambiado, indudablemente, durante este
año que yo había estado fuera. Pero más que la realidad
había cambiado el prisma a través del cual la veía.
A partir de aquel día en que llegué a la aldea empecé
a sentirme como distanciado de mi familia; y esta crisis, que empezó
por nada, con el tiempo acabó siendo seria y profunda.
El influjo cambiante de la ciudad y la aldea empañó toda
una primera época de mis estudios. En la ciudad, sentíame
mucho más encajado en mis relaciones, y excepción hecha de
algunos conflictos aislados, aunque turbulentos, como el del "Francés"
o el del profesor de literatura, dejábame ir insensiblemente a la
zaga de la disciplina familiar y escolar. Ello no se debía solamente
al régimen de la familia con quien vivía, en cuya casa reinaban
normas inteligentes y un nivel relativamente alto en punto a las relaciones
personales, sino a la autoridad que sobre mí ejercían los
hábitos de la vida urbana. En la ciudad, aunque las contradicciones
no eran menores que en el campo, sino al contrario, aparecían, sin
embargo, encubiertas, reglamentadas, sujetas a un orden. Los representantes
de las diferentes clases sociales sólo entraban en contacto para
algún asunto, desapareciendo luego a los ojos de los otros. En la
aldea, todo se desarrollaba ante la mirada de los demás. Los lazos
de dependencia que ataban a unos hombres con otros aparecían en
descubierto, como los muelles de un sofá despanzurrado. En la aldea,
yo me mostraba mucho más insumiso y camorrista. Hasta con Fany Solomonovna,
cuando venía a visitarnos, tenía que discutir y mostrarme
grosero, si por acaso se le ocurría, discretamente, tomar partido
por mi madre o mis hermanas; en cambio, en la ciudad nunca me animaron
hacia ella más que sentimientos de bondad y de ternura. Muchas veces,
surgían conflictos por nada, aunque eran más frecuentes los
que tenían un fundamento serio.
Heme aquí vestido con un traje de lienzo recién lavado,
el talle ceñido por un cinturón de cuero con hebilla de metal
y la gorra blanca adornada con una escarapela amarilla que refulge al sol.
¡Una maravilla! Ansioso de que todo el mundo me viese-era en los
días más calurosos de la cosecha-salí con mi padre
a los campos. Al frente de la cuadrilla de once segadores y doce agavilladoras
coronaba la cumbre el más viejo de todos. Arkhipo, un hombre de
ceño sombrío, aunque blando de carácter. Ya cortan
las mieses y el aire de fuego doce guadañas. Arkhipo lleva las piernas
metidas en calzoncillos sujetos por un botón de hueso. Las jornaleras
traen sayas rotas, y algunas sólo visten una camisa sucia. A lo
lejos, se oyen silbar las guadañas, como si en ellas cantase la
canícula.
-¡Trae acá-dice mi padre-, voy a ver cómo está
el trigo! -Y cogiendo la guadaña que le alarga el segador, va a
ocupar su puesto.
Me quedo mirándole sin quitarle ojo. Mueve los brazos sin hacer
el menor esfuerzo, como si no trabajase, como si se dispusiese a trabajar
tan sólo, suavemente, y a cada vez da un pasito corto, como si tentase
el suelo, buscando un sitio para pisar. Se ve que siega con gran facilidad,
sin ostentación alguna, y aunque no tenga la seguridad de movimientos
del segador, su corte es ceñido e igual; el campo queda, rapado
y la mies va formando un montón bien perfilado a su izquierda. Arkhipo
le mira de reojo y se le nota que el trabajo de mi padre no le desagrada.
Los demás le contemplan a su modo, unos con simpatía y admiración,
otros fríamente, como si pensasen: hacen bien en segar, pues para
eso es su trigo; además, no lo hace más que por lucirse.
Es posible que entonces no tradujese en palabras tan precisas aquellos
gestos, Pero me daba cuenta perfectamente de la complicada mecánica
de relaciones que allí alentaba. Cuando mi padre se hubo alejado
para inspeccionar otra parte del campo, intenté yo coger la guadaña.
-Cuidado, la mies se coge con el filo, con el filo, y a la punta se
la deja campo libre, sin apretar.
Pero la emoción no me deja encontrar el filo, y al tercer golpe
hincó la punta en tierra.
