He de seguir imaginándome
a Mariátegui en su coche de paralítico, aquella tribuna rodante
que pudo ser la burla plástica de su vida, pero que fue el handicap
de su espíritu a una materia demasiado castigada —demasiado castigadora—
que iba anticipando, con avara celeridad, su desmoronamiento.
Mariátegui y su
coche —ese coche que remontó el Ande y viajó por todos los
caminos de América, batiendo records de kilometraje y velocidad.
Ese coche que dejó atrás el "Bolis" y el "Packard"
del gamonal y el tirano y ha de aparecerse todavía, entre las
nieblas de la sierra, como el carro de un nuevo profeta que dirá a
la América las verdades que cercenó su marcha.
¿Quién recogerá
la herencia de este coche que aprendió a transitar contra el tránsito,
en sentido opuesto al que apunta el índice manchado del déspota?
¿Habrá quién siga remontando los cursos oficiales de la política
americana en el coche de Mariátegui?
Invito a la meditación
de Mariátegui y su coche. Meditación tranquila, sin gratuito
desasosiego. Meditación del impedido.
¡Sublimidad de esta
limitación Mariátegui, inmóvil en su coche, conoció, con lucidez
dolorosa, el verdadero valor del movimiento. Parejamente el drama de
su parálisis le enseñó, con la dura lección de la necesidad, lo
inútil del ademán y el aspaviento sin motivo. La vida no pudo
brindarle esa voluptuosidad primaria del desperezo y el cómodo
cambiar de postura. El cuerpo le ascetizó el espíritu y le hizo
ver toda la trascendencia de un vivir que no es girar sobre sí
mismo, ni simular la marcha, sino moverse convulsivamente en la
intimidad del ser, con toda la carga de la pasión y el pensamiento
x con esa otra carga más triste de una carne macerada y unos huesos
canijos.
Mas no pudo dejar de
sentir su cuerpo retrasado la espuela del ansia. ¡Cuántas veces se
vería asediado por el íntimo deseo de la lucha material, brazo con
brazo! Pero hizo fuete de su voluntad para castigar las vehemencias
inútiles y resolvió por las vías de un pensamiento frío —de
puro calecido— sus nobles rebeldías.
Resolución heroica,
Y por ello serena. Asistida de esa firmeza de los espíritus que
saben su misión. Y así no fué Mariátegui ese americano más de
los gestos esporádicos y los desahogos circunstanciales del
epifonema y el afeminado lamento. Fue el hombre de la organización
mental, de las soluciones numéricas, de la estrategia
revolucionaria. No llevó a su obra el drama íntimo de su vida. Sabía
que el drama —y más en América— casi siempre es teatro y ruta
de Narciso. Examinó el caso peruano —el caso americano— con
pasión lúcida de médico, no con pasión turbia de enfermo.
Por la misma ascesis
de su vida, no confluyó en esa literatura del odio, grata al
revolucionario. Entre las amenazas las persecuciones, los
encarcelamientos y los destierros, dijo siempre Mariátegui su
palabra serena y sustanciada, sin carga de rencor, lastrada sólo
con esa justicia que desprecia el grito, porque toda ella es un
clamor vivo.
Entre una muchachada
ansiosa, pero desorientada, que se atropellaba para no ir a parte
alguna, Mariátegui guió serenamente su coche, uno de los pocos vehículos
del pensamiento político americano que sabía a dónde ir y por dónde
ir.
Mariátegui,
"apresurándose lentamente" en su coche de paralítico, ¿no
es acaso el símbolo de una nueva América que vencerá no por el
impulso ciego ni el movimiento improvisado, sino por el avance tenaz
y progresivo, según el tiempo y la norma marcados por aquel hombre
a quien le bastó la mínima posibilidad móvil de dos ruedas para
escalar la última eminencia andina y plantar en ella la bandera de
una nueva libertad?
Hagamos la meditación
de Mariátegui y su coche. Meditación del impedido. Meditación del
paralítico. ¿Paralítico? paráclito ¿por qué no? Nunca la
afinidad fonética de dos palabras me ha parecido tan íntima, tan
sustancial. Mariátegui: paralítico; paráclito. Paráclito espíritu
con cuya presencia y asistencia sigue contando América.
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