OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

MARIATEGUI Y SU TIEMPO

   

     

NIÑEZ Y ADOLESCENCIA

 

La vida de Mariátegui tiene más de una se­mejanza con la de ese niño pobre que en una ciu­dad alemana aprendió a tocar piano bajo la fé­rula implacable de su padre, y que, ya músico genial, perdió la facultad de oír los sonidos del mundo y las voces de los hombres. Los que tuvieron el privilegio de vivir junto al autor de Siete Ensayos desde el momento en que quedó para siempre inválido, postrado, saben hasta qué profundidades y hasta qué alturas llegó su dolor para transformarse, como en el caso del divino sordo, en alegría, en fuente de trabajo inexhaus­ta y en felicidad.

Mariátegui, como todos los niños pobres del mundo, no tuvo niñez, si la niñez es o debe ser la edad placentera, el pórtico de la vida humana, en el que el recién venido encuentra imágenes y colores sonrientes para sus ojos limpios, soni­dos suaves para sus delicados tímpanos, higiene, alimento, cuidados apropiados para evitar que el más pequeño accidente venga a lesionar para siempre una vida. Niñez que, al parecer, desde que el mundo existe, sólo pueden disfrutar los hijos de los poseedores. La niñez de Mariátegui fue la del niño pobre, que no conoce la alegría de los juegos, impropiamente alimentado, y que tiene por única dulzura doliente el amor y la solicitud de una madre que se debate en la impotencia y en las privaciones.

Muchos cargos hay que hacer a nuestra so­ciedad contemporánea; pero este espectáculo de la niñez que se exhibe, con los ojos hundidos por la anemia, en las calles de nuestras grandes urbes es, con toda seguridad, el más grave de todos.

Mariátegui no vivió su niñez en el arroyo, como esa multitud infantil a que me refiero, pero sufrió privaciones. Tuvo tres hermanos y, de sus progenitores, sólo conoció a su madre. En plena niñez entró ya en la arena de la lu­cha por el pan.

"A la edad de doce años comencé a trabajar como alcanzarrejones, en los talleres de un pe­riódico", escribe él mismo en una sucinta nota biográfica que le fue pedida por una revista argentina cuando era ya escritor famoso, sin ha­cer ningún alarde, con la más delicada sencillez. En la misma forma habló siempre en el círculo de su intimidad, sin lanzar nunca una queja, con esa dignidad ejemplar que es característi­ca exclusiva de los grandes espíritus.

Cuando entró a trabajar en aquel taller de periódico, había ya pasado por una tremenda experiencia, de la que salió con el cuerpo lesio­nado para siempre. A los siete años de edad y estudiando en una escuela de Huacho, adonde fuera llevado en los primeros años1, un com­pañerito suyo, seguramente jugando con él, le golpeó la rodilla izquierda. Mal curado el hema­toma resultante, en su propio hogar, el niño tuvo que ser traído a Lima e internado en el Hospital "Maison de Santé", de donde salió para permanecer postrado durante cuatro años.

A veces, se diría que la naturaleza se compla­ce en burlar ciertas normas o leyes de los hom­bres. Se ha establecido, por ejemplo, desde hace siglos y milenios, que para llegar a la sabiduría la mente infantil tiene que pasar obligadamente por la disciplina de escuelas, colegios, univer­sidades y centros superiores de especialización. Pero de pronto se presenta un caso que, negan­do, o saltando por sobre la regla, prueba lo con­trario. Este es el caso de Mariátegui. Durante esos cuatro años de postración, su cerebro pri­vilegiado se impone a todo lo demás y sólo quie­re leer ávidamente, desarrollarse, a expensas se­guramente de todo el resto orgánico. Leía todo cuando llegaba al alcance de sus manos: uno que otro libro, revistas y diarios de todo género, desde el título hasta la última línea del anun­cio más pequeño e insignificante. Y lo hacía durante el día y la noche. Desde entonces la lectura fue su refugio, su distracción, su em­briaguez. Doña María Amalia, su madre, preo­cupada por lo que creía afición viciada del hi­jo, le apagaba la luz, le privaba de fósforos y velas. Pero el pequeño se arreglaba para conseguirlas, o si no, abría la ventana de su habi­tación, donde moraba solo, a fin de que le vi­niera la auxiliadora luz de un farol callejero... Cuando su enfermedad entró en un estado de latencia y pudo caminar más o menos normalmente, sólo tenía una idea fija: la de entrar a una imprenta de periódico, como fuera, para seguir allí leyendo y aprendiendo. 

La situación económica de su hogar, donde la madre, viuda con tres niños, se debatía en la máquina de coser en lucha heroica contra la miseria, le ayudó a realizar su empeño y un buen día, apenas cumplidos los once años, recomendado por un tipógrafo amigo de la familia, se vio ingresar triunfalmente, como alcanzarrejones, en los talleres de "La Prensa". El adolescente había puesto el pie en su verdadero camino; el que por tremendos recovecos y filos de preci­picios, le conduciría a la inmortalidad gloriosa. Allí lo esencial de su trabajo era un deleite para él; consistía en leer los originales de redactores y colaboradores, escritos a mano por lo general, a los cajistas, pues en aquel entonces aún no había linotipistas; razón por la cual, la lectura tenía que ser lenta y, por lo mismo, provechosa. De este modo, empezó a familiarizarse con las ideas y la literatura del pensador Rodó; del cro­nista Gómez Carrillo, del poeta Luis Benjamín Cisneros, del periodista y maestro Ulloa.

Esto quiere decir, que su cultura cambiaba de fermento intelectual. En vez de historias sagra­das, cuentos infantiles, notas indiscriminadas de diarios y revistas, leía ya artículos más o menos parejos, unidos por determinadas tendencias, y que, sobre todo, influían en su raciocinio, invalidando poco a poco su formación anterior, que tenía mucho de sentimental y de mística, guiada principalmente por la enseñanza de la viuda Ma­riátegui, un alma profundamente religiosa y devota fervorosa, como buena limeña, de Santa Ro­sa y Martín de Porres.

Su extraordinaria inteligencia hizo lo demás y resultó que, a la edad de diecisiete años, pu­blicaba en la misma "La Prensa" sus primeras crónicas, y poco después se permitía dar una lec­ción de gramática y buen gusto nada menos que a un joven estudioso, que acababa de egresar de la Universidad de San Marcos, donde probara de diferentes modos su talento, y que desempe­ñaría con el tiempo papel de primer orden en la literatura hispanoamericana y en la política del Perú: José de la Riva Agüero.

Como vale la pena conocer íntegramente este interesantísimo documento de la evolución inte­lectual de Mariátegui, y que determinó a Riva Agüero, por un lado a curarse de su débil, es­tudiando a fondo la lengua castellana, hasta ha­cerse uno de nuestros mejores estilistas; y por otro, a declararse enemigo irreconciliable de su corrector, hasta la muerte, lo publicamos ínte­gramente al final del libro (Apéndice N° 1).

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Para saber lo que era el ambiente literario peruano cuando Mariátegui empezó a publicar sus versos y sus crónicas junto con las firmas de Valdelomar, de César Falcón, de Enrique Busta­mante y Ballivián y otros escritores notables de aquel tiempo, es forzoso esbozar el proceso de la literatura peruana, a partir del momento en que aparecen dos figuras que, en una u otra forma, vienen influyendo desde fines de siglo pasado en las generaciones peruanas y, por consecuencia, en la formación estética e ideológica de nues­tra nación: Ricardo Palma y Manuel González Prada.

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Después de publicados los Comentarios Reales, el libro más genuinamente americano, para emplear las palabras de Menéndez Pelayo, y cro­nológicamente el primero de esta naturaleza, transcurrieron nada menos que unos trescientos años y fue necesaria la realización de un acon­tecimiento trascendental, como la Independen­cia, para que se viera surgir en nuestras tierras a un escritor como Ricardo Palma, mestizo tam­bién como Garcilaso de la Vega, enteramente digno de figurar junto a éste en la mejor lite­ratura. Claro está que durante el largo período colonial, españoles puros, mestizos e indios nacidos en el Perú, escribieron abundantemente; pero en algunos casos no lograron más que imi­tar a sus grandes maestros —Góngora, Cervan­tes, Lope de Vega, primero, y luego a los enci­clopedistas franceses—; en otros, no pasaron de la tentativa frustrada de hacer algo original de alto valor. La prueba de ello está en que los libros de Peralta Barnuevo y Rocha, Olavide, Lunarejo, Pardo y Aliaga y Manuel Asencio Segura, para no citar sino a los escritores más notables del Perú virreinal y de los primeros tiempos republicanos, irradian su luz sólo entre grupos más o menos selectos. En cambio, los Comentarios Reales y La Florida del Inca vie­nen editándose a través de cuatro siglos en di­ferentes idiomas y para grandes públicos, y, por lo menos en América, están llamados a apasio­nar más que nunca. Algo semejante ocurre con las Tradiciones Peruanas.

