Elizaveta Drabkina

PAN DURO Y NEGRO

 

 

EL OTOÑO DORADO

 

Al pie de la muralla del Kremlin

¡De nuevo Moscú! Julio de 1919. Sol, calor... Un cartel propagando la instrucción obligatoria atraviesa Ojotni Riad de un extremo a otro de la calle: "¡El ciudadano solamente es digno cuando es ciudadano y soldado!" Los periódicos exhortan: "¡Todos a la lucha contra Denikin!"

Por la empinada y estrecha calle Tverskaia, empedrada de adoquines, descienden dos hombres. Uno de ellos, bajo de estatura, ágil e inquieto. Lleva un gorro de marinero con una llamativa borla roja. El segundo es un tipo enorme, de piel oscura, cabellos rizados y fez color carmesí. El primero es francés, el segundo, un negro.

No tienen prisa, van mirando a todos lados. En la esquina cerca del "Nacional" se detienen sin saber evidentemente a dónde dirigirse. A su encuentro sale dando pasitos cortos una dama "de las de antes", con un bolso bordado en azabache negro. A sus labios asoma una gentil sonrisa; los lleva pintados en forma de corazoncito. Se adivina la intención de entablar conversación con ellos.

Me interpongo:

- ¡Camaradas!

Se vuelven jubilosamente hacia mí y exclaman a una voz:

- ¡Oh! ¡Továrish!

Eran un marino y un soldado del crucero francés "Mirabeau", cuya tripulación se había sublevado en el Mar Negro. Por orden del alto mando de los aliados el crucero había sido enviado a Odesa con cargamento de armas y tropas "de color" para el ejército de Denikin. Pero en el puerto de Odesa la tripulación se insurreccionó y enarboló bandera roja, manifestando que no estaba dispuesta a ayudar a la guerra contra sus camaradas rusos. Los oficiales trataron de persuadirles: "Vamos a descargar las armas y a los negros. Los descargamos y nos vamos". Pero la tripulación no se subordinó. Parte de los marineros bajó a tierra y no regresó más al buque. Su ejemplo lo siguieron los negros.

Los oficiales tuvieron que levar anclas y conducir ellos mismos el barco a un puerto francés.

Los camaradas del "Mirabeau" habían llegado a Moscú y deambulaban por sus calles. Todo les causaba admiración y les llenaba de entusiasmo: un cartel que mostraba a Kolchak atravesado por una bayoneta, los tenderetes de madera de Ojotni Riad pintados por los futuristas; y maquetas de hígados y bazos humanos expuestos en los escaparates de una tienda (para demostrar a los ciudadanos que no hay Dios).

El francés exteriorizaba sus sentimientos con gran alborozo repitiendo: "¡Oh, Moscú! ¡Oh, qué magnífica ciudad es Moscú!"

Ambos, el expansivo francés y el negro de hermosa figura y piel bronceada, con las cintas verdes y rojas sujetas al fez, resultaban tan llamativos y pintorescos que no pude contenerme y escribí la primera crónica de mi vida para un periódico. Comenzaba con estas palabras: "Un ardiente sol de julio brillaba sobre Moscú..." Un camarada de la redacción farfulló al leerlo: "La hierba verdea, el solecito brilla". Luego borró lo que había escrito acerca del sol y escribió: "Caía una lluvia fina..." y puso: Compóngase. Al darse cuenta de mi perplejidad me explicó: "Así será mayor el contraste: ¡el negro y la lluvia!" De este modo supe por vez primera lo que era la inventiva literaria.

El francés se sentía responsable de la suerte de su camarada. Constantemente le explicaba y repetía cada palabra de las que decía yo o cualquiera de los acompañantes, que se unieron a nosotros por el camino.

Nos acercamos a la muralla del Kremlin. Junto a las tumbas de los camaradas caídos en los combates de Octubre, se hallaba la tumba reciente de Yákov Mijáilovich Sverdlov.

Murió de un enfriamiento sufrido cuando hablaba a los trabajadores en un mitin en el depósito ferroviario de Oriol. Enfermo ya de la gripe llamada "española", continuó trabajando hasta que le postró la enfermedad. Ardiendo de fiebre, jadeante y sin conocimiento, no cesaba de hablar del Partido.

Fue empeorando. Poco antes de morir, vino a verle Vladímir Ilich. Hacía tiempo que trataba de visitar a Yákov Mijáilovich, pero no le dejaban por temor al contagio. Al saber que Yákov Mijáilovich se estaba muriendo, Vladímir Ilich no hizo caso de nadie y fue a verle. Yákov Mijáilovich se alegró al ver a VIadímir Ilich, trató de hablar de la convocatoria del congreso del Partido, pero no pudo. Lenin le agarró la mano, estrechándola fuertemente. Vladímir Ilich se retiró y, media hora después, Yákov Mijáilovich dejó de existir.

El francés escuchaba con la cabeza descubierta mi relato acerca de las tumbas que había al pie de la muralla del Kremlin. Luego, dirigiéndose al negro le dijo:

- Aquí yacen solamente camaradas. Ni un solo señor...

Luego agregó:

- Son hijos del pueblo que conquistaron con su sangre el socialismo...

Pero él sentía necesidad de decirnos algo a nosotros. Alzó los ojos, vio la roja bandera que ondeaba sobre el palacio del Kremlin, y exclamó con una elocuencia realmente gala:

- Vuestro Kremlin alumbra cual un faro a todo el mundo obrero. Sabemos que todos los pueblos de la tierra recorrerán este camino, de las fosas comunes a la roja bandera fraternal. Camaradas rusos: ¡Luchad con valor! Cuantos marinos y soldados sean traídos a las costas de la Rusia Soviética, enarbolarán la bandera roja y vendrán aquí, a vuestro Moscú. ¡A vuestro magnífico Moscú!

Nuestra "Sverdlovka"

Yo estudiaba entonces en la Universidad comunista Sverdlov, que era llamada simplemente "Sverdlovka".

En ella no había más que un aula común, en la antigua sala del Círculo del Comercio. La cátedra para el conferenciante la colocaron en el espacio entre dos ventanas, y alrededor pusieron sillas. El conferenciante quedaba de esta manera en el centro de un semicírculo formado por los alumnos.

Los estudios empezaban a las siete de la mañana y terminaban después de la media noche. Primero nos daban las conferencias. Luego seguían las prácticas. A continuación, el estudio individual. Y luego, cantábamos, interveníamos en mítines, reuniones, sábados rojos, charlas y discusiones.

El plan de estudios era de tres meses. Una gran parte de los alumnos eran obreros y campesinos poco instruidos. Pero incluso para los que poseían conocimientos algo más elevados, todo lo que allí se escuchaba era nuevo.

Las conferencias corrían a cargo de los miembros del Partido que conocían mejor cada disciplina. Salvo raras excepciones, no eran hombres de ciencia, y sus amplios y a veces enciclopédicos conocimientos los habían obtenido en las "universidades carcelarias". Todos ellos ejercían importantes cargos del Estado. Para dar las conferencias tenían que sustraer varias horas a su jornada, recargada hasta el máximo.

El acontecimiento más memorable acaecido a lo largo de nuestros estudios fue una entrevista con Lenin, quien nos dio una conferencia acerca del Estado.

Desde hacía mucho tiempo sabíamos que Vladímir Ilich había de darnos una conferencia. Conocíamos incluso, aproximadamente, la fecha de la misma, fijada en el plan de estudios del 9 al 12 de julio. Pero ¿podría venir Vladímir Ilich?

Moscú atravesaba a la sazón días difíciles. Durante mayo y junio, Kolchak había ocupado la provincia de Ufá, de donde debía abastecerse de pan a los obreros de Moscú. Después Denikin nos dejó cortados de las regiones cerealistas de Ucrania, Moscú se quedó sin pan. La situación era grave. Y a pesar de todo, el 11 de julio a la hora señalada, Vladímir Ilich pronunció su conferencia en la "Sverdlovka".

La víspera supimos que vendría. Aunque el cuidado en el vestir y en el aseo exterior estaban entonces mal vistos, todos empezaron a arreglarse: se remendaban los codos rotos, se limpiaban las botas, se cosían los botones y se ponían cuellos blancos.

La sala de conferencias resaltaba por su limpieza; en la cátedra se colocó un ramo de flores; para recibir a Vladímir Ilich hacía guardia a la entrada una delegación especial, que debía pronunciar un discurso solemne.

Pero mientras los delegados miraban emocionados a los lejos, Vladímir Ilich entró por un acceso lateral, se dirigió a la sección de estudios, habló con los trabajadores de la Universidad, preguntó cuál era la composición de los estudiantes, se enteró de cómo estudiaban y de qué les daban de comer, y pasó a la sala.

La conferencia acerca del Estado, que dio aquel día, fue una brillante exposición de la teoría marxista sobre el Estado.

Cuesta trabajo hacerse a la idea que aquella conferencia se daba en tiempos en que -¡cuántas veces había ocurrido ya!- sobre la República de los Soviets se cernía un peligro mortal; cuando en Londres, en una casa de la Downing Street, se amalgamaba un bloque de 14 Estados para emprender una cruzada contra la Rusia Soviética, y cuando los intervencionistas, inclinados sobre el mapa, contaban los días que quedaban para la caída de Moscú. Mientras tanto, Lenin en Moscú, ponía fin a su conferencia con las palabras con que suelen terminar los profesores sus tranquilas conferencias: "Espero que volvamos a referirnos a este asunto en conferencias sucesivas, y en más de una ocasión".

Después de pronunciar la conferencia, Vladímir Ilich pasó a la habitación vecina. Allí le rodearon los alumnos de la Universidad y al instante le asediaron a preguntas sobre la situación en los frentes, la III Internacional, el abastecimiento de Moscú. Preguntábamos a Vladímir Ilich no sólo para saberlo nosotros, sino para transmitir sus palabras a los obreros de Moscú, ante los cuales teníamos que hablar todos nosotros.

Vladímir Ilich respondió atentamente a todas nuestras preguntas, luego dijo:

- Nuestra situación es difícil, archidifícil, y la principal salida, es más, la única que tenemos, es dirigirnos abiertamente a las amplias masas, decirles que estamos cercados por todas partes, que el Ejército Rojo derrama su sangre, que es preciso armarse de paciencia, poner en tensión las fuerzas, dar otro salto más, en medio del hambre y las necesidades, y entonces venceremos. Si ustedes esclarecen al pueblo toda la verdad, si abren ante él el alma del Poder soviético, los obreros rusos hambrientos obrarán maravillas y en la lucha contra los voraces carniceros de todo el mundo, salvarán a la Rusia Soviética. Será un milagro, pero este milagro se realizará...

La muerte de un comunista

Unos días después un grupo de estudiantes de nuestra Universidad -en el que me incluyeron a mí- fue enviado al campo. El motivo era la noticia de la muerte de Nikolái Antónov.

Nikolái Antónovich Antónov, obrero petersburgués de la fábrica Baranovski de laminación de tubos, miembro del Partido desde 1916, había sido uno de los organizadores de la Guardia Roja en la barriada de Víborg, tomó parte en el asalto al Palacio de Invierno. A raíz de la Revolución de Octubre, marchó al Don, a combatir a Krasnov. Resultó herido, marchó al campo, lo eligieron presidente de un comité de campesinos pobres y luego, presidente del comité ejecutivo de una comarca.

El verano del año 1918 vino a Moscú para ver a Sverdlov. Cautivó a Yákov Mijáilovich por su inteligencia poco común, por su mentalidad obrera, por el exacto conocimiento que tenía de la situación en su comarca.

Hablaba con acertadas imágenes del estado de ánimo y las querencias de las diferentes capas campesinas, del kulak que decía: "Para el campesino pobre mi corazón era de perro, ahora es de lobo". Al referirse a los primeros pasos de los comités de campesinos pobres decía: "No siempre dirigen bien los asuntos nuestros camaradas: sufren tropiezos, se equivocan. El asunto es nuevo para ellos, difícil. Carecen de práctica para dirigir los asuntos estatales y a veces fallan: o bien consideran kulaks a los campesinos medios, o se dejan engañar y pisar el terreno por los kulaks". Pero lo que más le interesaba era la situación general y el trabajo de los campesinos. "Las pequeñas parcelas dispersas aquí y allá han encallecido el cuello al campesino -decía-. Este araña con su arado un campo erosionado, carente de fertilidad, y por su trabajo individual recibe tan sólo una joroba y una cruz de madera por añadidura. Y a pesar de todo esto, se aferra a su pequeña propiedad, y está tan acostumbrado a su arado de madera, a su barreño, que incluso roto lo estima".

La salida para el campesino, según él, era el paso a la gran hacienda socializada. Pero los organismos soviéticos debían actuar en esta cuestión con cuidado. "Que al campesino le quede al principio su propiedad; que continúe echando grano a su granero y sólo labore conjuntamente la tierra. De esta manera irá pasando gradualmente a la economía común".

A petición de Sverdlov, escribí para Lenin la conversación sostenida con Antónov. Y al año de esto, Vladímir Ivánovich Nevski, rector de la Universidad Sverdlov, llamó a un grupo de alumnos y un camarada que acababa de llegar de la provincia de Tver nos contó cómo había perecido Nikolái Antónov.

Hacia el verano de 1919, en la comarca de que era presidente Antónov, al igual que en muchos otros lugares, se organizaron bandas de desertores, que huían del servicio en las filas del Ejército Rojo. Las encabezaban elementos kulaks.

Ocultándose en los bosques, hambrientos, exasperados, los desertores tenían aterrorizada a la población campesina, se llevaban a los caballos, degollaban a las vacas y a las ovejas.

A mediados de junio, a una señal de alguien, todas las bandas de la comarca se reunieron en un bosque, no lejos de la cabeza de distrito. Desde allí le enviaron una carta a Antónov, exigiéndole que abriera el granero y les entregara harina y sal.

"Tú, pirata, venido de Petrogrado -le escribían-, comunista del diablo, vagabundo, estás implantando por todas partes la absurda comuna. ¡A tí, miserable, es al primero que vamos a colgar de un pobo; tus días están contados! O nos entregas lo que pedimos o despídete de los camaradas. ¡Y debes saber que te marcaremos en la espalda la estrella roja, en nombre de la cual realizas tu agitación!"

Antónov se negó a abrir el granero. Entonces, los desertores avanzaron sobre la aldea. Iban tocando el acordeón y cantando coplillas:

No nos cuadran a nosotros

Pantalones de montar,

Y no necesitamos

El servicio militar...

