Elizaveta Drabkina

PAN DURO Y NEGRO

 

 

LA CALDERETA

 

Un guardia rojo anónimo

Entre los que participaron en el asalto de Octubre hubo un guardia rojo que, con su vigilancia revolucionaria, ayudó a desviar un alevoso golpe por la espalda que habían preparado los enemigos de la revolución.

¿Cómo se llamaba este guardia rojo? Nadie lo sabe. He aquí lo que dice de él una octavilla del Comité militar revolucionario, fechada el 29 de octubre de 1917:

"En tanto que las tenebrosas bandas, dirigidas por Kerenski, trataban de abrirse paso a Petrogrado, mercenarios y lacayos de la contrarrevolución organizaban un complot en la ciudad. Su plan consistía en apoderarse, en la noche del 28 al 29, de los puntos más importantes de la ciudad y poner en libertad a los ministros presos en la Fortaleza de Pedro y Pablo… En el centro del complot estaba el llamado Comité de Salvación… miserables y despreciables conjurados, a sueldo de la burguesía, de los terratenientes y generales, que preparaban un golpe traicionero valiéndose de los kornilovistas... Los conjurados, carentes de todo apoyo en la guarnición y en la población obrera, confiaban exclusivamente en la sorpresa. Pero su plan fue descubierto a tiempo por el alférez Blagonrávov, comisario de la Fortaleza de Pedro y Pablo, gracias a la vigilancia revolucionaria de un guardia rojo, cuyo nombre se sabrá..."

¿Se supo después su nombre? Parece ser que no. Pero se conoce el servicio que prestó a la revolución: De ello habló varios años después Gueorgui Blagonrávov.

En la noche del 28 al 29 de octubre, Blagonrávov se encontraba en la Fortaleza de Pedro y Pablo. A eso de las 3 de la madrugada llegaron unos guardias rojos del servicio de patrulla que conducían a dos hombres: un militar alto, con un gorro de borrego, y otro, bajo, vestido de paisano. El jefe de la patrulla informó de las circunstancias en que habían sido detenidos aquellos señores.

Aproximadamente una hora antes, el de paisano había llegado en un automóvil al Palacio de Kshesínskaia. El automóvil quedó esperando, y él entró en el palacio. La patrulla sintió sospechas y comenzó a observar lo que pasaba. Al poco rato vio cómo el de paisano salía del palacio acompañado de un militar. Se metieron en el coche y éste se puso en marcha, pero, en aquel momento, fue detenido por la patrulla. A ambos ciudadanos los condujeron a la Fortaleza de Pedro y Pablo. Por el camino, el de paisano intentó sacar algo del bolsillo y arrojarlo, pero no lo consiguió, pues los guardias rojos se dieron cuenta y lo impidieron.

Blagonrávov y sus ayudantes observaban fijamente a los detenidos. El militar estaba muy agitado y constantemente miraba a todos lados. El de paisano se conducía con tranquilidad, pero estaba muy pálido. Este sujeto de paisano resultó ser el socialrevolucionario de derecha Bruderer, miembro del CEC.

Por orden de Blagonrávov se cacheó minuciosamente a los detenidos. En sus bolsillos se halló gran cantidad de documentos y los pusieron encima de la mesa. Se apreció que algunos de ellos habían sido desgarrados hacía poco, otros estaban arrugados. Blagonrávov comenzó a examinarlos. El asunto se fue poniendo en claro. El primer papel que desdobló Blagonrávov era una orden del coronel Paradélov para un alzamiento contra el Gobierno soviético en la mañana del 29 de octubre. En el papel siguiente figuraba la dislocación de las unidades que debían tomar parte en la sublevación.

La fuerza fundamental de la insurrección que se preparaba eran los junkers, alumnos de las escuelas militares.

Hacía tan sólo dos días que estos mismos junkers habían defendido el Palacio de Invierno dando muestras de poca valentía ante el arrojo del pueblo revolucionario. Tan pronto como vieron su pellejo amenazado por un peligro inmediato, se entregaron, implorando perdón de manera degradante. Pidieron que se les dejara en libertad y juraron por su honor que nunca se alzarían contra el Poder de los Soviets.

Aquélla no era palabra de honor, sino de deshonor. Puestos magnánimamente en libertad, los junkers comenzaron al instante a prepararse a la acción armada y al golpe contrarrevolucionario.

Todo esto lo comprendió al instante Blagonrávov por los documentos hallados a los detenidos. Sin perder un momento, se dirigió al Smolny. Encontró a Nikolái Ilich Podvoiski en el Comité militar revolucionario.

Nunca había visto Blagonrávov a Podvoiski tan furioso como cuando le habló de la futura insurrección. Podvoiski examinó rápidamente los documentos y, a los pocos minutos, envió, urgentemente, a todos los Soviets de distrito, a las unidades militares y a las fábricas la advertencia de que se había descubierto la preparación de un motín, con la indicación exacta de las escuelas de junkers y unidades de cosacos que debían tomar parte en él.

El resultado fue que los conjurados, antes de dar comienzo al alzamiento, habían perdido un importantísimo factor del éxito: la sorpresa. Cuando salieron a las calles, chocaron inesperadamente con la resistencia que les opusieron las tropas del Comité militar revolucionario. Al final del día el motín había sido aplastado por completo y arrestados sus participantes.

Este fue el inapreciable servicio prestado a la revolución por un anónimo guardia rojo de la patrulla que custodiaba la zona de la Fortaleza de Pedro y Pablo. ¡Cuántos héroes desconocidos, como éste, hubo, que se presentaron en el Smolny para recibir armas, dando noticia de gente sospechosa, haciendo entrega de los detenidos y volviendo de nuevo al combate!

Kerenski concentró fuerzas en la región de Gátchina y se disponía a asestar de un momento a otro un golpe fulminante a Petrogrado. Los cosacos que le seguían vacilaban, al darse cuenta de que habían sido engañados. Era evidente que si comprendían de lo que se trataba, no iban a disparar.

¿Cuál fue, en estas condiciones, la posición del Gobierno soviético? De ello habló Vladímir Ilich Lenin. "El Gobierno soviético -manifestó- toma todas las medidas pertinentes para evitar el derramamiento de sangre. Si no se consigue evitar que corra la sangre, si los destacamentos de Kerenski, a pesar de todo, comienzan a disparar, el Gobierno soviético no se detendrá ante medidas implacables para aplastar la nueva campaña de Kerenski y Kornílov".

Todos los esfuerzos del Comité militar revolucionario estuvieron enfilados a cumplir estas indicaciones del camarada Lenin. En los arsenales y depósitos se concentraron las armas. Al comité de fábrica de Izhori se le ordenó traer a Petrogrado todas las máquinas blindadas existentes en la fábrica. De las unidades de infantería fueron llamadas al Smolny escuadras de morteros, compuestas de expertos soldados, que sabían enseñar a lanzar bombas. En la puerta de Moscú se cavaron trincheras. En decenas de lugares se prepararon caballos de Frisa para protegerse de la caballería atacante del enemigo. Fusiles, ametralladoras, municiones, ambulancias de sanidad, agitadores, los periódicos La verdad del soldado y Los pobres del campo, unidades militares firmes y seguras, guardias rojos, todo fue enviado al frente de Gátchina.

Cuando llegué, la sesión del Comité militar revolucionario tocaba a su fin, sus miembros se disponían ya a dirigirse a las fábricas y a las unidades militares. Pero, en aquel momento, llegó todo sofocado un guardia rojo.

Venía sin gorro. Los cabellos se le habían pegado a la frente húmeda. Traía el capote empapado de agua.

- Camaradas -dijo--. Traigo una noticia muy urgente...

Y dando diente con diente, a causa de la emoción o del frío, contó lo siguiente: hacía hora y media estaba de guardia con sus camaradas cerca de la tipografía donde antes se imprimía el periódico burgués Riech, cuando a su hoguera se acercaron tres soldados con capote de infantería, diciendo que eran "soldados campesinos". Sacaron tabaco, ofrecieron de fumar y comenzaron a charlar de esto y de lo de más allá.

- Había en ellos algo que no me gustaba -dijo el guardia rojo-. Cierto que salpicaban a cada momento su lenguaje con dichos pueblerinos. Y su conversación era como si quisieran enterarse de algo. Lo que se dice elementos sospechosos.

Tras de fumar y platicar, los soldados siguieron adelante. El guardia rojo les siguió, protegido por la sombra de las casas. Oyó fragmentos de conversación, no en ruso. Sus dudas se confirmaron: no eran soldados, sino oficiales o junkers disfrazados. ¿Qué querían?

No lejos del Tribunal de distrito, incendiado en los primeros días de la revolución, esperaba a los sedicentes soldados un camión, lleno de cajones de cartuchos. Los soldados se subieron a la parte delantera. Aprovechando la oscuridad, el guardia rojo se agarró a la borda del camión que corría vertiginosamente, saltó a la caja y se escondió detrás de los cajones.

Pasadas unas cuantas calles el camión torció, amortiguó la marcha y se detuvo delante de un cuartel. Se abrieron las puertas y el camión entró al patio. Arrimado al tablero, el guardia rojo miraba a través de las rendijas lo que ocurría alrededor.

Allí se hacían apresurados preparativos para un ataque. En el patio había un gran ajetreo: iban y venían de un lado para otro oficiales y junkers, haciendo rodar los cañones, de las cuadras sacaban caballerías con los cascos envueltos en estopa, cargaban proyectiles en carros.

Todo lo que vino después podía hacerlo solamente un antiguo chiquillo de Petrogrado, acostumbrado a trepar por los tejados y a montar en los topes de los tranvías. No contó cómo había logrado salir del cuartel, pero por el capote era evidente que se vio precisado a tirarse al agua y que le habían tiroteado.

¿Qué significaban las noticias que traía? ¿Preparativos para un nuevo motín antisoviético? ¿El intento de un grupo de oficiales y junkers de abandonar secretamente Petrogrado y unirse a las tropas de Kerenski, o huir al Don, con Krasnov?

El Comité militar revolucionario tomó al instante las medidas necesarias para desarmar y aplastar el nuevo nido contrarrevolucionario descubierto.

- ¿Dónde está el guardia rojo? -preguntó de repente uno de los miembros del Comité militar revolucionario-. Que beba siquiera un poco de té.

Pero el guardia rojo ya no estaba. Una vez cumplido su deber, se eclipsó de la misma forma como había aparecido, sin dar siquiera su nombre.

