OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

FIGURAS Y ASPECTOS DE LA VIDA MUNDIAL III

 

       

EL INTERMEZZO BERENGUER*

 

La agitación política a que debe hacer frente en España el gobierno de transición del general Berenguer, no ha tardado en cobrar un acentua­do tono antimonárquico. Unamuno, recibido jubilosamente en España, a nada se ha apresurado tanto como a reafirmar su posición republi­cana. No habría podido tomar otra actitud, des­pués de sus vehementes campañas de Hendaya. Pero, probablemente, en los cálculos del resta­blecimiento del régimen constitucional entraba cierta confianza de que la satisfacción por la caída de Primo de Rivera atenuase en los polí­ticos en ostracismo el enojo contra la monar­quía.

La dictadura de Primo de Rivera ha tenido el paradójico resultado de resucitar en España al Partido Republicano. Los socialistas habían ido desplazando, poco a poco, a los republicanos antes de esta crisis de la legalidad, de sus po­siciones electorales. Durante la dictadura, el Partido Socialista ha acrecentado su poder y su influencia. Pero, en parte, ha sido por el rol de­mocrático que su oposición le asigna en el futu­ro próximo de España. Más que un partido so­cialista desde el punto de vista de la mentali­dad y la ideología, es un partido demosocial-republicano. El republicanismo, el antimonarquismo es el aspecto que más espectación enciende hoy en torno a su política. Y es lógico que en esta situación, los antiguos republicanos se sientan también llamados a jugar un rol. La dictadura militar no miraba a otra cosa que a un retorno absolutista. Su fracaso reabre la cuestión del régimen —la cuestión monarquía o re pública— que los partidos constitucionales creían definitivamente superada o abandonada, con el desarrollo de un movimiento socialista que trasladaba las reivindicaciones de las masas al terreno económico y social.

La monarquía está comprendida en el proceso a Primo de Rivera. El conde de Romanones ha hecho, según el cable, declaraciones que indican su preocupación respecto a la suerte del orden monárquico en España. A su juicio, los acontecimientos exigen una transformación del régimen. España necesita una monarquía constitucional, un orden parlamentario como el de Inglaterra. El viejo ideal de los monárquicos liberales reaparece, en la mente y la práctica de éstos, como la fórmula salvadora. La subsistencia del régimen monárquico no tiene otra garantía.

El gobierno de transición de Berenguer, como ya he tenido oportunidad de remarcarlo, asume el encargó de liquidar la dictadura militar: pero es todavía la continuación de esta dictadura, con nuevo personal y diverso programa. La legalidad no está restablecida. El objeto de este gobierno es la normalización; pero la normalización no puede obtenerse por decreto real. La suspensión parcial de la constitución se mantiene vigente. Berenguer, por ejemplo, tiene que seguir usando la censura de la prensa. La agitación de los partidos y las masas lo coloca frente a una grave cuestión de procedimiento: ¿Puede su gobierno autorizar o tolerar, inmediatamente, mítines, manifiestos, campañas que son, legalmente, normales? Si la Constitución continúa en suspenso, si los derechos de reunión, de prensa, de asociación, no son restituidos al pueblo, ¿cómo podrá hablarse de restablecimiento de la legalidad? Las medidas restrictivas, en ins­tantes de efervescencia popular, provocarán protestas. Y éstas, a su vez, incitarán al gobierno a la represión.

Cuando las condiciones políticas de un país llegan a este punto, la revolución puede comenzar en un tumulto. Después de una aventura como la de Primo de Rivera, la vuelta a la Cons­titución no puede cumplirse sin riesgos. Los par­tidos de oposición entienden, lógicamente, la de­rrota del dictador como su propia victoria. Los victoriosos no se conforman fácilmente con que a la hora de la paz se les escamotee las venta­jas de la derrota, del fracaso del enemigo. Las cosas se complican con la complicidad notoria de Alfonso XIII, con su interés personal en el golpe de Estado del Marqués de Estella.

La monarquía, ante la bancarrota de la po­lítica de Primo de Rivera, ha ofrecido para sal­varse la vuelta lisa y llana a la Constitución. Es­to es todo lo que la monarquía puede prometer. Pero es mucho más lo que la oposición se en­cuentra con derecho y con fuerzas para recla­mar. El conde de Romanones, viejo y astuto ser­vidor del régimen, pide que la monarquía se convierta en una monarquía liberal del tipo inglés. Es la reivindicación de un cortesano y de un parlamentario la reivindicación mínima. Los republicanos quieren la República; los socialistas denuncian la incompatibilidad de la monarquía actual con un orden democrático. Lo que las masas demandarán en la calle, en los comicios, si se les consiente formular públicamente sus desiderata, será no unas Cortes ordinarias, nor­malizadoras, sino una Constituyente. Quien dice Constituyente, en las presentes circunstancias, dice Revolución.

El segundo acto de este drama, después del intermezzo Berenguer, si las fuerzas republica­nas y socialistas no son en España suficientemente activas y eficaces para empujar al país por este camino, puede ser, por ende, la dictadura absolutista. Ya se ha hablado de la inten­ción de Alfonso XIII de jugar, eventualmente, a la misma carta que Alejandro, el Rey de Yugoes­lavia. La Unión Patriótica, en previsión de las emergencias posibles, no desarma sus cuadros. Berenguer, conforme a un cablegrama último, se ha visto obligado a telegrafiar a los capita­nes generales del reino "recordándoles que la función militar es incompatible con la actuación política y que, en consecuencia, los militares que actuaban en el partido de la Unión Patriótica deben abandonar esa labor política".

¿Quiénes obrarán más enérgica y prontamen­te? ¿Los agentes de la reacción batidos en la ba­talla de Primo de Rivera, o las fuerzas de la re­volución, sorprendidas por los acontecimientos y carentes de una organización de combate?.

 

 


 

NOTA:

 

* Publicado en Mundial, Lima, 15 de Febrero de 1930, en la sección "Lo que el cable no dice".