Al llegar al local del Comité Ejecutivo, llamaron a Antónov y exigieron de nuevo que abriera el granero. Antónov dijo que no lo abría, pues no tenía derecho a hacer tal cosa. Entonces los desertores empezaron a disparar, y cuando Antónov cayó herido en la cabeza, irrumpieron en la casa y se liaron a golpes de porra y culatazos con los empleados del Comité Ejecutivo. Algunos recibieron golpes mortales, los restantes quedaron sin conocimiento. Sólo Antónov, aunque le golpearon más que a nadie, quedó con conocimiento.

Cargaron a los vivos y a los muertos en carretas y entre gritos y echando a vuelo las campanas los llevaron al cementerio. Allí los desertores se pusieron a cavar una fosa. También obligaron a cavar a Antónov.

Una vez que la fosa estuvo terminada, arrojaron a ella los cadáveres y a los que quedaban con vida. Ya en la fosa; Antónov se incorporó. Comenzaron a golpearle de nuevo; pero pudo gritar: "No tememos vuestros crímenes. Hemos trabajado con honestidad y espíritu de justicia en bien del pueblo".

Le dieron un golpe en la cara con una pala. Cubierto de sangre cayó sobre sus camaradas. No obstante le quedaron ánimos para sentarse, quitarse las botas y la chaqueta y entregárselas al padre que estaba presente. "Toma, padre, como recuerdo, dijo, y vosotros, asesinos, ¡malditos seáis!" Luego se tumbó boca arriba y dijo que le cubrieran de tierra... Más de una hora se estuvo moviendo la tierra en la tumba y se oyeron sordos gemidos.

Un primer plano

En los primeros días de agosto regresamos del viaje al campo. Las ventanillas del vagón estaban abiertas y el viento irrumpía por ellas. Sobre la ciudad se cernía una cadena de pesados nubarrones. Oscurecía por momentos. Relucieron un instante las doradas cúpulas de las catedrales del Kremlin. Brillaron y se ocultaron, cubiertas por las oscuras nubes.

Nuestra ausencia había durado cerca de tres semanas, mas teníamos la sensación de que había sido de años enteros. Corriendo por los charcos llegamos rápidamente a nuestra "Sverdlovka". La residencia estaba vacía; la gente se hallaba de prácticas. Corrí a casa a ver a mama y la encontré en la escalera. Iba a toda prisa a alguna parte, me entregó la llave de la casa, me besó sin detenerse, me dijo que mi padre estaba en Moscú y que pedía que fuera a verle.

El Estado Mayor General se había instalado en la antigua Escuela Militar de Alejandro, en la Známenka, la actual calle de Frunze.

Tenía encargado el pase. Subí al segundo piso. Mi padre se encontraba en una gran habitación, ante una mesa repleta de papeles. Detrás de él, en la pared, había un mapa que tenía marcadas con banderitas las líneas del frente.

Mi padre me habló brevemente de su vida. Había sido designado miembro del Consejo Militar Revolucionario de la República y ahora trabajaría en Moscú. Luego se interesó por mi vida. Nuestra conversación era interrumpida frecuentemente por llamadas telefónicas.

Nadie entró en la habitación. Todo el tiempo estuvimos solos. De pronto llamaron a la puerta. A fin de, no estorbar me senté rápidamente en un sillón un tanto apartado. Mi padre dijo: "entre".

En la habitación entró un hombre de unos cincuenta y cinco años. Su porte y la soltura con que movía su pesado corpachón denotaban a un militar profesional. Sus cabellos empezaban a clarear, la espesa barba negra parecía teñida. En su rostro se dibujaba la más bondadosa y acogedora sonrisa.

Nada más verle, aquel hombre se me hizo en extremo antipático. Como no me veía, yo seguí hostilmente cada uno de sus movimientos. Mi padre, por el contrario, le estrechó afablemente la mano, se interesó por su salud, le llamó por su nombre y patronímico Serguéi Alexéevich. Luego le tendió la pitillera y le ofreció un cigarrillo.

La conversación giró en torno al traslado de unidades militares. Serguéi Alexéevich proponía retirar de un frente considerables contingentes militares y trasladarlos a otro. Mi padre daba su conformidad, asentía; su rostro adquiría entonces una expresión un tanto estúpida. Escuchó a su interlocutor hasta el fin; le pidió que repitiera otra vez su propuesta y abrió el cajón de la mesa para sacar una hoja de papel.

Mi padre inclinó la cabeza y con la mano rebuscó algo en el cajón. Serguéi Alexéevich le miró, creyendo que nadie le observaba en aquel momento. ¡Qué mirada la suya! ¡Cuánto odio había en ella!

Esto duró posiblemente un segundo, y desapareció apenas mi padre alzó la cabeza.

- Le escucho- dijo mi padre.

Serguéi Alexéevich repitió sus propuestas. Se despidió marcialmente y fue hacia la puerta. Se volvió otra vez, sonriente, ceremonioso. Vio la amable sonrisa, un tanto bobalicona, de mi padre.

¡Pero cómo cambió mi padre apenas aquél se retiró! ¡Qué dura y sombría fue la mirada con que acompañó a su visitante!

- ¿Quién es? -pregunté sin poder contenerme.

¿Ese? -Mi padre hablaba como si volviera en sí, después de una profunda meditación-. Es Kuznetsov, el jefe de la Sección de Operaciones del Estado Mayor del Ejército Rojo Obrero y Campesino.

Su tono me pareció algo extraño, pero guardé silencio.

Hizo una pausa. Luego habló por teléfono; pidió que le pusieran con el despacho de Lenin. Le dijo que necesitaba hablar con él.

- ¿Ahora? -volvió a preguntar-. Bien, Vladímir Ilich. ¿Mi hija? La tengo aquí, a mi lado. La llevaré conmigo, la llevaré...

Aquello fue todo. Dos miradas, como vistas en un primer plano. Lo que se ocultaba detrás de ellas lo referiré más adelante.

Una noche en el Kremlin

Llegamos al Kremlin a las 9 y pico de la noche. Vladímir Ilich y Nadiezhda Konstantínovna estaban en casa. Su indumentaria era casera: él llevaba una vieja chaqueta de alpaca y ella, un vestido de percal con lunares.

La conversación de mi padre con Vladímir Ilich era rigurosamente secreta y pasaron a otra habitación. Nadiezhda Konstantínovna y yo quedamos en la cocina. Mientras remendaba una prenda, me habló de su vida durante el tiempo que no nos habíamos visto.

Luego, Vladímir Ilich y papá volvieron. "Caramba!" -dijo Vladímir Ilich ya en la puerta, volviéndose hacia mi padre, al tiempo que sacudía la cabeza como si quisiera ahuyentar alguna idea.

No se sentó inmediatamente a la mesa y se paseó por la cocina; luego, con un movimiento rápido volvió la silla, se sentó en ella a horcajadas, puso las manos en el respaldo y empezó a hacer preguntas a mi padre sobre asuntos militares.

La conversación transcurría a ritmo rápido. Vladímir Ilich hacía preguntas lacónicas: ¿Quién? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Cuánto? Al oír las respuestas, se enfadaba a menudo y profería expresiones como éstas: "badulaque", "papanatas", "desmanotado".

Primero hablaron de la situación en el Frente Sur, que inspiraba seria inquietud a ambos. Luego, de los nuevos jefes militares y generales que se habían formado en el transcurso de la guerra civil: Bliújer, Azin, Cheveriov, Budionny.

A Vladímir Ilich le interesó vivamente el talento y la improvisación creadora que ponían de manifiesto aquellos jefes en su arte militar.

Mi padre le refirió con entusiasmo que Budionny, cuya caballería acaba de formarse, conducía sus regimientos por las estepas. Cómo daba rodeos y más rodeos y mantenía a sus caballos comidos y bebidos, mientras el enemigo que le perseguía estaba hambriento y sin agua. Cómo efectuaba los desplazamientos de noche con la fresca, y obligaba al enemigo a avanzar de día, asándose bajo los rayos de un sol implacable.

Mi padre habló mucho a Vladímir Ilich de Alexandr Mijáilovich Cheveriov, muerto prematuramente, a quien conocía de cerca.

Obrero del ramo de la madera, miembro del Partido desde 1908, Cheveriov, durante nuestras duras derrotas en el Frente Oriental en 1918, supo abrirse paso con su destacamento desdé Ufá a través del dispositivo enemigo y unirse a nuestras tropas.

Un rasgo notable de Cheveriov consistía en que, en la pequeña experiencia del mando de un destacamento de dos mil hombres, percibió con su intuición proletaria cuál era el talón de Aquiles de los métodos guerrilleros y comprendía que sin poseer conocimientos no se podía mandar. En más de una ocasión se dirigió al Estado Mayor del Segundo Ejército y habló con los miembros del Consejo Militar revolucionario.

- El mal principal -decía- consiste en que no sabemos mandar. Ordenamos atacar el flanco y no sabemos asestar golpes sobre el flanco. ¡Si estudiáramos un poco, terminaríamos pronto con toda esa canalla! ¡Estudiar, estudiar es lo que nos hace falta!

Escuchaba atentamente cada indicación y en los próximos combates demostraba que era un aventajado alumno. El regimiento de Cheveriov resultó ser el mejor de los que atacaban Izhevsk. Finalizada la operación de Izhevsk-Vótkinsk, consiguió que le enviaron a la Academia del Estado Mayor, pero antes de los dos meses huyó de la enseñanza escolástica carente de vida que reinaba allí.

- Comienzan el estudio de la artillería por las catapultas persa y griega -se quejaba a Gúsev-. ¿Para qué diablos me hacen falta esas catapultas, si la guerra civil se atiza más y más de día en día? ¡Que el diablo les lleve a ellos y a sus catapultas!

Luego, la conversación giró en torno a las nuevas formas de lucha, surgidas gracias a las peculiaridades del nuevo soldado revolucionario y del nuevo comandante, en un ejército nuevo, que sostenía la guerra civil.

¡Había de qué hablar! El pueblo creaba su ejército y ponía en esta obra todo su precioso talento. Había inventado la famosa "Tachanka", carro ligero armado de una ametralladora. Cuando faltaban trenes blindados debidamente pertrechados, montaba en plataformas de mercancías cañones y ametralladoras, sustituía el blindaje por sacos de arena y, dando a estos convoyes los rimbombantes nombres de "Léninets", "Relámpago", "Luchador" "Muerte a los blancos", los convertía en trenes blindados aptos para id combate,

Mi padre relataba a Vladímir Ilich cómo durante la ofensiva sobre Ufá nuestras unidades salieron a la orilla del río Bélaia. No se disponía de medios técnicos de ningún género para efectuar el paso. Hubo que atravesar el río en barcas y la caballería cruzó el río a nado. El ritmo de la operación disminuía considerablemente. Entonces se presentó al mando un soldado rojo, dijo que era carpintero y que se comprometía a hacer una pasarela con toneles vacíos y tablas, casi sin clavos. A pesar de la rápida corriente y del fuego del enemigo, se hizo la pasarela y las unidades y convoyes que quedaban fueron trasladados a la orilla opuesta.

Así, conversando, se pasó la tarde. Era hora de marchar. Pero en aquel momento, Vladímir Ilich, mirando con malicia a Nadiezhda Konstantínovna ("¿Lo permitiría o no?") dijo:

- ¿Y qué le parece, Serguéi Ivánovich, si aprovechando que está usted aquí y ya no va a trabajar, llamamos a Krásikov y hacemos un poco de música?

Nadiezhda Konstantínovna dio su asentimiento. Llamaron por teléfono a Krásikov, uno de los activos integrantes del grupo de bolcheviques de Ginebra en la época del II Congreso del Partido. Vivía en el Kremlin y, a los cinco minutos, se presentó con su violín.

Con su llegada todo cambió. Entró entonando una cancioncilla francesa. Mi padre le acompañó. Vladímir Ilich y Nadiezhda Konstantínovna cruzaron sus miradas y se echaron a reír. Por lo visto, aquella canción les traía a la memoria algo divertido.

Nadiezhda Konstantínovna propuso que pasáramos a su habitación. Vladímir Ilich se sentó en el diván y ella lo hizo a su lado.

Krásikov levantó el arco y miró interrogativamente a mi padre. Este movió afirmativamente la cabeza, y Krásikov abordó la obertura de la ópera Payasos.

Vladímir Ilich permanecía sentado, la cabeza echada hacia atrás y se tapaba los ojos con la mano izquierda. Se veía que estaba entregado en cuerpo y alma a lo que escuchaba. El violín no podía, naturalmente, transmitir la gama de sonidos de la orquesta. Pero Krásikov tocaba bastante bien. Y lo principal era que sentían todos tal ansia de oír música que aquello constituía para ellos un placer.

Cuando Krásikov llegó al momento en que se descorre el telón y aparece en escena un cantante que interpreta el "Prólogo", se oyó la voz de mi padre.

Había oído hablar en más de una ocasión de su voz a mama y a los camaradas de mi padre; que Fígner le había propuesto entrar de solista en el Teatro Mariinski; que el ruidoso canto de papá durante el II Congreso del Partido fue la causa de que hubiera que trasladar las sesiones de Bruselas a Londres. Contaban que cuando mi padre estaba exilado en Beriózovo, su voz se escuchaba en la orilla opuesta del Obi.

Aquella noche, en casa de Vladímir Ilich, cantó bajito, a un cuarto de su voz. Vladímir Ilich tenía agarradas las manos, inclinándose ligeramente adelante. A través de la ventana abierta se contemplaba el cielo nocturno cuajado de estrellas. La voz de mi padre ora se hacía sonora, ora sorda.

De esta manera cantó todo el "Prólogo". Quedaba solamente una frase, la última. Entonces mi padre no pudo contenerse. Se levantó, dio un paso adelante, tendió hacia Vladímir Ilich ambas manos y emocionado cantó con toda fuerza:

- ¡Comenzamos, pues!

Había en ello tal impulso, tal profundidad de sentimientos e ideas, que para los oyentes y el cantante, aquello no sonaba a "Prólogo" del relato del trágico destino de una familia de payasos, sino al prólogo de los acontecimientos -completamente distintos- que vivía entonces la gran Revolución rusa.

