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(La continuación de los tres capítulos anteriores aparece en la "Revue" del último número publicado —número doble, quinto y sexto— de la "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" [84]. Después de describir la gran crisis comercial que estalló en 1847 en Inglaterra y de explicar por sus repercusiones en el continente europeo cómo las complicaciones políticas se agudizaron aquí hasta convertirse en las revoluciones de febrero y marzo de 1848, se expone cómo la prosperidad del comercio y de la industria, recobrada en el transcurso de 1848 y que en 1849 se acentuó todavía más, paralizó el ascenso revolucionario e hizo posibles las victorias simultáneas de la reacción: Respecto a Francia, dice luego especialmente:) [*]
Los mismos síntomas se presentan en Francia desde 1849, y sobre todo desde comienzos de 1850. Las industrias parisinas tienen todo el trabajo que necesitan, y también marchan bastante [294] bien las fábricas algodoneras de Ruán y Mulhouse, aunque aquí, como en Inglaterra, los elevados precios de la materia prima han entorpecido este mejoramiento. El desarrollo de la prosperidad en Francia se ha visto, además, especialmente estimulado por la amplia reforma arancelaria de España y por la rebaja de aranceles para distintos artículos de lujo en México; la exportación de mercancías francesas a ambos mercados ha aumentado considerablemente. El aumento de los capitales acarreó en Francia una serie de especulaciones, para las que sirvió de pretexto la explotación en gran escala de las minas de oro en California. Surgieron sociedades, que con sus acciones pequeñas y con sus prospectos teñidos de socialismo apelaban directamente al bolsillo de los pequeños burgueses y de los obreros, pero que, en conjunto y cada una en particular, se reducían a esa pura estafa que es característica exclusiva de los franceses y de los chinos. Una de estas sociedades es incluso protegida directamente por el Gobierno. En Francia, los derechos de importación ascendieron en los primeros nueve meses de 1848 a 63 millones de francos, de 1849 a 95 millones de francos y de 1850 a 93 millones de francos. Por lo demás, en el mes de septiembre de 1850 volvieron a exceder en más de un millón respecto a los del mismo mes de 1849. Las exportaciones aumentaron también en 1849, y más todavía en 1850.
La prueba más palmaria de la prosperidad restablecida es la reanudación de los pagos en metálico del Banco por ley del 6 de agosto de 1850. El 15 de marzo de 1848 el Banco había sido autorizado para suspender sus pagos en metálico. Su circulación de billetes, incluyendo los Bancos provinciales, ascendía por entonces a 373 millones de francos (14.920.000 libras esterlinas). El 2 de noviembre de 1849, esta circulación ascendía a 482 millones de francos, o sea, 19.280.000 libras esterlinas: un aumento de 4.360.000 libras. Y el 2 de septiembre de 1850, 496 millones de francos, o 19.840.000 libras: un aumento de unos 5 millones de libras esterlinas. Y no por esto se produjo ninguna depreciación de los billetes; al contrario, el aumento de circulación de los billetes iba acompañado por una acumulación continuamente creciente de oro y plata en los sótanos del Banco, hasta el punto de que en el verano de 1850 las reservas en metálico ascendían a unos 14 millones de libras esterlinas, suma inaudita en Francia. El hecho de que el Banco se viese así en condiciones de aumentar en 123 millones de francos (o 5 millones de libras esterlinas) su circulación, y con ello su capital en activo, demuestra palmariamente cuánta razón teníamos al afirmar en uno de los cuadernos anteriores que la aristocracia financiera, lejos de haber sido derrotada por la revolución, había salido de ella fortalecida. Este resultado se hace todavía más palpable por el siguiente resumen de la legislación bancaria francesa de los últimos años. El 10 de junio de 1847, se autorizó al Banco para emitir billetes de 200 francos; hasta entonces, los billetes más pequeños eran de 500 francos. Un decreto del 15 de marzo de 1848 declaró moneda legal los billetes del Banco de Francia y descargó al Banco de la obligación de canjearlos por oro o plata. La emisión de billetes del Banco se limitó a 350 millones de francos. Al mismo tiempo se le autorizó para emitir billetes de 100 francos. Un decreto del 27 de abril dispuso la fusión de los Bancos departamentales con el Banco de Francia; otro decreto del 2 de mayo de 1848 elevó su emisión de billetes a 442 millones de francos. Un decreto del 22 de diciembre de 1849 hizo subir la cifra máxima de emisión de billetes a 525 millones de francos. Finalmente, la Ley del 6 de agosto de 1850 restableció la canjeabilidad de los billetes por dinero en metálico. Estos hechos: el aumento constante de la circulación, la concentración de todo el crédito francés en manos del Banco y la acumulación en los sótanos de éste de todo el oro y la plata de Francia, llevaron al señor Proudhon a la conclusión de que ahora el Banco podía dejar su vieja piel de culebra y metamorfosearse en un Banco popular proudhoniano. Proudhon no necesitaba conocer siquiera la historia de las restricciones bancarias inglesas de 1797 a 1819 [85], le bastaba con echar una mirada al otro lado del Canal para ver que eso que él creía un hecho inaudito en la historia de la sociedad burguesa no era más que un fenómeno burgués perfectamente normal, aunque en Francia se produjese ahora por vez primera. Como se ve, los supuestos teóricos revolucionarios que llevaban la voz cantante en París después del Gobierno provisional eran tan ignorantes acerca del carácter y los resultados de las medidas adoptadas como los señores del propio Gobierno provisional.