 

Un billete verde de tres rublos

El motín de los junkers fue aplastado, pero en el Smolny continuaba la agitación; seguía pasando por él un torrente incesante de obreros, soldados y marinos. En este torrente rodaba yo también, abriéndome paso a través de la gente, corría de un piso al otro, transmitía disposiciones, tan pronto escribía a máquina como a mano. A veces, del Smolny me enviaban a las fábricas y a las unidades militares, con el objeto de conocer cómo iban los asuntos, a comunicar que hacía falta con urgencia gente y armamento.

En cierta ocasión, echaba un vistazo con otros camaradas al número de Pravda que acababa de salir y noté una nueva firma al pie de una orden del Comité militar revolucionario publicada en primera página: "El Secretario del Comité militar revolucionario del Soviet de Petrogrado, S. Gúsev".

- Muchachos -dije-. ¡Si éste es mi padre!

Pero nadie mostró interés por mi "descubrimiento" ni yo le di más importancia.

Ya después de la revolución, supe por mama la historia de mi misterioso padre ausente, de aquel hombre de la barba, que venía a vernos y decía llamarse Múromski. Su relato pasó inadvertido para mí; yo estaba absorbida por los acontecimientos que se desarrollaban en mi derredor, y el menor interés por los asuntos familiares lo consideraba una necedad pequeñoburguesa. Y, a los pocos momentos de ver la firma "S. Gúsev", ya lo había olvidado.

No sé cuándo me hubiera encontrado con él, a no ser por una casualidad.

La Revolución de Febrero sorprendió a mi padre en Finlandia. En los días de Octubre trajo a Petrogrado una gran partida de fusiles y cartuchos; luego fue secretario del Comité militar revolucionario y, durante varios días, trabajó sin darse un momento de reposo.

Al cuarto día, aproximadamente, de la Revolución de Octubre, trajeron al Smolny, de algún regimiento, una cocina militar de campaña y comenzaron a repartir comida. Se componía de una escudilla de sopa de coles y otra de papilla. Con pan y todo costaba tres rublos. Organizaron el comedor en el piso bajo, en el local destinado al personal de servicio del antiguo Instituto de doncellas nobles. En él había largas mesas cubiertas de hule, y en la pared se abrió una ventana para dar la comida.

La puerta del comedor se abría y cerraba constantemente dando portazos, en el aire flotaban el vapor y el humo del tabaco, olía bien a repollo y a pan de centeno tiernecito. Para felicidad mía tenía exactamente tres rublos. Recibí la comida, pagué el dinero, tomé la sopa, la papilla, me comí el pan y sentía todavía un apetito devorador, ¡quería comer más!

Pensando tristemente de dónde sacaría otros tres rublos, continué sentada a la mesa. En aquel momento entró por la puerta un hombre rasurado de pequeña estatura, rodeado de una multitud. Todos le decían algo, le pedían alguna cosa. Aquel hombre, hablando sobre la marcha, recibió la comida y se sentó a la mesa. En una mano sostenía la cuchara y comía, con la otra cogía los papeles que le entregaban, los leía y firmaba con un lapicero.

De pronto oí que alguien le decía:

- ¡Camarada Gúsev!...

"'¡Tate! -me dije-... ¡Este es mi padre!"

Y sin pensar en absoluto lo que hacía, me levanté, rodeé la mesa, me abrí camino hacia Gúsev y le dije:

- Camarada Gúsev: necesito hablar con usted.

Volvió hacia mí su rostro cansado, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño.

- ¡Le escucho, camarada!

- Camarada Gúsev -le dije-. Soy su hija. Deme tres rublos para comer.

Evidentemente, era tal su estado de fatiga, que de todo lo que dije captó tan sólo la petición de los tres rublos.

- Por favor, camarada -dijo.

Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó de la cartera un billete verde nuevecito y crujiente de tres rublos, y me lo entregó.

Lo tomé, le di las gracias, recibí otra comida más, comí, y sintiendo más o menos aplacada mi hambre, me dirigí al Estado Mayor de la Guardia Roja del barrio de Víborg.

Mi padre y yo nos hubiésemos olvidado de esta entrevista, mas, parece ser que alguien estuvo presente en ella y la contó a los camaradas. De ello se enteró Vladímir Ilich y, posteriormente, me obligó una y otra vez a repetir la escena de cómo me acerqué, dije que era su hija y mi padre me dio los tres rublos, sentándome después a comer por segunda vez. Vladímir Ilich se reía de aquella manera suya tan peculiar.

 

La noche buena

Aquella tarde nos reunimos por primera vez en el local de una casa de juego, situada no lejos de Lígovka y requisada por nosotros para la Unión de Juventud Obrera. Ahora comprendo que aquello era un garito abominable, que olía a polvo y a botellas de vino viejas. Pero entonces su sala cubierta de dorados, en la que habíamos decidido organizar el club, y los adornos de terciopelo rojo de algunos gabinetes, nos parecían magníficos.

Estábamos sentados en la habitación del chaflán del segundo piso. Junto a la ventana ponía su nota una ametralladora; los fusiles los sosteníamos entre las rodillas. Se había enzarzado una apasionada discusión acerca de si existiría el amor en el comunismo.

La mayoría compartía la opinión de Monka Sháver de que, en el comunismo, las personas estarían animadas por elevados intereses sociales y no habría lugar para un sentimiento mezquino como el amor de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre. Sólo Sasha Lobánov miraba adelante frunciendo el entrecejo y repetía obstinadamente: "No puede ser que en el comunismo no haya amor... No puede ser..." Pero esto, claro está, lo decía porque él mismo estaba enamorado de Olga Márkova.

De pronto, la pesada cortina de terciopelo se apartó, el viento balanceó la araña, y miles de luces se pusieron bailar entre las fisuras del espejo agujereado por una bala.

En la puerta estaba Lionia Petrovski. Llevaba el gorro echado hacia la nuca, el capote desabrochado.

- ¡Camaradas! -dijo Lionia-. Nos llaman a la Cheka. Inmediatamente... Para toda la noche...

Monka saltó, derribó la silla y dejó caer el fusil.

- ¡Eh! Se desparramaron los guisantes por el blanco plato -dijo burlonamente Fedia Shadúrov, apretándose la correa con la cartuchera.

Como siempre, Fedia estaba tan tranquilo. Por lo demás, a su edad -tenía ya los veinte cumplidos- era comprensible.

- ¡Vamos, muchachos!... ¡Lionia!

Pero Lionia dormía, incómodamente apoyado en un gordezuelo angelito de yeso. Con la mano derecha apretaba la funda del revólver, la izquierda colgaba como un látigo impotente.

- ¡Lionka, despierta!

- Un momento, mama, sólo un momento...

- No querrás un chupete... Venga, despierta, diablo.

En la escalera formamos en columna de a uno, como íbamos de ordinario por la calle: delante Lionia, detrás Fedia, yo en medio. La ametralladora con dos tiradores quedaba en el club: las armas restantes, incluidos los revólveres "bull-dog" rotos, los llevábamos con nosotros.

- Sólo que no os metáis con nadie -advirtió Lionia.

El viento arrastraba la nieve, que se arremolinaba formando torbellinos. Los faroles estaban apagados. Arriba, en el firmamento, entre espaciadas nubes invernales, parecía dar saltos una pequeña luna. Mientras que abajo, por la Lígovka, por la Nievski, como una sombra negra, se arrastraba y removía una informe y nutrida muchedumbre.

Íbamos por el borde de la acera, y el odio agitaba nuestra alma. Todas las heces de la gran ciudad se habían volcado y las teníamos allí, a nuestro lado: especuladores, oficiales zaristas, merodeadores, prostitutas, bandidos, junkers disfrazados.

Aquella noche, en Petrogrado, la Comisión Extraordinaria llamó a cerca de doscientos guardias rojos de todos los distritos de la ciudad. Se reunieron en una enorme habitación vacía, donde no había otra cosa que una mesa y tapices enrollados y dispuestos a lo largo de las paredes.

A las once en punto, entró Dzerzhinski, estirado como una cuerda tensada.

- Comenzamos -dijo-. Hay muy poco tiempo. Camaradas: Tenemos conocimiento de que en Petrogrado existe una fuerte organización contrarrevolucionaria. Varias veces hemos conseguido dar con los hilos que conducen a ella, pero estos hilos iban a parar invariablemente a las embajadas extranjeras. Hace dos días vino a vernos un soldado, cuyo apellido no menciono todavía, y nos informó de que un tal Semiónov, monárquico en el pasado y ahora socialrevolucionario de derecha, miembro del "Comité de caballeros de San Jorge," le había propuesto prender a Lenin o asesinarlo, prometiéndole por ello veinte mil rublos.

De acuerdo con las declaraciones del soldado, se han realizado registros. Se ha detenido a Semiónov, al médico militar Nekrásov y al coronel Gueiman, del Regimiento checheno. En el registro hecho a Gueiman se le ha encontrado una carta que descubre la existencia de una organización, que se propone preparar una insurrección armada monárquica en Petrogrado. Se ha hallado también un cuaderno de apuntes con direcciones de los conjurados. Su núcleo fundamental lo componen oficiales que se agrupan en las organizaciones "Cruz blanca", "Liga militar", "Unión del águila blanca" y "Liga del ejemplo personal”. Reclutan cómplices, han almacenado armas, mantienen enlace con el Don. A una señal convenida se debe producir una insurrección, tomar el Smolny, asesinar al camarada Lenin, ahogar en sangre la revolución socialista.

Camaradas: La lucha esa muerte. Si no decapitamos a la contrarrevolución, nos costará nuestra propia cabeza.

Esta noche, camaradas, liquidaremos el complot contrarrevolucionario y para ello recabamos vuestra ayuda.

Media hora después corríamos veloces en un desbocado camión hacia el extremo de Kamennoostrovski. Por delante pasaban fugaces casas, postes, puentes y cruces de calles, El corazón era embargado por un sentimiento en el que se mezclaban la alegría y el miedo. Cosquilleaba un poquito el recuerdo de cómo Kuzmichov, un obrero ya de edad, comandante de nuestro grupo, había dicho: "Camarada Dzerzhinski, ¿qué voy a hacer con estos mozalbetes imberbes?" Y se sentían deseos de realizar hazañas extraordinarias; en la imaginación aparecían misteriosos subterráneos y cuevas, que ahora iban a abrirse ante nosotros.

