El día 4 de junio, la fracción bolchevista leyó
en el congreso de los Soviets, convocado para tratar de la acción
de guerra que Kerensky preparaba en el frente, una declaración presentada
por mí. En ella, hacíamos notar que la acción planeada
era una aventura que podía poner en peligro la existencia del ejército
ruso. El Gobierno provisional, ajeno a todo, seguía embriagándose
con vanos discursos. El ministro consideraba aquella masa de soldados,
removida hasta el tuétano por la revolución como una especie
de dúctil arcilla con la que podía hacer cuanto se le antojase.
Kerensky recorría el frente, juraba, amenazaba, se arrodillaba,
besaba el suelo, se hartaba de hacer payasadas sin contestar ni a una sola
de las preguntas que atormentaban al soldado. Dejándose llevar por
efectismos baratos y apoyado en la mayoría del congreso de los Soviets,
ordenó el ataque. Cuando se produjo el desastre que los bolcheviques
habían previsto, no se supo hacer cosa mejor que acusar a los propios
bolcheviques como culpables. Empezó una campaña furibunda.
La reacción, atrincherada detrás del partido de los kadetes,
nos acosaba por todas partes y pedía nuestras cabezas.
Las masas habían perdido toda la confianza en el Gobierno provisional.
Petrogrado seguía siendo, como en la primera etapa de la revolución,
la vanguardia más avanzada. En las jornadas de Julio, esta vanguardia
tuvo el primer choque abierto con el Gobierno de Kerensky. No era todavía
el alzamiento, que había de sobrevenir; era un simple combate de
patrullas. Pero aquel choque bastó para demostrar que Kerensky no
tenía detrás de sí, como pretendía, al ejército
"democrático"; que las fuerzas en que se apoyaba contra nosotros
eran, en realidad, las fuerzas de la contrarrevolución.
Tuve noticia de la sublevación del Regimiento de ametralladores,
y de la proclama que dirigían al resto de las tropas y a las fábricas,
el día 3 de julio, estando en el palacio de Taurida, durante la
sesión. La noticia me sorprendió. El movimiento había
brotado por su propio impulso, de su propia conciencia de poder, por iniciativa
anónima de abajo. Al día siguiente, tomaba mayores vuelos,
alentado ya por nuestro partido. El palacio de Taurida estaba impotente
de gente aquel día. No se oían más gritos que éste:
"¡Todo el Poder a los Soviets!" Un tropel sospechoso, que se mantenía
retraído a la puerta del Palacio, cogió a Tchernof, Ministro
de Agricultura, y lo metió en un automóvil. La multitud no
parecía interesarse gran cosa por la suerte que pudiera correr el
ministro; sus simpatías no estaban, manifiestamente, de su parte.
Pronto se supo dentro que habían detenido a Tchernof y que su persona
se encontraba en peligro. Los socialrevolucionarios decidieron emplear
autos blindados para ir en rescate de su caudillo; estaban nerviosos viendo
decrecer su popularidad, y querían enseñar el puño.
A mí me pareció que lo mejor era saltar también al
coche y ver cómo salíamos de entre aquella multitud, para
luego poner en libertad al prisionero. Pero el bolchevique Raskolnikof,
teniente de la flota del Báltico, que había traído
a la manifestación a los marineros de Cronstadt, insistía,
muy excitado, en que era necesario ponerlo inmediatamente en libertad,
para que no se dijese que le había detenido su gente. En vista de
esto, busqué el modo de acceder a su pretensión. Pero es
mejor que le ceda la palabra al propio Raskolnikof. "Es difícil-cuenta
el expansivo teniente, en sus Memorias-decir cuánto hubiera durado
todavía la excitación turbulenta de la multitud, a no haber
sido por la intervención del camarada Trotsky. De un salto, se puso
en la delantera del automóvil y, haciendo con el brazo ese gesto
enérgico y rotundo del que se ha cansado ya de esperar, demandó
silencio. En un instante, hízose un silencio absoluto; no se oía
una mosca. Leo Davidovich, con su voz alta, clara, metálica, pronunció
un pequeño discurso, que terminó con esta frase: "Todo aquel
que desee que se cometa algún acto de violencia contra Tchernof,
que levante la mano... Nadie despegó los labios-prosigue Raskolnikof-,
nadie replicó una palabra. ¡Ciudadano Tchernof, está
usted libre!-exclamó Trotsky, con tono solemne-, y volviéndose
con todo el cuerpo al Ministro de Agricultura, le invitó con un
gesto a salir del coche. Tchernof estaba más muerto que vivo. Yo
mismo le ayudé a bajar. El ministro, con el semblante desmadejado
y expresión de tortura, subió las escaleras con paso vacilante
y desapareció en el vestíbulo de palacio, mientras Leo Davidovich,
satisfecho de su triunfo, se alejaba también."