Anécdota acerca de la casa de los sindicatos

Aprovechando que uno de los sectores de nuestro Frente Sur, en la dirección de Novojopiorsk, había quedado descubierto, Denikin lanzó el 10 de agosto el cuerpo de cosacos del general Mámontov, con un total de unos diez mil sables. Los de Mámontov irrumpieron en Tambov, a toque de campanas destruyeron el monumento a Carlos Marx, organizaron una matanza de hebreos asesinando y ahorcando a obreros y comunistas.

Unidades de soldados rojos, enviadas con toda urgencia, asestaron un golpe contundente a los de Mámontov y los arrojaron de la ciudad. Ya a los primeros choques se vio que los de Márnontov eludían el combate, se adentraban en la retaguardia soviética, por el camino fusilaban a mansalva a obreros, campesinos pobres, familias de comunistas y de soldados rojos; violaban a las mujeres, saqueaban a la población, se llevaban el ganado y los caballos, volaban los puentes, cortaban los cables, incendiaban y destrozaban locomotoras y vagones,

Con las acciones de Mámontov, Denikin pensaba sembrar el pánico en nuestra retaguardia y contaba con que esta fuerza contrarrevolucionaria organizada agruparía a desertores, kulaks y elementos inconscientes del campo y prendería el incendio de la guerra campesina contra los bolcheviques.

Pero no logró ni lo uno ni lo otro.

El Frente Sur, roto momentáneamente por la caballería de Mámontov, le abrió paso, pero, a continuación, se unió de nuevo y prosiguió las operaciones. De las comarcas donde estuvo Mámóntov llegaban noticias de que el campesinado no solamente no apoyaba a los blancos, sino que empezaba a alzarse por su cuenta a la lucha contra ellos, formando destacamentos armados de fusiles, mosquetes, horcas y hachas.

Pero, aunque Denikin no consiguió lo que se proponía, el golpe fue duro, muy duro. Las hordas de guardias blancos recorrían enfurecidas los bosques y campos de Tambov, Penza, Riazán, Tula y Vorónezh, asaltando aldeas y ciudades, saqueando, incendiando y destrozándolo todo. El transporte de trigo a Moscú y a los centros proletarios de nuevo disminuyó considerablemente. A medida que se aproximaban los blancos, la contrarrevolución interior levantaba la cabeza.

Por aquellos días, Piotr Lázarevich Vóikov, del Comité del Partido de nuestro distrito, (futuro embajador soviético en Polonia, muerto a manos del enemigo) y yo, después de un día entero de agitado ir y venir, en el intervalo entre dos sesiones, entramos en el "Café de los poetas" en la calle Tverskáia, donde a precio exorbitante se podía comprar un panecillo y beber un brebaje color café con sacarina.

A la misma mesa que nosotros se sentó un tipo, burgués a todas luces. Su lustroso rostro afeitado denotaba que había comido bien y se le veía con ganas de charlar para facilitar la digestión.

El mismo entabló conversación con Vóikov. Mi memoria no hubiera podido reconstruir aquella conversación a no ser por que Vóikov dejó testimonio escrito de la misma.

- Toda práctica tiene su filosofía -dijo el burgués estirando las piernas y acomodándose lo mejor que pudo-. Vea, por ejemplo, mi especialidad...

Sacó del bolsillo un puro y se puso a fumarlo con deleite. -Yo, puede decirse, que no siembro ni siego, pero meto grano en el granero... Comprar y vender no es lo mismo que redactar una resolución o un decreto cualquiera. Para comprar y vender hay que tener inspiración como para escribir versos. No se trata de cálculo: cuánto ganar y a cuánto vender. Lo importante es la inspiración... Claro que hay compras y compras. Por ejemplo. Ayer compré varios cajones de tabacos, a mil rublos la decena. ¿Qué fue: inspiración o cálculo? Claro que fue cálculo. Pues ya sabía que mañana me los comprarán a mil doscientos rublos.

Dio una chupada a su tabaco de cien rublos y, soltando una bocanada de humo azul, contempló soñadoramente, con aire de experto vividor, cómo se iba esfumando.

- Tomemos otro ejemplo -prosiguió-. Hace tres semanas, compré por dos millones cien mil rublos la Casa de los Sindicatos de Moscú. ¡A eso lo llamo inspiración!

Vóikov se quedó lo que se dice estupefacto.

- ¿Usted ha comprado la Casa de los Sindicatos? -preguntó sin disimular su extrañeza.

Su interlocutor se sonrió.

-¿Le asombra eso? Sí, la he comprado.

Vóikov y yo no dábamos crédito a lo que oían nuestros oídos.

-¿Habla usted de la Casa de los Sindicatos que se encuentra en Ojotni Riad?

- De ella precisamente. La he comprado y, a mi juicio, por una bagatela.

- Perdone, -dijo Vóikow-. ¿Cómo la ha adquirido usted?

El burgués se sonrió con burlona condescendencia.

- Usted, querido mío, no está al corriente de los negocios -dijo-. ¿Acaso no conoce usted que en Moscú se puede comprar una casa lo mismo que en los viejos tiempos? No crea usted que bromeó: en los últimos meses, todo lo que consigo ganar lo invierto casi exclusivamente en inmuebles. Ya tengo ocho casas en Moscú y dos en Petrogrado.

- Pero, ¿a quién entrega usted el dinero? -preguntó Vóikov.

- ¡Oh! No al Soviet de Moscú -respondió-. Lo entrego a los dueños legítimos, o sea, a los que poseen acta notarial de compra de estas casas. Los precios de las fincas aumentan ahora de día en día, a una rapidez verdaderamente fabulosa.

- ¿Pero con qué cuenta usted? -preguntó Vóikov.

- ¿Con qué cree usted? -dijo el burgués, respondiendo a una pregunta con otra.

Tverskaia, núm. 38

Una noche nos llamaron al Comité de distrito del Partido. Todos los miembros del Partido de los distritos Gorodskói y Krasnoprésnenski habían sido movilizados para efectuar una gran redada en los barrios centrales de Moscú. Patrullas reforzadas recorrían las calles. En las puertas de las casas había centinelas. En domicilios, buhardillas y sótanos se efectuaban registros.

Antes de poner manos a la obra se reunió a los que iban a participar en la batida en el patio de una casa del bulevar Rozhdéstvenski, donde se encontraba el Comité de distrito del Partido y el estado mayor del destacamento de misiones especiales. Martín Yánovich Lacis, de la Cheka, arengó a los presentes.

Dijo que en los últimos tiempos se habían dado muchos casos de traición, de espionaje y de gente que se había pasado al enemigo. Tras de todo esto se adivinaba un vasto complot contrarrevolucionario.

Los recientes hechos de deslealtad y traición en Krásnaya Gorka y en el sector de Carelia del Frente Norte; el complot en Petrogrado, de cuyo descubrimiento se había informado en los periódicos, eran eslabones de una misma cadena.

Mientras una localidad se hallaba lejos de la línea de fuego, los confabulados se ocultaban todavía como las chinches en una rendija. Pero bastaba con que el frente se aproximase, para que aparecieran los guardias blancos locales bien armados y nos disparasen por la espalda desde puertas y ventanas, provocaran sediciones contrarrevolucionarias y asesinasen a los nuestros.

Por ello, ahora que Denikin trataba de abrirse paso a Moscú y el cuerpo de cosacos de Mámontov campaba por nuestra retaguardia, debíamos tomar medidas de precaución, como la vasta redada que se efectuaba aquella noche. Cada casa, cada patio, cada buhardilla y sótano debían ser registrados. Habíamos de tener la seguridad de que en la capital no había depósitos secretos de armas ni de sustancias explosivas; de que los cachorros de los guardias blancos no estaban agazapados en apartados rincones, dispuestos a actuar a una señal; de que en algún patio no funcionaba alguna tipografía secreta que imprimiera octavillas contrarrevolucionarias, de que en los garajes no había automóviles al servicio de los sediciosos.

Al grupo del que yo formaba parte se le encargó una de las casas peores de Moscú: la de la calle Tverskáia Nº 38.

Esta casa sigue en pie, sólo que su número es más bajo, después de demoler las casas pequeñas en la parte inferior de la calle, habiéndose transformado la estrecha Tverskáia en la anchurosa calle de Gorki, El aspecto exterior de la casa no ha cambiado mucho. Claro que se ha revocado la fachada y en los escaparates de las tiendas, en lugar de los carteles que decían "¡No somos señores!" "¡No somos esclavos"! y las maquetas de propaganda antirreligiosa, ahora relumbran los objetos de una joyería y artículos sintéticos. Sí, la casa es la misma. Pero no es fácil hacerse una idea de cómo era en el año 1919, con sus escaleras sucias, sus oscuros pasajes, patios malolientes, callejones sin salida, sótanos, y, sobre todo, con sus apartamentos llenos de desertores, oficiales contrarrevolucionarios, especuladores de divisas, atracadores, cocainómanos y demás heces de la delincuencia incrustados en la charca de los pequeños burgueses y de los ex hombres.

Para facilitar la redada, la casa fue dividida en sectores: la escalera, los apartamentos que daban a la misma, el sótano y la buhardilla. Comenzamos por la buhardilla y el sótano. En éste no encontramos nada. En la buhardilla hallamos dos sables del modelo de la gendarmería, de los que entonces llamaban "arenques", un bote de hojalata con cartuchos de fusil, el cañón de una ametralladora "Lewis", varios pares de galones de capitán de estado mayor, dos revólveres de oficial. Todo estaba cuidadosamente escondido bajo la techumbre de la buhardilla.

Luego pasamos a los pisos. A la sazón no existían timbres eléctricos. Llamábamos tirando de un mango de madera unido a una campanilla que había detrás de la puerta. Sonaba la campanilla; pasado algún tiempo se oían unos pasos y preguntaban: "¿Quién es?" Sólo después de insistir mucho, se entreabría la puerta, primero con la cadena echada. Ante nosotros aparecían figuras extravagantes: damas con capotas, rizos sujetos con papillotes que sobresalían por debajo de las cofias de noche, pálidos y temblorosos señores con batines y gorros de estar en casa, solteronas que lloraban dando gritos histéricos; jóvenes que nos echaban miradas altivas y saturadas de odio.

Casi siempre, quienes nos abrían la puerta comenzaban a decirnos ya en el umbral que no pertenecían a partido alguno: "sin partido, apoyamos al Poder soviético", "sin partido y sin trabajo", "revolucionario del año 1905, sin partido", "intelectual, sin partido", "víctima del régimen zarista, sin partido". Estos "sin partido" disponían invariablemente de abundantes productos: saquitos de harina que olía a heces de ratón, bolsitas, atadillos, botes de hojalata llenos de vituallas medio podridas. Estos "sin partido", como si se hubieran puesto de acuerdo, ocultaban, el oro, las divisas extranjeras y las joyas en medias y calcetines sucios sin lavar; los documentos y condecoraciones zaristas en saquitos con grano; los revólveres, bombas y armas blancas bajo el entarimado; a los desertores y a los señores cuyo continente de oficiales se olía a la legua, los escondían en los armarios de cocina y en las habitaciones de la servidumbre.

Ya cerca del amanecer llamamos a una puerta del cuarto piso. Se oyeron fuertes pisadas. La puerta se abrió de repente. Apareció un muchacho moreno, con camiseta a rayas. Puso mala cara y, frunciendo el ceño, nos miró de soslayo: "¿Qué queréis?"

Y entonces, por desgracia, apareció el camarada Jachin. El hermoso camarada Jachin, el blondo camarada Jachin, el elocuente camarada Jachin, el elocuentísimo camarada Jachin.

Al camarada Jachin lo conocía de Petrogrado, ¿Y quién no le conocía? Estaba en todas partes; sin falta, donde más se le viera, en primer plano. Pero ocurría una cosa extraña: cuando aparecía en alguna nueva organización, primero le elegían presidente, luego quedaba solamente como miembro del comité y en la siguiente votación ya no resultaba elegido.

Luego, ya en Moscú, encontré en más de una ocasión al camarada Jachin, que emergía sin que se supiera de dónde, siempre en algún nuevo papel. Aquel día, lo había encontrado en el estado mayor del destacamento de misiones especiales, bien ceñido el correaje nuevo, mandando y disponiendo alguna cosa. Ahora aparecía inesperadamente ante nosotros y, con ínfulas de mando, manifestaba que aquel piso, a cuyo registro debíamos proceder, corría de su cuenta.

Entró en él con dos testigos y nosotros llamamos en el piso de al lado. Nadie respondía. Volvimos a llamar una y otra vez. Continuaba un silencio sepulcral. Rompimos la puerta. Nadie habitaba aquel apartamento, pero había montones de ropa de toda clase, sacos de harina y cajones de botes de conservas. Estaba claro que aquello era una guarida de ladrones o el depósito de una banda de especuladores, o lo más posible de alguna organización contrarrevolucionaria.

Los hombres comenzaron a golpear las paredes y a comprobar los suelos; yo no tenía nada que hacer y salí al descansillo. Sentía mareos a Causa de todo lo que había visto. Abrí el ventanillo de la escalera y miré con tristeza el cielo grisáceo que anunciaba el próximo amanecer.

En aquel momento escuché la voz del camarada Jachin.

- Precisamente así planteo la cuestión -gritaba-. Precisamente la erupción en oleadas de metáforas en forma de avalancha...

El camarada Jachin apareció en el descansillo. Con él iba un hombre que llevaba una estrella de soldado rojo en el gorro. Tenía las facciones finas, era guapo y sus ojos tenían la mirada fría.

- Al verme, el camarada Jachin dio muestras de gran júbilo.

- Imagínate -gritó-. El camarada y yo, cada uno por nuestro lado, hemos llegado a ideas coincidentes por completo en cuanto a la misión de la poesía en la época actual. La poesía debe ser volcánica, al mismo tiempo debe resonar en ella un tema ascendente y precisamente en vuelo volcánico...

Sin cesar su peroración, el camarada Jachin comenzó a bajar la escalera. El hombre con la gorra de soldado rojo le seguía; llevaba bajo el sobaco un envoltorio de papel de periódico, atado con un cordel.

¡Ah! ¡Camarada Jachin! ¡Camarada Jachin! ¡De haber sido aunque sólo fuera un poco más inteligente, qué tremenda desgracia quizás se hubiera podido evitar!

En las primeras horas de la mañana, llegamos al estado mayor del destacamento de misiones especiales. En el patio habían colocado mesas, a cada una de las cuales estaba sentado un miembro de! estado mayor con un ayudante que se hacía cargo de los arrestados y de los objetos recogidos durante la batida.

