Elizaveta Drabkina

PAN DURO Y NEGRO

 

 

MOSCÚ, 1918

 

Lilas blancas

La primavera de 1918 llegó pronto y fue buena; A comienzos de abril ya no había nieve y la tierra estaba seca. Durante todo el mes calentó el sol; alrededor de las tumbas recientes, junto a la muralla del Kremlin, creció una espesa hierba esmeraldina. Sobre los canteles del 1° de Mayo, que adornaban la ciudad, tronó la primera tormenta.

En mayo las lilas florecían impetuosamente, como nunca se había visto en Moscú. Quizá fuera aquél un buen año de lilas; pudo suceder que nadie las podara y por ello crecieran tanto. El hecho es que estas flores, de tonalidades lila, azul-grisáceas y blancas, cubrían con sus exuberantes racimos los arbustos en el jardín de la Plaza del Teatro y en los bulevares moscovitas. Las lilas se vendían o se cambiaban. Niños harapientos y flacos tendían implorantes a los transeúntes brazadas de lilas frescas, recién cortadas, pidiendo a cambio una rebanada de pan o un puñado de mijo.

Una temprana mañana de mayo me encaminaba al trabajo. Durante la noche había llovido y los charcos reflejaban miles de soles. En la esquina estaba una muchacha con una cesta de flores. Su agobiada figurilla denotaba tanta desesperación que no pude contenerme y le entregué el último pedazo de pan que me quedaba a cambio de un ramillete de lilas blancas.

Trabajaba por entonces con Yákov Mijáilovich Sverdlov en el Kremlin. La presidencia del Comité Central Ejecutivo ocupaba tres pequeñas habitaciones en el segundo piso del Edificio de Disposiciones Judiciales. A la izquierda se encontraba el despacho de Sverdlov, a la derecha el de Varlaam Alexándrovich Avanésov, secretario del Comité Central Ejecutivo. En la habitación del centro, que se comunicaba con las otras, estábamos Grisha, el ordenanza y yo. Los muebles eran mesas y sillas de oficina con altos respaldos. En las paredes quedaban las oscuras huellas rectangulares que dejaran los retratos de los zares.

En lugar de escribanías había ordinarios tinteros de vidrio. Tan sólo en la habitación de Yákov Mijáilovich había, sin que nadie supiera quién los había puesto allí, un voluminoso pisapapeles y un jarrón de porcelana con un paisaje del castillo de Chillon en el que decidí colocar las flores.

Cuando entré, Yákov Mijáilovich estaba ya en su gabinete y hablaba por el teléfono oficial con el Consejo de Comisarios del Pueblo.

- Sí, Vladímir Ilich -decía-. Ahora acabo de llegar del Comisariado del Pueblo de la Alimentación... -Sin mirar al cuaderno de apuntes mencionaba en puds y libras las cantidades de cereales recibidos-... Hoy toca suministrar a Petrogrado que lleva dos días sin abastecimiento... En Moscú no daremos nada mañana, y pasado sacaremos de donde sea a razón de medio cuarto de libra... Las noticias de Kostromá son malas, verdaderamente desastrosas. Hace ya tiempo que se comieron la simiente; ahora comen tortas de orujo y corteza de abedul...

Mientras tanto, puse agua en el jarrón y coloqué en él las flores. Yákov Mijáilovich las miró y, prosiguiendo la conversación telefónica, dijo de repente:

- Florecen las lilas, Vladímir Ilich. Unas lilas magníficas. ¡Qué le hubiera costado a ese viejo Dios hacer las cosas al revés: que las lilas florecieran en agosto y el centeno madurase en mayo!

 

Gachas "con nada"

Grisha, el ordenanza, olió las flores.

- ¿Sabes lo que comería ahora? -dijo-. ¡Patatas con aceite! Pero vertiendo el aceite en un cuenco, echarle sal y mojar allí con las patatas.

Miré por la ventana. La sombra del cañón situado a la entrada del Arsenal caía a la izquierda, o sea que quedaba todavía mucho tiempo hasta la hora de la comida. Por el patio empedrado de adoquines un hombre vestido de uniforme recamado en oro reluciente al sol, iba dando con solemnidad grandes pasos con sus zancudas piernas. Incluso desde lejos se adivinaba la altiva y fría expresión de su semblante. Era el conde von Mirbach, embajador alemán que venía al Kremlin para presentar las pretensiones de turno de la Alemania del Kaiser a la Rusia Soviética.

Llamaban sin cesar los teléfonos, se sucedían unos a otros los visitantes, llegaba correspondencia. Al fin, el viejo reloj con péndulo de cobre del despacho de Avanésov, dio un sonoro y acompasado golpe: ¡La una, la hora del almuerzo!

El comedor estaba en el mismo edificio, en una oscura habitación situada junto a la cocina. Para llegar hasta allí era necesario recorrer interminables pasillos y escaleras. La comida consistía siempre en lo mismo: sopa de arenques con legumbres secas y gachas de mijo, que suscitaban la eterna disputa filológica de si eran gachas "con nada", gachas "sin todo" o gachas "sin nada".

La vajilla era por el contrario de una rara variedad: escudillas, platos y calderetas, cacharros de arcilla, loza, hojalata, porcelana e incluso de plata. A veces se comía la sopa en una escudilla de arcilla con cuchara de plata y a veces se comía con gusto gachas con una cuchara de madera en un finísimo plato, que podía ser incluso de porcelana de Sevres.

Allí comían todos: Comisarios del Pueblo, personal del Consejo de Comisarios del Pueblo y del Comité Central Ejecutivo y visitantes del Kremlin.

En aquel lugar, sentados alrededor de una mesa de madera sin pintar se podía oír hablar en idiomas extranjeros: allí venían también camaradas llegados a la Rusia Soviética desde el extranjero, ex prisioneros de guerra que se habían hecho bolcheviques, emigrados políticos, como los húngaros, Bela Kun y Tibor Szamuelly, el polaco Julian Marchlewski, el suizo Platten, los franceses Jeanne Labourbe y Jacques Sadoul, el americano Robert Minor, el alemán Hugo Eberlein, un camarada chino que se nombraba Sasha.

Casi a diario venía a comer el Comisario del Pueblo de Abastos, Alexandr Dmítrievich Tsiurupa. Recibía su comida, ponía cuidadosamente los platos sobre la mesa y comía hasta la última migaja, incluso aunque la sopa fuera líquida del todo y las gachas de mijo estuvieran amargas. Luego, permanecía un poco sentado, y ponía sobre sus rodillas las amarillentas y huesudas manos, faltándole, evidentemente, las fuerzas necesarias para incorporarse.

Hablaba en voz baja, sorda. Daba la impresión de ser un hombre de carácter suave, condescendiente. Pero con qué férrea voluntad resonó su voz cuando, entre los gritos y alaridos de los socialrevolucionarios de derecha y los mencheviques, que exigían la libertad de comercio y la elevación de precios de los cereales, en beneficio de los kulaks, Tsiurupa declaró que el Poder soviético nunca renunciaría al monopolio de los cereales.

Yákov Mijáilovich no iba al comedor: los Sverdlov tenían niños pequeños y por este motivo llevaban la comida a casa. También la llevaba la familia Uliánov. Pero el propio Vladímir Ilich frecuentaba el comedor. De ordinario venía con algún camarada, bien para alimentarle un poco más, bien con el fin de dedicar unos minutos más a hablar con él. Algunas veces, allí mismo, en el comedor, retiraba el plato y hacía anotaciones o escribía un telegrama. Así lo hizo, por ejemplo, una vez que vino con Ivanov, viejo obrero de la fábrica Putílov, y puso un telegrama a los obreros de Petrogrado.

"... ¡Camaradas obreros! Recordad que la Revolución pasa por un trance crítico. Recordad que la Revolución la podéis salvar solamente vosotros: nadie más.

... la causa de la Revolución, la salvación de la Revolución está en vuestras manos.

El tiempo apremia: al mes de mayo, excesivamente duro, le sucederán junio y julio, aún más duros, y posiblemente todavía parte de agosto".

Pero por muy difícil que fuera la situación, en el comedor la gente siempre bromeaba y reía. La conversación era de ordinario general, y a veces, cuando se mezclaban en ella los visitantes, tomaba el cariz más inesperado.

El día que vino al comedor con Ivanov, el obrero de la Putílov, Vladímir Ilich empezó a hablar de la necesidad de atraer al Partido a los obreros y a los campesinos pobres. Un campesino barbirrojo, de penetrante mirada, que comía sentado frente a él, dijo de pronto:

- No, camarada Lenin, no se puede obrar así. Es imposible pertenecer a un solo partido.

- ¿Por qué es imposible? -dijo asombrado Vladímir Ilich.

- Porque cada uno de nosotros lleva dentro varios partidos.

- ¿Cómo es eso?

- De lo más sencillo. Yo, por ejemplo. Si me dicen: "Ve a luchar contra los alemanes", responderé: "No voy". Por tanto resulta que soy bolchevique. Y si me dicen: "Entrega el trigo", yo diré: "No lo doy". Y en tal caso me comportaría como un socialrevolucionario. Y es posible que si me preguntan algo más haya en mí también un menchevique.

¡Había que oír las carcajadas de Vladímir Ilich!

Esta conversación tuvo una continuación original.

... A los tres meses del atentado contra Vladímir Ilich, seguían recibiéndose, procedentes de todos los confines del país, cartas, telegramas, resoluciones de reuniones y asambleas campesinas, en los que se expresaba el deseo de un pronto restablecimiento, y el odio hacia quienes habían atentado contra él. Entre otras, se recibió una resolución de la asamblea habida en una aldea perdida, creo que de la provincia de Perm o de Viatka. Con la carta enviaron un tarrito de manteca.

"...Enviamos un saludo de todo corazón al camarada Lenin -se decía en la resolución-. Que no piensen las bestias de presa del capital que van a estrangular la Revolución obrera y campesina armando la mano de asesinos a sueldo. El traicionero disparo hecho contra el camarada Lenin no ha sembrado confusión en nuestras filas; por el contrario, ha encendido en ellas la sed de venganza. Los campesinos decimos a todos los que quieran oírlo: "Que no aparezcan ante nosotros las fuerzas de la contrarrevolución; y si aparecen y levantan su siniestra cabeza contrarrevolucionaria, que sepan que tenemos ya preparada la tumba para ellos". ¡Enviamos un caluroso saludo al Ejército Rojo Soviético y afirmamos que arrebataremos el pan a los kulaks, daremos de comer a los combatientes del Ejército y a sus familias y organizaremos células de comunistas bolcheviques, para que se pongan en práctica acertadamente todos los decretos. Cúrese, querido camarada Lenin, líder de la Revolución mundial, y coma usted gachas, pero no "con nada", sino con manteca, para que se restablezca lo antes posible por el bien del proletariado mundial. ¡Viva la inexorable guerra de clases! ¡Viva el Poder soviético!".

 

El triangulo de cartón

Hacia el veintitantos de mayo se recibió en la Cheka una petición de Nífonov, obrero de la fábrica Kauchuk, al que para estrechar a la burguesía habían alojado en la casa N° 1 de la travesía Molochni. Nífonov notificó que en esta casa había una clínica privada, que era visitada por unos señores sospechosos, los cuales "no tienen aspecto de enfermos, sino de oficiales con tratamiento de usía."

Por aquellos días, una joven moscovita pidió a un conocido suyo, comandante del Regimiento letón que custodiaba el Kremlin, que comunicase al camarada Dzerzhinski que, para fecha próxima, en Moscú, se fraguaba una insurrección contrarrevolucionaria. Se había enterado de ello por su hermana, que trabajaba en el hospital de la Comunidad de la Intercesión, y la hermana a su vez lo había sabido por un cadete hospitalizado en aquel establecimiento que se había enamorado de ella. El cadete estaba muy excitado, decía que "todo Moscú sería regado de sangre" y le pidió que se marchara para un mes a la aldea, a fin de no poner en peligro su vida.

Se vigiló estrechamente al cadete. Se constató que visitaba con frecuencia una casa de la travesía Mali Lióvshinski, número 3, apartamento 9, y que en este lugar se reunía constantemente mucha gente. Se acordó practicar detenciones. Al llegar allí el grupo encargado de ello descubrió en el piso a trece ex oficiales de los regimientos de la guardia. Durante los primeros interrogatorios los detenidos se negaron a hacer declaraciones, trataron de salir del apuro, mintieron. Se consiguió establecer tan sólo que pertenecían a una organización contrarrevolucionaria denominada: "Unión para la defensa de la patria y la libertad".

Durante el registro se recogió del suelo un escrito hecho trizas. Se unieron los pedazos en la mesa de Félix Edmúndovich Dzerzhinski quien, con Lacis, trató de restablecer su texto. Me llamaron, pues conocía idiomas, y me daba maña para descifrar rápidamente documentos extranjeros.

La nota estaba hecha alternativamente en francés y en inglés. Faltaban muchos trozos, en algunos se conservaban solamente fragmentos de frases o palabras aisladas cuya idea no era posible comprender: "triángulo", "terciopelo"; "O.K.", "As". Este "As" era el más frecuente. ¿Se trataba de algún "as" o era el comienzo de un apellido?

A pesar de todo se consiguió descifrar en lo fundamental el escrito. Ajustando cuidadosamente los pedazos rotos se estableció que era una información de la organización clandestina contrarrevolucionaria moscovita, al parecer, destinada al Don. Su autor informaba de que en Moscú actuaban dos grupos contrarrevolucionarios. Uno (al que él pertenecía) se apoyaba en un amplio bloque de partidos políticos; desde el democonstitucionalista hasta el menchevique, y se orientaba hacia las potencias de la Entente: Inglaterra, Francia, Estados Unidos de América. El segundo, considerando que el desembarco de los aliados en Rusia era pura fantasía, había establecido contacto con el embajador alemán, conde Mirbach. Según los cálculos de este grupo contrarrevolucionario, los alemanes debían ocupar Moscú en la primera mitad de junio. El autor del escrito acariciaba esta perspectiva. La renuncia a utilizar a los alemanes la calificaba de "probidad estúpida" y razonaba de la manera siguiente: que los alemanes ocupen Moscú y derriben a los bolcheviques y etilos, los partidarios de la Entente, declararán entonces la guerra a los alemanes y abrirán el frente en el Volga.

Cuando se descifró este pasaje, Dzerzhinski tuvo un gesto de asco.

- ¡Qué canallas! Judas es un cachorrillo comparado con ellos...

