A la noche siguiente, nuestro destacamento salía para el Frente del Este.
Quizá fuera ésta la última vez que pasara por las calles de Moscú. A pesar de lo avanzado de la hora, la ciudad vivía su nueva e inquieta vida. En el edificio de la Oficina de Comisarios del Ejército estaban encendidas todas las luces. En dirección opuesta a la que llevábamos, pasó un cañón, arrastrado por cuatro caballos. Un carro cargado de cajones de proyectiles hacía gran estruendo. En calles y plazas realizaban ejercicios nocturnos los que hacían la instrucción militar obligatoria.
Entre nosotros había soldados que pasaron en las trincheras casi toda la guerra imperialista y muchachillos imberbes que se separaban de los padres por primera vez en su vida. Había algunos que no sabían lo que era viajar en tren. Para muchos todo era nuevo: el apeadero de la vía de circunvalación donde se formaba nuestro convoy; la carga nocturna; el relincho de los caballos en la oscuridad; los vagones de mercancías acondicionados para conducir pasajeros con sus literas de madera y las puertas abiertas, delante de las cuales flotaban los techos de las casas inundados de luz del sol saliente.
¡Adiós, Moscú! ¡Adiós!
Pasados los arrabales de la ciudad, el convoy tomó en dirección Este. La locomotora dio un prolongado silbido, aceleró la marcha, las ruedas golpearon acompasadamente en las junturas.
A los pocos días el tren llegó a un apeadero que había sido incendiado por los guardias blancos en retirada, después de la reciente sublevación en Múrom. Aquí supimos que Kazán, adonde se dirigía nuestro destacamento, había sido tomado por unidades de checos blancos.
El enemigo se había acercado a Moscú. El peligro que amenazaba a la República Soviética era mayor. Tanto más fuertes, valientes e inexorables debíamos sentirnos todos y cada uno de nosotros. ¡La muerte o la victoria!
Entablamos combate sobre la marcha.
Nuestro convoy se acercó a la estación de Sviazhsk, repleta de convoyes ferroviarios. A la derecha sonó una ráfaga de ametralladora.
Al extremo del andén se encontraba Mezhláuk, representante del estado mayor de la agrupación de tropas de Sviazhsk, quien gritó, agitando una banderita roja de señales:
- ¡Que venga el comandante!
Kudriashov saltó del tren y corrió hacia Mezhláuk. Le dijo unas palabras, indicando hacía el lugar de donde se oía el tiroteo. Kudriashov estrechó la mano a Mezhláuk y saltó al vagón.
El tren continuó adelante sin detenerse. A una media versta apareció un gran puente ferroviario. El tiroteo se oía con mayor precisión cada vez. Abajo, al pie de la alta y escarpada orilla brillaba una ancha franja de agua: era el Volga.
- Los blancos tratan de apoderarse del puente -dijo Kudriashov transmitiendo las palabras de Mezhláuk-. La entrega del puente significará abrir a las bandas blancas el camino que conduce a Nizhni y a Moscú. ¡Ni un paso atrás!
Apoyándose en los brazos, se subió al techo del vagón y corrió a lo largo del convoy para notificar la situación a los demás vagones.
- Disparan cerca de aquí -dijo alguien.
- ¡Que va! -respondió Piotr Vasílievich Kazmín, ducho soldado, que había combatido en la guerra imperialista-. No es a menos de dos verstas. Donde hay agua se oye de lejos.
En aquel momento, en el vagón de al lado chasqueó una pistola de señales. El tren aminoró la marcha, pero nosotros, sin aguardar a que parase, empezamos a saltar al terraplén, tomando sobre la marcha las ametralladoras y los cajones de munición.
El destacamento se apeó rápidamente. ¡Qué útil resultaba entonces el adiestramiento recibido en Moscú en el bulevar de Chístie Prudí y afianzado durante la instrucción realizada en el camino! Nos lanzamos en la dirección en que se oían los disparos. Corríamos por un campo lleno de arbustos. A nuestra izquierda negreaba el bosque. A la derecha teníamos el Volga.
Pronto apareció entre los matorrales una fila de fusileros que avanzaba sobre nosotros. Nos tendimos en el suelo.
- ¡Preparados para el combate! -ordenó Kudriashov.
Se oyó el chasquido de los cerrojos de los fusiles, La formación se aproximaba. Nuestros dedos temblaban en los gatillos. Ahora sedaría la orden de "¡Fuego!" Pero sonó la orden de "¡Alto!"
A nuestro encuentro venía a todo correr gente llena de pánico con el uniforme de los soldados rojos. Los rostros reflejaban espanto. La mayoría había arrojado los fusiles. Muchos huían descalzos.
Kudriashov corrió a cortarles el paso.
- ¡Alto! ¿Qué pasa?
- ¡Los checos!
Era absurdo pretender parar a lasque huían. Nos echamos adelante. A unos trescientos pasos sucedió lo que en las conferencias de instrucción militar se llamaba "entrar en contacto con el enemigo". Ya nos acercábamos al bosque cuando, entre los árboles, vimos azulear los uniformes de los checos. Estos marchaban de pie, riéndose y conversando unos con otros, como si no estuvieran combatiendo, sino lejos, en la retaguardia, realizando ejercicios tácticos. Conversando alegremente aparecieron por el lado del puente.
Dejamos que los checos blancos se aproximasen y les enderezamos una descarga de nuestros fusiles. El enemigo, tan seguro de sí mismo hasta entonces, rompió en precipitada huída.
Animados por el éxito, perseguimos a los checos hasta que llegaron a la estrecha franja de la orilla, bordeada de sauces. Casi junto al agua había una batería abandonada y, a su lado, una cocina de campaña volcada. Las olas amarillentas rompían en la orilla. Las blancas gaviotas volaban a ras de las aguas. Detrás, a la pálida luz del crepúsculo, envuelto en la neblina del Volga, parecía flotar en el aire el puente, aquel puente cuya defensa se había convertido para nosotros en una cuestión de vida o muerte.
Así terminó nuestro primer combate. Kudriashov ordenó hacer alto, comprobar las armas, levantar la cocina de campaña, hacer gachas y enlazar con la unidad del flanco izquierdo.
La busca de la unidad vecina nos llevó mucho tiempo. Al fin la encontramos a unas dos verstas de nosotros. Se le daba el nombre de regimiento, aunque no contaba más de un centenar de fusiles. No tenía montados puestos de vigilancia y tan sólo había unos centinelas soñolientos que dejaron que nos acercáramos sin preguntar siquiera quiénes éramos.
Para llegar hasta ellos había que atravesar un bosque ralo y campos sin segar. A la pregunta de dónde encontrar al comandante, el centinela, que se paseaba cerca del fusil tirado en el suelo, respondió:
- En "Puerto Arturo" -y señaló a un elevado granero que se divisaba no lejos de allí.
Del granero llegaban los sones de un acordeón. Cuando entramos en aquel lugar nadie volvió la cara hacia nosotros. Junto al acordeonista, que manejaba el teclado con embeleso, estaba sentado un hombre joven con los ojos entornados y en camisa, con tirantes. En sus botas rotas y polvorientas brillaban plateadas espuelas. Era el comandante del regimiento. Sobre la paja, junto al muro, se habían acomodado los soldados rojos; unos dormían, otros jugaban a la baraja.
- ¿Se está bien a la sombra, eh? -dijo uno de los nuestros-. Mientras tanto los blancos toman el puente.
- ¡Qué importa el puente! -respondió el acordeonista-. Hemos entregado Kazán sin importarnos... Y con nuevos bríos siguió tocando su acordeón.
- Bastos son triunfos -dijeron al lado.
- Camarada comandante... -empezó a decir uno de los nuestros.
Pero en lugar de responder, el comandante siguió con los ojos entornados, apático, y prefirió lanzar unos juramentos. Los que jugaban a las cartas estallaron en risotadas.
Nosotros quedamos pasmados. ¿Qué hacer?
Poseíamos una sola arma para atraer a nuestro lado a aquella unidad del Ejército Rojo que parecía desmoralizada, totalmente descompuesta. ¡Esta arma era la palabra bolchevique, franca y honesta!
Colocamos un cajón en el centro del granero. Aliosha Krímov se subió a él.
- Camaradas -comenzó diciendo-: La situación que tenemos en este momento es la más decisiva...
- Ahora son triunfos copas -dijeron a un lado.
El rostro resplandeciente de Aliosha, en el que sólo empezaba a apuntar la barba, se puso rojo.
- Camaradas -prosiguió-: ¿Es que no vamos a saber defendernos? ¿Vamos a entregar otra vez a los capitalistas nuestra libertad, nuestra tierra, nuestras fábricas y talleres?
Aliosha hizo una pausa. El acordeonista, burlándose de él a las claras, tarareó acompañándose:
Me salvéis, o no me salvéis, la vida no me importa...
- Cuando nos enviaron los moscovitas. -resonó la voz de Aliosha-, nos dijeron: "Regresad con la victoria. Y si no traéis la victoria, no volváis, mejor será que traigan los ataúdes con vuestros cadáveres". Esto lo dijo un pueblo que se desploma de hambre, pero sostiene fuertemente en sus manos la bandera de la Revolución...
El acordeonista continuaba como hasta entonces, dándole al teclado; seguían jugando a las cartas. Pero ahora en algunos rostros podía leerse ya el interés por lo que decía el orador.
- No hemos comenzado la Revolución para entregar el país a los opresores -dijo Aliosha-. Debemos decir que nuestra patria socialista se encuentra en peligro; tenemos la obligación de luchar para salvar a la Rusia Soviética. Vosotros, soldados rojos, debéis tomar con coraje las armas. La Revolución no consiste en que cada uno pueda tomar algo para vivir bien en su casa. ¡No! La Revolución consiste en que a cada obrero y a cada campesino se le despierta la conciencia, su alma se serena y dice: "¡Hasta ahora he vivido como un gusano, ahora estoy despierto, no soy un esclavo del zar y del capital, soy un ciudadano de la República de los Soviets, soy un hijo de la clase obrera, y todas mis fuerzas, toda mi sangre deben ser puestas al servicio de la clase obrera y de los campesinos!"
Por primera vez rompieron a aplaudir. Ahora le había llegado el turno de hablar a Sasha Sochenkov. Era un chiquillo delgaducho, rubio, de un lugar cerca de Viatka, y que se había incorporado a nuestro destacamento por el camino. Compuesta por él o aprendida de memoria, lo cierto es que sabía una conversación en verso entre dos obreros, un cobarde y un héroe, y que recitaba siempre con éxito en los vagones del convoy y en las estaciones, durante las paradas.
Sasha empezó con voz de falsete:
Camarada, estoy bajo las armas
La voz del mando llama a luchar.
Pero mi vida... ¡Ay! Siento perderla,
Me apena estas filas dejar.
Bien que yo exponga la vida
Por la dicha y la libertad.
¿Para qué, entonces, lo que llena la vida?
¿Qué falta al huerto la lluvia le hará?
Sasha cambió de voz y alzó con arrogancia la cabeza:
Camarada, en ti habla el cobarde
Y no eres digno combatiente.
Mira cómo brilla la libertad
Con su luz resplandeciente.
Caerá la maldición sobre quienes
Tiemblen en los últimos momentos,
De nuevo la opresión, la servidumbre,
Cárceles, ejecuciones y tormentos...
Alzando sobre su cabeza el puño fuertemente apretado, Sasha terminó:
¡A las armas, camarada! ¡Adelante sin miedo!
¡Unámonos! ¡Resucitemos!
¡Quién resucite, no morirá
En los tormentosos tiempos!
A cada una de las estrofas que Sasha iba diciendo, parecía derretirse el hielo que nos separaba de aquellos soldados rojos. Era cada vez mayor el número de caras que miraban atentamente. El acordeonista dejó a un lado su instrumento. Abrió los ojos soñolientos el comandante. Los que estaban enfrascados en el juego dejaron la baraja y se volvieron hacia Sasha.
Y henos ya a todos sentados en la paja, rodeados de los soldados rojos; bebimos aromático té -una infusión de hierbas del bosque-; hablamos de Moscú, de la última sesión del CEC de toda Rusia y del Soviet de la capital, escuchamos el relato que ellos nos hicieron de sus andanzas.
Se trataba del regimiento de Briansk, restos del Ejército zarista. Concertada la paz, gran parte de los soldados marchó a sus casas; los restantes se fundieron con el Ejército Rojo. Pero en los estados mayores se olvidaron de este regimiento, que vagaba de un lado para otro por las guarniciones de las provincias, abandonado a su suerte, hasta que cayó en Kazán, de donde fue a parar a las cercanías de Sviazhsk. Y durante todo el tiempo, según la tradición que se conservaba todavía de la época del ejército zarista, el regimiento llamaba a cada uno de sus cuarteles "Puerto Arturo".
Camaradas, ¿y qué quiere decir "Puerto Arturo"? -preguntó Aliosha, después de escuchar la historia-. "Puerto Arturo" recuerda una derrota, una traición. Y ahora, camaradas, debemos vencer, solamente vencer. Por ello cambiemos el nombre de "Puerto Arturo" por el de "Nuevo Puerto Arturo". ¿Quién está a favor? Aprobado por unanimidad.
De este modo, aquel granero desconocido empezó a llamarse "Nuevo Puerto Arturo". Con este nombre figuró desde entonces en los informes y partes. Y si se conservan los mapas de operaciones de la agrupación de fuerzas de la orilla izquierda, que actuaron en los accesos de Kazán, posiblemente se vea en ellos un pequeño círculo, cerca del cual está escrito este nombre, sorprendente e incomprensible para los ajenos al asunto.
La juventud integraba no menos de la tercera parte de nuestros destacamentos obreros. La mayoría de los muchachos tenían 17 y 18 años, pero incluso los había de 16 y 14 años. Su aspecto era el de muchachillos torpones, a los que sentaban como sacos los capotes y les estaban grandes las botas. Los había traviesos e impacientes, inteligentes y aturdidos; otros eran bruscos. Los muchachos miraban al mundo con curiosa prevención. Soñaban con la revolución mundial, pero cuando podían me tiraban de la trenza. Su principal preocupación era mostrar que eran hombres, héroes, valientes. En el combate se arriesgaban y no retrocedían, ni siquiera después que se ordenaba retirada. Kudriashov se enfadaba terriblemente en estos casos y llamaba a los culpables,
- Deja ya, hermano, de hacerte el orgulloso -decía-. El combate es una tarea de todos, de camaradas.
Las noches eran oscuras, sin estrellas. Al amanecer, el Volga aparecía cubierto de una densa capa de niebla. Hacía frío. No encendíamos hogueras y dando diente con diente nos apretábamos estrechamente los unos contra los otros, contando los minutos que faltaban para que terminara la noche; hasta que al fin el cielo empezaba a clarear; la niebla se elevaba formando columnas; el Este se encendía con colores de ámbar y sobre este fondo empezaban a perfilarse los contornos del puente sobre el Volga. Si en nuestra orilla no había combate, en el puente se divisaban confusos puntos; a medida que iban acercándose se veía una cabalgata atravesando rápidamente el puente.
Delante, a lomos de un caballo negro, galopaba una mujer con guerrera de soldado y una ancha falda azul a cuadros. Se mantenía airosamente en la silla y corría audazmente a través de los campos labrados; las herraduras del corcel arrancaban negros terrones. Era Larisa Réisner, jefe del servicio de reconocimiento del Ejército. La hermosa amazona tenía el rostro curtido por el viento. Sus ojos eran de un gris claro; de las sienes le arrancaban dos trenzas de pelo castaño que se unían en la nuca; una severa arruga cruzaba su frente despejada.
Acompañaban a Larisa Réisner soldados de una compañía del Batallón Internacional agregada al servicio de reconocimiento. Se apearon e informáronse de la situación. Se hablaba en mal ruso, en húngaro, en alemán o en checo. Allí mismo se tomaban decisiones, entablar combate de reconocimiento, hacer prisioneros o enviar exploradores a la retaguardia del enemigo...
Nosotros patrullábamos o sosteníamos combate. No eran de gran importancia, pero se caracterizaban por su extremada dureza. Si retrocedíamos a nuestras posiciones de partida, encontrábamos muertos a nuestros heridos: los blancos los habían rematado a bayonetazos.
Desde Kazán cruzaban secretamente la línea del frente comunistas y obreros. Referían que se detenía en masa, ahorcaba y fusilaba sin formación de causa. De una ciudad desconocida, de la que casi todos tan sólo sabíamos algo por las viejas canciones, Kazán se convirtió para nosotros en una ciudadela, donde se atormentaba a nuestros hermanos, cuya vida dependía ahora de nuestra decisión de vencer al enemigo.
En uno de los combates hicimos un prisionero y le condujimos a "Nuevo Puerto Arturo", que se había convertido en punto de convergencia de los destacamentos que combatían en las orillas del Volga. Era un alumno de liceo, de rostro enjuto, pálido, con grandes orejas que le daban un aspecto de murciélago.
En la mesa alumbraba un cabo de vela; el viento animaba la llama, y por las paredes danzaban fantásticas sombras. El prisionero nos miraba con ojos llenos de odio. Se negó a contestar a las preguntas y, cuando salió del granero -lo conducían al Estado Mayor del Ejército y él creía que lo llevaban a fusilar- gritó:
- ¡Viva la Asamblea Constituyente!
Unas veces por la mañana, otras por la tarde, según lo permitiera el desarrollo de los combates, en nuestro sector se reunía la gente: llegaban "de la orilla opuesta" miembros del Consejo militar revolucionario y comisarios políticos. Nuestro granero adquirió pronto un aspecto confortable, soviético, comunista. Se quitó de allí la paja, se barrió el suelo, se colocó una bandera roja y se colgaron pancartas rojas con consignas, que aprobamos después de acalorados debates:
¡RECUERDA QUIEN ERAS, Y ENTONCES COMPRENDERÁS LO QUE TE ESPERA SI NO VENCES!
TU ERES UN SOLDADO DE LA REVOLUCIÓN. ¡ESO QUIERE DECIR QUE TU COMANDANTE EN JEFE ES LA REVOLUCIÓN!