Lo principal en aquella noche fue el descubrimiento de una imprenta clandestina de los S.R. en el local de una "Unión Cooperativa". En la tipografía había cuatro máquinas de imprimir. Allí estaban preparadas las pruebas del número ordinario de un periódico clandestino antisoviético bajo el inocente título de La voz del soldado rojo enfermo y varias decenas de miles de octavillas contrarrevolucionarias.

Las octavillas empaquetadas fueron colocadas en el patio. A su lado se habían volcado en un montón tiras de papel en las que en gruesas letras se leía: "¡Abajo los comunistas!"

La explosión

Durante el mes de septiembre, la situación en el Sur devino más amenazadora. La contraofensiva del Ejército Rojo, emprendida a mediados de agosto, terminó en un fracaso. El enemigo continuaba manteniendo en sus manos la iniciativa de las acciones militares. Había concentrado en la región de Bélgorod el grueso de sus fuerzas y trataba de llegar a Moscú. Cada día se conocían noticias de las nuevas derrotas de nuestros ejércitos y de los nuevos éxitos de las tropas de Denikin,

Alrededor de los tableros en que se colgaban los partes de guerra de ROST se agrupaba constantemente el gentío. En una ocasión, al pasar por delante de uno de ellos, en la plaza Strastnáia, vi a unas cuantas jetas sonrientes. Un sujeto había extendido los cinco dedos de la mano, los iba doblando uno a uno y decía:

- Pongamos una semana hasta Kursk... Otra semanita hasta Oriol... Contemos todavía unos cinco días hasta Tula... Y desde allí, a la semana se plantan en Belokámennaia.

- ¡Hablas del fruto y no has visto todavía la flor! -soltó una voz de mal talante entre la muchedumbre.

- ¿No es, eso la flor? -dijo haciendo una mueca e indicando al parte con el dedo-. ¡Y vaya flor, querido!

Hay que decir que no sólo este sujeto razonaba así, Según informaba la prensa sueca, "el Ministro de la Guerra inglés, Churchill, ha informado en el último congreso del Partido Conservador del golpe mortal preparado por la Entente contra la revolución rusa. Una vez concentrados los pertrechos militares de todo género a lo largo de las fronteras de la Rusia Soviética, los ejércitos de catorce Estados comenzarán la ofensiva contra Moscú. Esta ofensiva deberá empezar a últimos de agosto o a comienzos de septiembre... Según cálculos de Churchill, Petrogrado debe caer en septiembre y Moscú, para navidad. Más adelante, hasta que se dé fin a la pacificación del país, gobernará Rusia una comisión mixta en forma de dictadura militar... "

¡Pero aquello no era todo!

El 23 de septiembre, los periódicos de Moscú publicaron en gruesos caracteres:

OBREROS:

¡LOS BANDOLEROS COSACOS Y LAS MANADAS DE LOBOS DE DENIKIN HACEN DESESPERADOS ESFUERZOS PARA LLEGAR A NUESTROS CENTROS!

¡LOS CONJURADOS Y LOS ESPÍAS EN LA RETAGUARDIA LES TIENDEN SUS MANOS SANGRIENTAS Y LEVANTAN EL HACHA SOBRE LA CABEZA DE LOS OBREROS HAMBRIENTOS!

¡EN GUARDIA, PROLETARIOS!

¡ANIQUILAREMOS A LOS ESPÍAS Y GUARDIAS BLANCOS EN MOSCÚ!

¡LOS DERROTAREMOS EN EL FRENTE!

Seguidamente, se publicaba un comunicado de la Cheka que daba cuenta de haberse descubierto el complot del "Centro Nacional". En él se explicaba detalladamente la actividad de esta organización contrarrevolucionaria, la mayoría de cuyos componentes fue sorprendida con las manos en la masa, con órdenes e instrucciones de Denikin, escritos cifrados, direcciones de participantes y armas.

La lista de miembros del "Centro Nacional" ponía al desnudo la verdadera faz de la contrarrevolución rusa. En ella figuraban dueños de casas y fabricantes, terratenientes y barones, constitucionales, mencheviques y monárquicos.

En tal compañía resultó estar Serguéi Alexéevich Kuznetsov, el jefe de la Sección de operaciones del Estado Mayor Central del Ejército Rojo Obrero y Campesino, al que hacía poco tiempo había visto yo en el despacho de mi padre, en el Consejo Militar Revolucionario de la República. Puede juzgarse de la índole de este sujeto siquiera sea por el hecho de que después de su detención, Denikin presentó por radio un ultimátum, exigiendo que se le pusiera inmediatamente en libertad. ¡Había que ser tan bruto como Antón Ivánovich Denikin para presentar un ultimátum semejante!

- ¿Y tú sabías ya entonces que Kuznetsov era un espía? -pregunté a mi padre.

-.No. Pero presentía algo malo -respondió.

- ¿Y por qué no le arrestaste?

- Procedí con más astucia. Me hice el tonto.

Los conjurados decidieron actuar a fines de septiembre. Su objetivo era apoderarse de Moscú, ocupar la estación de Radio y Telégrafos, informar a los frentes de la caída del Poder soviético, provocar el pánico y la descomposición en las filas del Ejército Rojo y abrir a Denikin el camino a Moscú.

Ya estaban preparados los depósitos de armas. Se había concentrado en Moscú a oficiales fieles a los sediciosos. Ya se habían impreso, en imprentas clandestinas, las órdenes que tenía que publicar el Ejército Voluntario, tan pronto como entrara en Moscú: "¡A la menor resistencia, fusilamiento inmediato!" Ya se habían trazado minuciosamente en el plano de Moscú las acciones militares de los sublevados.

En una carta a Denikin, el constitucional N. Schepkin, que encabezaba el complot, daba directrices políticas, aconsejando a los blancos las consignas que debían presentar al entrar en la capital.

"Los Soviets se derrumbarán por ellos mismos -escribía-, si nosotros realizamos lo principal: ¡exterminar a los comunistas, sin dejar uno!"

¡Exterminar a los comunistas! ¡A los dos días de haberse descubierto el complot del "Centro Nacional" pudimos ver cómo pensaban realizarlo!

Todos los miembros del Partido fueron movilizados. Unos quedaron acuartelados; a otros los enviaron a las fábricas, talleres y cuarteles de soldados rojos para explicar la situación con motivo de haber sido descubierto el complot de los guardias blancos. Todo estaba supeditado al objetivo, formulado por Lenin en la carta del Comité Central del Partido Comunista: "La República Soviética está sitiada por el enemigo y debe convertirse en un sólo campamento militar no de palabra, sino de hecho".

Y, no obstante, cuando todavía no se tienen dieciocho años, de pronto te das cuenta de que, por mucho que te inquieten las cuestiones de la lucha contra Denikin, la discusión de las mismas con algún camarada tiene para ti un interés particular; de que después de un día de ajetreo, de hablar en distintos sitios y de hacer instrucción militar, aún quedan ganas de permanecer hasta la mañana en un banco del bulevar Tverskói, hablando durante toda la noche con el mismo camarada. Pero sólo, claro está, de la lucha contra Denikin y no de ninguna otra cosa ¡por Dios!

La noche del 25 de septiembre yo debía asistir a una reunión de propagandistas y representantes de los comités distritales, convocada por el Comité de Moscú del Partido. En ella había de redactarse el plan de labor de las escuelas distritales del Partido y cambiar impresiones sobre la forma de realizar la agitación.

El camarada de que he hablado anteriormente no podía ir a esta reunión, ya que tenía que hablar en una empresa. Pero convinimos en entrevistarnos a las 9 de la noche, al pie del monumento a Pushkin.

La reunión fijada para las seis de la tarde, comenzó con algún retraso. A ella asistió mucha gente de gran talento e ingenio y, como todas las reuniones de este género, transcurrió alegremente, entre bromas y risas. En una pequeña sala se congregaron unas doscientas personas. Hacía calor. Las ventanas que daban al jardín estaban abiertas.

Yo escuchaba y miraba al reloj. La manecilla de las horas pasaba ya de las ocho y la reunión no terminaba. Decidí acercarme a la puerta de entrada y me situé entre los fumadores, que escuchaban al orador llenando de humo con sus cigarrillos la habitación contigua.

En aquel momento, Mijail Nikoláevich Pokrovski dijo algo muy gracioso y toda la sala rompió a reír ruidosamente. Sentí que alguien me empujaba ligeramente. Era Vladímir Mijáilovich Zagorski. Se había retrasado. Al parecer subió la escalera de prisa y respiraba con dificultad; gruesas gotas de sudor se deslizaban por su frente. Pisando con cuidado entró en la sala para llegar a la presidencia.

Pokrovski terminó de hablar. Alexandr Fiódorovich Miasnikov, que presidía la reunión, hizo sonar la campanilla y dijo:

- Camaradas: someto a votación el plan de labor de las escuelas del Partido, teniendo en cuenta las modificaciones introducidas. ¿Quién...

"Me da tiempo" -pensé con alegría- y levanté la mano en pro, antes de que Miasnikov procediera a la votación.

En aquel momento en la última ventana del lado de la presidencia, se oyó un ruido extraño; en el centro de la sala cayó un objeto pesado, se oyó una pequeña explosión; luego, el objeto empezó a dar vueltas por el suelo, silbando con fuerza.

Todos se levantaron. Los que estaban sentados en el centro de la sala se apartaron bruscamente a los lados; alguien lanzó un grito. Pero la voz de Zagorski se impuso dominando la confusión.

- ¡Calma, camaradas! -gritó-. ¡No tengáis miedo ni os dejéis ganar por el pánico!

Lo último que vi y escuché fue esta voz y la figura de Zagorski en el momento en que se adelantó hacia la bomba y la agarró para lanzarla a la ventana. En aquel instante se oyó una explosión que me derribó. Durante algún tiempo perdí el conocimiento o al menos la facultad de comprender lo que ocurría. Cuando lo recobré había desaparecido la pared que daba al jardín; en la gran brecha se veía la techumbre pendiendo de lo alto. Todos los cristales habían quedado rotos, parte de los marcos de las ventanas arrancados, los muebles hechos astillas; el suelo y las paredes estaban salpicados de sangre.

Recuerdo tan sólo confusamente lo que sucedió después: los gemidos de los heridos, los cadáveres, los rostros desesperados de los camaradas que se inclinaban sobre los restos de Vladímir Mijáilovich Zagorski.

A los tres días, el proletariado de Moscú daba sepultura a las víctimas. En la Sala de las Columnas de la Casa de los Sindicatos se colocaron diez sarcófagos, guarnecidos de tela roja y negra. Se oyeron los acordes de una marcha fúnebre. En las cintas de las coronas figuraba la inscripción: "El asesinato de los jefes del proletariado no detendrá la lucha revolucionaria. ¡Habéis sido asesinados, pero continuáis viviendo para nosotros!"

¿Quiénes eran los asesinos?

La explosión en la travesía de Leóntiev se produjo a los dos días de haberse publicado el comunicado de la Cheka sobre el descubrimiento del complot del "Centro Nacional". Lo primero que vino a las mentes fue que la explosión era obra de guardias blancos no capturados todavía.

Incluso cuando apareció la "Información del Comité insurreccional de guerrilleros revolucionarios de toda Rusia", imprimida ilegalmente, donde se decía que la bomba de la travesía de Leóntiev había sido arrojada por "elementos clandestinos anarquistas", se consideró que era una provocación de los guardias blancos.

Pero transcurrieron unos cuantos días y llegó a manos de la Cheka la carta de un anarquista, que atestiguaba irrefutablemente que la explosión había sido realizada precisamente por los anarquistas, con participación de los socialrevolucionarios de izquierda.

Todo el mes de octubre estuvo saturado de episodios dramáticos de la lucha de los organismos de la Cheka contra la organización clandestina anarquista. Al principio, se localizó un apartamento conspirativo de los anarquistas en Moscú. Se practicó en él un registro por sorpresa y se encontraron armas, listas de miembros de la organización, palancas para violar cajas fuertes, grandes sumas de dinero.

A base de estos datos, se efectuaron arrestos de elementos, ninguno de los cuales se entregó sin ofrecer resistencia armada. En una de las acciones resultó muerto Sóbolev, destacado organizador clandestino anarquista; fue él quien, subiéndose a un balcón, había arrojado la bomba en la travesía de Leóntiev.

Se publicó una fotografía de Sóbolev. Apenas le vi reconocí al "volcánico poeta", que había engañado al elocuentísimo camarada Jachin.

En el momento en que Denikin, después de apoderarse de Kursk, avanzaba hacia Oriol, todavía fresca la tierra que cubría las tumbas de las víctimas de la explosión de la travesía de Leóntiev y los contrarrevolucionarios de toda laya preparaban una matanza contra la vanguardia de la clase obrera, el Comité Central anunció una "semana del Partido" y llamó a todos los trabajadores a ingresar en las filas del Partido Comunista de Rusia.

El alto titulo de comunista

A comienzos de octubre, partí de Moscú. Lo primero que me saltó a la vista al regreso, cuando salí a la Plaza Kalanchóvskaia (actualmente Komsomólskaia) fue un enorme cartel en tela roja que decía:

¡NO NOS ENTREGAREMOS! ¡RESISTIREMOS! ¡VENCEREMOS!

Llegué a la "Sverdlovka" al tiempo que se celebraba una reunión del Partido. Era anochecido. La sala estaba casi a oscuras y sólo a través de la ventana situada detrás del informante, penetraban los últimos destellos del sol poniente.

Vladímir Sorin, representante del Comité de Moscú del Partido, en breves palabras, dijo que las reiteradas movilizaciones para el frente, el transporte, el acopio de productos alimenticios y de madera habían agotado las mejores fuerzas de los comunistas de Moscú y no sólo de Moscú. Desde los comunistas más desarrollados y enérgicos hasta los simplemente idóneos estaban combatiendo contra Kolchak y Denikin, perseguían a Mámontov, procuraban conseguir trigo en la provincia de Ufá. Las células habían quedado sin gente. Los distritos estaban exhaustos. En los más grandes, como los de Sokólniki y Zamoskvoretski, no llegaba a mil el número de miembros del Partido que quedaban en cada uno; en el de Suschevsko-Márinski había cuatrocientos cinco militantes y, en toda la organización de Moscú, en total, poco más de diez mil.