Los tres siglos de coloniaje transformaron al Perú en una vasta empresa minera y agrícola e hicieron de la ciudad fundada por Francisco Pi­zarro su centro político e intelectual. De esta manera, la residencia de los virreyes presentaba la abundancia de sus palacios aristocráticos, sus teatros a la moda, sus plazas de toros, esce­narios éstos de aventuras galantes, que habrían de hacerse célebres como la de la Perricholi, por ejemplo; y presentaba también sus conjun­tos de iglesias y conventos donde germinaba el fervor religioso, que diera nacimiento a místicas aventuras no menos famosas y sin duda más edificantes, entre las que brillan con ma­yor intensidad las de Santa Rosa y el beato Mar­tín de Porres.

Cuando llegaron los días de la Independen­cia, Lima fue también escenario importante de la gran contienda. San Martín, debidamente res­paldado por O'Higgins, desplegó los máximos esfuerzos de su genio político y guerrero para llegar hasta allí, convencido de que sólo de aquel modo quedaría consumada la emancipa­ción total de América. De manera más o menos parecida procedió Bolívar. Y lo cierto es que por las calles limeñas pasearon, a veces, el esplendor de sus glorias, otras veces las som­bras de sus fracasos, los mejores veteranos del norte y del sur; los que habían logrado supe­rar las pruebas heroicas de San Lorenzo, en Argentina; de Chacabuco, en Chile; de Valen­cia y Pasto, en Nueva Granada. Tal honor impli­có para la ciudad del Rímac un período históri­co en que se combinaron horribles peripecias de batallas, pestes y muerte, por un lado, y las más encendidas exaltaciones de triunfos y fies­tas, por otro.

En ese ambiente cargado de historia y de leyenda —como había sido el caso del Cuzco cuando nació Garcilaso— vino al mundo Ricar­do Palma el año 1833. El mismo nos dirá más tarde que, al contrario de su genial precursor —descendiente de insignes poetas y famosos ca­pitanes peninsulares por su línea paterna y de reyes incaicos por la materna—, su ascendencia no tuvo nada de ilustre ni aristocrática; pero la economía familiar le permitió ingresar a escuelas, colegios y universidades, donde pudo relacionarse y cultivar amistades con otros estu­diantes, a veces hijos de personajes eminentes. Y tanto en el ambiente hogareño como en los claustros escolares escucha anécdotas de virre­yes españoles, hazañas de héroes americanos, relatos de aventuras y amoríos más o menos truculentos, que a veces se realizaron en salones elegantes y otras veces en tugurios de míseros callejones, y cuyos protagonistas eran, aquí, no­bles venidos a menos o plebeyos enriquecidos, allá tapadas hechiceras, mujeres varoniles, cléri­gos pintorescos, generales brillantes y hasta los mismos héroes máximos de Maipú, Junín y Ayacucho. Además, al cruzar esta plazuela sabe que San Martín puso allí la piedra fundamental de la República un glorioso 28 de julio; al transi­tar por esas calles denominadas "Polvos Azu­les", "Siete Jeringas" o "El Gato", etc. puede go­zar contemplando la reja florida, andaluza, o el balcón de filigrana moruna y poblarlos de imáge­nes antiguas: al ir por ésta o aquélla alameda aprende a distinguir los estilos de los templos y conventos góticos, barrocos o renacentistas, graciosamente adaptados al ambiente americano por los arquitectos y artesanos criollos, mesti­zos o indios. Todo este mundo de recuerdos y visiones irá almacenándose en el subconsciente del aficionado a las bellas artes, para reposar allí hasta el momento propicio. Por otro lado, el universitario, al mismo tiempo que aprende leyes y se adiestra en el manejo de códigos, lee con verdadera devoción a Heine, Lamartine, Víc­tor Hugo, Bécquer, Zorrilla. Es la hora de la poesía romántica. Por eso, en sus primeras obras, Semblanzas, Pasionarias y Verbos y Ge­rundios, es visible la influencia de sus maestros. Sin embargo, se deja ya notar en ellas el acen­to de su propia personalidad juguetona y pica­resca. Para que ésta se manifieste en toda su plenitud le hará falta ampliar sus lecturas, pro­fundizar en sus conocimientos, enriquecer sus experiencias. Así, militará en la política activa de su país, padecerá persecuciones y destierros, vi­virá en otros ambientes más avanzados que el de su propio suelo natal, retornará a su patria y hasta se hará soldado para defenderla en los fuertes del Callao. Por último, cuando su plu­ma esté bien ejercitada en la letrilla, los cantar­cillos, la crónica periodística, el comentario de arte, irá a parar a la Biblioteca Nacional de Lima.

Nada mejor para su vocación de escritor. Allí podrá escudriñar a sus anchas archivos preciosos, investigar expedientes y partidas bautisma­les, estudiar crónicas y "diarios íntimos" de antaño. Entonces empiezan a vivir en su imagi­nación, con igual fuerza que las personas de su alrededor, los recuerdos de su niñez y juventud. Y escribe en su estilo propio, original, cuentos y relatos en cuyas tramas la realidad se combi­na con la ficción, el dato concreto con el inven­tado, igual que en la obra de Garcilaso. Pero lo que en los Comentarios Reales es acento solem­ne, confesión apasionada, juramento de creyen­te, en las Tradiciones Peruanas es gracia soca­rrona, comentario malicioso, pirueta de escépti­co. No en vano el limeño ha leído a Voltaire; no en vano ha podido presenciar y examinar cier­tas jugarretas del destino, que a veces se burla­ba de los pueblos en la misma forma que de los hombres, haciendo, por ejemplo, que una repú­blica no sea ni la sombra de lo que esperaban sus fundadores y que la guerra fratricida reem­place a la internacional; no en vano se ha encon­trado con que, al leer viejos infolios, documen­tos privados, algunos personajes de apariencia gigantesca resulten individuos de mísera talla. Contribuye también a aumentar las diferencias entre los dos grandes escritores peruanos el hecho de que, mientras Garcilaso nació y vivió sus primeros años en una ciudad cargada de mitolo­gía, dramáticas evocaciones y monumentos in­caicos, Palma lo hizo en esa Lima que, según más de un calificado escritor, entre ellos Sar­miento, habría podido llamarse también la "Capua americana" en razón de sus refinamientos; una ciudad donde iban escaseando cada vez más los auténticos beatos y las santas, en beneficio de los "paganos" más o menos risueños, brillantes, y las damas, bonitas, elegantes, sensuales, que preferían el salón de baile o la policromía emocionante de las plazas de toros a las penum­bras conventuales y al silencio santificado de las ermitas. El tradicionalista republicano se complace, por eso, en dialogar con los primeros en interminables tertulias, y se deleita como el que más al contemplar a éstas. Aquellas pupilas negras, relampagueantes, son para él adorables "noches de tentación"; esos pies diminu­tos, calzados de raso, que apenas se dejan ver por debajo de la falda larga, y aquellos cuer­pos de junco y cintura de avispa son para él hechizos que le dan vértigo. De esta manera, al seguir la tendencia romántica de su tiempo y huir hacia el pasado en busca de motivos pa­ra su creación artística, al encontrarse con la virreina sabia o el virrey pisaverde, la celosa dama encopetada, el mulato seductor, les pres­ta las facciones, los movimientos, los gestos del señorón amigo, la novia y las hermanas, que viven a su alrededor provocándole el comenta­rio sandunguero, el requiebro castizo o la exclamación flamenca. Y al pintar sus cuadros es tan claro en la luz, tan preciso en el deta­lle, tan exacto en la reproducción, que sus Per­sonajes adquieren apariencia de vida real y perdurable.