-¡A ese paso-me dice el segador viejo-, pronto va usted a acabar
con la guadaña; aprenda de su padre!
Veo la burla que baila en la mirada irónica de las jornaleras
morenas y cubiertas de polvo y me apresuro a retirarme, con mi escarapela
en la gorra, chorreando sudor.
-¡Ve con tu mamá, a comer pasteles!-me grita allá
a lo lejos una voz de burla. Es la voz de Mutusok, un segador negro como
el betún, que lleva ya tres veranos trabajando en nuestra finca.
Viene de la colonia y es un hombre expeditivo y de lengua suelta; hace
un verano, en presencia mía, y para que yo lo oyese, dijo unas cuantas
cosas mordaces, pero muy exactas, acerca de los señores. Mutusok
me simpatiza, por su atrevimiento y su destreza, pero al mismo tiempo despierta
en mí, con sus burlas, que no recata, un cierto odio. Quisiera decir
algo que ganase su simpatía, o si no llamarle al orden y humillarle,
pero no se me ocurre nada.
Al volver del campo, veo delante de nuestra puerta a una mujer descalza.
Está sentada junto a la piedra, apoyada contra la pared, pues en
la piedra no se atreve a sentarse; es la madre de Ignacio, un pastorcillo
medio idiota. Ha venido andando siete verstas a buscar el rublo que le
dan de jornal, pero no hay en casa nadie para pagarle y se estará
aguardando hasta el anochecer. Se me encoge el corazón viendo aquella
figura, encarnación viva del servilismo y la miseria.
Al año siguiente, las cosas no cambiaron, ni mucho menos. Volviendo
un día de jugar al crocket, me encontré en la corraliza con
mi padre, que regresaba del campo, cansado, de mal humor, cubierto de polvo,
acosado por un aldeanillo descalzo y sucio, con los pies negros.
-¡Por Dios, déjeme usted la vaca!-suplicábale,
jurando que no volvería a dejarla entrar en los trigos.
-No es tanto lo que come-le contestó mi padre-como lo que estropea.
El aldeano repetía una y otra vez las mismas palabras, y en
sus súplicas palpitaba el odio. Esta escena me produjo una gran
impresión y conmovió hasta la última fibra de mi cuerpo.
El contento con que volvía del juego entre los perales, después
de derrotar a mis hermanas, desapareció, arrastrado por una aguda
crisis de desesperación. Me deslicé por delante de mi padre,
corrí a mi cuarto, hundí la cabeza entre las almohadas y
rompí a llorar amargamente..., sin acordarme de que era ya un alumno
del Instituto. Mi padre traspasó el umbral, y entró al comedor,
seguido siempre por el hombrecillo. Oí voces. A poco, el aldeano
se retiró. Volvió mi madre del molino, la oí hablar
y oí el ruido de platos; estaban poniendo la mesa; mi madre me llamó
a comer...; no contesté; seguía llorando. Poco a poco, las
lágrimas iban serenándome. Se abrió la puerta del
cuarto y vi a mi madre que se inclinaba sobre mí.
-¿Qué tienes, Liuvoska?
No contesté. Mis padres se pusieron a cuchichear.
-¿Lloras porque te da pena del aldeano? Ya le hemos entregado
la vaca sin ponerle ninguna pena.
-No, no lloro por eso-sonó mi voz entre las almohadas, avergonzado
y torturado por la causa de mi llanto.
-No le hemos puesto ninguna pena-repitió mi madre.
Fué mi padre quien se dió cuenta de las verdaderas razones
y se las explicó. Al verme pasar, con sólo una mirada rápida,
pudo darse cuenta de muchas cosas.
Un día, estando fuera mi padre, se presentó el "uriadnik",
un sujeto vulgar, codicioso y cínico, y pidió los pases de
los jornaleros. A dos de ellos les había expirado ya el plazo. Mandó
que los trajesen inmediatamente y los apresó, para enviarlos, de
etapa en etapa, a su distrito. Uno de ellos era un viejo, con el cuello
moreno lleno de grandes arrugas; el otro un joven, sobrino del primero.
Al llegar al zaguán, brincaron las huesudas rodillas en tierra,
primero el viejo y luego el joven, y tocando casi el suelo con la cabeza,
suplicaron:
-¡Déjenos usted, por Dios, tenga usted compasión!