Retiró con repugnancia los trozos de papel, se pasó la mano por el rostro y dijo, dirigiéndose a Lacis:

- La situación, Martín Yánovich, es muy peligrosa. Hay que actuar inmediatamente...

¡Y qué coincidencia tan inverosímil! A mi regreso de la Cheka me encontré en la plaza del Teatro, a mi compañera de colegio Angelina Derental, a la que no veía desde hacía tres años. Se alegró mucho de verme. Me dijo que había muerto su madre y que ella y su hermana Ariadna se habían trasladado a Moscú, a casa de su famoso hermano Zhenia. Este había sido viceministro del Gobierno Kerenski; ahora se había reintegrado a la abogacía.

Angelina me invitó a ir con ella. Era jueves, día en que el famoso hermano recibía a sus amistades. Sentí rabia y me dije para mis adentros: "Los canallas tienen días fijos para sus recepciones". Luego pensé: "¡Iré!"

Nos abrió la puerta una doncella. Llegaban voces del comedor. Angelina me presentó: "Señores, una amiga de colegio".

Tomaban té con pastas y la conversación giraba alrededor de la tragedia de la intelectualidad rusa. Un vejete de cabellos revueltos con la barba a lo Mijailovski, sosteniendo en alto un vaso de té sin apurar del todo afirmaba que, efectivamente, se sentía culpable. El, viejo socialista ruso, se arrepentía públicamente: se consideraba, en parte, culpable de que la intelectualidad rusa hubiera sobre estimado, divinizado al pueblo, considerando que tenía contraída una deuda insaldable ante él. Y de todos modos, aunque el pueblo ruso resultó ignorante, grosero, cruel, él, viejo intelectual...

En aquel momento todos comenzaron a vociferar, gritando a porfía: "¡No había que haber matado a Rasputin!", "¡No se debía haber matado a Stolypin!", "¡No se tenía que haber dado la libertad a los campesinos!", "¡Si se colgara de un pobo a un mujik de cada tres habría orden!"

Ariadna exclamó de repente:

- ¡Si ustedes supieran, señores, lo que me hastía todo esto! Siento deseos de enrollarme como un erizo y dormir cien años, para despertarme y que alrededor no haya bolcheviques ni mencheviques. ¡Incluso los trogloditas, cualquier cosa sería mejor!

Se acercó al piano y lo destapó, pero no se puso a tocar, sino que pasó bruscamente el puño por las teclas.

El célebre hermano Zhenia, sentado a mi lado, callaba, mirando a los presentes con fría y calculadora mirada. Luego sacó una cigarrera de plata, la abrió para tomar un cigarro y vi metido tras la goma un triángulo de cartón con las iniciales "O.K." marcadas claramente. Eran las mismas letras que más de una vez aparecieron en el escrito de los contrarrevolucionarios que actuaban en la clandestinidad.

¡Así que éstos eran los asuntos de que se ocupaba el famoso hermano!

 

"La Montaña" y "La Gironda"

Iván Ivánovich Skvortsov-Stepánov estaba con Yákov Mijáilovich.

Marxista instruido, hombre de amplios y multifacéticos conocimientos, incluso ahora, quitándole horas al sueño, escribía un libro acerca de Marat.

- Algún día -decía- los futuros historiadores estudiarán de la misma manera nuestra época. Cuando lean las actas de las sesiones del Comité Central Ejecutivo de Rusia pensarán seguramente en la Convención Nacional de la Gran Revolución Francesa. Dispondrán de un material clásico para confrontar y contraponer los dos tipos de revolución: la burguesa y la proletaria. ¡Cuántas cosas profundas e interesantes descubrirán, aunque sólo sea comparando a los girondinos y a los montagnards de la Revolución Francesa con la Gironda compuesta por los mencheviques y socialrevolucionarios de derecha, la Charca, formada por los S.R. de izquierda, y la Montaña bolchevique de nuestros días! Examinando aunque sólo sea el aspecto puramente externo, la sala de sesiones de la Convención Nacional y- la del Comité Central Ejecutivo, comprenderán la razón que asistía a Victor Hugo al decir que cada idea necesita expresión externa, cada principio precisa de la envoltura visible que le corresponde...

En la novela El año 93 Victor Hugo hizo una elocuente descripción de los atributos con que la Convención Nacional Francesa ornamentó su sala de sesiones en el Palacio de las Tullerías: enormes banderas tricolores que se apoyaban en una especie de altar con el rótulo Ley; el texto de la Declaración de derechos dibujado en un tablero; unas enormes fasces de lictor de la altura de una columna; estatuas colosales colocadas de cara a los diputados: Licurgo, a la derecha del Presidente, Solón a la izquierda, Platón sobre los escaños de la Montaña.

El Comité Central Ejecutivo de Rusia, que fue Asamblea constituyente y legislativa y Convención de la Gran Revolución Proletaria, eligió para sus sesiones el primer local que encontró, ventajoso por estar situado en el centro de Moscú, hallarse libre y sin que nadie lo necesitara. Se habilitó la sala del restaurant Metropol. Eso era lo de menos. Lo que hacía falta era que estuviera preparada cuanto antes. Había que sacar las mesitas, colocar sillas. Era necesario colocar una mesa grande para la presidencia en el estrado donde tocaba Ia orquesta y traer de algún sitio la tribuna para el orador.

Allí no había estatuas, galerías ni palcos. La Montaña y la Gironda de la revolución rusa se sentaron en una fila, en sillas iguales, separadas en unos lugares para dejar paso y, en otros, pegadas las unas a las otras. Los bolcheviques ocupaban los lugares situados a la izquierda de la presidencia, los socialrevolucionarios de izquierda tomaban asiento en el centro, los mencheviques y los S.R. de derecha se situaron en el ala diestra de la sala.

Las sesiones se celebraban una o dos veces por semana. Comenzaban de ordinario a las nueve o las diez de la noche y terminaban cerca de las doce. Sverdlov presidía siempre.

Antes de las sesiones plenarias del CECR, se reunía la fracción bolchevique en el local vecino del antiguo café Metropol.

En las reuniones de la fracción reinaban siempre el ruido y la animación. Las cuestiones se resolvían rápidamente, aunque no faltaban acalorados debates. Se votaban las tesis fundamentales del informe o resolución que se pensaba presentar al CECR, se designaba a los oradores. Dimitri Zajárovich Manuilski divertía a todos, representando con asombrosa maestría a Carlos Kautsky, quien con enorme monotonía trataba de demostrar que la Revolución de Octubre se había hecho "no de acuerdo con Marx", y por ello los bolcheviques eran excomulgados por la sagrada iglesia de la II Internacional y serían arrojados al infierno, donde en lugar de ser asados en la parrilla se les debería aplicar un castigo aún más atroz para ellos: ¡la lectura en alta voz de las obras del propio Kautsky, de Víctor Adler y de Eduardo Bernstein!

Finalizada la sesión de la fracción se encaminaban todos a la sala. Presidía Sverdlov. Vladímir Ilich, si no tenía que informar, se sentaba en cualquier lugar, a un lado, en los peldaños, leyendo algún papel y atendiendo al mismo tiempo al que estaba en el uso de la palabra.

Sverdlov declaró abierta la sesión del CECR y empezó a dar lectura al orden del día. Al instante, como impulsado por un muelle, Mártov saltó del asiento y, con voz ronca, protestó de que en el orden del día figurasen las cuestiones que habían sido incluidas y de que faltaran las que no habían sido incorporadas al mismo. Kogan Bernstein, líder de los S.R. de derecha, enderezó desde su asiento un discurso sobre la dictadura y la democracia. Los S.R. de izquierda se ponían como furias con los de derecha y los mencheviques, pero se negaban a apoyar a los bolcheviques. Sujánov, que se titulaba "menchevique-internacionalista", estirando las piernas y echándose sobre el respaldo de la silla, lanzaba mordaces réplicas. Los bolcheviques gritaban: "¡Al asunto!, ¡Al asunto!"

Por fin, fue aprobado el orden del día. Se concedió la palabra para informar a Lenin, Tsiurupa, Sverdlov y Gukovski, vicecomisario del Pueblo de Finanzas. La sala continuó alborotando. Interrumpían al informante con gritos desde los asientos. A veces la algazara se convertía en duelo de palabras entre el orador bolchevique y la oposición menchevique y socialrevolucionaria.

Comenzaron los debates. Mártov subió a toda prisa a la tribuna.

- El ciudadano Lenin -comenzó diciendo- ha hablado como un Quijote, como un hombre que cree que basta la conquista del poder político para implantar el socialismo... Pero ni un solo socialista alemán ha pensado ni imaginado nada semejante… Incluso el partido obrero inglés, el cual... Si se tratara de un país avanzado, como los Estados Unidos... La masa que ha tomado el poder en nuestro país se compone de un proletariado cuyas condiciones sociales no han madurado todavía para ejercerlo en el sentido de la dictadura socialista...

Luego subió a la tribuna el rechoncho Dan, vestido con guerrera de médico militar.

- En nuestro, gracias a Dios, no Parlamento... -comenzó burlonamente su discurso.

A continuación, se concedió la palabra a Sujánov. Torciendo el largo y amarillento rostro, dijo con monótono acento rencoroso:

- Si hemos de enjuiciar las tareas presentes, pueden formularse en una consigna que si ahora no la apoya toda Rusia, mañana la apoyará todo el país. Esta consigna dice: "¡Abajo la autocracia de los guardias rojos y viva el régimen democrático!"

En la sala se armó gran alboroto. Los bolcheviques saltaban de sus asientos, exigían que se llamara al orden al orador. Sujánov gritó algo con voz aguda y cortante. Sverdlov agitó en alto la campanilla y dijo:

- ¡Se concede la palabra al camarada Lenin!

Vladímir Ilich subió diligentemente a la tribuna, sacó el reloj de bolsillo, lo colocó delante de él y desplegando las pequeñas hojas, en que había tomado sus notas, comenzó a hablar.

 

¡El trabajo marcha!

Hacía medio año que Vladímir Ilich, en las palabras finales para su libro El Estado y la Revolución, había escrito lo siguiente: "es más agradable y provechoso vivir la "experiencia de la revolución" que escribir acerca de ella".

Ahora se entregaba por completo a "vivir" esta "agradable y provechosa" experiencia. En cada una de sus palabras, en cada movimiento, se dejaba sentir la exuberante energía de un hombre que se sentía totalmente feliz de su difícil e intensa vida.

Durante una sesión se sentó a su lado un camarada de los Urales y le contó que los obreros de una vieja fábrica situada no lejos de Kishtim habían sacado en una carretilla al administrador del viejo dueño y elegido a su director. Una vez en el despacho, el nuevo director obrero, antes de sentarse en el sillón, extendió sobre él una toalla limpia y explicó: "El sillón es ahora del pueblo". Vladímir Ilich escuchó el relato y dijo con satisfacción:

- ¡Derribar a la burguesía es formidable!

Vladimir Ilich acababa de cumplir 48 años. Era fuerte, robusto, ágil. Sus gestos y entonaciones eran fogosos y enérgicos. Los movimientos, precisos, rápidos, expresivos. Al hablar desde la tribuna, se inclinaba impetuosamente hacia adelante, echaba las manos hacia atrás o abría los brazos en el aire y daba la sensación de ser un experto patinador, un nadador. Para un hombre de su generación, en la que el deporte no estaba de moda, la afición al ejercicio físico propia de Vladímir Ilich era una manifestación de las cualidades específicas de su carácter.

Cualquiera que con él se encontrara percibía el vigor extraordinario que emanaba de su persona.

En cierta ocasión, en los comienzos de la primavera del año 1918, a raíz del traslado del Gobierno soviético a Moscú, vino a ver a Vladímir Ilich una delegación de obreros de la central eléctrica de Moscú. A su regreso, los delegados convocaron una asamblea a fin de informar de la conversación sostenida con Lenin. Entre la multitud se oyó una voz: "¿Y cómo es Lenin?"

El jefe de la delegación reflexionó, luego respondió con aplomo:

- Yo calculo que llega aproximadamente al millón de voltios.

Es necesario recordar la Rusia de entonces, con sus centrales de poca potencia, en las que apenas palpitaba la vida, para comprender lo que significaba "llegar al millón de voltios".

Era un hombre de grandes ideas, nunca secas, frías, sin vida, que se desarrollaran por sí solas; sus pensamientos estaban plenos de sentido, de pasión, de acción, de fogoso temperamento. Era el pensamiento audaz del luchador, del revolucionario. Y a este pensamiento, que le dominaba constantemente, se supeditaba todo él.

Una vez, seguramente a mediados de junio, Vladímir Ilich y Nadiezhda Konstantínovna marcharon a pasar la tarde del sábado a la casa de campo, no lejos de Tarásovka, Y me llevaron con ellos. Después de la cena, fuimos a pasear. Se pegaron a nosotros unos chiquillos de los campesinos que llevaban un gracioso perrito de lanas.

Vladímir Ilich ideó un juego, como si el cachorrillo fuera un enorme perro de presa, capaz de derribar a un hombre con sólo tocarle con las patas. Echó a correr; el perrillo ladraba y le agarraba. Vladímir Ilich cayó en la hierba y los chiquillos se echaron, gritando, encima de él. Parecía que se hubiera olvidado de todo lo que ocurría en el mundo, salvo de aquella bulla.

Así llegamos al lindero del bosque. Allí había un roble carbonizado, fulminado por un rayo.

Vladímir Ilich miró al roble y al instante se transfiguró por completo. Apretando los puños, como si tratara de golpear a un adversario que discutiera con él, dijo:

- No, a nosotros no ha de ocurrirnos eso. Sabremos eludir el curso ordinario de revoluciones como las de 1794 y 1849, ¡y venceremos a la burguesía!

Frecuentemente se operaban en él inesperados cambios de pensamiento y lejanas asociaciones. Las taquígrafas se encontraban con dificultades para, descifrar los textos de sus discursos y para él era un tormento mayor aún corregir tantas tonterías como ellas escribían a veces.

Era asombrosa su destreza para conversar simultáneamente con varios interlocutores. De súbito, hacía preguntas rápidas, breves, a todos, exigiendo respuestas claras y exactas y, al instante, volvía a hacer nuevas preguntas:

- ¿Ha tomado usted medidas? ¿Cuáles? ¿Cuándo? ¿Qué día y a qué hora?

O bien:

- ¿Lo han comprobado ustedes? ¿Cuánto? ¿A quién ha sido entregado? ¿Quién responde de ello?