Prescindiendo del ambiente de patetismo, perfectamente superfluo, la
escena está fielmente contada. No importa: la Prensa enemiga no
tuvo inconveniente alguno en decir que el causante de la detención
había sido yo, que quería que linchasen al ministro. Tchernof,
ante estas imputaciones, guardaba silencio pudorosamente: para un ministro
"del pueblo" era duro tener que reconocer que no debía la cabeza
precisamente a su popularidad, sino a la intercesión de un bolchevique.
No cesaban de enviarnos comisiones, pidiendo, en nombre de los manifestantes,
que el Comité ejecutivo se hiciese cargo del Poder. Tcheidse, Zeretelli,
Dan, Goz, entronizados en la presidencia como fetiches, no se dignaban
dar respuesta alguna a las comisiones, se quedaban mirando para la sala
o se miraban, misteriosos e inquietos, unos a otros. Los bolcheviques hicieron
uso de la palabra para apoyar las pretensiones de los comisionados, que
hablaban en nombre de los soldados y los obreros. Los señores de
la presidencia seguían callando. Esperaban, sin duda. ¿Qué
era lo que esperaban?... Así pasaron varias horas. Ya tarde de la
noche, en las bóvedas del palacio, empezaron a sonar gritos de victoria
en forma de toques de trompeta. La presidencia resucitaba, como galvanizada
por una corriente eléctrica. Alguien vino a comunicar solemnemente
que el Regimiento de Wolyn llegaba del frente para ponerse a las órdenes
del Comité ejecutivo central. La "democracia" se había convencido
de que en toda la gigantesca guarnición de Petrogrado no había
un solo cuerpo de tropa del que pudiera fiarse. Fué necesario esperar
a que llegase del frente un brazo armado. ¡Cómo cambió
de pronto la decoración! Las comisiones fueron expulsadas del salón;
ya no había palabra para los bolcheviques. Los caudillos de la democracia
decidieron vengarse en nosotros del miedo que les habían hecho pasar
las masas. Desde la tribuna del Comité ejecutivo cerníanse
sobre la sala tonantes discursos, hablando de una rebelión armada
que, afortunadamente, habían sofocado las tropas fieles a la revolución.
partido bolchevique fué declarado partido contrarrevolucionario.
Y todo, por la llegada del Regimiento de Wolyn. A los tres meses y medio,
este Regimiento se pasaba como un solo hombre al lado de los que derribaron
el Gobierno de Kerensky.
En la mañana del día 5 tuve una conversación con
Lenin. El asalto de las masas había sido rechazado en toda la línea.
-Ahora-me dijo Lenin-nos fusilarán, primero a uno y luego a
otro, ya lo verá usted; es su momento.
Pero Lenin daba excesiva importancia a nuestro enemigo, no porque a
éste le faltase la furia, sino porque le faltaban la capacidad y
la decisión para actuar. No nos fusilaron, aunque le anduvieron
muy cerca. En las calles, todo el mundo era a insultar y golpear a los
bolcheviques, y los "junkers" asaltaron y saquearon el palacio de la Tchessinskaia
y la imprenta de la Pravda. Toda la calle delante de la imprenta estaba
sembrada de cuartillas. Allí hubo de perecer, entre muchos otros
originales, el de mi folleto polémico ¡A los calumniadores!.
