De paso por España

En la habitación que ocupaba en la pequeña rue Oudry me esperaban dos inspectores de policía. Uno de ellos era pequeño y viejo, un anciano casi; el otro tenía una talla gigantesca, era calvo, como de unos cuarenta y cinco años de edad, y negro como la pez. El traje de paisano les sentaba desmañadamente, y cuando decían algo hacían el gesto de llevarse la mano a una visera invisible. Mientras me despedí de los amigos y la familia, se ocultaron con extremada cortesía detrás de la puerta. Y al salir, el viejo se quitó varias veces el sombrero, deshaciéndose en excusas.
Delante de la casa montaba la guardia uno de los espías que me habían perseguido maligna e infatigablemente durante los dos meses últimos. Muy cordial, como si nada hubiese ocurrido, puso en orden el "plaid", y cerró la puerta del auto. Tenía todo el aire del cazador que entrega al comprador la caza. Nos pusimos en marcha.
Tren rápido. Departamento de tercera. El policía viejo resulta ser un buen geógrafo. Tomsk, Kazán, la feria de Nishni-Novgorod: todo lo conoce. Habla español y conoce también España. El otro, el alto y moreno, se está largo tiempo callado, mirando de reojo y con gesto de malhumor. Pero al fin, sale de su mutismo para decir:
-La raza latina no hace más que dar vueltas a la misma cosa, las demás le están tomando la delantera.
Tal dijo, inesperadamente, mientras en una de las manos, peludas y llenas de gordos anillos, tenía cogido un pedazo de tocino, en el que de vez en cuando daba un corte con la navaja.
-¿Cuál es-prosiguió-el estado de nuestra literatura? Pura decadencia. Y lo mismo la filosofía. Desde los tiempos de Descartes y Pascal, no ha habido nada que valga la pena... La raza latina no hace más que dar vueltas a la misma cosa.
Yo aguardaba, lleno de asombro, a ver en qué paraba aquello. Pero el inspector, vuelto a su silencio, mascaba el tocino y el pan.
-Ustedes tuvieron no hace mucho a Tolstoy, pero Visen es más inteligible para nosotros que Tolstoy.-Y vuelta a callar.
El viejo, herido en su susceptibilidad por aquel alarde de erudición, empezó a explicar la importancia del ferrocarril transiberiano. Y luego, completando, y a la par suavizando, la conclusión pesimista de su colega, añadió:
-Sí, nos falta iniciativa. Aquí, todo el mundo quiere vivir del presupuesto. Es triste, pero no puede negarse que es así.
Yo les oía a los dos, porque no tenía otro remedio; pero no dejaba de poner interés en sus palabras.
-¿La vigilancia? ¡Oh, ahora no hay vigilancia posible! Para que tenga sentido vigilar a una persona es necesario que el que vigila permanezca oculto, ¿no es cierto? Hay que decirlo sin reservas: el "Metro" ha acabado con la vigilancia. Para que ésta pudiera llevarse a cabo, sería necesario ordenar a las personas sujetas a ella que no tomasen el "Metro".-Y el policía moreno se echó a reír, con una risa de pocos amigos.
-Muchas veces vigilamos a una persona sin que nosotros mismos sepamos por qué-dijo el viejo, amortiguando las palabras del otro.
-Los policías somos unos escépticos-tornó a hablar, siempre sin transición, el moreno-. Usted tiene sus ideas propias. Nosotros estamos aquí para proteger lo existente. Tome usted, por ejemplo, la gran Revolución. ¡Formidable movimiento de ideas! Catorce años después de estallar la revolución, el pueblo vivía peor que nunca. Lea usted a Taine. Los policías somos conservadores por razón del cargo. El escepticismo es la única filosofía que conviene a nuestro oficio. Y al fin y al cabo... nadie elige su camino en la vida. Eso del libre albedrío es una quimera. Todo está predeterminado por la marcha de las cosas.