El uriadnik, fornido y sudoroso, se entretenía en jugar con
el sable mientras bebía el vaso de leche fría que le habían
subido de la bodega:
-Yo no gasto compasión más que en los días de
fiesta, y hoy no me toca.
Yo, que estaba como sobre ascuas, me aventuré a pronunciar,
con voz insegura, unas cuantas palabras de protesta.
-Con usted, joven, no va esto-me dijo el gendarme, con tono claro y
severo, y mi hermana mayor me hizo con el dedo serías de que me
callase. El uriadnik se llevó a los obreros conducidos.
Durante las vacaciones, me encargaban de llevar los libros, es decir,
de asentar, turnándome con mi hermano y mi hermana mayores, los
jornaleros que trabajaban en la finca, sus salarios y los pagos hechos
en productos y en dinero. Muchas veces, ayudaba a mi padre a hacer la paga,
y la presencia de los obreros daba frecuente ocasión a pequeños
choques e incidentes velados entre nosotros. No es que se les hiciese objeto
de ningún engaño, pero las condiciones fijadas eran mantenidas
con gran rigor. Los jornaleros, particularmente los viejos, no tardaron
en observar que el chico tendía a favorecerles, y esto irritaba
a mi padre.
Cuando la desavenencia era muy aguda, cogía un libro y me marchaba,
y muchas veces no me presentaba a comer. En una de estas crisis me cogió
una vez, en medio del campo, una tormenta; no cesaba de tronar y llovía
a raudales, como suele hacerlo en la estepa; los rayos que caían
por todas partes, parecían apuntar todos para mí. Yo me estaba
impertérrito, calado hasta los huesos, con los zapatos encharcados
y la gorra chorreando. Cuando volví a casa, todo el mundo se me
quedó mirando en silencio y de reojo. Mi hermana me dió ropa
para que me mudase, y de comer.
Al terminar las vacaciones, solía llevarme mi padre a Odesa.
En el cambio de tren no tomábamos mozo; cargábamos nosotros
con el equipaje. Mi padre cogía los bultos de más peso, y
por las espaldas y los brazos agarrotados se veía el trabajo que
le costaba. Me daba pena de él y procuraba cargar con todo lo que
podía. Unicamente avisábamos a un mozo cuando llevábamos
una caja grande con regalos para los parientes de Odesa. Mi padre le retribuía
roñosamente y el mozo, se iba descontento meneando la cabeza y gruñendo.
A mí, eso me dolía mucho. Y si iba yo sólo, y, tenía
que valerme de los servicios del mozo de equipajes, no tardaba en quedar
vacía la escarcela; siempre estaba temeroso de dar poco y le miraba
al mozo a los ojos, preocupado. Era la reacción contra los hábitos
ahorrativos que imperaban en casa de mis padres, y jamás llegué
a dominar estos excesos.
En el aspecto religioso y patriótico, no existía contradicción
entre la ciudad y la aldea, sino por el contrario, una y otra se completaban,
cada cual a su modo. Mis padres no tenían nada de religiosos. Al
principio, procuraban guardar las apariencias; acudían a la sinagoga
de la colonia en las grandes fiestas y el sábado mi madre dejaba
la costura, a lo menos en público. Pero estas prácticas rituales
fueron desapareciendo al cabo del tiempo, conforme aumentaba la familia
y su bienestar. Mi padre había dejado de creer en Dios ya en sus
años mozos, y cuando era viejo, solía hablar de ello sin
recatarse delante de la mujer y de los hijos. Mi madre prefería
eludir el tema y levantaba los ojos al cielo siempre que la ocasión
se presentaba.
Sin embargo, cuando yo tenía siete u ocho años, la fe
en Dios era, oficialmente, cosa descontada. Recuerdo que un día,
una visita que teníamos, a la que me presentaron mis padres como
de costumbre, obligándome a enseñarle los dibujos y los versos,
me preguntó:
-Vamos a ver, ¿qué es Dios?
-Dios-le contesté sin vacilar-es una especie de hombre.
La visita meneó la cabeza con gesto de reproche:
-No, Dios no es un hombre.
-¿Pues, qué es, entonces?-tomé yo a preguntar,
pues no siendo hombres no conocía más que animales y plantas.
La visita y mis padres se miraron con esa sonrisa de perplejidad que tienen
cuando los niños intentan hurgar en los inconmovible lugares comunes.