La escaramuza de patrullas se convertía en una campaña sin
enemigo. Y el adversario quedó vencedor, sin lucha y a poca costa,
pues nosotros decidimos no darle batalla. Nuestro partido salió
duramente castigado. Lenin y Zinovief hubieron de ocultarse. Practicáronse
numerosísimas detenciones, acompañadas casi todas de sus
correspondientes palizas. Los cosacos y los "junkers" les quitaban a los
detenidos el dinero, a pretexto de que era dinero "alemán". Muchos
de los que se habían embarcado con nosotros y se decían más
o menos amigos nuestros, nos volvieron la espalda. En el Palacio de Taurida
nos proclamaron contrarrevolucionarios, lo cual nos dejaba, en realidad,
a merced del primero que quisiera quitarnos de en medio. La dirección
del partido dejaba bastante que desear. Faltaba Lenin. El ala de Kamenef
empezaba a levantar la cabeza. Muchos de los directivos-y entre ellos contábase
Stalin-se estaban cruzados de manos, esperando a que se desarrollasen los
acontecimientos para dar luego rienda suelta a su sabiduría. La
fracción bolchevista del Comité ejecutivo central, sentíase
huérfana en aquel Palacio de Taurida. Me envió una comisión
a rogarme que tomase la palabra para definir la situación política
del momento: yo no estaba todavía afiliado al partido, pues habíamos
decidido aplazar este trámite hasta el congreso que estaba a punto
de celebrarse. No hay que decir que acepté el encargo muy de buen
grado. Aquel compromiso adquirido con la fracción bolchevique me
imponía esos deberes morales que imponen las alianzas en una plaza
asediada por el enemigo. En mi discurso dije que, pasada esta crisis, nos
esperaba un rápido triunfo; que las masas, cuando viesen probada
nuestra lealtad a la idea por los hechos, se vendrían entusiastamente
con nosotros; que en tiempos como aquellos había que vigilar de
cerca a todos los revolucionarios, pues en momentos tales, los hombres
se pesaban en una balanza que no mentía. Todavía me acuerdo-y
recordándolo, siento gran satisfacción-del calor y la gratitud
con que me acompañó la fracción en aquel discurso.
"Fuera de Lenin, ausente del movimiento-decía Muralof-, el único
que no ha perdido la cabeza es Trotsky." Es probable que si escribiese
estas Memorias en otras condiciones-aunque en otras condiciones es probable
también que no las escribiese-suprimiese mucho de lo que aquí
digo. Pero tal como están las cosas, no puedo volverme de espaldas
a ese falseamiento del pasado que es la principal preocupación de
los epígonos y que tan bien saben organizar. Mis amigos están
en las cárceles o en el destierro. No tengo más remedio que
decir de mí mismo cosas que en otras condiciones no tendría
para qué contar. No se trata tanto, en lo que a mí respecta,
de la verdad histórica como de seguir librando una lucha que no
ha terminado aún...
De aquellos tiempos data mi amistad, inseparable, así en la
guerra como en la política, con Muralof. Permítaseme que
diga aquí unas palabras acerca de este hombre. Muralof es un viejo
bolchevique que luchó por la revolución de 1905 en las calles
de Moscú. En las inmediaciones de Moscú, en un lugar llamado
Serpuchovo, vióse envuelto en un pogromo organizado por los "Cien
Negros" y amparado como siempre, por la policía. Muralof es un gigante,
a cuyo arrojo, temerario sólo iguala su magnífica bondad.
Los enemigos le tenían cercado con otras gentes de izquierda en
el edificio del "zemstvo". Salió del local y avanzó, revólver
en mano, hacia la multitud sitiadora, haciéndola retroceder. Pero
un puñado de pogromistas combativos le cerró el paso. Los
cocheros de punto empezaron a vociferar su júbilo. ¡Paso!-gritaba
el gigante sin detenerse, blandiendo el revólver-. Saltaron a él.
Muralof dejó a uno muerto en el sitio e hirió a otro. La
multitud dió un salto atrás. Y nuestro hombre, sin apresurar
el paso, hendiendo la muchedumbre como una quilla, siguió andando
a pie hasta Moscú.
Su proceso duró más de dos años y, a pesar de
la furibunda reacción desencadenada, acabó con una absolución.
Muralof, que era agrónomo de profesión y había sido
durante la guerra imperialista soldado de una compañía de
automóviles, luchó en Moscú a la cabeza de las masas
en las jornadas de Octubre, y después de la victoria fué
nombrado Comandante primero de aquella zona militar. Fue el mariscal indomable
de la guerra revolucionaria, siempre en su puesto, cumpliendo sencillamente
con su deber, sin afectación. Durante las campañas, llevaba
a todas partes una propaganda incansable por el hecho; daba consejos agrícolas,
segaba la mies y, descansando entre labor y labor, curaba a los hombres
y a las vacas. En las situaciones más difíciles, aquel hombre
irradiaba serenidad, objetividad y ardor. Cuando hubo terminado la guerra,
los dos ambicionábamos pasar juntos las horas libres.