Es verdad que en su obra no abundan los motivos indígenas y los que hay no aparecen tra­tados con su habitual maestría. Pero esto no se debió, como algunos críticos ligeros tratan de in­sinuarlo, a que sintiera desdén por el indio, pues en diferentes ocasiones demostró lo contrario, sino porque vivió siempre alejado de la sierra peruana, es decir, del ambiente donde la raza indígena seguía padeciendo el drama secular de su servidumbre. Con noble afán, en la misma época, González Prada asumió su defensa; pero lo hizo en forma panfletaria, lo cual es muy di­ferente de la creación imaginativa, novelística, que era la forma de Palma.

Ambos autores, el de las Tradiciones y el de los Comentarios, trataron, a trescientos años de distancia, temas del mundo limeño virreinal y republicano, y del Cuzco incaico y legendario, respectivamente, porque ellos los inspiraron en forma vital, poniendo en juego su más intensas pasiones, sus mejores fuerzas creadoras y sus co­nocimientos. Y al hacerlo en castellano de clási­ca estirpe; pero cada uno con su acento propio, americano, lograron iniciar, con dos aportacio­nes peruanas de primer orden, una literatura di­ferenciada de la española en nuestro continente.

La influencia de Palma se hizo visible en las letras peruanas a partir del último cuarto del siglo XIX. Mariátegui tuvo que experimentarla, ya sea directamente en la lectura de las Tra­diciones Peruanas, o indirectamente, en la atmós­fera literaria que se respiraba en la Lima de principios de este siglo. En cambio, es curioso observar cómo Garcilaso no influyó en modo alguno sobre el que más tarde sería un nuevo "Amauta" del Perú. Seguramente ello se debió al hecho de que, si bien ambos fueron fervorosos defensores del indio, aquél lo fue por motivos sentimentales, y éste, por lo menos aparentemente, en virtud de consideraciones racionales, que apuntaban al desarrollo nacional, obtenidas a través del "materialismo dialéctico".

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La misma desgracia nacional de 1879 que al­teró el humor alegre y burlón de Ricardo Pal­ma, debilitando su fecundidad de escritor, en­contró a González Prada en plena juventud y provocó en su espíritu, lírico por esencia, una reacción que le hizo presentarse como un arre­batado y arrebatador panfletario.

Al contrario del tradicionalista, el autor de Horas de Lucha es un descendiente puro de españoles que trataban de conservar sus costum­bres peninsulares, principalmente las impuestas por la mística católica, y querían hacer de su vástago, naturalmente inclinado a la vocación re­ligiosa, un sacerdote. Se le verá por ello ingre­sar en un seminario para dedicarse a profundi­zar en la sabiduría de los santos Agustín y To­más, iniciarse en los misterios de Trinidades y Resurrecciones y versificar loas a vírgenes y ar­cángeles. Pero al cabo de algunos años, cuando se le acerca ya la hora de la ordenación, un buen día caen a sus manos los libros del raciona­lismo ateo triunfante: Rousseau lo confunde; Vol­taire lo deslumbra. En el espíritu exaltado del creyente, ávido de nuevas luces; operase rápidamente una conversión —que no será la últi­ma—. Y abandonando sotana de novicio, sale otra vez al mundo, para ser con el tiempo tan apasionado descreído como antes fuera fervoroso creyente. Por otra parte, sigue haciendo poemas, esta vez a las bellezas y amores terrenales:

Algo me dicen tus ojos mas lo que dicen no sé. Entre misterios y enojos algo me dicen tus ojos...

Y como los claustros no le inspiran ya confianza, prefiere seguir haciendo su cultura lejos de las universidades.

Por aquel momento, la Francia de los enciclo­pedistas y la Revolución de los Derechos del Hombre continúan alumbrando el derrotero del pensamiento occidental. Renán, el librepensa­dor y apóstol moderno de Jesús, en la misma forma que los poetas socializantes Víctor Hugo y Lamartine, son los mentores de la nueva ju­ventud internacional. González Prada los escu­cha devotamente. Luego entrarán en su santua­rio Lord Byron y Goethe. Y así estará preparado ya para sentir el asombro de la Grecia antigua, pagana.

En el campo, gozando de la naturaleza al aire libre, cada vez más aficionado a la sabiduría de otros tiempos, vive para leer buenos libros y pu­lir versos de corte clásico; pero su signo dis­tintivo es la inclinación al aislamiento, la reser­va, el pudor de su arte. Es, pues, un poeta que tiene su torre de marfil, a quien el bullicio del mundo no le interesa mayormente. Así le sorprende la guerra con Chile. Los acontecimien­tos se precipitan. Se consuman los actos heroi­cos de Grau en las aguas de Angamos, de Bo­lognesi en el morro de Arica. Pero vienen las derrotas una después de otra. No hay nada que pueda suplir la indecisión, la torpeza o el egoís­mo de los que dirigen, la impotencia de un pue­blo compuesto de una inmensa mayoría abori­gen, analfabeta, que naturalmente tiene apenas una noción confusa de Dios y de patria, y de una minoría de mestizos y criollos de mentalidad más o menos colonial o colonialista. Chile, en cambio, era en aquel instante un país que, gracias a ciertas circunstancias favorables, co­mo la configuración de su suelo, fácil para la vía férrea, su fertilidad, su abundancia de car­bón y hierro, su inmigración seleccionada2, ha­bía logrado industrializarse en alto grado, lo cual vale decir, a ponerse, en aquel entonces, a la cabeza de los pueblos hispanoamericanos. Por otra parte, el cruce del conquistador y el abo­rigen —éste, infinitamente menos numeroso que en el Perú— se ha llevado a cabo con rapidez, formando un tono racial parejo, lo cual obra fuertemente para dar una conciencia clara de nacionalidad. Si a esta circunstancia se agrega el hecho de que los chilenos de 1881 eran dig­nos descendientes de Caupolicán y sus huestes, famosos por temibles en la historia de la Con­quista, se comprenderá fácilmente la razón por la cual un pueblo de población reducida y sin grandes recursos económicos pudieran vencer a una alianza de dos naciones —el Perú y Boli­via— que contaban con inmensas riquezas en po­tencia y con elemento humano hasta de sobra, pero que seguían manteniendo en gran parte sus formas sociales y económicas medievales. Así, de la misma manera que la barbarie de los indígenas del Nuevo Mundo no pudo resistir, a pesar de que éstos se contaban por millones y de su heroísmo a toda prueba, el avance de unos cuantos centenares de españoles —a veces de unas cuentas decenas solamente— a través de México en el Norte y del Tahuantinsuyo en el Sur, el semifeudalismo peruano-boliviano se vio en la imposibilidad de resistir el empuje de unos cuantos millares de chilenos de mentalidad evo­lucionada gracias al industrialismo. Lo mismo que a todo lo largo de la historia humana, el conflicto del setenta y nueve se resolvió a favor de la técnica más avanzada.

Navegando más de dos mil kilómetros frente a las costas chileno-peruanas, los vencedores desembarcaron en Chorrillos, a unos cincuenta kilómetros de Lima. La juventud de esta ca­pital se aprestó al combate con una generosidad que sólo igualaba a su falta de preparación gue­rrera. Las manos del poeta González Prada —en igual forma que las de su colega Ricardo Palma— empuñaron con valentía ejemplar el fusil. Pero después de una nueva y fácil carnicería en dos tiempos, el ejército chileno entró en la sede del gobierno peruano, sellando así su triunfo defi­nitivo. Aquel acontecimiento infausto fue, como hemos dicho al comienzo, la iniciación de una decir, el despertar del insurrecto, que quiere nueva etapa en la vida del ex-seminarista, es actuar en política. La exaltación natural de su temperamento lo mantendrá en la misma actitud a pesar de todos sus fracasos, o quizá por ello mismo, hasta el final de sus días.