-Dios es un espíritu-me dijo el otro.
Ahora era yo el que les miraba con una sonrisa de asombro, queriendo
leer en sus caras si se mofaban de mí; pero no, no era mofa. No
había más remedio que resignarse. Y así, me fui haciendo
a la idea de que Dios era un espíritu. Y como cumple a un pequeño
salvaje, identificábalo con mi propio "espíritu" al que llamaba
alma, y sabía ya que el espíritu, o sea la respiración,
acababa con la muerte. Entonces no sabía que esta creencia se llamaba
la teoría del animismo.
Durante las primeras vacaciones que pasé en la aldea, tuve una
conversación acerca de Dios con el estudiante S., que estaba de
visita en Ianovka, al que encontré tendido en el sofá, yendo
yo a tumbarme, en él a dormir. Por entonces, ya no creía
más que a medias en la existencia de Dios; no me había parado
especialmente a pensar en ello y quería llegar a una conclusión
firme.
-Y dime, ¿qué se hace del alma después de la muerte?-le
pregunté, doblando ya la cabeza sobre la almohada.
-Y durante el sueño, ¿qué crees que se hace de
ella?-me respondió el interpelado.
-¡Hombre!...-le repliqué, ya medio dormido.
-Y el alma del caballo, ¿ a dónde irá a parar
cuando estira la pata?-añadió el estudiante.
Esta objeción me satisfizo plenamente, y me quedé dormido
sin mayores inquietudes.
En casa de Spenzer nadie sentía la menor preocupación
religiosa, exceptuada la tía vieja, que no contaba. Sin embargo,
mi padre se empeñó en que conociese la Biblia en su texto
original; era un prurito de su orgullo paterno, y hube de tomar lecciones
de hebreo bíblico en Odesa, con un viejo erudito. La enseñanza,
que no duró más que unos cuantos meses, no me fortificó
gran cosa en la fe de los mayores. Un día en que descubrí
en las palabras del profesor una cierta ambigüedad respecto al texto
que nos tocaba, formulé, con cautela y diplomacia, esta pregunta:
-Si admitiéramos, como piensan muchos, que no existe Dios, ¿cómo
creeríamos que se había hecho el mundo?
-¡Hum!-gruñó el profesor-. ¡Pregúnteselo
usted a él!
Tal fué lo que me contestó. Me bastaron aquellas palabras
taimadas para comprender que mi profesor de religión no creía
tampoco en Dios, y ya me quedé decididamente tranquilo.
Los alumnos del Instituto, tenían diferentes nacionalidades
y religiones. La enseñanza religiosa variaba según la confesión
de cada cual; a los ortodoxos les daba clase un pope, a los protestantes
un pastor, a los católicos un cura, y a los judíos un rabino.
El pope, que era sobrino del obispo y, según se decía, el
favorito de las damas, tenía una hermosa cara de cristo rubio, pero
muy de salón, con gafas de oro, cabellera dorada muy abundante y
una untuosidad insoportable en los gestos. Al llegar la clase de religión,
los alumnos se separaban y los que tenían otra confesión
se salían del aula, pasando por delante de las narices del pope.
Este ponía siempre una cara muy curiosa y se quedaba contemplando
a los disidentes con una expresión de desprecio, suavizado por la
tolerancia del verdadero cristiano.
-¿Adónde vais?-preguntó a uno de los que se retiraron.
-Somos católicos-contestó el chico.
-¡Ah, sí, católicos-repitió el otro meneando
la cabeza-; sí... sí... sí...! ¿Y ustedes?
Somos judíos.
-¡Judíos, judíos, ya... ya... ya...!
De adoctrinar a los católicos se encargaba el cura, que se presentaba
siempre en la puerta de la clase sin que nos diésemos cuenta, como
una sombra negra, y se retiraba imperceptiblemente, como había venido,
hasta el punto de que en tantos años no pude nunca observar detenidamente
su rostro afeitado. Un señor bondadoso llamado Ziegelmann enseñaba
a los alumnos judíos la Biblia y la historia del pueblo de Judá.
Estas lecciones no las tomaba nadie en serio.