Entretanto, la República necesitaba más y más gente, nuevas promociones de comunistas. Por tanto, había que encontrarlos y prepararlos. ¿Pero dónde? En la clase obrera, entre los soldados rojos y los campesinos de vanguardia. Cada miembro del Partido estaba obligado a ir a las masas, buscar personas honestas, firmes y conscientes y traerlas al Partido. Si cada uno de nosotros reclutaba siquiera a un militante, duplicaríamos nuestras filas.

El proletariado ruso conocía a nuestro Partido a lo largo de dos decenios. Bajo sus banderas había marchado al asalto de las fortalezas del capital y durante dos años golpeó al enemigo. Pero en los meses últimos, tan difíciles, parecía como si hubiera visto bajo una nueva luz al Partido bolchevique y sus proezas.

Recuerdo que en la "Prójorovka" hablaba un tejedor al que una máquina le había arrancado un brazo.

- Es grande, camaradas -dijo-, la responsabilidad que han asumido los comunistas. Lo han hecho por voluntad propia y la mantienen sin cejar en su empeño. En lugar de decaer miran adelante con audacia y valentía. Y, apretando contra su pecho la manga vacía, dijo:

- Yo, camaradas, siento vergüenza ante vosotros, ante los comunistas. Como proletario, me considero hermano de los comunistas y os patentizo mi estimación...

A veces la conversación acerca del Partido se entrelazaba con palabras concernientes al Poder soviético, al pan y a la guerra civil. Pero solía ocurrir que el tema del Partido y de la moral comunista se convertía en el tema central, e incluso en el único tema de la reunión. ¿Quién es un auténtico comunista? ¿Qué actitud debe tener el comunista para con el pueblo? ¿Cómo tiene que ser en el trabajo y en la vida privada?

Dondequiera que tuviera lugar esta conversación, en la imagen del verdadero comunista se vinculaba sin falta el elevado ideal del hombre que ofrenda la vida en aras de la felicidad del pueblo.

Ahora esto nos parece la cosa más natural del mundo. Pero es necesario recordar aquellos tiempos. Contra nuestro Partido actuaban enemigos de toda laya: socialrevolucionarios, mencheviques, anarquistas, personas mezquinas y murmuradoras, gentes de iglesia y pertenecientes a sectas. Todos ellos lo vilipendiaban y difamaban, alborotaban a propósito de la "potencia de los comisarios", de la "monarquía de los comunistas" y de otras mil cosas por el estilo. Sin embargo, el pueblo trabajador, presintiendo con su intuición de clase proletaria dónde estaba la verdad, hacía de la palabra "comunista" un sinónimo de honradez, de valentía, de nobleza, de servicio a una justa causa.

Mi cuaderno de propagandista, donde apuntaba lo que oía en las reuniones, estaba lleno de anotaciones como ésta:

- Es un hombre comunista. No dejará mal, no traicionará...

- ¿En quién veo yo al verdadero comunista? En el trabajador más honesto, de mayor consistencia ideológica, y más avanzado, que se rige únicamente por la equidad, que da a la vida más de lo que toma de ella...

- Actuemos, camaradas, a la manera comunista: estrechemos nuestras filas para la lucha, olvidemos las necesidades y todas las adversidades en aras del glorioso futuro. Ahora no causa miedo morir, porque se muere consciente de querer vivir como seres humanos, con dignidad de hombre. Incorporémonos a las filas de los combatientes que se olvidaron de todo, incluso de la familia, y solamente defienden y se cuidan de la felicidad de los oprimidos...

De este modo, en la entraña de las masas populares, surgió la atracción a las filas del Partido Comunista. Se incrementó especialmente después de descubrirse el complot del "Centro nacional" y de la explosión en la travesía de Leóntiev.

Durante la semana de reclutamiento estuve en unas diez reuniones en talleres, fábricas, depósitos ferroviarios y unidades militares.

Algunas de estas reuniones transcurrían a ritmo rápido entre risas y bromas, y en ellas se decía: no tienes que convencernos de nada. Nosotros mismos somos capaces de persuadir a quien quieras. Frecuentemente terminaban con el acuerdo de ingresar en el Partirlo del primero hasta el último, por talleres, compañías, etc…

En otras, el estado de ánimo era de profunda meditación. Se veía que era difícil para la gente. "Me sostengo en mis reflexiones como sobre pinchos" -dijo uno de los que asistían a una reunión.

No todos, naturalmente, manifestaban deseo de ingresar en el Partido. Había entre los obreros quienes decían que existían demasiados partidos y que cada uno tira para sí; todos disputan, se pelean y no hay manera de que se pongan de acuerdo. Nosotros -decían- somos gente ignorante. ¿Para qué vamos a meternos en líos?

Había quienes sólo oponían que en el Partido habían entrado egoístas y aventureros. Como en el Partido había semejantes individuos, el que hablaba no tenía nada que hacer en él y prefería a continuar sin afiliarse.

Otros decían que la lucha del Partido Comunista por emancipar a los trabajadores de la esclavitud capitalista era muy difícil, exigía del miembro del Partido enormes energías y sacrificios y que ellos no estaban en condiciones de hacerlo.

- Yo creo que si ingreso en el Partido, estará mal que compre el pan de especulación en la Sújarevka -decía uno de aquellos obreros-. Y la tripa hay que llenarla, ya que con la cartilla no basta para alimentarse...

Pero el cariz de la reunión lo determinaban otros. Los que vivían entonces el momento más puro, más luminoso, más inspirado de su vida.

Sobre el cajón que hacía las veces de tribuna, se hallaba un obrero de unos 30 años. Su rostro pálido, de barba rala, sonreía feliz.

- Camaradas -dijo emocionado-. Antes mi cabeza se llenaba de sombríos pensamientos. Yo pensaba: si me afilio al Partido de los comunistas, y de pronto el señor Denikin se planta aquí, esto será para mi la tumba. Bueno, pensaba yo, cuando lo echen más lejos entonces me afiliaré. Y ha resultado que a Denikin no lo han echado todavía, y yo ingreso en el Partido de los comunistas. ¡Y ahora mismo, además!... Ya no me oprimen los pensamientos de antes, de si Denikin está cerca o lejos, sino que quiero que triunfe la verdad, y esta verdad disipa mis sombríos pensamientos de antes. Y vosotros, camaradas, desechad también las sombrías reflexiones y venid a nuestro Partido, el Partido de los comunistas. Yo ingreso en él, y lo hago con la esperanza de que vosotros, los que os rezagasteis no abochornaréis a nuestra revolución, verdaderamente proletaria.

A continuación habla un hombre de rostro surcado por profundas arrugas. Lo hace apretando sus grandes puños. La reunión parece como absorta: se oiría el vuelo de una mosca.

- ¿Cómo me crié yo? ¿Qué he visto? -decía con voz sorda-. Siendo chiquillo, me enviaron a la fábrica. Allí me enseñaron tan sólo una ciencia: obedecer, ser servicial, recibir un coscorrón tras otro, correr al tenducho a comprar vodka, pero a la chita callando, sin que lo advirtieran, trayéndosela al de abajo sin que lo viera el de arriba. De esta manera me amaestraban como a un perro, hicieron de mi un esclavo. Y lo hubiera continuado siendo a no ser por la revolución. Y ahora, camaradas, yo pido con plena conciencia que se me dé el ingreso en el Partido y se me acoja bajo su roja bandera, a fin de luchar a vuestro lado por la emancipación de los trabajadores del mundo entero.

En las reuniones apenas si se interesaban por lo que en nuestros tiempos se denomina el nivel político del que ingresa en el Partido. Al pueblo le inquietaba otra cuestión: si el que se incorporaba a las filas del Partido tenía elevados ideales morales de comunista.

- ¿Dejarás la bebida? -gritaban en la sala.

- ¿Qué conducta tienes con tu compañera? -inquiría una voz de mujer.

En este plano se discutían las candidaturas. A éste hay que darle el ingreso, es digno del elevado título de comunista. A éste otro no: es borracho y malhablado; le ha dado una bofetada al aprendiz: solamente denigrará al Partido con su presencia.

También les tocaba algo a los que ya estaban en el Partido.

Se levantó un muchachillo y dijo:

- Yo, camaradas, soy poco instruido, así que perdonadme. No sé por qué, pero me gusta mucho discurrir. Pero claro, como tengo pocos conocimientos, más que nada discurro tonterías. Me regañan por este motivo. Piotr Frólovich me regaña, Iván Vasílevich me regaña. Pero no me enfado porque no son del Partido. Pero usted, Nikolái Kuzmich, usted es del Partido, es comunista, y cuando usted me regaña me duele. ¿Por qué me regaña? Usted debe enseñarme, y no regañar...

El muchachillo concluyó de hablar de manera inesperada:

- ¡Les pido, camaradas, que me permitan inscribirme proletario de todos los países!

Los comités distritales del Partido se reunían varias veces al día para aprobar las listas de los nuevos ingresados. Después, se convocaban reuniones en las que se hacía entrega del carnet del Partido a los nuevos militantes. Y dondequiera que estas reuniones se celebraran, en el taller, junto a la máquina, o en la pequeña habitación del comité fabril, siempre llena de humo de tabaco, todas ellas tenían particular solemnidad.

Después de la reunión, los comunistas, acompañados de los restantes obreros, portando banderas rojas y entonando canciones revolucionarias, se encaminaban al Soviet de Moscú. A menudo los miembros del Partido, los veteranos y los nuevos, manifestaban en la reunión su deseo de incorporarse inmediatamente al frente y se dirigían a la oficina de reclutamiento militar. Al día siguiente desfilaban ya por las calles de Moscú camino de las estaciones, con el fusil al hombro, y una libra de pan y dos gobios secos, en el macuto.

Se veía a hombres barbudos de edad madura al lado de chiquillos barbilampiños, a mujeres formando al lado de los hombres, a obreros de la "Manufactura de las Tres Montañas", en camisas manchadas del tinte del percal, hombro a hombro con los torneros de la "Bromley", ennegrecidos por el polvo del metal. Todos iban vestidos con su ropa, calzados muchos de ellos con botas o zapatos de confección casera, con suela de madera o de cuerda.

Estos combatientes tenían las mejillas hundidas del hambre, no sabían guardar la formación ni marcar el paso, apenas si acertaban a disparar. Pero la expresión de sus rostros denotaba tanta decisión, tanta fe en su causa, tal disposición a vencer o morir, que se hacía evidente que aquellas personas lucharían hasta exhalar el último aliento, antes que retroceder o dejar al enemigo el camino abierto a Moscú.

En octubre de 1919, cuando Denikin se encontraba en los accesos de Tula, y Yudénich, en las inmediaciones de Petrogrado, ingresaron en el Partido cerca de 200.000 hijos e hijas del pueblo soviético.

Por aquellos días, Vladímir Ilich escribió:

"... Esto es un milagro: los obreros, que han soportado los inauditos tormentos del hambre, del frío, de la desorganización, de la ruina, no sólo conservan su entereza de ánimo, su fidelidad al Poder soviético, toda la energía para el sacrificio y el heroísmo, sino que, a pesar de toda su falta de preparación e inexperiencia, cargan sobre sí el peso del gobierno de la nave del Estado. Y esto, en el momento en que son más terribles los vaivenes de la tempestad..."

Efectivamente, aquello era un milagro, una de esas maravillas que tanto abundan en la historia de nuestra gran revolución proletaria:

El otoño dorado

A fines de septiembre, el Comité Central se dirigió a todas las organizaciones del Partido, a todos sus miembros, exhortándoles a duplicar, a decuplicar la energía en la defensa armada de la República.

En esta carta se repetía con la mayor frecuencia un mismo verbo, que resonaba como el tañido de una campana que tocara a rebato: ¡debes! ¡debemos!

Las movilizaciones del Partido se sucedían una tras otra. El 20% de los miembros del Partido, el 30%, el 50%. Algunas organizaciones del Partido se marcharon al frente completas, íntegramente.

La labor de las instituciones del Estado se redujo al máximo y los colaboradores fueron enviados al frente. La movilización no afectaba solamente a tres departamentos: militar, de comestibles y de previsión social.

"¿Por qué de previsión social? -pensaba yo-. Está claro en cuanto al militar y al de los comestibles, pero ¿a qué viene eso de previsión social?"

En esto meditaba cuando iba por un pasillo del Kremlin hacia el despacho de Vladímir Ilich, para quien había preparado, a petición suya, anotaciones de unos libros.

La cuestión me interesó hasta el punto que la espeté apenas entré en el despacho de Vladímir Ilich.

El me miró enfadado.

- Es la decimoquinta vez por lo menos que escucho eso hoy -dijo-. Entre otros, me han preguntado lo mismo los trabajadores del Comisariado de Previsión Social. Para no perder tiempo en explicaciones he ordenado que copien este documento, y se lo entrego a los que preguntan. Léalo con atención.

Sacó de una carpeta que tenía sobre la mesa una copia a máquina del documento y me lo tendió.

"Nosotros, los soldados rojos de tal regimiento -leí- vamos al frente para defender y consolidar el Poder de los Soviets y ayudar a nuestros camaradas, que llevan combatiendo allí dos años. Muchos de ellos han caído ya, pero conocemos nuestro Poder soviético, el poder de las manos callosas, y tenemos en él más fe que en nosotros mismos; sabemos que inscribirá sus nombres en la historia y no se olvidará de sus familias. Por nuestra parte declaramos: no dejaremos las armas hasta que no demos su merecido a toda la canalla de guardias blancos, y también a los "socialistas" entre comillas. Demostraremos a nuestro propio Poder que nosotros, los soldados rojos, comprendemos perfectamente por quién y para qué vamos a morir al frente, pero no renunciamos a nuestros derechos. Sólo pedimos que os acordéis de nosotros y de nuestras familias. Y en el caso de que aquí, en la retaguardia, la contrarrevolución alce la cabeza, que sepa que haremos con ella como el cocinero con las patatas, o sea que no dejaremos uno vivo. ¡Viva el Poder soviético! ¡Viva el proletariado mundial!"

Mientras leí, Vladimir Ilich vio las anotaciones hechas por mí.

- ¿Lo ha leído? -me preguntó cuando hube terminado-. Recuerde para siempre las palabras: conocemos el Poder soviético y tenemos en él más fe que en nosotros mismos. Solamente es digno del alto título de comunista quien comprende las obligaciones que le imponen estas palabras...

En aquellos días Vladimir Ilich Lenin escribió en una carta a un grupo de comunistas extranjeros: "Queridos amigos: Les envío mis mejores saludos. Nuestra situación es muy difícil a causa de la ofensiva de 14 Estados. Hacemos esfuerzos sobrehumanos".