Pero no fue una cueva lo que se abrió, sino la sencilla puerta de la escalera de servicio de una casa señorial. Entramos. La habitación de la servidumbre. En el suelo dormían unos junto a otros, los criados. La servidumbre femenina dormía también junta, en camas situadas tras una desteñida cortina de percal.

Monia y Fedia ocuparon las dos salidas: de la escalera y de la habitación. "En nombre de la revolución proletaria...", dijo Kuzmichov, mostrando la orden para el registro y el arresto del ciudadano ex conde Vorontsov, y también para el registro y, según el resultado, la detención de su esposa, la ciudadana excondesa Vorontsova.

En las caras de aquella gente estaba pintado el espanto. Un viejo bigotudo y canoso se ponía con manos temblorosas la librea.

- Este es el mayordomo principal -dije en voz baja yo, como la más instruida de todos nosotros en cuanto a costumbres aristocráticas.

Lionia llevaba una linterna encendida. Pasamos por intrincados y asfixiantes pasillos, enganchándonos con los fusiles en cerrojos y picaportes, por delante de la cocina con paredes revestidas de azulejos, por innumerables despensas; transpusimos una puerta, otra más, la tercera, y de pronto, como sucede en los cuentos, nos encontramos en otro mundo.

Nuestros pies se hundían en algo blando y denso, como el musgo en un viejo bosque de coníferas. Respirábamos un aire saturado de aroma embriagador. A través de las puertas abiertas de par en par, vimos habitaciones de altos techos, ventanas con cortinajes de brocado, el brillo mate de la caoba, los marcos de viejos cuadros oscurecidos, espejos, tapices.

Por fin llegamos al dormitorio. Daba acceso a él una puerta de dos hojas, cubierta por una cortina, delante de la cual dormía la camarera encogida en un sillón. Ya se había despertado y nos recibía echándonos una mirada lobuna.

- Despierte a la señora y al señor -dijo el mayordomo. Pronunció estas palabras con tanto miedo, como si se tratara de volar la casa.

- ¡Ni hablar de eso! -gritó la camarera-. ¡Bribones, judíos, rufianes, bandoleros!

Kuzmichov enrojeció de ira.

- ¡Fuera de aquí! -dijo.

La camarera se agarró a las cortinas como un gato furioso. Hubo que separarla a viva fuerza de allí. Cuando, al fin, se la llevaron, Kuzmichov trató de abrir la puerta, pero ya había sido cerrada desde dentro.

Golpeó con el puño.

- ¡Abran inmediatamente! ¿Me oyen? Abran, o rompo la puerta.

Silencio.

- ¡Venga, muchachos, empujad! -nos ordenó.

Pero, de pronto, las puertas se abrieron de par en par. Ante nosotros apareció la condesa Vorontsova. Estaba envuelta en una nube de encajes blancos, y llevaba sobre los hombros un chal persa. Los rasgados ojos grises mostraban un gélido desprecio.

- ¿Qué desean ustedes, señores?

- ¡Deje paso! -dijo Kuzmichov, apartándola y entrando en el dormitorio.

La luz de la linterna alumbró la ancha cama, que se alzaba como un trono, las almohadas en desorden, los tocadores, las colgaduras de cristal tallado. Yo busqué en la oscuridad la llave de la luz, la encontré y encendí. Por fortuna había corriente. Pero el conde Vorontsov no estaba allí.

- ¿Dónde está su marido? -preguntó Kuzmichov amenazador.

La condesa se sonrió majestuosamente.

- Partió.

- ¡Nos lo vamos a creer!...

Miramos debajo de la cama, revolvimos los colchones, palpamos las paredes. Todo en vano.

- Regístrala -me ordenó Kuzmichov.

- ¿A mí?

Me acerqué a la condesa. Su rostro estaba tan deformado por la cólera, que yo me sentí contrariada. Kuzmichov lo advirtió:

- Cumple la orden -dijo-. Date prisa.

Puse las manos sobre los hombros marmóreos de la condesa y ambas nos estremecimos de odio y repugnancia: ella por mí, por mis manos ásperas, agrietadas por el viento; yo por ella, por aquel cuerpo flexible de serpiente de piel sedosa.

- ¡Busca! -repitió Kuzmichov-. ¡Busca!

Me sobrepuse y comprobé cada frunce de los suntuosos encajes. De pronto, me di cuenta de que la condesa apretaba el codo izquierdo. ¿Por qué sería? Lo levanté ligeramente. La condesa se resistía. Di un tirón, metí violentamente la mano y palpé un apretado rollito.

- ¡Villana! -murmuró la condesa-. ¡Me haces daño!

Trató de apartarme. Pero no la dejé.

- ¡Ten cuidado! -gritó Lionia.

¡Lionia, amigo Lionia! Un cuarto de siglo después, cercado durante la Gran Guerra Patria, siendo renombrado general del Ejército Soviético, montaste en el avión enviado en busca tuya a los combatientes heridos y te quedaste en el campo de batalla, pereciendo a manos de los fascistas.

Lo mismo hiciste entonces, durante el arresto de los Vorontsov, te arrojaste sobre mí y me cubriste con tu cuerpo. En una décima de segundo vi un cañón de revólver que asomaba por una rendija del empapelado. Sonó un disparo, la bala atravesó tu capote, pero ambos teníamos fuertemente agarrada a la condesa.

Con esto quedó terminada la operación en lo fundamental. En nuestras manos estaba el conde Vorontsov, que se había traicionado con el disparo hecho desde su escondrijo, y las direcciones, los apartamentos conspirativos, las claves cifradas, las listas de la organización contrarrevolucionaria enrolladas. Dejamos parte de la gente efectuando un minucioso registro y condujimos a nuestros condes a la Cheka.

Salimos nuevamente a través de la habitación de la servidumbre. Allí ardía el quinqué. Rodeado por la servidumbre del conde, Monia Sháver, sentado a la mesa, hablaba de las tareas del proletariado en la revolución mundial.

De nuevo desfilaron por delante de nosotros las casas, los postes, los puentes y los cruces de calles. En la Cheka había ya mucha gente. Hicimos entrega de los arrestados al comandante, al cual se le cerraban los ojos, enrojecidos de no dormir.

Se había cumplido la tarea. Quedábamos libres.

- Ya veis -dijo Kuzmichov al despedirse de nosotros-. Hemos vivido hasta ver cómo se les encogen las patitas a los burgueses.

Regresamos por la Avenida de Nievskien la que no se veía ni un alma. El viento sacudía como antes una banda de tela roja colgada a través de la calle. Al llegar a la esquina de Liteini, cerca del cine Soléi, se veía hormiguear a la gente que todavía quedaba en la calle.

Decidimos pasar lo que restaba de la noche en el club. Pusimos en la estufa la tetera. Era muy agradable beber a sorbitos el agua en una jarrita de hojalata, que olía a herrumbre. La conversación giró, naturalmente, alrededor de los acontecimientos de aquella noche.

Como siempre nos ocurría, la conversación se convirtió en discusión, esta vez acerca de por qué había disparado el conde Vorontsov.

Monka dijo: "Por odio de clase".

Lionia opinó: "Para poner a salvo los documentos".

Yo manifesté: "Por amor a la condesa".

Y de nuevo volvimos al tema abordado ya aquella tarde: ¿Existiría el amor en la sociedad comunista?

Pero esta cuestión continuó sin resolverse: unos minutos después, los partidarios de uno y otro punto de vista se quedaron profundamente dormidos, apretujándose con el fin de calentarse un poco.

 

"Condensación de la ciencia"

Mama y yo no teníamos apartamento y alquilamos una habitación a la viuda de un funcionario del Ministerio de Finanzas, una pequeña viejecilla que nunca se separaba de su bolso bordado de abalorios.

Tenía otro huésped más, un empleado de la administración de comestibles de la ciudad. En 1905 se había adherido bien al ala derecha de algún partido de izquierda, o bien al ala izquierda de algún partido de derecha. Estuvo deportado y se consideraba "viejo revolucionario"; pero era lo menos parecido a cualquier revolucionario del pasado, del presente o del futuro.

Nuestras relaciones con él se hicieron amablemente hostiles. No conversábamos, ni siquiera intercambiábamos el saludo. Pero, por estar tanto él como nosotras ausentes de casa días enteros, durante cierto tiempo no hubo problemas.

Después de la Revolución de Octubre, este "viejo revolucionario" tomó parte en el sabotaje de la intelectualidad, dejó de ir al trabajo y se pasaba días enteros en su habitación, echando pestes contra los bolcheviques. Ahora había tomado una nueva costumbre: compraba un montón de periódicos contrarrevolucionarios, subrayaba con lápiz rojo y azul los ataques más duros contra el Poder soviético y nos metía los periódicos por debajo de la puerta.

Al principio nos enfurecía, pero luego pensamos que aquello nos venía de perilla: sin comprar los periódicos contrarrevolucionarios ni prestarles ayuda material, estábamos al corriente de la prensa contrarrevolucionaria. Los periódicos más interesantes los llevábamos al Smolny.

Una tarde que me hallaba en casa, sonó el timbre. Abrí la puerta. Era Sasha Lobánov, ajustador de la fábrica Arthur Clyde, que venía a convocarme para una reunión del comité regional de la Unión de la Juventud Obrera. Llegaba directamente desde la fábrica, con la ropa de trabajo llena de grasa.

Sasha estaba helado. Era pronto todavía y le invité a tomar una taza de té. Aceptó de buen grado.

Le dejé en mi habitación y fui a la cocina. Volví con el té caliente y vi a Sasha ante el armario de los libros.

- ¿Son tuyos todos? -me preguntó.

- Míos.

Dividí un pedazo de pan, y partí el azúcar en trozos pequeños.

- ¿Los has leído todos?

- ¡Ni mucho menos!

Sasha tenía la cabeza grande, era un poco torpón y le llamábamos "Sasha el Pensador". En las jornadas de julio, había irrumpido con un numeroso grupo de obreros en una reunión del CEC menchevique, pidiendo la palabra. Cuando Chjeídze, desconcertado, le concedió la palabra, Sasha subió a la tribuna con el fusil en las manos. Fue inútil que Chjeídze tratara de persuadirle de que dejara el arma. Sasha pronunció su discurso sin abandonarla.

No transigía con nada más que con el comunismo. Le llamábamos "el Pensador", porque su imaginación estaba siempre ocupada por fantásticos proyectos de métodos acelerados para edificar el comunismo.