Su discurso, especialmente cuando abordaba las cuestiones más cardinales, para realizar tareas que a otros les parecían imposibles e irrealizables, o cuando lo impelía la ira, era de lo más expresivo:

- Apretad con más rabia... Con todas las fuerzas... Con energía... Con superenergía... Con energía ultrarrabiosa...

- Inmediata e incondicionalmente... Nada de aplazamientos... Medidas resueltas... Medidas despiadadas... Las más draconianas...

- Esto es un caos de cifras... Montones de cifras, de materia prima sin digerir... Las cifras crudas os dominan, y no al revés...

El asunto es insignificante y resulta ridículo dedicarle ni siquiera una hora. Rutinarismo... Pseudocientifismo... Carroña...

- Es la ultradesvergüenza... Archiinútil. .. Archimentira...

- ¡Nada de práctico!... ¡Bagatelas! ¡Nimiedades!... Tetraos soñolientos... Han echado a perder el asunto... Eso es negligencia y no dirección.

- Esto no es marxismo, sino idiotismo izquierdista… Histeria intelectual... Melindres de señorita... Idiotismo puro...

Si se reía, lo hacía con toda el alma, pero si se irritaba, se ponía furioso. No habla piedad para nadie.

Esta ira, despiadada, furiosa, de ordinario no la suscitaban las acciones de los enemigos de clase: hacia ellos se mantenía latente en su alma un rescoldo de odio permanente. Lo más frecuente era que las explosiones de ira las provocaran el burocratismo desalmado y la falta de atención a las necesidades del pueblo y a la causa de la Revolución por parte de ciertos funcionarios de los Soviets.

En cuanto tenía conocimiento de hechos semejantes cursaba un telegrama a los culpables:

"El Comité de 42 organizaciones de obreros hambrientos de Petrogrado y Moscú se queja de su desorden. Exijo de Vd. la máxima energía, que no aborde de manera formal los asuntos y socorra por todos los medios a los obreros hambrientos. En caso de incumplimiento, arrestaré a todo el personal de sus establecimientos y lo entregaré a los tribunales. He cursado una disposición urgente para que se aumente el número de locomotoras y vagones. Debe cargar inmediatamente los dos trenes que tiene, a razón de 30 vagones cada uno. Telegrafíe dando cuenta del cumplimiento.

Está Vd. obligado a recibir el trigo de los campesinos durante el día y la noche. Si se confirma que después de las 4 cesa la recepción, obligando a los campesinos a esperar hasta la mañana siguiente, será usted fusilado.

El Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo Lenin.

 

Lenin escuchaba atentamente a cuantos se le acercaban y luego recordaba a menudo a las personas que había recibido, entusiasmándole su hondo juicio popular.

-... Le escuché con verdadero agrado cuando refirió cómo había intervenido en la asamblea: "Basta -dijo- de implorar la salvación contra el hambre, la espada y el fuego, y vamos a requisar el grano a los kulaks, a hacer tejas para nuestras casas y a inscribirnos en el Ejército Rojo".

Tras de oír palabras rusas, certeras y adecuadas, las repetía; como si se deleitara en ellas y las mirase por todos los lados; y de pronto, recordaba estas palabras en la conversación con los camaradas:

-... Y en esto me dice: "Antes iba a la fábrica a doblar el espinazo, ahora voy a enderezarlo".

-- "Dicen que el pueblo ha descubierto un nuevo talento: el talento de vencer".

-... Y decía con voz de bajo y recalcando la "o": "Fui al Glavtop, al Volgotop, al Centrotop. Pataleé y pataleé, pero sin combustible me quedé" .

-... Y refiere: "Algunos kulaks aguardan la caída del Poder soviético. ¡Pero no lo verán sus ojos, como el cerdo no verá nunca sus orejas!"

 

Amaba mucho al pueblo. No a cierto Pueblo con letra mayúscula, ficticio, atusado y bien peinado, sino al verdadero pueblo, lleno de vida, al que trabaja y sufre, unas veces grande y otras débil, al pueblo compuesto de millones de personas sencillas que hacen la historia de la humanidad.

Un atardecer, probablemente del mes de junio, me encontraba en la plaza frente al Soviet de Moscú. Hacía poco que se había demolido el monumento a Skóbelev y, en el lugar en que debía erigirse el obelisco a la Libertad, habían montado un entarimado. Estaba hablando un obrero ya entrado en años, que era escuchado atentamente por la multitud que le rodeaba.

- El kulak ha engendrado al especulador, decía. El especulador ha traído el hambre, el hambre nos ha traído el desbarajuste. Por lo tanto, hay que arrancar la raíz y así acabaremos con las ramas.

- ¡Eso es precisamente! -oí decir a una voz conocida-. ¡Hay que arrancar la raíz!

Volví la cara. Vladímir llich, con su abrigo rozado y su gorro, se había fundido con la muchedumbre.

A su lado estaba Nadiezhda Konstantínovna. Vladímir Ilich le dijo:

- Con qué exactitud y acierto ha formulado la clave de la cuestión. ¡He ahí de quién deben aprender nuestros agitadores e informantes!

 

Lenin envidiaba a las personas que podían viajar por todo el país. Hablaba de buen grado y con alegría en las amplias asambleas de masas, bien se tratara de mítines o de reuniones conjuntas del CECR y el Soviet de Moscú, de comités fabriles, sindicales y otras organizaciones obreras que se celebraban una o dos veces al mes en el Gran Teatro.

Al hablar en estas reuniones solía permanecer poco tiempo en la tribuna, pues en ella se sentía separado del auditorio. Salía al proscenio, se metía las manos en los bolsillos, andaba por la escena, se acercaba al extremo de la rampa, hablaba directamente a la sala, como si se dirigiese a cada uno de los presentes por separado, aconsejándose de él, convenciéndole, conversando con él como con un camarada, con un amigo, despertando en él los más elevados y nobles sentimientos, formulando las tareas planteadas ante el Partido y el pueblo.

- El tema a que tengo que referirme hoy es esta tremenda crisis... Y de esta crisis, del hambre que se nos echa encima debo hablar, de conformidad con la tarea que tenemos planteada con motivo de la situación general.

Habló de las causas del hambre, de cómo, a causa del hambre, de un lado, estallaban sublevaciones y motines de gente atormentada por ella y de otro, se propagaban como un incendio, de un confín a otro de Rusia, insurrecciones contrarrevolucionarias, sostenidas con el dinero de los imperialistas anglo-franceses y los esfuerzos de los socialrevolucionarios de derecha y los mencheviques.

- ¿Qué vía existe para combatir el hambre? -preguntaba Lenin. Y archiconvencido de su justeza contestaba-: La unidad de los obreros, la organización de destacamentos obreros, la organización de los hambrientos de las zonas no agrarias que padecen hambre. A ellos les llamamos en ayuda... y les decimos: a la cruzada por el pan, a la cruzada contra los especuladores, contra los kulaks...

En aquellos momentos, cada ademán de Lenin estaba saturado de voluntad, de energía, tendía a un fin. Y toda la sala, a excepción del pequeño grupo que se hallaba en el rincón de la derecha, vivía al unísono con él, con sus sentimientos y su pensamiento en tensión.

Mas he aquí que Lenin se dirigía a los mencheviques y a los S.R. de derecha. Y en él despertaba de súbito el polemista furioso. Caía despiadadamente sobre ellos como traidores de la Revolución; hablaba de su cobardía, de su mezquindad y de su servilismo ante la burguesía; demostraba que se hallaban impregnados de los miasmas del cadáver de la sociedad burguesa en descomposición. Sus palabras rebosaban ira, desprecio y odio, sarcasmo demoledor.

- ¡Que graznen los mentecatos "socialistas" -exclamó-, que se irrite y enfurezca la burguesía! Únicamente los que cierran los ojos para no ver y se tapan los oídos para no oír, pueden dejar de observar que en todo el mundo han empezado las convulsiones del parto de la vieja sociedad capitalista, preñada de socialismo… Tenemos derecho a enorgullecernos y considerarnos felices por el hecho de que nos haya tocado en suerte ser los primeros en derribar, en un rincón de la Tierra, a la fiera salvaje, al capitalismo, que anegó el mundo en sangre y llevó a la humanidad al hambre y al embrutecimiento y que ineludiblemente perecerá pronto, por brutalmente monstruosas que sean las manifestaciones de su furia en la agonía.

En aquella hora, en que la República Soviética atravesaba uno de los más duros períodos de su historia, Lenin se dirigió a los trabajadores, hablándoles con un optimismo desbordante de fe en el triunfo:

- Camaradas: el trabajo ha marchado y continúa marchando... A trabajar todos juntos. Venceremos al hambre y conquistaremos el socialismo.

 

El viático

Es de noche. Por la tierra se extiende un tenue manto de niebla. Pero en el cielo no hay tranquilidad. Llamaradas azules iluminan el horizonte. O son relámpagos sin trueno o es el resplandor de un lejano tiroteo.

Hoy, 29 de mayo, todos los miembros de la organización del Partido de Moscú están movilizados. En los comités de distrito del Partido les han dividido en destacamentos. Al nuestro le ha correspondido patrullar Vozdvízhenka y Arbat: desde el Kremlin hasta el mercado de Smolensk.

A las dos de la madrugada vimos a un sacerdote con sotana que, procedente de la Molchánovka, cruzaba Arbat. Delante de él marchaba un chiquillo con vestimenta eclesiástica.

Llamamos al sacerdote. Este se detuvo. Cuando nos aproximamos nos explicó que se dirigía a administrar el viático a un agonizante.

No sé por qué, pero infundió sospechas a nuestro comandante. Aunque había claridad, como sucede en las noches de mayo en Moscú, el comandante encendió de pronto la linterna eléctrica, enfocó el rostro del sacerdote y le agarró la barba. Esta se desprendió. El falso sacerdote dio un salto atrás tratando de huir, pero fue atrapado. Le conducimos a la Lubianka.

La comandancia estaba repleta de gente. Constantemente llegaban coches con detenidos. Aquella noche fue liquidada la organización contrarrevolucionaria "Unión para la defensa de la patria y la libertad".

Su Estado Mayor Central se encontraba en Ostózhenka, en la travesía Molóchnaia. Los conjurados habían formado una organización con ramificaciones, dividida en grupos de cinco personas rigurosamente clandestinos. Cada miembro de la organización conocía a otros cuatro, y a nadie más. Las entrevistas se celebraban en apartamentos clandestinos; de consigna servía un triángulo recortado de una tarjeta de visita con las iniciales "O.K."

- Su técnica conspirativa está muy depurada -dijo Félix Edmúndovich Dzerzhinski al hablar de la marcha de las investigaciones acerca del complot-. No parece que sea de oficialitos... Aquí se adivina otra mano.

Y, efectivamente, en los interrogatorios, los detenidos manifestaron que a la cabeza del complot había alguien muy importante, cuya actuación era rigurosamente clandestina, conocido por los conjurados de filas sólo por el apodo de "As". Los que le habían visto contaban que era de estatura más que regular, moreno, con bigotito recortado, de tez oscura; al hablar miraba por encima al interlocutor; su andar era lobuno, iba con la cabeza gacha, prestando oído.

Por esta descripción no era difícil reconocer a Borís Sávinkov.

 

"Continua la sesión…"

El 14 de junio, solicitó ser recibida urgentemente por Yákov Mijáilovich Sverdlov, una mujer delgadita, de ojos azules, con un sombrerito de panamá a cuadros. Me dijo que venía de Samara, de parte de Valerián Kúibishev.

Sverdlov la recibió al instante. Conversaron largo rato. Luego oí que hablaba por el teléfono oficial con Lenin. A continuación llamó a su despacho a Avanésov. Seguidamente me encomendó poner en conocimiento de todos los miembros del OECR que por la tarde se convocaba sesión extraordinaria.

En la reunión de la fracción bolchevique se concedió la palabra a Evguenia Solomónovna Kogan. En medio del silencio general refirió con detalles la rendición del cuerpo de ejército blanco-checoslovaco en Samara, del traidor papel que durante el golpe y despues de él desempeñaron los mencheviques y los socialrevolucionarios.

La sesión del CECR comenzó a las diez de la noche. El alumbrado eléctrico era débil y se mezclaba con la difusa luz vespertina que penetraba a través del polvoriento techo encristalado.

Sobre la mesa de la presidencia lucía un quinqué que alumbraba el rostro de Lenin y la figura encogida, larga y enjuta de Mártov, sentado en la primera fila de sillas. La parte restante de la sala estaba en la penumbra, como si pusiera de relieve que los dos hombres sobre los que caía la luz eran los personajes principales del histórico drama que iba a desarrollarse.

Sverdlov agarró la campanilla, se levantó y, mirando a la sala, dijo:

- La presidencia propone incluir en la agenda de esta sesión del CECR un punto concerniente a la actuación contra el Poder soviético de partidos, que forman parte de los Soviets.

Mártov saltó:

- Y yo propongo completar el orden del día con el asunto de las detenciones en masa de obreros moscovitas, efectuadas durante la jornada de ayer.

¿Intuiría que para él y su partido era ésta la última sesión del CECR a la que asistían?

¡De seguro que sí! Experto político, no podía dejar de comprender que la historia había entrado en una nueva etapa, en la que los mencheviques no podían seguir permaneciendo en los organismos de la dictadura del proletariado. Se encontraban ya al otro lado de las barricadas. El arma de la crítica hacía tiempo que había sido sustituida por la crítica mediante las armas.

La revolución proletaria no podía seguir tolerando por más tiempo en los Soviets a quienes, en Samara, Ufá, Cheliábinsk, Omsk, Novo-Nikoláevsk y Vladivostok, organizaban golpes contrarrevolucionarios, bajo la bandera de la Asamblea Constituyente; a quienes en los centros industriales habían organizado "conferencias obreras" amañadas, que exhortaban a las huelgas y al sabotaje; a quienes se habían aliado a los guardias blancos, a japoneses, alemanes, ingleses y franceses para luchar contra el Poder soviético. No había que tolerar por más tiempo que, en el seno de los Soviets, la contrarrevolución interpelara a la Revolución, la cubriera de lodo, difamara cada una de sus medidas, exhortara abiertamente a derrocar la dictadura del proletariado.

Tras de llamar al orden a la agitada asamblea, Sverdlov planteó la siguiente cuestión: "¿Quién está en pro de que se excluya de los Soviets a los partidos contrarrevolucionarios de los S.R. de derecha y los mencheviques?" El asunto se sometía a votación.