Y comenzó a beber estoicamente vino, por la botella. Luego, mientras taponaba la botella, volvió al tema:
-Renan ha dicho que las ideas nuevas vienen siempre demasiado pronto. Y tiene razón.
En este momento, como yo hubiese puesto la mano casualmente en el cerrojo de la puerta, dirigió hacia ella su mirada acechante. Para tranquilizarte, me llevé la mano al bolsillo.
El viejo volvía a tomarse la revancha. Ahora nos hablaba de los vascos, de su idioma, de sus mujeres, de la forma de su peinado, y por ahí adelante. Nos estábamos acercando a la estación de Hendaya.
-Aquí vivió Déroulède, nuestro poeta romántico nacional. Le bastaba con tener delante las montañas de Francia. Era un Don Quijote sitiado en un rincón de España.-Y el moreno sonrió con discreto desdén.-Tenga usted la bondad, monsieur, de seguirme al puesto de policía de la estación.
En Irún se me acercó un gendarme francés a preguntarme no sé qué; pero mi acompañante le hizo la seña masónica y me llevó rápidamente por una de las salidas de la estación.
-C'est fait avec discrétion ? N'est-ce pas?-me preguntó el moreno.-Desde Irún puede usted tomar el tranvía hasta San Sebastián. Procure usted, darse aires de turista, para no despertar las sospechas de la policía Española, que es extraordinariamente recelosa. Y ahora, como si no nos conociésemos, ¿verdad?
Nos despejamos fríamente...
En San Sebastián, donde admiré el mar y me quedé espantado en los precios, tomé el tren para Madrid. Héme aquí en una ciudad en que no conocía a nadie-ni a un alma-y en que de nadie era conocido. Y como no sabía tampoco español, no podía sentirme más solo ni en medio del Sahara ni recluído en la fortaleza de San Pedro y San Pablo. No me quedaba otro camino que acogerme al lenguaje del arte. Los dos años de guerra me habían hecho casi olvidar que existía arte en el mundo. Me lancé con la furia del hambriento sobre los tesoros deliciosos del Museo del Prado, y, como en otro tiempo, volví a sentir en este arte el elemento de lo "eterno". Rembrandt, Ribera. Los cuadros de jerónimo Bosch, genial en su simplista goce de vivir. El vigilante, un hombre viejo, me dió una lupa para que pudiese ver mejor las figurillas de los aldeanos, los asilos y los perros que pululaban en los cuadros de Miguel. Aquí no se notaba para nada la guerra. Cada cosa ocupaba, imperturbable, su lugar, y los colores vivían su vida propia y libre.
En mi libro de notas senté en el Museo la siguiente reflexión:
"Entre nuestra época y estos artistas antiguos vino a interponerse, antes de la guerra-sin eliminar ni empequeñecer lo viejo-, el arte nuevo, más íntimo, más individual, más matizado, más sugestivo, más movido. Es probable que la guerra avente para mucho tiempo estas concepciones y este modo, sustituyéndolas por las pasiones y los sufrimientos de las masas; pero aunque así sea, no es fácil que retornemos a las formas antiguas, a esas formas de belleza, anatómica y botánicamente perfectas, a las caderas de un Rubens (si bien las caderas tendrán probablemente gran predicamento en el nuevo arte de la posguerra, ansioso de vida). Difícil cosa es profetizar; pero tengo la evidencia de que estas sensaciones insólitas que se han adueñado de casi toda la humanidad civilizada, producirán un arte nuevo..."
Sentado en el hotel, leía, diccionario en mano, los periódicos españoles, y aguardaba a que llegasen las respuestas a las cartas que había escrito a Italia y a Suiza. Todavía tenía la esperanza de que me dejasen entrar en territorio suizo. Al cuarto día de estar en Madrid recibí una carta de París dándome la dirección del socialista francés Gabier, que dirigía en la capital de España una Compañía de seguros. A pesar de la posición social burguesa que ocupaba, Gabier resultó ser adversario resuelto de la política patriótica que estaba siguiendo su partido. Por él supe que los socialistas españoles estaban plenamente influenciados por el socialpatriotismo francés. No había más oposición seria que la de los anarquistas de Barcelona.