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A fuerza de noble pasión y de idealismo, el poeta romántico vio, en primer lugar, que en el Perú de su época, la política, o sea el arte noble y difícil de gobernar una nación, para impulsarla por las vías del progreso, se había convertido en un instrumento inoperante en manos de las clases dirigentes. En otro aspecto comprobó que la religión, en vez de ser un sentimiento de so­lidaridad y amor, estaba reducida a un sistema de creencias rutinarias y ceremonias, más que de prácticas generosas. Y si tal era la condición de estas dos instituciones fundamentales, lo na­tural resultaba que todas las demás presentaran un aspecto deplorable. ¿De donde podía prove­nir tal estado de cosas? González Prada se res­ponde a sí mismo: de España, de la herencia española. Con esta visión de su pueblo y con es-te convencimiento, el bardo hace el gesto de abandonar a las musas para dedicarse a escribir literatura de panfletario, con lo cual logrará que muchos observadores, no sólo de su tiempo sino del nuestro, lo tomen por un "pensador racio­nalista"; pero la verdad es que las musas segui­rán tras él obligándole a hacer versos a escon­didas, o a teñir siempre de lirismo y fantasía sus reflexiones, al par que a pulir su prosa co­mo un poema. Y así dirá, por ejemplo:

"El Perú es una montaña coronada por un ce­menterio", ó: "A fuerza de ascender a cumbres enrarecidas, nos estamos volviendo vaporo­sos, aeriformes; solidifiquémonos. Más vale ser hierro que nube", y otras frases, cargadas de me­táforas por el estilo, a granel.

Ya en camino de ir contra el mal, él, descen­diente puro de españoles y heredero directo de esa pasión generosa que dio tanta altura a algu­nos de los conquistadores y místicos, se declara antiespañolista rabioso; luego, desalentado ante la ineficacia del cuerpo eclesiástico, truena contra la religión y la fe; por último, identificando a los viejos con la derrota, lanza contra ellos una condena inapelable. Sea como fuere, en todo lo que dice hay tal calor de sinceridad, tal valentía, que sus artículos, publicados sólo en perió­dicos combativos, tienen la virtud de suscitar no­bles aspiraciones, de aunar la voluntad de los inconformes e iniciar un momento de agitación in­telectual y social, llamado a durar muchas dé­cadas. Un día se ve requerido por sus colegas poetas y aficionados a las bellas artes, que for­maban un círculo literario, para pronunciar un discurso. La pieza oratoria resulta en verdad al­tamente sugestiva, hermosa, beligerante. Es una exposición de sus ideas y que puede resumirse en esta frase de combate: "Los viejos a la tum­ba; los jóvenes a la obra".

La consigna podía interpretarse de diferentes modos, y sobre todo era tan efectista, que tuvo la virtud de quedarse en la mente de sus oyentes como un estribillo inolvidable, para circular después, no sólo por los ámbitos del Perú sino de toda la América hispana de su tiempo. Y su autor fue, a partir de aquel instante, la gran es­peranza, el símbolo de la redención del Perú.

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Para cumplir tal misión renovadora, había que unir la acción al verbo. Entonces González Prada se vio de pronto a la cabeza de un fla­mante partido político, que al principio reunió a los elementos más idóneos y bien intencionados del país; a los más jóvenes, como él quería. Y si además de ser un escritor brillante y apa­sionado hubiera tenido pasta de sociólogo y go­bernante, habría llegado fácilmente a presidir los destinos de su pueblo; pero este furibundo fiscal que hacía ver la necesidad de acabar con la burocracia nacional y con el clero; este fre­nético librepensador, seguía siendo en el fondo el creyente ingenuo del seminario, el poeta lírico de anteguerra, el alucinado de siempre, es decir lo contrario del político realista, del autén­tico gobernante, que debe ser ante todo un tem­peramento frío, sereno, para trabajar con los elementos que tiene a su alcance y que exige de la realidad el máximo, pero que, según el momento, se conforme con lo que ella le dé, hasta con nada, si tiene la esperanza de tiem­pos mejores. Ni tenía nada del hombre que maneja y disciplina colectividades, que presiente el acontecimiento y le sale al paso con las manos listas para encauzar sus consecuencias en un sentido favorable; ni del psicólogo, en fin, que sabe calar hasta el fondo mismo del espíritu humano, se apodera de sus resortes voliti­vos y los mueve a su antojo para utilizarlos co­mo es debido. Por eso sus adeptos fueron aban­donándolo unos después de otros, a medida que sentían o palpaban su incapacidad de realizador. Aquellos jóvenes, que no sólo querían contemplar, observar y definir, con mayor o menor elocuencia los hechos, sino actuar, dirigir, gobernar y transformar la realidad nacional, tuvieron toda la razón del mundo al hacerlo. Al­gunos lo abandonaron para seguir a Piérola; otros, más tarde, para seguir a Leguía, dos hombres de un evidente sentido práctico, dos políti­cos, dos directores de naciones que a pesar de sus fracasos supieron impulsar al Perú por las vías del progreso.

Después de aquella experiencia en la arena de la política, González Prada se consagró otra vez a la literatura, propiamente dicha, llevando a cabo, por un lado, una alta labor de divulga­ción de las ideas occidentales más avanzadas de su tiempo y, por otro, una intensa actividad que contribuyó a renovar el espíritu y las for­mas poéticas de nuestro medio. En la misma forma que Rubén Darío, aunque en escala me­nor, fue primero romántico, luego parnasiano y neoclásico y por último simbolista. A todo ello, tanto como al fervor que puso siempre en la defensa de los que en este mundo llevan la peor parte, se debió el hecho de que Mariátegui y con él la juventud peruana de su generación y de las posteriores lo hayan considerado siem­pre —y lo consideren— maestro de idealismo3.

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Claro está que, a su vez, Palma no se propuso desarrollar ninguna acción política al crear su obra, que no aspiraba a ser sino una reali­zación artística. Sin embargo, la tuvo y la tiene en la misma forma que la de Balzac, en la misma forma que la de Goya, cuando pintaba a los reyes y nobles de su época, estampando en ellos toda la decrepitud de su casta, genialmente es­condida entre las pálidas luces de un crepúsculo.

Palma no tenía de romántico sino su afán de evasión en el tiempo. Por lo demás, su arte es, por su agudeza en la observación y por la alegría de su humorismo un tanto escéptico, verdaderamente realista, por eso nos pudo pintar esos cuadros tan llenos de vida y verdad, co­mo el "Beba, padre, beba, que le da la vida", o "La gatita de Mari Ramos", en la serie de sus cuentos acabados.

El cuentista Palma pertenece, pues, a los mis­mos rangos creadores y renovadores del panfle­tario González Prada, a pesar de que se les haya querido presentar como adversarios políticos dia­metralmente opuestos y a pesar de que existan entre ellos profundas diferencias de temperamento y sean dos personalidades distintas. No podía ser de otra manera, pues, como se sabe, se trataba de dos escritores de diferente extracción social y racial. Prada era un descendiente directo de aristócratas españoles, de esos mismos aristócratas que vivían con la incurable nostalgia de los tiempos virreinales, con los ojos resentidos y alertas para ver todo defecto del medio donde habían venido a parar, de un medio republicano de cuartelazos y motines. Este resen­timiento negativo en sus antepasados se mani­festó en Prada con un signo positivo y que a la larga debía resultar benéfico para su pueblo. Sus antepasados menospreciaban al Perú, com­parándole con la España de Fernando VII. Pra­da, cuyo pensamiento había evolucionado al máximo de su época, lo menospreciaba, com­parándolo con Francia, con la Francia de la Re­volución de los Derechos del Hombre, con la Francia culta de Voltaire y de Renan.

En cambio, Palma era un criollo legítimo, en cuyo espíritu no había ningún vestigio de aris­tocratismo; un criollo cuyo pasado estaba en el presente, en la propia realidad donde había nacido y crecido; en esa Lima surgida de un cruce racial, a la que tanto debe, tanto ama, y a la que dio, en su literatura, categoría universal.

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Después de estas dos figuras intelectuales de primer orden se destaca, cronológicamente, José Santos Chocano, quien a pesar de vivir en el extranjero seguía influyendo en el alma nacional, y, luego, José de la Riva Agüero, que empezaba su ascenso magistral.

José Santos Chocano cruzaba en aquel enton­ces por la vida bajo los signos de la aventura y el drama. Y así continuaría hasta el final. Alfonso Escudero, al prologarle una magnífica antología, afirma acertadamente que la existen­cia del poeta bien podía llevar por título "Las mil y una aventuras".

