Situada a una versta, o acaso menos, de Ianovka, estaba la finca de
los Dembovsky. Mi padre llevaba unas tierras suyas en renta y mantenía
con ellos relaciones de negocios desde hacía mucho tiempo. La finca
pertenecía a Feodosia Antonovna, una vieja terrateniente polaca,
que había sido en tiempos ama de llaves. Al morir su primer marido,
un hombre rico, se casó con su administrador, Casimiro Antonovich,
al que llevaba veinte años. Pero ya hacía mucho tiempo que
no vivía con él, aunque el Casimiro seguía administrando
la finca como antes de casarse. Era un polaco alto, alegre y bullicioso,
con grandes bigotes. Varias veces le habíamos visto sentado a nuestra
mesa tomando el té y contando ruidosamente historias insubstanciales,
siempre las mismas, repitiendo varias veces algunas palabras y chasqueando
los dedos.
Casimiro Antonovich tenía grandes colmenas, bastante alejadas
de las cuadras del ganado, pues las abejas no toleran el olor a caballo.
Aquellas abejas libaban de los árboles frutales, de las acacias
blancas, de la colza, del trigo, hasta emborracharse. De vez en cuando,
el propio Casimiro venía a traernos, en una servilleta, entre dos
platos, un hermoso panal de miel, nadando en oro fluido.
Un día, fuimos a su finca Iván y yo, a recoger unas palomas
para la cría. Casimiro nos obsequió con té en un cuartito
de aquella casa espaciosa y vacía. En la mesa, había varios
platos húmedos con manteca cuajada y miel. Yo bebí el té
por el plato y me puse a escuchar la lenta conversación.
-¿No se nos hará tarde?-le pregunté en voz baja
a Iván.
-No, ten paciencia-contestó Casimiro Antonovich-, hay que darles
tiempo a que se apacigüen en el palomar. ¡No tiene cuenta las
que allí hay!
Yo ansiaba marcharme cuanto antes. Por fin, nos arrastrábamos,
linterna en mano, por el suelo del palomar.
-Ahora, ten cuidado-me dijo el de la finca.
Era un desván largo, oscuro, cruzado por vigas en todas direcciones.
Olía a ratón, a polvo, a telas de araña y a palomina.
Apagaron la linterna.
-Aquí están, ¡écheles usted mano!-dijo Casimiro,
en voz baja.
Apenas había pronunciado estas palabras, ocurrió algo
indescriptible. En medio de aquella profunda tiniebla, comenzó una
zambra infernal; el desván zumbaba y se agitaba como en un torbellino.
Por un momento, me pareció que el mundo se estrellaba, que todo
estaba perdido. Poco a poco, fui volviendo en mí y oí voces
contenidas:
-Todavía hay más, por aquí, por aquí...
métalas usted en el saco... ¡Ea, ya tenemos bastantes!
Iván Vasilievich se echó el saco al hombro, y durante
todo el camino de vuelta, la agitación del desván proseguía
sobre sus espaldas.
Instalamos el palomar debajo del tejado del taller. Yo subía,
trepando, a visitar a las palomas mis buenas diez veces al día,
les llevaba agua, mijo, trigo, migajas de pan. Como a la semana, aparecieron
dos huevecillos en un nido. Pero no habíamos tenido tiempo a regocijarnos
de este hecho, cuando ya las palomas habían vuelto volando, una
pareja tras otra, a su viejo palomar. Sólo se quedaron tres parejas
que tenían las alas cortadas y que al cabo de otros ocho días,
cuando habían vuelto a crecerles, abandonaron también el
hermoso palomar nuevo, construido por el sistema de corredores. Así
acabó el ensayo de criar palomas en nuestra finca.
Mi padre tomó en arriendo unas tierras cerca de Ielisavetgrado,
de propiedad de una señora viuda, la T-skaia, de cuarenta años,
fuerte de carácter. Vivía con ella un pope, también
viudo, aficionado a la música, al naipe y a muchas otras cosas.
Un día, la propietaria se presenta con el "padrecito" en Ianovka,
a examinar las condiciones del arriendo. Les instalan en la sala y en el
cuarto de al lado. Para comer, les ponen un pollo asado y licor y pasteles
de cereza. Yo permanezco en la sala después de levantarse los manteles,
y veo que el pope se acerca a la señora y le dice al oído
una gracia. Luego, remangándose la sotana, saca del bolsillo del
pantalón un estuche de plata con iniciales; enciende un cigarrillo,
y dándole elegantes chupadas, se aprovecha de una breve ausencia
de la señora a quien acompaña, para contar de ella que en
las novelas no lee más que los diálogos. Los presentes sonríen
todos por cortesía, pero se guardan de comentar, pues saben que
el "padrecito" se lo contaría en seguida a la señora, aderezando
el cuento a su manera.