Es difícil medir la labor verdaderamente titánica que se ocultaba tras esas lacónicas palabras: "Hacemos esfuerzos sobrehumanos". En ellas se expresaba la inusitada tensión de fuerzas para producir un viraje decisivo en el Frente Sur; la organización de la defensa de Moscú; la ayuda al Petrogrado rojo que se !habría de defender hasta derramar la última gota de sangre.

Casi todas las noches, se oía en nuestra habitación del "Loskútnaia" la insistente llamada telefónica desde la centralilla interior del Consejo de Comisarios del Pueblo. Mi padre, de un salto, se ponía al habla y solamente se oía decir: "Está bien, Vladimir Ilich... Tomo nota, Vladímir Ilich...", y apenas si conciliaba el sueño, de nuevo volvía a sonar.

Mi padre era entonces jefe del sector de la defensa de Moscú, organizado por acuerdo del Comité Central del Partido.

Este acuerdo había sido tomado al día siguiente de la caída de Kursk, a causa del peligro que podría suponer para la región industrial del Centro, en particular, para Moscú y Tula, un ulterior avance del enemigo. De ahora en adelante, indicaba el Comité Central, la fundamental tarea militar y también política consiste en rechazar a toda costa, por cuantiosas que sean las víctimas y las pérdidas, la ofensiva de Denikin y mantener en nuestro poder Tula y sus fábricas y defender Moscú.

Todo anunciaba que el otoño que se echaba encima sería de infinita tensión de fuerzas y de lucha a muerte. Había algo grandioso en las silenciosas calles de Moscú, en las plazas desiertas, en la acompasada marcha de los obreros y obreras moscovitas, que iban al frente.

Por la mañana temprano mi padre y yo nos dirigíamos al trabajo. Era el único tiempo que pasábamos juntos, sin que lo interrumpieran las llamadas telefónicas y los ordenanzas con despachos urgentes. Nos despedíamos cerca de las puertas del Estado Mayor Central.

- ¿A qué hora vendrás a casa? -preguntaba mi padre.

- Por la noche, ya tarde -respondía yo.

- ¿Puede ser que, al menos hoy, vengas más pronto? -decía él.

- ¡No! -respondía yo con sequedad-. No puedo venir antes. Tengo mucho trabajo.

El dejaba asomar una sonrisa apenas perceptible.

- Yo también -decía- tengo mucho trabajo...

Por entonces, mi padre recorría con frecuencia el sector de la defensa de Moscú. En uno de aquellos viajes me llevó con él, diciendo que le era necesaria la ayuda de mis ojos "que todo lo veían".

En Sérpujov hicimos la primera parada prolongada. Se presentaron en el vagón unos miembros del Comité Revolucionario de la comarca. El presidente del mismo, en el pasado obrero de la fábrica de percales, informó del plan que había preparado minuciosamente el Comité Revolucionario, a fin de defender la ciudad de los ataques de las bandas blancas.

Ya habían empezado a construir fortificaciones delante de los puentes sobre el Oká y del ferrocarril. Alrededor de la ciudad se cavaban trincheras para disparar de pie, con troneras y nidos de ametralladoras. De conformidad con las instrucciones del sector de la defensa de Moscú, los nudos de resistencia debían ser protegidos por múltiples alambradas. Pero el Comité Revolucionario no pudo conseguir alambre, y en su lugar se derribaron los árboles y se alzaron barricadas. Había algo emocionante en aquella combinación de "árboles derribados y barricadas". Lo primero provenía de la vieja Rusia moscovita cuando se defendió de los nómadas; las barricadas estaban indisolublemente ligadas a los combates revolucionarios de la clase obrera.

Partimos de Sérpujov ya avanzada la noche. La locomotora era de poca potencia y a duras penas tiraba del pesado convoy. Al otro lado de las ventanillas reinaba una fría noche otoñal.

De pronto, las ventanillas se iluminaron con una difusa luz vacilante. La locomotora lanzaba ronquidos a medida que vencía la cuesta. Abrí la ventanilla, y se oyó ruido de voces, el golpeteo de las palas, los acordes inseguros de una armónica que tocaba la Varsoviana. Salimos al puente. Abajo brillaba el negro espejo de las aguas. A derecha e izquierda, hasta donde abarcaba la vista, se veía el fuego ele las hogueras, figuras humanas envueltas en humo rojizo, y los elevados túmulos de la tierra recién cavada. En aquel lugar se construía una de las líneas de defensa.

Posteriormente nos parábamos con frecuencia. En las estaciones desenganchaban el vagón y venían a ver al jefe del sector miembros de los comités revolucionarios y representantes de las autoridades militares locales. Todos ellos iban sin afeitar, tenían las mejillas hundidas y los ojos hundidos por el insomnio.

Las cuestiones se resolvían con rapidez. Se referían a los asuntos más diversos. Se trataba de los pasos del río (había que prepararlos, para ser destruidos en caso necesario); se hablaba de los antiguos terratenientes que en los últimos tiempos habían aparecido como emergidos de la tierra. En sus manos tenían credenciales sacadas no se sabía de dónde, según las cuales se les encomendaba la custodia de sus haciendas como "monumentos históricos o de arte". El comandante del sector ratificó las disposiciones de los comités revolucionarios, en el sentido de que cuantos terratenientes fueran identificados había que detenerlos, recluirlos en campos de trabajo y, en caso de que ofreciesen resistencia, fusilarlos en el acto.

Se concedía mucha atención a la organización de pequeños destacamentos guerrilleros locales, integrados por cinco o diez hombres, con gran capacidad de movimiento y que pudieran ocultarse fácilmente. Su tarea fundamental consistía en hostigar constantemente y sin piedad al enemigo, agotarlo, causarle bajas por todos los medios, liquidando a los individuos aislados, realizando ataques nocturnos, sembrando pánico, espantando a las caballerías. En resumen: había que crear una atmósfera de peligro que acechase por todas partes.

- Les advierto, camaradas -dijo el jefe del sector-, que estos destacamentos son fuertes por ser numerosos y poseer gran movilidad y no deben fundirse en ningún caso formando grandes destacamentos, que exigen otras condiciones de formación y preparación.

Fuera soplaba el viento. Se sucedían las estaciones, los nudos fortificados, la gente, los asuntos que traían. En el vagón del Estado Mayor el trabajo no cesaba ni de día ni de noche.

Al fin, al caer del cuarto día, el vagón fue enganchado a un convoy que se dirigía hacia el Norte. El comandante del sector decidió aprovechar su viaje para revisar las defensas inmediatas de Moscú. La línea rodeaba la capital en un radio de 20 a 25 verstas y había sido trazada para caso de que el enemigo se aproximara a Moscú y la ciudad se viese directamente amenazada; todavía no se hacían en ella fortificaciones.

Antes de llegar a Bykovo, los del Estado Mayor descendimos del tren y anduvimos a pie. El camino pasaba a través de un espeso bosque. Habíamos andado ya bastante cuando por entre el ramaje de los árboles vimos la verja de hierro de un gran parque. Alguien dijo que era la antigua finca de un dignatario del zar, que ahora había sido convertida en sanatorio. Todos estaban muy fatigados y decidieron entrar en el sanatorio a tomar té.

Tras la cancela se extendía una ancha avenida festoneada de tilos centenarios. Al final de la misma se divisaba una casa, que, desde lejos, parecía una nube blanca. Nos encontrábamos no lejos de ella cuando aparecieron dos hombres que venían en sentido contrario. Uno de ellos iba sosteniéndose con un bastón en cada mano, y se apoyaba alternativamente en uno o en otro, a pesar de lo cual su andar era ligero y majestuoso. Cuando ya estábamos cerca, su rostro me causó admiración por la asombrosa hermosura espiritual que emanaba de él.

A su lado, y sosteniéndole a veces por el brazo, iba el médico vestido con la bata blanca. Mi padre y yo vimos que era el doctor Veisbrod, a quien conocíamos bien.

- Permítanme que les presente -dijo el doctor-. Kliment Arkádievich Timiriázev, Serguéi Ivánovich Gúsev.

Yo sabía, claro está, que Timiriázev vivía en Moscú. Pero no sé por qué se me antojaba que era un hombre de otro mundo, de otra época, de otra magnitud; un hombre con el que no se podía tan fácilmente entrevistarse y conversar.

Entretanto, Timiriázev se interesó vivamente por las personas que acababa de conocer y empezó a preguntar a mi padre acerca del viaje y la situación en el frente. Yo apenas escuchaba; me limitaba a contemplarle casi con la boca abierta.

Subimos por la anchurosa escalera a la terraza de mármol. Estaba situada sobre un tajo. Alrededor, atravesado a largas franjas por los rayos del sol, se veía el bosque otoñal, de tonalidades cobrizas, de oro y bronce.

Klement Arkádievich miraba a lo lejos, embelesado por la belleza de aquel otoño, el último que había de ver.

- ¿Recuerda usted las proféticas palabras de Byron dedicadas a Moscú? -preguntó.

Thou stand'st alone unrivalled

till the fire

To come, in which all Empires

shall expire!...

¡Única, sin rival en la historia,

permanecerás hasta el incendio

del futuro, en el que todos los imperios

del mundo deberán sucumbir!

Miembro del parlamento

En cierta ocasión me llamaron al Comité Central del Partido, donde tenía que ver a Elena Dmitrievna Stásova. Me dijo que había venido a Rusia cierto coronel inglés y que, a la sazón, se encontraba en Tula. Su traductor había enfermado y era necesario enviar inmediatamente al coronel a una persona que conociera inglés, o francés en último caso. Elena Dmítrievna decidió que fuera yo.

Aquella misma noche monté en un tren que partía de la estación de Kursk. Al día siguiente me hallé en el Estado Mayor de la zona fortificada de Tula. Allí todo andaba revuelto. El camarada al que debía dirigirme gritaba algo, sin cesar de dar vueltas a la manivela del teléfono de campaña. Cuando le grité al oído que le quedaba libre cuál era el motivo de mi venida, me miró con ojos atónitos, sin comprender. Por fin, su entendimiento captó de qué se trataba. Profirió un juramento y dijo que el inglés aquel se llamaba rnister Malone y que esperaba en el hotel.

En el hotel la gente dormía tirada por los pasillos. Llamé a la puerta de la habitación reservada a míster Malone. Me abrió un soldado rojo de nariz chatilla. Era el ordenanza que habían puesto a míster Malone. Al instante me dijo que se llamaba Mishka.

- ¡Al fin ha llegado! -exclamó Mishka con alegria-. Ya estoy cansado. Ni él ni yo comprendemos ni fu ni fa...

Míster Malone estaba junto a la ventana con un libro en las manos. Luego supe que se trataba de un volumen de Tácito, del que no se separaba. Cuando entré, se levantó y se inclinó ceremonioso.

Yo conocía mal el inglés y, por ello, empecé a hablar en francés. Míster Malone tenía una pronunciación horrenda y además intercalaba en la conversación francesa interjecciones inglesas. Al miliciano le llamaba "policernan", al clérigo "clergyman", al especulante "businessman". Por lo demás, pronto empezamos a entendernos.

Yo supe por míster Malone, que era liberal, miembro del Parlamento. Había venido a la Rusia Soviética para cerciorarse personalmente de lo que era este país, acerca del cual la prensa inglesa contaba las cosas más fantásticas. Como el Gobierno británico se encontraba en estado de guerra no declarada con la Rusia Soviética, tomó pasaporte para hacer un viaje a Estonia. Una vez allí, se encaminó a la frontera rusa y, enarbolando bandera blanca, fue hacia nuestros puestos fronterizos. Los guardafronteras lo detuvieron y enviaron a Moscú. Aquí le sometieron a un interrogatorio y luego se le concedió el derecho a viajar en cualquier dirección.

Con el deseo de estudiar al "mujik ruso", al "cosaco ruso" y al "proletario ruso", lo primero que hizo fue dirigirse hacia el Sur, pero el intérprete que le habían asignado enfermó de repente y míster Malone llevaba ya dos días torturado por la espera y quería proseguir su viaje lo antes posible. El itinerario del viaje debía fijarlo él mismo. Mi misión era ayudarle a entenderse con todos aquellos "rusos".

Le expliqué esto a Mishka, quien prometió "ordenarlo todo en un instante". Salió a toda prisa y volvió rápidamente con un mandato de casi medio metro en las manos. Se nos concedía el derecho a utilizar gratuitamente y sin obstáculos todos los medios de transporte, a desplazarnos por el territorio de la zona fortificada, recibir alimentos, poner telegramas y poco menos que a hablar por cable directo.

Pero cuando llegamos a la estación, el comandante de guardia estaba rodeado por una muchedumbre de poseedores de mandatos semejantes, e incluso más largos que el nuestro. Malone indicó imperturbable que él, Mishka y yo nos abriéramos paso a través de la muchedumbre, le señaláramos con el dedo a él, a Malone, y haciendo esfuerzos por gritar más que todos los demás, vociferásemos que había que darnos preferencia precisamente a nosotros.

Los argumentos surtieron efecto. Nos metieron en un convoy con una compañía que se dirigía al frente. Antes de llegar a Oriol, míster Malone manifestó deseos de bajar del tren.

Anduvimos por un camino vecinal, perdido en los campos. A lo lejos se vislumbraban gavillas y las siluetas de los caballejos de los campesinos. Había llovido poco antes y el camino estaba intransitable, los pies se hundían en el barro. Sólo ahora me daba cuenta de lo difícil de mi situación. Me había visto ya en no pocos berenjenales, pero en otras ocasiones los que me rodeaban eran de los míos. Ahora Mishka y yo nos encontrábamos cara a cara con aquel inglés, tan flaco, el vivo retrato de míster Dombey, que hubiera abandonado su oficina de la City, encaminándose al país de los bolcheviques.

"¿Qué es lo que quiere? -pensaba yo-. ¿Y quién será? ¿Qué le habrá traído a la Rusia envuelta en las llamas de la guerra civil, donde le acechan miles de peligros? Una de dos: su viaje era heroico o malintencionado, o como Lockhart, tenía una misión secreta, y en ese caso, posiblemente, la suerte del Poder soviético dependería de mi vigilancia o bien en su pecho latía un noble corazón, capaz de comprender la grandeza de nuestra revolución... "

Mis meditaciones fueron interrumpidas en aquel momento por la voz de míster Malone.