El secretario del partido socialista, Anguiano, a quien tenía el propósito de visitar, estaba por aquellos días en la cárcel cumpliendo quincena, por haber faltado al respeto a un santo de la Iglesia católica. De haber ocurrido esto unos siglos antes, le habrían quemado en la hoguera sin más contemplaciones.
Mientras llegaba la contestación de Suiza, seguía estudiando algunas palabras de español, charlando con Gabier y visitando los Museos. El día 9 de noviembre fui llamado al pasillo con gestos de terror por la doncella de la pequeña pensión en que me había instalado Gabier. En el pasillo, aguardaban dos sujetos de pelaje inconfundible, que sin perder el tiempo en grandes cortesías, me invitaron a que les acompañase. ¿Adónde? No hace falta preguntarlo: a la Dirección de policía de Madrid. Llegados al punto de destino, me sentaron en un rincón.
-¿De modo, que estoy detenido?-pregunté.
-Sí, por una horilla o dos.
Mis siete buenas horas me tuvieron en la Dirección, sin cambiar de postura. Hacia las nueve me llevaron escaleras arriba. Hube de comparecer ante un Olimpo bastante numeroso.
-¿Y por qué se me detiene, si puede saberse?
Esta pregunta, a pesar de ser tan sencilla, causó el asombro de los olímpicos. Una tras otra, fueron aventurándose diversas hipótesis. Uno de aquellos señores habló de las dificultades que el Gobierno ruso ponía para los pasaportes de los extranjeros que se dirigían a aquel país.
-¡Si supiera usted el dinero que nos cuesta perseguir a nuestros anarquistas!...-dijo otro, como si quisiera con esto moverme a compasión.
-Pero, permítame usted, no es posible que se me haga responsable al mismo tiempo de la policía rusa y de los anarquistas españoles...
-Cierto, cierto, lo decía sólo a modo de ejemplo...
-¿Qué ideas profesa usted ?-me preguntó, después de mascullar un poco, el jefe.
Procuré explicarles, en forma vulgar, cuáles eran mis ideas.
-¡Hola, ahí lo tiene usted!-me contestó el hombre.
Por fin, el jefe me hizo saber por medio de un intérprete que se me invitaba a salir de España cuanto antes, y que entre tanto no tenía mas remedio que someter mi libertad "a algunas retracciones".
-Sus ideas son demasiado avanzadas (trop avancées) para España-me dijo, con una hermosa sinceridad, a través del intérprete.
A las doce de la noche, un agente de policía me condujo en un taxi a la cárcel de Madrid. El inevitable cacheo en el centro de la "estrella", donde se cruzan las cinco alas del edificio, de cuatro pisos cada una. Escaleras de hierro. Silencio, ese especial silencio nocturno de la celda, lleno de fuertes emanaciones y de pesadillas. En los corredores, bombillas eléctricas mortecinas. Todo conocido, todo igual. El chirrido de la puerta blindada que se abre. Una pieza grande medio en tinieblas, el aire recargado de la prisión, el mísero camastro que da asco ver. El chirrido de la puerta que se cierra. ¿Cuántas veces se ha repetido ya esta historia? Abro el ventanuco cruzado por barrotes. Se cuela una bocanada de aire fresco. Sin desvestirme, con todos los botones abrochados, me tiendo en la cama y me arropo con mi abrigo. Hasta ahora, no me dí cuenta de lo absurdo que era todo lo sucedido. ¡Encarcelado en Madrid! Jamás pude soñarlo. No puede negarse que Isvolsky había trabajado a conciencia. ¡En Madrid! Y allí, tendido en un camastro de la "Cárcel Modelo", sin poder contenerme, me eché a reír con todas mis ganas. Riendo, me quedé dormido.