Nos unía, además, la pasión de la caza. Juntos,
recorrimos el Norte y el Sur, unas veces detrás de los osos y los
lobos, otras veces tirando a los faisanes y a las avutardas. Al presente,
Muralof estará cazando en la Siberia, donde purga en el destierro
el pecado de pertenecer a la oposición...
Muralof no perdió tampoco la serenidad, que fue para muchos
refugio, en aquellos días de julio del año 1917. Y eso que
todos necesitábamos dominarnos mucho para no pasar con los hombros
humillados y la cabeza gacha por los pasillos y los salones del Palacio
de Taurida, por entre aquellas miradas cargadas de odio, aquellos cuchicheos
preñados de ira, aquel jactancioso darse de codos (¡Miradlos!
¡Miradlos!) y aquel ostensible rechinar de dientes, que era como
si a uno le diesen baquetas. No hay nada más airado que uno de esos
filisteos "revolucionarios" hinchados y charlatanes, cuando ven que la
misma revolución que les ha exaltado de la noche a la mañana,
empieza a poner en peligro su magnificencia fugaz. Aquel camino que había
que recorrer hasta la cantina del Comité ejecutivo era un pequeño
Gólgota.
En la cantina nos repartían té y pan negro untado de
manteca con queso o caviar colorado de grano grueso, de que había
abundancia en el Smolny, como más tarde en el Kremlin. A medio día,
nos daban sopa de berzas y un pedacito de carne. El encargado del buffet
del Comité ejecutivo era el soldado Grafof. Cuando más arreciaba
la campaña de difamación contra nosotros y Lenin, a quien
habían decretado espía alemán, tenía que permanecer
escondido en una tienda de campaña, advertí que Grafof procuraba
escoger para mí el vaso de té más caliente y el panecillo
más relleno. Era evidente que aquel hombre simpatizaba con los bolcheviques,
aunque quisiera ocultarlo a sus superiores. Seguí observando. Grafof
no estaba solo. Todo el personal subalterno del Smolny, porteros, correos
centinelas, se inclinaban a nuestro lado. Entonces comprendí que
teníamos andada la mitad del camino. Pero por el momento, sólo
la mitad.
La prensa hacía contra los bolcheviques una campaña sin
igual en punto a malignidad y villanía, que sólo había
de ser superada años más tarde por la sostenida por Stalin
contra la oposición. Lunatcharsky hizo en julio algunas declaraciones
un tanto equívocas que la Prensa, no sin razón, interpretó
en el sentido de que se separaba de los bolcheviques. No faltaron periódicos
que me atribuyesen también a mí declaraciones del mismo tenor.
El día 10 de julio dirigí al Gobierno provisional una carta
en la que me mostraba plenamente solidarizado con Lenin y que terminaba
con las palabras siguientes "No hay ninguna razón para que se me
excluya de ese decreto por el que se da orden de detención contra
Lenin, Zinovief y Kamenef... No hay razón alguna, tampoco, para
dudar que yo sea un enemigo tan irreconciliable como los citados camaradas
de la política toda del Gobierno provisional." Los caballeros ministros
sacaron la consecuencia lógica e inevitable de aquella carta y me
mandaron detener como agente de los alemanes.
En mayo, cuando Zeretelli montaba en cólera contra los marinos
y mandaba desarmar a los artilleros de la Marina, le predije que no estaba
lejano el día en que tendría que acudir a aquellos mismos
marinos buscando refugio en ellos contra el general que ensebase la soga
para la revolución. En efecto: en el mes de agosto este general
asomaba la cabeza en la persona de Kornilof. Zeretelli imprecó la
ayuda de los marineros de Kronstadt, y éstos no se la negaron; el
crucero Aurora fondeó en las aguas del Neva. Yo hube de observar,
ya a través de los barrotes de la celda, cómo y con cuánta
rapidez se realizaba mi predicción. Los marineros del Aurora mandaron
una comisión a la cárcel a hablar conmigo, a la hora de las
visitas, para que les aconsejase si debían proteger el Palacio de
Invierno o tomarlo por asalto. Les recomendé que antes de liquidar
con Kerensky quitasen de en medio a Kornilof.