Las diferencias de raza no pesaban gran cosa sobre mi conciencia, pues
en la vida diaria eran casi insensibles. Con arreglo a las leyes restrictivas
dictadas en 1881, mi padre no podía comprar nuevas tierras, como
hubiera deseado, y tenía que llevarlas arrendadas por debajo de
cuerda, pero a mí esto no me importaba gran cosa. Como hijo de un
terrateniente acomodado, pertenecía más bien al grupo de
los privilegiados que al de los oprimidos. En mi familia y en la finca
se hablaba el ruso ukraniano. Y aunque en las escuelas sólo admitían
a los chicos judíos hasta una cierta tasa, por cuya causa hube de
perder un año, como era siempre el primero de la clase, para mí
no regía aquella limitación. En el Instituto, no existía,
al menos abiertamente, fanatismo nacionalista de ningún género.
Y era difícil que existiera, aunque no fuese más que por
la gran variedad de nacionalidades, entre profesores y alumnos. Había,
sin embargo, un chovinismo recatado, que se manifestaba de tarde en tarde.
Un día, Liubimof le preguntó a un alumno polaco, recalcando
mucho las palabras, acerca de las persecuciones de los polacos contra los
ortodoxos, en la Rusia blanca y en Lituania. Miskevich, que era el interpelado,
un muchacho moreno y delgado, palideció, apretó los dientes
y no pudo contestar palabra.
-Vamos, diga usted-le animaba Liubimof con visible fruición-,
¿por qué se está callado?
Uno de los chicos no pudo contenerse y gritó desde su asiento:
-Es que Miskevich es polaco y católico.
-¡A... a... h!-exclamó el profesor fingiendo asombro-.
Aquí no existen diferencias.
A mí me molestaban tanto las groserías encubiertas del
profesor de Historia contra los polacos, como la irritación de Burnand,
"el Francés" contra los alemanes y él desprecio del pope
por los judíos. Es muy probable que estas desigualdades raciales
contribuyesen a estimular mi descontento con el régimen existente;
pero esta causa se esfumaba en contacto con otras manifestaciones de la
injusticia social, y no ejerció sobre mí influencia alguna
decisiva ni independiente.
El sentimiento de primacía del todo sobre las partes, de la
ley sobre el hecho y de la teoría sobre la experiencia personal
empezó a desarrollarse en mí desde muy temprano, y no ha
hecho más que afirmarse con el transcurso del tiempo. Este sentimiento,
que había de ser la base de mis ideas, lo debo muy principalmente
a la ciudad. El oír a un chico estudiante de física o de
ciencias naturales, hacer consideraciones supersticiosas acerca del mal
agüero del lunes o a propósito del pope con quien nos cruzábamos,
me producía profunda indignación y parecíame que aquello
era traicionar a la inteligencia. Para curarlos de sus supersticiones,
estaba dispuesto a hacer todas las cosas imaginables.
Una vez, como en Ianovka estuviesen torturándose para medir
las dimensiones de un campo en forma de trapecio, apliqué el método
de Euclides, y a los dos minutos había sacado las medidas. Pero
los resultados de mi cálculo no coincidían con los de "la
práctica", y no me creyeron. Fui a buscar un libro de Geometría,
juré sobre él en nombre de la ciencia, me indigné
y dije qué sé yo cuantas insolencias; me desesperaba viendo
la imposibilidad de convencer a aquellos hombres.
Tuve una violenta disputa con Iván Vasilievich, nuestro mecánico,
que no renunciaba a la esperanza de construir un "perpetuum mobile". Para
él, la ley de conservación de la energía era una invención
que no tenía nada que ver con la realidad. "Los libros son una cosa
y la práctica otra...", solía decir. No alcanzaba a explicarme,
ni me resignaba a ello, que en nombre de la rutina o del capricho se rechazasen
tan ligeramente las verdades inconmovibles.
El sentimiento de superioridad del todo sobre el detalle había
de ser, corriendo el tiempo, uno de los elementos más constantes
de mi actividad de escritor y de mi credo político. Nada me era
más odioso que el estúpido empirismo y la adoración
del hecho, muchas veces puramente imaginario o mal comprendido. Mi preocupación
era buscar las leyes de los hechos. Esto llevábame muchas veces,
naturalmente, a generalizaciones prematuras y equivocadas, sobre todo en
aquellos años, en que me faltaban todavía la cultura y la
experiencia necesarias. Pero no había absolutamente ningún
campo en que supiera moverme con soltura si no era guiado por el hilo de
una visión total. El radicalismo revolucionario y social, que había
de ser el nervio de mi vida entera, nació precisamente de esta enemiga
intelectual por el empirismo que vive de migajas, por todo lo espiritualmente
informe y teóricamente disperso.