En el paseo, los presos por delitos comunes me dijeron que en esta cárcel había celdas gratis y celdas de pago. Una celda de primera costaba peseta y media, y siendo de segunda, 75 céntimos al día. El preso tenía opción a una habitación alquilada; pero no se le reconocía derecho a rechazar la que le daban gratis. Mi celda era una de las de primera clase, de las caras. Oyendo aquello, volví a echarme a reír muy de buena gana. Pero en realidad, no podía negarse que la organización era lógica. ¿Por qué ha de reinar la igualdad en las cárceles de una sociedad cuyo fundamento es la desigualdad en todas las cosas? Dijéronme también que los moradores de las celdas caras podían pasear dos veces al día, una hora de cada vez, mientras que los demás sólo tenían media hora de paseo. También aquello era lógico. Los pulmones de un estafador, por ejemplo, que puede pagar peseta y media al día, tienen derecho a una ración de aire mayor que los del huelguista que respira gratis.
Al tercer día de estar en la cárcel me llevaron a tomarme las medidas antropométricas, y me ordenaron que pusiera las yemas de los dedos encima de una plancha sobre la que habían extendido tinta de imprimir, para sacar las huellas dactilares. Como me negara, lo hicieron por la "fuerza", aunque con una refinada cortesía. Yo me puse a mirar por la ventana mientras el vigilante me iba ensuciando cuidadosamente los dedos, uno tras otro, y sellando con ellos no sé cuantas fichas y hojas de papel, lo menos diez; primero la mano, derecha y luego la izquierda. Hecho esto, me dijeron que me sentase y me quitase las botas. Me negué a ello. Con los pies, la cosa no, era tan sencilla. Los empleados de la cárcel me rodeaban sin saber qué hacer. Por fin, me dejaron y lleváronme al locutorio, donde me aguardaban Gábier y Anguiano, a quien habían sacado de la cárcel-pero no de ésta-el día antes. Me comunicaron que habían puesto en movimiento todos los resortes para conseguir mi libertad. Al salir, me crucé en el corredor con el cura de la cárcel, el cual no manifestó sus simpatías católicas hacia mi pacifismo, y añadió, a guisa de consuelo: -¡Paciencia, paciencia!(1) Realmente no me quedaba otro recurso, por el momento.
El día 12 por la mañana se presentó un agente de policía a comunicarme que aquella noche debía salir para Cádiz, y me preguntó si deseaba pagarme yo mismo el billete. Como aquel viaje no respondía, ni mucho menos, a mi propósito, di las gracias y me negué resueltamente a costeármelo. Ya estaba bueno con que pagase la pensión en la Cárcel Modelo.
Aquella noche íbamos camino de Cádiz, viajando a costa del Rey de España. ¿Pero por qué a Cádiz? Volví a mirar el mapa. Cádiz está situado en el punto más saliente de la Península Ibérica. De Beresof, en un trineo tirado por renos, cruzando los Montes Urales, a San Petersburgo; de aquí, dando un rodeo, a Austria; de Austria a Francia, pasando por Suiza; de Francia a España y, finalmente, desde los Pirineos, atravesando toda la Península, a Cádiz. Dirección: de Nordeste a Sudoeste. Allí acaba la tierra firme y empieza el Océano. ¡Paciencia, que diría el cura!
Los agentes que me acompañaban no rodeaban nuestra expedición de ningún misterio. Todo lo contrario, estaban dispuestos a relatar ce por be mi historia a cuantos por ella se interesasen. Y al hacerlo, me presentaban en la mejor de las formas, insistiendo en que no se trataba de un monedero falso, ni de un carterista, sino de un "caballero", aunque con ideas un tanto extrañas. Todo el mundo me consolaba diciéndome que el clima de Cádiz era excelente.
-¿Y como dieron ustedes conmigo?-les pregunté a los policías.
