A poco de llegar yo a Constantinopla, algunos órganos de la Prensa
francesa se apresuraron a publicar la noticia de que la orden por la que
se me había expulsado de Francia hacía trece años
seguía vigente. De ser cierto, hay en ello un motivo más
para convencerse de que en la pasada catástrofe, la más terrible
que viera el mundo, no se han perdido todos los valores. Cierto que, en
unos cuantos años perecieron generaciones enteras y fueron destruídas
gran número de ciudades; cierto también que rodaron por el
polvo de Europa varías coronas de reyes y emperadores y que las
fronteras de los Estados cambiaron de sitio, incluyendo entre ellas esas
fronteras de Francia que a mí se me cierran. Pero, en medio de este
cataclismo grandioso, queda en pie como signo consolador una orden firmada
por monsieur Malvy, a principios del otoño de 1916. ¿Qué
importa que el propio Malvy hubiera de ser más tarde expulsado de
su país y hoy se encuentre reintegrado a él? En la historia,
es frecuente que la obra de un hombre sobreviva a su creador.
Puede que un jurista un tanto exigente echase de menos la continuidad
necesaria para la vigencia de esa orden. En 1918, la Misión francesa
de Moscú puso a mi disposición a sus oficiales, conducta
bien extraña en verdad para con un "extranjero poco grato", a quien
se priva del derecho a pisar territorio francés. También
es bastante extraño que el día 10 de octubre de 1922 me visitase,
en Moscú, monsieur Herriot, y no, por cierto, para recordarme que
aquella orden de expulsión seguía vigente. Al contrario;
fuí yo quien hubo de hacer alusión a la orden consabida,
en vista de que monsieur Herriot me preguntaba, muy amablemente, cuándo
iba a ir por París. Claro está que mi alusión no pasaba
de ser una broma. Los dos nos echamos a reír. Cada cual por sus
razones, pero nos echamos a reír los dos. Asimismo es extraño
que al inaugurarse, en el año de 1921, la estación eléctrica
de Schatura, el embajador de Francia, monsieur Herbette, contestando a
mi discurso en nombre de los diplomáticos allí presentes,
me dirigiese un saludo muy amable, en el que ni aun el oído más
receloso pudo percibir un eco de la orden de expulsión de monsieur
Malvy. ¿Cuál es la conclusión de todo esto? Llevaba
razón aquel inspector de policía, uno de los dos que me acompañaron
en 1916 en el viaje de París a Irún, cuando me decía:
-Los Gobiernos cambian, pero la policía permanece.
Para comprender debidamente las circunstancias en que fui expulsado
de Francia, hay que decir algo acerca de las condiciones en que vivía
aquel pequeño periódico ruso redactado por mí. Su
principal enemigo era, naturalmente, la embajada zarista, donde se traducían
celosamente al francés los artículos de Nasche Slovo, para
luego enviarlos, adobados por las glosas oportunas, al Quai d'Orsay y al
Ministerio de la Guerra. La misma embajada se encargaba de telefonear,
nerviosamente, al censor de guerra, monsieur Chasles, que había
vivido muchos años en Rusia dando clases de francés. Chasles
no se distinguía precisamente por ser un carácter resuelto.
Sus perplejidades y vacilaciones terminaban siempre entendiendo que era
preferible tachar a dejar pasar. ¡Lástima que no aplicase
la misma regla a la biografía de Lenin que había de escribir
unos años después, y que es, por todos conceptos, deplorable!...
Aquel temeroso censor, no sólo tomaba bajo su protección
al Zar, a la Zarina, a Sasonof, a Miliukof y a sus sueños de expansión
en los Dardanelos, sino hasta al propio Rasputin. No costaría ningún
trabajo demostrar que toda la guerra-una guerra a muerte-que se estaba
librando contra el Nasche Slovo, no se dirigía contra las tendencias
internacionales del periódico, sino contra su actitud revolucionaria
ante el zarismo.
Hubimos de sufrir el primer ataque de paroxismo agudo de la censura
en la época de los avances rusos en Galizia. Al menor triunfo de
sus armas, la embajada zarista levantaba la cabeza con un atrevimiento
insolente. El paroxismo llegó hasta el punto de tacharnos íntegra
la necrología del conde de Witte, incluso el título del artículo,
que constaba de cinco letras: "Witte".
Importa advertir que al tiempo que esto ocurría, el órgano
oficial del Ministerio de Marina de San Petersburgo estaba publicando unos
artículos de una violencia inaudita contra la República francesa,
burlándose de su parlamentarismo y de su pequeño "Zar", el
diputado. Me eché debajo del brazo un tomo de la revista petersburguesa
y me fuí a la censura a pedir cuentas al censor.
-En realidad-me dijo monsieur Chasles-, éste no es asunto de
mi competencia; las instrucciones referentes al periódico de ustedes
parten todas del Ministerio de Negocios extranjeros. Es mejor que hable
usted con uno de nuestros diplomáticos.