Mi padre tomó unas tierras en renta a la T-skaia junto con Casimiro
Antonovich. Por entonces, ya Casimiro había enviudado, y su aspecto
cambió de repente, como por ensalmo. Desapareció el color
gris de su barba. Empezó a ponerse cuellos duros y elegantes corbatas
adornadas con alfileres. En el bolsillo llevaba el retrato de una dama.
Y aunque se reía un poco, como todos, del tío Grigory, era
el único a quien hacía confidencias de lo que pasaba en su
corazón; un día le enseñó el retrato, sacándolo
de un sobre:
-Eh, ¿qué le parece a usted la dama?-dijo el galán
al tío Grigory, que se derretía de entusiasmo. Y le contó
que un día le había dicho: Señora, vuestros labios
se han hecho para besar y ser besados. Por fin, Casimiro Antonovich se
casó con ella, pero al año o año y medio de estar
casado, un buey le mató de una cornada en la finca de la T-skaia
que llevaba en arriendo...
Como a unas ocho verstas de distancia de la nuestra, estaba la finca
de los hermanos F-ser, que abarcaba miles de desiatinas de tierra. La casa
en que vivían los dueños tenía forma de castillo,
y estaba instalada lujosamente, con numerosos cuartos para los huéspedes,
una sala de billares y todo lo apetecible. Eran dos hermanos-Leu e Iván-,
que habían heredado la posesión de su padre Timofei y que,
poco a poco, iban acabando con ella. La finca estaba por entero en manos
de un administrador, y, a pesar de llevar la contabilidad por partida doble,
no arrojaba más que pérdidas.
-David Leontievich, aunque viva en una casucha de barro, es más
rico que yo-solía decir el hermano mayor, refiriéndose a
mi padre, que dió muestras de agradarle mucho el dicho cuando se
lo contaron.
Un día se presentó en nuestra finca Iván, el hermano
menor, acompañado por dos cazadores con las carabinas a la bandolera
y una trailla de perros blancos de caza. En Ianovka no se había
visto nunca nada semejante.
-Pronto, pronto acabarán con cuanto tienen-decía mi padre,
con gesto de reproche.
Estas familias señoriales de la provincia de Kherson tenían
los días contados. Todas caminaban rápidamente hacia la ruina,
lo mismo las de la nobleza hereditaria y las de antiguos funcionarios recompensados
por sus servicios, que las de los polacos, alemanes y judíos a quienes
había sido dado adquirir tierras antes de 1881. Los fundadores de
muchas de estas dinastías de la estepa eran, a su modo, hombres
extraordinarios, caballeros de fortuna y, en rigor, verdaderos bandidos.
Yo no alcancé a conocer personalmente a ninguno, pues en mi tiempo
ya habían desaparecido todos del horizonte. Muchos de ellos habían
empezado a vivir en la nada, llegando a hacerse con riquezas fabulosas
mediante audaces golpes de mano, que no pocas veces caían de lleno
dentro de la ley penal. La segunda generación criábase ya
en un ambiente de señorío recién fraguado, con sus
conversaciones en francés, su billar y todo género de disipaciones.
La crisis agraria que sobrevino en el último cuarto de siglo, provocada
por la competencia de América, trajo su ruina, y cayeron todos,
como cae la hoja seca del árbol. La tercera generación no
era ya más que una muchedumbre de estafadores arruinados, de vagos
indolentes y de viejos prematuros y caducos.
La familia Gertopanof era el prototipo del linaje noble arruinado.
Su finca, Gertopanovka, había dado nombre a una gran parroquia y
a una comarca extensa, pertenencia toda ella, en otro tiempo, de la familia.
Ahora, la antigua propiedad quedaba reducida a 400 desiatinas, y aun éstas
cargadas de hipotecas y gravámenes. Mi padre, que llevaba la tierra
arrendada, tenía que entregar las rentas a un Banco. Timofei Isaievich,
el dueño de la finca, vivía de escribir cartas, instancias
y memoriales para los labriegos. Cuando alguna vez venía de visita
a nuestra casa, se llevaba escondido en las mangas tabaco y azúcar.
Y lo mismo su mujer. Esta, salpicando saliva, nos contaba sus recuerdos
de juventud, de aquellos tiempo en que vivía rodeada de esclavas,
pianos, sedas y perfumes. De sus hijos, dos se criaban casi como analfabetos:
el más pequeño, Víctor, estaba de aprendiz en nuestro
taller.
A cinco o seis verstas de nuestra casa, vivía un terrateniente
judío llamado M-sky: Aquella era una familia fantástica y
medio loca. El viejo, Moisés Kharitonovich, hombre de unos sesenta
años, había sido educado a la manera noble; hablaba francés
de corrido, sabía tocar el piano y conocía algo de literatura.