Habían dado conmigo muy fácilmente, por un telegrama cursado desde París. Como yo lo sospechaba. La Dirección de Policía de Madrid recibió un telegrama de la Prefectura de París concebido en estos términos: "Anarquista peligroso, cuyo nombre damos, ha pasado la frontera por San Sebastián. Piensa instalarse en Madrid." De modo que me esperaban, me buscaron y, como pasase toda una semana sin dar conmigo, ya estaban un tanto intranquilos. Los policías franceses me habían puesto delicadamente del otro lado de la frontera; el admirador de Montaignes y Renan me había preguntado incluso: "C'est fait avec discrétion, n'est-ce pas?" ¡Y la misma policía telegrafiaba inmediatamente a Madrid, diciendo que un "anarquista" peligroso había penetrado en España por Irún
En este asunto tuvo un papel de bastante relieve el jefe de la llamada "Policía jurídica", Bidet-Faupas. El fué el alma de mi vigilancia y expulsión. Bidet se distinguía de todos sus colegas por una rudeza y malignidad extraordinarias. A mí se empeñaba en hablarme en un tono que no se hubieran permitido ni los oficiales de la gendarmería zarista. Nuestras entrevistas terminaban siempre con una explosión. Al salir del despacho, sentía clavada en mi espalda una mirada cargada de odio. Cuando me visitó en la cárcel Gabier, le dije que tenía la convicción de que mi encarcelamiento era una maniobra de Bidet-Faupas. Este nombre dió, gracias a mí, la vuelta por todos los periódicos de España. No habían de pasar dos años sin que el destino me ofreciese una inesperada reparación a costa de monsieur Bidet. En el verano de 1918, estando yo en el Comisariado de Guerra, me telefonearon diciéndome que Bidet, el Júpiter Bidet, había sido detenido y estaba encarcelado en una prisión soviética. No me resignaba a dar crédito a mis oídos. Luego, se averiguó que el Gobierno francés le había mandado a la Rusia soviética con la Misión militar para montar el espionaje y delatar las posibles conspiraciones. Pero no fué lo bastante cauto que exigía su oficio, y cayó en la red. Verdaderamente no podía yo exigir de la Némesis una satisfacción mayor, sobre todo si se tiene en cuenta que, a poco de ocurrir esto, el propio Malvy, el ministro francés, que había firmado mi orden de expulsión, era expulsado, a su vez, por el Gobierno de Clemenceau, acusado de intervenir en intrigas pacifistas. ¡Aquella trabazón de sucesos parecía cosa de película!
Cuando me llevaron al Comisariado a Bidet, apenas le reconocí: no parecía el mismo. El Júpiter tonante se había convertido en un simple mortal. Bastante malparado, además. Le miré como interrogándole.
-Mais oui, monsieur-me dijo, humillando la cabeza-; c'est moi.
Sí, era Bidet. ¿Pero cómo era posible aquello? ¿Cómo había podido ocurrir? Yo no salía de mi asombro. Bidet hizo un gesto filosófico con la mano y comentó, con el convencimiento de un estoico policíaco:
-C'est la marche des événements.
¡Ya lo creo! ¡Magnífica fórmula! Y en mi recuerdo emergió aquel fatalista moreno que me había acompañado hasta San Sebastián: "el libre albedrío es una quimera, todo está predeterminado por la marcha de las cosas..."
-Pero, aunque así sea, reconocerá usted, monsieur Bidet, que no estuvo usted excesivamente cortés conmigo en París...
-Sí, desgraciadamente, tengo que reconocer, con harto sentimiento, señor Comisario del Pueblo, que es verdad. En mi celda he pensado mucho en ello. A veces, no deja de ser útil para un hombre-añadió con tono solemne-el conocer la cárcel por dentro. Pero, confío en que la conducta seguida por mí en París no me acarreará ahora consecuencias tristes, ¿verdad?
Le tranquilicé.
