La curva del desarrollo de la economía soviética está
lejos de ser regularmente ascendente. En los dieciocho años de historia
del nuevo régimen se pueden distinguir netamente varias etapas señaladas
por crisis agudas. Un breve resumen de la historia económica de
la URSS, examinado junto con la política del Gobierno, no es tan
necesario para el diagnóstico como para el pronóstico.
Los tres primeros años que siguieron a la revolución
fueron de una guerra civil franca y encarnizada. La vida económica
se subordinó por completo a las necesidades del frente. En presencia
de una extremada escasez de los recursos, la vida cultural pasaba al segundo
plano, caracterizada por la audaz amplitud del pensamiento, sobre todo
el de Lenin. Es lo que se llama el periodo del comunismo de guerra (1918-1921),
paralelo heroico del socialismo de guerra de los países capitalistas.
Los objetivos económicos del poder de los soviets se reducen principalmente
a sostener las industrias de guerra y a aprovechar las raquíticas
reservas existentes, para combatir y salvar del hambre a las poblaciones
de las ciudades. El comunismo de guerra era, en el fondo, una reglamentación
del consumo en una fortaleza sitiada.
Hay que reconocer, sin embargo, que sus intenciones primitivas fueron
más amplias. El Gobierno de los soviets intentó y trató
de obtener de la reglamentación una economía dirigida, tanto
en el terreno del consumo como en el de la producción. En otras
palabras, pensó en pasar poco a poco, sin modificación, del
sistema de comunismo de guerra, al verdadero comunismo. El programa del
partido bolchevique adoptado en 1919 decía: "En el terreno de la
distribución, el poder de los soviets perseverará inflexiblemente
en la sustitución del comercio por un reparto de los productos organizado
a escala nacional, sobre un plan de conjunto".
Pero el conflicto se señalaba cada vez más entre la realidad
y el programa del comunismo de guerra: la producción no cesaba de
bajar y esto no se debía solamente a las consecuencias funestas
de las hostilidades, sino también a la desaparición del estímulo
del interés individual entre los productores. La ciudad pedía
trigo y materias primas al campo, sin darle a cambio más que trozos
de papel multicolor llamados dinero por una vieja costumbre. El mujik enterraba
sus reservas y el Gobierno enviaba destacamentos de obreros armados para
que se apoderaran de los granos. El mujik sembraba menos. La producción
industrial de 1921, año que siguió al fin de la guerra civil,
se elevó, en el mejor de los casos, a una quinta parte de lo que
había sido antes de la guerra. La producción de acero cayó
de 4,2 millones de toneladas a 183.000, o sea, 23 veces menos. La cosecha
global cayó de 801 millones de quintales a 503 en 1922. Sobrevino
un hambre espantosa. El comercio exterior se desmoronó de 2.900
millones de rubios a 30 millones. La ruina de las fuerzas productivas sobrepasa
a todo lo que se conoce en la historia. El país, y junto con él,
el poder, se encontraron al borde del abismo.
Las esperanzas utópicas del comunismo de guerra fueron posteriormente
sometidas a una crítica extremadamente severa y justa en muchos
conceptos. Sin embargo, el error teórico cometido por el partido
gobernante sería completamente inexplicable si se olvidara que todos
los cálculos se fundaban en esa época en una próxima
victoria de la revolución en Occidente. Se consideraba natural que
el proletariado alemán victorioso, mediante un reembolso ulterior
en productos alimenticios y materias primas, ayudaría a la Rusia
soviética con máquinas y artículos manufacturados;
y le proporcionaría también decenas de miles de obreros altamente
cualificados, técnicos y organizadores. Es indudable que si la revolución
social hubiese triunfado en Alemania -y la socialdemocracia fue lo único
que impidió este triunfo- el desarrollo económico de la URSS,
así como el de Alemania, hubiera proseguido a pasos de gigante,
de tal modo que los destinos de Europa y del mundo entero se presentarían
actualmente bajo un aspecto completamente favorable. Sin embargo, se puede
decir con toda seguridad, que aun si se hubiera realizado esta feliz hipótesis,
hubiese sido necesario renunciar al reparto de los productos y regresar
a los métodos comerciales.
Lenin motivó la necesidad de restablecer el mercado para asegurar
la existencia de millones de explotaciones campesinas aisladas y acostumbradas
a definir por el comercio sus relaciones con el mundo circundante. La circulación
de las mercancías debería constituir la soldadura entre los
campesinos y la industria nacionalizada. La fórmula teórica
de la soldadura es muy simple: la industria proporcionará al campo
las mercancías necesarias, a tales precios que el Estado pueda renunciar
a la requisa de los productos de la agricultura.
El saneamiento de las relaciones económicas con el campo constituía,
sin duda alguna, la tarea más urgente y más espinosa de la
NEP. La experiencia demostró rápidamente que la industria
misma, aun socializada, necesitaba métodos de cálculo monetario
elaborados por el capitalismo. El plan no podía descansar sobre
los simples datos de la inteligencia. El juego de la oferta y de la demanda
siguió siendo, y lo será por largo tiempo, la base material
indispensable y el correctivo salvador.
El mercado legalizado comenzó su obra con el concurso de un
sistema monetario reorganizado. Desde 1923, gracias al primer impulso venido
del campo, la industria se reanimó y dio pruebas enseguida de una
intensa actividad. Basta indicar que la producción se dobló
en 1922 y 1923 y alcanzó, en 1926, el nivel anterior a la guerra,
lo que significa que se había quintuplicado desde 1921.Las cosechas
aumentaron paralelamente, pero mucho más modestamente.