Apenas podía manejar la mano izquierda, pero le bastaba con la derecha,
según él, hasta para dar conciertos. Sus uñas abandonadas
sonaban como castañuelas sobre las teclas del viejo piano. Empezaba
por una polonesa de Oginsky, y de ella se pasaba imperceptiblemente a una
rapsodia de Liszt, para acabar con la Oración de una doncella. Y
lo mismo era en la conversación, saltaba constantemente de unos
temas a otros. De pronto, dejaba de tocar, se iba al espejo y, si nadie
le veía, con un cigarrillo encendido se quemaba la barba por todas
partes, para darle forma. Fumaba incesantemente, jadeando y haciendo gestos
de asco. Hacía lo menos quince años que no cambiaba palabra
con su mujer, una vieja obesa. Tenía un hijo de treinta y cinco
años, llamado David, que andaba siempre con una venda blanca en
la cara, y un ojo convulso, todo inyectado, encima del vendaje; era un
suicida fracasado. En el servicio le dijo no sé qué insolencia,
delante de la tropa, al oficial, y éste le pegó. David, contestóle
con una bofetada, se fue corriendo al cuartel y se pegó un tiro
con un fusil. La bala le salió por la mejilla; por eso andaba siempre
con el vendaje blanco. Al soldado le amenazaba un severo castigo. Pero
por entonces vivía aún el fundador de la dinastía,
el viejo Khariton, un déspota rico, influyente y medio analfabeto,
que revolvió toda la provincia hasta conseguir que declarasen a
su nieto incapaz. Declaración, por lo demás, que acaso no
anduviese muy lejos de lo cierto. Desde entonces, David andaba por el mundo
con la mejilla atravesada por una bala y un salvoconducto de idiota.
La decadencia de esta familia seguía su curso en una época
de que yo me acuerdo ya perfectamente. Siendo yo un niño pequeño,
Moisés Kharitonovich andaba todavía en un faetón tirado
por caballos de lujo muy lucidos. Tendría yo unos cuatro o cinco
años cuando estuve de visita con mi hermano mayor en la finca de
nuestros vecinos. Recuerdo un jardín grande y bien cuidado, en que
había hasta pavos reales. Era la primera vez que veía aquellos
pájaros maravillosos, que tenían coronas sobre su cabeza
voluble, preciosos espejitos en la cola, que parecía cosa de cuento,
y espuelas en las pata. Poco a poco, fueron desapareciendo los pavos reales
y muchas cosas más. La tapia que cercaba el jardín se cayó
a pedazos. El ganado desenterró los árboles frutales y se
comió las flores. Moisés Kharitonovich ya no venía
a visitarnos en el lujoso faetón, sino en un cochecillo tirado por
dos caballejos aldeanos. Los hijos intentaron levantar la finca explotándola
al modo campesino.
-Vamos a comprar caballos para labrar, y mañana mismo saldremos
al campo, como hacen nuestros vecinos-decían, refiriéndose
a nosotros.
-Ya veréis cómo no sale nada de ellos-comentaba mi padre.
Mandaron a David a la feria de Ielisavetgrado, a mercar caballos para
la labor. El mozo dio unas cuantas vueltas por el ferial, examinó
con ojo de caballista los caballos que había a la venta, y eligió
tres. Era ya anochecido cuando se presentó en la aldea. La casa
estaba llena de visitas, ataviadas con ligeros trajes de verano. Abrahán
salió, lámpara en mano, a revistar los animales, y con él
unas cuantas damas, estudiantes, jóvenes. David, que se veía
en su elemento, empezó a cantar las excelencias de los caballos,
uno por uno, y en especial las de aquel que tenía, según
dijo, cierto parecido con una señorita. Abraham se rascaba la barba
y decía, una y otra vez:
-Los caballitos me gustan...
La fiesta acabó comiendo y bebiendo. David, quitándole
el zapato a una de las damas, muy bonita, lo llenó de cerveza y
se lo llevó a los labios.
-¿Pero de veras va usted a beberlo?-le preguntó la dama,
entre asustada y entusiasmada.
-¡Yo, que no tuve miedo, cuando había que pegarse un tiro!...-replicó
el heroe, bebiéndose de un tirón la cerveza del zapato.
-Más valiera que no te jactases de tus hazañas-intervino,
inesperadamente, la madre, una señora alta, desmadejada, sobre la
que pesaba todo el trabajo de la casa y que no solía despegar los
labios en las reuniones.
-¿Esto es trigo invernizo, verdad?-le preguntó un día
Abrahán a mi padre, para demostrarle su interés por las cosas
de la agricultura.
-¡Hombre, claro, no va a ser trigo veraniego!
-¿Es "nikopolka"?
-Ya hemos dicho que es trigo de invierno.