- Dígame, por favor, miss: ¿es usted bolchevique?

- Sí, soy bolchevique.

- IAh, oh, uh! -dijo míster Malone.

"¡Conque ah, oh, uh!" -pensé, y mostré la lengua a su larga espalda.

Difícil es apreciar qué giro hubiera tornado nuestra conversación de no aparecer en aquel momento la aldea tras un recodo del camino. Nos dirigirnos a una izba, que más bien parecía un montón de paja medio podrida, situada en un extremo. Mbter Malone sacó su bloc.

Así vi por primera vez aquel bloc. Luego, durante nuestro viaje, que duró tres días, lo vi más de una vez. Era un bloc magnífico, encuadernado en tafilete, que despedía un aroma de piel costosa. Quizá por eso le cobré un odio feroz.

A cualquier sitio que fuéramos, míster Malone abría su bloc, empezaba a hacer preguntas y yo cumplía mis obligaciones de intérprete.

En el programa de míster Malone, el primero que figuraba era el "mujik ruso", y por él empezamos.

Íbamos de aldea en aldea, de izba en izba. En todas partes todo era igual: la izba con su estufa; los rostros de los niños de un pálido azulenco; a las mujeres se les marcaban las paletillas por debajo de las blusas de percal; los ojos llorosos de los ancianos; los relatos rebosantes de amarguras y miserias.

Míster Malone hacía preguntas con todo detalle, luego anotaba en el bloc los resultados de sus observaciones.

"Soloma (paja). Para el campesino ruso la "saloma" es un producto universal. La emplea para los techos, con ella alimenta el ganado, añade paja al pan, duerme sobre una brazada de paja y alimenta la estufa con paja".

"Zemliá" (tierra). Objeto de extática adoración religiosa. Al hablar de la tierra, el campesino hace la señal de la cruz y dice: "Gracias a Dios, la tierrecita es ahora nuestra".

"Sol (sal): Algo específico del hambre rusa es su duración, unida a la total ausencia de sal. De ahí los tegumentos secos y el peculiar color azulenco, especialmente en los niños".

Las anotaciones eran poco más o menos de este género…

Ordené a Mishka que para pasar la noche buscara una izba lo más acomodada posible. Al principio, el dueño no quería dejarnos entrar, pero al saber que con nosotros venía un inglés cambió de actitud. Mientras míster Malone resoplaba, lavándose en el lavabo, en la mesa se puso el samovar, huevos cocidos, pepinos, repollo fermentado, una jarrita de vidrio con un gallito rojo en el fondo, llena hasta la mitad de vodka casera.

No sé por quiénes nos tomaría el dueño, pero sin duda creyó que éramos de los suyos, ya que, sin el menor recelo, soltó la lengua.

Sentada, indiferente, iba traduciendo al pie de la letra:

- Dice que "el Poder soviético se lo lleva todo y no da nada". Han organizado la comuna y, para él, esta comuna es tan molesta como una pulga debajo de la camisa. Dice: "Queridos aliados: con lágrimas en los ojos les pedimos que ayuden a Denikin, para que venga cuanto antes, pues los bolcheviques no dejan vivir".

Después de anotarlo todo en su bloc, míster Malone se interesó por conocer el destino del "landlord" de la localidad.

- ¿Dónde está vuestro señor? -pregunté.

- Al conde lo han metido en la cárcel -respondió el dueño.

Puso la taza boca abajo, colocó en su base un pedacito de azúcar y se disponía a proseguir su peroración. Pero yo dije que estaba cansada y quería dormir.

Los dueños se acostaron en lo alto del horno y nosotros en los bancos colocados a lo largo de las paredes. Por la noche sentía un cosquilleo repelente. A la débil luz de una lamparilla de aceite vi que verdaderos ejércitos de cucarachas corrían por encima de la mesa, por las paredes, sobre los que dormían.

Cuando nos despertamos, los dueños ya estaban levantados. Se presentía que durante la noche había ocurrido algo. Tenían encendidas todas las lamparillas ante los iconos; el dueño salía a cada momento a la calle, trataba de oír algo, luego regresaba diciendo: "No, no se oye nada".

Resultaba que en la aldea se había corrido el rumor de que los blancos se encontraban ya muy cerca. Aunque el rumor no se vio confirmado, decidí que debíamos marchar cuanto antes de allí, y metí prisa a míster Malone.

El dueño me explicó cómo ir "directamente" a la estación. O él nos confundió adrede o nos extraviamos por el camino; lo cierto es que anduvimos sin parar y la estación no aparecía.

Yo ya estaba agotada, incluso Mishka daba muestras de cansancio; pero míster Malone continuaba tan tranquilo dando zancadas con sus piernas de grulla. A veces, me hacía preguntas, preferentemente acerca de la Revolución de Octubre. Eludía resueltamente mis intentos de educarlo políticamente o aclararle el sentido de lo que habíamos visto. Mirándome de arriba abajo, con el mismo desprecio que un perrazo mira a un cachorrillo ladrador, manifestó:

- Para usted, miss Bolchevique, existe sólo el síntoma de clase, según el cual divide a todas las personas en "nosotros" y "ellos". Todos los que no son "nosotros", son "ellos" para usted, o sea, enemigos. Yo tengo una actitud mucho más serena hacia la política y no exijo que el individuo se diluya en las pasiones políticas. He venido para formarme un juicio por mi cuenta de lo que ocurre en su país, y verlo con los ojos de una persona que no está bajo la influencia de una u otra clase.

- Está bien -dije retirándome de míster Malone. Y me acerqué a Mishka. En él encontraba sin falta el consuelo.

Anduvimos mucho tiempo a través de campos y pequeños bosques. Luego llegamos a una gran aldea que se extendía formando una sola calle a lo largo de la orilla del río. En ella reinaba una animación extraordinaria. En las afueras, hombre con capote de soldado enseñaba a desplegar a unos muchachos. En los patios los campesinos colocaban altas pértigas envueltas con paja y untadas de brea. Algunas habían sido clavadas en las inmediaciones del puente y en la colina.

En la plaza, delante de la iglesia, se celebraba una asamblea. El que hablaba era un hombre que llevaba una venda sucia en la cabeza.

Míster Malone sacó el bloc, y yo empecé a traducir.

- Dice: "Yo me pregunto, camaradas, ¿por qué todos ellos, los canallas, están contra nosotros? Porque nuestra vida actual, camaradas, no les gusta. ¡Cómo ha de gustarles! ¡Éramos como los cochinos, la plebe, y ellos, los señores entre nosotros! Se asentaban sobre nosotros, no dejaban que el pobre se enderezase y contemplara lo que había delante, nos oprimían más y más. Ahora somos personas y no queremos que vuelva nuestra lamentable existencia de antes." Dice: "¿Acaso puede gustarle a nuestro conde Bobrinski y a otros condes y príncipes que les hayamos arrebatado sus fincas, sus capitales, su oro? Si vuelven, los canallas nos colgarán a la mitad de nosotros, y a los que queden con vida les obligarán a rehacer, piedra por piedra, ladrillo por ladrillo sus fincas y millones; o les harán pagar diez veces más por cada clavo, por cada trapo".

Luego subió al tonel que hacía de tribuna un muchacho con la guerrera desgarrada. Se estremecía. Jadeante relató cómo en su stanitsa, cercana a Novojopiorsk, habían sofocado una rebelión contra Denikin,

- Traduje: "Los cosacos arrojaron a las criaturas al pozo, violaron a las mujeres, colgaron a varios hombres de un solo árbol de tal manera que parecía un manzano, pero con cadáveres en lugar de manzanas".

- ¿Cómo? -preguntó míster Malone.

Lo repetí.

Míster Malone tomaba apuntes en su bloc. Me di cuenta de que su mano temblaba.

Mientras tanto, el cielo se cubrió de nubes. Se distinguía claramente el fuego de la artillería. Al Norte, el firmamento estaba profundamente negro; al Sur, donde se desarrollaban los combates, se iluminaba con el resplandor de las explosiones. De pronto, a la izquierda de nosotros, se encendió una elevada columna de fuego, tras ella otra, luego otra más: los habitantes de las aldeas lejanas, encendían las pértigas, avisando de que allí habían llegado los blancos.

En la estación nos dijeron que no habría tren antes de la mañana. Entramos en la sala de espera. El aire era allí tan pesado que decidimos esperar en el andén.

Al amanecer llegó procedente del Norte un convoy militar y la gente comenzó a descender. Todo era como siempre sucede en estos casos: uno llevaba del ronzal, por tablas que se doblaban, a las bestias que se resistían, aquél las uncía a la "tachanka", el de más allá lanzaba rayos y centellas porque habían dado tan sólo los restos del azúcar mezclados con arena.

Y en medio de todo aquel ajetreo, míster Malone hizo por primera vez una pregunta acerca del comunismo. A decir verdad, no a mí, sino a un combatiente.

Este acababa de conseguir unas botas. Con ellas en las manos apareció a nuestro lado, se sentó en el suelo, se quitó las esparteñas y se calzó las botas. Satisfecho hasta más no poder, empezó a andar, a patear, a danzar, adelantaba una pierna, luego la otra mirando entusiasmado su adquisición, llena de remiendos.

- ¡Vaya botitas! -exclamó-. Las botas no están mal. Con estas botitas no será difícil llegar hasta el comunismo.

- ¿Qué dice? -se interesó míster Malone, al escuchar la conocida palabra.

Le traduje. Míster Malone abrió desmesuradamente sus ojos claros.

- Pregúntele si sabe lo que es el comunismo -me pidió.

Llamé al soldado y le hice la pregunta.

Me miró asombrado y respondió:

- ¿Cómo no lo he de saber? He escrito incluso una pequeña poesía al comunismo.

Metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel en varios dobleces, que se había llenado de polvo de tabaco, y me la tendió.

- Tómala, para ti -dijo.

"Poesía al comunismo" era una larga columna de renglones desiguales, trazados con lapicero de tinta. En lugar de su nombre el autor había escrito: "La compuso El Temerario". Contaba cómo habían de vivir las personas en el comunismo, cuando "habrá tanto pan, como agua en un lago". Una estrofa decía lo siguiente:

No con parcelitas y deciatinas

Sino con todo podremos,

Cuando paseen las máquinas

Por los campos y los prados.

Al llegar yo a esta estrofa, el rostro de míster Malone expresó asombro y me pidió que la leyera otra vez.

- Pregúntele, por favor, al cosaco, si esto lo ha escrito él mismo.

- ¡Cómo no! -respondió el "cosaco", dándose importancia, y echó a correr pateando con sus preciosas botas.

Los acontecimientos alrededor de nosotros se desarrollaban rápidamente. El lejano cañoneo de artillería se fue acercando más y más. Los de caballería ensillaron las bestias y fueron saliendo uno a uno al camino. Se oyeron voces de mando. Todo se puso en movimiento. Resonó el trotar de los caballos; los combatientes marcharon adelante, al combate.

En aquel momento, pitó la locomotora; llegaba nuestro tren. Míster Malone se lanzó al vagón para ocupar sitio.

- Corre que se las pela -dijo Mishka al verle tan diligente. ¡Cómo ha aprendido!

- Las personas nacen, aman, mueren -dijo míster Malone cuando el tren se puso en marcha-. A lo largo de su vida, como cachorrillos que todavía no han abierto los ojos, buscan la felicidad, cada hombre, cada pueblo a su manera; pero en sus acciones hay siempre algo comprensible para todos. Sin embargo, cuando trato de descifrar el enigma de la esfinge rusa, mis esfuerzos resultan inútiles. En efecto, ¿cómo fundir en un todo su bondad y su intolerancia, la plegaria y La Internacional, el mesianismo y el realismo frío, el odio implacable al enemigo y el abnegado amor a la humanidad?

- Cuántas vaciedades dice -dije suspirando, y, como pude, expuse a míster Malone varias ideas marxistas.

El me miraba burlonamente.

- Volvemos a nuestra vieja conversación -dijo-. De nuevo, aunque con expresiones algo distintas, oigo decir a usted, miss Bolchevique, las mismas cosas: proletarios y burgueses, "nosotros" y "ellos", héroes y malvados. A juzgar por las miradas que me lanza usted a veces, y por sus cuchicheos con Miguel (como míster Malone llamaba a nuestro Mishka) usted también me ha clasificado en la categoría de "ellos", o sea, de los enemigos.

- ¡Claro esta! -dije-. Quien no esta con nosotros, esta contra nosotros.

- Se equivoca usted en su actitud para conmigo, miss Bolchevique. He venido a Rusia porque en mi fuero interno estimo infinitamente el auge revolucionario de su pueblo. Pero he de decirle con toda franqueza: no tengo fe en la posibilidad de su victoria, pues las pruebas que tiene que soportar su pueblo son superiores a las fuerzas humanas. Llegará un día en que su capacidad de resistencia se desmorone; entonces Denikin les agarrará por la garganta y les estrangulará.

- ¡No! -dije resueltamente-. Eso no sucederá. Los derrotaremos a todos.

- Pero ¿en qué se basa su seguridad? Usted se enfada conmigo porque hablo del mesianismo de los rusos. ¿Acaso no es creer en milagros su convencimiento de que el hombre, al hacerse comunista, adquiere nuevas cualidades espirituales y puede, cual un profeta, con sus palabras, llevar a la gente a realizar proezas?

¿Qué podía contestarle? Considerando que el lenguaje de las cifras surtiría mejor efecto sobre míster Malone, le dije:

- Antes de partir he escuchado el informe de un militar destacado. Dijo que la unidad de soldados rojos tiene capacidad de combate si en ella hay un dos por ciento de comunistas y es invencible si cuenta un cinco por ciento. Así que su "mesianismo" no viene al caso, ya que como fenómeno divino no se puede expresar en cifras.

- ¿Qué quiere decir? Deme una explicación racional.

Pero yo no quería continuar la discusión. Durante el viaje por el sector de defensa de Moscú, cayó en mis manos una transcripción manuscrita de la "Promesa inquebrantable del comunista". Era una variante de los muchos "Testimonios", "Mandatos" y "Juramentos" que surgieron del seno de las masas del Partido y circulaban por el país, pasando de unos a otros como un canto que plasmara los sueños y anhelos de la mejor parte del pueblo.

Llevaban en el bolsillo del pecho una hoja con la "Promesa inquebrantable" y me disponía a leérsela a míster Malone si se presentaba el momento oportuno. Ahora, mirando al míster pensé: "Ya que quieres conocer al "rnujik ruso", al "proletario ruso" y al "cosaco ruso", ¡conócelos del todo!"