PARA TERMINAR CON LA GUERRA ES PRECISO EXTERMINARA LOS QUE NECESITAN LA GUERRA. ¡LA GUERRA LA NECESITAN LOS RICOS!
TU ORACIÓN SE COMPONE TAN SOLO DE SEIS PALABRAS: "¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNÍOS!"
TUS ORDENANZAS MILITARES SE COMPONEN DE OCHO: "¡PAZ A LAS CABAÑAS, GUERRA A LOS PALACIOS!"
Se discutió acerca de las dos últimas consignas: ¿Se podía, en este caso, emplear la palabra "oración" y merecía la pena escribir "Ordenanzas militares?" Esto no era del gusto de todos, pero a nadie se le ocurrió nada mejor.
En cierta ocasión se presentó en "Nuevo Puerto Arturo" un hombre llegado "de la otra orilla". Su rostro eslavo era atractivo y de facciones delicadas. Llevaba vestimenta militar de distinto origen: pantalones austríacos, guerrera alemana y botas rusas.
Aquel día el frente estaba tranquilo. Con este motivo "Nuevo Puerto Arturo" se llenó de gente libre de servicio. Aquello resultó una especie de velada espontánea de aficionados al arte.
Entre nosotros había mucha gente de talento, desde un poeta que compuso el poema de seis líneas "Tres suspiros" (por qué suspira el capitalista, por qué suspira el pequeño burgués y por qué suspira el proletario) hasta un cantante que interpretó, acompañado por una orquesta formada con dos peines de bolsillo, las arias de Demon y de Boris Godunov.
Cuando el programa tocaba a su fin, el que había venido se levantó y con una tímida sonrisa pidió permiso para relatar una historia. Todos le abrieron paso con gusto. El hombre se sentó en un taburete y comenzó su relato.
- En la primavera del año 1915 - empezó a decir-, encontrándome yo en Galitzia Oriental, llamé, no importa con qué motivo, saco de heces de perro a nuestro capellán y fui a dar con mis huesos al calabozo. La mazmorra era como la de todas las cárceles: nos comían las chinches y había un insoportable hedor a excrementos. Ya estaba dispuesto a aburrirme los días que tuviera que esperar hasta el juicio, hasta que me enviaran a una compañía de castigo al frente. Pero cuando entré en la celda oí de pronto una voz conocida que dijo: "¡Buenos días, pan Hášek!" ¡Mira por dónde! Ante mí tenía a un viejo amigo mío, con el que había bebido más de una jarra de cerveza en la hostería "La copa". Su nombre no les dirá nada a ustedes, pero recuérdenlo, pues lo merece más que Alejandro Magno. Es el nombre del intrépido héroe, el viejo y bravo soldado Švejk, "Nosotros en Budeiovitsi..." -comenzó a decir Švejk, como si acabáramos de despedirnos media hora antes.
...En aquel momento el rostro del narrador adquirió una expresión mezcla de simpleza y malicia, de buena fe y agudo ingenio. Ante nosotros estaba, restregándose las reumáticas rodillas, Švejk, el mismo bravo soldado Švejk a quien ahora conoce el mundo entero y entonces casi desconocido. De aquella manera que le era tan característica, con infinidad de detalles y digresiones, nos contó cómo se encontró en la hostería "La copa" con un agente de la policía secreta, cómo éste le condujo a la comisaría, cómo comenzó la guerra y las aventuras que vivió el bravo soldado Švejk...
El relato estaba lejos de la perfección a que llegó unos años después, en las páginas del inmortal libro de Hášek. Las imágenes que posteriormente adquirieron relieve, entonces estaban sólo esbozadas con tenues perfiles. Pero Jaroslav Hášek se reencarnaba con tan profundo sentido artístico en sus héroes, que desfilaban ante nosotros como si los estuviéramos viendo: oficialillos austríacos, petimetres de cabeza huera, curas libertinos, glotones, chivatos, gente lasciva y, ante todo, el propio Švejk.
Al principio, todo nos parecía simplemente cómico. Pero después, paulatinamente, a través de la trama singular de lo grotesco, empezamos a percibir la terrible verdad de la vida. Y no de una vida cualquiera lejana, desconocida, sino de la que habíamos dejado atrás cada uno de nosotros y contra cuyo retorno luchábamos ahora con las armas en la mano. Uno reconocía en alguno de aquellos soberbios oficiales austríacos a su antiguo comandante de compañía en el ejército zarista. Otro, al oír las órdenes absurdas, recordaba cómo lo mandaban a él al matadero. Para unos tenía una fuerza particular la descripción de la cárcel; otros la hallaban en los relatos de los cuarteles y de su vida siendo ordenanza.
El estado de ánimo del auditorio se transmitió a Jaroslav Hášek, La suave ironía que al principio acompañaba a su narración se convirtió en fustigante sarcasmo lleno de ira.
Ya nadie reía. Todos escuchaban conteniendo la respiración. Jaroslav Hášek finalizó su relato en medio de un profundo y emocionante silencio.
En aquel momento se levantó Piotr Vasílievich Kazmín, hombre rudo, que nunca sonreía. En la época de Kerenski fue condenado a fusilamiento por agitación bolchevique en el frente. Pero la Revolución de Octubre impidió que la condena se cumpliera.
- Yo creo, camaradas -dijo-, que después de escuchar el informe acerca del camarada Švejk, debemos aprobar una resolución, manifestando al camarada Švejk que cumpliremos con nuestro deber. Kazán será nuestro, y después de Kazán todo el Volga caerá en nuestro poder. Y tú, camarada Švejk, sigue pronto el ejemplo del proletariado ruso; derriba a tus parásitos, los burgueses y los generales, para que triunfe la revolución mundial.
Hacia el veinte de agosto, nuestro destacamento, con el contiguo de Govorkov, fue trasladado a la orilla derecha del Volga. Ocupábamos posiciones no lejos de un profundo barranco cubierto de bosque. Teníamos por delante campo abierto y se divisaba un vasto horizonte. El terreno era ligeramente ondulado. A la izquierda, a través de la niebla grisazulenca, brillaban las aguas del Volga y a lo lejos se vislumbraba una oscura franja de tupidos bosques.
Al otro lado del barranco negreaban las techumbres de paja de una pequeña aldea. Eran numerosas las aldeas que había alrededor. En algunas de ellas a los rojos nos miraban de reojo, en otras nos acogían con más agrado. Una vez, vino una diputación de la aldea inmediata y pidió "numeritos recientes". Al principio no comprendíamos de qué se trataba. Resultó que querían periódicos.
Nuestros agitadores recorrían las aldeas. Se celebraban reuniones en distintas isbas. Las mujeres se arrimaban contra la pared, y desde las banquetas de las estufas nos miraban los niños con los ojos desmesuradamente abiertos. Cuando oscurecía se encendía una astilla. Las chispas caían crepitando en una tina con agua.
Al segundo o tercer día de nuestra estancia en la orilla derecha, me enviaron a hacer un reconocimiento a la retaguardia del enemigo. Por la noche me llevaron en una lancha aguas abajo a unas diez verstas de la línea del frente, y me desembarcaron en la orilla. Debía penetrar en la aldea de Vorobiovka y luego en el pueblo de Nizhni Uslón. Llevaba un vestido color marrón y si caía en manos de los blancos tenía que decir que era alumna de liceo y había huido de Moscú, donde mis padres habían sido detenidos por los bolcheviques, y que trataba de llegar a Kazán en busca de unos parientes.
En Vorobiovka encontré inmediatamente a la persona que necesitaba y me facilitó los informes que había reunido. Pero en Uslón no encontré a nadie en el lugar convenido y anduve por el pueblo. Las calles estaban desiertas. En la plaza, delante de la iglesia, había una horca de la que colgaba un hombre con los pies descalzos. Los ojos del ahorcado los habían picado ya los pájaros. En su pecho colgaba un cartel en el que habían escrito con letras mayúsculas:
"MIEMBRO DEL COMITÉ DE POBRES"
Por la carretera de Simbirsk marchaban lentamente convoyes de blancos. El enemigo concentraba fuerzas frente a nuestro flanco derecho. Apenas tuve tiempo de volver y entregar los informes cuando a lo lejos, a la derecha, se oyó una explosión de gran potencia. Más tarde se supo que una de las unidades de la división del teniente coronel Kappel, que luchaba contra nosotros, había atacado la estación de Tiurlema y volado un tren cargado de proyectiles de artillería.
Anochecía cuando, de la aldea situada al otro lado del barranco, llegó a todo correr un chiquillo y, lleno de emoción, nos contó que los blancos habían llegado al pueblo. Informarnos de ello al Estado Mayor del ejército y esperamos órdenes. La noche se hizo oscura y fría. Empezó a llover. Se oía el murmullo de los chorros que corrían hacia el barranco. Ocultos tras los árboles y los almiares de heno, sosteníamos apretados los fusiles y escudriñábamos en la profunda oscuridad. Los campesinos de las aldeas vecinas estaban a nuestro lado armados de estacas y horcas.
El combate empezó cerca del amanecer, lejos, en nuestro flanco derecho y por detrás. El tiroteo era frecuente en ocasiones; en otras disparaban de vez en cuando. De pronto, de la parte guarnecida por el Regimiento número 2, a unos 150 pasos, aparecieron los de Kappel que avanzaban sobre nosotros. Se acercaban formando una compacta muralla: delante iban los soldados empuñando los fusiles con la bayoneta calada; detrás, pistola en mano, seguían oficiales de negro uniforme.
Cuando los de Kappel estaban ya encima de nuestras posiciones, abrieron fuego nuestras ametralladoras desde los nidos donde estaban enmascaradas. Desde el Volga abrió fuego la artillería de nuestra flotilla. El ataque de los de Kappel fracasó, el combate se fue alejando hasta el Sur, hacia la zona del enemigo, y al mediodía cesó por completo.
Luego supimos que para aquel día, el 29 de agosto, los blancos habían planeado una operación que debía culminar con la toma del puente sobre el Volga, después de lo cual quedaría expedito el camino directo a Moscú. Pero, en lugar de derrotar a los rojos, los de Kappel se vieron obligados a retroceder a toda prisa.
La mañana del 30 de agosto brillaba un sol cegador. Todos estábamos bajo la impresión de los acontecimientos de la víspera. Nadie esperaba una desgracia inmediata. Las tropas se dedicaban a la instrucción. La consigna de aquel día era: "Aprende en tus errores y en los del enemigo".
¡Y de pronto, se dio la voz de alarma!
De Sviazhsk llegó a caballo el jefe de la Sección Política de! ejército, Iván Dmítrievich Chugurin. Llevando por la brida al caballo fue a lo largo de la línea del frente y, pasando de un grupo de combatientes a otro, repetía las mismas palabras:
- ¡Han atentado contra Vladímir llich! El camarada Lenin ha sido herido de gravedad. En Petrogrado han asesinado al camarada Uritski. Camaradas: ¡hemos de vengarnos del enemigo!
¡Cuánto se había vivido y sufrido aquel año, cuánto se había pensado y sentido! Pero todo lo ocurrido hasta entonces parecía ser pálido ante la noticia del atentado contra Vladímir llich.
Iván Dmítrievich Chugurin recorrió la línea del frente, y los combatientes, con lágrimas en los ojos, le decían lo que había que escribir en la resolución.
- Escribe, camarada Chugurin, que ante los pérfidos atentados contra los jefes del proletariado, juramos aniquilar despiadadamente a los bandidos blancos -dijo un soldado rojo.
- Y lo principal: que tomaremos Kazán, agregó otro.
- Y escribe: "Querido camarada Lenin: ¡Que la próxima limpieza del Volga y Siberia de venales asalariados del capital cure sus heridas" -pidió un tercero.
La inquietud no se manifestaba en decaimiento, sino en rabiosa y sombría inspiración. La gente atacaba con rabia, llena de coraje; se efectuaban desembarcos, se enganchaban de los cañones, tirando de las piezas por el resbaladizo barro arcilloso, allí donde se derrengaban los caballos. El ejército ansiaba ya tomar Kazán; pero ahora ardía en deseos de lanzarse al combate.
El tres de septiembre se oyó de la parte de Kazán intenso tiroteo. Creímos que actuaban allí nuestras unidades de desembarco. Resultó que los obreros se habían sublevado en la ciudad. Los blancos consiguieron aplastar la insurrección. Pero su triunfo no fue muy duradero.
Por la noche fui nuevamente de reconocimiento a Nizhni Uslón, En las afueras del pueblo ardían hogueras, vivaqueaban unidades de los blancos. Se veía muchas más fogatas de las necesarias para los soldados que había. Parecía que habían sido prendidas adrede, para dar la impresión de que allí estaban concentradas grandes fuerzas.
Los soldados se hallaban tendidos en el suelo, y contemplaban sombríos el fuego. Eran en su mayoría campesinos pobres y alumnos de liceo movilizados a la fuerza. El mando checoslovaco, previendo la inevitable derrota, retiró a segunda línea a sus fuerzas regulares, colocando bajo el golpe a estas otras, condenadas a perecer.
Algunos días después, en aquel lugar, en los accesos a Nizhni Uslón, nuestros camilleros recogieron agonizante a Govorkov, comandante del destacamento de Súdogda.
El destacamento de Govorkov había estado todo aquel mes a nuestro flanco. Se componía de obreros del vidrio de la vieja fábrica de Súdogda.
Govorkov tenía unos 30 años. Había trabajado en la fábrica desde pequeño; luego combatió en la guerra imperialista. Le gustaba mucho dibujar y, para después de la victoria de la revolución mundial, pensaba estudiar en una escuela de dibujo.
Una bala le había atravesado el pecho. Cuando le desnudaron le encontraron una carta dirigida: "¡A todos! ¡A todos!" Su legado a los camaradas era que se vengaran de los guardias blancos cada uno de la manera que pudiera.
"Esta carta la recibiréis después de mi muerte -escribió-. Para entonces, Govorkov habrá dejado de existir".
El ataque a Uslón fue el comienzo de la ofensiva de nuestras tropas sobre Kazán. Con el fuego de nuestra artillería el enemigo fue arrojado de Uslón y Krásnaia Gorka; con el ataque mancomunado de las tropas soviéticas, en estrecha cooperación con la flotilla del Volga y la aviación, se limpió definitivamente Kazán; nuestros marinos, con audaces operaciones de desembarco, cooperaron al éxito fulminante de las unidades rojas y provocaron la huida del enemigo preso de pánico. Conocí todo esto y muchas cosas más a través de los relatos oídos en el puesto de sanidad cuando recobré el conocimiento después de una contusión.
El puesto de cura de urgencia estaba instalado en una gran isba. Había heridos por todas partes: en bancos, en camastros, en el suelo. El sol entraba de refilón por la ventana. En el vano de la puerta, que se abrió de repente, apareció un soldado, cubierto de barro y de sangre. Se quitó el gorro y gritó:
- ¡Camaradas! ¡Hermanos! ¡Kazán es nuestra! ¡Vamos a Simbirsk!
A mediados de septiembre me enviaron en un convoy sanitario a la retaguardia.
Hacía días de transparente claridad otoñal. Volaban en hileras los gansos salvajes, y se oía el lejano crotorar de las grullas. Una niña con un vestido de colorines que le llegaba a los talones y un pañuelo anudado a la cabeza como las mujeres, les hacía ademanes con su manita para que regresaran en primavera y gritaba con voz sonora: "¡Buen viaje!"
El tren marchaba lentamente. Cuando llegaba a las estaciones trataba de montar en él gente con sacos que gritaba y blasfemaba salvajemente. La guardia lo impedía y los viajeros caían de rodillas, se las ingeniaban para agarrarse a las portezuelas, se metían debajo de los vagones, se subían a los techos y a los topes.
Una noche el tren permaneció parado largo tiempo en un apeadero. Allí no había gente con sacos. Por el andén pasaron dos ferroviarios que llevaban sendos faroles. Uno de ellos decía con voz alegre: "37,2 de temperatura; 90 pulsaciones. La herida cura bien". Se referían al estado de salud de Lenin.
¡Por fin, brillaron a lo lejos las cúpulas de las catedrales! ¡Moscú, Moscú!
Casi a la carrera, a través de toda la ciudad, llegué a mi casa. Mama no estaba allí; se encontraba cumpliendo una misión. Me arreglé en un dos por tres y fui a buscar a los amigos y camaradas. ¡Ay! iUnos habían marchado al frente, otros a distintos lugares!
Afligida y triste deambulé por las calles. En la Mojovaia, junto a los montones de libros viejos que vendían al lado de la Universidad de Moscú, elegía libros un muchacho alto, fornido, vestido con capote de soldado. ¡Dios mío! ¡Era Lionia! ¡Lionia! ¡Lionia Petrovski! ¡Cómo había crecido! ¡Estaba hecho un hombre!
Lionia me llevó a su casa. Acababa de regresar del Frente Sur y soñaba con ingresar en la Academia del Estado Mayor. Teníamos muchas cosas que contarnos.
Grigori Ivánovich Petrovski, el padre de Lionia, era entonces Comisario del Pueblo del Interior. El Comisariado se encontraba en la travesía Nastásinski. Los Petrovski vivían allí mismo, en un edificio del patio, y ocupaban un apartamento de dos pequeñas habitaciones, en las que apenas cabían las camas y las mesas.
La madre de Lionia, Domna Fedótovna, nos pasó a la cocina, nos dio de comer una sabrosisima "kasha" de cebada y nos sirvió té dulce. Comimos, charlamos, nos reímos, recordamos a Petrogrado y el frente. Como siempre, empezamos a discutir por discutir: ¿Qué frente era el mejor? ¿Dónde se reñían los combates más importantes? ¿En qué frente se derrotaría antes a los blancos? ¿En qué país comenzaría la revolución mundial?
Hubiéramos estado discutiendo toda la tarde si Domna Fedótovna no nos hubiera mandado a dar un paseo para que no le estorbásemos. ¿Adónde ir? Llamó nuestra atención un cartel que anunciaba la inauguración del Palacio Obrero Carlos Liebknecht. ¡Vamos!