Algo de eso le ocurría en aquellos momentos. Sin tocar el pan, Sasha sorbió varios tragos de té caliente y dijo:

- Escucha, ¿no se podría condensar la ciencia para comprender de una vez todos los libros?

- Seguramente que no es posible.

Sasha se mostró contrariado:

- O sea que se morirá uno sin haber llegado a leer la mitad de los libros.

En el pasillo se oyeron pasos cautelosos, y vi un extremo del periódico que se deslizaba por debajo de la puerta; era el correo diario del vecino.

- ¿Qué es eso? -inquirió Sasha.

- Nada, una tontería.

Me agaché, extraje de la rendija el periódico La hora de la tarde, con un artículo marcado con lápiz rojo, cuyo autor era el mordaz literato Borís Mirski.

"...El obrero sedicioso -escribía B. Mirski- cualquier día montará en la Academia de Ciencias un taller de cerrajero e instalará un convoy de saneamiento de letrinas en la sala de actos de la Universidad. Repartirá los libros de las bibliotecas para liar cigarrillos con sus hojas, hará confeccionar pantalones de los lienzos de Rubens y en los laboratorios de química, en lugar de investigar el radio, preparará bebidas alcohólicas…"

Sasha se echó a reír y de nuevo se acercó al armario de los libros.

- Si vivo hasta el comunismo, los leeré... -dijo Sasha.

Pero no vivió hasta el comunismo. El verano de 1918 fue enviado con un destacamento a la provincia de Tambov, por grano para el Petrogrado hambriento. Cayó en manos de los kulaks enfurecidos y fue enterrado vivo.

 

¡Ganamos la pelea!

Ya en la tarde del 4 de enero de 1918, las calles céntricas de la ciudad se animaron: al día siguiente debía inaugurarse la Asamblea Constituyente. Los socialrevolucionarios de derecha y los mencheviques estaban en mayoría. ¡El fin de los Soviets! -decían con regocijo en la Avenida de Nievski.

La mañana del 5 la excitación continuó aumentando en la ciudad. "¡Hoy, las hienas del capital y sus mercenarios quieren arrancar el Poder de manos de los Soviets!" -escribía Pravda. Los periódicos burgueses salieron con titulares que exigían la entrega de todo el Poder a la Asamblea Constituyente.

En las calles, adyacentes al Palacio Tavrícheski se reunieron grupos de estudiantes y oficiales, vestidos elegantemente de paisano. Muchos de ellos llevaban banderas envueltas, en su mayoría blancas, rara vez rojas. Sólo se oía decir: "¡El fin de los Soviets!" "¡El fin de los bolcheviques!"

Pero el Smolny, a pesar de todo, continuaba haciendo su vida ordinaria. De todos los confines de la ciudad llegaban allí obreros, soldados, guardias rojos. Como siempre, nos preocupaban el pan, las armas, los niños; el salario de los obreros, la leña para las escuelas, la leche para los hospitales.

¡A todo esto vino a añadirse la Constituyente!

- Oye, ¿por qué no te llevas unas cinco invitaciones? -me preguntó un camarada que trabajaba en el Smolny. Tómalas, ¿eh? Lleva a muchachos de vuestra juventud obrera. El acontecimiento es, por así decir, histórico.

- Bueno, ¡dámelas!

A la hora señalada nos hallábamos en el Palacio Tavrícheski. Nuestros asientos de invitados estaban en el "coro". Toda la sala, en forma de anfiteatro, la teníamos ante nosotros como en la palma de la mano. Nos sentamos a la izquierda de la presidencia, encima precisamente de los escaños que debían ocupar los bolcheviques.

La sala aparecía vacía aún, pues continuaban reunidas las fracciones. A eso de las tres aparecieron los socialrevolucionarios de derecha. Se apreciaba que se sentían ya los amos: según ellos, estaban en aplastante mayoría; fuera, en la calle, se había preparado una manifestación que se convertiría en insurrección armada. Los insurrectos se apoderarían del Smolny, arrestarían al Consejo de Comisarios del Pueblo y se adueñarían del Poder.

Los social revolucionarios ocuparon con gran estrépito sus puestos en la extrema derecha. Más allá tomaron asiento solamente algunos demócratas constitucionalistas. A la izquierda de los socialrevolucionarios se sentó la fracción de los mencheviques. Luego, sin dejar de hablar, fueron ocupando sus puestos los socialrevolucionarios de izquierda. Los últimos que entraron fueron los bolcheviques. Tranquilos, alegres, ocuparon el ala extrema de la izquierda de la sala.

Todos se sentían" impacientes. Iba a comenzar la pelea...

¡Y la pelea empezó! En los escaños de los socialrevolucionarios de derecha se levantó el diputado Lordkipanidze y, en nombre de su partido, propuso con recia voz que abriera la Asamblea Constituyente el más viejo de sus miembros. En la izquierda hicieron ruido, se oyeron silbidos, en la derecha y en el centro comenzaron a aplaudir, y subió a la tribuna, como ya había sido tramado, el socialrevolucionario de derecha Shvetsov, un hombre grueso y canoso.

Arreció el griterío. "¡Abajo! ¡Impostor!" -clamaban los bolcheviques pateando y golpeando los pupitres (nosotros les acompañábamos desde el "coro"). Shvetsov agarró la campanilla y comenzó a agitarla, llamando al orden. Pero nosotros ya veíamos que por los peldaños que conducían a la presidencia subía Yákov Mijáilovich Sverdlov.

Ascendía con paso natural, pausado, como si a sus espaldas no hubiera una enfurecida muchedumbre de mil personas, dispuesta a hacerle pedazos allí mismo. Yákov Mijáilovich se acercó a Shvetsov, le apartó con un movimiento del hombro izquierdo, y con voz tranquila, que se sobrepuso al ruido y al griterío, dijo:

- El Comité Central Ejecutivo de los Soviets de diputados obreros, soldados y campesinos me ha encomendado abrir la Asamblea Constituyente.

No es casual que Dmitri Zajárovich Manuilski, cuando enumeraba bromeando las "siete maravillas bolcheviques del mundo", citase la voz de Yákov Mijáilovich Sverdlov. Efectivamente, era maravillosa aquella potente voz de bajo, sonora, recia, que flotaba sobre la muchedumbre como el tañido de una gran campana de bronce. Y no era menos maravilla la inquebrantable voluntad de quien poseía aquella voz.

Fue inútil que se enfurecieran en los escaños de la derecha, tratando de obligar a Sverdlov a que abandonase la tribuna. En nombre del Comité Central Ejecutivo de los Soviets de diputados obreros, soldados y campesinos, que representaban a la mayoría del pueblo trabajador, Yákov Mijáilovich Sverdlov propuso a la Asamblea Constituyente que ratificara los decretos y disposiciones del Consejo de Comisarios del Pueblo y aprobara una declaración proclamando a Rusia República de los Soviets de diputados obreros, soldados y campesinos, instituida a base de la unión voluntaria de las naciones libres.

Se confisca la tierra a los terratenientes y se entrega sin indemnización a los campesinos -decía la declaración-. Los bancos pasan a poder del Estado; en las fábricas se implanta el control obrero. El Gobierno soviético denuncia los tratados secretos y a toda costa se esfuerza por conseguir una paz justa y democrática entre los pueblos.

- Si la Asamblea Constituyente expresa justamente los deseos del pueblo -dijo Sverdlov-, se unirá a esta declaración. Declaro abierta la Asamblea Constituyente y propongo elegir presidente.

- ¡Todo el poder a los Soviets! -gritaban en los escaños de la izquierda-. ¡Viva la República de los Soviets!

Entonces se levantó nuevamente Lordkipanidze y propuso elegir presidente de la Asamblea Constituyente al líder de los socialrevolucionarios de derecha, Víktor Chernov, amenazando con el rompimiento si no se le elegía.

Skvortsov-Stepánov pidió la palabra en nombre de los bolcheviques.

- ¡Ciudadanos que están sentados a la derecha! -dijo-. El rompimiento hace ya mucho tiempo que se produjo entre nosotros. Ustedes están a un lado de las barricadas con los guardias blancos y los demócratas constitucionalistas; nosotros nos encontramos en el otro lado: con los soldados, los obreros y los campesinos. Entre nosotros todo ha terminado.

En los escaños de la izquierda se oían exclamaciones de aprobación, en los de la derecha, gritos y pataleo. Y como acompañando aquel alboroto, llegó de la calle el estruendo de explosiones dé bombas y algunas salvas de fusilería. Eran manifestantes contrarrevolucionarios, que, arrojando bombas, trataron de penetrar en el Palacio Tavrícheski, pero fueron dispersados por los guardias rojos.

Se procedió a la elección de presidente. La votación se hizo con bolas. Yikov Mijáilovich Sverdlov anunció el resultado: Chernov había obtenido la mayoría de votos.

- Ruego que ocupe su puesto -dijo Sverdlov.

Chernov subió a toda prisa al estrado presidencial; paseó la mirada de sus ojos bizcos por la Asamblea y empezó a hablar. Habló y habló hasta por los codos. Una y otra hora. Cuando terminó llevaba hablando casi tres horas. Habló de todo lo habido y por haber. De su partido, como si no hubiera existido la despreciable experiencia de la permanencia en el Poder; de los bolcheviques, como si al lado de éstos no estuviera la mayoría del pueblo trabajador. Habló de todo cuanto quiso, pero no dijo ni palabra de la declaración, que el organismo supremo del Poder de los Soviets había presentado ala Asamblea Constituyente para que emitiera su opinión.

Por fin, se agotó el torrente de elocuencia de Chernov. Entonces, los bolcheviques plantearon la cuestión a bocajarro:

- ¿Tiene la Asamblea Constituyente la intención de aprobar la declaración presentada o no? ¿Ratificará la Asamblea Constituyente los decretos soviéticos concernientes a la tierra, la paz, el control obrero, y -sobre todo- reconoce el Poder de los Soviets de diputados obreros, soldados y campesinos o no? Por cuanto la Asamblea Constituyente se niega a reconocer el Poder de los Soviets, lanza con ello un reto a todos los trabajadores de Rusia. La mayoría contrarrevolucionaria de la Asamblea Constituyente, elegida según las listas ya caducas de los partidos, representa el pasado de la Revolución y trata de obstaculizar el camino a la clase obrera y al campesinado. No deseando encubrir ni un minuto más los crímenes de los enemigos de la Revolución y del pueblo, la minoría bolchevique abandona esta Asamblea Constituyente.