-Lo nuestro-les dije-no nos lo quitará nadie.
-¿Cree usted...?
-¡Estoy seguro!
Mi mujer fué a visitarme a la cárcel con los chicos,
que ya habían tenido tiempo por entonces, a formarse una experiencia
política propia. Los muchachos estaban pasando el verano en el campo,
con la familia de W., un Comandante retirado, amigo nuestro. En esta casa
solían reunirse bastantes visitas, oficiales la mayoría de
ellos, que entre traguito y traguito, despotricaban a su gusto contra los
bolcheviques. En el mes de julio llegó la difamación a su
apogeo. Algunos de estos oficiales, no tardaron en partir para el Sur,
donde se concentraban los que más tarde habían de ser los
cuadros de los blancos. No sé qué joven patriota se permitió
decir, estando en la mesa, que Lenin y Trotsky eran espías de los
alemanes. Mi chico mayor que oyó aquello, saltó a él
con una silla en alto, y el pequeño se levantó también
blandiendo un cuchillo de mesa. Las personas mayores hubieron de separar
a los contendientes. Los dos hermanos encerráronse en su cuarto
y rompieron a llorar amargamente. Estaban empeñados en irse andando
hasta Petrogrado a enterarse de lo que hacían allí con los
bolcheviques. Por fortuna, llegó la madre, los tranquilizó
y los llevó con ella. Pero tampoco salían ganando nada con
estar en Petrogrado. Los periódicos se hartaban de cubrir de insultos
a los bolcheviques. Su padre estaba en la cárcel. Decididamente,
la revolución había frustrado sus esperanzas. Pero no por
eso dejaron de fijarse entusiasmados en cómo su madre me alargaba
una navaja por entre las rejas del locutorio. Yo los consolé como
solía, diciéndoles que la verdadera revolución no
había estallado aún.
Las chicas intervenían ya más seriamente en la vida política.
Asistían a los mítines del Circo Moderno y tomaban parte
en las manifestaciones. En las jornadas de Julio, viéronse arrastradas
por un tumulto, en medio de una multitud; una de ellas perdió las
gafas, las dos se quedaron sin sombrero y las dos también temieron
quedarse sin su padre, a quien apenas habían visto cruzar un momento
por ante sus ojos. Por los días en que Kornilof atacó la
capital, los encarcelados tuvimos la vida pendiente de un tenue hilillo.
Para todos era evidente que si Kornilof lograba entrar en Petrogrado, lo
primero que haría sería matar a los bolcheviques apresados
por Kerensky. Además, el Comité ejecutivo central temía
que las "guardias blancas" de la capital cayesen sobre la cárcel.
Mandaron, pues, un gran destacamento militar para que protegiese la prisión.
Pero resultó, naturalmente, que las tropas no eran "democráticas",
sino bolchevistas y que estaban dispuestas a ponernos en libertad en cuanto
quisiéramos. Sin embargo, esto hubiera sido la señal para
el alzamiento inmediato, y no había llegado todavía el momento.
Además, el propio Gobierno empezó a ponernos, a poco, en
libertad; inspirado, por supuesto, en los mismos motivos que le habían
impulsado a llamar a los marineros bolchevistas para que defendiesen el
Palacio de Invierno. De la cárcel me trasladé directamente
al Comité de defensa de la revolución, que acababa de constituirse,
donde hube de sentarme en torno a una mesa con aquellos mismos caballeros
que me habían mandado a la cárcel como agente de los Hohenzollers
y que, por lo visto, todavía no habían tenido tiempo para
retirar la imputación. Confieso sinceramente que de sólo
ver la catadura de aquellos socialrevolucionarios y mencheviques, le daban
a uno ganas de desear que el tal Kornilof les echase la mano al cuello
y se líase con ellos a cintarazos. Pero este deseo, además
de ser poco piadoso, era impolítico. Los bolcheviques se engancharon
a la defensa de la ciudad y estuvieron por todas partes en los primeros
puestos. La experiencia de la intentona de Kornilof vino a completar la
que ya teníamos de las jornadas de Julio. Se demostraba otra vez
más que los Kerensky y Cía. no tenían detrás
de sí ninguna fuerza real propia. Aquel ejército que se levantó
en armas contra Kornilof, era el que había de derrocar el régimen
en Octubre. Nos aprovechamos del peligro de la hora para armar a los obreros
que Zeretelli había venido desarmando todo el tiempo concienzudamente.