A partir del año crucial de 1923, las divergencias de opiniones
sobre las relaciones entre la industria y la agricultura, divergencias
que se habían manifestado antes, se agravaron en el partido dirigente.
La industria sólo podía desarrollarse, en un país
que había agotado sus reservas, tomando en empréstito a los
campesinos cereales y materias primas. "Empréstitos forzados" demasiado
considerables que sofocaban el estímulo al trabajo; los campesinos
no creían en la felicidad futura y respondían a las requisas
con la huelga de los sembradores. Empréstitos demasiado reducidos
amenazaban con provocar el estancamiento: al no recibir productos industriales,
los campesinos no trabajaban más que para la satisfacción
de sus propias necesidades y volvían a antiguas fórmulas
artesanales. Las divergencias de opiniones comenzaron en el partido con
el problema de saber lo que había que tomar del campo para la industria,
con el objeto de encaminarse hacia un equilibrio dinámico. El debate
se complicó con los problemas referentes a la estructura social
del campo.
En la primavera de 1923, el representante de la Oposición de
Izquierda -que, por lo demás, aún no llevaba ese nombre-
al hablar al congreso del partido demostró el desnivel entre los
precios de la agricultura y los de la industria por medio de un diagrama
inquietante. Este fenómeno recibió entonces el nombre de
tijeras, que más tarde debía entrar en el vocabulario mundial.
Si, decía el informante, la industria continúa retrasándose,
y las tijeras siguen abriéndose cada vez más, la ruptura
entre las ciudades y el campo será inevitable.
Los campesinos distinguían claramente entre la revolución
agraria democrática realizada por los bolcheviques y la política
de los mismos, tendente a dar una base al socialismo. La expropiación
de los dominios privados y de los del Estado aportaba a los campesinos
más de 500 millones de rubios al año. Pero los campesinos
perdían esta suma, y mucho más, con los elevados precios
de la industria estatizada. De manera que el balance de las dos revoluciones,
la democrática y la socialista, sólidamente unidas por el
nudo de Octubre, se saldaba para los cultivadores con una pérdida
anual de varias centenas de millones de rubios; y la unión de las
dos clases seguía siendo problemática.
El fraccionamiento de la agricultura, heredado del pasado, crecía
con la Revolución de Octubre; el número de parcelas subió
en los diez últimos años de 16 a 25 millones, lo que naturalmente
aumentaba la tendencia de los campesinos a no satisfacer más que
sus propias necesidades. Esta era una de las causas de la penuria de productos
agrícolas.
La pequeña producción de mercancías crea inevitablemente
explotadores. A medida que la agricultura se recuperaba, la diferenciación
aumentaba en el seno de las masas campesinas; se seguía el antiguo
camino del desarrollo fácil. El kulak -campesino rico- se enriquecía
más rápidamente de lo que progresaba la agricultura. La política
del Gobierno, cuya consigna era: "Hacia el campo", se orientaba en realidad
hacia los kulaks. El impuesto agrícola era mucho más pesado
para los campesinos pobres que para los acomodados, los cuales, además,
se aprovechaban del crédito del Estado. Los excedentes de trigo,
generalmente propiedad de los campesinos ricos, servían para esclavizar
a los pobres y eran vendidos a precios especulativos a la pequeña
burguesía de las ciudades. Bujarin, teórico en ese momento
de la fracción dirigente, dirigía a los campesinos su famoso
eslogan: "¡Enriquecéos!". Esto significaba, en teoría,
la asimilación progresiva de los kulaks por el socialismo. En la
práctica, significó el enriquecimiento de la minoría
en detrimento de la inmensa mayoría.
El Gobierno, prisionero de su propia política, se vio obligado
a retroceder paso a paso ante la pequeña burguesía rural.
El empleo de mano de obra asalariada en la agricultura, y el alquiler de
tierras, fueron legalizados en 1925. El campesinado se polarizaba entre
el pequeño capitalista y el jornalero. Entre tanto, el Estado, desprovisto
de mercancías industriales, era eliminado del mercado rural. Como
brotado de la tierra, surgía un intermediario entre el kulak y el
pequeño patrón artesano. Hasta las mismas empresas estatalizadas
tenían que recurrir, cada vez con mayor frecuencia, a los comerciantes,
en busca de materias primas. Se advertía en todas partes la corriente
ascendente del capitalismo. Todos los que reflexionaban podían convencerse
fácilmente de que la transformación de las formas de propiedad,
lejos de solucionar el problema del socialismo, no hacía más
que plantearlo.
En 1925, mientras que la política de orientación hacia
el kulak alcanzaba su punto álgido, Stalin comienza a preparar la
desnacionalización de la tierra. A la pregunta de un periodista
soviético: "¿No sería conveniente para la agricultura
atribuir su parcela por diez años a cada cultivador?", Stalin responde:
"Y aun por cuarenta años". El Comisario del Pueblo para la Agricultura
en la República de Georgia, obrando por iniciativa de Stalin, presentó
un proyecto de ley sobre la desnacionalización de la tierra. El
objetivo era que el agricultor tuviera confianza en su propio porvenir.
Ahora bien, desde la primavera de 1926, cerca del 60% del trigo destinado
al comercio estaba en manos de un 6% de los cultivadores. El Estado carecía
de granos para el comercio exterior y aun para las necesidades del país.