Nació en Lima, en el último cuarto del siglo XIX. Después de hacer estudios más o menos elementales, su temperamento inquieto lo impul­só a viajar, en plena juventud, primero por di­ferentes regiones del Perú y luego por América y Europa.

De este modo, su formación cultural y su personalidad fueron haciéndose, al mismo tiem­po que brotaba su obra, en los más diversos climas físicos y espirituales.

Los mejores escritores de su época y de habla castellana fueron sus amigos, y muchos de ellos, entre los que puede citarse a Rubén Darío, Valle Inclán, Leopoldo Lugones, le tributaron pú­blica admiración. Fue sin duda alguna el más impetuoso y audaz de todos ellos, y sus versos, de sonora musicalidad, muy modernizada para su tiempo, y de intenso colorido, ejercieron en un momento dado mayor sugestión e influencia, por lo menos entre el gran público, que los de Prosas Profanas y Cantos de Vida y Esperanza. Solamente la perspectiva del tiempo ha podido establecer en forma definitiva, con notable ventaja para el centroamericano, las diferencias y distancias que los separan.

Hábil capitalizador de sus triunfos literarios, éstos le sirvieron para abrirse paso hasta los sa­lones dorados de los palacios gubernamentales, donde solía obtener estupendos beneficios inme­diatos; pero donde también encontraba a veces el imprevisto obstáculo de la caída y el desastre. Así fue, por ejemplo, cómo, su amistad con Es­trada Cabrera, en Guatemala, después de un breve período de auge político y económico, le deparó finalmente el calabozo de una prisión y el inminente peligro de ser fusilado.

Fueron necesarias la solidaridad y la inter­vención de la más calificada inteligencia del mundo latino para que se lograra salvarle la vida y obtener su libertad de rejas.

Vida aguerrida, sin tregua y sin descanso, con fuerzas creadoras extraordinarias para la obra artística y para la empresa política, la de Chocano transcurrió en una época adversa para su temperamento y sus condiciones. En los tiempos de Pizarro, por ejemplo, habría tenido su apropiado marco, ya que en aquel entonces conta­ban solamente, para las grandes realizaciones, la audacia, el valor y la capacidad, prescindien­do de ciertas virtudes cristianas.

Cuando Mariátegui escribía sus primeros ver­sos, Chocano ejercía una profunda influencia en la juventud peruana, y era considerado durante mucho tiempo como el "Poeta de América". El transcurso del tiempo nos ha hecho ver, ahora, que tal distinción es exagerada; porque en pri­mer lugar, resulta aún un poco indefinible la condición de americanidad. ¿Es americano lo aborigen, lo autóctono, más que lo mestizo o lo criollo? Además, el autor de Iras Santas y Oro de Indias está unido en su estilo poético, un poco grandilocuente, y en su espíritu, exaltado, violento, mucho más fuertemente a la España de Díaz Mirón y de Quintana que a la del Perú sobrio y silencioso de nuestros aborígenes. Tal circunstancia hace negarle, exagerando también a la inversa, su condición de americano. Pero una actitud serena nos hará ver que en la poe­sía del autor de Oro de Indias existen también elementos que le dan derecho para clasificarse, no como el "Cantor de América, autóctono y salvaje", sino como un poeta de la América mestiza, aún indiferenciada, en la que pugnan por fundirse la raza aborigen y las que vinieron para conquistarla.

Su vocabulario no es el mismo de los poetas españoles, quienes jamás emplearon, en pa­pel de exaltación, las palabras: Colla, Inca, indio, Caupolicán, Atahualpa, Inti y otras muchas. Además, su afán de identificarse con las cosas y los hechos del incario, aunque pueda no ser entrañable, contribuye a poner un matiz, un acento que lo diferencia a primera vista de la poesía peninsular.

A veces el artista, el escritor, se adelanta a su tiempo; su sensibilidad intuye, adivina nuevas formas, anhela de manera misteriosa extrañas transformaciones que, precisamente, disuenan en oídos de su propio ambiente, hieren a la gene­ralidad de sus contemporáneos. Tales creadores son los precursores que tienen la misión de abrir camino a costa de su propio sacrificio. A este género pertenecía entre nosotros un poeta, que precisamente el año 1913 publicaba en Trujillo sus primeros poemas y cuya obra posterior es­taría destinada a "caer en el vacío" durante lar­gos años, el de Los Heraldos Negros y de Trilce. Su obra, que "cayó en el vacío" según su propia expresión, está siendo comprendida solamente en nuestros días, después de cuarenta años de publicada, hasta el punto de constituir una línea de conducta y un ejemplo. En cambio, hay otros artistas que se producen a tono con su medio y con su ambiente. Expresan en sus poemas o sus cuadros los deseos y sentimientos de la genera­lidad de su época. Y, naturalmente, gozan de la admiración de sus contemporáneos. Tal fue el caso de Chocano. Su obra, así retórica, un poco ampulosa y engolada, apasionada hasta el punto de perder el sentido de la medida y de la objetividad, era una resultante de su propio medio en un instante en que el romanticismo seguía ali­mentándose en América Latina de fantasías y, sobre todo de una hiperexcitación del "ego". Sus defectos, por eso, no son exclusivamente su­yos sino también de su tiempo.

José Gálvez, Valdelomar, Hidalgo, Guillén y el mismo Mariátegui lo imitaban con mayor o menor suerte y más o menos hasta el año 1920, época en que el italiano D'Annunzio, por un lado y el nicaragüense Rubén Darío, por otro, em­pezaron a iluminar con más fuerza el horizonte literario hispano-americano.

* * *

Riva Agüero, en el momento de su aparición a la escena literaria del Perú, es el mejor producto que han podido dar la oligarquía y la Uni­versidad. Fue el animador y guía del movimiento llamado "futurista", que en cierta forma venía a ser una reacción contra el izquierdismo beligerante y triunfante a partir de la guerra con Chile, y una síntesis, una resultante nacida de la fusión entre las fuerzas del pierolismo y las del civilismo.

En Riva Agüero, hombre de casta, claro está, se da el caso de un espíritu que alienta la más pura y honda vocación intelectual, esa vocación intelectual que hace al hombre de ciencia. Se dedicó a la investigación histórica con una devoción y un acierto pocas veces igualados en nuestro país. Y esa investigación le llevó a ocu­parse del indio, a quien trató generosamente, sin pose, sin declamación, sin esnobismo de ningún género. Las siguientes palabras, que dan el sentido de toda su obra de juventud, son significativas al respecto: "Las miserias y calamidades de la Conquista y de las Guerras Civiles, hacían olvidar los males que podían haber afligido al pueblo en la época incaica y que de seguro fueron menores que los producidos por la codicia y crueldad de los soldados de España". Y en cuanto a los conquistadores, la rectitud de Riva Agüero es extraordinaria: "Mucho amamos a España y muy intensamente sentimos la comunidad de sangre; pero si algo pudiera entibiar en nosotros estos poderosos afectos, sería el antipático y re­pulsivo españolismo de Cappa y sus congéneres, quienes olvidando toda nobleza y deponiendo toda rectitud, se encarnizan en calumniar a la raza vencida y hollada, responden a vulgares y necias acusaciones contra otras más vulgares y necias todavía, falsean vergonzosamente la historia, insultan la verdad, y de tan insensata manera se fatigan por exculpar a los antiguos cas­tellanos de abusos y violencias muy reales por desgracia y que no son en ellos más perdona­bles, ni más condenables que en todos los con­quistadores conocidos sin salvedad ninguna".

Por eso es imposible desconocer que su esfuerzo se eslabona con el de los indigenistas de nuestros días. Lástima grande es que en ese es­píritu tan bien dotado pesarán más, al fin y al cabo, los intereses de casta, hasta haberle llevado al campo más reaccionario de la oligarquía peruana, y hasta haberlo convertido en un enemigo acérrimo del nuevo pensamiento.

Figuran también, junto a Riva Agüero, otros nombres de notables poetas y escritores: José Gálvez, que es también limeño, como Palma, por su espíritu y por su obra, uno de nuestros más nobles poetas; Abelardo Gamarra, a quien Mariátegui tributó encendidos elogios por el es­píritu de rebelión popular que lo agita, pero que realmente no llega a tener en su creación lite­raria la calidad, el brillo indispensables para darle el derecho de figurar entre los grandes escri­tores, a pesar del fervor que lo anima.

