"Lo fundamental era estar al lado del pueblo, impulsarlo a la lucha. No había que olvidar que nosotros, los comunistas, éramos los organizadores, sólamente el armazón. He aquí lo que no se podía olvidar un sólo instante. Y entonces ninguna fuerza enemiga sería capaz de quebrantarnos" Alexéi Fiódorov

Capítulo segundo: DIAS DIFICILES parte 7 de 13

No me propongo escribir una novela; son solamente mis recuerdos. Por eso solicito de antemano la benevolencia del lector. Algunos personajes no volverán a aparecer más en el libro; el autor no sabe lo que ha sido de ellos. Me gustaría mucho saber cómo se han comportado luego el maestro Zajárchenko y la llorona de su mujer, qué suerte habrá corrido Iván Simonenko... Me separé de él unos días después. Y agradecería mucho que cualquiera me comunicase algo del destino de esa gente.

Aquella noche salí de Ignátovka mucho más animoso. La idea de que estábamos ya actuando me daba fuerzas y aliento.

Nos esperaba un recorrido de veinte kilómetros campo a través. Los camaradas nos acompañaron hasta la mitad del camino. Caía una lluvia antipática; los pies se hundían en el barro, pero yo caminaba contento, explicando a los camaradas los planes para el futu ro.

— En la región de Chernígov tendremos una división guerrillera. El deber de los grupos clandestinos es preparar a la gente, armarla ideológicamente, incitarla a la lucha.

Al despedirnos, nos estrechamos las manos, que, por cierto, teníamos empapadas. Estuvimos unos momentos despidiéndonos, con los pies chapoteando en el barro; el viento se llevaba las palabras y teníamos que repetirlas. En otoño la estepa es triste, sobre todo cuando llueve y sopla el viento. ¡Qué bien se está en casa con un tiempo así, junto a una estufa ardiendo y tomando té caliente!

— Bueno, camaradas, despidámonos. Confío que no será la última vez que nos veamos.

Apenas lo había dicho, cuando una luz brilló en el horizonte, y en seguida otra. Oímos el ruido de motores y un minuto después pasaron por delante de nosotros, iluminando la carretera con sus faros y traqueteando en los baches, cinco camiones alemanes cuyas ruedas proyectaban el barro a gran distancia. Dentro iban soldados alemanes vociferando una canción guerrera...

Tuvimos que apartarnos corriendo a un lado y tumbarnos sobre la tierra mojada. Empuñé la pistola, quité el seguro... ¡Qué deseos tenía de disparar!

Los camaradas de Gurbintsi se marcharon. De nuevo quedarnos solos Iván Simonenko y yo. Llevábamos ya tres semanas caminando juntos. Eramos dos ciudadanos soviéticos, dos miembros del Partido que vagábamos por los caminos, escondiéndonos de las balas alemanas y de los ojos traidores. Pero entre nosotros no había una verdadera amistad.

Pasarán los años y no olvidaré a Simonenko; me alegraría verle y sentiría profundamente que le hubiera sucedido alguna desgracia.

Nos repartíamos el último pedazo de pan. En ocasiones, yo me sentaba detrás de una parva cualquiera, guarneciéndome del viento, e Iván iba en busca de comida. Mi aspecto era poco adecuado para eso. Simonenko parecía más un simple soldado. La gente, al verle, se condolía, mientras que a mí me miraba recelosa. Tal vez con buena intención, pero siempre con demasiada curiosidad. Simonenko jamás me reproché que no fuese en busca de comida.

¿Por qué entonces, Simonenko y yo no llegamos a ser amigos verdaderos? Quería hacer de él un guerrillero, un militante clandestino. Simonenko no se negaba, pero nunca me dijo sinceramente: "Vamos". No discutía, mas yo me daba cuenta de que no tenía fe en la fuerza de la resistencia clandestina. Me decía: "Iré a ver a mi madre y luego volveré al frente".

Era un magnífico camarada.

Nos acostábamos juntos dentro de un almiar, escrutábamos la niebla del amanecer y liábamos un pitillo para los dos.

Por cierto, en la región de Chernígov ya no dormíamos en los almiares. En Sokírintsi, a donde no tardamos en llegar, lo mismo que en Ignátovka, encontramos albergue.