La insignificancia de las exportaciones obligaba a renunciar a la importación
de artículos manufacturados y a restringir al mínimo la de
materias primas y máquinas.
Impidiendo la industrialización y perjudicando a la gran mayoría
de campesinos, la política de orientación hacia el kulak
reveló sin equivoco sus consecuencias políticas desde 1924-1926;
al inspirar una confianza extraordinaria a la pequeña burguesía
de las ciudades y del campo, la condujo a apoderarse de numerosos soviets
locales; acrecentó su fuerza y la seguridad de la burocracia; aumentó
su peso respecto a los obreros; provocó la supresión completa
de toda democracia en el partido y en la sociedad soviética. El
poder creciente del kulak atemorizó a dos miembros notables del
grupo dirigente, Zinóviev y Kámenev, que eran también
-lo que no es, por cierto, una casualidad- los presidentes de los soviets
de los dos centros industriales de mayor importancia, Leningrado y Moscú.
Pero la provincia y, sobre todo, la burocracia estaban con Stalin. La política
de ayuda al gran agricultor obtuvo la victoria. Zinóviev y Kámenev,
seguidos por sus partidarios, se unieron en 1926 a la oposición
de 1923 (llamada trotskista).
Desde luego, la fracción dirigente jamás repudió
"en principio" la colectivización de la agricultura, pero le asignaba
un plazo de decenas de años. El futuro Comisario del Pueblo para
la Agricultura, Yakovlev, escribía en 1927 que, si la transformación
socialista del campo sólo podía llevarse a cabo por la colectivización,
"no será, naturalmente, en uno, dos o tres años, y probablemente
ni en diez...". "Los koljoses (explotaciones colectivas) y las comunas",
escribía más adelante, "ciertamente no son, y no serán
durante largo tiempo, más que islotes en medio de las parcelas"...
En efecto, en esa época solamente el 0,8% de las familias de los
cultivadores formaban parte de las explotaciones colectivas.
En el partido, la lucha por la pretendida "línea general" se
hizo patente en 1923 y revistió, a partir de 1926, una forma particularmente
áspera y apasionada. En su vasta plataforma, que abarcaba todos
los problemas de la economía y de la política, la Oposición
escribía; "El partido debe condenar sin piedad a todas las tendencias
hacia la liquidación o al debilitamiento de la nacionalización
del suelo que constituye una de las bases de la dictadura del proletariado".
La Oposición alcanzó en este punto la victoria: los atentados
directos a la nacionalización de la tierra cesaron. Pero no se trataba
únicamente de la forma de la propiedad de la tierra.
"A la importancia creciente de las granjas individuales en el campo
-decía además la plataforma de la Oposición- se opondrá
el crecimiento más rápido de las explotaciones colectivas.
Se pueden asignar sistemáticamente, cada año, sumas importantes
destinadas al sostenimiento de los campesinos pobres organizados en explotaciones
colectivas (... ). Toda la acción de las cooperativas debe estar
penetrada de la necesidad de transformar la pequeña producción
en gran producción colectiva". Se consideraba obstinadamente como
una utopía cualquier amplio programa de colectivización para
un porvenir próximo. Durante la preparación del XV Congreso
del partido, destinado a excluir a la Oposición, el futuro presidente
del Consejo de Comisarios del Pueblo, Mólotov, repitió: "No
hay que dejarse engañar (!) en las condiciones presentes, por las
ilusiones de los campesinos pobres sobre la colectivización de las
grandes masas campesinas". El calendario señalaba el final de 1927,
y la fracción dirigente estaba muy lejos de concebir la política
que iba a desarrollar el día siguiente en el campo.
Estos mismos años (1923-1928) fueron los de la lucha de la coalición
en el poder (Stalin, Mólotov, Rizhkov, Tomski y Bujarin; Zinóviev
y Kámenev habían pasado a la Oposición a principios
de 1926) contra los superindustrialistas partidarios del plan. El historiador
futuro se asombrará al descubrir la malévola suspicacia hacia
toda iniciativa económica audaz que dominaba en la mentalidad del
Gobierno del Estado socialista. El ritmo de la industrialización
se aceleraba empíricamente, según impulsos exteriores; todos
los cálculos eran brutalmente rectificados en el curso del trabajo,
con un aumento extraordinario de los gastos generales. Cuando la Oposición
exigió a partir de 1923, la elaboración de un plan quinquenal,
fue acogida con burlas al estilo del pequeño burgués que
teme el "salto a lo desconocido". En abril de 1927, Stalin afirmó
todavía, en sesión plenaria del Comité Central, que
comenzar la construcción de la gran central eléctrica del
Dnieper sería para nosotros, así como para el mujik, comprarse
un gramófono en lugar de una vaca. Este alado aforismo resumía
todo un programa. No es superfluo recordar que toda la prensa burguesa
del universo, seguida por la prensa socialista, hacía suyas con
simpatías las acusaciones oficiales de romanticismo industrial dirigidas
a la Oposición de Izquierda.
Mientras que el partido discutía ruidosamente, el campesino
respondía a la falta de mercancías industriales con una huelga
cada vez más testaruda; se abstenía de llevar sus granos
al mercado y de aumentar las siembras. La derecha (Rizhkov, Tomski, Bujarin),
que daba el tono, exigía mayor libertad para las tendencias capitalistas
del campo: aumentar el precio del trigo, aunque esta medida disminuyera
el desarrollo de la industria. La única solución, con esta
política de por medio, hubiera sido importar, a cambio de las materias
primas entregadas por los agricultores para la exportación, artículos
manufacturados. Así se hubiera hecho la soldadura entre la economía
campesina y la industria socialista, en lugar de hacerla entre el campesino
rico y el capitalismo mundial. Para esto, no valía la pena haber
hecho la Revolución de Octubre.