A pesar de la prosperidad industrial y comercial de que goza momentáneamente Francia, la masa de la población, los 25 millones de campesinos, padece una gran depresión. Las buenas cosechas de los últimos años han hecho bajar en Francia los precios de los cereales mucho más que en Inglaterra, y con esto, la situación de los campesinos, endeudados, esquilmados por la usura y agobiados por los impuestos, no puede ser brillante, ni mucho menos. Sin embargo, la historia de los últimos tres años ha demostrado hasta la saciedad que esta clase de la población es absolutamente incapaz de ninguna iniciativa revolucionaria.
Lo mismo que el período de la crisis, el de prosperidad comienza más tarde en el continente que en Inglaterra. En Inglaterra se produce siempre el proceso originario: Inglaterra es el demiurgo del cosmos burgués. En el continente, las diferentes fases del ciclo que recorre cada vez de nuevo la sociedad burguesa se producen en forma secundaria y terciaria. En primer lugar, el continente exporta a Inglaterra incomparablemente más que a ningún otro país. Pero esta exportación a Inglaterra depende, a su vez, de la situación de Inglaterra, sobre todo respecto al mercado ultramarino. Luego, Inglaterra exporta a los países de ultramar incomparablemente más que todo el continente, por donde el volumen de las exportaciones continentales a estos países depende siempre de las exportaciones de Inglaterra a ultramar en cada momento. Por tanto, aún cuando las crisis engendran revoluciones primero en el continente, la causa de éstas se halla siempre en Inglaterra. Es natural que en las extremidades del cuerpo burgués se produzcan estallidos violentos antes que en el corazón, pues aquí la posibilidad de compensación es mayor que allí. De otra parte, el grado en que las revoluciones continentales repercuten sobre Inglaterra es, al mismo tiempo, el termómetro por el que se mide hasta qué punto estas revoluciones ponen realmente en peligro el régimen de vida burgués o hasta qué punto afectan solamente a sus formaciones políticas.
Bajo esta prosperidad general, en que las fuerzas productivas de la sociedad burguesa se desenvuelven todo lo exuberantemente que pueden desenvolverse dentro de las condiciones burguesas, no puede ni hablarse de una verdadera revolución. Semejante revolución sólo puede darse en aquellos períodos en que estos dos factores, las modernas fuerzas productivas y las formas burguesas de producción incurren en mutua contradicción. Las distintas querellas a que ahora se dejan ir y en que se comprometen recíprocamente los representantes de las distintas fracciones del partido continental del orden no dan, ni mucho menos, pie para nuevas revoluciones; por el contrario, son posibles sólo porque la base de las relaciones sociales es, por el momento, tan segura y —cosa que la reacción ignora— tan burguesa. Contra ella rebotarán todos los intentos de la reacción por contener el desarrollo burgués, así como toda la indignación moral y todas las proclamas entusiastas de los demócratas. Una nueva revolución sólo es posible como consecuencia de una nueva crisis. Pero es también tan segura como ésta.
Pasemos ahora a Francia.
