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En el caso de una victoria decisiva de la revolución, el poder es traspasado a manos de la clase que ha desempeñado el papel dirigente en la lucha; en otras palabras, a las del proletariado en nuestro caso. Desde luego esto no excluye en lo más mínimo -y lo decimos ya aquí- que representantes revolucionarios de grupos sociales no proletarios entren en el gobierno. Ellos pueden y deben hacerlo; una política sana inducirá al proletariado a permitir que participen en el poder los líderes influyentes de la pequeña burguesía, de la intelligentsia o del campesinado. Toda la cuestión radica en esto: ¿Quién da a la política gubernamental su contenido y quién constituye en el poder una mayoría homogénea? Es muy diferente que representantes de capas democráticas del pueblo participen en un gobierno de mayoría obrera, a que los representantes del proletariado colaboren, más a menos como rehenes honoríficos, con un gobierno evidentemente democrático burgués.
La política de la burguesía liberal capitalista es, a pesar de todas sus vacilaciones y repliegues, a pesar de toda su traición, bastante definida. La política del proletariado es definida y perfilada aún con mayor exactitud. Pero la política de la intelligentsia, a causa de su posición social intermedia y de su inconsistencia, la política del campesinado por su heterogeneidad social, por su posición intermedia y por su primitivismo, la política de la pequeña burguesía, a su vez, como consecuencia de su falta de carácter, de su posición igualmente intermedia y de su carencia completa de tradiciones políticas, la política de estos tres grupos sociales es totalmente indefinida, informe, llena de variadas alternativas y, por tanto, llena de sorpresas.
Basta imaginarse un gobierno demócrata revolucionario sin representantes del proletariado para advertir de inmediato el absurdo que supone. La renuncia por parte de la socialdemocracia a participar en un gobierno revolucionario haría imposible que un tal gobierno fuese efectivamente revolucionario y sería, por tanto, una traición a la causa de la revolución. Pero la participación del proletariado en un gobierno sólo puede resultar objetivamente probable y permisible de principio cuando se trate de una participación dirigente y dominante. Naturalmente, puede llamarse a un tal gobierno dictadura del proletariado y del campesinado 19, dictadura del proletariado, del campesinado y de la intelligentsia o, finalmente, gobierno de coalición entre la clase obrera y la pequeña burguesía. Pero la pregunta sigue planteada: ¿Quién predomina en el gobierno y, por tanto, sobre la nación entera? Y si nos referimos a un gobierno propiamente obrero entonces la respuesta es: la hegemonía la tendrá la clase obrera.
La Convención como órgano de la dictadura jacobina no se compuso sólo de jacobinos; es más, los jacobinos se encontraron incluso en minoría. Pero la influencia de los sans-culottes fuera de la Convención y la necesidad de una política decidida para salvar al país pusieron el poder en las manos de los jacobinos. Y así, la Convención fue formalmente una representación nacional compuesta por jacobinos, girondinos y luego, al margen de ellos, un inmenso pantano; pero de hecho fue una dictadura de los jacobinos.
Cuando hablamos de un gobierno obrero nos fijamos sobre todo en la posición dominante y dirigente de los representantes obreros.
El proletariado no puede consolidar su poder sin ampliar la base de la revolución.
Muchas capas de las masas trabajadoras, sobre todo en el campo, serán incluidas por vez primera en la revolución, y, sólo entonces, conocerán una organización política, cuando la vanguardia de la revolución, el proletariado urbano, haya subido al poder estatal. Entonces se efectuarán las tareas de agitación revolucionaria y de organización con ayuda de los medios estatales. El poder legislativo mismo se convierte finalmente en un instrumento poderoso de la toma de conciencia revolucionaria de las masas populares.
Con esto, el carácter de nuestras condiciones socio-históricas que carga todo el peso de la revolución burguesa sobre los hombros del proletariado, causará al gobierno obrero dificultades enormes; pero, simultáneamente, también le proporcionará, por lo menos en los primeros tiempos de su existencia, inestimables ventajas. Esto tendrá su efecto en las relaciones entre el proletariado y el campesinado.
En las revoluciones de 1789-1793 y de 1848, el poder pasó, en un principio, del absolutismo a los elementos moderados de la burguesía; estos liberaron a los campesinos (el cómo es otra cuestión) antes de que la democracia revolucionaria subiese al poder o se dispusiera a hacerlo. El campesinado liberado perdió todo interés en los actos de fuerza políticos de los «ciudadanos», es decir en la continuación posterior de la revolución, y se convirtió, como un pilar rígido, en el fundamento del «orden» entregando la revolución a la reacción cesarista o archiabsolutista.