Los bolcheviques se levantaron y alzaron sus brazos. Los socialrevolucionarios de izquierda, como correspondía a la Charca, en parte se abstuvieron y en parte votaron en contra. Los socialrevolucionarios de derecha y los mencheviques lanzaban aullidos, pateaban, agarraban las sillas y las movían con gesto amenazador.

- El acuerdo se ha tomado por aplastante mayoría de votos -dijo Sverdlov-. Ruego a los miembros de los partidos contrarrevolucionarios excluidos de los Soviets que abandonen la sala de sesiones del CECR de los Soviets de diputados obreros, campesinos y soldados rojos.

Los mencheviques y los socialrevolucionarios saltaron de sus asientos vociferando maldiciones, contra los "dictadores", "bonapartistas", "usurpadores", "ocupantes". Mártov, con voz ronca, jadeante, agarró el abrigo, tratando de ponérselo, pero sus brazos temblorosos no acertaban a entrar en las mangas.

Lenin, de pie, muy pálido, contemplaba a Mártov. ¿Qué pensaría en aquel instante? ¿Recordaría que algo más de dos decenios atrás él y Mártov, amigos, colaboradores y compañeros de lucha, habían emprendido la senda de la revolución? ¿Vería ante sí al Mártov de la época de la vieja Iskra, al publicista y orador de talento? ¿O tendría presente otra noche de verano, catorce años atrás, cuando al discutirse en el II Congreso del Partido el proyecto de Estatutos surgió entre Mártov y él una divergencia, tan insignificante a primera vista, pero tan irreconciliable desde el punto de vista de los principios, como ha demostrado la experiencia histórica, acerca de la condición de miembro del Partido? ¿Debe ser miembro del Partido el verdadero revolucionario proletario, que entrega su vida a la causa del Partido, o el profesor o abogado, que una vez cada varios meses saca del chaleco un par de billetes de tres rublos y, en secreto, a través de segundas y terceras manos, los dona a la caja del Partido, para que otros hagan la revolución? Había transcurrido casi un decenio y medio y resultaba que una de las formulaciones para los Estatutos era el punto de partida del camino que conducía a la revolución, y la otra, a la contrarrevolución.

Mártov continuó luchando con su malhadado abrigo. En aquel momento aparecía trágico. A un socialrevolucionario de izquierda le pareció ridículo. Echándose sobre el respaldo de la silla, se reía a carcajadas y señalaba con el dedo a Mártov. Este se volvió hacia él enfurecido.

-… En vano se regodea usted, joven -dijo con voz ronca-. ¡Antes de que pasen tres meses seguirá usted nuestro camino!

Sacudió con rabia el maldito abrigo, se lo terció al brazo y marchó tambaleándose hacia la salida. Lenin, pálido como antes, le acompañó con una larga mirada. Mártov abrió la puerta y salió.

¡Habría que oír los ampulosos discursos con que la revolución burguesa hubiera acogido su victoria sobre los adversarios políticos!

- Camaradas -dijo Yákov Mijáilovich Sverdlov, agitando animoso la campanilla-: Continúa la sesión. El punto siguiente del orden del día es...

 

¡Recuerda!

A principios del verano del año 1918 se inauguraron los Primeros Cursos moscovitas de instrucción militar general. Se hacían en una lujosa villa señorial situada en la Travesía del Telégrafo, no lejos de Chistie Prudí. Antes había sido la sede del estado mayor del grupo anarquista "Huracán de la muerte". En el mes de abril, con motivo de desarmar a los anarquistas, la villa fue cercada; a las dos horas de tiroteo el "Huracán" se entregó. Fue arrojado de allí y el hotel se habilitó para los cursos.

La enseñanza se efectuaba, como diríamos ahora, "simultáneamente con el trabajo". Las clases eran nocturnas.

- ¡A formar! ¡Alineación derecha! ¡De dos en fondo! Al hombro... ¡armas! ¡De frente, march! ¡Un, dos, tres!

Una vez que uno ha decidido hacerse soldado del Ejército Rojo Obrero y Campesino, como dice riéndose Iván Fiédorovich Kudriashov, jefe de instrucción militar de los cursos, "debe saberlo todo". En un mes había que aprender la instrucción en orden cerrado, conocer el fusil, las ametralladoras de diversos sistemas, adiestrarse en el lanzamiento de granadas y aprender a minar.

La instrucción se hacía a veces en el patio, pero lo más frecuente era en el bulevar de Chistie Prudí. El lugar de concentración del enemigo imaginario era la Central de Correos. Desde allí, unas veces por la derecha, otras por la izquierda o por detrás aparecía la invisible caballería y era necesario desplegarse en un instante y rechazarla.

Dos veces por semana íbamos al tiro, formados y armados de fusiles: los miércoles, a la Escuela militar Alexandr, y los sábados a la Jodinka. Cuando íbamos a la Jodinka tomábamos herramientas para fortificar. Marchábamos cantando, formados, marcando con fuerza el paso. La divisa era el proverbio predilecto de Kudriashov: "¡Aunque vayas solo, estás obligado a marcar el paso!"

La instrucción se alternaba con el estudio del fusil y de la ametralladora. A las nueve de la noche, el trompeta tocaba retreta. Todos formaban en el patio y se daba el parte a Borís Tal, jefe del estado mayor.

Después de romper filas, si se disponía de tiempo libre, podía permanecerse allí, cantar las canciones preferidas, tocar la pianola y hablar hasta la mañana siguiente si se quería. Allí se hablaba de todo; se discutía, se recitaban versos.

En cierta ocasión, nuestro comandante vino acompañado de un hombre de elevada estatura y complexión robusta, que llevaba una camisa de satén. Hay personas a las que se puede modelar de una masa cualquiera. A uno como aquél sólo se le podía esculpir en mármol.

Tendió a todos, uno por uno, su enorme y cálida mano y con voz de bajo profundo dijo:

- Mayakovski. Poeta.

Este nombre era entonces tan desconocido que alguien, extrañado, lo tomó por un seudónimo.

- ¡Vaya, le va bien! Tampoco le vendría mal llamarse Kalanchevski.

Mayakovski sonrió amistosamente, y en seguida llenó la casa con su corpachón y su honda voz de bajo.

Sin quitarse el cigarrillo de entre los dientes recorrió las habitaciones, palpó la funda de una "Maxim", dio vueltas en sus manos a una granada "limoncito", como se las llamaba, echó una mirada desdeñosa a un brillante cuadro, obra de Alexandr Benua, se detuvo ante unas máximas, inscritas a todo lo largo del muro sobre el papel pintado:

¡RECUERDA!

¡PERDER TIEMPO EN LA GUERRA ES PERDER TU SANGRE!

¡NO BASTA CON RECHAZAR EL GOLPE, ES PRECISO GOLPEAR UNO MISMO!

¡NO ES SUFICIENTE RECHAZAR AL ENEMIGO, HAY QUE ANIQUILARLO!

¡LA RETIRADA ES TU PERDICIÓN; LA SALVACIÓN ESTA EN EL ATAQUE!

¡RECUÉRDALO!

 

La habitación núm. 237

Unos días después de haber sido excluidos de los Soviets los socialrevolucionarios de derecha y los mencheviques, la sede del Presídium del CECR fue trasladada a la Segunda Casa de los Soviets. El motivo fue lo ocurrido a un campesino siberiano que llegó a Moscú para ver a Sverdlov.

Para entrar en el Kremlin era necesario pedir un pase en la Puerta de la Trinidad. Entonces no se había pensado todavía en las llamadas telefónicas ni en pedir informes, y la entrega de pases dependía del que estuviera de guardia en la garita. Al Kremlin llegaba la gente más diversa, desde secretarios de comités provinciales y jefes de ejército hasta peregrinas, ansiosas de postrarse de hinojos ante los iconos de las catedrales del Kremlin.

Al principio, los salvaconductos se extendían sin dificultad; pero después de descubrir el complot de la "Unión para la defensa de la patria y la libertad" y producirse la sublevación del cuerpo de ejército checoslovaco empezaron a tomarse más precauciones. En aquellos días se presentó a nosotros el mencionado campesino.

Tenía un aspecto típicamente de aldeano siberiano: alto, de esbelta figura, la barba corrida, la casaca gris. Se quitó el gorro, se paró en el umbral y alzó los ojos al rincón de la cámara buscando la hornacina.

- ¿Qué quiere, camarada? -pregunté.

- Vengo a ver a Sverdlov, Yákov Mijáilovich.

- ¿Para qué asunto?

-Eso sólo se lo diré a él.

Le invité a sentarse, mientras Yákov Mijáilovich quedaba libre. Se sentó en un extremo de la silla y aguardó en silencio, mirando a uno y a otro lado.

- Pase -le dije, cuando llegó su turno.

El dio muestras de inquietud.

- ¿Yákov Mijáilovich estará ahí en persona?

- Naturalmente.

De pronto se sentó en el suelo y comenzó a quitarse sus polvorientas y gastadas botas, con gruesas medias suelas. Yo miraba sin acertar a comprender nada.

Rebuscó en el bolsillo y sacó un cuchillo, rajó la caña y extrajo de los forros un mapa doblado en no menos de 16 pliegues. Hizo otro tanto con la otra bota y, tras de hallar en ella algunos documentos, pasó al despacho.

A los pocos minutos las puertas del despacho se abrieron de par en par. Sverdlov salió precipitadamente llevando de la mano al siberiano descalzo, quien iba un tanto turbado con las botas descosidas bajo el brazo.

- Voy arriba -dijo Yákov Mijáilovich sobre la marcha.

Esto significaba que iba a ver a Lenin.

Más tarde supe que aquel extraordinario visitante había venido a ver a Sverdlov directamente desde Siberia. En los topes, en los estribos y techos de los vagones, deslizándose a través de las líneas de los frentes de los blancos y de los rojos, trajo a Moscú la primera noticia de los camaradas que actuaban en Siberia en la clandestinidad. En el mapa, oculto en su bota, con signos que él conocía, figuraban datos acerca de las tropas del enemigo y de la situación de los destacamentos guerrilleros que se formaban.

- Entregarás este mapa en mano a Yákov Mijáilovich Sverdlov -le había dicho al despedirle Iván Adólfovich Teodoróvich, quien en primavera había ido a Siberia a fin de cargar grano con destino a los centros obreros. Quedó cortado por la sublevación del cuerpo de ejército checoslovaco y se convirtió en uno de los organizadores del movimiento guerrillero en Siberia.

Cerca de tres semanas tardó Egor Trofímovich Chernij en llegar a Moscú, sin dormir ni apenas comer… Y cuando parecía que todos los obstáculos habían sido salvados y se encontraba junto al objetivo, al solicitar el pase, en la garita situada ante la Puerta de la Trinidad le respondieron: "¡No se puede pasar!"

Al segundo día consiguió, al fin, el pase. Pero es difícil transmitir la irritación de Yákov Mijáilovich, y la ira de Vladímir Ilich, al conocer las pruebas que había sufrido Chernij. Y al instante decidieron que el despacho del Presidente del CECR debía ser trasladado inmediatamente del Kremlin al centro de la ciudad.

El propio Sverdlov fue a la Segunda Casa de los Soviets y eligió para despacho la sala que hacía esquina en el segundo piso, cuyas ventanas daban a la plaza que, posteriormente, recibió su nombre.

Fue inútil que los hombres encargados de proteger a los dirigentes advirtieran del peligro que entrañaba aquella decisión, adoptada casi al día siguiente del asesinato de Volodarski. Sverdlov no cedió.

- Es asunto decidido -respondió rechazando todas las objeciones-. Hacen falta dos mesas. Colocad sin falta bancos en el pasillo. Quiten los cortinajes y demás estorbos. Y que esté preparado, no para el viernes ni el jueves, sino mañana mismo. Sin falta, mañana a las nueve.

Aquel mismo día retiraron de la sala los pesados muebles, colocaron dos mesas y unas cuantas sillas y en el rincón del pasillo se habilitó una sala para los visitantes. A la entrada del hotel, junto a la puerta giratoria de cristales, se colgó la siguiente tablilla escrita con tinta roja: "Despacho del Presidente del CECR. Habitación núm. 237". En esta habitación recibía a diario Yákov Mijáilovich Sverdlov, y la gente comenzó a afluir para compartir sus preocupaciones, sus inquietudes, sus esperanzas, sus dudas, sus alegrías y amarguras, su desaliento y sus sueños.

 

"Le escucho, camarada"

Cuando colocaron los muebles en la habitación núm. 237, pusieron la mesa de Sverdlov paralela a la ventana, de manera que la luz cayera sobre el rostro del visitante y la cara de Sverdlov quedase en la penumbra.

Al darse cuenta de esto, Sverdlov se enfadó:

- ¿Acaso puede conversar una persona con confianza si ustedes la tratan de esa manera? -Y él mismo colocó la mesa perpendicular a la ventana.

Cualquiera podía llegar y ser recibido. Una rigurosa regla establecida por Sverdlov decía: "Ni un solo obrero, ni un solo campesino debe marcharse sin haber obtenido una respuesta exhaustiva acerca del asunto que le interese".

Yákov Mijáilovich recordaba a cualquier persona que hubiera estado con él, aunque sólo fuera una vez, la recordaba siempre y en todos sus aspectos: su carácter, facultades, biografía, sus lados fuertes y débiles. De cualquier funcionario que ocupara un cargo de cierta importancia en el Partido podía decir: "Ese es un buen organizador; el año 1905 trabajó en Tula, luego en Moscú; estuvo en la cárcel central de Oriol y fue deportado a Yakutia. Ese otro no es buen organizador, pero es un agitador formidable..."

Poseía Sverdlov un gran sentido para captar el carácter y las facultades de las personas.

En cierta ocasión vino a verle un muchacho alto, delgado, de unos 18 años. Sus robustas manos enrojecidas le salían de las bocamangas de la guerrera, demasiado cortas. Tenía los cabellos ondulados en desorden y grandes ojos muy abiertos, de soñador. y efectivamente, era un soñador.

- Llevo noches enteras sin dormir, camarada Sverdlov. No hago más que pensar y pensar. Y he llegado a la siguiente conclusión: se puede terminar con la burguesía de una manera asombrosamente sencilla.

¿Qué se le había ocurrido? ¡Abolir de golpe todo el dinero! Entregar a cada trabajador en lugar de dinero unos billetitos a cambio de los cuales recibiría los productos y artículos que necesitase.