Era preciso poseer la generosa y espléndida fantasía del primer año de la Revolución para llamar palacio a aquella larga y destartalada cochera en el patio trasero de una sombría casa de ladrillo, cerca de la cárcel Butírskaia. Allí había tan sólo un telón rojo de terciopelo, un par de focos para alumbrar la escena, un tablado a modo de escenario, sillas y unos bancos de madera.
El local se llenó de bote en bote, en lo fundamental, de obreros de las fábricas cercanas. Se veía que la inauguración del Palacio Obrero constituía para ellos un gran acontecimiento. Todos se habían engalanado, cada uno a su manera: unos llevaban la típica camisa rusa de satén color escarlata o azul y cordón de seda, anudado a la cintura; otros vestían terno, o sea chaqueta, pantalón y chaleco; las mujeres llevaban chales de Cachemira. El aire olía a naftalina y a aceite de engrasar máquinas, con el que las elegantes, a falta de otra cosa, se untaban los cabellos.
La inauguración se retrasaba y, en toda la sala, la conversación giraba alrededor del mismo tema: ¡el pan!
Un mes antes, el Soviet de Moscú, debido a la situación de hambre que había, autorizó que todo el que viniera a Moscú pudiera traer pud y medio de grano. Como cabía esperar esto produjo un gran desconcierto. Hubo que abolir la disposición, a la que los especuladores denominaron "voluntad de pud y medio". En torno a esto giraban las conversaciones.
- La abolición es justa -decían unos, y contaban las calamidades que habían soportado en los viajes que hicieron para traer pan-. En los trenes se arma cada jaleo que da miedo recordarlo; llegas a Rtíshevo o a Arzamás y allí te dicen que en varias leguas a la redonda han arramblado con todo. Hay que ir de pueblo en pueblo. Recorres veinte aldeas y no consigues comprar una libra de grano ni de harina. Sólo pueden comprar los especuladores a los kulaks. Y cuando nuestro compañero, el obrero, se dirige al kulak, éste se sonríe socarronamente: vosotros mismos sufrís las consecuencias. "Vuestro dinero no me hace falta; tengo sacos enteros de billetes, de los "kerenskis" y de los "leninskis". Si venís por harina, traed calzado; por un par de botas, si me convienen, quizá os demos un pud de harinita..."
- Bien sabe exprimir el jugo a los pobres -suspiró una mujer que llevaba un pañuelito blanco de percal.
Pero otra, joven, de ojos grandes y boca lasciva rodeada de cáscaras de pipas de girasol, le objetó:
- Pues nosotros hemos tenido suerte en el viaje.
Nadie la apoyó.
- El sistema del pud y medio no ha hecho más que llenar el bolsillo a los burgueses y hacer pasar más hambre a los pobres...
Por fin se descorrió el telón y comenzó la parte oficial. Según la costumbre de entonces, se empezó por dar lectura al parte del estado de salud de Vladímir Ilich. Luego se concedió la palabra al encargado de hacer el "informe sobre la situación actual",
Era de los que entonces se llamaban "informantes con tiburón", porque no podían pasar sin referirse constantemente a los "tiburones" y a las "hidras" del imperialismo mundial.
Embriagado de su propia elocuencia, nuestro informante hablaba por los codos, derrochando larguísimas frases altisonantes:
- Esos tiburones de la tiranía, coronados por la gracia capitalista -exclamaba- los que sobre montones de huesos humanos levantan con cemento amasado con sangre lujosas mansiones, erigen castillos y palacios, beben vino, devoran el pan, mientras que a su lado el obrero se muere de hambre, habita en fríos sótanos, cae muerto a los pies del amo. Y éste se yergue sobre su cuerpo exánime y bebe triunfante vino espumoso a la salud del tirano, y los parásitos gritan con servilismo, abriendo la boca lo más posible: "¡Hurra...!"
Al principio toda esta verborrea era incluso del agrado del auditorio. "¡Qué manera de darle a la lengua!" -decía. Pero luego empezó a cansar a la gente.
- ¡Cuánta palabrería huera! -dijo alguien enfadado.
- Es verdad -le respondieron-, que es una monserga.
Ya no se escuchaba al orador. La atmósfera cargada y el cansancio trajeron las preocupaciones a la mente de la gente. Se hablaba de que el invierno se echaba encima, que no había pan, ni leña para calentarse.
¿Cómo viviremos? ¿Nos salvaremos de ésta?
- Se ve que tiene la tripa llena, a juzgar por cómo raja -dijo una voz maliciosa.
- Estamos cansados de oír la misma canción. Mejor haría con traernos pan -terció otro.
Por fin, el orador resumió. Satisfechos de que hubiera terminado, le aplaudieron.
Corrieron el telón y lo descorrieron nuevamente. Ahora la mesa de la presidencia la habían puesto a un lado y en el centro colocaron un piano de cola.
- ¡Mirad qué cajón -exclamaron en la sala. ¿Qué van a hacer ahora?
Comenzó el concierto. Un joven estrecho de hombros, casi un niño, vestido con un traje que le venía grande, interpretó la Rapsodia número 2 de Liszt, Una cantante interpretó la romanza de Dargomizhski "No nos casaron en la iglesia…" Luego le tocó el turno a un bajo. Hizo reír a todos con la famosa "Pulga" y emocionó con la balada "Ante el voivoda"... Le aplaudieron clamorosamente, igual que a los demás.
El programa lo presentaba el presidente del Soviet de distrito, un hombre vigoroso con manos de martillador. Al anunciar el siguiente número, manifestó:
- Camaradas: ahora va actuar el artista del Teatro de Drama, camarada Darialski...
De una puerta lateral salió un hombre joven, rubio, en smoking, esbelto, elegante y guapo. Salió al proscenio y dijo con profunda voz pectoral:
- Voy a leerles, camaradas, el poema de Alexandr Blok "Los doce".
Le aplaudieron con ganas. ¡"Los doce", pues "Los doce"! Nadie sabía, claro está, de lo que se trataba: el poema de Blok acababa de aparecer y era conocido tan sólo por un círculo muy reducido.
El actor se retiró unos cuantos pasos de la rampa y quedó bajo la brillante luz de los focos. Bajó la cabeza y empezó a decir en tono bajo:
La negra noche...
Luego levantó la cabeza y con voz sonora, más que dijo, cantó;
La blanca nieve…
Ahora mantenía la cabeza erguida, inclinándose ligeramente hacia atrás. En su voz tendida se escuchó el ulular de la nevasca desencadenada:
¡Vi-en-to, vi-en-to!...
El hombre no se tiene en pie...
Poseía una manera de interpretar marcadamente expresiva, silbaba las eses, dejando caer otras palabras con la pesadez le losas.
Ahora, la expresión del actor se había tornado dura. El brazo derecho, doblado a la altura del codo, marcaba ritmo de marcha. Mesuradamente, con solemnidad, pronunció claramente:
De edificio
a edificio
tendido
hay un cable,
En el cable un cartel...
De pronto, echó bruscamente el cuerpo hacia adelante y, levantando la mano, gritó, como si llamara para que le siguieran a un asalto:
¡Todo
el poder
a la Asamblea
Constituyente!
Lo que ocurrió en aquel momento fue algo inenarrable. De un solo impulso, la gente saltó de los asientos; todos se abalanzaron adelante, jadeantes de odio, gritando, bramando: "¡Abajo!" "¡Fuera!" "¡Que lo echen!" Al resplandor de la luz de la escena se vieron fugazmente los rostros llenos de ira y los puños agitándose en el aire.
El presidente salió a la rampa, cubrió con su cuerpo al asustado actor y gritó: "¡Camaradas!" ¡Tranquilidad! ¡No son más que versos!" Pero nadie quería calmarse. Todos en pie, apretaban los puños y, de un extremo a otro de la sala, retumbaban gritos amenazadores: "¡Abajo la Constituyente!", "¡Viva el Poder soviético!", "¡Viva el Consejo de Comisarios del Pueblo!", "¡Viva Lenin!"
En cierta ocasión nuestros muchachos de la Unión de la Juventud armaron un alboroto increíble:
- ¡Es una vergüenza! ¡Pronto será el aniversario de la Revolución y hay que ver lo que está pasando! ¡Como bajo el régimen zarista!
- ¿Qué había ocurrido? ¿Qué pasaba?
- ¡Te imaginas! Por todo Moscú han colgado retratos de burgueses. Jetas mofletudas, lustrosas, con monóculo; y ellos se repantigan y con descaro muestran los dientes a la revolución proletaria.
- ¡No digas tonterías! Eso no puede ser.
- ¿Que no puede ser? ¡Vamos y lo veréis!
Fuimos… En la travesía Stoléshnikov, en la Neglínnaia y en la Tverskaia habían colgado enormes anuncios de cigarrillos "Sir" a todo lo largo de las fachadas. En ellos se veía a un mundano gentleman con monóculo. Fumaba un cigarrillo y arrojaba una bocanada de humo.
- ¿Qué dices ahora?
- Efectivamente, es una vergüenza.
Decidimos ir a protestar al Soviet de Moscú. Nos escucharon con atención, cosa poco frecuente incluso en aquellos tiempos poco burocráticos; tomaron nota de lo que decíamos y prometieron descolgar inmediatamente aquellos carteles o embadurnarlos. Al día siguiente, en efecto, aparecieron en las calles obreros con cubos de pintura. A grandes brochazos liquidaron aquellas fisonomías burguesas y demás anuncios, con el asenso de los espectadores: "Han colgado ahí esa porquería ensuciando toda la ciudad. Puro mercantilismo. ¡Como si a la gente no le hiciera falta otra cosa!"
Durante el mes siguiente, en Moscú, se inauguraron probablemente más monumentos que a todo lo largo de su historia precedente y futura.
Un domingo, precisamente cuando se celebraba el I Congreso del Komsomol, se inauguraron de golpe cuatro monumentos: a Shevchenko, a Koltsov, a Nikitin y a Robespierre.
- ¿A dónde vamos? -se preguntaban los muchachos en la residencia de los delegados al Congreso-. ¿Al de Koltsov? "¡Animo, Sivka!" No, no es de nuestra época. ¿Al de Nikitin? "Me cayeron en suerte tristes canciones...", tampoco nos va. Merece la pena contemplar a Shevchenko, y mejor aún a Robespierre: "El interés del pueblo es el interés común; el interés de los ricos es un interés privado". "Es necesario dotar a los descamisados de armas, pasión, conocimientos. O exterminamos a los enemigos interiores y exteriores de la República, o perecemos con ella". En una palabra: ¡Incorruptible! ¡Vamos, camaradas, al monumento a Robespierre!
Se había decidido erigirlo en el Jardín de Alejandro. Cuando llegamos, el monumento estaba tapado con un trozo de tela y el pedestal rodeado de guirnaldas de flores naturales. Se habían congregado no menos de cinco mil personas. Los representantes de los distritos obreros llegaron portando banderas rojas y coronas de crisantemos blancos y color lila.
Apareció Piotr Guermoguénovich Smidóvich, presidente del Soviet de Moscú. La orquesta interpretó La Marsellesa. Smidóvich tiró de la tela y el monumento a Robespierre quedó descubierto a los presentes. Se concedió la palabra al comunista francés Jacques Sadoul.
Dos meses atrás, Jacques Sadoul era todavía funcionario de la misión militar francesa. Su biografía era poco corriente. Abogado, hijo de una combatiente de la Comuna de París, ingresó siendo muy joven en las filas del Partido Socialista y fue elegido secretario de la federación de dicho partido en el departamento de Vienne. Durante la primera guerra mundial, se adhirió a los social-patriotas, trabajó en el Ministerio de Abastos, siendo la mano derecha del rabioso chovinista Albert Thomas, quien le envió en septiembre de 1917 a la misión francesa en Rusia como hombre capaz de hacer entrar en razón a los obreros rusos y persuadirles de que continuaran siendo carne de cañón para los imperialistas de la Entente.
Cuando Sadoul llegó a Rusia y se entrevistó con Lenin y otros bolcheviques, cuando vio con sus propios ojos la revolución rusa, comenzó a apartarse de las posiciones del social-patriotismo francés. Sus nuevos puntos de vista los expuso en una serie de cartas enviadas a Francia, que luego reunió en un libro bajo el título de ¡Viva la Revolución Proletaria! En agosto de 1918, Sadoul rompió definitivamente con la misión militar francesa e ingresó en el Partido Comunista,
Era un auténtico francés, alegre, vivo, ingenioso, galante. Al pasar junto a él por Moscú, con guerrera y enormes zapatones de soldado, Sadoul inclinaba su elegante figura, te tendía la mano al atravesar la calle, lo que te hacía darte cuenta de repente de que eras una dama.
Jacques Sadoul se encontraba al pie del monumento a Robespierre y dirigiéndose al pueblo ruso pronunciaba un discurso como comunista y como francés.
- La burguesía ha tratado por todos los medios de minimizar la importancia de la Revolución Francesa y deshonrar a Maximiliano Robespierre -decía-. A nadie odiaba tanto como a este honesto y fiel revolucionario. El Poder soviético erige un monumento a Robespierre, mientras que Francia carece de un monumento semejante. La burguesía ha calumniado a Robespierre del misma modo que ahora difama a nuestros jefes. Robespierre sabía que solamente se puede organizar el nuevo régimen destruyendo todo lo viejo. Al ejercer el terror rojo, no era más que un ejecutor de la voluntad del pueblo, cuya ardiente ira expresaba. ¡Viva la Revolución Francesa pasada y futura!
- ¡Hurra! -gritaron alrededor-. ¡Viva la Revolución! ¡Viva el comunismo! ¡Viva el proletariado francés!
La orquesta tocó La Marsellesa. Mantearon a Sadoul, le besaron, la gente le invitaba a su casa.
En unos días se erigieron, poco menos que en todas las plazas de Moscú, monumentos a revolucionarios, poetas y escritores. Sólo unos cuantos estaban fundidos en bronce; la mayoría eran de hormigón, de un hormigón de pésima calidad. En todas las secciones artísticas había entonces camaradas que, no se sabe por qué motivo, veían el camino real del arte proletario en el futurismo. Por tal motivo los monumentos tenían forma de cubos rectangulares, coronados por troncos achatados representando las cabezas. El tiempo, con su acción destructora, terminó de afearlos por completo. Pero a nosotros, aquellas primeras obras de la Revolución nos parecían hermosísimas, y éramos sinceros de verdad al decir llenos de entusiasmo que los monumentos perdurarían en la eternidad.
Todo esto lo miraba de reojo la roña intelectual, de la que Chéjov decía mofándose: "Es muy inteligente, educado, se ha graduado en la Universidad, incluso se lava por detrás de las orejas". Esta roña oía conferencias filosóficas de Shpet, se consideraba admiradora de la escuela fenomenológica de Husserl, aplaudía los "Jalones", a Miliukov, a Struve y a Tugán-Baranovski, asistía a los estrenos de obras de Maeterlink, leía con pasión a Vladímir Soloviov, declamaba los versos de Viacheslav Ivanov; de día visitaba las inauguraciones del "Mundo del arte" y "La Sota de Oros" y terminaba las noches con cupleteras en los reservados del "Yar", Por todo eso suponía que ella, y sólo ella, era la sal de la tierra rusa. No habiendo sabido o podido todavía unirse a Denikin o Kolchak, participaba en la medida de sus fuerzas en los complots contrarrevolucionarios, usaba de sarcasmos y urdía algo.
Esta roña parecía que palpaba los monumentos con su mordaz mirada, percibía su fealdad, descubría las manchas causadas por la humedad, señalaba con el dedo los defectos y grietas del deleznable hormigón y profetizaba triunfante que los monumentos se vendrían abajo rápidamente. Esto era verdad, pero sólo su verdad, la verdad de los parásitos.
¿Y nuestra verdad? ¿En qué consistía? En que el proletariado llamaba a las grandes figuras del pasado a situarse a su lado, en sus filas. Y las más preclaras mentes, los mejores corazones de la humanidad marcharon con la clase obrera al asedio de los bastiones del capitalismo.
Allí donde hay combates, hay víctimas. La noche del 7 de noviembre de 1918 el monumento a Maximiliano Robespierre, alzado junto a la muralla del Kremlin, fue volado por una mano criminal...
Esto sucedió al atardecer, uno de los últimos sábados que precedieron a las fiestas de Octubre. No recuerdo por qué motivo iba yo corriendo por el recinto del Kremlin. De pronto vi a Vladímir Ilich y a Nadiezhda Konstantínovna. Iban agarrados de la mano, se reían, conversaban, miraban de vez en cuando el cielo teñido de los tintes rosáceos del ocaso.
- ¡Ven a tomar té con nosotros! -me gritó Nadiezhda Konstantínovna,
- Con miel -agregó Vladímir Ilich-. Somos miembros del sindicato y por ello nos correspondió.
Por el camino invitaron también a otros camaradas que fueron contentos a casa de los "Ilich".
Tomamos el té en la cocina, exactamente igual que en otros tiempos, en el apartamento de París, en la calle de Marie-Rose. Sobre la mesa había la misma vajilla diversa; el hule estaba también cruzado por una red de arrugas y grietas.
Vladírnir Ilich salía muy poco después de haber sido herido y por ello preguntaba ansiosamente a todos acerca de lo que ocurría en el mundo. ¡Y ya lo creo que había de qué hablar! ¡La primera sesión de la primera Academia de Ciencias Sociales del mundo, el I Congreso del Komsomol y... muchas otras cosas, todas ellas primeras!
Vladímir Ilich escuchaba, hacía preguntas, cruzaba alegres miradas con Nadiezhda Konstantínovna. Se interesaba en particular por lo que hablaba el pueblo, por el obrero de Prójorovka que dijo: "El Poder soviético ha empezado con la bolsa vacía, y, no obstante, aunque sólo sea un cuarterón de pan, ha dado de comer hasta la nueva cosecha"; por una delegada del I Congreso de Obreras, que contaba lo siguiente: "He dejado la carretilla para entregarme por entero al trabajo de organización".
- ¿Eso dijo: "entregarme... al trabajo de organización"? -inquirió de nuevo Vladimir Ilich.
- Sí, así.
- ¡Qué interesante! ¿Verdad, Nadia? ¿Y cómo es esa mujer, joven o vieja?