Como a la media hora, se presentó en el Ministerio de la Guerra
un caballero diplomático de pelo canoso. Entre nosotros tuvo lugar,
en términos casi literales, el siguiente diálogo, que transcribí
a poco de ocurrido:
-¿Quiere usted hacer el favor de decirme por qué se me
ha tachado un artículo en que se hablaba de un burócrata
ruso jubilado, que estaba en desgracia y acababa de morir, y qué
relaciones puede haber entre esto y las operaciones de guerra?
-Es que, ¿sabe usted?, esos artículos no les agradan...-dijo
el diplomático, haciendo un gesto vago con la cabeza; yo me figuro
que para apuntar hacia el sitio en que se encontraba la embajada rusa.
-Pero, tenga usted en cuenta que precisamente por eso los escribimos
nosotros, porque sabemos que no les agradan.
El diplomático sonrió desdeñosamente ante esta
respuesta, como si se tratase de una linda broma.
-Estamos en tiempo de guerra, y nuestra suerte depende de la de nuestros
aliados.
-¿Acaso quiere usted decir con eso que el régimen interior
de Francia se halla mediatizado por la diplomacia zarista? En este caso,
entiendo que sus antepasados se equivocaron al cortar la cabeza a Luis
Capeto.
-¡Oh, exagera usted! Pero no olvide, se lo ruego, que estamos
en tiempos de guerra...
A partir de aquel momento, la conversación careció ya
de sentido. El buen diplomático me dió a entender, con una
sonrisa muy compuesta, que a los vivos no les agrada que se hable mal de
los muertos, pues también los dignatarios son mortales. Las cosas
siguieron como antes. El censor tachaba sin duelo, y muchas veces, en vez
de un periódico, salía a la calle una hoja de papel en blanco.
Jamás se me ocurrió quebrantar las órdenes de monsieur
Chasles, a las que me atenía con la misma fidelidad que él
a las de sus comitentes.
De nada me sirvió, pues en el mes de septiembre de 1916 me fué
comunicada en la Prefectura de Policía una orden de expulsión,
conminándome a salir de Francia. ¿Cuál era la causa?
En la orden no se daban razones. Poco a poco, fuimos descubriendo que el
pretexto provenía de una provocación maligna organizada por
la policía rusa destacada en Francia.
El diputado Juan Longuet se presentó ante Briand para protestar
contra mi expulsión, o, mejor dicho, para lamentarse de ello, pues
las protestas de Longuet tenían siempre un tono melódico
de gran dulzura. Briand, Presidente del Gobierno, le dijo:
-¿Y no sabe usted que en los bolsillos de los soldados rusos
que asesinaron en Marsella a su Coronel se encontraron números del
Nasche Slovo?
Longuet no contaba con esto. Ya se le hacía duro avenirse a
las tendencias "zimmerwaldistas" del periódico; pero aquello de
asesinar a un Coronel era demasiado.
Longuet pidió informes del caso a mis amigos franceses, éstos
acudieron a mí; yo no tenía del asesinato de Marsella más
noticias que las que pudieran tener ellos. Los corresponsales de la Prensa
liberal rusa, adversarios patrióticos del Nasche Slovo, hubieron
de mezclarse en el asunto, y, sin querer, pusieron en claro la tramitación
del crimen.
La cosa ocurrió del modo siguiente: El Gobierno zarista había
movilizado a toda prisa, para mandarlos a tierra francesa, además
de los soldados rusos-que eran tan pocos, que los llamaban destacamentos
"simbólicos"-, una nube de espías y agentes provocadores.
Entre ellos, se encontraba un tal Winning-creo que se llamaba así-,
que vino a París con una recomendación del Cónsul
de Rusia en Londres. A lo primero, Winning intentó ganarse a los
corresponsales de los periódicos rusos moderados para hacer entre
los soldados propaganda "revolucionaria"; pero le dieron con la puerta
en las narices. En la Redacción del Nasche Slovo no se atrevió
a presentarse, y nosotros no teníamos la menor noción de
la existencia de este personaje. Fracasado en París, se trasladó
a Tolón, donde seguramente tendría cierto éxito entre
los marinos rusos, a quienes, naturalmente, no les era fácil penetrar
en el fondo de sus intenciones. "Aquí tenemos un magnífico
campo para trabajar; enviad libros y periódicos revolucionarios"
escribía Winning desde Tolón a una serie de periodistas rusos,
elegidos al azar; ninguno le contestó. En el crucero ruso Askold,
fondeado en Tolón, estalló un motín, que fué
cruelmente sofocado. Como la intervención de Winning en este suceso
había sido demasiado manifiesta, parecióle oportuno trasladar
a Marsella su campo de acción, antes que fuese tarde. También
aquí encontró "un campo magnífico" para trabajar.