-Ya lo sé, que es trigo de invierno, pero ¿de qué
clase: "nikopolka" o "ghiska"?
-Es la primera vez que oigo que la "nikopolka" sea un trigo de invierno.
Puede que lo sea en otros sitios, aquí en mi finca no. En mi finca,
lo es la "sandomirka".
Como se ve, los esfuerzos de nuestros vecinos no prosperaban. Al año,
la finca estaba arrendada en manos de mi padre.
Los colonos alemanes formaban grupo aparte. Entre ellos, había
algunos riquísimos, y éstos se sostenían firmes. Sus
costumbres familiares eran duras; rara vez mandaban a los hijos a la ciudad,
y las hijas salían a trabajar también al campo. Sus casas
eran de ladrillo, con tejado de latón pintado de verde o de rojo,
sus caballos de sangre, tenían los arreos siempre en orden, y los
coches de muelles solían llamarse, en nuestra región, "coches
alemanes". El colono alemán más cercano a nosotros eran Iván
Ivanovich Dorn, un hombre gordo y ágil, de pelo gris, que andaba
en zapatos bajos y sin calcetines, con las mejillas curtidas y agrietadas.
Hacía siempre sus excursiones en un coche impecable, pintado de
flores claras y tirado por dos caballos negros como cuervos, que hacían
resonar la tierra con sus herraduras. Había muchos Dorn en aquella
comarca: era un linaje numeroso. Pero por encima de todos sobresalía
la figura de Falsfein, una especie de rey de las ovejas, el "Kanitverstán"
de la estepa.
Veíanse cruzar rebaños infinitos.
-¿De quién son esas ovejas?
-De Falsfein.
Pasan criados y criados con carros cargados de paja, de heno, de granzas.
-¿De quién? De Falsfein, naturalmente.
Cruza veloz un tiro de tres caballos arrastrando un amplio trineo sobre
el que se levanta una pirámide de pieles. Es el administrador de
Falsfein. O discurre una caravana de camellos, sembrando el miedo con su
aspecto y sus mugidos. Sólo podía ser de Falsfein. De Fals-Fein,
que tenía potros traídos de América y toros de Suiza.
El fundador de este linaje, un Fals sin Fein todavía, había
sido rabadán con un duque de Oldemburgo, a disposición del
cual puso el Gobierno grandes cantidades para la cría de ganado
lanar. El duque contrajo cerca de un millón de rublos de deudas,
pero el ensayo fracasó. Fals le compró el negocio, y se puso
a administrar los re baños, mas no a la manera de un duque, sino
con los métodos de un rabadán. Y los rebaños crecieron,
y con los rebaños los pastos y las fincas. Casó a su hija
con un criador de ovejas llamado Fein, y así se unieron en una las
dos dinastías de ganaderos. El nombre de Fals-Fein evocaba las pisadas
de miles y millones de patas de ovejas y el balido de corderos innumerables,
los silbidos y los gritos de los pastores de la estepa, con sus largas
cayadas, y los ladridos de innúmeros perros de rebaños. Era
como si la propia estepa pronunciase este nombre, bajo los agobiantes calores
y los hielos inhumanos.
He dejado atrás los primeros cinco años de mi vida. Mi
experiencia se va dilatando. La vida es increíblemente rica en ocurrencias
y en hallazgos, que lo mismo se tejen afanosamente en el más apartado
rincón que en las grandes encrucijadas del mundo. Los acontecimientos
se precipitan sobre mí, uno tras otro.
Un día, traen del campo a una jornalera mordida por una víbora.
La muchacha llora, inconsolable. Le ataron la pierna, hinchada ya, por
encima de la rodilla y le metieron el pie en un barreño lleno de
suero de leche. La llevaron al hospital de Bobrinez, y al poco tiempo volvió
y se puso a trabajar de nuevo. Traía la pierna de la mordedura metida
en una media sucia y rota, y los jornaleros, ahora, la trataban siempre
de señorita.
Un jabalí mordió en la frente, los hombros y el brazo
a un muchacho que se acercó a cebarle. Era un jabalí gigantesco
que habían traído para regenerar la piara. El rapaz pasó
un miedo horroroso, y sollozaba como una criatura. También se lo
llevaron al hospital.
Dos jornaleros jóvenes se lanzaban, de un carro a otro, tridentes
de hierro para manejar el heno. Yo bebía con los ojos aquel espectáculo.
Uno de los tridentes se le espetó en el costado a uno de los dos
mozos, que cayó del carro dando gritos.
Todo esto ocurrió en el transcurso de un verano, y no había
ninguno que transcurriese sin acontecimientos.