- De unos 25 años. Tiene tres hijos...
Nadiezhda Konstantínovna sirvió a todos otro vaso de té. Llamaron a la puerta. Era el secretario del Consejo de Comisarios del Pueblo, Nikolái Petróvich Gorbunov. Traía un sobre envuelto en un trozo de seda negra.
- Vladirnir Ilich, ha llegado un camarada de Norteamérica y ha traído esto para usted -dijo.
Vladímir Tlich rasgó la seda con el cuchillo, abrió el sobre y sacó la carta escrita en una hoja de papel fino. En la mesa continuaba la conversación.
De pronto, Nadiezhda Konstantínovna saltó del asiento.
- ¡Volodia! ¿Qué te pasa?
Vladímir Ilich estaba muy pálido, los labios se le pusieron como la cera. Todos dirigieron sus miradas a su hombro izquierdo, en el que se alojaban todavía las balas de los SR. Pero él hizo un signo negativo con la cabeza.
- No, no es nada... Escuchen. Y con voz ahogada empezó a leer:
"San Francisco de California. 4.VII.1918.
Desde la cárcel.
A todos mis camaradas y hermanos obreros de Rusia:
¡Saludo, camaradas, vuestros afanes, vuestra magnífica lucha!
Os saludo, obreros rusos, en medio del infortunio, en los reveses y en vuestro dolor.
Quiero deciros que estoy con todo mí ser a vuestro lado; que en mí, en mi modesta persona, tenéis un sincero y ardiente partidario de vuestra gran causa.
No pasa un solo día sin que piense en vosotros. Vuestros grandes esfuerzos e intensos anhelos trasladan mi imaginación a vuestro lado.
Vuestros sinceros afanes están encaminados a dar auténtica libertad a un gran pueblo mártir.
Trescientos años habéis sufrido vosotros y vuestros abuelos el yugo de una bárbara tiranía.
Esto es suficiente para que os sintáis impulsados directamente al objetivo y bebáis de la cristalina fuente de libertad que poseéis.
Soy partidario vuestro, sigo vuestra senda en la medida que las condiciones de mi vida actual me lo permiten, y estas condiciones son tales que no brindan demasiadas posibilidades para hacerlo que quisiera.
Me causan pena vuestras amarguras, sufro cuando sufrís adversidades, y vuestras victorias me causan júbilo.
Mi situación personal es muy grave; pero esto afecta tan sólo a mi salvación propia. Me interesa mucho más que se salve lo que ha conseguido la clase obrera de Rusia en su lucha. Se ha liberado de la dura esclavitud del pasado, y ahora hace brillantes y magníficos intentos de edificar el nuevo reino de la libertad.
Mi corazón tiende hacia vosotros, hacia la formidable labor que realizáis, hacia vuestro noble empeño.
Deseo que se robustezca aún más vuestro admirable espíritu revolucionario, que imprime su sello a vuestras honestas intenciones y nobles esfuerzos.
La más grande desdicha de mi vida es que no puedo, con vosotros, tomar parte en vuestra gloriosa labor.
Entrego este mensaje a un camarada ruso que regresa a Rusia para unirse a los luchadores rusos en su gran labor.
Lo entrego de propia mano en la 'Bastilla de San Francisco' con la esperanza de que lo recibáis.
Tengo fe y confianza en que la reorganización de vuestra joven economía será coronada por brillantes éxitos.
Os envío desde aquí, desde mi prisión, cordiales felicitaciones y fraternales saludos.
Estoy con vosotros sincera, honrada y fraternalmente, con la causa de la liberación de la esclavitud capitalista.
Tom Mooney".
Vladímir Ilich terminó la lectura. La emoción no dejó hablar a nadie durante largo rato.
- ¿Para qué fecha ha sido fijada la ejecución? -preguntó con voz velada Nadiezhda Konstantinovna.
- Para el 12 de diciembre -respondió Gorbunov.
Tom Mooney, socialista norteamericano, obrero fundidor, adversario de la guerra, había sido calumniado y condenado a muerte por suponer que junto con su amigo Billings había arrojado una bomba durante un desfile militar en San Francisco, en julio de 1916.
Hacía ya más de dos años que los trabajadores del mundo entero, entre ellos los obreros rusos, venían exigiendo la anulación de la condena y la liberación de Mooney.
- ¿Recuerdas, Nadia, que te conté que en el Congreso de la II Internacional, en Copenhague, Tom Mooney y yo paseamos en barca toda una noche por los fiordos? -dijo Vladímir Ilich-, Tom entonó canciones de los obreros norteamericanos y nosotros le enseñamos la Dubínushka.
Vladímir Ilich se levantó, se acercó a la ventana y miró fijamente la difusa oscuridad vespertina; luego se volvió.
- ¡Que sea pronto! -exclamó-. ¡Creo que daría mil veces la vida con tal de que fuera cuanto antes!
Todos comprendieron en lo que estaba pensando: en la victoria de la revolución proletaria en el mundo entero.
Se sentó a la mesa, tomó un vaso, lo mantuvo en sus manos un poco y lo volvió a dejar, sin haber tomado ni un sorbo.
- Voy a trabajar un poco -dijo levantándose.
Nadiezhda Konstantínovna le miró.
- Ve -dijo con suave acento-. Yo también tengo que ir a un asunto.
Me llevó con ella a pie a Jarnóvniki, al albergue infantil de Rukavíshnikov, y hasta bien entrada la noche se ocupó de las calamidades que había allí: la pésima comida, las sábanas rotas, los piojos, la falta de leña y de manuales de estudio…
Cuando Vladímir Ilich, pensando en la revolución mundial, exclamó: "¡Que sea pronto! ¡Creo que daría mil veces la vida con tal de que fuera cuanto antes!", expresó lo que pensaban las mejores mentes de la Rusia de entonces.
Se acercaba el primer aniversario del día en que el Partido del proletariado revolucionario tomó en sus manos el poder, y a través de durísimas pruebas condujo al país por la vía del socialismo. Cada día, a lo largo de este gran año, saturado de tragedia, los obreros y campesinos rusos tenían fijas sus miradas en Occidente, esperando la hora en que estallara allí la revolución socialista.
Al principio sólo llegaba de Occidente el tronar de los cañones de la primera guerra mundial. En la primavera, el ejército alemán pasó a la ofensiva. Las ruidosas victorias de los primeros días se tornaron rápidamente en una derrota casi catastrófica. En septiembre empezó la ofensiva de los ejércitos de la Entente. El frente alemán fue roto, las tropas aliadas rebasaron la línea principal de defensa del enemigo. La fuerza colosal del ejército alemán se desplomaba rápidamente. El 29 de septiembre fue rota la "línea Hindenburg". Ese mismo día capituló Bulgaria y, tras ella, Turquía y Austria-Hungría.
El tiempo pasaba. Y con más y más frecuencia, con el tronar de los cañones, empezaron a filtrarse otros rumores de Occidente: el ruido de los pasos de las manifestaciones obreras, La Internacional, exclamaciones de "¡Abajo la guerra imperialista!", "¡Viva la Revolución rusa!"
La República Soviética estaba cortada de todo el mundo. Para conocer algo de lo que ocurría en Occidente, radistas armados de paciencia, desde estaciones de radio de poca potencia, montadas en el Palacio de Táurida, en Púlkovo, en Moscú, en Penza, trataban día y noche de captar en el éter noticias sobre los combates en Reims y Amiens, los discursos antisoviéticos de Lloyd George y Clemenceau, las huelgas en Alemania, los motines de hambrientos en Bulgaria, las sublevaciones de soldados en el ejército francés, los desórdenes del arroz en el Japón.
Había poco papel, eran insuficientes los periódicos. La gente se apiñaba en las calles, cerca de las vitrinas de los almacenes, donde se colgaban escritas a mano en largas tiras de papel las "Noticias revolucionarias de ROST". Estas noticias se leían en alta voz y, al instante, se comentaban:
-... Yo estuve prisionero en Alemania. Vi lo que el pueblo sufre allí.
-... En cuanto a Austria-Hungría, no tengo la menor duda. Allí el asunto está maduro.
-... Hemos acordado dar al destacamento el nombre de Carlos Marx e ingresar del primero al último.
-... He conocido a los búlgaros. Gente buena y hermosa. Un pueblo orgulloso.
-... Ya es la hora, hermano, ya es la hora... ¡Se acerca el último combate, el combate decisivo!
No pasaba día sin que a la Rusia Soviética llegaran noticias de agitaciones populares en todos los confines del globo terráqueo. Las ondas traían los nombres de más y más lugares, en los que estallaban luchas revolucionarias. Los radistas los confundían a menudo y quienes leían los partes de ROST, trataban de dilucidar el enigma de la "ciudad francesa de Kishamisha" o quién era el "conocido escritor norteamericano Uprosinkler", que resultó ser Upton SincIair.
Pero en los radiogramas alemanes se filtró en cierta ocasión una frase en la que las mentes perspicaces captaron al instante algo muy grave: "En Bulgaria no han ocurrido acontecimientos dignos de mención". Al día siguiente, se supo que los soldados búlgaros abandonaban el frente a millares, que habían formado Soviets de Diputados Soldados, emprendiendo la marcha en dirección a Sofía. En Moscú, gentes que no se conocían de nada unas a otras se daban con alegría apretones de manos y decían: "¡Comienza a ser realidad!"
En los primeros días de octubre, el tiempo enfrió de repente. Una tarde, al salir de una reunión de la juventud, quedamos sorprendidos al ver que mientras habíamos estado discutiendo y cantando, la nieve lo había cubierto todo con su blanco manto.
- ¡Qué formidable! ¡Cuando hace frío y se es joven se sienten deseos de cantar!
Agarrados unos a otros fuimos en hilera marcando anchos pasos, entonando una canción que habíamos compuesto durante nuestra reunión:
Nuestra hoguera en la niebla alumbra,
Por todas partes la Revolución,
No quebrantarán el poder de los trabajadores,
Si todos vamos juntos a la lucha...
Nuestra hoguera arde y brilla,
Las chispas lejos vuelan audaces.
Y los obreros en Occidente
Revoluciones hacen...
Cerca de la Puerta de Petrovski nos llamó un soldado rojo.
Tiritando de frío hacía guardia ante una panadería.
- ¿Tenéis un poco de tabaco, camaradas?
Encontramos tabaco.
Liamos un grueso cigarrillo, encendimos una cerilla. El soldado rojo dio una larga chupada; luego, preguntó:
- ¿Qué tal, por allá?
- ¿Por dónde?
- En Bulgaria.
- En Bulgaria están bien. Ha volado la corona de la cabeza del rey y mañana le volará también la cabeza de los hombros.
- ¿Y qué hay de los austríacos?
- También se alzan los austríacos, los turcos y los alemanes. ¡Cada vez se atiza más el incendio mundial!
Seguimos adelante.
Pasará la noche, y al despuntar la mañana
Las armas tenemos que forjar,
Para que el poder del capital
En el mundo no exista más...
Los que aquellos días se hallaban en las fábricas y talleres, quienes hablaban con los obreros y soldados rojos, señalaban unánimemente el estado de ánimo triunfal, lleno de orgullo, que embargaba al pueblo. Los trascendentales acontecimientos históricos confirmaron plenamente que era justo el camino elegido. La gente veía que los duros sacrificios y privaciones que soportó aquel año no fueron vanos. Sabía que tenía que afrontar todavía no pocas tormentas, grandes tempestades, pero miraba al futuro con tranquilidad y segura de sus fuerzas.
- Ahora nuestra causa es sólo una: la de vencer -dijo en un mitin en la fábrica Bromley uno de los más viejos obreros. Sus palabras se ahogaron entre atronadores aplausos.
Los acontecimientos continuaban desarrollándose. Carlos Liebknecht fue liberado de presidio... En Viena y Budapest se formaron Soviets de Diputados Obreros y Soldados... Los marinos sublevados mataron al dictador húngaro Tisza... En Bulgaria fue proclamada la República. El fantasma de la revolución recorría Alemania...
En el mundo hubo poca gente que lo pasara más duro que los obreros rusos de entonces: a lo largo de muchos meses recibían un cuarterón al día e incluso medio cuarterón de un pan que parecía arcilla mezclada con paja, y una cola de sardina para cuatro personas. Y a pesar de ello, cada noticia de los éxitos de la lucha revolucionaria del proletariado mundial suscitaba manifestaciones de masas y mítines en todo el país.
La plaza situada delante del Soviet de Moscú bullía constantemente. A una columna de manifestantes le seguía otra. Los acordes de la orquesta que se alejaba se confundían con los de la que se iba acercando. En un extremo de la plaza, cantaban las últimas estrofas de La Internacional, y en el otro confín, empezaban a escucharse las primeras.
Se aproximaban los festejos del primer aniversario de Octubre. En toda la ciudad se oía el martilleo; se clavaban carteles, banderas, cuadros, retratos. Por la noche resonaba el tintineo de los tranvías que transportaban patatas; las repartían entre la población a través de los comités de vecinos. En los escaparates de las tiendas se montaban exposiciones: "La Tierra y los planetas", "Anatomía humana", "¿Existen Dios y el espíritu?" En el edificio de la antigua Duma del Estado, al lado de la capilla de Nuestra Señora de Iver aparecieron, labradas en piedra, las palabras de Marx: "La religión es el opio del pueblo". Habían pintado el Monasterio de la Pasión y los tenderetes de madera en Ojotni Riad con abigarradas figuras y letreros que decían: "El que no trabaja, no come".
Por todas partes estaban reunidas comisiones que confeccionaban el programa de los festejos. Un camarada con los cabellos revueltos nos dijo, en nombre de la Sección de Artes Plásticas del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, que existía el propósito de dividir las fiestas en tres partes: la lucha, la victoria y el júbilo de la victoria.
- Al principio, culmina el estado de ánimo de las masas -decía sacudiendo su revuelta cabellera-, luego, llega a su apogeo y, como resultado, desemboca en el júbilo...
El Soviet de Moscú tomó el acuerdo de hacer lo posible para suministrar una comida el 7 de noviembre a toda la población trabajadora de Moscú: pan, sopa de coles con carne o pescado. Y dos vasos de té con azúcar.
Se acordó distribuir a toda la población civil, sin distinción de clases, a razón de dos libras de pan, dos libras de pescado, media libra de mantequilla y otra media de confitura. Y sucedió algo inaudito: nosotros, que nos pronunciábamos con tanta pasión contra los mencheviques, defendiendo la necesidad de implantar un racionamiento de cIase, nos sentíamos felices de que, en la gran fecha del 7 de noviembre, recibieran productos alimenticios todos sin excepción y en cantidades iguales. ¡Aquello era el prototipo de las futuras victorias del socialismo!
Y llegó el 6 de noviembre. Exactamente al mediodía se oyó el sonido prolongado de las sirenas de las fábricas de Moscú. La vida laboral de la capital quedó paralizada. El gentío llenaba las calles y, expresándose con el lenguaje del camarada de la Sección de Artes Plásticas del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, "culminaba" sin darse cuenta de los sentimientos que le embargaban: de lucha, de victoria o de júbilo de la victoria.
Por la noche se encendieron las iluminaciones. En la Plaza Roja hablaban los oradores desde el lugar donde se erigía el antiguo patíbulo. Luego, se prendió fuego allí a un pelele que simbolizaba el viejo mundo.
A las tres de la tarde se abrió el VI Congreso Extraordinario de los Soviets, que coincidió con el aniversario de la Revolución de Octubre. La sala del Gran Teatro fue revestida de rojo y de la araña central pendían guirnaldas y cintas con inscripciones "¡Viva la alianza de los obreros y los campesinos pobres!", "¡La Revolución es la fuerza motriz de la historia!"
En aquel Congreso, ¡por primera vez!, no había ni "izquierdas" ni "derechas". De un extremo a otro, ocupaban la sala los bolcheviques. La escena tenía montadas las decoraciones de la Cámara de las Facetas, de la ópera Borís Godunov.
Al invitar a los camaradas a pasar desde bastidores para ocupar su puesto en la presidencia, Sverdlov dijo riendo:... "¡Pasen, camaradas boyardos!"
Pronunció unas palabras de apertura del Congreso. Al hacerse el silencio, comenzó con la frase: "Se concede la palabra..."
Después ya no se oyó nada; tal fue el entusiasmo que se apoderó de la sala. Respondiendo al ambiente, en los cinco pisos se encendieron más lámparas.
Vladímir Ilich se levantó de las filas traseras de la presidencia, se dirigió a la tribuna, desdobló sus cuartillas, sacó el reloj, miró la hora y empezó a hablar...
Su discurso fue interrumpido reiteradas veces por los aplausos; al final, la sala estalló en una clamorosa ovación que parecía no tener fin.
Con una nueva ovación fueron acogidos los telegramas de Liebknecht, Mehring y del grupo "Espartaco" recibidos por el Congreso. "¡Vuestra lucha es la nuestra! -escribían los camaradas-. ¡Vuestra victoria es nuestra victoria! ¡Que la fortuna os acompañe en todas las tempestades del presente y del futuro!" "¡La República Soviética Rusa se ha convertido en bandera de la Internacional en lucha! -decía el telegrama de Carlos Liebknecht-. ¡Ella inspira a los demás, infunde valor a los vacilantes, decuplica la audacia y la decisión de todos! Está rodeada de calumnias y odio, pero, por encima de los torrentes de lodo, se eleva la gran obra de la gigantesca energía y de los más nobles ideales, el nuevo mundo, un mundo mejor que comienza".
Al llegar la noche, se encendieron castillos de fuegos artificiales. En el edificio del Teatro de Opera Zimin (posteriormente Filial del Gran Teatro) se representaba la ópera de Beethoven Fidelio. El director, Fiódor Komissarzhevski, puso en escena el espectáculo de manera que lo que ocurría en la escena se entrelazaba con el presente. Ante los emocionados espectadores desfilaron las escenas de los presos políticos, del asesinato del tirano; la escena en que el pueblo sublevado libera a Florestán, su jefe, a quien el criminal gobernador Pizarro había arrojado a la prisión. El héroe de la ópera saludó a los presentes pronunciando unas palabras que terminaban con el llamamiento: "¡Paz a las cabañas, guerra a los palacios!" Al final, los personajes, al unísono con la sala, cantaron La Internacional.