"La aceleración de la industrialización -objetaba en
la conferencia del partido de 1926 el representante de la Oposición-,
particularmente por medio de una imposición mayor del kulak, proporcionará
más mercancías, lo que permitirá disminuir los precios
Los obreros se beneficiarán, así como la mayor parte de los
campesinos (...). Volvernos hacia el campo no quiere decir que debamos
volver la espalda a la industria; quiere decir que orientemos la industria
hacia el campo, pues los campesinos no tienen ninguna necesidad de contemplar
el rostro de un Estado desprovisto de industria".
Stalin, para respondernos, pulverizaba los "planes fantásticos
de la Oposición"; la industria no debía "adelantarse demasiado,
separándose de la agricultura y descuidando el ritmo de la acumulación
en nuestro país". Las decisiones del partido continuaban repitiendo
las primitivas verdades de la adaptación pasiva a las necesidades
de los agricultores enriquecidos. El XV Congreso del Partido Comunista,
reunido en diciembre de 1927 para infligir una derrota definitiva a los
superindustrialistas, hizo una advertencia relativa al "peligro de invertir
demasiados capitales en la gran edificación industrial". La fracción
dirigente aún no quería ver otros peligros. El año
económico 1927-1928 veía cerrar el periodo llamado de reconstrucción,
durante el cual la industria había trabajado sobre todo con el utillaje
de antes de la revolución y la agricultura con su antiguo material.
El progreso ulterior exigía una vasta edificación industrial;
ya era imposible gobernar a tientas, sin plan.
Las posibilidades hipotéticas de la industrialización
socialista habían sido analizadas por la Oposición desde
1923-25. La conclusión general a la que se había llegado
era que, después de haber agotado las posibilidades ofrecidas por
la maquinaria heredada de la burguesía, la industria soviética
podría, gracias a la acumulación socialista, alcanzar un
crecimiento de un ritmo completamente inaccesible al capitalismo. Los jefes
de fracción dirigente se burlaban abiertamente de los coeficientes
de 15 a 18%, formulados prudentemente, como de la música fantástica
de un porvenir desconocido. En esto consistía, entonces, la lucha
contra el "trotskismo".
El primer esquema oficial del plan quinquenal, hecho al fin en 1927,
fue de un espíritu irrisoriamente mezquino. El crecimiento de la
producción industrial debía variar, siguiendo de año
en año una curva decreciente, de un 9% a un 4%. ¡En cinco
años, el consumo individual sólo debía aumentar un
12%! La inverosímil timidez de este concepto resalta con más
claridad aún, con el hecho de que el presupuesto del Estado no debía
abarcar, al finalizar el periodo quinquenal, más que el 16% de la
renta nacional, mientras que el presupuesto de la Rusia zarista, que no
pensaba, ciertamente, en construir una sociedad socialista, absorbía
el 18% de esta renta. No es superfluo añadir que, algunos años
después, los autores de este plan, ingenieros y economistas, fueron
severamente condenados por los tribunales como saboteadores que obedecían
las directrices de una potencia extranjera. Si los acusados se hubieran
atrevido, hubieran podido responder que su trabajo en la elaboración
del plan se había cumplido en perfecto acuerdo con la "línea
general" del Buró Político, del que recibían instrucciones.
La lucha de las tendencias se expresó en el lenguaje de las
cifras. "Formular para el décimo aniversario de la Revolución
de Octubre un plan tan mezquino, tan profundamente pesimista -decía
la plataforma de la Oposición- es trabajar, en realidad, contra
el socialismo". Un año más tarde, el Buró Político
sancionó un nuevo proyecto de plan quinquenal, según el cual
el crecimiento medio anual de la producción debía ser del
9%. El desarrollo real mostraba una obstinada tendencia a aproximarse a
los coeficientes de los superindustrialistas. Un año después,
cuando la política del Gobierno se modificó radicalmente,
la Comisión del Plan decretó un tercer proyecto, cuya dinámica
coincidía mucho más de lo que se hubiera podido prever con
los pronósticos hipotéticos de la Oposición en 1925.
La historia verdadera de la política económica de la
URSS es muy diferente, ya lo vemos, de la leyenda oficial. Deploremos que
honorables autores, como los Webb, no se hayan dado cuenta de ello.
VIRAJE BRUSCO: "EL PLAN
QUlNQUENAL EN CUATRO AÑOS" Y LA COLECTIVIZACIÓN COMPLETA
La tergiversación ante las explotaciones campesinas individuales,
la desconfianza ante los grandes planes, la defensa del desarrollo lento,
el desdén por el problema internacional, tales son los elementos
que, reunidos, formaron la teoría del socialismo en un solo país,
formulada por Stalin por primera vez durante el otoño de 1924, después
de la derrota del proletariado en Alemania. No precipitarnos en materia
de industrialización, no disgustarnos con el mujik, no contar con
la revolución mundial y, sobre todo, preservar al poder burocrático
de toda crítica. La diferenciación de los campesinos sólo
era una invención de la Oposición. El Yakovlev que ya hemos
mencionado, licenció al Servicio Central de las Estadísticas,
cuyos cuadros concedían al kulak un lugar mayor de lo que deseaba
el poder. Mientras que los dirigentes prodigaban afirmaciones tranquilizadoras
sobre la reabsorción de la escasez de mercancías, "el ritmo
calmado del desarrollo" próximo, el almacenamiento más "uniforme"
de los cereales, etc; el kulak fortificado arrastró al campesino
medio a seguirlo y negó a las ciudades su trigo. En enero de 1928,
la clase obrera se encontró frente a un hambre inminente. La historia
suele gastar bromas feroces. Precisamente el mismo mes en que los kulaks
estrangulaban a la revolución, los representantes de la Oposición
de Izquierda eran encarcelados o enviados a Siberia por haber "sembrado
el pánico" evocando el espectro del kulak.