De nuevo arreciaron los silbidos, el alboroto, el griterío, los aplausos. Los bolcheviques se levantaron de sus asientos y se encaminaron hacia la salida.

¿Qué nos quedaba que hacer a nosotros en el "coro"? Hasta entonces, en la medida de nuestras fuerzas y habilidad, habíamos apoyado con fervor a los bolcheviques, sobre todo mediante ruidos. ¿Y ahora? ¿Qué hacer? ¿Marcharnos? ¿O quizá fuera más acertado quedarse y ver lo que sucedía?

Pero si nos quedábamos ¿no sería interpretado como que teníamos simpatías por los de Chernov?

¿Cómo proceder?

Se halló la solución: mudamos simplemente de lugar, sentándonos en la barandilla, con las piernas colgando. Con ello expresábamos con bastante claridad nuestro desprecio por lo que ocurría y pudimos quedarnos.

Abajo hablaban, peroraban sin cesar. A un cadáver viviente lo sucedía otro: a Chernov le relevó Tsereteli, a éste, Timoféiev, a Timoféiev, otro más, y todos ellos hablaban sin tasa. Ya había pasado la media noche, la una, las dos, las tres, las cuatro de la madrugada, y continuaban hablando.

A las cuatro y media apareció detrás de Chernov un marino alto, de ojos azules.

Se adelantó y dijo:

- Propongo a todos los presentes que abandonen la sala, porque la guardia está cansada.

- ¿Y quién es usted? -preguntó Chernov.

- Soy el jefe de la guardia del Palacio Tavrícheski -dijo el marino.

Era Zhelezniakov, más tarde héroe de la guerra civil, muerto gloriosamente en lucha contra los guardias blancos. El mismo "marino guerrillero Zhelezniak", al que se refiere una canción popular.

Chernov montó en cólera:

- Todos los miembros de la Asamblea Constituyente también están cansados -afirmó-. ¡Pero no hay cansancio que pueda interrumpir nuestra labor, que contempla toda Rusia! La Asamblea Constituyente podrá disolverse solamente si se recurre a la fuerza. Sólo pasando por encima de nuestros cadáveres...

Pero entonces empezó a apagarse lentamente la luz. Al principio se fueron amortiguando las lámparas laterales, luego se fue extinguiendo poco a poco la araña central. La sala se sumergió en la oscuridad. Pusimos atención a lo que ocurría abajo. Golpeteo de pupitres al levantarlos, ruido con los pies, los gritos de Chernov: "¡Nos dirigiremos al mundo civilizado!" Se fue haciendo más y más oscuro, y como si llegaran del otro mundo, de ultratumba, se oyeron las últimas palabras de Chernov:

- De este modo, termina la sesión de hoy de la Asamblea Constituyente.

Al fin dejamos atrás aquella noche interminable. A todo correr, a cual más rápido, echamos escaleras abajo. Un aire fresco y seco nos golpeó el rostro. El jardincillo situado delante del Palacio Tavrícheski estaba lleno de marinos que pateaban alegremente y trataban de desentumecerse después de una guardia tan prolongada.

Apareció Gúsev, sonriente. En medio de las carcajadas y bromas de todos, sacó de la cartera una enorme llave con la corona y el anagrama del Príncipe Potiornkin- Tavrícheski y, dando dos vueltas, cerró el palacio.

- ¡Se acabó! -dijo un joven marino de mejillas coloradas-. ¡Hemos ganado la pelea!...

Cubierto de escarcha, Georgui Blagonrávov, comisario extraordinario de Petrogrado, dio las órdenes en alta voz. Situó a una parte de los marinos de centinela alrededor del palacio y ordenó a los restantes que fueran al Neva a descargar leña de las gabarras.

¿Y nosotros? ¿Qué hacer? ¡Marchar a casa y acostarnos a dormir? No, no es posible. ¡Iríamos a descargar leña!

- Camaradas: ¡Vamos...! ¡Izquierda! ¡Izquierda! ¡Izquierda!

 

Lo mas importante…

Una vez cuando íbamos al Smolny para resolver unos asuntos, encontramos a Fedia Shadúrov. Nos dijo que con motivo de haberse descubierto unos complots contrarrevolucionarios se había hecho muy rigurosa la entrega de pases. ¡Qué fastidio! ¡Con la necesidad que teníamos de entrar en el edificio! Pero Monia Sháver, como siempre, halló la solución, pues para eso llevaba un fusil: nos ordenó a Lionia Petrovski y a mí ir delante, y él, al pasar por delante del centinela, dijo: "Llevo detenidos". El centinela nos dejó pasar al instante.

Íbamos encorvados y arrastrábamos pesadamente las piernas, como hacen los que van presos. Pero apenas el centinela dobló la esquina, echamos a correr muertos de risa por la afortunada estratagema y estuvimos a punto de tropezar con un hombre que iba en sentido opuesto.

- ¡Cuidado, camaradas! -dijo una voz conocida.

- ¡Oh! ¡Vladímir Ilich!

Nos preguntó las causas de tanto alborozo. Nos dio vergüenza decir la verdad y urdimos una historia prendida con alfileres. Vladímir Ilich no nos creyó, evidentemente, pero no dijo nada y nos llamó un momento a su despacho.

De este modo se hizo realidad nuestro sueño de estar con el camarada Lenin y exponerle algunas de nuestras ideas. Hacía ya tiempo que las teníamos pensadas, pero lo impedía una circunstancia: se trataba de que nuestros muchachos del distrito de Narva-Peterhof habían estado ya con Vladímir Ilich y, antes de entrar en el gabinete, todavía en el umbral, pronunciaron las siguientes palabras preparadas de antemano: "Paz a las cabañas, guerra a los palacios". Nosotros considerábamos que debíamos decir algo por el estilo, como: "Sobre nosotros soplan torbellinos hostiles..." o bien: "Destruiremos el mundo de la violencia...", pero todavía no habíamos decidido nada.

Sin embargo, ahora, en el despacho de Lenin, nos habíamos olvidado de aquello y ansiábamos hablar con él de lo que entonces llamábamos "el momento actual".

Era por los días del apogeo de las conversaciones con los alemanes para la conclusión del armisticio. Los militaristas germanos se conducían de manera insolente, y cada día presentaban nuevos ultimátums. Por muy duras que fueran estas exigencias, Lenin insistía en que la Rusia Soviética debía aceptarlas cuanto antes, pues de lo contrario, las grandísimas derrotas que la esperaban impondrían después un tratado de paz aún más oneroso y duro.

Con timidez, armándonos de valor y a veces confusos, expusimos a Vladímir Ilich las propuestas hechas por nosotros durante las discusiones acerca de cuestiones internacionales.

Le dijimos que no compartíamos los puntos de vista de los llamados "comunistas de izquierda", y que éramos incondicionalmente partidarios de concertar la paz a toda costa. Pero a este respecto, una vez que los imperialistas alemanes provocaban a las claras el rompimiento de las negociaciones de paz y querían continuar la guerra, ¿no consideraba Vladímir Ilich que tendría sentido hacer que un millón de hombres cavaran un túnel subterráneo bajo la línea del frente, directamente hasta la retaguardia del enemigo? Por este túnel pasaría nuestra gente más valerosa y llamaría al pueblo alemán a hacer la revolución. Y cuando se produjera la revolución en Alemania, tras ella estallaría la revolución en Francia, y entonces...

Pero Vladímir Ilich consideró que no tenía sentido abrir aquel túnel.

¿Probablemente dudaba de que hubiera gente capaz de aquello? Pero nosotros conocemos bien a gente que...

Pero no, Vladímir Ilich no dudaba de que hubiera semejante gente.

Nos dijo que las revoluciones no se hacen por encargo. Las revoluciones son consecuencia de la explosión del descontento de las masas populares. Y no debíamos pensar en túneles, sino en cómo ayudar a la clase obrera de todos los países. El Gobierno soviético ya había prestado esta ayuda, por ejemplo, con la publicación de los tratados secretos. El mundo entero veía ahora que los gobernantes de los países capitalistas son unos bandoleros. Sin túneles de ningún género habíamos ayudado en la práctica, -y recalcó lo de en la práctica- a los trabajadores a ver el engaño que representaba la maldita guerra imperialista...

Por lo tanto, nuestro plan ¡no fue aceptado!

- Veo -dijo Vladímir Ilich mirando fijamente a nuestros rostros- que estáis ideando ya nuevos planes.

Su sagacidad nos dejó perplejos.

- Antes de escucharlos, quisiera saber qué os disponéis a ser...

Era evidente que Vladimir Ilich quería agregar: "cuando seáis mayores", pero se contuvo.

Lionia Petrovski dijo que había decidido incorporarse al Ejército Rojo y hacerse jefe militar proletario.

Monia Sháver también tenía la intención de ingresar en las filas del Ejército Rojo, pero sería, sin falta, artillero.

Resultó que yo también había elegido la carrera militar.

Por la expresión del rostro de Vladímir Ilich parecía que nuestras intenciones le gustaban, pero al mismo tiempo abrigaba sus dudas.

- ¿Y cuántos años tenéis? -preguntó.

Musitamos algo de lo que sólo era perceptible: dieci...

- Si tuvierais ya los diecinueve, lo diríais más alto -dijo riéndose Vladímir Ilich-. Consideraremos que tenéis diecisiete.

- (¡Oh, si hubiera sido verdad!)

- Si conocéis el decreto de la creación del Ejército Rojo, sabréis que se admite en el mismo a partir de los dieciocho años -prosiguió Vladímir Ilich-. ¿Os disgusta un poco? ¿Teméis que la revolución mundial se realice sin vosotros?

Vladímir Ilich se levantó y comenzó a pasear por la habitación.

- No sabemos cómo transcurrirán los acontecimientos de los próximos meses -dijo muy serio-. Es posible que tengamos que admitir en el Ejército Rojo incluso a gente de vuestra edad. Pero suceda lo que suceda, hay tarea para todos; así que ¡hay que arremangarse! La burguesía lo estropea todo, lo sabotea todo, a fin de hacer fracasar la revolución obrera. En todos los terrenos tenemos que librar combates decisivos. La clase obrera debe convertirse en la verdadera dueña del país, y la parte más ágil y activa de esa clase es la juventud obrera. Si sabemos organizar de verdad las fuerzas de la clase obrera, nuestra causa será invencible. ¿Y hacemos acaso cuanto es necesario para ello? ¿Cómo marcha, por ejemplo, el trabajo de vuestra Unión de la Juventud?