-Cuando vuelva a París-me aseguró-me dedicaré a otras ocupaciones.
-¿De veras, monsieur Bidet? On revient toujours à ses premières amours.
Tantas veces he contado esta escena a mis amigos, que me acuerdo del diálogo con todo detalle, como si hubiese ocurrido ayer. Algún tiempo después, Bidet fué enviado a Francia, en un canje de prisioneros. No volví a saber de él.
Pero no tenemos más remedio que dejar el Comisariado, de Guerra, para volver por un momento a Cádiz. Después de cambiar impresiones con el Gobernador, el Comisario de Policía de Cádiz me notificó que al día siguiente, a las ocho de la mañana, me embarcaría para La Habana en un vapor que, por feliz coincidencia, salía mañana mismo de aquel puerto.
-¿Para dónde dice usted ?
-Para La Habana.
-¿¡Para La Ha-ba-na!?
-¡Para La Habana!
-Tendrán ustedes que embarcarme por la fuerza.
-Pues, sintiéndolo mucho, nos veremos obligados a mandarle a usted en las bodegas del barco.
El Secretario del Consulado alemán, que era amigo del Comisario y hacía oficio de intérprete, me aconsejó que "me resignase a la realidad".
¡Paciencia, paciencia(2) otra vez! Pero esto era ya demasiado. Volví a declarar que no me embarcaría. Acompañado por espías de vista, fuí corriendo a Telégrafos por las calles de aquella pequeña ciudad encantadora, sin darme mucha cuenta de sus encantos, y deposité una serie de telegramas "urgentes". Telegrafié a Gabier, a Anguiano, al director de la policía política, al Ministro de la Gobernación, a Romanones, Presidente del Consejo; a los periódicos liberales, a los diputados republicanos. Movilicé todos los argumentos que podían caber en telegrama. Envié cartas a todos los rincones y lugares más apartados del mundo. "Supóngase, querido amigo, -escribía al diputado italiano Serrati-, que estuviese usted en Tver vigilado por la policía rusa, y que de pronto quisieran mandarle a Tokío, adonde no le interesa a usted ir ni por asomo. Pues tal es, poco más o menos, la situación en que yo me encuentro en Cádiz, en vísperas de ser expedido con dirección a La Habana."
De allí, fuí corriendo, y siempre acompañado por los espías, a ver al comisario. Este, acuciado por mí, se prestó a telegrafiar a costa mía a Madrid, diciendo que prefería esperar en la cárcel de Cádiz a que llegase el barco para Nueva York antes que ir a La Habana. No me resignaba a rendir las armas. Fué un día movido.
El diputado republicano Castrovido presentó una interpelación en las Cortes acerca de mi encarcelamiento y expulsión. En los periódicos se entabló una polémica. Las izquierdas atacaban a la policía, pero condenando como francófilo mi pacifismo. Las derechas simpatizaban con mi "germanofilia" (no en vano me habían expulsado de Francia), pero les asustaba mi "anarquismo". En medio de este barullo, no había manera de entenderse. Sin embargo, me permitieron que aguardase en Cádiz la llegada del primer barco para Nueva York. El conseguir esto fué una ruda victoria.
Pasé en Cádiz varias semanas, bajo la vigilancia de la policía. Pero era una vigilancia mucho más pacífica y familiar que la de París. Aquí había tenido que pasar dos meses torturado, viendo el modo de sustraerme a las miradas de los espías, huyendo en un auto solitario, desapareciendo en un cine sombrío, saltando en el último segundo a un vagón del "Metro" o de él al andén, etc., etc. Pero los espías tampoco se descuidaban, sino que desplegaban en aquella caza todas las astucias de su arte: me escamoteaban el taxi delante de las narices, montaban la guardia a la puerta del cine, salían volando como bombas del tranvía o el "Metro" con gran indignación del público y del cobrador. En aquella campaña, había mucho de "arte por el arte". En realidad, casi toda mi actuación política se había desarrollado siempre bajo las miradas de la policía. Pero las persecuciones de los espías excitaban y despertaban en uno el instinto del deporte. En cambio, en Cádiz, el encargado de vigilarme me advirtió que se presentaría a tales y tales horas y que le esperase en el hotel. A cambio de esto, intervenía con gran empeño en defensa de mis intereses, me ayudaba a hacer las compras y me llamaba la atención acerca de los hoyos de la acera. Un día, como un vendedor me pidiese dos reales por una docena de camarones, le cubrió de insultos, agitando amenazadoramente las manos, y cuando ya el vendedor estuvo fuera del café, salió corriendo detrás de él y armó tal gritería, que la gente se arremolinó a ver lo que pasaba.