Intentaré revertir la mirada a mis primeros años. De
muchacho, era, indudablemente, orgulloso, irascible, y de seguro que también
intransigente. Al ingresar en el Instituto, no me animaba probablemente
ningún sentimiento de superioridad sobre los demás chicos
de mi tiempo. En la aldea, donde me presentaban siempre a las visitas para
que luciese mis talentos, no había posibilidades de comparación,
pues los jóvenes de la ciudad que se presentaban en Ianovka de vez
en cuando, tenían siempre la superioridad inasequible de los bachilleres,
a la que se unía la de sus años, de modo que tenía
que mirarlos siempre de abajo arriba. El instituto era un campo de rivalidades
incruentas. A partir del momento en que, dejando muy atrás al segundo,
pasó a ser el primero de la clase, el chico de Ianovka comprendió
que valía más que los otros. Los compañeros que le
rodeaban rendíanse a su superioridad. Esto no pudo menos de influir
en mi carácter. Los profesores me alababan; algunos, como Krisjanovski,
ponían de relieve mis méritos delante de la clase. En general,
los maestros me trataban bien, aunque con sequedad. Los compañeros
se dividían en amigos incondicionales y enemigos ardorosos.
No se crea que el muchacho no ejercía sobre sí una crítica
atenta. No cesaba de analizarse. Sus conocimientos y las cualidades de
su carácter no le satisfacían, ni mucho menos, y el descontento
crecía, conforme aumentaba en años. Se acechaba despiadadamente
para ver de sorprenderse en descubierto ante alguna mentira, y si por acaso
oía mencionar como del dominio corriente un libro que no hubiese
leído, no se lo perdonaba. Era, naturalmente, una consecuencia de
su orgullo. La idea de que había que ser mejor, más elevado
de sentimientos y más culto, no dejaba de laborar en él.
Andaba constantemente preocupado con el problema del destino del hombre
en general y del suyo en particular. Recuerdo que una noche me preguntó
Moisés Filipovich, de pasada:
-¿Qué, amiguito, también tú meditas acerca
de la vida?
Mi pariente acudía con frecuencia a estas frases dichas en broma,
en un tono irónico y teatral. Pero aquella vez habla dado en el
blanco. Sí, estaba cavilando precisamente acerca de la vida, aunque
no hubiera sabido llamar por su nombre a aquella mi preocupación
de muchacho respecto al porvenir. Diríase que Moisés había
estado escuchando lo que pasaba en mi interior.
-¿He acertado?-dijo ya en otro tono, y, dándome una palmadita
en el hombro, desapareció en la puerta de su cuarto.
¿Había algunas ideas políticas en la familia con
quien viví en Odesa? En aquella casa, imperaba un liberalismo moderado
alimentado de humanismo; Moisés Filipovich tenía, además,
vagas simpatías socialistas, a la manera tolstoyana. Casi nunca
hablaban de política, sobre todo estando yo delante; es posible
que les contuviera el miedo de que fuese a contar algo a mis amigos, pues
en aquellos tiempos era peligroso irse de la lengua. Cuando en las conversaciones
de las personas mayores salía a relucir por raro acaso un suceso
revolucionario, como cuando por ejemplo, decían: "fué en
el año en que asesinaron al Zar Alejandro II", parecía como
un eco de un pasado muy remoto, algo así como sí dijesen:
en el año del descubrimiento de América. La política
era completamente ajena al ambiente en que yo vivía, y pasé
sin ideas políticas ni la necesidad de tenerlas todo el tiempo que
cursé en el Instituto. Pero, inconscientemente, todo en mí
tendía a la rebelión. Sentía una aversión profunda
contra el orden existente, contra la arbitrariedad y la injusticia. ¿De
dónde provenía? Del orden de cosas imperante en la época
de Alejandro III, del régimen policíaco de la explotación
de los obreros del campo, de la venalidad de los empleados públicos,
de la estrechez de las ideas nacionalistas, de las injusticias de los profesores
y de la calle, del contacto íntimo y familiar con las gentes del
campo, los criados y los jornaleros, de las conversaciones oídas
en el taller, del ambiente humano que respiraba en casa de mis parientes
de Odesa, de las poesías de Nekrasof y de otros libros, de la atmósfera
social toda. Hube de darme cuenta de este espíritu de rebeldía
al contacto con dos compañeros del Instituto, Rodsevich y Kologrivof.
