OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI

EL ARTISTA Y LA EPOCA

 

  

LEONIDAS LEONOV1

 

La Biblioteca de la Revista de Occidente nos ofrece en español otra obra de la nueva literatura rusa. Otro testimonio de que la literatura rusa no ha terminado, con el antiguo régimen, devorada por la Revolución, como se imaginan algunos buenos o malos burgueses.

Leonidas Leonov, el autor de Los Tejones, representa, según sus críticos, en la literatura rusa de hoy, la tradición de Gogol y Dostoievsky. Algunos de sus personajes descienden, efectivamente, dé los de Almas Muertas o Los Hermanos Ka­ramazov. Pero el primer libro suyo, vertido al español no es, precisamente, uno de los que pue­den acreditar esta tesis. De Leonov he leído, tra­ducida al italiano, otra novela, El fin de un hombre mezquino. Es ahí, no en Los Tejones, donde revela un poco el mundo de Dostoievsky.

Los Tejones, por tanto, no bastan para revelar integralmente a Leonov a los lectores hispánicos. Leonov no está cabal, no está entero en esta no­vela. Pero, en cambio, Los Tejones tienen, ade­más de su mérito artístico, el valor de consti­tuir un nuevo testimonio de la estabilización del bolchevismo. Leonov no es comunista. No ha dado nunca su adhesión al partido bolche­vique como, por ejemplo, Babel y la Seifulina. Se le supone, por el contrario, una actitud es­céptica, si no hostil, ante la Revolución. Mas las obras que de él conozco afirman, objetiva­mente, la victoria revolucionaria, cualquiera que sea su indiferencia respecto de la Revolución misma.

En El fin de un hombre mezquino nos presenta el drama de la "cultura" (de la cultura entre comillas para no identificarla con la otra, la ver­dadera), en los primeros años de la Revolución. El protagonista, el profesor Feodor Andreich Li­charyev, es un sabio paleontólogo que durante toda su existencia ha estado más o menos au­sente de la vida rusa. «Con un tenaz esfuerzo de la mente y de la voluntad —dice Leonov— ha­bía penetrado tan profundamente en las ines­crutables profundidades de la ciencia paleonto­lógica y de las otras ciencias emparentadas a és­ta que, probablemente, había vivido todo su tiem­po en la edad antediluviana, considerando el presente como un reflejo sin valor de aquellos tiempos irrevocables». La Revolución lo sorpren­de entregado, en cuerpo y alma, al estudio del período mesozoico. El profesor Licharyev siente, en su carne, las mortificaciones del cataclismo: hambre, frío, etc. Pero su atención está absolu­tamente acaparada por cataclismos remotos. No le es posible, por consiguiente, enterarse de la re­volución ni de sus alcances. Además, un ambiente de catástrofe era, acaso, el más adecuado para sus investigaciones e hipótesis. A un sabio paleontólogo, que revive mentalmente la edad más tormentosa del planeta, la revolución social no podía perturbarlo. Tenía más bien que servirle de excitante para su afición.

Pero el cataclismo presente, real, resulta, a la postre, excesivamente violento para permitir al profesor Licharyev la tranquila reconstitución de los cataclismos remotos. La realidad reivindica sus fueros. La presencia de la Revolución acaba por volverse evidente hasta para el sabio paleontólogo. Y entonces el sabio siente que se rompe el resorte de su vida. Rasga sus manuscritos. Tira su pluma estilográfica. Su mecenas miserable —un hebreo ignorante, enamorado de la "cultura", que alivia su miseria, proveyéndolo periódicamente de algunos comestibles, con un respeto religioso por su obra sobre el período mesozoico— escucha consternado la trágica declaración de Licharyev de que la paleontología se ha tornado inútil, absolutamente inútil, en medio de este cataclismo auténtico.

El caso de Licharyev puede parecer demasiado singular. Pero, en verdad, refleja la situación de una gran parte de la "inteligencia" en los años de la Revolución. El drama del profesor de Paleontología ha sido también el de muchos profesores de Filología, de Anatomía, de Historia y hasta de Economía Política, sorprendidos también por la Revolución, si no en el período mesozoico, en otros períodos más próximos pero no menos fenecidos. El profesor Licharyev, es el "intelectual" ruso, famélico, miserable —a causa de la Revolución— en el nombre del cual tantos espíritus plañideros se han quejado de la barbarie bolchevique y de sus ataques a la "cultura".

En Los Tejones no tenemos un conflicto semejante en su significado o en su proceso. El episodio es diferente. El escenario lo es también. No respiramos la atmósfera del helado y mísero cuarto del profesor Licharyev. La atmósfera es rural, aldeana, palurda, sin relente de urbe y, mucho menos, de Paleontología. Estamos en la aldea, en la campiña, en el bosque y nos sentimos, por consiguiente, con los pulmones sanos. La vida ignora totalmente las teorías sobre el mesozoico. Pero uno de los protagonistas es siempre la Revolución. El otro, en vez de la "cultura", es la aldea. Y, como la aldea tiene una existencia menos objetable y, en todo caso, más insuprimible que la Paleontología, el conflicto se resuelve diversamente. La aldea de Vory —hostil al bolchevismo, por su pleito ancestral con la de Gusaki, a la cual la justicia sumaria de los bolcheviques acaba de asignar el usufructo del prado Zinkino— depone las armas. Los aldeanos rebeldes, a los que su lucha contra los de Gusaki y el bolchevismo ha puesto fuera de la ley, después de un período de romántico exilio en el bosque, regresan al villorio. Las bandas rurales, en armas contra el nuevo poder, son reabsorbidas por la campaña pacífica. Los Tejones representan uno de los últimos episodios de la lucha. Con la rendición de "los tejones", el bolchevismo impone su ley a una de las últimas bandas resistentes que consentían, aunque fuera un poco artificialmente, dudar aún de su estabilidad.

Esta novela es una versión objetiva —indiferente al contraste de las ideas— del alma de la aldea rusa. Y, más que del alma, del cuerpo. Porque, afortunadamente, Leonov no se propone objetivos trascendentales ni metafísicos. Es un realista que, sólo para que no nos sea posible dudar de que lo que nos describe es la realidad, pone en ella el poco de poesía necesario para que no le falte nada.

 


NOTA:

1 Publicado en Variedades: Lima, 26 de Febrero de 1927.