El 7 de noviembre fue un día despejado, con un sol resplandeciente. Empezó con la inauguración por Lenin del monumento a Marx y Engels en la Plaza de la Revolución. Desde allí, se trasladó a la Plaza Roja con todos los delegados al Congreso de los Soviets. Todos se situaron al lado de la lápida conmemorativa, cubierta de seda roja, en memoria de las víctimas de la Revolución de Octubre. Sverdlov anunció que se había encomendado descubrir la lápida al hombre más querido y entrañable de todos: ¡al camarada Lenin!
Vladímir Ilich cortó con la tijera el precinto, cayó la tela, y ante los presentes apareció una blanca figura alada que sostenía una palma con la inscripción: "A los caídos en la lucha por la paz y la fraternidad de los pueblos".
Se inclinaron las banderas, se oyeron los acordes de una marcha fúnebre, todos se descubrieron.
- Camaradas -dijo Lenin en su discurso-: inauguramos un monumento a los combatientes de vanguardia de la Revolución de Octubre de 1917. Los mejores trabajadores ofrendaron su vida, iniciando el alzamiento para liberar del imperialismo a los pueblos, para que cesen las guerras entre los pueblos, para acabar con el dominio del capital, en aras del socialismo... Honremos la memoria de los luchadores de Octubre, jurando al pie de este monumento que seguiremos su camino y secundaremos su valentía y su heroísmo. Que su consigna sea la nuestra, la consigna de los obreros insurgentes de todos los países. Esta consigna es "la victoria o la muerte".
Y toda la plaza repitió como un eco las palabras de Lenin: "¡la victoria o la muerte!"
Siempre había visto a Sverdlov ágil, impetuoso, rápido. Pero en los días de noviembre de 1918, no parecía que andaba sino que volaba, sin sentir la tierra bajo sus pies. En un día se las arreglaba para estar en diez sitios: presidir el CEC de toda Rusia, asistir a la sesión del Consejo de Comisarios del Pueblo, hablar en un mitin en un cuartel de soldados rojos, recibir a los campesinos de la provincia de Tambov, conversar con un grupo de comunistas que se dirigían al Frente Sur, arreglar el ingreso de un camarada enfermo en un sanatorio, estudiar a fondo -subrayándolo a lápiz- un nuevo articulo de Lenin y resolver otros mil asuntos.
¿Cuándo dormía? ¿Es que acaso dormía? En cada uno de sus movimientos se percibía una energía indomable. De ordinario comedido, tan cuidadoso, ahora todo lo hacía con ruidoso júbilo.
- ¡Hay que ver lo que está pasando! -exclamaba-. Y todo esto no es mito ni fantasía, sino la más pura realidad. ¡Y qué pueblo el nuestro! ¡Es de oro! ¡Maravillosas cualidades humanas las suyas!
En cierta ocasión vinieron a verle Peterson, comisario de la división de tiradores letona, y Berzin, comandante de un grupo de artillería, el mismo a quien Lockhart, enviado inglés en Rusia, había propuesto que se adhiriera al complot contrarrevolucionario, ayudando a derribar al Gobierno soviético y matar a Lenin y a Sverdlov, prometiéndole a cambio cinco o seis millones de rublos zaristas.
Berzin dio una respuesta evasiva y al instante informó del asunto a Peters, miembro de la dirección de la Cheka. A indicación de Peters, Berzin aparentó aceptarlo todo, se entrevistó varias veces con Lockhart, con el cónsul general francés, Grenar, con Colomatiano, ex cónsul general norteamericano, y de este modo penetró en el centro del complot, conoció a sus partícipes, recibió de Lockhart un millón y pico a cuenta de lo prometido y... ¡Lo entregó todo a la Cheka!
Yo vi el dinero cuando Peterson y Berzin lo trajeron para mostrarlo a Sverdlov. Estaba metido en un saco gris de lienzo. Peterson lo traía a la espalda, como se cargan los sacos de patatas. Desató la cuerda que sujetaba la boca del saco y volcó sobre el diván un montón de paquetes manoseados. Según dijo Lockhart este dinero había sido reunido para el complot "por gente rusa rica" a cambio de cheques, que debía pagar posteriormente el Gobierno inglés.
Sverdlov tomó un trozo de periódico, se acercó al diván en que estaba el millón y, protegiéndose la mano con el papel, agarró un paquete, a fin de examinar más de cerca el dinero con sus ojos miopes.
- Repugna tomarlo con las manos -dijo.
El complot de Lockhart fue liquidado. Algunos confabulados lograron escabullirse; a los restantes se les arrestó, entregándolos a los tribunales. Por el rostro de Berzin vagaba una sonrisa entre turbada y feliz.
- ¡El imbécil de Lockhart! -dijo Yákov Mijáilovich, mirando a Berzin-. ¡A quién fue a reclutar!
A comienzos de noviembre, Sverdlov marchó para unos días a Petrogrado a fin de asistir al Congreso de campesinos pobres. Regresó contento y animado hasta más no poder. Estaba siempre dispuesto a contar y recontar decenas de veces lo que sucedió allí.
Incluso en los tiempos en que se celebró, tan abundantes en prodigios, el Congreso parecía un milagro. En lugar de los cinco o seis mil delegados que se esperaba vinieron más de diez mil. Se habilitó para el Congreso el Palacio de Invierno, pero la mansión de los zares resultó pequeña, y la primera sesión se celebró al aire libre, en la Plaza de Uritski. Luega sesionó en la Casa del Pueblo, en las dos salas simultáneamente. El Congreso acordó organizar regimientos modelo de pobres del campo para los que cada comité campesino destacaría a dos hombres, los más fuertes y dignos de ello. Con gran entusiasmo, el Congreso eligió una delegación para enviarla a Alemania y Austria, incorporando a la misma a Máximo Gorki. La delegación debía transmitir a los obreros alemanes y austríacos un saludo de los campesinos pobres de Rusia. Hay que conocer la Rusia de entonces para tener una idea de lo mucho que habían avanzado, en un solo año de revolución socialista, los mujiks de Pskov, Olonets, Nóvgorod y Cherepovets, reunidos en aquel congreso.
Entre tanto, la situación en Alemania se hacía más tensa cada día. Era evidente que en fecha próxima se producirían acontecimientos decisivos. Todos soñaban con que la revolución en Alemania se produjera el 7 de noviembre, el mismo día que en Rusia.
En la víspera de la fiesta se captó un radiograma concerniente a una insurrección de marinos en Kiel. Al día siguiente se supo que se habían formado los primeros Soviets en Alemania. En todo el país se exigía el derrocamiento de la monarquía de Guillermo y la firma inmediata de la paz.
Poco antes de esto, la socialdemocracia alemana hizo un desesperado intento de salvar la monarquía Philipp Scheidemann, uno de los líderes del partido socialdemócrata, pasó a formar parte del Gobierno. Pero nadie podía detener la tempestad revolucionaria que se venía encima.
La emisora de Moscú recibió la orden de transmitir inmediatamente a Lenin y Sverdlov cualquier radiograma importante que consiguiera captar.
El nueve de noviembre, un ciclista trajo al Gran Teatro, donde se celebraba el VI Congreso de los Soviets, una información transmitida por radio Londres, en la que se decía que en Berlín se había declarado la huelga general. Ante el Palacio Imperial se había reunido una multitud obrera y Liebknecht había proclamado a Alemania República socialista. La noticia fue acogida con tan estruendosa ovación que en lo alto de la sala osciló la gran araña de cristal.
Una hora después llegó otro ciclista. Traía nuevas noticias: Philipp Scheidemann, el ex ministro del Gobierno del Kaiser, había proclamado desde una ventana del Reichstag la "República Democrática Alemana Libre".
Al leer este radiograma, Vladímir Ilich se puso sombrío.
- Si la gallina imita al gallo no augura nada bueno -dijo.
Todos vivían en la anhelante espera de lo que iba a suceder. Se sentía la impresión de que habían vuelto los tiempos del Smolny.
Cuando llegué al trabajo, la mañana del 10 de noviembre, Sverdlov se encontraba ya en su despacho. Estaba sentado a la mesa, echando un vistazo a la correspondencia que se había acumulado durante las fiestas; pero cada cuarto de hora llamaba por teléfono a la estación de radio y a ROST, en demanda de nuevas noticias. No las había. Finalmente, no pudiendo contenerse, dejó la pluma y empezó a pasearse por la habitación, como hacen las personas que han estado largo tiempo en la cárcel: de un ángulo al otro.
- No puedo trabajar -dijo, y empezó a leer en voz alta Cuento de invierno. Reine era su poeta preferido. Yákov Mijáilovich leía de memoria los versos en alemán.
Ein neues Lied, ein besseres Lied,
O Freunde, will ich euch dichten...
... Una nueva canción, la mejor canción
Empezamos ahora, amigos:
Un cielo de la Tierra haremos,
Y será nuestro paraíso.
¡Dadnos la felicidad en vida!
¡Basta de lágrimas y tormentos!
Ya las manos laboriosas
No alimentarán la barriga del perezoso.
Y habrá pan para todos...
Se detuvo en la estrofa "Es wächst hienieden Brot genug...", luego silbó y dijo:
- Brot... pan... Y si...
Se dirigió rápido al teléfono, pidió que conectaran con el despacho de Lenin.
- ¡Vladímir Ilich! iVladímir Ilich! ¿Y si pruebo a llamar por el teléfono directo a Liebknecht? ¿Sí?... ¡Voy!
Regresó a las dos horas. Sus inteligentes ojos negros sonreían; llevaba la gorra echada hacia la nuca, el cuello de la cazadora desabrochado. Acababa de hablar con Berlín por el Hughes, El empleado de servicio en el Ministerio de Asuntos Extranjeros de Alemania, al saber que llamaba Moscú, hizo intentos de eludir la conversación, pero Sverdlov exigió que inmediatamente buscara a Liebknecht y le trajera al aparato. A la media hora, el empleado se acercó de nuevo al aparato y comenzó a disculparse: era imposible encontrar a Liebknecht por intervenir en mítines en diversos distritos de Berlín.
... Estos detalles no los conocí de pronto. Cuando Sverdlov llegó de la Central de Telégrafos, se puso inmediatamente al teléfono oficial, enlazó con Tsiurupa, Comisario del Pueblo de Abastos y le dijo:
- ¡Alexandr Dmítrievich! ¡Por fin le encuentro! ¿Cómo anda el asunto del pan? ¡Envié sin dilación el primer convoy a Berlín!
¡Pan! ¡Pan para los trabajadores alemanes!
Cuando comenzaron a desarrollarse los acontecimientos en Alemania, Vladímir Ilich, no restablecido todavía de la herida, por prescripción facultativa, vivía fuera de la ciudad. La forzada ociosidad le atormentaba, y quería ir a toda costa a Moscú. El uno de octubre escribió una nota a Sverdlov en la que proponía convocar para el día siguiente una sesión conjunta del CEC de toda Rusia, el Soviet de Moscú y las organizaciones obreras, a fin de adoptar medidas prácticas para ayudar al proletariado alemán.
"...Convoque la reunión para el miércoles a las 2 -escribió Vladímir Ilich al final de la carta-. ...Concédame un cuarto de hora para la apertura; iré y regresaré de nuevo. Mañana por la mañana envíe un coche a que me recoja, (por teléfono diga solamente: de acuerdo).
Saludos, Lenin".
Nadiezhda Konstantínovna Krúpskaia habla en sus recuerdos del vivo deseo que tenía Vladímir Ilich de hablar en aquella reunión.
"Ilich no obtuvo el consentimiento para desplazarse, a pesar de su apasionado ruego en este sentido, pues cuidaban rigurosamente de su salud. La sesión conjunta se convocó para el día 3, jueves, y el día 2, miércoles, Ilich escribió una carta a la reunión...
Ilich sabía que no enviarían el coche a recogerle, y de todos modos permaneció aquel día sentado junto a la carretera y esperó... "¡A lo mejor lo envían!"... "
En esta carta, que fue leída en la sesión conjunta del CEC de toda Rusia y de los representantes de los trabajadores de Moscú, Vladimir Ilich Lenin llamaba a los obreros y campesinos rusos a poner en tensión todas las fuerzas para ayudar a los trabajadores alemanes en las duras pruebas que se avecinaban, a decuplicar los esfuerzos para acopiar grano y crear en cada elevador una reserva destinada a la ayuda a los obreros alemanes, si las circunstancias de la lucha para liberarse del imperialismo les colocaban en una situación difícil.
"Demostremos que el obrero ruso sabe trabajar con redoblada energía, luchar y morir con mayor abnegación, aun cuando se trate no sólo de la revolución rusa, sino también de la revolución obrera internacional" -escribía Vladímir Ilich.
¡La clase obrera y los campesinos rusos respondieron a Lenin como siempre!
El pueblo, atormentado por la guerra, por la desorganización, el hambre, la intervención y las sublevaciones contrarrevolucionarias, decidió sin vacilar compartir su pan con el pueblo alemán.
En todas partes se acordó compartir los víveres: Petrogrado hambriento, Kostromá sin pan, Yaroslavl en ruinas.
- Nuestro deber, camaradas, consiste en ayudar a los obreros alemanes, en último extremo a cuenta de la patria socialista, con el pedazo de pan que tal vez tengamos que arrancar al kulak con el fusil -dijo en un mitin un obrero de la fábrica "Dux".
- Compartiremos con vosotros el último pedazo de pan, hermanos proletarios alemanes -declaró el Soviet de Petrogrado.
Por los campos rusos, cubiertos con las primeras nieves, se arrastraban los convoyes de los mujiks con sacos de cereal. Las banderas rojas anunciaban que el grano iba destinado al fondo Lenin, al fondo Liebknecht, al fondo de la revolución mundial.
No faltaron, naturalmente, los que entonces llamábamos "protestones".
- ¡Nosotros mismos estamos hambrientos! ¡No tenemos qué echarnos a la boca, estamos a punto de hincar el pico y los bolcheviques mandan el último pan que nos queda a los alemanes!
Tuve ocasión de escuchar semejantes juicios durante un mitin en la fábrica Giraud. Mas en aquel momento subió a la tribuna una obrera ya entrada en años.
- Yo, mujeres, hablo como madre. Aunque una madre pase hambre dará de comer a sus hijos. ¡Y nuestra Rusia es ahora la madre de todas las revoluciones! ¿Acaso el pueblo ruso va a dejar de preocuparse de toda su familia para pensar solamente en su panza?
En los elevadores se formaban reservas de harina y cereal. El pueblo recogía pan negro de centeno y lo secaba, convirtiéndolo en galleta.
¡Pan duro y negro! Lo traían en pequeñas porciones a los comités distritales del Partido y del Komsomol, a los Sindicatos y Comités de Fábrica; llegaba envuelto en un trapo blanco y lo colocaban cuidadosamente sobre la mesa, para que no se desperdiciara ni una de sus valiosas migajas.
¡Cuántas cosas podría contar cada uno de aquellos trozos de pan duro y seco! Una delgada barra negra y seca, de forma geométrica regular. Es una ración de un cuarterón partida por la mitad. Otro pedazo, seco, con un lado casi redondo, fue alguna vez el cantero de un pan. Este pan no se cuece en Moscú, procede de la aldea. Puede ser que quien lo trajo a Moscú tuviera que pasar más de una noche colgado del estribo o apretujarse contra el techo de hierro del vagón. Otro pedazo de pan seco es un poco más claro que los demás. Es el que corresponde a las cartillas de racionamiento infantil. ¿Quién lo habría traído: una madre o un hijo? Esta es una tortita de avena; cada tres días dan avena en lugar de pan por los cupones de las cartillas.
El pan duro y negro, una vez reunido, se empaquetaba en cucuruchos, se ataba con bramante y se colocaba en armarios. Allí debía esperar hasta que hubiera posibilidad de enviarlo para socorrer a los hermanos de otro país.
¡...Aquel era el pan, el pan sagrado, que la Rusia hambrienta enviaba a los trabajadores de Alemania!
Los dos primeros convoyes para Alemania fueron enviados por el Gobierno soviético el 11 de noviembre. En la estación de mercancías de Alejandro (ahora de Bielorrusia) se preparaban nuevos convoyes. Además de la harina, se cargaban sacos de pan duro y negro.
Acompañaban los convoyes delegaciones de trabajadores de la Rusia Soviética. Fui incorporada a una de las delegaciones y se me encargó transmitir un saludo del Komsomol ruso a la juventud obrera alemana. Los camaradas me envidiaban, aunque no demasiado: todos estaban convencidos de que de un día para otro irían también a Berlín para luchar por una Alemania socialista libre.
Mientras tanto, todos estudiaban alemán. Las librerías de ocasión juntó a la muralla de Kitáigorod en unos días vendieron todos los manuales existentes. Con frecuencia, al llegar por la tarde al Comité del Komsomol, solía verse a algún muchachillo flacucho, con el tupé revuelto, el fusil colocado entre las rodillas, aprendiendo de memoria frases alemanas, a cual más absurdas, como los famosos diálogos del manual autodidacta Margot:
"¿Niños, qué ruido es ése de la habitación contigua?" "Es nuestro tío, que está comiendo queso".
Yo también necesitaba aprender alemán, y resolví pedir ayuda a una dama menchevizada que me daba lecciones cuando mama y yo vivíamos exiladas en Ekaterinburgo. Después de escucharme, la dama preguntó con retintín:
- ¿Y para qué te hace falta estudiar el idioma alemán? Tú ya sabrás decir todo lo que te haga falta.
Y subrayando un grosero acento ruso pronunció unas cuantas frases: "Wer ist Kautsky?" - "Kautsky ist Renegat" - "Und wer ist der echte Marxist?" - "Lenin ist der echte Marxist" .
(La obra de Lenin La revolución proletaria y el renegado Kautsky no se había publicado aún, pero Pravda insertó un artículo con ese título de Vladímir Ilich, en el que daba a Kautsky los calificativos de renegado y de lacayo, y ponía al desnudo su apostasía del marxismo revolucionario. Hay que conocer el respeto que sentían los mencheviques rusos por Kautsky, este "Papa" de la II Internacional, para comprender la indignación de la dama menchevizada.)