Llamamos en la primera casa que vimos, nos abrió una vieja y le dijimos que éramos prisioneros y que habíamos conseguido quedarnos rezagados de la columna y escondernos en un almiar...

En aquel tiempo inventábamos concienzudamente largas historias. Más tarde comprendí que no es tan fácil hacer ver lo blanco negro. La gente nos escuchaba, pero, en verdad, no nos creía. Aquellos días me hubiera horrorizado saber que la gente sospechaba quién era yo. Pero ahora pienso que quizá así fuera mejor. La gente sospechaba, incluso lo sabía, y sin embargo no me delataba... Además no era difícil reconocerme. En aquellos distritos había sido elegido diputado al Soviet Supremo de la República Socialista Soviética de Ucrania y había estado por allí más de una vez como secretario del Comité Regional.

En Sokírintsi encontré al jefe de la sección de Instrucción Pública del distrito de Varva. A través de él comuniqué algunas instrucciones al secretario del Comité de Distrito clandestino.

En esta aldea pasamos un día; por la noche la abandonamos. Hacía una noche magnífica. Brillaba una luna llena; ni siquiera soplaba el viento. La ropa que llevábamos ya estaba seca y aunque habíamos dormido poco, nos sentíamos bien. No faltaba mucho para llegar a Lísovie Soróchintsi.

Simonenko me propuso ir por un atajo. Yo accedí suponiendo que como estábamos cerca de su aldea natal conocería bien el camino. Sin embargo nos perdimos. Simonenko le echó la culpa a la luna, empeñándose en que los objetos iluminados por su luz difusa tomaban contornos distintos.

Tropezamos con una ancha zanja antitanque llena hasta los bordes de agua. Nos costó un triunfo salir de allí. En total anduvimos unas tres horas dando vueltas...

Al atravesar un pequeño bosque vimos con extrañeza que a lo lejos brillaba una hoguera. ¿Quién se dedicaría a encender hogueras en la estepa con un tiempo semejante?

Nos aproximamos un poco y divisamos al lado de la hoguera una figura solitaria. Simonenko, que tenía mejor vista que yo, distinguió, además, cerca de la hoguera, algo que podía ser un caballo o una vaca.

— Voy a acercarme a ver quién hay. Si es alguien de aquí, tal vez me indique el camino de Lísovie Soróchintsi —me dijo Simonenko.

Agachándose ligeramente, se adelanté un poco; después se volvió y me hizo una señal con la mano. Sin ocultarnos, nos acercamos a la hoguera.

Un viejo alto, huesudo, el pelo alborotado, la barba descuidada, estaba echando a la lumbre brazadas de hierbas secas. Llevaba quevedos, unos pantalones estrechos, botines pasados de moda y un largo abrigo de ciudad. Tan ocupado estaba en lo que hacia, que no se percaté de nuestra presencia. Cuando al fin se fijó, nos miró un momento y volvió la cabeza sin responder a nuestro saludo. Yo cambié una mirada con Simonenko y me llevé significativamente el dedo a la sien.

A unos treinta pasos de la hoguera, una vaca flaquísima pacía la escasa hierba de la estepa.

Las hogueras de la estepa, encendidas con hierba, son poco acogedoras; aunque arden brillantemente y tienen una llama viva, se consumen en seguida. No le dejan a uno descansar, a cada instante hay que alimentarias con más hierba. A pesar de todo, nos sentamos y acercamos al fuego nuestros pies mojados. El viejo arrojó al fuego otra brazada. Sin mirarnos, mascullé:

— ¡Jóvenes educados a la moderna!

No respondimos. Un poco después, el viejo prosiguió:

— Todo vagabundo decente sabe que puede aprovechar la hoguera encendida por otro a condición de aportar su granito de arena. Vosotros venís del bosque y os habéis acercado a mi hoguera. ¿No es eso? Así es, indudablemente. Por lo tanto podíais haber traído leña. ¿Habéis leído a Máximo Gorki? Es de suponer que si, porque en vuestros rostros brilla la luz del espíritu. Pues si lo habéis leído debéis conocer la ética de los vagabundos. ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿A dónde vais?