- Marcha formidablemente bien -contesté sin vacilar.

- ¡Forr.... midablemente bien! -parodió Vladímir Ilich-. ¿Cuántos jóvenes obreros lleváis tras de vosotros?

- ¡Millones! -dijo Monia Sháver, parodiando.

Y entonces supimos lo que significa cuando le dicen a uno lo de: "Te has caído con todo el equipo".

Vladímir Ilich nos criticó la mala organización, la afición a las reuniones, el hablar mucho, la charlatanería huera. Bajo el chaparrón de sus palabras veíamos todas nuestras faltas: acuerdos incumplidos, asuntos no llevados hasta el fin, fábricas en las que no habíamos estado todavía, jóvenes obreros con los que habíamos comenzado a trabajar dejando la labor a mitad del camino.

- El revolucionario debe tener un corazón ardiente, de lo contrario no lo es; debe tener una cabeza serena que razone con sensatez, de lo contrario es un tonto -dijo Vladímir Ilich-. Está obligado igualmente a ser inteligente y a morir en aras de la revolución y a efectuar el trabajo más aburrido, más cotidiano, y por ello el más difícil. Pues lo más importante consiste en llevar siempre con nosotros a la masa inmensa de pueblo trabajador.

Vladímir Ilich miró el reloj y nos dijo que se veía precisado a despedirse de nosotros. Ya nos habíamos levantado para marchar cuando nos preguntó por la causa del júbilo que manifestábamos cuando había tropezado él con nosotros.

Se lo contamos todo y Vladímir Ilich no salía de su asombro.

- ¿Cómo? -preguntó-. ¿Acaso habéis pasado así? ¿Y cómo vais a salir?

- ¡Del mismo modo!

- ¡Varnos! ¡Quiero verlo!

Bajamos hacia la salida, fingiendo de nuevo un aspecto abatido. Vladímir Ilich nos observaba, oculto tras una esquina.

- Llevo detenidos -dijo Monia Sháver al pasar por delante del centinela.

Este hizo un ademán negligente con la mano:

- ¡Pasa!

Tratamos de enterarnos, naturalmente, de cómo había terminado aquello. Posteriormente supimos que aquel mismo día se dieron nuevas instrucciones, en virtud de las cuales, a los arrestados que eran conducidos al Smolny no se les dejaba subir: quedaban en la comandancia, situada en el piso bajo.

 

La caldereta

Me enviaron a la Comisión Extraordinaria de Petrogrado para descifrar una carta encontrada a un destacado oficial blanco al ser arrestado. La carta era larga y toda ella estaba cifrada. Era necesaria mi ayuda por estar escrita en francés.

- El cifrado es infantil pero da mucho que hacer -dijo el secretario al hacerme entrega de la carta y la clave.

No había sitio libre en ninguna parte, y me dieron asiento ante una pequeña mesita en el gabinete de Moiséi Solomónovich Uritski.

Uritski estaba sentado a su mesa y, al parecer, escribía un artículo. Se hallaba absorbido por el trabajo hasta tal punto que, sin darse cuenta, susurraba una vieja canción de deportados: "Dos kopeks y tres kopeks hacen cinco kopeks".

Se abrió la puerta. Entró un soldado flaco y con aire cansado, que sostenía en sus manos un trapo sucio.

- Camarada Uritski -dijo el soldado.

- ¿Qué hay? -preguntó Moiséi Solomónovich sin alzar la cabeza.

- Traigo unos brillantes.

- ¿Qué brillantes?

- Los hemos encontrado en un registro.

Y desenvolviendo el trapo, mostró en un extremo algo pesado, como si fuera sal gorda.

- Déjelos, camarada -dijo Uritski.

- Me hace falta el peal, pues me lo he quitado del pie.

Uritski levantó la cabeza, echó una mirada a la habitación y vio que cerca de mí había una caldereta ahumada de soldado.

- Mire -dijo-. Vuélquelos ahí, ya que el dueño no viene por ella.

El soldado deshizo el nudo y saltaron de él cegadoras luces blancas, azules, amarillas, verdes, rojas, liliáceas. Había amatistas, rubíes, esmeraldas, pero más que nada brillantes. Sosteniendo el trapo de un extremo, el soldado los vació en la caldereta y golpearon en su fondo como si fueran garbanzos. Uritski, de pie, miraba sin quitar ojo, pero no al brillo de las frías piedras, sino al rostro sin afeitar del soldado.

- Bueno, me voy -dijo el soldado metiéndose el peal en el bolsillo.

- Gracias, camarada; puede retirarse.

Continuamos trabajando. Cuando terminó de escribir otra página, Moiséi Solomónovich apartó la silla y se puso a andar de un ángulo a otro de la habitación, como en la celda de la cárcel. De nuevo se le oyó susurrar la cantilena: "Dos kopeks y tres kopeks, hacen cinco kopeks".

Ensimismado en sus pensamientos, se agachó, recogió una colilla que había en el suelo, buscó dónde echarla y, sin mirar, la tiró a la caldereta sobre el montón de brillantes.

Al día siguiente fueron entregados en este mismo recipiente al fondo del Estado, a cuenta del cual, en 1921, se adquirió trigo para los hambrientos de la región del Volga.

 

"¡Camaradas, a las armas!"

La mañana del 24 de febrero hice entrega del servicio a mi relevo en el centro de reclutamiento para el Ejército Rojo Obrero y Campesino.

El centro se había instalado en una villa acondicionada a toda prisa para el caso, que perteneció al millonario Konoválov y estaba ocupada por el Estado Mayor regional de la Guardia Roja. Se retiraron todos los muebles tallados con incrustaciones doradas a las habitaciones traseras, dejando sólo las mesas y las sillas. En las paredes, cubiertas de damasco, se colgaron carteles con el llamamiento en gruesos caracteres trazados con tinta china roja: "¡Todos a las filas del Ejército Rojo!"

Aunque el centro funcionaba día y noche, nos resultaba difícil cumplir nuestras obligaciones. Mucho después de la media noche continuaban llegando incesantemente los que querían alistarse.

Se requería el pasaporte (a los que lo tenían) y, sobre todo, la recomendación del comité fabril, del comité de regimiento o de la asamblea de obreros o soldados, y cursar la solicitud correspondiente.

He aquí una de aquellas solicitudes:

"Con plena conciencia del acto que realizo, dispuesto por completo a sacrificar mi vida en aras de los campesinos pobres y de los obreros y seguro del triunfo de mis ideas, me siento feliz de ingresar en las filas del Ejército Rojo Obrero y Campesino.

Antes, aunque en contra de nuestra voluntad, íbamos de todos modos a morir "por la fe, por el zar y por la patria".

¿Acaso entonces, cuando no teníamos las tierras ni las fábricas en nuestras manos, era Rusia nuestra patria?

En las filas de nuestro Ejército Rojo Obrero y Campesino serviremos al bien, a la justicia y a la seguridad del pueblo trabajador no sólo de Rusia, sino del mundo entero.

Una causa tan grande merece el sacrificio de nuestras vidas. Se puede sacrificar uno en el combate frente a los contrarrevolucionarios bien cebados e insolentes, que por nada del mundo quieren entregar sus bienes robados a quienes despojaron de ellos. El soldado Grigori Lóskutov".

La gente llegaba de manera distinta: unos bromeando, otros con la gravedad pintada en el semblante. Algunos, al alistarse, dirigían unas palabras a los presentes. Venían muchos mozalbetes, que pedían ser enviados a misiones de reconocimiento, llegaban también mujeres. A estas dos últimas categorías las rechazábamos; se enfadaban, lloraban, nos amenazaban diciendo que iban a quejarse de nosotros.

Cuando salí, la ciudad dormía todavía envuelta en la gélida niebla. En los cruces de calles ardían las hogueras. Apenas había transeúntes. Pero ya a esta hora temprana destacamentos de guardias rojos se ejercitaban en medio de la calle. La mayoría eran muy jóvenes, llevaban capotes crecederos y gorros encasquetados hasta las orejas; se caían en la nieve, se levantaban de un salto, daban carreras y se tumbaban de nuevo.

Aquel día era domingo y en el Teatro Mariinski habían organizado por primera vez un espectáculo matinal gratuito para los niños pobres de Petrogrado. Pusieron La flauta encantada y El hada de las muñecas. Los niños debían llegar al teatro por destacamentos, acompañados de trabajadores de los Soviets de distrito o de la Unión de la Juventud Obrera. Me encomendaron el destacamento del distrito de Víborg.

Estuve pensando si marchar a casa o no, y al fin me fui directamente al club infantil. ¡Ya me lo imaginaba yo! Aunque la reunión de los pequeños había sido señalada para las once, a las puertas del club se veía ya a varios chicos envueltos en las toquillas de sus madres.

Abrí la puerta y dejé entrar a los niños. Conseguí de todas formas echar un sueño en el cuchitril de Dasha, nuestra guardesa. ¡Quién hubiera podido echar otro sueñecito! ¡Pero no era posible!

- ¡Chicos! ¡Por parejas! ¡Agarraos de la mano!

Íbamos formando una cadena sinuosa. Nos pasaron a todo correr los vendedores de periódicos:

- ¡La Gaceta Roja! El Consejo de Comisarios del Pueblo ha aceptado las condiciones de paz alemanas. ¡Las tropas del kaiser Guillermo continúan la ofensiva! ¡La Gaceta Roja para el burgués es peligrosa! ¡La Gaceta Roja! Compren ¡La Gaceta Roja!

Por fin llegamos al teatro. Estaba de bote en bote mucho antes de dar comienzo la función. Los niños calladitos, con los ojos relucientes de anhelante curiosidad, se acomodaron ceremoniosamente en los blandos sillones de terciopelo. Las arañas estaban a medio encender. En el teatro no había calefacción y todos permanecían con el abrigo y el gorro puestos. En las afueras de Pskov se combatía contra el enemigo que se esforzaba por, llegar a Petrogrado. Y a pesar de todo eso, aquí, en esta maravillosa sala azul plateada, rebosante de chiquillos proletarios, el ambiente era quizá más festivo que nunca.