¿Y qué sería de la burguesía? ¡Le llegaría de golpe su fin! Antes, el burgués compraba con dinero; ahora, se quedaría a dos velas. El burgués tendría que trabajar o marcharse de la Rusia Soviética. ¡Que se fuera! ¡Y si quería llevarse su dinero que se lo llevase, aunque fuera por vagones! ¡No necesitamos el dinero!

Lo mismo ocurría con los campesinos. Ahora el campesino necesitaba dinero. Según la nueva fórmula, si le hacían falta unas botas, hierro o alguna otra cosa más entregaría grano, leche y a cambio recibiría bonos. ¡De esta forma al no haber dinero, no habría tampoco especulación!

Yákov Mijáilovich disimuló una sonrisa y explicó al muchacho lo absurdo de su plan.

- Piense, por ejemplo, en que el kulak tiene muchos productos y el campesino pobre posee pocos. El kulak obtendrá un montón de billetes y el campesino pobre, ninguno. Y todo continuará como antes...

Luego se interesó por saber quién era el muchacho. Resultó que se trataba de un obrero de Tver.

- Trabajo en las manufacturas, de tintorero. Soy comunista. Me alisté voluntario en el Ejército Rojo. Y cuando nos dijeron que había que organizar un destacamento e ir a luchar contra los guardias blancos, me enrolé en seguida para dar la batalla a la burguesía.

Había venido a ver a Sverdlov desde la estación, pues aquella tarde enviaban a su destacamento a Samara para hacer frente al cuerpo de ejército checoslovaco.

- Vamos a ponernos de acuerdo -dijo Yákov Mijáilovich-. Cuando derroten a los blancos venga a Moscú y pase a verme. Le enviaré a la Academia Socialista de Ciencias Sociales. Allí conocerá la doctrina de Marx.

- ¿El Carlos Marx que se ve en los retratos con una barba, camarada Sverdlov?

- El mismo. Así que le espero, camarada.

Una vez que se marchó, Sverdlov llamó por el teléfono oficial, como solía hacer con frecuencia.

- Vladímir Ilich, acabo de hablar con un muchacho admirable...

 

En cierta ocasión llegaron dos campesinos vestidos con chaquetas raídas hasta más no poder. Con ellos venía un chiquillo de ojos azules y cabellos claros, descalzo, extenuado. El camisoncillo que llevaba, cosido de una blusa de mujer, estaba todo remendado.

- Venimos para lo del huérfano -camarada Sverdlov. Pusieron delante al chiquillo y éste abrió desmesuradamente los ojos contemplando la lámpara con pantalla de cristal.

Yákov Mijáilovich escuchó atentamente el relato. Fue una larga narración acerca de la aldea de Bolótino, en la que, según dijeron, todo el bienestar de los campesinos pobres consistía en ir tirando como fuera: la isba estaba maltrecha, la mesa, sin patas, las puertas sin goznes. Decían que los campesinos estaban tan amedrentados que ni siquiera osaban aparecer por las asambleas y si iban se quedaban a un lado y daban sumisamente su conformidad a los acuerdos de los ricachones que llevaban la voz cantante.

Nikita Gorbunov había regresado del frente a la aldea, tras de librarse de la coyunda del soldado. Se alojó en una casucha medio derruida de las afueras de la aldea y animó a los campesinos a meter en cintura a los kulaks. Convocó una asamblea, propuso organizar un comité de campesinos pobres y fue elegido presidente del mismo.

Ahora los campesinos pobres tenían todo el poder en sus manos. Había mucha actividad. Todo el comité de campesinos pobres, con Gorbunov a la cabeza, ingresó en un destacamento de requisa del trigo. Se hicieron registros. El grano declarado se incautaba trasladándolo a un granero común. Una parte se enviaba a la ciudad. Otra se repartía entre los campesinos pobres.

Los kulaks, viendo que no tenían escapatoria, se debatían como lobos cazados en una trampa. Amenazaron a Gorbunov. Gritaron en la asamblea: "¡Te pasas de listo, hermano! ¡Tienes dos caras! ¡Ten cuidado, no tengas que arrepentirte! ¡Será tarde!" A esto, Gorbunov respondió que aunque dijeran que iban avenir a las doce de la noche y que ahorcarían a todos los del comité, no se marcharía de allí; defendería los intereses de los campesinos pobres y no los de los kulaks.

A altas horas de la noche, los kulaks Iliá Obaímov y Fiódor Velikánov llegaron sigilosamente a la casucha en que dormía Nikita Gorbunov con su familia, arrancaron una tabla de la puerta de entrada, descorrieron el cerrojo y penetraron en la casa. Iban enmascarados, llevaban hachas y un gran farol encendido. Degollaron a Nikita, a su mujer y a cuatro hijos. Sólo el más pequeño se deslizó envuelto en una zamarra debajo de la cama, se escondió allí y se quedó dormido. Por la mañana temprano el chiquillo dejó su zamarra, tomó en brazos el gatito y salió llorando a la calle. Ofrecía el gato por tres kopeks. A la gente le extrañó que el chiquillo vendiera el gatito. Entonces el pequeño contó que habían degollado al padre y a la madre... Fueron a la casa, encontraron a los muertos y, luego a los asesinos. A éstos se les obligó a relatar con todo detalle su crimen ante la asamblea y luego fueron fusilados.

- Al pequeño, camarada Sverdlov, no tenemos dónde llevarlo porque todos estamos hambrientos. Hemos decidido traerle a Moscú y pedir al Poder soviético central que se preocupe de él. El camisón que lleva es de una blusa de su madre. Era de su ajuar de novia, la guardaba en el baúl. Toda la ropa restante de los muertos está manchada de sangre y desgarrada.

 

Mientras que los campesinos se daban invariablemente el nombre de "andarines", los obreros decían "somos delegados..." o "somos representantes... Hablaban también de la falta de pan, pero lo más frecuente era que estas conversaciones giraran alrededor de la organización de destacamentos para procurar comestibles. Y tanto en la sala para los visitantes, como en la conversación con Sverdlov se conducían con seguridad y desembarazo, hablaban de igual a igual y no como solicitantes.

Llegaron unos obreros textiles comunistas de la provincia de Ivánovo-Voznesensk. Yákov Mijáilovich les conoció al instante por el acento.

- ¡Ah, de Ivánovo! ¡Pasen, siéntense!

Por su aspecto parecían campesinos. En todos sus ademanes se advertía que procedían de la aldea. Pero tan pronto como empezaban a hablar se comprendía que se trataba de obreros.

Les preocupaba mucho la situación existente en su fábrica. Hacía dos semanas que un empleado, en estado de embriaguez, se había ido de la lengua acerca de ciertos pagos a los antiguos dueños. La comisión de control de la fábrica decidió comprobar los libros de caja. Fueron descubiertas irregularidades por valor de varios centenares de miles de rublos. Se dirigieron al Consejo Económico recabando el envío de un inspector, quien deshizo todo un embrollo de descarada rapiña y sustracción sistemática de recursos de la empresa por parte de los antiguos amos.

- Quizás nada de esto hubiera ocurrido -dijeron los delegados-, pero preside el comité fabril un tal Vdovkin, que se deja llevar por la administración del dueño y dice a los obreros: ¿Cómo vais a trabajar, si andáis hambrientos? Han estropeado a la gente hasta el extremo que da pena verla. Muchos obreros holgazanean cuanto pueden, procuran trabajar como sea su turno, llegar tarde y marcharse lo antes posible. Los miembros del comité fabril, en lugar de procurar que haya orden, andan por la fábrica como las cigüeñas por el pantano, sin ver ni comprender nada; y si lo ven y lo comprenden, no tienen ningún interés en indicar a los obreros los defectos que existen.

Y por si fuera poco, andan husmeando de un lado para otro individuos sospechosos, enviados de los mencheviques. Incitan a los obreros a que exijan el pago completo del mes de mayo, cuando la fábrica ha trabajado solamente doce días. En la reunión se pusieron a gritar que los obreros no tienen la culpa de que la fábrica haya parado. Pero no hay la menor posibilidad de satisfacer esas exigencias: la caja no tiene dinero, lo han robado los lacayos de los amos.

Lo que pensamos, camarada Sverdlov, de los dueños y de Vdovkin es que a estos perros ya es hora de atarlos más corto y meterlos en chirona. Ya es tiempo de implantar orden en la fábrica, despidiendo al que quiera holgazanear, castigándole de acuerdo con la ley revolucionaria.

 

Incendios de Moscú

Del día 28 de junio guardo un recuerdo particular. Era viernes. Sverdlov recibía como de ordinario. Yo estaba en el pasillo y preguntaba a los visitantes quiénes eran, de dónde venían y qué asunto les traía. De pronto, se oyó alboroto del lado de la escalera y, al final del pasillo, apareció un grupo; eran unas treinta o cuarenta personas.

Delante venían mujeres, de mal talante, desgreñadas, dando voces. Todas llevaban pañuelos grises de algodón, caídos sobre la nuca, remangadas las blusas negras, las faldas recogidas y con los puños crispados. Al andar miraban sin pestañear adelante, con los rostros encendidos de hosquedad.

Los hombres se mantenían detrás. Guardaban silencio frunciendo el ceño. Aquel pesado silencio resultaba más angustioso que el griterío de las mujeres.

- ¡Queremos ver a Sverdlov! -gritaban las mujeres.

Los visitantes se apretaron amedrentados contra la pared. Instintivamente intercepté la puerta.

- ¡Quita de ahí, mocosa! -dijo la que iba a la cabeza de todos.

Y ruda, amenazadora, como si hubiera llegado de la Plaza Roja el día del motín de los tiradores, me apartó con su vigoroso brazo y abrió de par en par la puerta del despacho.

¿Quién sabe lo que hubiera ocurrido si Yákov Mijáilovich hubiera perdido por un momento la serenidad o hubiera acogido a aquella enfurecida muchedumbre con un grito hostil? Pero Sverdlov, auténtico revolucionario proletario, inteligente y valeroso, que amaba y comprendía al pueblo, supo hallar en aquel momento extraordinario las palabras más precisas y acertadas.

Se puso en pie y dijo:

- ¡Yo soy Sverdlov! Pasen si me necesitan.

- ¡Pues claro que pasamos! -gritó la mujer alta y ruda que iba en cabeza.

La habitación resultaba pequeña. Los de atrás presionaban, empujaban.

Con la misma serenidad, Sverdlov empezó a poner orden: invitó a unos a que se sentaran, propuso a otros que se apartasen a un lado; a unos cuantos les invitó a colocarse en primera fila. Incluso corrió la mesa hacia la ventana para hacer un poco más de sitio. Alguien se puso a ayudarle.

Y aquella gente, que hacía un instante se mostraba hostil, que esperaba tropezar con una muralla y estaba dispuesta a arrollarla con su pecho, derribando y rompiendo todo alrededor, había cambiado. Su actitud no era todavía amigable, pero ya no era adversa, despiadada hasta la insensatez.

- ¿De qué se trata, camaradas? -demandó Sverdlov-. Les escucho. Hablen.

- Lo que ocurre está claro -dijo la que se hallaba al frente de todos-. ¡Que pasamos hambre!

La situación que Moscú atravesaba entonces no podía ser peor. En todo el mes de junio se había entregado por cada cartilla de obrero menos de 5 libras de pan moreno acidulento, mezclado con paja y salvado; el suministro correspondiente a las otras cartillas era menor aún. Los cuatro días últimos no se había facilitado pan.

Antes, al menos, los obreros podían marchar al campo y traer un poco de harina o pan. Ahora los comités de campesinos pobres habían prohibido las ventas a particulares. Solamente se podía comprar grano bajo cuerda a los kulaks, a precios exorbitantes. Pero incluso si se compraba era imposible traerlo: era necesario tomar el tren al asalto, y en los caminos había destacamentos que impedían el paso. Y resultó que todas las calamidades del hambre se ensañaron con los obreros, con los pobres.

¡Esto les venía de perilla a los mencheviques! ¿Quién mejor que ellos podía demostrar que era imposible la victoria de la revolución? ¿Quién si no ellos poseía un arsenal de argumentos de todo género para fundamentar que la transformación socialista de Rusia era una utopía? ¿Quién disponía de duchos oradores políticos que venían entrenándose durante decenio y medio en la obra de sembrar el pánico y la desconfianza en la revolución?

Comprendiendo que era imposible vencer al Poder soviético en lucha franca, decidieron hacer estallar los Soviets desde dentro, crearon un organismo llamado a derribarlos y restablecer la dictadura de la burguesía.

Componían este organismo los falsos "Burós de obreros mandatarios" creados por los mencheviques en Petrogrado, Moscú, Tula, Nizhni-Nóvgorod y otras ciudades, contraponiéndolos a los Soviets de diputados obreros y campesinos.

El 4 de julio, día en que debía inaugurarse el V Congreso de los Soviets de toda Rusia, los mencheviques convocaron el ficticio "Congreso de obreros mandatarios de Rusia".

Los expulsados de los Soviets y los supuestos "delegados de los obreros" iban por fábricas y talleres, susurraban la palabra "pan" y llamaban a la huelga.

El 26 de junio, uno de estos "delegados obreros" se había presentado en la fábrica Jacqueau. Dijo llamarse Píotr Afanásiev y ser tornero de la fábrica Bromley. Afanásiev decía que mientras los obreros pasaban hambre, los comisarios se hartaban de comer. ¡Que os entreguen pan y, si no lo dan, abandonad el trabajo!

En una asamblea de obreros consiguió hacer pasar una resolución:

"Los obreros de la fábrica Jacqueau manifestamos que si no recibimos pan, no trabajaremos. Exigimos que nos paguen los días trabajados, y cuando nos den pan, iremos al trabajo".

Esto no era, naturalmente, todo lo que quería el "delegado obrero", pero como primer paso bastaba.

En las primeras horas de la mañana del 28 de junio, dicho "delegado" se presentó de nuevo en la fábrica. No consiguió entrar, pues le detuvieron en la puerta. De ello se enteraron los centros mencheviques. Llegó a la fábrica casi toda la camarilla menchevique, organizó un mitin y propuso enviar al CECR y a la Cheka, a Sverdlov y a Dzerzhinski, una delegación para exigir que Afanásiev fuera puesto en libertad. Las intenciones estaban claras: incitar a los obreros contra los organismos soviéticos y, tan pronto prendiese la chispa, atizar el fuego.