La victoria que el pueblo, coligado con los pequeños burgueses, había alcanzado en las elecciones del 10 de marzo, fue anulada por él mismo, al provocar las nuevas elecciones del 28 de abril. Vidal había salido elegido no sólo en París, sino también en el Bajo Rin. El comité de París, en el que tenían una nutrida representación la Montaña y la pequeña burguesía, le indujo a aceptar el acta del Bajo Rin. La victoria del 10 de marzo perdió con esto su significación decisiva; el plazo de la decisión volvía a prorrogarse, y la tensión del pueblo se amortiguaba: estaba acostumbrándose a triunfos legales en vez de acostumbrarse a triunfos revolucionarios. El sentido revolucionario del 10 de marzo —la rehabilitación de la insurrección de Junio— fue completamente destruido, finalmente, por la candidatura de Eugenio Sue, el socialfantástico sentimental y pequeñoburgués que a lo sumo sólo podía aceptar el proletariado como una gracia en honor a las grisetas. A esta candidatura de buenas intenciones enfrentó el partido del orden, a quien la política de vacilaciones del adversario había hecho cobrar audacia, un candidato que debía representar la victoria de Junio. Este cómico candidato era el espartano padre de familia Leclerc, a quien, sin embargo, la prensa fue arrancando del cuerpo, trozo a trozo, su armadura heroica y que en las elecciones sufrió, además, una derrota brillante. La nueva victoria electoral del 28 de abril ensoberboció a la Montaña y a la pequeña burguesía. Aquélla se regocijaba ya con la idea de poder llegar a la meta de sus deseos por la vía puramente legal y sin volver a empujar al proletariado al primer plano mediante una nueva revolución; tenía la plena seguridad de que, en las nuevas elecciones de 1852, elevaría al señor Ledru-Rollin al sillón presidencial por medio del sufragio universal y traería a la Asamblea una mayoría de hombres de la Montaña. El partido del orden, completamente seguro por la renovación de las elecciones, por la candidatura de Sue y por el estado de espíritu de la Montaña y de la pequeña burguesía, de que éstas estaban resueltas a permanecer quietas, pasase lo que pasase, contestó a ambos triunfos en las elecciones con la ley electoral que abolía el sufragio universal.
El Gobierno se guardó mucho de presentar este proyecto de ley bajo su propia responsabilidad. Hizo una concesión aparente a la mayoría, confiando la elaboración del proyecto a los grandes dignatarios de esta mayoría, a los 17 burgraves [86]. No fue, por tanto, el Gobierno quien propuso a la Asamblea, sino la mayoría de ésta la que se propuso a sí misma la abolición del sufragio universal.
El 8 de mayo fue llevado el proyecto a la Cámara. Toda la prensa socialdemócrata se levantó como un solo hombre para predicar al pueblo una actitud digna, una calme majestueux [*], pasividad y confianza en sus representantes. Cada artículo de estos periódicos era una confesión de que lo primero que tendría que hacer una revolución sería destruir la llamada prensa revolucionaria, razón por la cual lo que ahora estaba sobre el tapete era su propia conservación. La prensa pseudo-revolucionaria delataba su propio secreto. Firmaba su propia sentencia de muerte.
El 21 de mayo la Montaña puso a debate la cuestión previa y propuso que fuese desechado el proyecto en bloque, por ser contrario a la Constitución. El partido del orden contestó diciendo que, si era necesario, se violaría la Constitución, pero que no hacía falta, puesto que la Constitución era susceptible de todas las interpretaciones y la mayoría era la única competente para decidir cuál de ellas era la acertada. A los ataques desenfrenados y salvajes de Thiers y Montalembert opuso la Montaña un humanismo culto y correcto. Se paso en el terreno jurídico; el partido del orden la remitió al terreno en que brota el Derecho, a la propiedad burguesa. La Montaña gimoteó: ¿acaso se quería provocar a toda costa una revolución? El partido del orden replicó que no le pillaría desprevenido.
El 22 de mayo fue liquidada la cuestión previa por 462 votos contra 227. Los mismos hombres que se empeñaban en demostrar de un modo tan solemne y concienzudo que la Asamblea Nacional y cada uno de sus diputados abdicaban tan pronto como le volvían la espalda al pueblo, que les había conferido los poderes, se aferraban a sus puestos y, en vez de actuar ellos mismos, intentaron de pronto hacer que actuase el país, y precisamente por medio de peticiones. Cuando el 31 de mayo la ley salió adelante brillantemente ellos siguieron en sus sitios. Quisieron vengarse con una protesta en la que levantaban acta de su inocencia en el estupro de la Constitución, protesta que ni siquiera hicieron de un modo público, sino que la deslizaron subrepticiamente en el bolsillo del presidente.