El Gobierno trató de presentar las cosas como si la huelga del
trigo se debiera únicamente a la hostilidad del kulak (¿pero
de dónde había salido el kulak?) hacia el Estado socialista;
es decir, a móviles políticos de orden general. Pero el campesino
acomodado es poco afecto a esta especie de "idealismo". Si ocultaba su
trigo, es porque le resultaba desventajoso venderlo. Por iguales razones
lograba extender su influencia ampliamente entre el resto de los campesinos.
Las medidas de represión resultaron manifiestamente insuficientes
contra el sabotaje de los campesinos acomodados; había que cambiar
de política. Incluso entonces vacilaron durante un tiempo.
Rizhkov, que aún era jefe del Gobierno, no era el único
en declarar, en julio de 1928, que "el desarrollo de las explotaciones
campesinas individuales (...) constituía la tarea más importante
del partido". Stalin le hacía eco: "Hay gentes -decía- que
piensan que el cultivo de las parcelas individuales ha llegado a su fin
y que ya no debe ser alentado (...). Estas gentes no tienen nada en común
con la línea general del partido". Menos de un año después,
la línea general del partido ya no tenía nada en común
con estas palabras: El alba de la colectivización completa apuntaba
en el horizonte.
La nueva orientación brotó de una sorda lucha en el seno
del bloque gubernamental y se basó en medidas tan empíricas
como las precedentes. "Los grupos de la derecha y del centro están
unidos por su hostilidad común en contra de la Oposición,
cuya exclusión precipitaría infaliblemente el conflicto entre
ellos" (esta advertencia fue hecha en la plataforma de la Oposición).
Esto es lo que sucedió. Los jefes del bloque gubernamental en vías
de disgregación no quisieron, sin embargo, reconocer a ningún
precio que este vaticinio de la Oposición se había cumplido
como muchos otros. El 19 de octubre de 1928, Stalin aún declaraba:
"Es tiempo de acabar con los murmullos sobre la existencia de una derecha
con la que el Buró Político de nuestro Comité Central
se muestra tolerante". Los dos grupos sondeaban, entre tanto, a los burós
del partido. El partido sofocado vivía de rumores confusos y de
conjeturas. Pasaron algunos meses y la prensa oficial, con su acostumbrada
imprudencia, declaró que el jefe del Gobierno, Rizhkov, "especulaba
sobre las dificultades del poder de los soviets"; que el dirigente de la
Internacional Comunista, Bujarin, se había revelado como "agente
de las influencias liberales burguesas"; que Tomski, el presidente del
Consejo Central de Sindicatos, no era más que un miserable tradeunionista.
Los tres, Rizhkov, Bujarin y Tomski pertenecían al Buró Político.
Si en la lucha anterior contra la Oposición de Izquierda se habían
empleado armas tomadas del arsenal de la derecha, Bujarin podía
ahora, sin faltar a la verdad, acusar a Stalin de utilizar contra la derecha
fragmentos de la condenada plataforma de la Oposición de Izquierda.
De una u otra forma se dio el cambio. El eslogan: "¡Enriquecéos!",
y la teoría de la asimilación indolora del kulak por el socialismo,
fueron reprobadas tardíamente, pero, por lo mismo, con gran energía.
La industrialización se puso a la orden del día. La pasiva
autosatisfacción fue reemplazada por un pánico impulsivo.
La semiolvidada consigna de Lenin, "alcanzar y sobrepasar", fue completada
con estas palabras: "en el más breve plazo". El plan quinquenal
minimalista, ya aprobado en principio por el congreso del partido, cedió
su lugar a un plano nuevo, cuyos elementos principales estaban tomados
enteramente de la plataforma de la Oposición de Izquierda deshecha
la víspera. El Dnieperstroy, comparado ayer con un gramófono,
acaparó toda la atención.
Desde los primeros éxitos, se dio una nueva directiva: acabar
la ejecución del plan quinquenal en cuatro años. Los empíricos,
trastornados, llegaban a creer que ya todo les era posible. El oportunismo
se transformó, como muchas veces ha sucedido en la historia, en
su contrario, el espíritu de aventura. El Buró Político,
dispuesto en 1923-28 a acomodarse a la filosofía bujarinista del
"paso de tortuga", pasaba hoy fácilmente del 20 al 30% de crecimiento
anual, tratando de hacer de todo éxito momentáneo una norma,
y perdiendo de vista la interdependencia de las ramas de la economía.
Los billetes impresos tapaban las brechas financieras del plan. Durante
el primer periodo quinquenal, el papel moneda en circulación pasó
de 1.700 millones de rubios a 5.500 millones, para alcanzar, a principios
del segundo período, 8.400 millones. La burocracia no solamente
se había sacudido el control de las masas, para las cuales, la industrialización
a toda velocidad constituía una carga intolerable, sino que también
se había emancipado del control automático del
chervonets.