Yo procuraba no perder el tiempo: me iba a la biblioteca a estudiar la historia de España, sudaba sobre las conjugaciones españolas y, disponiéndome a entrar en los Estados Unidos, renovaba un poco mis reservas de inglés. Así iban pasándose insensiblemente los días, y muchas veces, al caer la noche, advertía con pena que el de la partida se acercaba sin que hubiera hecho grandes progresos. En la biblioteca estaba siempre solo, si no se cuentan aquellos ratones bibliófilos que se pasaban las horas muertas devorando innumerables volúmenes del siglo XVIII, gastando esfuerzos enormes en descifrar un nombre o un número.

En mi cuaderno de notas encuentro el siguiente extracto de mis lecturas de Cádiz: "...La historia de España nos habla de políticos que, cinco minutos antes de que triunfase un movimiento popular, lo estaban tachando todavía de criminal e insensato, para luego, una vez asegurado el triunfo, ponerse a la cabeza de él. Estos astutos caballeros-continúa el viejo historiador-asoman la cabeza en todas las revoluciones sucesivas, y son los que más alto gritan. Los españoles llaman a estos aprovechados "pancistas", nombre derivado de la palabra panza, tripa. De ella procede también el nombre de Sancho Panza, nuestro viejo amigo. Es una palabra difícil de traducir, algo así como "barriga grande". Pero la dificultad es meramente gramatical, no política. El tipo en sí es perfectamente internacional." Yo había de tener sobradas ocasiones de convencerme de ello después del año 17.

Era curioso que los periódicos de Cádiz no publicasen nada apenas acerca de la guerra; viéndolos, parecía como si no existiese. Y como yo llamase la atención de aquellas personas con quienes conversaba acerca de esto, haciéndoles notar que El Diario de Cádiz, que era el periódico más leído, no traía noticia alguna de la guerra, me contestaban, asombradas :
-¿De veras? No, no es posible... ¡Pero sí, si, en efecto!-¡Esto quería decir que ellas no lo habían notado! La guerra se estaba desarrollando allá, del otro lado de los Pirineos. Poco a poco, yo mismo fuí desacostumbrándome también de pensar en ella.
El barco para Nueva York salía de Barcelona. Conseguí que me diesen permiso para ir allá, al encuentro de mi familia. En Barcelona, nuevas dificultades policíacas, nuevas protestas, nuevos telegramas y nuevos espías. Llegó mi familia, que había tenido que sufrir en París no pocas molestias. Pero ya lo dábamos todo por bien empleado. Acompañados siempre por los espías, recorrimos la ciudad de Barcelona. Los niños estaban entusiasmados con el mar y la fruta. Ya nos habíamos hecho todos a la idea de trasladarnos a Norteamérica. Todos mis esfuerzos porque me dejasen ir a Italia, pasando por Suiza, habían fracasado. Cuando llegó el permiso, que se me concedió gracias a las presiones de los socialistas italianos y suizos, ya estaba yo con mi familia embarcado en el trasatlántico español que zarpó del puerto de Barcelona el día 25 de diciembre. El retraso, naturalmente, no tenía nada de casual. Isvolsky sabía hacer las cosas.