Los obreros que cayeron en la provocación fueron a ver a Yákov Mijáilovich Sverdlov. ¿En qué pensaban? ¿Qué embargaría su ánimo cuando bajo las curiosas miradas de los transeúntes marchaban desde la Puerta de Spásskaia por la empedrada calzada? ¿Tenían esperanza en el éxito? ¿Se disponían a ofrecer resistencia? ¿Tenían miedo a la cárcel? Fuese lo uno o lo otro, lo que menos esperaban era que habían de ser recibidos tranquilamente por un hombre afable, que les diría con amabilidad: "¿De qué se trata, camaradas? Les escucho. Hablen".

Cuando comenzaron a hablar, la ira que les había traído allí, se exteriorizó de nuevo. El hambre. No hay pan. Las criaturas se mueren. Uno de ellos dijo que había ido a una aldea, logró una pequeña porción de harina para los críos, pero los destacamentos de vigilancia se lo quitaron en el camino. Los bolcheviques se jactaban de que cuando derribaran a los "provisionales" habría nubes de bizcochos y lluvias de pasteles, y el resultado era que no había ni una piedra que echarse a la boca.

Clavando en Sverdlov la mirada de sus ojos obscuros y ardientes, la que se hallaba delante dijo sin alzar la voz:

- Antes de comprometerte a llevar una carga, mira si puedes con ella...

Las pasiones se enardecieron especialmente cuando la conversación giró en torno al arresto de Afanásiev, ¿Qué era aquello? Había venido uno de los suyos, un obrero, que comprendía las cosas; había abierto los ojos a la gente; dio su consejo, prometió ayudar y habían detenido a aquel hombre como en los tiempos de Nicolás, arrojándolo ala prisión. ¿Dónde está la libertad?

En la fábrica se habían reunido los obreros en huelga y habían enviado a sus delegados para exigir que Afanásiev fuera puesto en libertad inmediatamente.

- Está bien -dijo Sverdlov.

Se puso al teléfono y, en voz muy alta, para que todos le oyeran, dijo:

- Póngame con Dzerzhinski... Félix Edmúndovich, le ruego que venga ahora mismo a la Segunda Casa de los Soviets.

Mientras llegó Dzerzhinski, de nuevo se alivió un poco el ambiente. Todos tenían sed. Una de las mujeres de la fábrica y yo trajimos un cubo de agua y jarros.

Dzerzhinski llegó rápidamente. Lo comprendió todo al instante.

- Camarada Dzerzhinski, dijo Sverdlov, ésta es una delegación de la fábrica Jacqueau. Los obreros piden que se ponga inmediatamente en libertad al detenido Afanásiev y se les entregue. Le pido que dé la orden necesaria para ello. Yo voy a la fábrica con la delegación.

- Está bien, camarada Sverdlov.

Desde allí mismo, Dzerzhinski ordenó por teléfono poner en libertad a Afanásiev y el envío de dos camiones al Metropol.

Dando brincos en los baches y dejando un rastro de polvo amarillento, los camiones atravesaron el, campo de Vorontsov, la Taganka, la barriada de Spásskaia, y llegaron a la puerta de la fábrica.

- ¡Hemos llegado!... ¡Bajad!

El patio de la fábrica rebosaba de gentío. Los obreros estaban cansados a consecuencia del calor y de tanto esperar, pero nadie se había marchado. La muchedumbre abrió paso silenciosamente a Sverdlov y luego, con el mismo silencio, le rodeó.

Apenas Sverdlov se acercó a la improvisada tribuna, formada con unos barriles y tablas, se detuvo a la puerta un coche ligero.

- ¡Afanásiev! ¡Ha llegado Afanásiev! -gritó la muchedumbre.

Afanásiev había sido detenido en el momento en que los mencheviques, con otros partidos, habían organizado un complot contrarrevolucionario con ramificaciones. Había ido a la cárcel convencido de que no estaría en ella mucho tiempo: de un día para otro se produciría un complot antisoviético. Ya se había acordado declarar una huelga general política en Moscú, Petrogrado, en todos los centros industriales de importancia y en ferrocarriles. Se había calculado que, en el caos de la huelga general, el "Congreso de obreros mandatarios de Rusia", apoyado por los intervencionistas, tomaría el poder.

Cuando se abrieron las puertas de la celda, lo montaron en un coche ligero y lo condujeron a la fábrica Jacqueau, Afanásiev pensó que ya se había producido el golpe contrarrevolucionario y que iban a felicitarlo en representación del partido de los vencedores, de quienes habían derribado la dictadura del proletariado.

¡Y aquello le perdió! Pronunció un discurso mostrando su satisfacción por la "victoria de la democracia", el "fin de los Soviets", el "comienzo de una nueva era". Patentizó su agradecimiento a los "queridos aliados" por la ayuda prestada, afirmó que Rusia pondría fin al "oprobio de Brest" y reanudaría la guerra contra Alemania.

Era asombroso observar cómo iban cambiando ante la vista de todos los semblantes de los obreros que escuchaban a Afanásiev.

Al principio, le contemplaban con evidente benevolencia: él había sufrido por los obreros y, gracias a ellos, había salido de la cárcel. Luego, en sus rostros se reflejó el asombro. A medida que Afanásiev iba mostrando su entusiasmo, el asombro fue creciendo más y más. Hacía dos días, al exhortarles a cesar el trabajo, Afanásiev juraba y rejuraba que la huelga era por el pan y no contra el Poder soviético. Y ahora, desde aquel mismo lugar, se embriagaba con la ficticia caída de los bolcheviques y la reanudación de la guerra contra Alemania.

Entre la muchedumbre se extendió un murmullo amenazador.

- ¡Ha llegado el momento! -dijo satisfecho Sverdlov.

Saltó ágilmente a la tribuna, avanzó por una tabla que se curvaba bajo su peso y se colocó al lado de Afanásiev. Este se calló, quedóse boquiabierto, adoptando la clásica pose con que después se ha representado miles de veces al menchevique, atónito por la victoria de la revolución proletaria.

- ¡Ahí lo tenéis, camaradas! -dijo Sverdlov-. El señor menchevique nos ha mostrado la libertad que quiere su partido: la libertad de invitar al capital de los aliados, la libertad para que los antiguos dueños recobren las fábricas y los talleres, la libertad para que el terrateniente se apoderase nuevamente de la tierra, la libertad para que el kulak cobre 500 rublos por un "pud" de harina, la libertad para que Krasnov y Skoropadski ahorquen a los obreros. Habéis visto cómo los mencheviques se deshicieron en cumplidos ante vosotros, haciéndose los inocentes, pero ponedles el dedo en la boca y, como el sollo, os arrancarán hasta la última falange...

- ¡Ya lo hemos oído -gritó una voz desde las filas de atrás-. Mejor es que nos traigas pan.

- ¡No estorbes! -le respondieron a coro.

Sverdlov explicó por qué era necesario el monopolio de las cereales, por qué no había que permitir la libertad de comercio. Sus palabras fueron acogidas ya con réplicas de aprobación. "¡Justo! ¡Unos tienen sacos almacenados y otros no tienen nada!" "¡Con semejante libertad de comercio la burguesía se llenará los bolsillos y los pobres pasarán cada vez más hambre!"

Sverdlov exhortó a organizarse, a cohesionar las filas de la clase obrera, a inscribirse en los destacamentos para procurar víveres y en el Ejército Rojo.

Y cuando preguntó quiénes estaban en pro del monopolio de los cereales, se alzó un bosque de brazos.

Lo mismo sucedió cuando un obrero jovencito, flacucho y endeble, saltó al tablado y con voz sonora propuso a los obreros presentarse todos al día siguiente al trabajo, condenando a los que no lo hicieran como elementos que actuaban contra la clase obrera y hacían el juego a la contrarrevolución.

Todos se olvidaron de Afanásiev y ni siquiera advirtieron cómo se lo llevaron al mismo lugar de donde lo habían traído.

De este modo se dio por terminada la asamblea. Rodeando a Sverdlov la gente se encaminó lentamente hacia la salida.

De pronto, sin saber de dónde, apareció un chiquillo de cabellos azafranados y revueltos, un auténtico Stiopka-Rastriopka del cuento ruso.

- ¡Camaradas! -gritó-: ¡Lenin ha venido a la Símonovka! ¡Dense prisa!

Todos echaron tras él, a cual más rápido. Había que recorrer un buen trecho.

Entonces existía la siguiente costumbre; los viernes, el Comité de Moscú del Partido celebraba mítines abiertos en los distritos obreros, fábricas y talleres, en los que hablaban los más destacados oradores bolcheviques. Se elegían para los mítines los temas más candentes, los que inquietaban a las masas populares. El viernes 28 de junio el tema era "La guerra civil".

En el largo comedor de la fábrica AMO se congregaron más de dos mil obreros del arrabal de Símonovka. Se concedió la palabra al camarada Lenin. Cuando cesaron los primeros aplausos y Lenin empezó a hablar, pareció que una ola se deslizara por encima de la muchedumbre. La cresta se elevó primeramente no lejos de la tribuna, en la tercera o cuarta fila, y fue corriendo hacia las últimas filas. La muchedumbre se encrespó. Una hilera tras otra se ponía de puntillas para ver y escuchar mejor a Vladímir Ilich.

Era evidente que aquel día Lenin había hablado mucho: su voz denotaba cansancio, pero reinaba tal silencio que se le oía en las filas más apartadas. Decía que el presente era duro y que esperaban días más difíciles todavía; que por delante estaba la guerra, una guerra sangrienta. Y aunque la guerra es, en general, odiosa al Partido de los comunistas, el Partido llamaba a los obreros a esta guerra, pues era una guerra sagrada, una guerra civil, la guerra de la clase obrera contra sus opresores.

...Yo me encontraba cerca de aquella mujer que el mismo día, hacía tan sólo unas horas, había irrumpido en el despacho de Sverdlov, al frente de los huelguistas de la fábrica Jacqueau. Su rostro aparecía airado. Luego, durante el discurso del menchevique Afanásiev, su cara era completamente distinta: denotaba enojo, duda.

Volví a mirarla cuando escuchaba a Lenin. Se había quitado el pañuelo de la cabeza y vi a una hermosa mujer rusa, de ojos grises, profundos y cejas oscuras y bien arqueadas.

Fuera por el cansancio o a causa de la emoción, en aquel momento estaba muy pálida. Escuchaba atentamente a Lenin, poniendo en ello los cinco sentidos. Aquel hermoso rostro se encendió cuando Lenin dijo:

- El pueblo está cansado y se le puede empujar, claro está, a cualquier insensatez, incluso contra Skoropadski, pues la masa del pueblo es ignorante.

Cuantas veces había escuchado a Lenin en las últimas semanas, se había referido al hambre que nos amenazaba y a la necesidad de alzar a los campesinos pobres contra los kulaks para arrancarles el trigo; y siempre encontraba nuevas palabras, nuevas imágenes, las más cercanas y comprensibles para quienes hablaba en aquel momento.

Y aunque la gente le oía decir que se avecinaban nuevas dificultades, nuevas luchas y nuevas víctimas, que en aras de la victoria tendría que sacrificarlo todo, posiblemente hasta la vida, embargaba su alma un sentimiento de inmensa y luminosa dicha. No veía ya peligros ni dificultades. ¡Lo importante era que venciese la Revolución! ¡Con qué impresionante fuerza resonaba en aquellos momentos La Internacional!

La mañana del 2 de julio se vio ya claro el fracaso de la huelga general que habían intentado organizar los mencheviques. En el despacho de Sverdlov sonaba el teléfono sin cesar: le comunicaban que los obreros se habían incorporado al trabajo en todas partes. En algunos lugares, es cierto, habían celebrado mítines, pero de ahí no pasaron.

Después de las diez sonó de nuevo el teléfono. Una voz lejana y a duras penas comprensible gritaba algo. Sólo podía entenderse la palabra "¡incendio!"

Subí a toda prisa al tejado del "Metropol". El cielo estaba lleno de leves nubes blancas. Sólo del lado de la barriada de Símonovka aparecía grisáceo. De pronto, en aquel fondo gris se elevó una enorme columna de humo y llamas y se oyó el estruendo de una sorda explosión. Las blancas nubes rizosas se tiñeron de púrpura y luego fueron envueltas por el humo oscuro.

Cuando bajé ya se sabía que ardían los almacenes de mercancías, los depósitos y las instalaciones ferroviarias en la estación de Símonovka. Ya habían explotado unos cuantos bidones de ácido y sustancias etéreas; corrían riesgo de explotar los polvorines que había en las proximidades de Símonovka. Se envió allí a todos los servicios contra incendios de Moscú.

Yákov Mijáilovich daba instrucciones con serenidad. Se mandó a los soldados rojos en ayuda de los bomberos.

Entró un motociclista. Yákov Mijáilovich me miró.

- Vaya a la fábrica Jacqueau. Usted conoce el camino. Entérese de cómo van las cosas allí.

Ya en la Taganka nos dio en las narices el olor a quemado. La población de la Vorontsóvskaia se había echado a la calle La gente contemplaba alarmada el cielo gris-púrpura. Se oyeron de nuevo explosiones. Nos azotó un viento caliente y seco.

Sobre la fábrica Jacqueau se arremolinaban nubes de vapor, a través de las cuales se distinguían confusamente las figuras humanas. El ruido del incendio era tal que no se percibía el de la gran máquina de los bomberos. El siniestro se había producido muy cerca de allí.

Entramos en el patio. Los obreros de la fábrica, formando cadena, iban pasando cubos de agua de unas manos a otras.

Hubo cierta interrupción. Una enérgica voz de mujer que me era conocida gritó:

¡Eh, daos prisa! ¡Que parecéis mencheviques tocándose las narices!

 

Noche tormentosa

El incendio en Símonovka no cesó durante todo el día. A veces se conseguía dominar las llamas; pero, poco después, resurgían con nueva fuerza. A los bomberos que, desfallecidos a causa de los inhumanos esfuerzos, comenzaba a humearles la ropa, los retiraban a un lado, les echaban agua. Luego se lanzaban de nuevo a las llamas.

Al atardecer, se sofocó el incendio. En el lugar del siniestro se veían los trozos de hierro y los montones de madera humeante. De vez en cuando corrían sobre ellos pequeñas llamaradas azules.

Comenzaron a llegar los delegados al V Congreso de los Soviets. La inscripción de los delegados bolcheviques se hacía en el "Metropol"; los socialrevolucionarios de izquierda se inscribían en el antiguo edificio del Seminario, situado en la Sadóvaia-Karétnaia, local al que se dio el nombre de Tercera Casa de los Soviets.