El sistema financiero, sólido al principio de la NEP, de nuevo
se quebrantó profundamente.
Pero los mayores peligros para el régimen, así como para
el plan, surgieron del campo.
La población supo con estupor el 15 de febrero de 1928, por
un editorial de Pravda, que los campos estaban muy lejos de tener el aspecto
bajo el cual las autoridades los habían pintado hasta ese momento,
y que tenían un fuerte parecido al cuadro que de ellos había
trazado la Oposición excluida por el congreso. La prensa, que la
víspera negaba literalmente la existencia del kulak, a una señal
venida de arriba, lo descubría hoy no solamente en las aldeas, sino
en el partido. Se supo que las células del partido estaban dirigidas
frecuentemente por campesinos ricos, propietarios de maquinaria agrícola
avanzada, quienes empleaban mano de obra asalariada, que ocultaban al Gobierno
cientos y miles de puds de grano, e implacablemente denunciaban la política
"trotskista". Los periódicos rivalizaban en informaciones sensacionalistas
sobre los kulaks secretarios de comités locales, que habían
cerrado a los campesinos pobres y a los jornaleros las puertas del partido.
Todos los viejos valores fueron derribados. Los signos más y menos
se invertían.
Para alimentar a las ciudades, se necesitaba urgentemente tomar de
los kulaks el pan cotidiano, lo que sólo podía hacerse por
medio de la fuerza. La expropiación de las reservas de cereales,
y esto no solamente al kulak sino al campesino medio, fue calificada de
"medida extraordinaria" en el lenguaje oficial. Esto significaba que el
día de mañana se regresaría a las viejas rutinas.
Pero el campo no creyó, y con razón, en las buenas palabras.
La requisa forzada del trigo, quitaba a los cultivadores acomodados todo
deseo de extender las sementeras. El jornalero agrícola y el cultivador
pobre se encontraban sin trabajo. La agricultura se encontraba de nuevo
en un callejón sin salida y, junto con ella, el Estado. Se necesitaba,
a cualquier precio, transformar la "línea general".
Stalin y Mólotov, sin dejar de atribuir el primer lugar a los
cultivos parcelarlos, subrayaron la necesidad de aumentar rápidamente
las explotaciones agrícolas del Estado (sovjoses) y las explotaciones
colectivas de los campesinos (koljoses). Pero como la gravísima
penuria de víveres no permitía renunciar a las expediciones
militares a los campos, el programa de recuperación de los cultivos
parcelarlos se encontró suspendido en el vacío. Había
que "deslizarse sobre la pendiente" de la colectivización. Las "medidas
extraordinarias" adoptadas para adquirir trigo dieron lugar, sin que nadie
se lo esperara, a un programa de "liquidación de los kulaks como
clase". Las órdenes contradictorias, más abundantes que las
raciones de pan, pusieron en evidencia la ausencia de todo programa agrario,
no sólo para cinco años, sino también para cinco meses.
Según el plan elaborado, bajo el aguijón de la crisis
de abastecimiento, la agricultura colectiva debía abarcar, al cabo
del quinto año, cerca del 20% de las familias campesinas. Este programa,
cuyo aspecto grandioso se revela si se toma en cuenta que la colectivización
había abarcado durante los diez años anteriores menos del
uno por ciento de las familias, fue ampliamente sobrepasado a mediados
del periodo quinquenal. En noviembre de 1929, Stalin, rompiendo con sus
propias vacilaciones, anunció el fin de la agricultura parcelaria:
"por aldeas enteras, por cantones, aun por cuarteles, los campesinos entran
en los koljoses". Yakovlev, quien dos años antes había demostrado
que los koljoses durante largo tiempo no serían "más que
oasis en medio de innumerables parcelas", recibió, en calidad de
Comisario de Agricultura, la misión de "liquidar a los campesinos
ricos como clase" y de implantar la colectivización completa "en
el plazo más breve". En 1929, el número de familias que había
entrado en los koljoses pasa de 1,7% a 3,9%, alcanza el 23,6% en 1930,
52,7% en 1931 y 61,5% en 1932.
Verdaderamente no se encontrará a nadie que repita el galimatías
liberal de que la colectivización haya sido, por completo, fruto
de la violencia. En la lucha por la tierra que necesitaban, los campesinos
se rebelaban antiguamente en contra de los señores y, algunas veces,
iban a colonizar regiones vírgenes en las que formaban sectas religiosas
que compensaban al mujik de la falta de tierras con el vacío de
los cielos. Después de la expropiación de los grandes dominios
y de la fragmentación extrema de las parcelas, la reunión
de éstas en cultivos más extensos había llegado a
ser un asunto de vida o muerte para los campesinos, para la agricultura,
para la sociedad entera.
Esta consideración histórica general no resolvía,
sin embargo, el problema. Las posibilidades reales de la colectivización
no estaban determinadas ni por la situación sin salida de los cultivadores,
ni por la energía administrativa del Gobierno; lo estaban, ante
todo, por los recursos productivos dados, es decir, por la medida en que
la industria podría proporcionar herramientas a la gran explotación
agrícola. Estos datos materiales hacían falta; los koljoses
fueron organizados frecuentemente con unos útiles que sólo
convenían a las parcelas. En estas condiciones, la colectivización
exageradamente apresurada se transformaba en una aventura.