Ahora, y por mucho tiempo ya, a la revolución rusa se le ha cerrado el camino de la edificación de cualquier orden burgués constitucional que pudiera solucionar aunque sólo fuesen las tareas más simples de una democracia. En lo que se refiere a los burócratas reformistas del estilo Witte y Stolipin, todos sus esfuerzos «ilustrados» se vienen abajo, lo que se comprueba con el simple hecho de que ellos mismos se ven obligados a luchar por su propia existencia. El destino de los intereses revolucionarios más elementales del campesinado -incluso de la clase entera campesina- está, por consiguiente, entrelazado con el destino de toda la revolución, es decir con el destino del proletariado.
El proletariado, hallándose en el poder, se mostrará ante el campesinado como la clase liberadora.
La dominación del proletariado traerá consigo no sólo las igualdades democráticas y la libre autogobernación, ni significará tan sólo el traspaso de la carga impositiva sobre las clases poseedoras, la transformación del ejército permanente en milicias populares y la anulación de los tributos obligatorios de las iglesias, sino que significará también la legitimación de todos los cambios revolucionarios en las condiciones de propiedad del suelo (expropiación) realizados por los campesinos. El proletariado hará de estos cambios el punto de partida para otras medidas estatales en el dominio de la agricultura. En estas condiciones, en el primero y más difícil periodo de la revolución, el campesinado ruso no estará, en todo caso, menos interesado en la protección del régimen proletario (la «democracia obrera») de lo que lo estuvo el campesinado francés en mantener el régimen militar de Napoleón Bonaparte que garantizaba con sus bayonetas a los nuevos propietarios de tierra la invulnerabilidad de su propiedad. Y esto significa que el congreso de diputados convocado bajo la dirección del proletariado, el cual se ha asegurado el apoyo del campesinado, no será otra cosa que, un perfeccionamiento democrático de la dominación del proletariado.
¿Pero sería posible que el campesinado mismo apartase al proletariado y ocupase su sitio? No; eso es imposible. Toda la experiencia histórica se rebela contra esta suposición. La experiencia demuestra que el campesinado es completamente incapaz de desempeñar un papel político independiente 20.
La historia del capitalismo es la historia de la subyugación del campo a la ciudad. El desarrollo industrial de las ciudades europeas hizo imposible, en su tiempo, la perduración de las condiciones feudales en el dominio de la producción agraria. Pero el campo no produjo él mismo ninguna clase que hubiese podido llevar a cabo la tarea revolucionaria de la abolición del feudalismo. La misma ciudad, que había subyugado la agricultura al capital, produjo al mismo tiempo fuerzas revolucionarias que tomaron cuerpo político con influencia sobre toda la nación y que propagaron al campo el proceso de revolución de las condiciones estatales y de propiedad. En el transcurso de la evolución progresiva, el campo cayó definitivamente bajo la subyugación económica del capital, y el campesinado bajo la subyugación política de los partidos capitalistas. Estos hacen resurgir de nuevo el feudalismo en la política parlamentaria, convirtiendo al campesinado en dominio político suyo, en una reserva para la obtención de votos. El moderno Estado burgués, con ayuda del fisco y del militarismo, precipita al campesinado en las fauces del capital usurero y lo convierte, con la ayuda de los popes a sueldo del Estado, de las escuelas estatales y de la degeneración de la vida cuarteara, en la víctima de su política usuraria.
La burguesía rusa cede todas las posiciones revolucionarias al proletariado. Tendrá que ceder también la hegemonía revolucionaria sobre el campesinado. En esta situación en la que el poder pasa al proletariado, al campesinado no le quedará otra solución que adherirse al régimen de democracia obrera, aunque en este caso, no manifieste mayor firmeza moral que manifestó anteriormente al adherirse al régimen de la burguesía. Pero mientras que cualquier partido burgués una vez conquistados los votos del campesinado, se aprovecha rápidamente de su poder para esquilmar al campesinado y defraudarle en todas sus esperanzas y promesas, abriendo el paso, cuando más, a otro partido capitalista, el proletariado, que se apoya en el campesinado, hará cuanto esté en su poder para elevar el nivel cultural en el campo y desarrollar la conciencia política del campesinado. De todo lo dicho resulta claramente cómo vemos nosotros la idea de la «dictadura del proletariado y del campesinado» 19.
Lo decisivo no es si nosotros consideramos licita en principio, si nosotros «queremos» o «no queremos» tal forma de cooperación política. Lo cierto es que, en todo caso, no la consideramos realizable, por lo menos en un sentido directo e inmediato.
En efecto, una coalición de este tipo supone o bien que uno de los partidos burgueses existentes conquiste el campesinado, o bien que éste cree un partido poderoso independiente. Pero nos hemos esforzado en demostrar que ni lo uno ni lo otro es posible.