La ciudad, aquellos días, permanecía muda. Todo el mundo
cataba esperando la llegada de Kornilof, unos con esperanza, otros con
miedo. Los chicos oyeron decir que podía presentarse mañana
mismo, y al día siguiente, bien temprano, estaban mirando por la
ventana, en ropas menores y con los ojazos muy abiertos, a ver si le veían.
Pero Kornilof no se presentó. El alzamiento revolucionario de las
masas fué tan potente, que el general sublevado se evaporó
como una nube. Pero no sin dejar huella: aquella intentona sirvió
de mucho a los bolcheviques.
"La venganza-escribí yo por aquellos días-no se hace
esperar. Nuestro partido, perseguido, acorralado, calumniado, jamás
conquistó tantos adeptos como en estos tiempos últimos. Y
esta expansión no tardará en transmitiese de la capital a
las provincias, de las ciudades a los pueblos y a los cuarteles... Sin
dejar de ser ni por un momento una organización de clase del proletariado,
nuestro partido, bajo el fuego de las represalias, se ha convertido en
el verdadero guía de las masas oprimidas, esclavizadas, defraudadas
y acorraladas..."
Apenas acertábamos ya a llevar cuenta con aquella nube de nuevos
afiliados. En el Soviet de Petrogrado, el número de bolcheviques
crecía de día en día. Ya estábamos al filo
de la mitad. Sin embargo, en la presidencia, no había uno solo.
Surgió el problema de la reelección. Les propusimos a los
mencheviques y socialrevolucionarios una presidencia mixta. Luego, supimos
que a Lenin le había disgustado esto, porque temía que detrás
de ello hubiese una tendencia conciliadora. Sin embargo, no logramos llegar
a un acuerdo. A pesar de que acabábamos de luchar juntos contra
Kornilof, Zeretelli se negó a aceptar una presidencia de coalición.
Era precisamente lo que nosotros queríamos. No quedaba, pues, más
camino que votar por listas. Me pareció oportuno plantear la cuestión
de si Kerensky debía o no figurar en la lista de los contrarios.
Aunque de un modo formal pertenecía a la presidencia, no aparecía
nunca por el Soviet y no se recataba para mostrar, viniese o no a cuento,
el desprecio que sentía por él. La pregunta pilló
desprevenida a la presidencia. Kerensky no gozaba allí de estimación
ni de respeto. No obstante, era mucho pedir que se desautorizase nada menos
que al presidente del Consejo. Los señores de la presidencia cuchichearon
un rato, y al cabo dieron a conocer la resolución: "¡Naturalmente
que debe figurar en la lista!" Era también lo que nosotros deseábamos.
Reproduzco un fragmento del acta de aquella sesión: "Nosotros abrigábamos
la creencia de que Kerensky no pertenecía ya al Soviet (gran ovación).
Pero, por lo visto, estábamos equivocados. Entre Tcheidse y Sabadell
flota la sombra de Kerensky. Y cuando se os proponga que aprobéis
la política de la presidencia tened en cuenta-¡no lo olvidéis!-que
lo que se os pide es que votéis por la política de Kerensky
(gran ovación)." Esto bastó para que se viniesen con nosotros
cien o doscientos delegados que estaban indecisos. El Soviet contaba con
bastante más de mil componentes. Las votaciones se hacían
saliendo por las puertas. En la sala de sesiones reinaba una excitación
tremenda. No se trataba de la presidencia. Tratábase de la revolución.
Yo me paseaba por los pasillos, de arriba abajo, con unos cuantos amigos.
Calculábamos que nos faltarían unos cien votos para conseguir
la mitad, y aun esto lo considerábamos como un triunfo. Luego se
vió que teníamos más de cien votos sobre los que sumaba
la coalición de socialrevolucionarios y mencheviques. Habíamos
vencido. Subí a ocupar el sitio del presidente. Zeretelli, en su
discurso de despedida, hizo votos porque nos sostuviésemos en el
Soviet, por lo menos, la mitad del tiempo que ellos habían estado
al frente de la revolución. Tanto vale decir que nuestros adversarios
no nos daban de vida más que unos tres meses. Se equivocaron de
medio a medio. Supimos ir, derechos y seguros, a la conquista del Poder.