El Gobierno, sorprendido por la amplitud de su viraje, no pudo ni supo
preparar en el sentido político su nueva evolución. Como
los campesinos, las autoridades locales no sabían lo que se exigía
de ellas. Los campesinos se exasperaron con los rumores de "confiscación"
del ganado, lo que no estaba muy lejos de la verdad como se verá
enseguida. La intención, que antaño se atribuía a
la Oposición para caricaturizar sus planes, se realizaba: la burocracia
"saqueaba los campos". Para el campesino la colectivización fue,
por lo pronto, una expropiación completa. No solamente se socializaban
los caballos, las vacas, los corderos, los cerdos, sino hasta los polluelos.
"Se expropiaba a los kulaks -un testigo ocular lo ha escrito en el extranjero-
hasta botas de fieltro que arrebataban a los niños". El resultado
de todo esto fue que los campesinos vendieran en masa su ganado a bajo
precio, o que lo sacrificaran para obtener carne y cuero.
En enero de 1930, Andréev, miembro del Comité Central,
trazaba en el congreso de Moscú el siguiente cuadro de la colectivización:
por una parte, el poderoso movimiento de colectivización que ha
ganado al país entero "barrerá de su camino todos los obstáculos";
por otra, la venta que hicieron los campesinos, en vísperas de entrar
en el koljós, con un espíritu brutal de lucro, de su equipo,
del ganado y aun de las semillas, "adquiere proporciones francamente amenazadoras..".
Por contradictorias que fuesen, estas dos afirmaciones definían
justamente, desde dos puntos de vista opuestos, el carácter epidémico
de la colectivización, medida desesperada. "La colectivización
completa -escribía el observador crítico que ya hemos citado-
ha sumido a la economía en una miseria tal como no se había
visto desde hacía largo tiempo; es como si una guerra de tres años
se hubiera desencadenado allí".
Con un solo gesto, la burocracia trató de sustituir a 25 millones
de hogares campesinos aislados y egoístas, que ayer todavía
eran los únicos motores de la agricultura -débiles como el
jamelgo del mujik, pero motores a pesar de todo-, por el mando de 200.000
consejos de administración de koljoses, desprovistos de medios técnicos,
de conocimientos agrónomos y de apoyo por parte de los campesinos.
Las consecuencias destructivas de esta aventura no tardaron en dejarse
sentir, para durar años. La cosecha global de cereales, que había
alcanzado en 1930, 835 millones de quintales, cayó en los dos años
siguientes a menos de 700 millones. Esta diferencia no parece catastrófica
en sí misma, pero significaba justamente la pérdida de la
cantidad de trigo necesaria para las ciudades, antes de que éstas
se habituasen a las raciones de hambre. Los cultivos técnicos estaban
en peor situación. En vísperas de la colectivización,
la producción de azúcar había alcanzado cerca de 109
millones de puds (el pud equivale a 16,8 kilos) para caer dos años
más tarde, en plena colectivización, como consecuencia de
la falta de remolacha, a 48 millones de puds, o sea, menos de la mitad.
Pero el huracán más devastador fue el que azotó al
ganado del campo. El número de caballos disminuyó un 55%;
de 34,6 millones en 1929, a 15,6 en 1934; el ganado vacuno bajó
de 30,7 millones a 19,5, o sea, un 40%; los cerdos un 55%; los corderos
un 66%. Las pérdidas humanas -a consecuencia del hambre, del frío,
de las epidemias y de la represión- por desdicha no han sido registradas
con la misma exactitud que las del ganado, pero también se calculan
por millones. La responsabilidad de todo esto no incumbe a la colectivización
sino a los métodos ciegos, aventureros y violentos con los que se
aplicó. La burocracia no había previsto nada. El estatuto
mismo de los koljoses, que trataba de unir el interés individual
del campesino con el interés colectivo, no se publicó sino
después de que los campos fueran cruelmente asolados.
La precipitación de esta nueva política era un resultado
de la necesidad de escapar a las consecuencias de la de 1923-28. La colectivización
podía y debía, sin embargo, tener un ritmo más razonable
y formas mejor calculadas. Dueña del poder y de la industria, la
burocracia podía reglamentar la colectivización sin colocar
al país al borde del abismo. Se podía y se debía adoptar
un ritmo que co rrespondiera mejor a los recursos materiales y morales
del país. "En condiciones internas e internacionales satisfactorias
-escribía en 1930 el órgano de la Oposición de Izquierda
en el extranjero-, la situación material y técnica de la
agricultura puede transformarse radicalmente en unos 10 ó 15 años
y asegurar a la colectivización una base en la producción.
Pero durante los años que nos separan de esta situación,
se puede derrocar varias veces al poder de los soviets...".
Esta advertencia no era exagerada: nunca el soplo de la muerte había
estado tan cerca de la tierra de la Revolución de Octubre, como
durante los años de la colectivización completa. El descontento,
la inseguridad, la represión, desgarraban al país. Un sistema
monetario desorganizado; la superposición de los precios máximos
fijados por el Estado, precios "convencionales" y precios de mercado libre;
el paso de un simulacro de comercio entre el Estado y los campesinos a
impuestos en cereales, carne y leche; la lucha a muerte contra los robos
innumerables del haber de los koljoses y la ocultación de estos
robos; la movilización puramente militar del partido para combatir
el sabotaje de los kulaks después de la "liquidación" de
los mismos como clase; y al mismo tiempo, el regreso al sistema de cartillas
de racionamiento y a las raciones de hambre, el restablecimiento, en fin,
de los pasaportes; interiores: todas estas medidas devolvían al
país a la atmósfera de la guerra civil terminada hacía
largo tiempo.