Así como González Prada, Palma, Chocano y Gamarra surgieron del colonialismo de Pardo y Aliaga y Segura, dando origen a la síntesis del "futurismo", en el que conviven elementos he­terodoxos, como Riva Agüero, Beingolea, José Gálvez y otros, así también esta síntesis, trans­formada a su vez en tesis, desarrollará su con­traria, su antítesis; esta antítesis se encuentra en el movimiento conocido por el nombre "Colónida", en el que encontraremos a José Carlos Mariátegui.

La figura central de este fugaz movimiento literario fue Abraham Valdelomar, un privile­giado temperamento de artista, que murió des­graciadamente antes de cumplir los treinta años, dejando poemas, cuentos y ensayos de la más alta calidad, tanto por el contenido espiritual co­mo por la maestría de su técnica.

Todo movimiento literario o artístico tiene su nexo visible o escondido con un movimiento de índole social o política. Prada y Palma son, para la literatura, lo que es Piérola para la po­lítica; Riva Agüero es, dentro del futurismo, lo que Candamo y José Pardo fueron en la hege­monía del civilismo; Valdelomar, Alberto Hidal­go y Mariátegui fueron, para el grupo "Colónida", lo que fueron Leguía y Billinghurst en la reacción contra el "civilismo".

El grupo Colónida no tenía un programa, no tenía un derrotero fijo:4 fue simplemente un acto de insurrección contra todas las leyes establecidas en el arte que se desarrollaba en el Perú, una embestida contra todo academismo y llevó el sello exclusivo de Valdelomar.

Valdelomar había sido un bullicioso agitador billinghurstista, un pintor descontento de sus pinceles; pero un escritor que ya llamaba la atención con sus crónicas y cuentos. Su con-tacto con Estados Unidos, Francia y, sobre todo, con la Italia dannunziana, desarrollaron y afian­zaron sus extraordinarias condiciones creadoras.

Criollo despierto, pagano y visiblemente sen­sual, se vio desde el primer instante captado por el gesto triunfal y olímpico de D'Annunzio, que por aquel entonces brillaba como estrella de pri­mera magnitud en el cielo del arte occidental. Le mantenía deslumbrado, tanto como Il Fuo­co, el hecho de que el poeta calvo desafiara a las multitudes de los teatros cuando no aplau­dían sus modernos dramas, o se bañara como un efebo, en medio de una comparsa de ninfas flo­rentinas. Y cuando volvió al Perú traía, junto con una bella colección de corbatas, pijamas de seda y perfumes, otra de poses altisonantes, pero también un caudal inagotable del más delica­do lirismo.

Entonces gobernaba apaciblemente, en estilo democrático, don José Pardo. Mariátegui había llamado ya la atención por la agilidad y la agu­deza de sus crónicas. Era el periodista profesional más joven de su tiempo, y el primer caso de un muchacho de diez y ocho años que ganaba con su pluma no sólo su sustento, sino el de su ma­dre y el de sus dos hermanos: Julio César y Guillermina. Se le mimaba en todas partes y, en un momento dado, tuvo ocasión de conocer el ambiente de los salones elegantes, el deleite de las fiestas suntuosas y las movidas peripecias del hipódromo. Y esta experiencia, que para muchos artistas bien dotados suele ser funesta, resultó altamente provechosa para él, en cuyo espíritu alentaba la fuerza del verdadero creador, para quien el mayor bien de la Tierra es su facultad de crear en rigurosa lealtad consigo mismo.

Su contacto con Valdelomar lo influyó poderosamente desde el primer instante. Fue a formar parte de su grupo, llevándose consigo a César Falcón, un escritor notable que trabajaba como él en "La Prensa" y en quien comenzaba a delinearse claramente una actitud clasista.

Por esa época de su vida le sucedieron dos percances que contribuyeron a realzar la popu­laridad que le daban sus artículos.

En un momento dado, cuando "La Prensa" había tomado distinta dirección política, orien­tándose hacia la derecha, Mariátegui fue a parar en "El Tiempo". En su sección correspondiente publicó un día cierto comentario, en el que analizaba la procedencia y trayectoria de casi todos los oficiales del ejército peruano de su época. El comentario no era ciertamente un elogio. Algunos oficiales jóvenes, corpulentos y ofus­cados, se sintieron heridos en su amor propio, y sin tener la menor idea de lo que es la libertad de pensamiento, quisieron vengarse. Este arranque de barbarie no es nada raro entre profesionales educados exclusivamente para la beli­gerancia y el ataque. En nuestra América semi-virgen suele darse el caso de que hasta los escritores proceden en la misma forma impetuosa. Uno de éstos, americanos, que fue a vivir en España hace unos treinta años, consiguió hacerse famoso más que por la calidad de su obra, por sus métodos directos. Cuando un crítico literario no hacía un elogio incondicional de su obra y, más bien, se permitía señalar sus errores o defectos, este escritor invitaba galantemente a un almuerzo a su crítico, y lo llevaba después en automóvil por las afueras de la ciudad y en un sirio apropiado lo hacía descender. Si el crítico era de firma mediocre, entonces le pegaba duro con sus puños de boxeador. Si tenía cier­to prestigio, sacaba su pistola y la frotaba con­tra el rostro espantado, diciéndole: "Por esta vez queden aquí las cosas. Cuando escriba so­bre mi persona tenga mucho cuidado, no vaya a ser que en la próxima vez le chamusque las barbas".

Por entonces se usaban las barbas. Y el mé­todo daba casi siempre inmejorables resultados.

Un grupo de aguerridos oficiales fue, pues, en son punitivo y espectacular hasta la misma oficina del cronista. Y el cuerpecillo frágil sufrió el maltrato de esos mastodontes.

Menos mal que en aquella vez el Ministro de Guerra, un delicado militar de alta graduación, tomó una actitud digna, e hizo, en protesta del hecho, la renuncia irrevocable de su alto cargo y limpió así, por lo menos, el prestigio de su ins­titución.

La otra anécdota está relacionada con la presencia de Norka Rouskaya en Lima. Valdelomar, Mariátegui y algunos otros periodistas que eran amigos de la eximia bailarina le propusieron una noche que fuera a ejercer sus "divinas dotes" en pleno cementerio, al mágico influjo de la "Marcha Fúnebre" de Chopin, bajo la "em­brujada claridad lunar".

Norka Rouskaya aceptó placenteramente la iniciativa y fue con ellos al lugar de los sucesos que al día siguiente conmovieron al ambiente nacional.

La bailarina despojóse de sus vestiduras corrientes, cubrióse con sutiles velos y, a los acordes de un violín, ejecutó la célebre danza entre las tumbas, junto a las cenizas de los muertos y ante los rostros maravillados de sus exiguos, pero selectos, espectadores.

Alguna dama devota del Señor de los Mila­gros oyó la noticia de los hechos esa misma noche, y no durmió: se dedicó a esparcir a los cuatro vientos las voces de "¡Profanación de las cenizas de vuestros venerados muertos!", "¡Sacrilegio de las tumbas sagradas!", y de "Castigo implacable para los impíos!". Sus voces despertaron la devoción dormida de nuestras ilustres damas colonialistas. La devoción se hizo rápidamente indignación; se encrespó, como una lla­marada. Y si las cosas hubieran seguido por el camino en que se encontraban, no se sabe qué habría sido de nuestra bailarina y de nuestros poetas.

Con todo, la mayor parte de los profanos fue a parar detrás de rejas. El suceso adquirió proporciones nacionales y fue debatido en las Cá­maras de nuestros honorables diputados y senadores. Allí tampoco faltaron los descendientes directos de Torquemada, que clamaban por un castigo ejemplar. Menos mal que la voz de algunos letrados inteligentes de ese tiempo llegó a imponer los fueros de la cultura y del arte sobre las encrespadas furias de la barbarie, y los presos fueron puestos en libertad.