Por supuesto que las lecciones de alemán no dieron resultado alguno.
El 13 de noviembre se celebró en el "Metropol" la primera sesión del Comité Ejecutivo Central de toda Rusia, de la sexta legislatura. Se aprobó una disposición que anulaba el tratado de paz de Brest-Litovsk,
Ya al abrirse la sesión se percibía la excitación que reinaba entre los presentes. Los ojos brillaban y las sonrisas iluminaban los rostros; se cruzaban efusivos apretones de manos y se hablaba a media voz.
Había, transcurrido menos de un año desde que Vladímir Ilich Lenin, con el arrojo político que le caracterizaba, propuso concertar a toda costa la paz con Alemania del Kaiser. La prensa burguesa le denigró con este motivo. Los llamados "izquierdistas" vociferaban histéricamente: "Mejor es perecer en combate desigual que seguir viviendo a costa de una oprobiosa paz con el vampiro". Pero nada pudo hacer vacilar la serena decisión leninista de no aceptar combate cuando éste es ventajoso solamente para el enemigo. Había que conseguir una tregua. Era necesario acumular fuerzas. Ganar tiempo, cediendo terreno, puesto que el tiempo obraría a nuestro favor.
Y la historia había demostrado palpablemente toda la sagacidad del gran jefe de la revolución proletaria. La Alemania del Kaiser había caído; en el edificio de la embajada alemana, en la travesía Dénezhnaia, en Moscú, sobre el que la víspera ondeara todavía el estandarte imperial, flameaba la bandera roja; la había enarbolado el Soviet Alemán de Diputados Obreros y Soldados, formado por los prisioneros alemanes que se hallaban en Rusia.
Aquellos días se encontraban con frecuencia en las calles de Moscú soldados alemanes y austríacos ex prisioneros que regresaban a la patria. Siempre les rodeaba una multitud de simpatizantes. Cada uno trataba de explicarles como podía las ideas de la revolución rusa. Unos lo hacían mediante palabras: "Tú, hermano, deshazte de los burgueses y escucha a los bolcheviques. Bolchevique es bueno y menchevique es malo. El menchevique ante el bolchevique es como un piojo ante un halcón". Otros recurrían a las gesticulaciones y la mímica: "¡Lenin es así! -decía un agitador voluntario, estirándose todo él y levantando la mano lo más que podía-. ¡Y Scheidemann y Kautsky son así!" -y agachándose, bajaba la mano casi a ras del suelo.
Los soldados alemanes escuchaban cohibidos, con timidez; luego se animaban, empezaban a hablar, queriendo explicar algo a los que les rodeaban, se arrancaban unos a otros los galones y, sonriendo con gesto infantil, se ponían en lugar de las escarapelas del Kaiser estrellitas rojas que de buena gana les daban nuestros soldados rojos.
Sverdlov habló al final de la sesión del Comité Ejecutivo Central de toda Rusia, en la que se anuló el tratado de Brest-Litovsk.
- Permítanme comunicar -dijo alegremente- que usurpé un poco del poder del CEC de toda Rusia, cuando de conformidad con la voluntad palmariamente expresada por el VI Congreso de los Soviets, dispuse enviar cincuenta vagones de cereal a Alemania. No abrigo duda de que no condenaréis mi acción.
- ¡Envie más! -se oyó gritar desde los asientos. Y la asamblea estalló en una tempestad de aplausos.
Unos días después, una nublada mañana de noviembre, partía de la estación de Alejandro en dirección a Occidente otro convoy cargado de cereales. Llevaba 14 vagones de harina y uno de pan duro y negro. En este vagón se puso un cartel en tela roja con inscripciones en ruso y en alemán: "El proletariado de Moscú, a los camaradas y hermanos, los obreros alemanes".
A la cola del tren engancharon un vagón de viajeros al que se bautizó con el nombre de "El Arca de Noé". En él iba la gente más diversa: la guardia de soldados rojos, delegados de los obreros de Moscú, comunistas alemanes, austríacos, checos y húngaros que regresaban a su patria, camaradas franceses, ingleses y norteamericanos que habían resuelto abrirse paso a través de Alemania al Frente de Occidente para hacer agitación entre las tropas aliadas.
Todo el camino fuimos cantando "Stepán Razin", "La Carmañola", la balada de John-Grano de Cebada, y una canción alemana de la época de la revolución del 1848 que se refería a Lola Montes, la favorita de Luís de Baviera, a la guillotina y a la República mundial. Actuaban también solistas. Según la costumbre de los obreros ingleses, acompañábamos a cada uno de ellos con unánimes exclamaciones: "¡Por Dios, que porquería canta!"
Pero nuestra alegría era sólo exterior y no podía acallar la inquietud que todos sentíamos por el futuro de Alemania. El socialdemócrata Fritz Ebert, Presidente del nuevo Gobierno alemán, del llamado "Consejo de plenipotenciarios del pueblo", prohibió que se armara a los obreros. Haase, jefe del Partido Socialdemócrata Independiente, que entró a formar parte del Gobierno de Ebert, peroraba en el sentido de que, "cuando las condiciones lo permitieran, el socialismo podría implantarse sin convulsiones en Alemania". El Gobierno de Ebert se negó a permitir que entrara de nuevo en Berlín la legación diplomática de la Rusia Soviética, expulsada de Alemania por Philipp Scheídemann en vísperas de la Revolución de noviembre. Al tercer día de viaje, nuestro convoy dejó atrás Smolensk. Cuando faltaba poco para llegar a Orsha, contemplamos un horrendo espectáculo: a lo largo de la vía, en dirección opuesta a la que nevábamos -de Oeste a Este- iba una compacta hilera negra de gentes harapientas, demacradas, con mochilas y sacos al hombro. Arrastraban fatigosamente las piernas. Ocultaban en las mangas sus manos ateridas de frío; sus rostros estaban ennegrecidos. De vez en cuando, uno caía y se quedaba en la nieve. A veces, entre el abrumador silencio, se escuchaba la salvaje risotada de un loco. Cuando nuestro convoy llegó a la altura de ellos, nos tendieron las manos, implorando un pedazo de pan.
Eran prisioneros de guerra rusos, que regresaban de los campos alemanes y austríacos. A raíz de la revolución las puertas de los campos fueron abiertas y dejaron marchar a los prisioneros. Y miles, decenas de miles de ellos caminaban ahora por Rusia, pensando solamente en llegar a casa.
Cerca del siguiente apeadero ardían las hogueras; alrededor se veía sentados o tumbados a los prisioneros de guerra. Constantemente negaba más gente. Se quitaban la ropa raída, sacudianse los insectos en el fuego y, se tumbaban allí mismo, en tierra. Las vías de la estación estaban repletas de vagones con inscripciones en alemán: "Para oficiales alemanes" y "Para soldados alemanes".
Nuestro tren llegó a Orsha muy de noche. El jefe del convoy fue a buscar al jefe local para recibir indicaciones. Anduvo durante dos horas. Regresó con el ceño fruncido y de mal talante.
- ¡Menuda novedad! -dijo-. Los alemanes no admiten nuestro pan, lo rechazan.
- ¿Cómo es eso? ¡No puede ser!
Nos contó que apartados en unas vías no lejos de la nuestra, se encontraban los primeros trenes con trigo que habíamos enviado a Alemania. Cuando llegaron a Verzhbolovo, nuestros representantes se dirigieron a Kovno, al Soviet de Soldados alemán.
- Pero ese Soviet es como un rábano, rojo por fuera y blanco por dentro -nos dijo-. De él forman parte los soldados y los señores oficiales. Cuando los nuestros fueron a verles, los del Soviet se encogieron de hombros y dijeron que carecían de instrucciones y no podían dejar pasar el pan. Al día siguiente enviaron a un ordenanza con un mensaje en el que decían: marchaos con vuestro pan bolchevique de vuelta, no lo necesitamos. Y hubo que regresara Orsha.
La noche transcurrió en inquietante espera. Por la mañana, los nuestros fueron a indagar. Volvieron pronto, con un genio de demonios.
- ¡Mirad, leed! -exclamaron mostrando Zvezdá, el periódico de Smolensk.
Zvezdá había publicado la conversación sostenida por cable directo entre el presidente del Soviet de Diputados Obreros y Soldados Alemanes en Moscú y el "independiente" Hugo Haase, miembro del Gobierno alemán:
"Ruego comunicar al Gobierno ruso lo siguiente -manifestaba Haase-. En cuanto a la propuesta de enviar harina, el gabinete me ha encargado patentizarle el más sentido reconocimiento del Gobierno popular alemán. Estimamos tanto más ese sacrificio por cuanto nosotros y el mundo entero conocemos la aguda necesidad que sufre la población de San Petersburgo y Moscú. Por fortuna, debido a las gestiones emprendidas por nosotros ante el Presidente Wilson, se ha abierto la posibilidad de recibir comestibles de allende el océano. Por ello estamos en condiciones de renunciar en provecho de la población rusa al generoso ofrecimiento del Gobierno ruso, que merece todo género de agradecimientos..."
- ¡Eso quiere decir que estos canallas han traicionado la revolución! -dijo uno de los nuestros.
- ¡Y todavía se compadecen del pueblo ruso, los canallas! -replicó otro-. ¡Y ellos quizás se estuvieran tan repantigados en el Reichstag, mientras los generales alemanes colgaban al pueblo ruso de todos los pobos!
El mismo periódico insertaba la respuesta de Chicherin, Comisario del Pueblo de Negocios Extranjeros, a la declaración de Haase:
"Los obreros revolucionarios de Rusia, que han acogido entusiasmados la revolución alemana, enviaron de momento dos trenes con harina a los obreros de Alemania, preparando ulteriores envíos. Por su parte, el Gobierno alemán, remitiéndose a la promesa del Presidente Wilson de enviar a Alemania provisiones, se ha negado a admitir la harina enviada por los obreros rusos... Considerando, sin embargo, que la solidaridad obrera internacional constituye una eficiente fuerza del pueblo trabajador y de los gobiernos obreros, una fuerza que, además, obtendrá sin duda la victoria definitiva sobre la fuerza del dólar, el Gobierno ruso de obreros y campesinos espera el momento propicio en que la Alemania obrera despliegue toda su potencia revolucionaria y reafirme su declaración solemne de que las masas revolucionarias de Rusia apoyarán con todas sus fuerzas y recursos a las masas trabajadoras revolucionarias de Alemania".
¿Qué nos quedaba que hacer, ante aquella situación, a los que habíamos llegado a Orsha con el convoy de harina y pan? Los camaradas alemanes, húngaros y austríacos se echaron a la espalda los macutos y decidieron continuar adelante. Los restantes esperaron indicaciones de Moscú.
Moscú guardaba silencio. Al atardecer, la obrera de Moscú, Masha Nóvikova, y yo decidimos acercarnos a la estación, lavarnos y cambiarnos de ropa en el lavabo para señoras. Nuestro convoy se encontraba en la sexta vía, no lejos de los depósitos. Tuvimos que pasar por debajo de los vagones que llenaban las vías.
Cuando, por fin, llegamos a la estación arribaba al andén un tren del Este y de él salieron oficiales y soldados alemanes vestidos de uniforme con galones. No parecían en absoluto prisioneros de guerra que regresaran de Rusia. Luego supimos que se trataba de una de las unidades alemanas de ocupación mandadas por oficiales contrarrevolucionarios que por orden de Hindenburg eran trasladadas a los Países Bálticos para formar un ejército de guardias blancos.
Sin conocer esto, nos dirigimos al lavabo para señoras, nos arreglamos un poco y ya nos disponíamos a volver a nuestro tren, cuando el edificio de la estación se tambaleó a consecuencia dé una fuerte explosión. Se oyeron gritos y maldiciones en alemán, comenzó un tiroteo. Estábamos asustadas y sin saber qué hacer. Sólo cuando se apaciguó un poco el ruido, decidimos salir. En la estación no había nadie más que los alemanes. Conseguimos volver al andén, pero cuando llegamos a la sexta vía, nuestro convoy ya no estaba allí, y del depósito sólo quedaba el esqueleto humeante.
De pronto, vimos a unos soldados alemanes que se dirigían hacia nosotras. "¡Ven aquí conmigo, möchacha, -gritarondölce möchacha!"
Llenas de espanto huímos de ellos. Masha corría más de prisa que yo. Me rezagué y anduve largo rato empavorecida entre los vagones.
Cuando empezó a oscurecer se apoderó de mí una gran desesperación. ¿A dónde ir? ¿Dónde estarían los nuestros? ¿Cómo ir sola hasta Berlín? Tenía que llegar hasta allí, debía cumplir la misión que me habían encomendado. En aquel momento oí que me llamaba una voz conocida. Era Kurt, un camarada alemán de nuestro convoy, que apareció de súbito entre las vías. Me lancé a él con lágrimas en los ojos, preguntándole dónde estaban los nuestros y qué había ocurrido.
- Lo que ha ocurrido es una enorme provocación -dijo Kurt.
Resultaba que los oficiales alemanes del tren que había llegado trataron de apoderarse de nuestro convoy con el pan, para llevárselo a los Países Bálticos. Atacaron. Las fuerzas eran tan desiguales que los nuestros se vieron obligados a retroceder en dirección a Smolensk.
- No sé qué hacer contigo -dijo Kurt-. Mis camaradas y yo nos marchamos a Alemania.
- ¡Y yo con vosotros!
Meditó un poco y luego, exhalando un suspiro, dijo:
- ¡Es la única salida! ¡Vamos!
Viajábamos como podíamos: unas veces en vagones de mercancías acondicionados, otras en los techos de los vagones, en plataformas abiertas o a pie. Pasábamos las noches en fincas abandonadas, alrededor de las cuales aullaban unos perros salvajes y maullaban gatos de una manera horrible. Todo lo cubría la nieve que nos llegaba hasta la rodilla, nos azotaba el rostro, se metía por el cuello y las mangas, penetraba a través de las grietas de las casas en que parábamos a pasar la noche... Con su cegadora blancura caía y caía sin cesar...
¡Cornejas y nieve! Nunca, en ningún lugar del mundo hubo tantas cornejas como en aquellos lugares que ayer fueron campos de batalla. Los bichos, ahítos de carroña de soldados, habían engordado de tal modo que apenas si podían levantar el vuelo y, con sus insoportables graznidos, volaban a ras del suelo.
Íbamos siempre hacia el Oeste. A veces, nuestros pies tropezaban con algo duro. Eran cadáveres. Tratábamos de eludirlos, de no mirar, pero nuestros ojos tropezaban constantemente con ellos. Unos estaban tumbados boca abajo agarrados convulsamente a la tierra con los dedos como garfios, como tratando de asirse a ella en el momento de dar el último adiós a la vida. Otros estaban boca arriba, con los brazos extendidos, como si con las órbitas vacías contemplaran nostálgicamente el cielo. Sobre los cadáveres y por encima de nosotros, casi rozándonos con las alas, revoloteaban bandadas de cornejas, esperando a que también nosotros cayéramos a tierra.
El camino de Orsha a Eidkunen nos llevó más de un mes. Comíamos tan sólo hortalizas que arrancábamos de debajo de la tierra helada. Durante el viaje enterramos a tres de nuestros camaradas.
En Eidkunen conseguimos montar en un tren que iba directo a Berlín. En las estaciones intermedias la gente entraba y salía. Preguntábamos con cautela acerca de lo que pasaba en Alemania. Las novedades no eran muy halagüeñas. De los Soviets de soldados se habían apoderado oficiales y suboficiales bravucones sedientos de sangre de los "rojos". Los funcionarios del Kaiser continuaban en sus puestos actuando en nombre de los "representantes del pueblo". El Gobierno de Ebert-Scheidemann desarmaba a los obreros y armaba a la guardia blanca de Wels. El Congreso pangermano de los Soviets, en el que mangoneaban los de Sheidemann se pronunció por la autodisolución de los Soviets, para sustituir a los cuales "en nombre de la democracia" debía convocarse una Asamblea Constituyente investida de plenos poderes. A los pocos días del congreso de los Soviets, las tropas gubernamentales, mandadas por el general Lequis, atacaron a la división de marina revolucionaria acantonada en Berlín y abrieron sobre ella fuego de artillería y ametralladoras.
El tren se arrastraba lentamente hacia el Oeste, a un ignoto destino. Por fin, a la pálida luz de un día de invierno, aparecieron los grises tejados de Berlín.
Descendimos en la estación de Alexanderplatz. A la salida había dos filas de robustos mocetones con brazaletes de la "Guardia republicana de soldados". Comprobaban los documentos y escudriñaban con la mirada a cado uno que salía. Llevaban negros abrigos de paisano, pero por debajo se veían las flamantes botas de piel amarillenta que llevaban los oficiales.
Desde la estación nos encaminamos a casa de una hermana de Kurt llamada Erna. Kurt sabía que la única hija de ésta había muerto y el marido había caído en Verdún.
En las calles se agolpaba un gran gentío. Constantemente se oía un ruido extraño. Eran las suelas de madera que golpeaban las losas de las aceras. Un inválido ciego al que faltaban las dos piernas, sentado en un carrito, arrancaba a un acordeón las notas de una melancólica canción. En las paredes de las casas había pegados carteles en colores negro, blanco, rojo y verde. En letras gruesas repetían infinitamente: "¡"Spartak" nos conduce a la tumba; el orden nos dará el pan!", "¡Orden o bolchevismo!", "¡Orden o hambre!", "¡Orden o muerte!" "Abajo "Spartak"!", "¡Abajo los bolcheviques!"
La hermana de Kurt vivía en una casa grande de ladrillo, habitada por gente pobre de la ciudad. En el patio jugaban sin alegría niños macilentos y mal vestidos. Por una escalera estrecha y empinada, con barandilla de hierro, subimos al sexto piso. Nos abrió la puerta una mujer de rostro demacrado con las manos llenas de espuma de jabón. Hacía sólo tres años que no se veían los hermanos. Sin embargo, de momento, no se reconocieron.