El vagón estaba un poco oscuro. Con dificultad pude traducirle:

"PROMESA INQUEBRANTABLE DEL COMUNISTA AL INGRESAR DE MANERA CONSCIENTE, DESINTERESADA Y SIN COACCIONES EN EL PARTIDO DE LOS COMUNISTAS, DOY PALABRA:

de considerar como mi familia a todos los camaradas comunistas y a todos los que comparten nuestra doctrina no sólo de palabra, sino de hecho; de luchar, hasta exhalar el último suspiro, por los obreros y campesinos pobres; de trabajar en la medida de mis fuerzas y capacidad en provecho del proletariado; de defender el Poder soviético, su honor y su dignidad con mis obras y con mi ejemplo personal; de colocar la disciplina de Partido por encima de las convicciones e intereses personales; de cumplir por entero e incondicionalmente todas las obligaciones que el Partido me imponga.

ME OBLIGO:

a no tener compasión por los enemigos del pueblo trabajador ni a encubrirlos, aunque estos enemigos sean antiguos amigos y parientes próximos; a no mantener amistad con los enemigos del proletariado ni con nadie que piense de manera hostil a nosotros; a atraer a la doctrina del comunismo a nuevos discípulos; a educar a los miembros de mi familia como verdaderos comunistas.

PROMETO:

hacer frente a la muerte con dignidad y serenamente en aras de la emancipación de los trabajadores del yugo de los opresores; a no pedir piedad a los enemigos de los trabajadores si soy hecho prisionero, ni en el combate; no simular ante el enemigo que pienso de otro modo para obtener provecho o ventajas personales.

RENUNCIO:

a acumular riquezas personales, dinero y cosas; considero denigrantes los juegos de azar y el comercio como medio de lucro personal; considero vergonzosas las supersticiones, vestigio del oscurantismo y la ignorancia; considero que es inadmisible clasificar a las personas según su religión, idioma o nacionalidad, persuadido de que en el futuro todos los trabajadores se fundirán en una sola familia.

Me apiadaré solamente de quien haya sido engañado y arrastrado por el enemigo a causa de su ignorancia, y perdonaré y olvidaré los viejos delitos a quienes se arrepientan sinceramente, vengan con nosotros desde campo enemigo y borren con obras su pasado.

SI NO CUMPLO MIS PROMESAS CONSCIENTEMENTE, GUIADO POR EL AFÁN DE LUCRO Y DE BENEFICIO, SERÉ UN REPROBÓ Y UN TRAIDOR MISERABLE.

¡ELLO SIGNIFICARA QUE ME HABRÉ MENTIDO A MI MISMO, A LOS CAMARADAS, A MI CONCIENCIA, Y NO SERÉ DIGNO DEL TITULO DE HOMBRE!"

Terminé de leer. Mi alma estaba con quienes habían hecho aquella promesa inquebrantable. Todos mis camaradas habían marchado al frente y yo hubiese querido ir con ellos. Y estaba aquí, viajando con míster Malone. ¿Dónde estarían en aquel momento mis camaradas? Unos se ocuparían de un trabajo a veces invisible e insignificante, gracias al cual la influencia de nuestro Partido había saturado toda la vida del país. Otros lucharían a muerte contra el enemigo o yacerían en pleno campo, y el parte de la Sección Política informaba con severo laconismo: "Regimiento N. Durante tres días con sus noches, el regimiento contiene la presión de fuerzas superiores del enemigo. El comisario político del regimiento y más de la mitad de los comunistas han caído combatiendo como valientes".

Dominándome, miré a míster Malone. Estaba sentado y resollando, con la vista fija en un punto. Luego sacó la pitillera y la abrió. Estaba vacía.

- No tengo nada que fumar -dijo míster Malone como excusándose.

- Miguel -grité a Mishka-. Líale un cigarro.

Míster Malone fumó largo rato aquel cigarro al que no estaba acostumbrado. Tardó en romper a hablar.

- Nuestro escritor Wells -dijo- describe a un personaje, el de míster Britling, hombre inteligente, pero ingenuo, lento. Durante la guerra mundial sorbió hasta las heces el cáliz de la amargura y los sufrimientos que tuvo que padecer la humanidad. Sólo entonces comprendió muchas cosas del mundo circundante. Es posible que a mí me quede mucho que sorber todavía, hasta ver el fondo del cáliz de la comprensión...

En Tula nos aguardaba el intérprete, que ya se sentía mejor.

Con una mezcla de tristeza y alivio le hice entrega de míster Malone. Este manifestó el deseo de acompañarme a la estación.

- Le deseo que sea usted feliz, miss Bolchevique -repetía al despedirse-. Y no piense mal de este importuno inglés, que no le desea más que bien.

Dieron la tercera campanada. El tren se puso en marcha. Míster Malone continuó en el andén.

No volví a verle nunca, y desconozco cual sería su destino.

Meditación

Aquel año se prolongaron bastante tiempo los días claros, soleados. El frío se echó encima de repente. La víspera del aniversario de la Revolución de Octubre sopló de pronto un viento gélido y el segundo día de la fiesta se desencadenó una tormenta de nieve; los húmedos copos cubrieron las ventanas. Mama y yo estábamos dudando de ir o no a un concierto en la Gran Sala del Conservatorio, para el que teníamos entradas. ¡Qué bien que al fin nos decidimos a ir!

Las calles estaban cubiertas de nieve. Las lámparas, cubiertas por la nieve, despedían una luz tenue. Junto a la Casa de los Sindicatos había una estatua de madera representando a un soldado rojo. Simbolizaba las victorias obtenidas sobre Denikin y Yudénich en las últimas semanas; su bayoneta ensartaba a generales, terratenientes y fabricantes.

Mama y yo íbamos agarradas de la mano en contra del viento que azotaba las banderas y sacudía los cables. Una senda, practicada en la nieve, conducía a la entrada del Conservatorio. El guardarropas no funcionaba. Nos sacudimos la nieve y subimos.

La sala estaba casi llena. Los empleados sacaban los atriles y colocaban en ellos las partituras. Nuestras entradas eran del patio de butacas: fila quinta o sexta. La localidad situada delante de la mía estaba sin ocupar. En la butaca de al lado había un hombre con gorro de orejeras, adornado con piel negra. Tenía levantado el cuello del abrigo y estaba sentado con los hombros hundidos, como si estuviera fatigado o quisiera calentarse.

Aparecieron los de la orquesta con los abrigos y gorros puestos. La pianista no se quitaba los guantes de lana. Sonaban lánguidamente los instrumentos al templarlos, como si los sonidos quedaran también congelados en medio de aquel frío glacial. Por fin salió el director de orquesta, Serguéi Kusevitski, si no me traiciona la memoria. Vestía de frac, pero en lugar de la blanca pechera almidonada se veía asomar un jersey de color gris. El director saludó rápidamente, se sopló las manos, y levantó la batuta. Comenzó el concierto...

Me hundí todo lo que pude en el abrigo y me disponía a escuchar, cuando mama me tocó suavemente con el codo. Con los ojos me señaló al hombre que estaba sentado delante, a la izquierda de nosotras. Se había quitado el gorro y bajado el cuello. Era Vladímir Ilich.

Había visto muchas veces a Lenin hablando en la tribuna, presidiendo reuniones, en su casa. Y siempre estaba en acción, en movimiento. Ahora le veía por primera vez en un momento de concentrada meditación, parecía que se encontraba a solas consigo mismo.

Mientras escuchaba -a veces, no- la obertura de "Coriolan", yo observaba imperceptiblemente a Vladímir Ilich. Permanecía sentado, sin moverse, absorbido por la música. La orquesta fue librándose paulatinamente del entorpecimiento, pero conservaba un sonido velado; el helado timbalero, cuando le llegaba el momento de tocar, golpeaba con fuerza excesiva su instrumento.

- Parece que patalea como un caballo -bromeó alguien, detrás, en voz baja.

Después del final sonaron los aplausos. Vladímir Ilich se movió ligeramente. Comprendí que trataba de colocar mejor el hombro izquierdo, del que todavía no habían sido extraídas las balas eseristas.

Este movimiento me hizo recordar cómo los empleados del Consejo de Comisarios del Pueblo e incluso del Secretariado del Comité Central del Partido, cuya sede se hallaba fuera del recinto del Kremlin, en los primeros días que siguieron al atentado contra Vladímir Ilich, andaban de puntillas y hablaban en voz baja. Luego empezó a mejorar y experimentábamos una gran felicidad cuando al ir al comedor del Kremlin le veíamos pasear por el patio.

Nuevos aplausos interrumpieron mis pensamientos. Ahora Vladímir Ilich estaba sentado de manera que le veía la mitad derecha de la cara. Su expresión era concentrada, un poco triste. Y un sentimiento de inmenso cariño hacia él invadió mi alma.

Recuerdo el día Primero de Mayo de 1919. La fiesta del proletariado internacional se celebraba de manera distinta de como se celebra ahora. Todo el Moscú revolucionario venía formado en columnas a la Plaza Roja, escuchaba los discursos de los oradores, desfilaba por delante de Lenin, cantaba, pronunciaba el juramento de fidelidad a la Revolución Socialista y, después de pasar en la Plaza Roja varias horas, se dispersaba por sus distritos, para terminar allí la celebración de la Jornada internacional de solidaridad de los trabajadores del mundo entero.

La Plaza Roja era también distinta de como es ahora. A lo largo de la muralla del Kremlin, estaban las tumbas de las víctimas de la Revolución cubiertas de césped. La Plaza estaba empedrada de adoquines. Por ella pasaban dos líneas de tranvías, que sonando los timbres y rechinando, subían la cuesta junto al Museo de Historia; luego descendían con estruendo hacia el pequeño puente de Moskvoretski. Al otro lado de la catedral de San Basilio había una fila de casas viejas y feas y debido a ello la plaza parecía más pequeña y estrecha que ahora.

Aquel Primero de Mayo de 1919, la plaza tenía un aspecto más festivo que otras veces. En los edificios que ahora ocupan los Grandes Almacenes Universales se habían colgado enormes telas escarlata; en una estaba dibujado un obrero, en otra, un campesino. En cada almena de la muralla del Kremlin ondeaba una banderita roja, e incluso a Minin y Pozharski, cuyo monumento estaba situado entonces delante de los edificios del actual GUM, les habían puesto a cada uno una banderita roja en la mano. En el Lóbnoe mesto, (que fue patíbulo en otros tiempos) una tela blanca cubría el monumento a Stepán Razin que debía ser inaugurado aquel día. La tumba reciente de Yákov Mijáilovich Sverdlov se hallaba cubierta de flores.

Brillaba, el sol. Los árboles llenos de yemas, se perfilaban como un verdean te encaje, en el fondo del claro cielo. Reinaba un ánimo alegre. De los frentes llegaban noticias de las victorias del Ejército Rojo. La muchedumbre entonaba canciones, los conocidos se saludaban a grandes voces, con las palabras que entonces acababan de ponerse en circulación: "¡Un saludo en el Primero de Mayo, camarada!" La juventud declamaba a coro las estrofas de un reciente verso de Demián Bedni:

¡Oh, Scheidemann, bicho malvado!

¡Qué consuelo habré hallado

El día en que vea el farol

Del que te hayan colgado!

Cerca del mediodía, en la plaza apareció Vladímir Ilich Lenin, que fue aclamado por los reunidos. Lenin dirigió un ardiente discurso que finalizó con las siguientes palabras: "¡Viva el comunismo!" Luego bajó para dirigirse a la siguiente tribuna (había varias en distintos confines de la plaza, de manera que todos los que venían pudieran escuchar a Lenin y a otros líderes bolcheviques). Pararon a Vladímir Ilich y le tendieron una pala.

Aquel Primero de Mayo se había declarado Día de plantación de árboles. La República Soviética, rodeada de enemigos por todas partes, había decidido plantar arbolillos.

Vladímir Ilich, sonriendo maliciosamente, se frotó las palmas de las manos, agarró la pala y empezó a cavar la tierra junto a la muralla del Kremlin.

Cuando estuvo hecho el hoyo se acercó una carreta con plantones. A Vladímir Ilich le entregaron un frágil tilo. Lo colocó cuidadosamente en el lugar destinado para él, echó la tierra, lo regó y, cuando el trabajo estuvo terminado, prosiguió su camino y subió a otra tribuna.

En el primer discurso de aquel día, hizo el balance del pasado; ahora su pensamiento estaba enfocado al futuro, al nuevo mundo, que se perfilaba tras el humo de pólvora que envolvía a la Rusia Soviética. El veía este futuro en los niños que le escuchaban, situados al pie de la tribuna, y en los arbolillos que acababan de plantarse.

Apoyados en las palas, los reunidos escuchaban las palabras de Vladímir Ilich.

- Nuestros nietos -decía tendiendo delante de sí la mano ennegrecida por la tierra- contemplarán como algo curioso los documentos y monumentos de la época del régimen capitalista. Les costará trabajo hacerse idea de que pudieran encontrarse en poder de particulares el comercio de artículos de primera necesidad; de que las fábricas y los talleres pudieran pertenecer a particulares; de que un hombre pudiera explotar a otro; de que pudieran existir quienes no trabajasen. Hasta el presente, hemos hablado como de un cuento, de lo que verán nuestros hijos; pero a partir de ahora, camaradas, veréis claramente el edificio de la sociedad socialista, del que hemos sentado los cimientos, ya no es una utopía. Nuestros hijos construirán este edificio con un tesón aún mayor.

Contempló a los niños, y tras de una pausa, dijo lo siguiente:

- Nosotros no veremos ese futuro, como no veremos florecer a los árboles que hoy han sido plantados; pero lo verán nuestros hijos, lo verán los que hoy son jóvenes...

...La primera parte del concierto fue premiada con una salva de aplausos. Todos se levantaron de los asientos, haciendo esfuerzos por entrar en calor. Vladímir Ilich también se levantó.

Se puso el gorro, se golpeó los puños, luego volvióse y nos vio a mama y a mí.

- ¡Ah, Elizavet-Gorrioncito! -me dijo, llamándome por el apodo que me daban cuando era pequeña. Saludó a mama, después a mí con un fuerte y rápido apretón de manos...

Si, todo esto fue...

¡Y hoy, al recordarlo, se sienten deseos de ser mejor, más noble, de merecer siempre el alto título de comunista!