Mariátegui solía referir el final de esta his­toria pintando un personaje "de corte pirandelliano": "Pero lo extraordinario del caso —decía— es que, detrás de ese famoso escándalo que to­dos conocen, se desarrolló un drama que sigue casi ignorado. Lo voy a contar. No se crea que es fácil trasponer las puertas de un cementerio a medianoche. Menos tenía que ser aún para nosotros, que íbamos en comparsa. Tuvimos, pues que recurrir a los auxilios de un amigo nuestro, que era funcionario de Ministerio y que estaba en condiciones de entregarnos el escenario de la necrópolis. Efectivamente, nos dio una autorización escrita y firmada por él mismo. Ese funcionario era la persona más pulcra, más circunspecta y meticulosa que he conocido en mi vida. Su único punto débil era la poesía. Su afición a la poesía, al arte en general. Nos admiraba. Valdelomar y yo le conocíamos de cerca. Pues bien, aseguro que era un hombre intachable, un funcionario ejemplar, un funcionario digno de serlo durante toda su vida. Le contamos el objeto de nuestra visita nocturna al cementerio y le invitamos, como es natural, a gozar con nosotros del exótico espectáculo. Admirador de musas, ninfas y poetas, ¿cómo no iba a aceptar? Se sintió halagado y dichoso como colegial que recibe un premio. Fue el primero en llegar a la hora de la cita. Y recuerdo que no habló ni una sola palabra durante toda la noche. Tal era la emoción que le embargaba. Estoy seguro de que, de todos nosotros él fue quien más virgi­nal e inocentemente gozó de esas ondulaciones de bayadera, entre rumores de cementerio y románticas quejas de Chopin... Al siguiente día, cuando la policía tomó cartas en el asunto, como todo el mundo sabe, y cuando me tocó ingresar a un calabozo de la Intendencia, me había olvidado ya en absoluto de mi amigo el funcio­nario. Mi pensamiento estaba ocupado por la Rouskaya, que también había sido detenida y estaba en Santo Tomás, por las voces y aspavien­tos de nuestro público limeño. ¡Cómo iba a pen­sar en mi amigo, el funcionario, en esos instantes! Por eso, mi asombro no tuvo límites cuando, en la penumbra de tan ingrato alojamiento, oí su voz. La misma voz de mi amigo el funcionario. Una voz de vencido..., una voz de cementerio. Repito que se trataba de la persona más circunspecta, del funcionario más irreprochable que he conocido en mi vida, del hombre menos aparente para encontrarse en un lugar destinado exclusivamente a otra clase de gentes: a los rufianes, a los estafadores, a los po­líticos adversarios del régimen establecido... ¿No es cierto? Pues, en ese calabozo pude ver la muerte moral, la muerte más lastimosa que he visto. Mi amigo el funcionario se sentía por primera vez entre rejas, amenazado de inminen­te destitución. El pobre se debatía como en medio de una pesadilla de refinamiento inaudito... Hay que darse cuenta de lo que quiere decir la destitución para un hombre como ése, para el funcionario público más circunspecto e intacha­ble que se pueda dar. Su vida entera no había sido más que un continuo esfuerzo para llegar a la altura donde se encontraba. Ese puesto representaba su pasado, lo más limpio y valioso de su pasado, la única razón de su presente y de su porvenir. ¡La destitución, el desprestigio, la deshonra, la miseria! Lo recuerdo aún con su cabeza de cabello exiguo, peinada siempre con el más grande esmero, con su raya al medio, con su cuello duro, blanco, brillante, con sus puños muy sobresalientes e igualmente impolutos...; con la raya impecable de su pantalón... Lo recuerdo claramente con sus ojos de ven­cido y su voz angustiada, sin metal, entre los malos olores y las sombras de aquel calabozo... Lo destituyeron. ¡Sí, señor! La maldad y el odio de las gentes no podían quedarse contentos sin alguna víctima. Como no pudieron encontrarla entre nosotros, los artistas, la encontraron en nuestro amigo, el funcionario, cuya firma de la autorización que nos diera fue el único cuerpo de delito que encontraron pa­ra ejercer su africana justicia. ¿No es cierto que es un argumento para Pirandello?... ¿No es cierto?".

* * *

La vida de Mariátegui se desliza, pues, por esos días entre artistas de teatro, periodistas, diputados —redactaba el Diario de Sesiones de la Cámara en su periódico— y aficionados a las carreras de caballos —dirigía la revista hípica "El Turf"—. Fue la época de su juventud movida, un momento de experiencia mundana que suele ser sumamente benéfica para el hombre que logra salir de su atmósfera y asume una alta responsabilidad ante la vida.

Por los años 1915-18, en el campo espiritual de Mariátegui estaban: a su "derecha", Abraham Valdelomar, el artista exquisito, temperamentalmente sensual, epicúreo, dannunziano, con quien solía pasar noches enteras en los cafés de moda, haciendo gestos espectaculares, poemas, greguerías; de Valdelomar, que solía burlarse en voz alta de nuestras gordas damas de impertinente, de nuestros mulatos iletrados pero petulantes, y de nuestra mazamorra morada, oyéndole decir frases que nunca olvidaría5.

A su mano "izquierda" iba César Falcón, un periodista brillante que leía devotamente a Tols­toy, Kropotkin, Jean Jaurés; que mostraba una gran inclinación por los problemas sociales y trataba de vincularse a los medios obreros. Ma­riátegui se sentía atraído irresistiblemente por esos dos escritores. Valdelomar y Falcón fueron las influencias que más pesaron sobre la juven­tud de Mariátegui. Como se trataba de un es­píritu que había nacido con el don de la juven­tud, su elección en un momento dado no podía ser otra que la "izquierda". Tomó, pues, deci­dida y fervorosamente el camino de Falcón.

Pero en esto hay, además, un hecho muy inte­resante y hermoso: Valdelomar, a quien por al­gunas de sus aficiones pasajeras se podía tomar por un artista decadente, tenía en el fondo una madera de sana juventud. Esta es también la razón por la que él, a su vez, sintiera a través de su "discípulo" la influencia de los pensadores so­cialistas.

Me permitiré dar mi impresión personal con respecto a Valdelomar, porque refleja en cierta forma el ambiente provinciano de aquella época. Cuando el famoso autor de El Caballero Car­melo salió, hacia el año 1917, en gira artística por el Norte del Perú, estudiábamos "instruc­ción media" (bachillerato) en el colegio de Chi­clayo. En el ambiente estudiantil, Valdelomar era conocido, más que por su obra literaria, por el famoso escándalo de la Rouskaya, sus zapatos refulgentes y la cintilla de seda negra, larga, vistosa de su monóculo. Al tenerse la noticia de su llegada, el colegio se dividió en dos ban­dos: el exiguo de sus admiradores y el aplastante de sus adversarios. En total, cinco o seis poetillas contra la masa prosaica e insensible de esa ciudad, la más industrializada y comercial del Perú.

Sus dos primeras actuaciones en los teatros de Chiclayo, que versaron sobre temas enteramente artísticos, fueron un fracaso rotundo. Quedó demostrado aquella vez que ni los rica­chos arroceros, azucareros o algodoneros, ni sus descendientes de ambos sexos eran sensibles a las gracias de las divinas artes. Sólo asistieron, clan sus familiares, algunas damiselas, que ha­bían hecho firmar ya previamente en sus álbu­mes al ilustre bardo; algunos profesores y abo­gados, y nuestra reducida grey de melenudos y adolescentes soñadores.

Pero la tercera actuación, que debía ser una conferencia sobre temas sociales y cuyo precio de entrada estaba al alcance de la gente sin di­nero, resultó un verdadero éxito, un triunfo, una apoteosis. Han transcurrido 20 años desde aque­lla fecha, y, naturalmente, no recuerdo ya casi nada del contenido de esa disertación. Sólo me quedan algunas palabras sonoras: "muchedum­bres creadoras", "derecho de sindicalización", "huelga general", "ávidos fariseos", "sangre ino­cente del cordero divino". En cambio, recuerdo con entera nitidez la figura exaltada del orador, moviéndose nerviosamente en el pequeño esce­nario provinciano, y la concurrencia, de obreros y empleados, desbordante, apasionada, entregán­dose al aplauso frenético, con una emoción virgi­nal. Al terminar su conferencia, que duró más de una hora, el proscenio estaba cubierto de flo­res, que habían ido cayendo durante todo el tiempo desde la platea, los palcos y las galerías.