Antes de alzarse el telón habló Anatoli Vasílievich Lunacharski. Vestía guerrera y llevaba echado sobre los hombros el capote de soldado. Muy pálido, enflaquecido a causa de las largas noches de insomnio, Anatoli Vasílievich estuvo inspirado al referirse a los hilos de oro que unían el arte al comunismo, al hablar de los niños, que son las flores y la felicidad de nuestra vida.

Cuando volvía con los chiquillos por la calle, de regreso del espectáculo, un sentimiento apenas perceptible me decía que en las horas que habíamos estado en el teatro había ocurrido algo. Pero estaba demasiado cansada y no tenía tiempo de pensar: había que llevar a los chicos, correr a casa para comer, descansar un poco y marchar de nuevo a hacer la guardia.

Por la tarde, camino del centro de reclutamiento, se apoderó de mí con nueva fuerza la misma alarma. Sin saber de dónde, como si hubieran salido de debajo de tierra, aparecieron barbudos barrenderos con delantales blancos y relucientes chapas de cobre, que barrían la nieve y echaban arena en las aceras. En los pisos principales, doncellas con cofia limpiaban los cristales. Los burgueses, que en los últimos tiempos iban escondiéndose por portales y zaguanes, salían a la superficie y prestaban oído, con la esperanza de escuchar el zumbido de las descargas de artillería. Todos ellos, sin disimularlo, esperaban con alegría a los alemanes.

- Se regocija la cloaca de Petrogrado -dijo enfadado un marino con barba de varios días.

Había tanto trabajo, que no me di cuenta de cómo pasó la tarde. A primera hora de la noche apareció de pronto en el centro más de un centenar de hombres. Eran obreros de una pequeña fábrica de alambre y clavos que habían decidido cerrar la empresa e ingresar todos, colectivamente, en el Ejército Rojo.

En el decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo, del 15 de enero de 1918, concerniente a la organización del Ejército Rojo, por el que nos regíamos, se hacía constar que al ingresar en el ejército unidades enteras era necesaria la caución solidaria de todos y la votación nominal. Otro tanto era evidentemente necesario al ingresar toda una fábrica. ¿Pero cómo había que hacerlo? Sin pensarlo mucho, decidimos que todos debían sentarse, unos en las sillas que había y los demás en el suelo, y secundando al presidente del comité de la empresa, repetir las palabras de la resolución aprobada por los obreros de la fábrica Putílov:

"Después de conocer la noticia de la urgente formación del Ejército socialista para el aplastamiento de la contrarrevolución, decidimos por unanimidad: vencer en la lucha frente a la contrarrevolución o morir. ¡Viva el Consejo de Comisarios del Pueblo! ¡Viva el proletariado ruso, el campesinado y el Ejército revolucionario! ¡Viva la revolución mundial! ¡Viva el socialismo!"

Una llamada telefónica interrumpió el solemne silencio: ¡Era Podvoiski!

- Camaradas: Los alemanes han pasado a la ofensiva y avanzan sobre Petrogrado. Ha caído Pskov. La revolución está en peligro. No podemos conocer exactamente las intenciones del enemigo. Puede ser que se limite solamente a Pskov, pero también es posible que el avance de los alemanes lo dirija la contrarrevolución rusa e internacional, que haya decidido aplastar al Petrogrado rojo. Es preciso que todos se alcen a la defensa de la Revolución. Ordeno...

En aquel preciso instante se oyó en la profundidad de la noche el potente silbido de una sirena fabril. Le respondió otra, una tercera. Sonaron más y más sirenas. Nunca había sido hasta entonces tan imperativa, tan imponente esta llamada de la Revolución.

La casa del Estado Mayor distrital de la Guardia Roja, en la que se alojaba nuestro centro de reclutamiento, se había puesto en movimiento. Se oían las pisadas, los golpes metálicos de las armas que se entregaban. De todos los confines del distrito llegaban a todo correr los obreros, que se habían levantado al oír las sirenas. Llamaban incesantemente los teléfonos. Entre los adultos que vestían cazadoras de cuero daban vueltas y correteaban los mismos chiquillos que no habíamos admitido al ejército durante el día. Algunos obreros venían con toda su familia, llegaban talleres y fábricas enteras. En las empresas se celebraban mítines. En todos los lugares donde era posible se recogían palas y azadones para cavar trincheras. Se oían los timbres de los tranvías: por orden del Consejo de defensa revolucionaria de Petrogrado los tranvías debían circular toda la noche.

Un representante del Estado Mayor de la defensa revolucionaria, llegado en motocicleta del Smolny, formó allí mismo destacamentos y los envió unos al Smolny, otros, directamente a la estación del Báltico.

Marchaba un destacamento tras otro perdiéndose en la nebulosa oscuridad. Al Este, el cielo había comenzado a clarear, pero al Oeste, por donde avanzaban las tropas alemanas del kaiser, se había puesto todavía más negro.

¡Arriba, pueblo obrero, despierta,
Nuestro maldito enemigo está en la puerta!

 

El jardín de verano

Durante el día 25 de febrero cayó una espesa nevada. Por la noche el cielo se despejó, salió la luna. Los guardias rojos del destacamento de la Unión de la Juventud Obrera de Petrogrado esperaban de un momento a otro la orden de incorporarse al frente.

El destacamento estaba acuartelado en el Castillo de los Ingenieros. Ni un sonido penetraba a través de sus gruesos muros. Se cortó la corriente eléctrica. La luz de la luna, abriéndose paso a través de las altas ventanas ojivales, caía sobre la Cruz de Malta, sobre los cascos, las corazas, las armaduras y las viseras.

La orden de partir se retrasaba por algún motivo. A los muchachos les parecía que habían sido olvidados, que todo terminaría sin que ellos realizaran alguna hazaña y de rabia estaban dispuestos a hacer pedazos aquellos cachivaches del medievo.

Al fin se oyeron pasos. Eran camaradas del Estado Mayor. No había cambios en la situación: las tropas alemanas continuaban el avance sobre Petrogrado. El Consejo de Comisarios del Pueblo estaba reunido sin cesar toda la noche. El Estado Mayor Extraordinario, encargado de la defensa revolucionaria de la ciudad, llevaba trabajando también toda la noche, recibía informes de la situación y organizaba los destacamentos obreros.

A un destacamento de la Unión de la Juventud Obrera se le ordenó estar a las doce de la noche en la estación del Báltico, de donde sería lanzado al frente de Narva. La parte fundamental del destacamento iba por ametralladoras, a los demás se les daban dos horas de permiso en la ciudad.

¿Echar una carrera a casa? ¡Acaso, merece la pena! Nuevas despedidas, nuevas lágrimas. Si la vida había regalado dos horas, mejor era despedirse una vez más del querido Petrogrado.

Corrimos ruidosamente a la calle.

- ¡Vamos a la Catedral de Isaac!

- ¡No! -dijo Zhenia Guerr, una muchacha vivaracha de dorados bucles a la que por su inquieto carácter llamaban Chispita-. ¡Vamos al Jardín de Verano!

Con un rápido movimiento hizo una bola de nieve, la arrojó a alguien y echó a correr. A su alcance volaron las bolas de respuesta. Levantando remolinos de nieve, entre gritos y risas, la muchachería pasó el puentecillo sobre el canal Lebiazhi, corrió al jardín y se quedó pasmada.

Por vez primera en muchos meses saturados de borrascas políticas, contemplaban el jardín, los árboles, el cielo nocturno. Alrededor se veía la nieve profunda, refulgente a la diáfana luz de la luna. Había cubierto los senderos, los bancos, las estatuas, tapadas con fundas de madera. Todo era nieve y más nieve, y el hechicero silencio reinante oprimía el corazón.

Cogidos de la mano, los muchachos se sentaron cuidadosamente en la blanda nieve temiendo vulnerar aquel silencio. De lejos llegaba el ruido de los tranvías; el resplandor de las chispas eléctricas alumbraba las copas de los árboles. Todo estaba en silencio. Era triste y dulce al mismo tiempo pensar que aquella hermosura continuaría existiendo y que posiblemente mañana ya no viviéramos ni volviéramos a verla jamás.

El tiempo pasaba. Iba llegando la hora.

Y en aquel momento, alguien rompió a cantar. Coreamos la canción, al principio en voz baja, luego cada vez más alto.

A una canción sucedió la otra, todo lo que sabíamos: sobre la astillita y las barricadas, sobre el buen mozo y la amada Puerta de Narva, sobre la Internacional, que es el género humano.

Aquellos jóvenes tenían de 16 a 18 años. Ardían en deseos de ir al frente, llenos de pasión por defender el Petrogrado revolucionario, aunque fuera a costa de su muerte anónima, con la idea de encender en las tropas alemanas la insurrección contra los tiranos.

Tuvieron la dicha de pertenecer a una generación que, sin pensarlo, iba a la muerte en aras de la Revolución, y si la muerte no era necesaria, volvían de nuevo a la vida con la misma alegría y sencillez, dispuestos a ir otra vez al combate a la primera llamada del Partido.

 

Viaje de Petersburgo a Moscú

A comienzos de marzo, la Rusia Soviética, gracias a la sabia política de Lenin, salió de la guerra. En Brest se concertó la paz con los militaristas alemanes. A los pocos días, el Gobierno soviético se trasladó a Moscú, convertido en capital de la República Socialista Soviética de Rusia.

Y heme aquí, en la plataforma de la estación de Nikoláiev, colocando nuestro sencillo equipaje; espero a mama, que debe venir desde el Smolny.

La estación estaba llena de gente, de una apretada muchedumbre. Aquí y allá se veían cajones con los asuntos de los diferentes comisariados del pueblo. En coches, en camiones, montada en carros, iba llegando gente y más gente. Este llevaba una máquina de escribir, aquél, un paquete de libros atado con balduque. Casi nadie portaba equipaje. Lo más, un maletín de mano, o simplemente una cartera con una muda interior y un pedazo de jabón.

¡A Moscú! ¡A Moscú!

Apenas partió el tren con los delegados al Cuarto Congreso de los Soviets, llegó un nuevo convoy. Había sido formado de cualquier manera: de vagones amarillos, azules, verdes, con los vidrios rotos en algunos casos, y tapada la abertura con madera terciada. Durante todo aquel día calentó el primer sol de marzo; de las techumbres de hierro colgaban los retorcidos carámbanos sucios de herrumbre.

Al fin apareció mama. Traía con dificultad un gran envoltorio. Venía con los cabellos en desorden y el sombrero ladeado.