Cuando Varlaam Alexándrovich Avanésov, secretario del CEC de toda Rusia, apareció en el Seminario, para convenir algunas pequeñas cuestiones de organización, lo recibieron con hostil silencio. Al salir, tropezó en la puerta con María Spiridónova, líder del partido de los socialrevolucionarios de izquierda. Clavó en él la mirada y continuó su camino sin responder al saludo.

Era ya cerca de medianoche. Había cesado la tormenta. Abrí la ventana. La habitación se inundó de un aire húmedo y fresco.

Sobre la mesa sonó el teléfono. Sverdlov agarró el auricular. Dzerzhinski le informaba de que llegaban noticias de todos los distritos de una nueva provocación. En distintos puntos de Moscú, preferentemente en la periferia obrera, gente desconocida montada en automóviles efectuaba registros y quitaba a la población chaquetas, abrigos, vestidos y otras ropas.

Sverdlov esbozó al instante el texto de un telefonema, en el que en nombre del CEC de toda Rusia y de la Cheka se ordenaba la detención de los atracadores.

Sentada junto a la ventana, transmití el telefonema a los distritos. El resplandor de los relámpagos iluminaba el negro cielo de la noche.

En la habitación se hablaba ruidosa y animadamente. Había mucha gente; unos estaban sentados en el diván, otros en periódicos extendidos en el suelo. Trajeron un cubo con agua hervida. Los de Astraján sacaron de una mochila esturión ahumado. También apareció pan, pero era poco. Por ello cortaron el pescado en gruesas lonchas y el pan en finas rebanadas. Hacía las veces de ama de casa Klavdia Ivánovna Kirsánova, alegre y con las mejillas sonrosadas.

Recordaban el exilio en Narim, en Shlisselburgo, los trabajos forzados en el Amur: en "Kolesuja". Todos ellos eran luchadores bolcheviques de la clandestinidad, a propósito de los cuales se decía en broma que cuando estaban en libertad vivían realquilados; pero que estaban domiciliados preferentemente en las cárceles y en el exilio. Aún no había aparecido la expresión "viejo bolchevique": los cuadros del Partido eran tan jóvenes que no se les podía aplicar la palabra "viejo". Baste recordar que el término medio de la edad de los delegados al VI Congreso del Partido era de 29 años y el más viejo de los delegados contaba 47. Cuando se quería decir de alguien que estaba con Lenin desde la escisión del Partido y que no se había desviado un solo día del camino leninista, se expresaba con estas palabras: "Es un bolchevique firme como el granito". Tales eran los bolcheviques que se encontraban en la habitación.

 

Cundían los relámpagos. Se oyó un tiroteo lejano; eran patrullas de soldados rojos que desarmaban a los atracadores.

Yákov Erman se asomó a la ventana y respiró con ansia el aire fresco.

- ¡Oh! -exclamó-. ¡Cómo me gustan las noches tormentosas!

¡A un Erman habían de gustarle por fuerza las noches tormentosas! Durante la Asamblea Democrática, cuando Kerenski maldijo desde la escena del Teatro Alexandrinski a los "esclavos en rebeldía" interrumpió sus palabras una voz muy potente, que acaso cedía tan sólo a la de Sverdlov: - ¡Canalla!

Se armó un escándalo colosal; Kerenski no ya amarillo, sino verdoso, gritó con voz chillona: -¿Quién ha osado decir semejante cosa?

En un palco del entresuelo se levantó un hombre fornido con la cabeza afeitada y dijo imperturbable:

- Erman, delegado de Tsaritsin.

Era un hombretón de anchos hombros. Podría vivir hasta los 100 años. Pero dos semanas después del V Congreso de los Soviets fue asesinado en el muelle de Tsaritsin por una banda de golfos contrarrevolucionarios.

 

Cerca de las dos de la noche vino un bolchevique que trabajaba en la Tercera Casa de los Soviets. Dijo que, según sus cálculos, el número de socialrevolucionarios de izquierda, delegados al Congreso, sería de 300 a 400. Su fracción estaba reunida constantemente: los miembros del Comité Central del Partido se sucedían unos a otros en el uso de la palabra. Reinaba gran excitación y evidentemente tramaban algo.

De la calle llegó nuevamente ruido de disparos.

A eso de las cuatro se presentó el jefe de la guardia del Gran Teatro, donde debía reunirse el Congreso de los Soviets. Comunicó que debajo del escenario se había descubierto una máquina infernal.

Yákov Mijáilovich fue con él al teatro. Regresó a la media hora y dijo que la máquina infernal había sido descargada.

Eran ya más de las cuatro de la madrugada, el cielo empezaba a clarear. Unos cuantos relámpagos iluminaron el horizonte por última vez. La noche tempestuosa estaba terminando.

- No obstante, vamos a echar un sueño -dijo Yákov Mijáilovich-. ¡Por la mañana habrá combate!

 

El alzamiento

Todo el V Congreso lo pasé en el ángulo del escenario desde donde aparece el coro de aldeanos de la terrateniente Lárina. Estaba encargada de recibir la correspondencia urgente que llegara y de entregarla a los miembros de la presidencia a quienes estuviera destinada.

Desde mi asiento se veía el palco del cuerpo diplomático donde se encontraba el embajador alemán, conde von Mirbach, alto, derecho y seco, con aspecto de un hombre que hubiera caído en una casa de fieras, pero lo suficiente bien educado para no dejar traslucir su desdén ni siquiera hacia los monos.

Hasta mí llegaba el ruido de las voces. Sverdlov abría el Congreso. Un socialrevolucionario de izquierda con voz de tenorcillo y modulaciones de cuerno inglés exige que se rompa el Tratado de Brest. Se oye hablar en tono mesurado a Danishevski, representante del proletariado de Letonia. Dice que por muy dura que sea la paz, la clase obrera letona comprende que la revolución rusa no tenía otra salida que suscribirla.

En la sala se levanta una tempestad. Los socialrevolucionarios de izquierda permanecen casi todo el tiempo de pie: tan pronto gritan como aplauden a sus oradores. Sube a la tribuna María Spiridónova. Agita su pequeño puño; se oyen solamente sus gritos y el rugir de la sala.

En contra de lo que esperaban, los socialrevolucionarios de izquierda resultaron en minoría absoluta: contaban con menos del tercio de los votos. Y tratan de contrarrestar la debilidad numérica gritando con voz estentórea:

- ¡Venid a pedirnos pan! ¡Os ajustaremos las cuentas! ¡No, os lo daremos! ¡Pedídselo a Mirbach!

De las filas bolcheviques responden burlonamente:

- ¡Lo que debéis hacer es ir a combatir! ¿No gritáis que queréis la guerra? ¡Luchad pues contra los checoslovacos! ¡Os resulta más fácil luchar contra los campesinos pobres!

Hacía poco tiempo, tan sólo medio año, que el partido de los socialrevolucionarios de izquierda ocupaba en la Asamblea Constituyente los escaños del ala izquierda. En el Comité Central Ejecutivo sus miembros se sentaban ya en el centro. Ahora, en el V Congreso de los Soviets, ocupaban la extrema derecha, marchando inexorablemente en pos de quienes ya habían recorrido este camino y fueron a parar al otro lado de la barricada. Una vez en la extrema derecha, se acercaban de lleno a la raya en que bastaba dar un solo paso para encontrarse en el campo de la contrarrevolución.

Se había dado este paso.

El segundo día de sesiones Lenin informó de la gestión del Consejo de Comisarios del Pueblo. Los socialrevolucionarios de izquierda habían tramado no dejarle hablar. Pataleaban, gritaban, interrumpían a Lenin a los gritos de: "¡Kerenski!, ¡Mirbach!"

Pero la fuerza del pensamiento y la fascinación de Lenin eran tan grandes que el arrebato socialrevolucionario de izquierda se esfumó. Sus gritos se hicieron cada vez más raros, se fue atenuando el ruido; algunos pasajes del discurso de Lenin los asordaban los aplausos no sólo de los bolcheviques, sino incluso de una parte de sus adversarios.

En los debates, los líderes socialrevolucionarios de izquierda trataron de desatar de nuevo las pasiones. El primero en hablar fue Borís Kamkov, quien al referirse a las concentraciones de campesinos pobres dijo que eran concentraciones de holgazanes de la aldea. Rojo a más no poder de tanto gritar manifestó:

- Arrojaremos por la borda a vuestros destacamentos de requisa de víveres y también a vuestros comités de campesinos pobres.

Y, entre tanto, los socialrevolucionarios de izquierda fraguaban un golpe, mediante el cual pensaban colocar a la Revolución ante un hecho consumado y arrastrar al país a la guerra con Alemania en contra de la voluntad del pueblo.

Este golpe fue el asesinato de Mirbach.

Son conocidas las circunstancias de aquel asesinato: tras de amañar con ayuda del socialrevolucionario de izquierda Alexandróvich, que trabajaba en la Cheka, documentos falsos con la firma apócrifa de Dzerzhinski, Bliumkin y Andréev afiliados al partido de los SR de izquierda, se personaron en la embajada alemana, llamaron a Mirbach y arrojaron una bomba ocasionándole la muerte. Ellos lograron ponerse a salvo.

El asesinato de Mirbach fue la señal para el alzamiento. El destacamento de Popov, alojado en los cuarteles de Pokrovski, arrestó a Dzerzhinski cuando fue al estado mayor de aquella unidad para detener a Bliumkin y a Andréiev. Los amotinados se apoderaron de Telégrafos. Se transmitieron a toda Rusia telegramas del CC de los SR de izquierda exhortando a no obedecer las órdenes del Gobierno de Lenin. Los sublevados se adueñaron de una parte de los barrios céntricos de Moscú.

Al mismo tiempo, la fracción socialrevolucionaria de izquierda en el V Congreso encabezada por María Spiridónova, se encaminó al Gran Teatro en espera, evidentemente, de una señal desde fuera para sublevarse allí mismo, en la sala de sesiones y arrestar a Lenin y al Gobierno soviético.

El Consejo de Comisarios del Pueblo hizo llegar un telefonema redactado por Lenin a todos los distritos, en el que proponía movilizar a los funcionarios del Partido y exhortaba a las masas a aplastar la sublevación que podía ser aprovechada por los guardias blancos. Todo el Moscú proletario se puso en pie.

Aquellos históricos acontecimientos se plasmaban para mí en un incesante torrente de cartas. Venían en sobres pegados a toda prisa e incluso sin sobre. Unas daban detalles minuciosos del asesinato de Mirbach; otras se referían a la detención de Dzerzhinski y de otros bolcheviques; otras cartas daban noticias de la concentración de unidades del Ejército Rojo y de la movilización de los comunistas y de los obreros de las fábricas de Moscú para aplastar la sublevación.

Yákov Mijáilovich me dio una nota diciendo que le entregara las cartas solamente a él y de manera que pasara desapercibido. Las leía con el rabillo del ojo. Desde lejos parecía que sólo absorbía su atención lo que estaba ocurriendo en la sala. Los bolcheviques que estaban en la presidencia se inclinaban hacia Sverdlov o hablaban entre sí. En ocasiones, uno de ellos se levantaba, iba hasta el fondo del escenario, luego volvía. ¡Quién podía creer que así, sonriéndose, paseando tranquilamente a la vista de los SR de izquierda que estaban allí sentados, los bolcheviques organizaban con los camaradas de la ciudad el cerco del Gran Teatro por las unidades del Ejército Rojo y el arresto de la fracción socialrevolucionaria de izquierda del Congreso!

Después de recibir un sobre, Sverdlov se levantó y dijo:

- Camaradas: se cita a una reunión a la fracción bolchevique del Congreso. Ruego a los miembros bolcheviques del Congreso y a los invitados pertenecientes al Partido Bolchevique aquí presentes que se trasladen a la Segunda Casa de los Soviets. Después de la reunión de la fracción continuará la sesión del Congreso.

(De hecho, la fracción se reunió en el local de los Cursos para los trabajadores del Partido, en la calle Málaia Dmítrovka 6. Yákov Mijáilovich dio adrede una dirección falsa.)

Todas las salidas de la sala y de cada palco estaban bloqueadas por soldados rojos de unidades de confianza. Para pasar había que mostrar a la guardia el carnet del Partido o la tarjeta roja que acreditaba la pertenencia a la fracción bolchevique.

En unos 15 minutos todos los bolcheviques abandonaron la sala de sesiones del Gran Teatro. Los SR de izquierda en lugar de apresar a los bolcheviques, quedaron ellos mismos arrestados.

¡Cuánto se rieron en la fracción bolchevique! Resultó cierto aquello "¡no caves un hoyo a los demás, no sea que tú mismo caigas en él!"

Sverdlov se refirió brevemente al plan que tenían los socialrevolucionarios de izquierda de disolver el Congreso de los Soviets, arrestar al gobierno y declarar la guerra a Alemania. Al instante, sin discusión, se aprobó la propuesta de tomar medidas de urgencia para liquidar el alzamiento contrarrevolucionario. Todos los delegados se distribuyeron por los distritos a fin de ayudar a las fuerzas locales.

Yo era enlace del grupo enviado a los Primeros Cursos militares moscovitas, en los que había estudiado. En este grupo había cuatro camaradas, entre ellos uno de baja estatura, y rostro corriente y rosado, al que ya había visto en el despacho de Sverdlov. Era Mijaíl Vasílievich Frunze, delegado de Ivánovo-Voznesensk.

No había que ir lejos, el local de los Cursos era un palacete en el callejón de Arjánguelski (Telegrafni), no lejos de Chístie Prudí. Pero el camino era peligroso: allí, al lado, se habían apostado los sublevados y podíamos caer directamente en sus garras. Sin embargo, todo resultó a pedir de boca.

Nada más llegar, Mijaíl Vasílievich pidió el plano del distrito. Al ver que no lo teníamos solicitó una hoja de papel. Nadie tenía ni una cuartilla, a excepción de nuestro poeta Andriusha Dubrovin que, dando un suspiro, entregó a Mijaíl Vasílievich toda su intangible reserva: un cartel anunciador del circo con el reverso en blanco.

Mijaíl Vasílievich trazó allí mismo a lápiz un plano del lugar, marcando en él flechas indicadoras de las direcciones en que teníamos que atacar. Nadie conocía a Frunze, pero en seguida nos dimos cuenta de que se trataba de un jefe militar y nos pusimos a sus órdenes.