Según habíamos convenido, Kurt previno a la hermana que debía presentarme a los vecinos como su esposa. Erna me sacó un vestido y ropa interior de su difunta hija y puso agua a calentar. Mientras Kurt y yo nos lavábamos uno después de otro, la hermana salió de compras.
Sobre la mesa apareció una pomposa tarta de bizcocho con fruta confitada, salchichón y el té servido en las tazas. Pero la tarta era de patata helada; la fruta confitada, de una viscosa pasta de almidón con sacarina; el chorizo, de guisantes y el té, una infusión de hojas de haya. Para comprar todo aquello, Erna había vendido su único anillo de oro.
Estábamos tan cansados que dormimos casi 24 horas como lirones. Al día siguiente, Kurt marchó a buscar a sus camaradas y yo me quedé en casa. Llamaban constantemente a la puerta: eran vecinas que venían a ver a la "pequeña mujer rusa". Conseguimos entendernos de alguna manera; ellas me preguntaban y yo les preguntaba a ellas. Cualquiera que fuera el tema de la conversación, ineludiblemente iba a parar a lo que más torturaba su imaginación: el hambre.
En Rusia conocíamos bien lo que era el hambre. Meses enteros vivimos con medio cuarterón de pan y hubo días que ni siquiera eso recibíamos.
Y de todos modos el hambre que nosotros sufríamos era distinta de la que me contaban las mujeres de los obreros alemanes. Nosotros pasábamos hambre a causa de la guerra; ellos, en aras de la guerra. Nuestro hambre era una desgracia de la que siempre teníamos la esperanza de librarnos tan pronto tomáramos el Poder, tan pronto derrotáramos a los blancos y a los intervencionistas y pusiéramos en marcha la producción. El hambre de ellos era el hambre de los condenados.
Era un hambre calculada, reglamentada por la máquina implacable de la guerra. Se había previsto con muchos años de antelación cada espiga que debía crecer, cada recién nacido que debía morir de hambre apenas venido al mundo, cada adolescente que debía llegar a mozo para después hacer de él carne de cañón.
Ahora la máquina militar alemana se había derrumbado, pero el hambre continuaba. La socialdemocracia encaramada en el poder rechazó el pan de los obreros rusos prosternándose ante el Presidente de EE.UU. Hacía ya mes y medio que estaba tirada a sus pies, y Wilson hacía con Alemania el frío juego del ratón y el gato. Hasta entonces, no había dado ni un gramo de víveres. En lugar de pan asaeteaba con incontables mensajes, en los que con repugnante gazmoñería e hipocresía se extendía en consideraciones acerca del humanismo y la civilización, exigiendo al mismo tiempo que Alemania acabara con "Spartak", estrangulara a los comunistas alemanes. Entonces Norteamérica daría pan. El pan lo serviría solamente sobre la tumba de la revolución.
Ebert y Scheidemann no deseaban otra cosa. Señalaban a la clase obrera alemana la muerte por hambre que se cernía sobre sus cabezas y decían: "¡Mira! ¡Esa es tu alternativa: el hambre o la revolución! ¡Si no quieres morir de hambre, acaba con la revolución!"
Al segundo o tercer día de llegar asistimos a una reunión sindical de los electricistas del distrito. La reunión se celebraba en una cervecería, repleta de gente. Los obreros estaban sentados alrededor de las mesitas, bebían cerveza adulterada, echaban bocanadas de humo de algo que quería parecerse al tabaco. Muchos estaban de pie en los pasillos o sentados en las ventanas. En el estrado, sobre la mesa de la presidencia, se elevaban las canosas cabezas de los "bonzos sindicales". Cada uno tenía delante una jarra llena de cerveza hasta los bordes.
Empezó la reunión. Se concedió la palabra a unos de aquellos "bonzos". Mostró suavemente su disconformidad con las acciones de Wilson y su acerba indignación contra la actuación de los espartaquistas y propugnó que se hicieran voluntariamente restricciones: solamente éstas podían asegurar la victoria de la revolución. Afirmaba que era necesario defender la propiedad y el capitalismo, pues sin el capitalismo no hay trabajo ni pan. Algún día, cuando llegara la hora, se degollaría al marrano, pero hasta entonces, debían evitar que estirara la pata, cebado bien, para que diera más tocino.
El discurso del orador era interrumpido por ruido y gritos que partían de distintos sitios.
La atmósfera se fue caldeando. Pero de pronto los "bonzos" de la presidencia se intranquilizaron y todos al mismo tiempo dirigieron la vista a la puerta de entrada. La sala se estremeció. En las filas de atrás se oyeron exclamaciones de saludo. Todos se pusieron en pie, muchos se quitaron los sombreros y empezaron a lanzarlos a lo alto gritando: "¡Viva Liebknecht!", "¡Viva el jefe del proletariado alemán!"
Liebknecht entró lentamente en la sala. Era un hombre de elevada estatura, entrecano, de cara delgada, ojos profundos y relucientes que parecían iluminar su rostro. En los últimos años, la vida le había deparado una cadena continua de pruebas: el frente, el tribunal de guerra, trabajos forzados; ahora, hacía esfuerzos sobrehumanos para salvar la revolución.
El discurso de Liebknecht fue una resuelta condena a los scheidemannistas, que habían vendido y traicionado la revolución, una condena a las gentes fluctuantes: los Kautsky, los Haase y otros de su jaez, cuya traición enmascarada era más peligrosa aún.
Liebknecht dijo que el 9 de noviembre los obreros y soldados habían tomado el poder, pero lo perdieron inmediatamente debido a que los scheidemannistas, con la connivencia de los "independientes", débiles de carácter, fueron devolviendo por partes el poder a la oficialidad reaccionaria. Exigió que Hindenburg y los generales del Kaiser, que de hecho dirigían los Soviets de Soldados, fueran inmediatamente destituidos y arrestados. Desenmascaró a Ebert y Scheidemann y mostró que no se ocupaban de otra cosa que de perseguir al "Spartak", desarmar a los obreros y armar a las bandas contrarrevolucionarias. Citó hechos que atestiguaban con evidencia irrebatible que ya se había creado la guardia blanca, que disponía de infantería, caballería, artillería pesada y ametralladoras. Los regimientos de guardias blancos, acantonados entre Berlín y Potsdam, estaban destinados a aplastar al proletariado revolucionario de Berlín.
- ¡El Gobierno Ebert-Scheidemann ha asestado una puñalada a la revolución! -exclamó Liebknecht-. Si triunfa la contrarrevolución, estos perros sin escrúpulo alguno llevarán al paredón a decenas de miles de obreros. Si el proletariado tolera que Ebert y Scheidemann sigan mandando, pronto volverá la más negra reacción. ¡Que se vayan al infierno esos señores! ¡Viva la revolución alemana y mundial!
Desde la presidencia, los "bonzos" trataron de interrumpir a Liebknecht con gritos, pero luego optaron por callar, al darse cuenta de que los ánimos del auditorio no estaban de su lado. Parte de los que llenaban la sala ahogó las palabras de Liebknecht con sus clamorosos aplausos, los restantes escuchaban en medio de un silencio sombrío, abatidos por la incontestable verdad de sus argumentos. Aunque aquellos honestos proletarios berlineses experimentaban gran confusión a causa de los muchos años de mentiras scheidemannistas, la intuición de clase les llevaba hacia Liebknecht, hacia el "Spartak".
Para que esta tendencia interna se convirtiera en apoyo activo, real, hacía falta tiempo. Los scheidemannistas decidieron no dar este tiempo al proletariado alemán y empezaron a buscar pretextos para echar a las masas a la calle y provocar una matanza sangrienta.
Cuando partí de Moscú, el Comité Central del Komsomol me encomendó transmitir a los jóvenes espartaquistas alemanes un saludo del Primer Congreso de la Unión de Juventudes Comunistas. Ahora hablaba dos y tres veces al día ante los jóvenes obreros berlineses.
Escuchaban con fija atención, hacían miles de preguntas, me ayudaban a hallar las palabras que me faltaban, a veces estallaban en carcajadas ante los inverosímiles descubrimientos que hacía en el idioma alemán.
Después de las reuniones me rodeaban. Todos deseaban reiterar una y otra vez las palabras de amistad y fraternidad revolucionaria que yo debía transmitir en su nombre a la juventud revolucionaria de la Rusia Soviética.
Aquellos días me entrevisté con Rosa Luxemburgo, "Rosa Roja", como la llamaban los obreros alemanes. A través de los camaradas me pidió que fuera a verla a una casa en Schöneberg. Difícilmente fuera su casa; debía ser de alguno de sus amigos.
Llegué un poco antes de la hora señalada. Rosa no había venido todavía. Hojeaba yo un volumen de Goethe, cuando sonó brevemente el timbre, como si lo hubiera rozado un pájaro con sus alas.
Rosa se quitó las botinas en el recibidor y, con el sombrero y el abrigo de piel puestos, corrió a la habitación y me atrajo hacia sí. Me conocía desde mi niñez y quería mucho a mi madre. La última vez que nos habíamos visto fue cuando estuvimos un verano en el litoral alemán siete años atrás. A la sazón hacía un tiempo claro, el cielo era transparente, y de la mañana a la noche nos estábamos en la dorada arena o recogíamos flores en el campo para formar un herbario.
Los recuerdos de aquellos tiempos reconfortaron por un instante nuestras almas. Rosa quería verme, ante todo, para conocer lo más posible de la Rusia Soviética, de la Revolución rusa. Me preguntó por Lenin, se interesó por su salud, me asediaba a preguntas acerca de los días de Octubre y de los frentes de la guerra civil, escuchaba con el semblante arrebolado y de nuevo volvía a preguntar.
... Estuvimos hablando hasta muy tarde. Antes de terminar, Rosa me dijo que soñaba con hacer un viaje a la Rusia Soviética.
- Iré, iré sin falta, iré en los próximos meses. ¡Necesito tanto ver a Lenin, hablar con él! -repetía.
Llegó la hora de separarnos. Nos despedimos. Rosa me contempló desde la puerta, alegre, animosa, con sus hermosos ojos negros.
- ¡Hasta pronto! -dijo.
¿Podía yo pensar, acaso, que era la última vez que la viera?
El 29 de diciembre, domingo, se enterraba a los marinos caídos en las calles de Berlín durante el sangriento desarme de la división revolucionaria de marina. Era el tercer entierro de víctimas, en Berlín, en las siete semanas de revolución. Pero esta vez, en los ataúdes forrados de tela roja iban los cadáveres de los que habían sido masacrados por orden del Gobierno socialdemócrata.
Era un frío y nuboso día de diciembre. Cuando llegamos al lugar ya se había congregado mucha gente. Venían de todas partes. Llamaba la atención la multitud de banderas y carteles rojos.
El cortejo fúnebre se encaminó a Friedrichshain, el cementerio de los caídos en las jornadas de marzo de la revolución de 1848. El camino pasaba a través de los barrios de la burguesía. Sobre las casas ondeaban provocativas las banderas negro-blanquirojas. Los féretros con los cadáveres fueron colocados en elevados catafalcos, tirados por negros corceles cubiertos de gualdrapas fúnebres.
"¡Abajo Ebert y Scheidemann!" -decía la consigna escrita en las pancartas. Lo mismo gritaban los que acompañaban a los camaradas caídos.
En las aceras se agolpaba el público burgués. Cubría de improperios y maldiciones a los que iban en los ataúdes y a quienes formaban el cortejo. El aire mismo parecía pesado, hasta tal punto estaba saturado de odio.
Se acercaba el Año Nuevo. Aunque los tiempos que corrían eran alarmantes, los espartaquistas amigos de Kurt decidieron celebrarlo juntos. Organizaron la cena, aportando cada uno lo que pudo: éste, unas pocas patatas; aquél, unos nabos; otro, un paquete de café de bellotas. Un camarada consiguió, incluso, una botella de vino de Mosela.
Se bebió el vino; se dio buena cuenta de la frugal cena y la conversación giró en torno al tema que interesaba a los allí presentes: la suerte de la revolución alemana.
Entre los reunidos en la velada de Año Nuevo se pusieron de manifiesto profundas divergencias en los problemas de la lucha práctica; muchas cosas no estaban claras para ellos, otras las confundían y se equivocaban. Pero les unía lo principal: la decisión de luchar hasta el fin y una fé inquebrantable en el futuro. Parafraseando las famosas palabras de Lutero, uno de los camaradas dijo:
- ¡La Alemania socialista triunfará! ¡Esta es mi opinión y no puede suceder de otro modo!
Eran cerca de las dos cuando golpearon a la puerta de una manera convenida: dos golpes seguidos, el tercero después de un intervalo. Entró un camarada al que yo desconocía y a quien todos llamaban Walter.
- ¡Queridos amigos! -dijo-. En la vida del proletariado alemán acaba de producirse un gran acontecimiento: el Congreso de partidarios del "Spartak" ha tomado el acuerdo de crear el Partido Comunista de Alemania.
De haber estado allí solamente nosotros, los jóvenes, nos hubiéramos puesto a gritar de entusiasmo. Pero había gente que acababa de salir de la clandestinidad sufrida en la época del Kaiser y que sabían que el mañana habría de depararles quizás una clandestinidad más dura todavía. Se unieron las manos, entrelazándolas sobre la mesa en un solo apretón. Entonaron La Internacional como la cantan en los presidios, con la boca cerrada, pronunciando las palabras para adentro. ¡Qué impresionante fuerza, cuánta ira y esperanza había en aquellos solemnes acordes apenas audibles del himno de la clase obrera mundial!
Nos dispersamos al amanecer. Por la amplia calle desierta corría en dirección a nosotros un hombre que cojeaba un poco. En una mano sostenía un cubo con engrudo, en la otra un rollo de proclamas de vivo color verde. Corría de una casa a otra; con un ágil movimiento untaba la proclama de engrudo y la pegaba en la pared.
Kurt encendió la linterna de bolsillo y leímos un llamamiento de la "Liga antibolchevique", dirigido al pueblo alemán, en la que se anticipaba la futura voz de Hitler:
¡Duermes, Bruto!
¡Despierta!
¡Despierta, pueblo alemán!
¡Comprende el peligro que te amenaza: el bolchevismo!
. . . . .
¡Todos a la lucha contra el «Spartak"!
¡Pueblo alemán, despierta!
Hacía ya una semana que habíamos llegado a Berlín. Se acordó que, en la primera posibilidad que se presentara, marcharía a Moscú. Mientras tanto, ayudaba a Erna; lavaba para las casas ricas. En Alemania habían quedado muchos señores, así que trabajo no faltaba.
El sábado, cuatro de enero, Kurt regresó antes de caer la noche; traía los bolsillos llenos de octavillas. Era portador de importantes noticias: el Gobierno había destituido del cargo de jefe de policía al "independiente" Eichhorn y designado en su lugar al socialdemócrata de derecha Eugen Ernst.
- Estos señores han decidido hacernos la guerra -dijo Kurt reuniendo en la escalera a la gente obrera de la casa-. ¡Pero nos veremos las caras!... ¡Los vamos a mandar al diablo!
A la mañana siguiente nuestra casa se puso en movimiento temprano, cosa que no era habitual los domingos. Por lo menos en una tercera parte de los pisos se oían portazos y silbaban los infiernillos en los que se hacía el café.
Al principio salieron de nuestra casa unas treinta personas. Luego se les unieron otras. Un inválido del tercer piso, que había perdido en la guerra el brazo derecho, tenía una bandera roja que había escondido después de las jornadas de noviembre.
De todas partes afluían grupos de gente que se dirigía a Unter den Linden. En la densa niebla matutina surgían aquí y allá banderas rojas, se oían gritos: "¡Abajo Ebert y Scheidemann!", "¡Viva Liebknecht!", "¡Viva Eichhorn!"
Cerca del mediodía alguien propuso dirigirse al palacio del canciller del Reich, residencia del Gobierno. En el enorme edificio parecía que no había vida, las ventanas tenían corridos los tupidos y oscuros cortinajes; las altas puertas macizas parecían cerradas con siete candados.
Volvimos de nuevo a Unter den Linden. Los manifestantes continuaban de pie. Luego, no sabiendo qué hacer, empezaron a dispersarse. Regresé a casa con los vecinos. Kurt se marchó a buscar a los camaradas. Tardó en regresar y dijo que una parte de los manifestantes había ocupado las redacciones del periódico socialdemócrata Vorwärts y de varios periódicos burgueses y que se había acordado ir a la huelga general al día siguiente.
Aquella noche apenas si se durmió en nuestra casa. Antes de amanecer, los obreros se encaminaron a sus fábricas. No se publicó ni un sólo periódico burgués.
Kurt no quería llevarme con él; pero yo le convencí. Era muy temprano, la mañana se despertaba en medio de una niebla grisácea. Todavía estaban encendidos los faroles, proyectando sombras difusas.
En la plaza situada delante de la Jefatura de Policía se congregó mucha gente. Había empezado a clarear. La niebla se esfumaba. La muchedumbre se agolpaba cada vez más. Por todas las calles adyacentes a la plaza avanzaban acompasada e inconteniblemente oscuras columnas, sobre las cuales ondeaban las banderas rojas. Muchos llevaban armas. Kurt vio aparecer entre la niebla a un muchachillo obrero que llevaba en cada hombro un fusil.
- ¡Camarada: dame uno! -pidió Kurt.
- ¡Toma!
La plaza no podía dar cabida a todos los que llegaban; la gente llenaba las calles vecinas y se apretaba, formando una masa compacta que se extendía a lo largo de varios kilómetros. Se había reunido no menos de medio millón de personas. Nunca había visto Berlín una manifestación tan potente de proletarios revolucionarios.
Hacía mucho frío. Por el cielo se arrastraban muy bajas las nubes. La gente aterida y mal abrigada se movía sin cesar para combatir el frío, mirando pacientemente el edificio de la Jefatura de Policía. Allí se celebraba una amplia reunión de los "decanos revolucionarios" cuyos componentes eran en su mayoría "independientes". De vez en cuando uno de los reunidos salía al balcón y decía algo. El gentío transmitía sus palabras: "La reunión continúa", "Se examina la cuestión", "De un momento a otro se llegará a un acuerdo".