Vladimiro Rodsevich, hijo de un Coronel, fué durante mucho tiempo
el segundo de la clase. Pidió permiso a sus padres para invitarme
a su casa un domingo. Me recibieron bien, pero con sequedad. El Coronel
y su mujer cambiaron conmigo unas pocas palabras, en tono inquisitivo.
En las tres o cuatro horas que pasé allí, experimenté
por dos veces una sensación de extrañeza y desasosiego, rayana
en la hostilidad: fué al tocar los temas de la autoridad y la religión.
En aquella familia reinaba un tono de devoción conservadora que
me oprimía el pecho. Los padres de Vladimiro no le dieron permiso
para visitarme, y allí terminaron nuestras relaciones. Un Rodsevich
qué ganó gran popularidad en Odesa, en la secta de los "Cien
negros", a raíz de la primera revolución, sería seguramente
de este, linaje.
El segundo choque fué todavía más fuerte. Kologrivof
había ingresado en el segundo curso a mitad de año, y era
como un elemento extraño entre nosotros; era un chico alto, tosco
y enormemente aplicado. Se aprendía de memoria cuanto podía.
El primer mes se había ya hecho un verdadero lío en la cabeza.
Si el profesor de Geografía le sacaba al mapa, Kologrivof empezaba
a recitar de carretilla, sin esperar a que le preguntasen: "Los mandamientos
de la ley de Dios, que Nuestro Señor Jesucristo dió al mundo..."
Después de la clase de Geografía, venía, por lo visto
la de Religión. Pues bien, hablando un día con este tal Kologrivof,
el cual se mostraba muy respetuoso conmigo, pues no en vano era el mejor
alumno de la clase, se me ocurrió hacer, incidentalmente, no sé
qué observación crítica acerca del director.
-No sé cómo, puedes hablar así del señor
director-me dijo el otro, con una extrañeza que no era fingida.
-¿Por qué no?-le repliqué a mi vez con asombro
menos fingido todavía.
-Porque es un superior. Y si un superior le manda a uno andar de cabeza,
hay que hacerlo sin replicar.
Tales fueron sus palabras. Ni más ni menos. Me quedé
estupefacto ante la fórmula, que era perfecta. Entonces no podía
darme cuenta de que el muchacho no hacía más que repetir
lo que estaría oyendo todos los días en su familia de siervos.
Yo no tenía todavía ideas propias pero una voz muy clara
me decía que había ideas que no estaban hechas para mí,
como no estaban hechos para mi estómago los alimentos agusanados.
Al lado de esta vaga hostilidad hacia el régimen político
imperante en Rusia, alzábase en mí, insensiblemente, una
tendencia a idealizar el extranjero, la Europa occidental y Norteamérica.
A fuerza de observaciones comentarios, completados por la fantasía,
fué formándose, en mí la imagen de una cultura augusta,
universal y armónica. Más tarde, vino a unirse a ella la
de una democracia ideal. El neo-racionalismo enseñaba que la comprensión
clara de una cosa era ya el principio de su realización. Así,
tenía que parecerme por fuerza inverosímil que en Europa
reinase todavía la superstición, que la Iglesia gozase allí
de una influencia extraordinaria y que en los Estados Unidos se persiguiese
a los negros. Este idealismo, herencia del ambiente liberal y pequeño-burgués
en que me había formado, se mantuvo adherido por mucho tiempo a
mis convicciones, aun en una época en que ya empezaba a afirmarse
en mí la mentalidad revolucionaria. Seguramente que en aquellos
tiempos me hubiera quedado perplejo si alguien me hubiese dicho, si se
hubiera atrevido a decirme, que una República alemana coronada por
un Gobierno de socialdemócratas puede albergar a toda casta de monárquicos,
pero se niega a conceder a un revolucionario el derecho de asilo. Afortunadamente,
la vida me ha enseñado a no asombrarme de muchas cosas. La vida,
que es una gran escuela de dialéctica, se ha encargado de matar
en mí aquel racionalismo de la juventud. Hoy, ya no es capaz de
maravillarme ni un Hermann Müller.