El poeta salió de allí en hombros de sus admi­radores; fue paseado por la calle Real y llevado hasta su hotel, siempre seguido de la muche­dumbre más numerosa que hasta esa noche ha­bía podido verse en Chiclayo.

La atención que Valdelomar solía prestar a las disertaciones socializantes de Mariátegui, co­mo éste nos refiere, venían desde una zona es­piritual que comenzaba a despertarse en Val­delomar y que llegó a dar en ocasiones como ésta, a la que me refiero, magníficos resultados. Pero, para desgracia del espíritu, el arte y el pueblo americanos, murió antes de llegar a los treinta años, porque, acaso, como él decía con extraña frecuencia, "mueren jóvenes los elegidos de los dioses".

* * *

Durante el Gobierno de Pardo —1915-18—, las exportaciones del país —minerales, algodón, azú­car— habían aumentado considerablemente a causa de la guerra mundial; crecía por ello el volumen de la pequeña burguesía y aumentaba el proletariado de las ciudades de la costa, princi­palmente en las ciudades de Lima y el Callao, que son, por lo general, las que más pesan en la actividad política peruana.

Por otra parte, y muy a pesar de las grandes agencias cablegráficas, empezaron a conocerse hacia el año 1919 ciertas noticias relacionadas con la conmoción rusa. Los obreros de Lima y el Callao habían llegado a organizarse podero­samente en sus organizaciones, y los estudiantes de Lima y provincias comenzaban a hablar de Reforma Universitaria. En realidad, se producía un fenómeno de agitación temible en las bases del pueblo, y otra vez el nombre de Augusto B. Leguía, candidato a la Presidencia, volvió a ser el símbolo de "esperanza y redención".

El civilismo tenía por qué temer, y temía se­riamente la candidatura de Leguía. En su pri­mera administración, habían quedado perfectamente definidas las posiciones de mentalidad e intereses opuestos. Y durante los cuatros años de Pardo, las ventajas habían sido incuestiona­blemente para la causa de Leguía. El civilismo opuso, pues, a la candidatura del hombre del pue­blo, del "Maestro de la Juventud", como le lla­maba la muchachada universitaria, la candida­tura de Aspíllaga que, en otra ocasión, fuera derrotado por Billinghurst. Era fácilmente pre­visible el triunfo electoral aplastante de Leguía: pero ya había otras experiencias. El civilismo podía perfectamente escamotear el triunfo; po­día hacer con Leguía lo que había hecho con Piérola. ¿Cómo evitarlo? Por algo el "Maestro de la Juventud" había salido de las filas del mis­mo civilismo. Conocía, pues, perfectamente sus armas y sabía manejarlas en ocasión propicia. Por eso, Pardo fue derrocado por un golpe de Estado, pocos meses antes de que terminara su mandato. Se formó una Junta de Gobierno y se convocó a una Convención Nacional. Eran las fuerzas populares triunfantes otra vez en el poder.

Mariátegui, como Félix del Valle, como Val­delomar, y otros escritores jóvenes de ideas avan­zadas, habían tenido que actuar necesariamente al lado del pueblo, al lado de los universitarios izquierdistas en lucha abierta contra el núcleo de estudiantes plutócratas y contra sus maestros oligarcas, casi todos supervivencias de la colo­nia. Fueron, pues, leguiístas en cierto aspecto. Mariátegui y Falcón comenzaban a pisar en un terreno definido de clases y llegaron a fundar un periódico "La Razón", en el que escribieron algunos obreros. Pero estaban muy lejos de te­ner una ideología clara, y menos aún una expe­riencia que les diera una conciencia definida de sus ideales. Ese periódico, asumió la dirección de un nuevo movimiento que iba dirigido prin­cipalmente contra el nuevo régimen. Pero, por dificultades económicas, tuvo que suspender su publicación. Tal fue el instante en que Alfre­do Piedra, Ministro de Leguía, que conocía y admiraba el talento de los dos jóvenes escrito-res, gestionó para ellos ante su Gobierno unas becas de estudio en Europa. Falcón y Mariáte­gui, lo mismo que Félix del Valle y algunos otros estudiantes y artistas, aceptaron la distinción y emprendieron viaje.

Acabo de poner en claro, a plena luz, un ins­tante de la vida de Mariátegui, sobre el que al­gunas gentes de mala voluntad han tratado de acumular sombras y acusaciones solapadas, en voz baja y de oído a oído: estas gentes, por lo general izquierdistas, hicieron en este caso, de Mariátegui, exactamente lo mismo que algunas gentes derechistas hicieron del caso de González Prada, cuando éste aceptó, precisamente del Go­bierno de Leguía (del primer período), el puesto de Director de la Biblioteca Nacional. "Mariáte­gui se vendió a Leguía por un miserable viaje a Europa". "Eso no hacen los verdaderos revo­lucionarios". Y los otros: "El león González Pra­da entró, como canino, por la piltrafa a la jaula de la Biblioteca". "Eso no hacen los verdaderos apóstoles". Las personas que lanzan estas acu­saciones revelan estrechez de criterio, ya estén en la derecha o en la izquierda.

González Prada estuvo en su perfecto dere­cho de aceptar el puesto de la Biblioteca. Le fue dado en virtud de su capacidad, de su competen­cia, de su sabiduría. El puesto lo necesitaba a él y no lo contrario, y debió tener la luminosa intuición (no apreciación, pues ya se ha dicho que Prada, más que todo, era un gran sentimen­tal) de que ese Gobierno de Leguía representa­ba las fuerzas antagónicas del civilismo —el gran enemigo—, las fuerzas progresivas, confu­sas, entre las que la suya actuaba también. Su dignidad quedaba intacta. No había pasado a formar en la grey de los satisfechos, y su inquie­tud social —mal encauzada, quizá— le llevaría nada menos que hasta las alturas confusas del anarquismo. Su dignidad estaba intacta, digo. Tan intacta, que en un momento dado, cuando sintió que esas fuerzas populares habían sido desplazadas del poder; cuando vio que Billing­hust, que las representaba, fue derrocado por un cuartelazo, civilista, Gonzáles Prada hizo la renuncia irrevocable de su cargo y se fue sere­no y feliz a su casa.

Lo mismo, exactamente lo mismo, hizo Ma­riátegui. Aceptó esa beca para estudiar, para perfeccionar sus conocimientos, para formarse una conciencia clara de su ideal, sin adquirir ningún compromiso, absolutamente ningún com­promiso con el régimen de Gobierno que le da­ba esa beca. Su juicio certero —aquí sí no había intuición, como en González Prada— le decía que ese viaje sería su salvación, que en ese viaje encontraría su verdadero camino, su verdadera y magnífica fuerza que pondría al servicio de su ideal, al servicio de los oprimidos, su nombre, uno de los más altos de América. Su dignidad quedaba intacta. Tan intacta, que cuando vol­vió al Perú, comenzó a luchar sin parar un ins­tante; pero con asombroso tino, dialécticamen­te, contra el bloque del capitalismo, contra el mismo régimen leguiísta, que marchaba de ma­nera inevitable, dado nuestro medio, a su decre­pitud, y de cuyas autoridades policiales sufrió más de una persecución, como lo veremos pos­teriormente. Si Mariátegui no hubiera hecho ese viaje a Europa, habría estado condenado irre­misiblemente a morir aún más prematuramente y, como cualquiera de nuestros periodistas, con sus fuerzas creadoras dormidas. Europa fue, pues, para él, como para la mayoría de nuestros grandes hombres, su salvación, su revelación, su nacimiento a la vida del pensamiento que no muere.

 


NOTAS:

1 Nació en Lima, el 14 de junio de 1895.

2 Vasca principalmente en aquel instante.

3 Véase al final, el apéndice Nº 2, un elocuente reportaje de Mariátegui a este respecto.

4 El mismo Mariátegui dice a este respecto palabras parecidas.

5 Cuando volvió de Europa le gustaba repetir algunas puli­das y agudas saetas del "Conde Lemos", como ésta, por ejemplo: "Querido Mariátegui: En nuestra ciudad, prosai­ca y mulata, las gentes prefieren llamar "chupajeringa" a la libélula". (Citado también en su libro Siete Ensayos)