El abastecimiento de las fábricas de materias primas empeoraba
de trimestre en trimestre. Las intolerables condiciones de existencia provocaban
el desplazamiento de la mano de obra, las faltas de asistencia al trabajo,
el descuido en el mismo, la ruptura de máquinas, el elevado porcentaje
de las fabricaciones defectuosas, la mala calidad de los productos. El
rendimiento medio del trabajo bajó un 11,7% en 1931. Según
una confesión escapada a Mólotov, reproducida por toda la
prensa soviética, la producción industrial sólo aumentó
en 1933 el 8,5%, en lugar del 36% previsto por el plan. Es cierto que el
mundo supo un poco después que el plan quinquenal había sido
ejecutado en cuatro años y tres meses, lo que significaba solamente
que el cinismo de la burocracia con respecto a las estadísticas
y a la opinión pública no tiene límites. Pero esto
no es lo más importante: la apuesta en esta operación no
era el plan quinquenal, sino la suerte del régimen.
El régimen se sostuvo, mérito que hay que reconocerle,
pues ha echado profundas raíces en el suelo popular. El mérito
corresponde también a circunstancias exteriores favorables. En esos
años de caos económico y de guerra civil en el campo, la
URSS se encontró en realidad paralizada ante el enemigo exterior.
El descontento de los campesinos se extendía al ejército.
La inseguridad y la inestabilidad desmoralizaban a la burocracia y a los
cuadros dirigentes. Una agresión por el oeste o por el este, podía
ser de fatales consecuencias.
Felizmente, los primeros años de la crisis sumían al
mundo capitalista en una expectativa desorientada. Nadie estaba listo para
la guerra, nadie osaba arriesgarse. Por lo demás, ninguno de sus
adversarios se daba cuenta claramente de la gravedad de las convulsiones
que trastornaban al país de los soviets bajo los rugidos de la música
oficial en honor de la "línea general".
Por breve que sea, esperamos que nuestro resumen histórico muestre
cuán lejos está del desarrollo real del Estado obrero el
cuadro idílico de una acumulación progresiva y continua de
éxitos. Sacaremos más tarde, de un pasado rico en crisis,
importantes indicaciones para el porvenir. El estudio histórico
de la política económica del Gobierno de los soviets y de
los zigzags de esta política, nos parece también necesario
para destruir el fetichismo individualista que busca las causas de los
éxitos reales o falsos en las cualidades extraordinarias de sus
dirigentes y no en las condiciones de la propiedad socializada, creadas
por la revolución.
Las ventajas objetivas del nuevo régimen social también
encuentran naturalmente su expresión en los métodos de dirección;
pero dichos métodos expresan igualmente, y no en menor medida, el
estado atrasado en lo económico y lo cultural del país, y
el ambiente pequeño burgués provinciano en el que se formaron
sus cuadros dirigentes.
Se cometería uno de los más groseros errores deduciendo
de esto que la política de los dirigentes soviéticos es un
factor de tercer orden. No hay otro Gobierno en el mundo que a tal grado
tenga en sus manos el destino del país. Los éxitos y los
fracasos de un capitalista dependen, aunque no enteramente, de sus cualidades
personales. Mulatis mutandis [(es decir, salvando las diferencias)], el
Gobierno soviético se ha puesto, respecto al conjunto de la economía,
en la situación del capitalista respecto a una empresa aislada.
La centralización de la economía hace del poder un factor
de enorme importancia. Justamente por esto, la política del Gobierno
no debe ser juzgada por balances sumarios, por las cifras desnudas de la
estadística, sino de acuerdo con el papel específico de la
previsión consciente y de la dirección planificada en la
obtención de los resultados.
Los zigzags de la política gubernamental reflejan, al mismo
tiempo, las contradicciones de la situación y la insuficiente capacidad
de los dirigentes para comprenderlas y aplicar medidas profilácticas.
Los errores de estimación no se prestan fácilmente a estimaciones
de contabilidad, pero la simple exposición esquemática de
los zigzags permite deducir con seguridad que han impuesto a la economía
soviética enormes gastos generales.
Sigue estando sin explicar, es cierto, sobre todo si se aborda la historia
desde un punto de vista racionalista, cómo y por qué la fracción
menos rica en ideas y más cargada de errores pudo vencer a los demás
grupos y concentrar en sus manos un poder ilimitado. El análisis
posterior nos dará la clave de este enigma. Veremos también
cómo los métodos burocráticos del Gobierno absoluto
entran cada vez más en contradicción con las necesidades
de la economía y de la cultura; y cómo, necesariamente, derivan
de allí nuevas crisis nuevas sacudidas en el desarrollo de la URSS.
Pero antes de abordar el estudio del doble papel de la burocracia "socialista",
tendremos que responder a la siguiente pregunta: "¿Cuál es,
pues, el balance general de lo obtenido?". "¿El socialismo se ha
realizado realmente?". O, con mayor prudencia: ¿Los éxitos
económicos y culturales realizados nos inmunizan contra el peligro
de una restauración capitalista, así como la sociedad burguesa
por sus conquistas se encontró inmunizado, en cierta etapa, contra
la restauración del feudalismo y de la servidumbre?