Le respondimos que éramos prisioneros y que nos dirigíamos a casa.

El viejo exclamó:

— ¡Eso es mentira! Aunque, a decir verdad, a mí no me importa. Si creéis necesario ocultar la verdad, permitid, en ese caso, que también yo conserve el incógnito. —Y diciendo esto se volvió de espaldas y enmudeció.

Recogimos maleza y ramas secas. Pero ni así nos ganamos la simpatía del viejo. Ni siquiera quiso decirnos dónde estábamos.

Un poco más tarde acercó su vaca a la hoguera. Con el pie clavé en la tierra una estaca y até a ella al animal. Después extendió en la tierra seca por la hoguera su largo y viejo abrigo, y se tumbé, envolviéndose en él. Ya acostado, refunfuñé:

— Tened cuidado, ciudadanos, de no quemarme.

Simonenko y yo estábamos rendidos. No recuerdo a quién le venció el sueño primero. Nos quedamos dormidos, con el pecho apoyado en las rodillas.

Me despertó un brusco grito gutural. De un salto me puse en pie. La hoguera estaba apagada, pero se podía ver porque la luna no se había ocultado aún. Rugiendo desagradablemente pasaron muy bajos unos aviones de bombardeo alemanes.

El viejo, con el rostro vuelto hacia el cielo, agitaba el puño y blasfemaba terriblemente, maldiciendo a los pilotos en alemán: Verfluchte Schwine! y otros denuestos.

El viejo echó a correr por el campo y agitaba tanto sus largos brazos huesudos, que daba la impresión de que iba a salir volando para perseguir el avión y agarrarse a él.

Al yerme, el viejo gritó:

— ¡Oiga, dispare, dispare! ¡Se ha dado orden de hacer fuego contra los aviones del enemigo con todas las armas! ¡Dispare ahora mismo, con mil demonios!

Cuando los aviones se ocultaron, el viejo dejóse caer agotado sobre la tierra, cubriéndose el rostro con las manos.

— ¿Podemos hacer algo por usted? —preguntó solícito Simonenko.

— Dejadme en paz —rezongó el viejo. Después añadió más suavemente—: No hacerme caso. A mí ya no se me puede ayudar. Tampoco yo puedo ayudar a nadie con nada. No soy más que un vagabundo.

Le dejamos en paz y seguimos nuestro camino. Unas cuantas veces volvimos la cabeza. Al lado del montón de ceniza seguía tumbada la vaca y sentado junto a ella el hombre barbudo. Simonenko observó que sus hombros se estremecían.

Era evidente que el viejo había sufrido una gran conmoción. Pero ¿cuál? ¿Por qué blasfemaría en alemán? El hecho de haber amenazado con tanta furia a los aviones alemanes demostraba quién era su enemigo.

— ¿Dónde encontrará albergue? —dijo quedamente Simonenko. Poco después reconoció el camino de Lísovie Soróchintsi, y de pronto, como recordando algo, dijo rápidamente.

— Oiga, camarada Fiódorov, voy a volver y le diré que venga conmigo. Mi madre le recogerá y le tratará bien. Espéreme, ¿de acuerdo?

— De acuerdo, pero tenga cuidado no vaya a dar albergue a una serpiente. Quién sabe quién es ese hombre...

Pero Simonenko se encogió de hombros y dio la vuelta.

Me senté tras un arbusto del camino. Esperé mucho tiempo; helado de frío me hice un ovillo y me dormí sin darme cuenta.

A Simonenko le costó trabajo despertarme.

— Vamos, Alexéi Fiódorovich —me gritaba al oído.

— ¿Dónde está el viejo? ¿No lo ha encontrado?

— Se ha negado. Le emocionó mucho cuando se lo dije, pero... por lo visto la cabeza no le funciona bien. No hace más que repetir:

"Ellos me encontrarán en todas partes"... ¿Quiénes son ellos, por qué le encontrarán? No he podido comprender nada. Pero se negó rotundamente a venir conmigo. Y al despedirnos me estrechó la mano con mucha fuerza. "Gracias —me dijo— por su atención..." ¿Qué podía hacer? Los alemanes, silo ven, pueden fusilarle. Dicen que eliminan a todos los dementes.


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