En Barcelona se cerraban a mis espaldas las puertas de Europa. La policía nos instaló en un barco español de la Compañía Transatlántica llamado Monserrat, que hacía la travesía a Nueva York, con mercancía y pasajeros, en diecisiete días. Diecisiete días, que hubiera sido un rendimiento muy considerable en la época de Cristóbal Colón, cuyo monumento se alzaba en el puerto catalán. El mar, en aquella época, la peor del año, estaba agitadísimo, y el barco hacía todo lo posible por convencernos de lo perecedera que es la vida humana. El Monserrat era un barco medio desmantelado, en el que resultaba temerario cruzar el Océano. Pero el navegar bajo el pabellón neutral de España, en aquellos tiempos de guerra, reducía los peligros de morir ahogado. Y la Compañía española se aprovechaba de esto para cobrar una enormidad de dinero por el pasaje, instalando míseramente a los pasajeros, y dándoles un trato peor todavía.
El pasaje era harto pintoresco y, a fuerza de serlo, poco atractivo. A bordo iban una cantidad considerable de desertores de varios países, predominando entre ellos los de alto copete. Había un pintor que, acogiéndose al amparo de su viejo padre, procuraba salvar del fuego de las trincheras sus cuadros, su talento, su familia y su dinero. Un boxeador que era a la vez literato, primo de Oscar Wilde, no se recataba para confesar que le resulta más agradable el irse a hundirles las quijadas a los caballeros yanquis en el noble sport que el dejarse traspasar las costillas por cualquier alemán desconocido. Un gentleman impecable, campeón de billar, se indignaba de que también a los de su edad les llegase el turno. ¿Y todo por qué? ¿Por esa absurda matanza? ¡No! Y aquel caballero manifestaba sus simpatías por las ideas de... Zimmerwald. El resto del pasaje era lo mismo, o cosa parecida: desertores, aventureros, especuladores o elementos "molestos" arrojados de Europa. ¿A quién, si no, se le iba a ocurrir ponerse a cruzar el Océano, en aquellos tiempos, embarcado en un mísero vaporcillo español?...
El análisis del pasaje de tercera ya no era tan fácil. Los emigrantes yacían apretujados, hablando poco, apenas se movían, pues la comida era escasa; aquellos seres sombríos iban a cambiar una miseria cruel y oscura por otra ignorada. Los Estados Unidos trabajaban para la guerrera Europa y necesitaban brazos nuevos, pero libres del tracoma, del anarquismo y de otras enfermedades.
Para nuestros pequeños, el barco era un campo inagotable de observación. Constantemente estaban descubriendo algo nuevo.
-Oye, ¿sabes que el fogonero es muy buen hombre? Es un "repúblico".
Con aquel eterno peregrinar de un país a otro, se habían ido formando un lenguaje propio y peculiar.
-¿Republicano? ¿Y cómo os habéis podido entender con él?
-Nos lo explicó muy bien. Mira, nos dijo muy claro: "Alfonso", y luego hizo así con el puño: ¡pif! ¡paf!
-Sí, entonces no hay duda de que es republicano-dije yo.
Los niños bajaban en busca del fogonero y le llevaban pasas y otras golosinas. Un día nos lo presentaron. El republicano, que tendría unos veinte años, poseía ya ideas, perfectamente firmes acerca de la monarquía.
1.º de enero de 1917. En el barco todo el mundo se felicita por el nuevo año. Las dos primeras fiestas de Año nuevo, durante la guerra, las pasé en Francia: la tercera en pleno Océano. ¿Qué nos traerá el año que comienza?
Domingo, 13 de enero. Estamos entrando en el puerto de Nueva York. Nos despiertan a las tres de la mañana. En pie. Está oscuro. Frío. Hace aire. En la orilla se alza un montón de casas, húmedo e imponente. ¡Es el Nuevo Mundo!



(1)En español en el original.
(2)En español, en el original
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