- ¡Ay! no te enfades, muñequita -dijo al ver mi cara-. No he podido venir antes. Y además, comprendes, tenía que reunir estos documentos. Por eso no he tenido tiempo de recoger los víveres.

- Bien -dije-. Vamos aprisa, de lo contrario perderemos el tren.

Quedaban minutos contados. Llegamos a nuestro vagón al sonar la segunda señal. No habíamos hecho más que pisar el estribo cuando el tren se puso en marcha. En el andén, que se iba alejando de nosotras, sonaron los acordes de La Internacional. Todo el tren empezó a cantarla al unísono.

Un agudo dolor cortaba el alma. ¡Nos vamos, Petrogradó, pero estamos contigo! ¡Siempre contigo!

Fatigada de las impresiones del día, me encaramé a la litera de arriba y al instante me quedé dormida.

Cuando desperté, el vagón estaba silencioso y oscuro, hacía calor. Encima de la puerta, tras el cristal, chorreaba un cabo de vela. Abajo se encendían las rojas lucecillas de los cigarros.

Me eché el abrigo sobre los hombros y salí a la plataforma. El frío picaba en las mejillas. Las estrellas se habían extinguido y poco a poco salió el sol. Por la blanda nieve rosada corría veloz la sombra del tren, unas veces elevándose por los montículos, otras desapareciendo en las hondonadas azulencas.

El tren amortiguó la marcha y llegó a una pequeña estación. Cerca de la barrera, sosteniendo por la brida a una caballería que se echaba a un lado espantada, había un viejo con un abrigo gris, sujeto por una cuerda. Calzaba esparteñas.

- Un tren tras otro se dirige a Moscú -dijo-. Se arrastran como cucarachas. No comprendo a qué viene esto.

- ¿Que a qué viene esto? -replicó un soldado con una estrella roja de confección propia en la visera, que se paseaba cerca de los vagones-. ¿Ha oído usted el proverbio: "Petersburgo es la cabeza, Moscú el corazón? ¡Pues los bolcheviques van hacia dentro, al corazón mismo de Rusia!

 

El corazón de Rusia

Al llegar a Moscú nos proporcionaron una pequeña habitación a mama y a mí en el hotel Nacional. Había sido incautado hacía poco. En los establecimientos comerciales todavía se leían los viejos rótulos de las tiendas: Lapin, Perlov, Krestóvnikov y el "New York City Bank". Pero a la entrada ya había aparecido una tablilla que decía: "Primera casa de los Soviets".

- Hoy descansen -nos dijo el camarada encargado de recibirnos.

Pero nosotras estábamos impacientes. Nos arreglamos en un momento y decidimos ir a ver la ciudad.

Nos hallábamos en el centro mismo del Moscú de los nobles y de los mercaderes. Enfrente del Nacional, en medio de la calzada, había un oratorio. A la izquierda estaba el Club de la Nobleza, oculto a nuestra vista por la destartalada iglesia de Paraskeva Piátnitsa. A ambos lados de Ojotni Riad había casas bajitas, dedicadas a tiendas y almacenes. Olía a pescado, a berza agria, a podrido. Gallardos vendedores vestidos con una especie de pelliza azul de paño, sujeta con un cinturón grana, iban y venían pregonando su mercancía.

Por la angosta y empinada calle Tverskaia subimos a la plaza de Skóbelev (actualmente Soviétskaia) donde el chaflán opuesto a la casa del antiguo General Gobernador, convertida en Casa del Soviet de Moscú, se encontraba el hotel Dresden, estado mayor de las organizaciones del Partido de Moscú. Pero allí no encontramos a nadie; a aquella hora el Soviet de Moscú celebraba una sesión en la que Vladímir Ilich Lenin intervenía por primera vez, después de su llegada a Moscú.

- No hay otro remedio -dijo mama- que ir a comer a algún sitio. ¡Vamos!

De nuevo vagamos por calles desconocidas. Teníamos poco dinero y no nos atrevimos a entrar en un restaurant. Por fin, encontramos casualmente un comedor vegetariano. Se llamaba: Yo no me como a nadie.

- Pues yo me comería a cualquiera, y con gran placer -dijo mama cuando salimos, después de haber comido "filete de repollo" y "albóndigas de nabo".

Anduvimos todavía largo tiempo por las calles, escuchando las conversaciones, fijándonos en la gente que iba de un lado para otro.

Un señor canoso, vestido con abrigo de pieles y cuello de castor, con perilla de las que entonces llamaban "a la Boulanger", pisa con sus botas de goma y gesto aprensivo la sucia acera, cubierta de colillas y cáscaras de pepitas de girasol. Pasa a toda prisa por delante un camión erizado de bayonetas de los guardias rojos, y el señor murmura entre dientes: ¡Rufianes!"

Una dama con abrigo de astracán y blanquísima dentadura, dice a su acompañante: "Ayer, incluso Nikolái Petróvich, a pesar de estar presente la anciana princesa, exclamó desesperado, durante el té de la tarde, que esto es increíble, imposible. ¡Pensar que vive ahora como Ivashka, el último de sus barrenderos!

Cerca del monumento a Skóbelev, se celebra un mitin relámpago. El orador grita con voz de falsete: "¡Traidores! ¡Han vendido a Rusia!" Un pequeño vejete mueve la cabeza "¡Vaya lengua! ¡De hierro puro! ¿Cómo no le saltarán los dientes?" Un joven con aspecto de obrero, dice: "Ahora no habrá ni ricos ni pobres". Y prosigue: "Se ha concertado la paz. La tierra, los bancos, las fábricas, todo ha pasado a ser del pueblo". "Has dicho la verdad, le apoya un soldado de barba crecida. El pueblo es ignorante, rústico, pero ahora no le arrancarán lo que ha tomado en sus manos. El pueblo ha comprendido que los burgueses hacían su agosto a costa de él".

Atardecía. En las casas empezaron a encenderse las luces. Como sucede en una ciudad desconocida, nos sentimos un poco tristes y solas.

Pero a la entrada del Nacional nos esperaba Víktor Pávlovich Noguín.

- ¿Dónde han estado ustedes? –dijo-. Vamos inmediatamente a ver a los Smidóvich, allí les esperan.

Los Smidóvieh eran una numerosa y unida familia, compuesta de muchos hermanos, hermanas y primos carnales. A esta familia pertenecía mucha gente destacada: los magníficos bolcheviques Sofia Nikoláievna y Piotr Guermoguénovich Smidóvich, el escritor Veresáev.

En un tranvía lleno hasta los topes llegamos a un callejón no lejos de Pliuschija. Una casa baja, de madera, con los suelos sin pintar y fregados hasta dejarlos blancos como la leche. El comedor. De cadenas de bronce colgadas del techo pende una gran lámpara eléctrica -que antes fuera de petróleo- con un depósito de porcelana azul y una abertura en la pantalla. Hierve un enorme samovar. Los dueños reciben con particular cordialidad a los huéspedes y les obsequian con té y buñuelos. Sobre la puerta suena casi sin cesar la campanilla: incesantemente llegan nuevos invitados.

Todos están muy animados: Moscú vive hoy un día extraordinario: es el aniversario de la Revolución de Febrero, a Moscú se ha trasladado el Gobierno, Vladímir Ilich ha hablado en la sesión del Soviet de Moscú. Casi todos los presentes habían estado en la sesión y se encontraban bajo la impresión de lo vivido.

"¿Han oído ustedes cómo ha hablado Ilich?" -exclamaban masticando apresuradamente los buñuelos y quemándose con el té caliente. "¡Y cómo le escuchaban!" "Al principio estaba emocionado, ¿lo notaron?" "Asombroso intelecto el suyo y admirable capacidad para destacar lo fundamental, lo decisivo". ¿Se han dado ustedes cuenta de que en la palabra "Burzhuásia" pone el acento en la a?" "Todavía dice socialdemócrata"; así se decía allá por el año 90 y él lo conserva". "Yo no le había visto desde el Segundo Congreso de los Soviets. Ha adelgazado desde entonces. Se ve que está muy fatigado. Y de todos modos, sigue teniendo esa energía suya, peculiar, indomeñable". "Sí, es cierto. Hoy estaba sentado junto a mí un obrero; era la primera vez, claro está, que oía a Lenin, y dijo: "Es un hombre flexible, revolucionario" ".

Sonó de nuevo la campanilla. Llegó Mijail Stepánovich Olrninski; grande, entrecano, guapo y con gana de broma como siempre.

Se detuvo cerca del umbral, agitó un periódico y gritó con entusiasmo:

- ¡El periódico Izvestia! ¡Acaba de salir! ¡El primer número en Moscú! ¡Un artículo de Lenin titulado La principal tarea de nuestros días! ¡Y qué articulo! ¡Un articulazo! ¡Todo un programa!

... Ahora cualquiera que haya estudiado las obras de Lenin conoce este artículo. Le sirven de epígrafe las palabras del gran poeta demócrata ruso:

¡Eres mísera y opulenta,
Eres vigorosa e impotente,
Madrecita Rusia!

Lenin había meditado este artículo en el tren, durante el viaje de Petersburgo a Moscú. La locomotora daba prolongados pitidos, tras las ventanas blanqueaban los nevados campos.

Allí, entre aquellos campos, estaba Rusia; soplaba el viento; por sus espacios esteparios se apretujaban las isbas cubiertas de paja; los niños lloraban pidiendo pan; en las fábricas las máquinas se cubrían de escarcha mortal; apenas si podían marchar los trenes, llenos de desertores y de gente con sacos; el Don ardía en el fuego de la sedición contrarrevolucionaria; desde el Sur y Oeste avanzaban los alemanes; en las embajadas extranjeras se urdían complots contra la Revolución.

Pero, al mismo tiempo, los combatientes de las primeras unidades del Ejército Rojo emplazaban en los altozanos los cañones, se atrincheraban para caso de ataque por sorpresa del enemigo; en el campo se hacía el reparto de las tierras de los latifundistas; los comités de fábrica se hacían cargo de las empresas; a la luz de candiles, obreras y obreros hambrientos, que estudiaban en las escuelas de liquidación del analfabetismo, repetían las palabras escritas con tiza en el encerado: "No somos señores. No somos esclavos".

Todas las fuerzas del viejo mundo entonaban un responso a Rusia, y Lenin planteaba al Partido, a la clase obrera, al pueblo la gran tarea: "...lograr a toda costa que Rusia deje de ser mísera e impotente para convertirse en vigorosa y opulenta en el pleno sentido de la palabra".