En una noche de otoño, la barraca de madera en que se albergaba
el molino se derrumbó sobre el estanque. Ya hacía mucho tiempo
que estaban podridos los pivotes, y la tormenta arrastró las tablas
como las velas de un barco. El motor, el molino de cebada, la máquina
clasificadora aparecían desnudos, en medio de las ruinas. Y de entre
las tablas saltaban a cada momento ratas de molino, de un tamaño
imponente.
Un día, me escapé con el aguador a cazar hurones. La
caza consiste en echar agua en la madriguera, procurando no hacerlo demasiado
a prisa ni muy despacio, y esperar, palo en mano, a que asome el hocico
del animalillo, con su piel suave y húmeda. Un hurón viejo
resiste mucho tiempo, tapando el hoyo con el trasero, pero al segundo cubo
de agua se entrega y sale a buscar la muerte. Luego, se cortaban las patitas
a la víctima y se ataban con una cuerda, pues el "zemstvo" pagaba
un copeque por cada hurón huerto. A lo primero, bastaba presentar
la cola, pero los había tan hábiles, que hacían una
docena de colas de la piel del animal. Por eso ahora, exigían que
se presentasen las patas. Volví a casa todo mojado y lleno de tierra.
Mis padres no veían con buenos ojos estas escapadas; preferían
que me estuviese en el comedor, sentado en el sofá, copiando aquellos
dibujos que representaban a Edipo el ciego y Antígona.
Me acuerdo de que una vez volvía con mi madre de Bobrínez,
la villa próxima a nuestra aldea. Cegado por el resplandor de la
nieve y acunado por los vaivenes del trineo, me quedé medio dormido.
En un viraje, vuelca el trineo, y caigo boca abajo. Quedo debajo de una
manta, y un montón de heno. Oigo los gritos de miedo de mi madre,
pero no acierto a responder. El cochero-que es nuevo-, un mocetón
corpulento y rubio, levanta la manta y da conmigo. Volvemos a instalarnos
en el trineo y reanudamos el viaje. Yo comienzo a quejarme de que el frío
me corre por la espalda como un hormiguero.
-¿Un hormiguero?-exclama el mozancón de barba rubia,
volviéndose para mí y dejando al descubierto sus dientes
blancos y fuertes.
Yo le miro a la boca, y le digo:
-Sí, como si fuese un hormiguero, ¿sabe usted?
El cochero se ríe:
-No tiene importancia, pronto llegaremos-y arrea el caballo.
A la noche siguiente el cochero ha desaparecido con la bestia. En la
finca hay gran alarma, y se reúne una expedición de gente
montada, con mi hermano mayor a la cabeza, para salir a dar caza al ladrón.
Ensilla a "Muz" y vomita amenazas contra el bribón, diciendo que
va a hacer y acontecer.
-Primero, tendrás que cogerlo-le dice mi padre, con cara sombría.
Pasan dos días sin que regresen los perseguidores. Mi hermano
vuelve quejándose de la niebla, que le ha impedido descubrir al
criminal ¿De modo que aquel mozo jovial y alegre era un ladrón
de caballos? ¿Con los dientes tan blancos?
Me atosiga la fiebre y me revuelco en la cama. Me estorban los brazos,
las piernas y la cabeza; parece como si se me hinchasen y tropezasen contra
el techo, contra la pared, y no hay manera de librarse de estos obstáculos,
pues vienen de dentro. Me duele la garganta, me arde el cuerpo. Mi madre
me mira las anginas, luego viene mi padre y hace lo mismo; parecen muy
preocupados, y acuerdan darme en la garganta un toque con nitrato de plata.
-Temo-dice mi madre-que el niño tenga la difteria.
-Si tuviese la difteria, a estas horas ya estaría listo.
Vagamente, me doy cuenta de que aquello de "estar listo" es estar muerto,
como mi hermana Rososka. Pero no se me ocurre que pueda referirse a mí,
y oigo la conversación tranquilamente. Después de mucho meditarlo,
deciden llevarme a Bobrinez. Mi madre, aunque no tiene nada de devota,
no se decide a ponerse en viaje un sábado camino de la ciudad. Me
acompaña, pues, Iván Vasilievich, y vamos a para a casa de
Tatiana, la pequeña, que había estado sirviendo con nosotros
y que ahora vive casada en la villa. Como no tiene niños, no hay
peligro de contagio. El doctor Chatunovsky me mira la garganta, me toma
la temperatura y, como de costumbre, se reserva el diagnóstico.
Tatiana me da, para distraerme, una botella vacía, en cuyo interior
está formada, con tablitas y cachitos de madera, una iglesia. Las
piernas y los brazos dejaron de agobiarme. Volvía a estar sano y
bueno. ¿Cuándo ocurría esto? Poco antes de descubrir
el cómputo del tiempo.