En la calle había comenzado el tiroteo. Los amotinados combatían cobardemente: disparaban contra los soldados rojos atacantes un par de ráfagas de ametralladora y luego se retiraban.

Hacia el mediodía, la zona de la estación de Kursk había quedado limpia de insurgentes. El estado mayor de los sediciosos, cercado en los cuarteles de Pokrovski, decidió, después de un breve tiroteo, cesar la lucha. Envió al estado mayor de las tropas atacantes una delegación, la cuál manifestó que los amotinados estaban de acuerdo en entregarse, pero bajo determinadas condiciones. Se contestó que las tropas soviéticas no entablaban negociación alguna con los traidores y se les propuso poner inmediatamente en libertad a Dzerzhinski, Smidóvich, y Lacis, y deponer las armas incondicionalmente.

Cerca de las once de la mañana nuestro destacamento dio también por terminadas sus operaciones. De pronto, escuchamos un zumbido sobre nuestras cabezas. Hacia el Este volaba un pequeño avión, parecido a una estantería. Y al instante vimos marchar en la misma dirección una columna de automóviles abigarrados con guardias rojos.

Ocurría que una parte de los amotinados, después de la derrota, se las había arreglado para huir de Moscú en automóvil y a caballo, llevándose cañones y ametralladoras. A la caza de ellos se enviaron tropas y aviones soviéticos.

Orgullosos de la victoria regresamos a los Cursos con los trofeos conseguidos: tres ametralladoras y un carro de mano repleto de fusiles. En las Puertas Miasnítskie oímos hablar en magiar: eran combatientes del Destacamento Internacional que habían participado en la lucha para arrojar a los insurrectos de la Central de Telégrafos.

Era un día caluroso, de sol. Piaban los pájaros en los árboles del bulevar Chístie Prudí. El aroma de los tilos floridos embalsamaba el ambiente. Parecía que no hubiera habido recientes combates. En la plazoleta, delante de las puertas de Telégrafos, dormía plácidamente sobre las piedras el camarada Bela Kun, jefe del Destacamento Internacional.

Dormía tan profundamente al calor del sol que no oía el abrir y cerrar de las puertas ni a los que entraban en el edificio saltando por encima de él.

 

En una noche el Moscú proletario había organizado cerca de un centenar de destacamentos bien pertrechados para aplastar el alzamiento de los SR de izquierda. Hasta entonces, nunca se había visto en la ciudad semejante orden y vigilancia. Moscú estaba literalmente cercado por un doble anillo de milicias obreras. Ni un solo transeúnte podía esquivarlas, ni siquiera en los más apartados callejones.

Al llegar la noche, el alzamiento había sido aplastado totalmente. Por las calles pasaban destacamentos armados. La gente iba animosa, marcando firmemente el paso, sin síntomas de cansancio. Entonaba canciones y hablaba de buena gana con quienes se agolpaban en las aceras.

En la esquina de las Puertas Miasnítskie, un hombre fornido que vestía una cazadora manchada de grasa hacía un análisis histórico de los acontecimientos de los últimos meses.

Finalizando su discurso, dijo:

El panorama que tenemos ante nosotros está claro. Los socialistas de toda laya se han pasado poco a poco, uno tras otro, al campo de la contrarrevolución.

- ¡Uno tras otro! -repitió satisfecho Vladimir Ilich cuando le transmitieron esta expresión, que le gustó enormemente.

... Después de entregar las armas, marché a toda prisa al trabajo. Toda despeinada, sucia, entré en la habitación núm. 237.

Yákov Mijáilovich conversaba por teléfono. Cuando terminó de hablar, se dispuso a fumar. Sus movimientos eran un tanto pausados y la mano con la cerilla encendida no acertó en seguida con la punta del cigarrillo.

- En Yaroslavl hay un alzamiento -dijo-. La ciudad está en llamas. Al frente de los amotinados se encuentra Borís Savinkov...

 

El plan "anaconda"

El 6 de julio comenzó el alzamiento contrarrevolucionario en Yaroslavl. El 7 en Ríbinsk, el 8 en Múrom. Ese mismo día Kem y la parte norte del ferrocarril de Múrmansk fueron tomados por las tropas anglo-francesas y se produjo la unión de los grupos del Volga y de Siberia del cuerpo de ejército checoslovaco.

No se sabía cuál sería la actitud de los alemanes. El cadáver de Mirbach fue enviado a Alemania en un ataúd de cinc. Berlín guardaba silencio todavía.

Los socialrevolucionarios de izquierda arrestados continuaban aún en el Gran Teatro. El edificio estaba rodeado por los fusileros letones que habían montado un verdadero campamento con cañones, ametralladoras y cocina de campaña en la Plaza del Teatro.

Por aquellos días fui varias veces al Gran Teatro. Sverdlov me encargó de repartir periódicos entre los arrestados. En el escenario, que tenía las luces apagadas, había una ametralladora que apuntaba a la sala medio a obscuras. Los sillones estaban en desorden. El suelo se hallaba lleno de colillas y papeles arrugados. Los arrestados, en cuanto se enteraron del fracaso de la sublevación, se abatieron y desalentaron. ¡Dónde habían ido a parar sus bríos de la víspera!

El 8 por la mañana se trasladó a los arrestados a otro lugar. Se ventiló y puso en orden la sala. Después de comer, se reanudaron las sesiones del Congreso. Una vez aprobada la expulsión de los Soviets de los SR de izquierda, que se habían solidarizado con el levantamiento de los días 6 y 7 de julio, el Congreso pasó a examinar el proyecto de Constitución.

Los bolcheviques continuaban ocupando, como antes, el ala izquierda de la sala. Los asientos de la derecha, que antes ocuparan los SR de izquierda, estaban vacíos. Nadie quiso sentarse en ellos.

La sesión se hallaba en todo su auge cuando, de repente, se produjeron dos explosiones, una tras de otra, brilló el resplandor del fuego y la araña que pendía del techo comenzó a balancearse. Olía a pólvora. Todos saltaron de los asientos; unos corrieron hacia la salida, otros tomaron las armas. Pero desde la escena, imponiéndose al movimiento y al ruido, se oyó la voz de Sverdlov:

- ¡Tranquilidad, camaradas! ¡Continúa la sesión!

Luego se supo que a uno de los soldados rojos de guardia a la entrada del tercer piso se le habían desprendido las granadas que llevaba sujetas a la cintura. En la sala del Gran Teatro, con sus magníficas condiciones acústicas, la explosión resonó con la misma fuerza que si hubiera estallado una bomba de gran potencia.

El 14 de julio, a las 11 de la noche, el Dr. Riedzler, en funciones de representante diplomático alemán, se presentó a Chicherin, Comisario del Pueblo de Negocios Extranjeros, y le hizo entrega de la exigencia del gobierno alemán de enviar a Moscú un batallón de soldados alemanes de uniforme, a fin de proteger la embajada alemana.

Al día siguiente, en el "Metropol", se celebró una sesión del CEC de toda Rusia de la nueva legislatura. Se componía de bolcheviques, a excepción de dos o tres socialrevolucionarios maximalistas.

En medio de un gran silencio, los miembros del CEC de toda Rusia escucharon un comunicado de Lenin acerca de la exigencia alemana.

-... no podemos satisfacer en ningún caso ni bajo ninguna condición semejante deseo -decía Lenin-, pues ello sería, objetivamente, el comienzo de la ocupación de Rusia por tropas extranjeras.

A semejante paso tendríamos que responder como respondemos a la rebelión de los checoslovacos o a las acciones militares de los ingleses en el Norte: con una intensa movilización, llamando a todos los obreros y campesinos adultos a la resistencia armada...

 

La historia de nuestra revolución conoce muchos momentos plenos de trágico patetismo. Uno de los más grandes fue cuando los bolcheviques miembros del CEC de toda Rusia -quizás no más de 40 a 50 personas-, levantaron unánimemente la mano aprobando la negativa del Consejo de Comisarios del Pueblo de satisfacer la exigencia alemana.

No se sabía cómo responderían los alemanes. Yaroslavl ardía en llamas. Las unidades checoslovacas atacaban en Simbirsk. El ejército voluntario se aproximaba a Armavir. Los ingleses continuaban desembarcando tropas y se acercaban al Onega.

El 25 de julio, unidades del cuerpo de ejército checoslovaco ocuparon Ekaterinburgo. Ese mismo día entraron en Bakú las tropas inglesas invitadas por los SR de derecha y los dashnakos que se habían apoderado de la dirección del Soviet de Bakú.

Las patrullas de soldados rojos capturaban todas las noches en las calles de Moscú a centenares de sujetos sospechosos: ficticios "italianos", que hablaban sólo en polaco; "maestras" ucranianas contrabandistas; oficiales de los guardias blancos; frailes portadores de alcohol; panaderos con sacos de raciones "legítimas"; libreros ambulantes con literatura subversiva.

A uno de los detenidos se le encontró un plano de Moscú. La ciudad estaba dividida en cuadrículas. Los centros oficiales y los depósitos de artillería estaban señalados con círculos rojos. Cerca de las rayas trazadas a lápiz se veía un fino polvo de grafito, clara señal de que las habían trazado muy recientemente.

Estaba claro que en algún sitio, muy cerca de allí, tendía sus redes una organización contrarrevolucionaria. Al conjuro de la misma mano que había trazado las cuadrículas en el plano de Moscú, en el país estallaban sublevaciones de kulaks, se tocaba a rebato, se enviaban mensajeros portadores de llamamientos a alzarse contra el Poder soviético, se disparaba contra los aisladores de los postes del telégrafo, para destrozarlos, ardían los sembrados, se asesinaba a traición a los comunistas y a los miembros de los comités de campesinos pobres.

Algunos hilos del complot que caían en manos de la Cheka conducían invariablemente a las embajadas extranjeras.

Félix Edmúndovich Dzerzhinski, que trabajaba día y noche, al subir por la escalera perdió el conocimiento debido al cansancio y la inanición, pero apenas volvió en sí, pasó a su despacho y reanudó el trabajo.

El 2 de agosto, las tropas anglo-norteamericanas ocuparon Arjánguelsk. El día 3, se publicó una declaración de los gobiernos inglés, norteamericano y japonés, con motivo de la intervención conjunta de los aliados en Rusia.

Y así, un día tras otro: complot de los guardias blancos en Nóvgorod, sublevación de los SR en Izhevsk, caída de Ekaterinodar, anexión de Batum, Kars y Ardagán por Turquía.

Si se traza una línea uniendo los puntos ocupados por las tropas inglesas, francesas, alemanas, norteamericanas, japonesas y de los guardias blancos, se obtiene un círculo cerrado.

La contrarrevolución internacional cercaba a la joven República Socialista. Había decidido emplear contra ésta el plan estratégico utilizado por las tropas inglesas contra los Estados Unidos de América durante la guerra de independencia.

Este plan se llamaba "Anaconda".

 

¡La patria socialista en peligro!

Regresamos de los ejercicios de tiro cubiertos de polvo. En las copas de los árboles reverberaban los dorados reflejos de la puesta del sol. Aquel día, como otros muchos, la población de Moscú no recibió no ya el cuarterón de pan del racionamiento, sino ni siquiera la mitad de esto.

- ¡Vamos al Gran Teatro!

- ¿Y el pase?

- Entraremos con el carnet del Partido...

- En el Gran Teatro se celebraba una reunión extraordinaria conjunta del Comité Ejecutivo Central de toda Rusia, el Soviet de Moscú y las organizaciones obreras. Había venido tanta gente que la sala y todos los pisos y galerías estaban repletos: había gente incluso en los pasillos, en el foso de la orquesta y entre bastidores.

Costaba trabajo creer que hacía menos de un año, en esta sala, se había reunido la Asamblea Estatal de Moscú. En la tribuna que ahora ocupaba Lenin, se encontraba entonces el general Kornílov. Entornando rabioso los rasgados ojos calmucos y pronunciando con dureza cada sílaba prometió aplastar la revolución socialista rusa a sangre y fuego. En la primera fila de butacas estaba repanchigado el millonario moscovita Riabushinski, el mismo que pronunciara aquellas palabras saturadas de odio feroz: "La revolución será estrangulada por la descarnada garra del hambre". En un palco reservado, estaba entonces Borís Savinkov, cuya experiencia de terrorista profesional era una garantía de que la revolución había de ser ahogada por el dogal de los complots.

La contrarrevolución rusa cumplía largamente sus amenazas. Cada uno de los que estaban ahora en la sala había mirado cara a cara a la muerte el año transcurrido. Todos sabían que, por muy difíciles que hubieran sido los meses vividos, por delante esperaban pruebas todavía más rigurosas, una lucha aún más dura. Y, sabiéndolo, cada uno decía para sus adentros: "Antes la muerte que la esclavitud".

La sala escuchaba a Lenin en medio de un silencio solemne.

Vladímir Ilich hablaba aquella tarde algo más despacio que de ordinario. Esta lentitud subrayaba con particular fuerza toda la tensión del momento que atravesaba la República de los Soviets. Sólo en los movimientos de las manos que al principio se agarraron fuertemente a los bordes de la tribuna y después se levantaron con la impetuosa e inconfundible vehemencia de Lenin, se expresaban la emoción, la alarma y la esperanza que le embargaban.

- La cuestión se ha planteado de manera que están puestas a una carta todas las conquistas de los obreros y de los campesinos -nos decía-.... Al realizar nuestra labor social, hemos actuado contra el imperialismo del mundo entero. Esta lucha la comprenden cada día mejor los trabajadores de todos los países y su indignación presente acerca más y más la futura revolución. Por esto precisamente se lucha, porque nuestra República es el único país del mundo que no ha ido de la mano del imperialismo, no ha permitido la matanza de millones de seres humanos en aras de la dominación del mundo por los franceses o los alemanes...

Sverdlov leyó una resolución que sonó como una llamada, como un juramento. Declaraba la Patria socialista en peligro y planteaba, como tareas a las que todo debía subordinarse, movilizar al proletariado, emprender una vasta cruzada por el pan, armar a los obreros y poner en tensión todas las fuerzas para la campaña militar contra la burguesía contrarrevolucionaria bajo la consigna: ¡LA MUERTE O LA VICTORIA!

- ¿Quién está en pro?

Se alzan miles de brazos.

¿Quién está en contra?

¡Nadie!

¡Sólo la Gran Revolución proletaria es capaz de infundir en millones de personas tal firmeza, valentía, intrepidez y coraje!