De este modo transcurrió una hora, otra y otra. La gente continuaba esperando. Una hora más, dos, tres. Ya oscurecía, la niebla se iba haciendo de nuevo más densa, pero la gente permanecía en pie, temblando de frío con finas cazadoras de poco abrigo, cosidas en su mayoría de viejos capotes de soldado. Había venido para vencer o morir, y estaba dispuesta a aguardar, en tanto le quedaran fuerzas, hasta que la lanzaran al combate.
En la Jefatura de Policía continuaban reunidos. Al fin apareció en el balcón el orador de turno.
- ¡Camaradas! -gritó-. Hemos acordado entrar en negociaciones con el Gobierno. ¡Marchaos a casa! ¡Si hacéis falta os llamaremos!
Por la muchedumbre rodó un murmullo de perplejidad y de ira: "¿Cómo? ¿Qué conversaciones puede haber con Ebert y Scheidemann?"
- Tenemos noticias de que el Gobierno está dispuesto a hacer concesiones de buen grado y acepta las negociaciones -gritó el orador-. ¡Como nosotros, está interesado en que lo haya derramamiento de sangre!
Pero el orador se equivocaba por entero. Mientras 500.000 proletarios berlineses permanecían en la calle y en la Jefatura de Policía estaban reunidos sin cesar, en el despacho de Ebert, en el palacio del canciller del Reich, en la Wilhelmstrasse, se habían reunido los líderes del partido socialdemócrata. Allí se encontraba también el socialdemócrata de derecha Gustavo Noske, ex gobernador de Kiel.
Los que habían visto a Noske decían que era un hombre de tronco corto y pesado y con unas manazas enormes que no correspondían a su estatura. Nunca intervenía el primero, escuchaba largo tiempo a los demás, volviéndose hacia el orador con todo su cuerpo. Luego se levantaba, apoyándose en la mesa con sus puños descomunales y empezaba a decir sin rodeos, con frases cortas y desabridas, lo que Ebert y Scheidemann aderezaban con todo género de equívocos.
Así ocurrió en esta ocasión. La destitución de Eichhorn fue el primer acto de la provocación tramada por estos señores, a fin de sacar las masas a la calle y a renglón seguido organizar una represión sangrienta. La provocación se había logrado, las masas se echaron a la calle; era llegada la hora de proceder a la represión.
Unos años después, en su libro de memorias De Kiel a Kapp, Noske contaba: "Alguien me preguntó: "¿No pones manos al asunto?" A esto respondí brevemente: "¡Por qué no! ¡Alguno de nosotros tiene que asumir el papel de perro sanguinario!"
Noske fue designado comandante en jefe de las tropas encargadas del orden. Sin perder ni un minuto, acompañado de un capitán joven vestido de paisano, se dirigió al edificio del Estado Mayor General, al objeto de examinar la situación con los generales del Kaiser que allí se encontraban y tomar las medidas necesarias. Pasada la Wilhelmstrasse tropezaron en la Unter den Linden con una patrulla obrera; pero les bastó con urdir una patraña inverosímil para que les dejaran pasar.
En una habitación del edificio del Estado Mayor estaban reunidos muchos oficiales y varios generales. Tenían preparada la orden nombrando al general Hoffmann jefe de las fuerzas punitivas. La aparición de Noske y su declaración de que a él se le había encomendado el mando supremo de las fuerzas punitivas fueron acogidas con ruidosas muestras de aprobación: los oficiales y generales del Kaiser habían aprendido algo en los últimos meses y se daban perfecta cuenta de que, en aquellas condiciones, Noske era mucho más útil que Hoffmann.
En aquella reunión se acordó trasladar el Estado Mayor de Berlín a Dalem, y concentrar en la región de Potsdam las fuerzas de choque para reprimir al Berlín revolucionario.
Regresamos tarde a casa. Erna había preparado una sopa de nabos.
Después de comer, me senté en una silla junto a la estufa.
- ¿En qué piensas? -me preguntó Kart.
-En nada...
Sentía escalofríos; por mi imaginación pasaban ideas incoherentes. En un estado semiinconsciente vi un gran barco, brillantemente iluminado, que navegaba raudo en la noche por un anchuroso río. Luego me di cuenta que no era un buque, sino el Smolny resplandeciente de luces, tal y como apareciera en las grandes jornadas de Octubre.
Sonó el timbre. Vino uno de los camaradas con los que habíamos celebrado el Año Nuevo. Me dijo que no fuera a ningún sitio. Todos los ciudadanos soviéticos que se encontraban en Berlín debían permanecer en casa; los scheidemannistas podían organizar cualquier provocación si caía en sus manos alguien de los rusos.
El camarada propuso a Kurt que fuera con él. Kurt se vistió y tomó el fusil que le había dado por la mañana un joven obrero. Una fuerza incontenible me impulsaba a abrazarle y besarle. Permanecí de pie, acariciando la manga de su capote hasta que se marchó.
Entonces empezaron para mí tormentosos y duros días de espera. Kurt no regresó aquel día, ni al siguiente, ni al otro. No había periódicos y la gente que iba a la ciudad traía los rumores más fantásticos y contradictorios.
El jueves recibimos una breve nota de Kurt, Decía que se encontraba en la redacción del periódico Vorwärts ocupada por los obreros revolucionarios. El camarada que trajo la nota dijo que Liebknecht hablaba de la mañana a la noche en diversos lugares de la ciudad. Rosa también. Los obreros habían conseguido apoderarse de varios establecimientos oficiales y estaciones. En distintos confines de la ciudad se producían choques con los partidarios del Gobierno.
La noche del viernes al sábado llegó a nuestros oídos un fuerte tiroteo. Hasta entonces en la ciudad había fuego de fusilería, pero ahora se oían las ametralladoras y artillería.
El sábado llamó a nuestra puerta el inválido del tercer piso. Dijo que por la parte de Potsdam habían entrado en la ciudad tropas gubernamentales, a la cabeza de las cuales iba Noske. Habían asaltado el local del periódico Vorwärts.
Todo el día estuvimos esperando a Kurt; durante la noche del sábado al domingo no pegamos un ojo. Pero Kurt no vino.
Las tropas del Gobierno continuaron limpiando de insurgentes la ciudad. El lunes, los obreros fueron desalojados de sus últimos reductos fortificados. Después de un intervalo de una semana, salieron los periódicos burgueses y Vorwärts. En las primeras páginas se destacaba en gruesos titulares: "¡La tranquilidad es completa en Berlín!"
"¡La tranquilidad es completa en Berlín"! -escribía por aquellos días Rosa Luxemburgo- "¡La tranquilidad es completa en Berlín!" -afirma la prensa burguesa triunfante, corroboran Ebert y Noske, repiten los oficiales del "ejército victorioso", a los que la muchedumbre burguesa saluda en las calles de Berlín… "Spartak" es el enemigo y Berlín, el lugar donde nuestros oficiales pueden vencer. Noske es el general que sabe obtener victorias donde fuera incapaz de lograrlas el general Ludendorff".
Y dirigiendo a los enemigos del proletariado las últimas palabras que había de escribir en su vida, "Rosa Roja" exclamaba con odio:
"¡La tranquilidad es completa en Berlín!" Sois unos lacayos obtusos. Vuestra tranquilidad se asienta sobre arena movediza. La Revolución se alzará de nuevo mañana y a los sones de trompetas que os harán temblar anunciará: "¡Fui, soy y seré!"
Pasaron el sábado y el domingo. Erna y yo permanecimos todo ese tiempo tratando de vencer la emoción, atendiendo a cada ruido en la escalera. Pero Kurt no venía.
El domingo decidimos ir al lugar de donde había llegado la última noticia de él, a la redacción de Vorwärts.
Las calles eran un hormiguero de gente endomingada. Señoras y señores atildados se paseaban, contemplando alegremente las huellas del reciente combate; daban cariñosos golpecitos en la coraza de acero de los blindados que habían entrado en Berlín, encabezando el desfile de las tropas de Noske; se deleitaban en la lectura de las consignas que se veían por todas partes: "¡Muera Liebknecht!" "¡Muera Rosa Luxemburgo!"
La soldadesca saciada, ebria de sangre, era el héroe de la jornada. Los oficiales, atusándose los bigotes a lo Kaiser, acogían benevolentes las sonrisas de las damas. Los soldados rebuscaban por sótanos y buhardillas a los obreros escondidos. Cuando la caza daba resultado, arrojaban al hombre golpeado y sangriento a la muchedumbre, y las engalanadas damas lo pisoteaban con los altos tacones de sus botinas de moda, sujetas con cordones hasta las rodillas.
Helada de espanto me agarré al brazo de Erna. Aquello me recordaba la represión contra los hombres de la Comuna de París, que conocía por mis lecturas. Estos señores no habían leído ni a Arnould ni a Lissagaray, pero actuaban exactamente del mismo modo que los versalleses. Evidentemente, para ser verdugo burgués bastaba ser simplemente burgués.
Por fin, conseguimos dominarnos y entrar junto con aquella enfurecida muchedumbre en la redacción del Vorwärts. Allí olía a sangre y a humo de pólvora. A la entrada se veían los restos de la barricada que los obreros habían levantado con resinas de periódicos y. rollos de papel. Los rollos formaban la base de la barricada, las resmas estaban reforzadas con alambre y colocadas de manera escaqueada, a fin de dejar orificios para las troneras.
Seguimos adelante, esperando y temiendo al mismo tiempo ver alguna cosa que denotara la suerte que había corrido Kurt. Por todas partes se veían salpicaduras de sangre, en las paredes había fragmentos de sesos humanos. Los que habían perecido allí no habían muerto en combate, sino rematados a culatazos por los feroces mercenarios.
Cinco días, cinco terribles días, estuvimos buscando a Kurt por hospitales, clínicas y depósitos de cadáveres. Todo estaba atestado de heridos y muertos. Los heridos se encontraban tirados en los pasillos, unos delirando y otros muriendo. Unos cadáveres estaban apilados, otros en informe montón. Aun después de muertos, los rostros conservaban la intensa y desesperada decisión que tuvieran en el momento del último combate.
El miércoles 15 de enero en Die Rote Fahne apareció un artículo de Liebknecht titulado "¡A pesar de todo!" Con inmensa emoción leímos sus ardientes palabras:
"... Nuestro barco mantiene decididamente y con orgullo su rumbo hacia la meta final, hacia la victoria.
Vivamos o no nosotros cuando esta victoria se logre, nuestro programa vivirá. ¡Abarcará a todo el mundo de la humanidad liberada, pase lo que pase!
Las masas proletarias ahora dormidas serán despertadas por el imponente estruendo del derrumbamiento que se aproxima, cual si sonaran las trompetas anunciando el juicio final. Entonces resucitarán los luchadores asesinados y exigirán cuentas a los asesinos malditos. Hoy se oye solamente el ruido subterráneo del volcán, pero mañana vomitará su fuego y en los torrentes de su lava ardiente enterrará a todos esos asesinos".
La tarde de aquel mismo día le mataron. A él y a Rosa...
Todos sabían que iban a la caza de ellos. La burguesía aullaba exigiendo que se diera con su paradero, que se les apresara y se les hiciera pedazos. Scheidemann prometió 100.000 marcos a quien los presentara vivos o muertos. Dos días antes del asesinato, Vorwärts publicó unos versos que terminaban con un llamamiento abierto al asesinato de Carlos y Rosa: "¡Los muertos están tendidos en fila por centenares; pero Carlos no figura entre ellos! ¡No están Rosa y compañía!"
Nadie creyó lo que decía un comunicado gubernamental publicado el jueves, en el que se afirmaba que Liebknecht había resultado muerto por intento de fuga, y que a Rosa la había despedazado una muchedumbre casualmente congregada. Investigaciones posteriores evidenciaron que el comunicado oficial fue del principio al fin una mentira consciente y premeditada.
Carlos y Rosa fueron capturados el miércoles, a las 9 y media de la noche, por los matones del regimiento socialdemócrata del Reichstag. Condujeron a los arrestados al hotel "Eden", situado en la parte oeste de Berlín, y los entregaron al estado mayor de la división de caballería de fusileros de la guardia, al frente de la cual se encontraba el capitán Pabst, mano derecha de Noske.
A Carlos y Rosa los tuvieron en el "Eden" muy poco tiempo; luego les comunicaron que les trasladaban a la cárcel de Moabit. Primero llevaron a Liebknecht. Le acompañaron el capitán Pflugk-Hartnung y el ober-teniente Vogel, futuro hitleriano.
Cuando conducían a Liebknecht al automóvil, tal y como había sido previamente ordenado por Pabst, se acercó a él un tal Runge y le asestó varios culatazos en la cabeza. Chorreando sangre, metieron a Liebknecht en el automóvil que se dirigía a Tiergarten. En medio del parque, el automóvil se detuvo simulando una avería. A Liebknecht se le ordenó salir y marchar adelante. Apenas anduvo unos pasos, el teniente Liepmann y el mencionado Pflugk-Hartnung le dispararon a bocajarro por la espalda, causándole la muerte. Llevaron el cuerpo de Liebknecht a un puesto de socorro urgente situado no lejos de allí y lo entregaron como el cadáver de un "desconocido".
Desde la salida de Liebknecht con sus asesinos del hotel "E den" hasta la entrega del cadáver en el puesto de socorro transcurrieron solamente diez minutos. A las 23 y 20 minutos se informó a Pabst que el asunto había concluido. A los veinte minutos Pabst entregó Rosa Luxemburgo a Vogel.
Cuando Rosa, a la que conducían agarrada de los brazos el director del hotel y Vogel, bajaba por la escalera, corrió a su encuentro el mencionado Runge y con la misma culata le golpeó la cabeza.
Rosa perdió el conocimiento. La llevaron a rastras y la arrojaron al automóvil. Tan pronto el coche se puso en marcha Vogel y el teniente Krul dispararon sobre Rosa. Krul quitó a la muerta el reloj de pulsera y se lo metió en el bolsillo. El automóvil se detuvo junto al canal situado entre el puente Cornelius y el de Lichtenstein. Sacaron el cadáver de Rosa a la calzada, lo ataron con un alambre, le colocaron un peso y lo arrojaron al canal.
Fue descubierto tan sólo varios meses después.
La noche del jueves, ya muy tarde, al salir del depósito de cadáveres de la ciudad, oímos unos pasos sordos que resonaban en la calle desierta. Cuando llegó a nuestra altura reconocí a un amigo íntimo de Rosa, Leo Joguiches. Hablé con él. Preguntó con tristeza si no habíamos visto en el depósito el cadáver de Rosa. No, allí no estaba.
Dos meses después Leo Joguiches fue capturado por los perros de la jauría de Noske y asesinado en la cárcel.
Sólo el viernes por la mañana identificamos a Kurt entre unos cadáveres en el depósito de un hospital en Pankov. Tenía la cabeza destrozada, los ojos saltados de las órbitas, la cara era un cuajaron sanguinolento. Se le podía reconocer solamente por las manos y la ropa.
Al otro día dimos sepultura a Kurt, A la mañana siguiente vino a por mí un camarada. Dijo que había una ocasión y que podía ir a Moscú con dos colaboradores de la Comisión Soviética encargada de asuntos de los prisioneros. Se habían retenido en Berlín después de la expulsión de nuestra embajada, en vísperas de la Revolución de noviembre, y ahora regresaban a la Rusia Soviética.
Como mareada, me despedí de Erna, así mismo subí al tren y transcurrió para mí todo el camino; como mareada oí que en las elecciones a la Asamblea Constituyente de Alemania los socialdemócratas de derecha habían obtenido la mayoría. Mi boca tenía un sabor a herrumbre, en todas partes me parecía que había un olor denso a cadáveres y a fenal.
Una fría noche de enero nuestro tren llegó al andén de la estación de Moscú. Hacía tan sólo dos meses y medio que había partido de allí y me parecía que había transcurrido una vida entera.
Mis acompañantes se despidieron de mí y marché sola por las calles nevadas de Moscú. Era difícil andar, estaba resbaladizo. A causa de la inanición, me daban mareos.
Cerca del Soviet de Moscú había un coche cerrado. La puerta del edificio se abrió y apareció un hombre con cazadora de cuero. Era Yákov Mijáilovich Sverdlov. Ya se había subido al automóvil cuando me acerqué a él. La emoción me agarrotaba la garganta y no podía pronunciar ni palabra. Me miró y al reconocerme dijo algo en alta voz; luego me metió en el coche, me llevó al Kremlin y me condujo a la comandancia. Allí ordenó que inmediatamente calentaran el baño, que arrojaran todos mis efectos al fuego y me dieran ropa de soldado rojo. Dijo que luego le llamaran y vendría a recogerme para llevarme a casa.
Una hora después estaba sentada en la comandancia con las mangas de la guerrera recogidas por ser demasiado largas. Bebía té caliente en una jarra de hojalata. La comandancia estaba instalada en una habitación espaciosa y mal alumbrada. En los bancos colocados a lo largo de las paredes había sentados unos jóvenes soldados rojos que hablaban a media voz, evidentemente de algo relacionado conmigo. Oí palabras sueltas: "de Berlín", "los mencheviques han vencido allí...", "el pueblo las pasará muy mal..."
Descansé. Me sentía bastante bien y a fin de no restar tiempo a Sverdlov me fui a pie hasta mi casa.
Atardecía. El cielo tenía tonalidades verdes y argentadas.
Detrás de los dentados tejados de Kitaigorod apuntaba el disco anaranjado de la luna. Entre las columnas de la Casa de los Sindicatos pendían, enmarcados en rojo y con crespones de luto, los retratos de Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburgo, al pie de los cuales estaba escrito con grandes letras: "¡El mejor desquite por la muerte de Liebknecht y Luxemburgo es la victoria del comunismo!"
En el retrato, Carlos estaba mucho más joven que en los últimos meses de su vida. Rosa aparecía tal y como yo la vi al despedirme de ella en Berlín; era igualmente tierna y penetrante la mirada de sus hermosos ojos oscuros.
"El hombre debe vivir como una vela que arde por ambos extremos" -gustaba decir Rosa.
Así vivieron los dos: Rosa y Carlos. ¡Que su memoria perdure eternamente!