La cosa sucedió del modo siguiente: Mi tío Abrahán,
un viejo egoísta que no solía dignarse perder una sola palabra
con los niños, me llamó en un momento de buen humor, y me
lanzó a boca de jarro esta pregunta:
-Vamos a ver, dime, sin pensarlo: ¿en qué año
estamos? ¿Ah, no lo sabes? En el año 1885. Repítelo,
y no lo olvides, que he de volver a preguntarte.
Yo no sabía qué significaba aquello.
-Sí, estamos en el año 1885-me dijo mi prima Olga la
silenciosa-, y luego vendrá el año 1886.
Yo no podía creerlo, pues, aun suponiendo que el tiempo tuviese
un nombre, me parecía que el año 1885 debía durar
eternamente, es decir, mucho, mucho tiempo, como aquella piedra grande
que estaba delante de la puerta de casa haciendo de escalón, como
el molino, como yo mismo. Betia, la hermana pequeña de Olga, no
sabía a quién creer. Los tres teníamos la sensación
de pisar en un terreno desconocido, y era como si de pronto alguien, cruzando
a la carrera, hubiese abierto de par en par la puerta de un cuarto vacío,
lleno de penumbra, en que todo el mundo habla en voz baja. Al cabo, no
tuve más remedio que ceder. Todos se ponían del lado de Olga.
Y así, el año 1885 fue el primer año numerado que
entró en mi conciencia, poniendo fin al tiempo informe y caótico,
a la prehistoria de mi vida. Con este incidente, comienza mi era. Tenía
yo entonces seis años. Fue, para Rusia, un año de mala cosecha
y de crisis, en que estallaron los primeros disturbios obreros de alguna
consideración. Yo me esforzaba infatigablemente por descubrir la
relación misteriosa entre la cifra y el tiempo. Pronto, los años
empezaron a sucederse, primero con lentitud y luego a una marcha cada vez
más veloz. Sin embargo, aquel año de 1885 se destaca entre
todos como el más antiguo, como el año inicial. Con él
comienza mi era.
He aquí lo que un día me ocurrió: Me senté
en el pescante del coche que estaba delante de la puerta de casa y entre
tanto llegaba mi padre cogí las riendas. Los caballos, que eran
nuevos, se pusieron al trote, dejaron atrás la casa, el granero,
la huerta y se metieron campo adelante, sin guía, en la dirección
de la finca de Dembovsky. Oí gritos detrás de mí.
Delante, se abría una zanja. Ahora, los caballos galopaban desbocados.
Ya al borde de la zanja, dieron un viraje brusco hacia un lado y se pararon
en seco, volcando casi el coche. Acudió corriendo el cochero, detrás
algunos jornaleros, en seguida mi padre, y allá lejos oíase
gritar a mi madre, y se veían mis hermanas haciendo gestos de espanto.
Mi madre seguía chillando cuando me lancé corriendo hacia
ella. Haré constar que mi padre, pálido como la muerte, me
dio dos bofetadas. No se lo tomé a mal, pues todo aquello parecíame
algo extraordinario.
Sería probablemente el mismo año en que hice un viaje
con mi padre a Ielisavetgrado. Salimos al amanecer y fuimos a poca marcha
hasta Bobrinez, donde echamos un pienso a los caballos, para llegar al
anochecer a una aldea que tenía por nombre
Vchivaia,
aunque por cortesía la llamaban Chvivaia, donde pasamos la noche,
pues por las inmediaciones del poblado pululaban los bandidos. Ninguna
gran capital-ni París ni Nueva York-había de producirme,
corriendo el tiempo, la impresión que me causó la villa de
Ielisavetgrado, con sus aceras, sus tejados verdes, sus balcones, sus tiendas,
sus guardias y aquellos balones rojos sujetos por hilos. Durante varias
horas, pude mirar a la cara de la civilización con los ojazos abiertos.
Al año de descubrir el cómputo del tiempo empezaron mis
estudios. Una mañana, entré en el comedor, después
de sacudir el sueño y lavarme a prisa (en Ianovka todo el mundo
se lavaba de prisa y corriendo), paladeando ya por anticipado el nuevo
día, especialmente el té con leche y el pan blanco con manteca,
y vi a mi madre sentada con un caballero desconocido, un hombre flaco que
sonreía tristemente y se desvivía a todas luces por aparecer
servicial. Por el modo como me miraron los dos, comprendí que estaban
hablando de mí.
-Da los buenos días, Liova-me dijo mi madre-, pues este señor
va a ser tu maestro.
Al oír aquello, miré al caballero con cierto miedo, no
exento de curiosidad, y él me saludó con esa dulzura con
que todos los maestros saludan a sus futuros discípulos en presencia
de los padres. Mi madre, delante de mí, se puso a arreglar el lado
financiero del asunto: por tantos y tantos rublos y tantos y tantos puds
de harina, el maestro se obligaba a enseñarme en su escuela de la
colonia, lengua rusa, Aritmética y la Biblia en hebreo. Sin embargo,
las materias sobre que había de versar la enseñanza sólo
se tocaron vagamente, pues mi madre no andaba muy fuerte en esas cosas.