A los pocos días estallaba en Marsella, entre los soldados rusos-sin
que Winning fuese ajeno al caso-, una sublevación, como consecuencia
de la cual fué muerto a pedradas en el patio del cuartel el Coronel
Krause. Al ser detenidos los soldados complicados en el asunto, se les
ocupó a varios el mismo número del Nasche Slovo. A los periodistas
rusos que acudieron a Marsella a informarse de lo ocurrido, les dijeron
varios oficiales que durante la sublevación se había presentado
allí un tal Winning, que, quieras que no, colocaba a todo el mundo
el Nasche Slovo. Los detenidos, cuando les encontraron el periódico,
no habían tenido todavía tiempo a leerlo.
Advertiré que inmediatamente de conocer la conversación
que había tenido Longuet con Briand acerca de mi expulsión,
es decir, antes de que se aclarase el papel de Winning en el asunto, dirigí
una carta abierta a Julio Guesde, en la que apuntaba la sospecha de que
el Nasche Slovo hubiera sido puesta en los bolsillos de los soldados por
un agente provocador. Esta sospecha se confirmó de un modo irrefutable,
y por los más furibundos adversarios del periódico, mucho
antes de lo que yo pensaba. No importa. La diplomacia zarista había
dado a entender al Gobierno republicano con la suficiente claridad que,
si quería tener soldados rusos, había de acabar inmediatamente
con aquel nido de revolucionarios. Al fin, se conseguía lo deseado:
el Gobierno francés, después de tanto vacilar, se decidió
a suspender el Nasche Slovo, y Malvy, Ministro del Interior, firmó
la orden de mi expulsión que le puso delante la Prefectura de Policía.
Ahora, el Gobierno creíase a seguro. A Juan Longuet y a algunos
otros diputados que le interpelaron, principalmente a Leygues, Presidente
de la Comisión parlamentaria, Briand dió como fundamento
de mi expulsión lo sucedido en Marsella. Aquello convencía
a cualquiera. Sin embargo, como nuestro periódico, que estaba sujeto
a una rigurosa censura previa y se vendía sin recato en los quioscos
de París, no podía haber incitado a nadie a que asesinase
a ningún Coronel, aquella historia quedó flotando en el misterio,
hasta que se descubrió su verdadera trama. La noticia del caso y
de su verdadero desarrollo llegó hasta la Cámara. Me contaron
que Painlevé, que era a la sazón Ministro de Instrucción
pública, cuando le refirieron los detalles de lo sucedido, no pudo
contenerse exclamó:
-¡Es una vergüenza..., no, eso no puede quedar así!
Pero estábamos en tiempos de guerra, y el Zar era un aliado
de la República. No podía dejarse al descubierto a Winning.
No quedaba, pues, más camino que ejecutar la orden de Malvy.
En la Prefectura de Policía de París me comunicaron que
podía trasladarme al país que mejor me pareciese, si bien
advirtiéndome que tanto Inglaterra como Italia renunciaban al honor
de brindarme hospitalidad. Bien, pues retornaría a Suiza. Pero ocurría...
que el Consulado suizo se negaba a visarme el pasaporte. Telegrafié
a mis amigos de Suiza, y obtuve de ellos una respuesta aquietadora: que
descuidase, que el asunto se arreglaría en sentido favorable. Sin,
embargo, el Consulado suizo seguía negándose a ponerme el
visado. Luego se descubrió que la Embajada rusa, ayudada por los
aliados, había ejercido sobre Berna la coacción necesaria
para que las autoridades suizas diesen largas al asunto, con objeto de
ganar tiempo hasta que me expulsasen de Francia. A Holanda y Escandinavia
no había modo de ir más que pasando por Inglaterra. El Gobierno
inglés se llegó categóricamente a permitirme que atravesase
por su territorio. No me quedaba, pues, más que España. Ante
tal coyuntura, me negué a pasar voluntariamente los Pirineos. Unas
seis semanas duraron las negociaciones y los debates con la policía
de París. Los espías me seguían a todas partes, no
me perdían paso, montaban la guardia delante de mi vivienda y a
la puerta de la Redacción del periódico. Laurent, el prefecto
de policía, me llamó a su despacho y me dijo que, puesto
que me negaba a salir voluntariamente, se presentarían en mi casa
a buscarme dos inspectores de Policía, claro está que "de
paisano", agregó, como si me hiciese un gran favor. La Embajada
zarista había conseguido lo que quería por fin, iba a ser
expulsado de Francia.
Puede que en los detalles de mi relato, hecho sobre las notas que conservo
de aquella época, se haya deslizado alguna pequeña inexactitud.
Pero los datos esenciales son absolutamente ciertos e indiscutibles. Además,
aún viven la mayoría de las personas que intervinieron en
el asunto. Muchas de ellas se encuentran en Francia. Asimismo existen documentos.
No costaría ningún trabajo reconstruir los hechos tal como
sucedieron. Yo, por mi parte, no dudo que si se sacase de los archivos
policíacos la orden de expulsión decretada contra mí
por monsieur Malvy y se sometiese el documento a una investigación
dactiloscópica, en una de las puntas aparecerían las huellas
del dedo índice de Mr. Winning.