Aquella mañana, el té con leche me dejó en el paladar
un gustillo raro, que era el del cambio que iban a experimentar de un momento
a otro mis destinos.
Al domingo siguiente, mi padre me llevó en coche a la colonia,
a casa de mi tía Raquel, equipado con varias sacas de harina, mijo
y otros productos.
Gromokley distaba de Ianovka cuatro verstas. La colonia extendíase
a los dos lados de una zanja: de un lado estaban las familias judías
y del otro las alemanas. Era difícil confundir los dos barrios.
En el barrio alemán, las casas resaltaban por su limpieza, unas
estaban cubiertas de tejas y otras de caña; veíanse caballos
bien cebados y vacas muy lucidas. En el barrio judío, las casas
estaban todas medio ruinosas, los tejados llenos de agujeros, el ganado
era mísero.
A primera vista, parece raro que sólo guarde recuerdos muy vagos
de mis primeros años de escuela. Una pizarra en la que aprendí
a escribir los primeros caracteres rusos, el índice del maestro
encorvado sobre la pluma, las lecturas de la Biblia a coro, un muchacho
castigado por ladrón; recuerdos muy confusos, manchas nebulosas,
en las que no se destaca ninguna imagen clara. Con una excepción,
acaso: la mujer del maestro, una señora alta y gorda, que de vez
en cuando, y siempre inesperadamente, invadía la vida escolar. Recuerdo
que un día entró en la clase a quejarse a su marido de que
la harina que acababan de comprar olía mal, y cuando el maestro
acercó su nariz aguileña a la mano, le espolvoreó
toda la cara. Era una broma que quería gastarle. Todos, chicos y
chicas, nos echamos a reír. El único que no se reía
era el maestro. A mí me daba pena verle en medio de la clase con
el rostro enharinado.
Vivía con mi buena tía Raquel, sin advertir casi su presencia.
En el edificio principal, que daba al mismo patio, vivía entronizado
el tío Abrahán, completamente indiferente hacia sus sobrinos.
A mí me distinguía alguna que otra vez y me invitaba, convidándome
con un hueso, y diciendo:
-Ese hueso no lo daría yo por diez rublos.
La casa de mi tío estaba casi a la entrada de la colonia. Al
otro extremo, vivía un judío alto, flaco y negro, del que
decían que se dedicaba a robar caballos y a otros negocios sucios.
Tenía una hija, de la que corría también mala fama.
No lejos de su casa, veíase, sentado a la máquina, al gorrero,
un judío joven con una barbilla roja como el fuego. Un día
la mujer del gorrero presentóse al delegado gubernativo de la colonia,
que en sus viajes de inspección se alojaba en casa de mi tío,
a quejarse de que la hija de su vecino le quería robar el marido.
No sé, pero me figuro que el delegado no sabría qué
aconsejarle. Otro día, volviendo de la escuela, vi a un tropel de
gente que gritaba, vociferaba y escupía arrastrando por la calle
a una mujer joven, que era la hija del que decían cuatrero. Esta
escena bíblica se me quedó grabada para siempre en la memoria.
Pocos años después, mi tío Abrahán se casaba
con aquella mujer. A su padre lo habían desterrado a Siberia a instancia
de los colonos, amputándolo de la sociedad como a miembro malsano.
Maska, la que había sido mi niñera, estaba de criada
en casa de mi tío. Siempre que podía, corría a la
cocina a refugiarme junto a ella, pues aquella mujer mantenía vivo
en mí el recuerdo de Ianovka. De vez en cuando, entraban hombres,
y cuando la visita era muy impaciente, como a veces ocurría, me
echaba fuera de la cocina, empujándome suavemente por los hombros.
Un buen día, por la mañana, los chicos de la casa nos enteramos
de que Maska había tenido un niño, y la mar de excitados
y contentos cuchicheábamos comentando la noticia por los rincones.
A los pocos días, se presentó mi madre y se fue a la cocina
a ver a nuestra antigua criada y al niño. Yo me colé detrás
de ella. Maska se tocaba con un pañuelo que casi le tapaba los ojos;
el niño estaba acostado encima de un banco. Mi madre echó
una mirada a Maska, luego volvió la vista al niño, y sin
decir nada, meneó la cabeza con un gesto de reproche. La antigua
niñera se estaba silenciosa, mirando al suelo, hasta que posé
la vista en la criatura, y dijo:
-¡Mire qué hermoso es y cómo reclina la mejilla
en la manecita, como si fuese una persona!...
-¿Te da pena por el niño?-preguntóle mi madre.
-¡Por Dios!-contestó Maska-. Todo me da igual.
-No es verdad... -le replicó mi madre, ya con tono conciliador-.
No niegues que te da pena...
A la semana, el recién nacido moría con el mismo misterio
con que había venido al mundo.
Yo iba con frecuencia a la aldea, pasando semanas enteras con Mis padres.
No hice amistad con ninguno de los chicos de la escuela, pues no hablaba
el judío. A los pocos meses, me sacaron, y esto explica quizá
los pocos recuerdos que guardo de aquel colegio. No olvido, sin embargo,
que Schufer-pues así se llamaba el pedagogo de Gromokley-me enseñó
a leer y escribir, dos cosas que habían de prestarme magníficos
servicios en la vida. Esto sólo hasta para que guarde un recuerdo
agradecido de mi primer maestro.
Empecé a debatirme con la letra impresa. Copiaba poesías.
Hacía versos. Poco tiempo después me entregaba con mi primo
Senia Ch. a la redacción de una revista. Pero era una senda llena
de abrojos. Apenas supe escribir, se apoderé de mí la tentación
de la escritura. Y cuando me dejaban solo en el comedor, poníame
a trazar sobre el papel en letras de a puño aquellas palabras misteriosas
que había oído en el taller y en la cocina y que en el seno
de la familia nadie pronunciaba. La intuición me decía que
aquello no estaba bien, pero precisamente lo que tenían de prohibido
era lo que hacía tentadoras aquellas palabras. Un día, decidí
meter el papelito fatal en una caja de cerillas y enterrar la caja en un
pozo muy hondo, debajo del granero. Pero aún no había acabado
de redactar mi documento, cuando entró en el comedor la mayor de
mis hermanas y quiso ver lo que había escrito. A toda prisa, arrebaté
el papel de la mesa. Detrás de mi hermana, entró mi madre.
A toda fuerza querían que les enseñase el papel. Encendido
de vergüenza, lo arrojé detrás del sofá. Mi hermana
se agachó a cogerlo, pero le grité, con gritos de histérico,
que lo cogería yo. Me metí a gatas debajo del sofá
e hice cachos el papelito. Mi desesperación y mi llanto no tenían
fin.
Por Navidades-sería probablemente el año 1886, pues ya
sabía yo escribir-, estábamos tomando el té, cuando
irrumpió en el comedor una pandilla de enmascarados. La cosa fué
tan súbita, que caí tan largo como era en el sofá
en que estaba sentado, sin poder dominar el terror. Me tranquilizaron,
y a los pocos momentos estaba escuchando ansiosamente un parlamento del
emperador Maximiliano. Por vez primera, se abría ante mis ojos el
mundo de lo fantástico, con el ropaje de la realidad escénica,
¡y cuál no fué mi asombro, cuando me dijeron que el
principal personaje lo representaba Prokhor, un jornalero que había
sido soldado! Al día siguiente, inmediatamente después de
comer, me introduje furtivamente en el cuarto de la servidumbre, armado
de papel y lápiz, y pedí al "emperador Maximiliano" que me
dictase su monólogo. Prokhor no quería, pero yo le rogué,
le supliqué, le exigí, no cedí a sus excusas. Hasta
que por fin nos sentamos junto a la ventana, y tomando el sucio marco de
ésta por pupitre, me puse a escribir los versos que iba dictándome
el improvisado comediante. Apenas habían pasado cinco minutos cuando
apareció en la puerta mi padre, y viendo la escena que se estaba
desarrollando junto a la ventana, dijo con voz severa:
-¡Liova, vete de aquí inmediatamente!
Me pasé toda la tarde en el sofá llorando.
Mis versos de por entonces acaso testimoniasen el temprano amor qué
despertó en mí la palabra, pero es seguro que no auguraban
grandes dotes poéticas para el porvenir. Por mi hermana mayor supo
de mis versos mi madre, y por ella llegó la noticia a oídos
de mi padre. Cuando teníamos visita, se empeñaban en que
se los leyese. Aquello me torturaba. Para vencer mi negativa, insistían
con palabras que a lo primero eran cariñosas y luego se convertían
en duras, para acabar en amenazas. Muchas veces, salía corriendo.
Pero las personas mayores no cedían hasta no ver su deseo conseguido.
Y con el corazón todo agitado y lágrimas en los ojos, no
tenía más remedio que ponerme a leer mis versos, avergonzándome
de los plagios y de la mala rima.
Pero había mordido ya del árbol de la ciencia, y esto
era lo importante. La vida iba abriéndome sus horizontes por días
y por horas. De aquel sofá agujereado del comedor partían
una serie de hilos invisibles hacia otros mundos. La lectura abre una nueva
época en mi vida.
Que significa, en ruso, algo así
como "piojoso".