Un ejército de 150.000 hombres en París, las largas que le habían ido dando a la decisión, el apaciguamiento de la prensa, la pusilanimidad de la Montaña y de los diputados recién elegidos, la calma mayestática de los pequeños burgueses y, sobre todo, la prosperidad comercial e industrial, impidieron toda tentativa de revolución por parte del proletariado.
El sufragio universal había cumplido su misión. La mayoría del pueblo había pasado por la escuela de desarrollo, que es para lo único que el sufragio universal puede servir en una época revolucionaria. Tenía que ser necesariamente eliminado por una revolución o por la reacción.
La Montaña hizo un gasto de energía todavía mayor en una ocasión que se presentó a poco de esto. Desde lo alto de la tribuna parlamentaria, el ministro de la Guerra, d'Hautpoul, había llamado catástrofe funesta a la revolución de Febrero. Los oradores de la Montaña que, como siempre, se caracterizaron por su estrépito de indignación moral, no fueron autorizados a hablar por el presidente Dupin. Girardin propuso a la Montaña retirarse en masa inmediatamente. Resultado: la Montaña siguió sentada en sus escaños, pero Girardin fue expulsado de su seno por indigno.
La ley electoral requería otro complemento: una nueva ley de prensa. Esta no se hizo esperar mucho tiempo. Un proyecto del Gobierno, agravado en muchos respectos por enmiendas del partido del orden, elevó las fianzas, estableció un impuesto del timbre extraordinario para las novelas por entregas (respuesta a la elección de Eugenio Sue), sometió a tributación todas las publicaciones semanales o mensuales hasta cierto número de pliegos y dispuso, finalmente, que todos los artículos periodísticos debían aparecer con la firma de su autor. Las disposiciones sobre la fianza mataron a la llamada prensa revolucionaria; el pueblo vio en su hundimiento una compensación por la supresión del sufragio universal. Sin embargo, ni la tendencia ni los efectos de la nueva ley se limitaban sólo a esta parte de la prensa. Mientras era anónima, la prensa periodística aparecía como órgano de la opinión pública, innúmera y anónima; era el tercer poder dentro del Estado. Teniendo que ser firmados todos los artículos, un periódico se convertía en una simple colección de aportaciones literarias de individuos más o menos conocidos. Cada artículo descendía al nivel de los anuncios. Hasta allí, los periódicos habían circulado como el papel moneda de la opinión pública; ahora se convertían en letras de cambio más o menos malas, cuya solvencia y circulación dependían del crédito no sólo del librador sino también del endosante. La prensa del partido del orden había incitado, al igual que a la supresión del sufragio universal, a la adopción de medidas extremas contra la mala prensa. Sin embargo, al partido del orden —y más todavía a algunos de sus representantes provinciales— les molestaba hasta la buena prensa, en su inquietante anonimidad. Sólo querían que hubiese escritores pagados, con nombre, domicilio y filiación. En vano la buena prensa se lamentaba de la ingratitud con que se recompensaban sus servicios. La ley salió adelante y la norma que obligaba a dar los nombres le afectaba sobre todo a ella. Los nombres de los periodistas republicanos eran bastante conocidos, pero las respetables firmas del "Journal des Débats", de la "Assemblée Nationale" [87], del "Constitutionnel" [88], etc., etc., quedaban muy mal paradas con su altisonante sabiduría de estadistas, cuando la misteriosa compañía se destapaba siendo una serie de venales penny-a-liners [*] con una larga práctica en su oficio y que por dinero contante habían defendido todo lo habido y por haber, como Granier de Cassagnac, o viejos trapos de fregar que se llamaban a sí mismos estadistas, como Capefigue, o presumidos cascanueces, como el señor Lemoinne, del "Débats".
En el debate sobre la ley de prensa, la Montaña había descendido ya a un grado tal de desmoralización, que hubo de limitarse a aplaudir los brillantes párrafos de una vieja notabilidad luisfilípica, del señor Víctor Hugo.
Con la ley electoral y la ley de prensa, el partido revolucionario y democrático desaparece de la escena oficial. Antes de retirarse a casa, poco después de clausurarse las sesiones, las dos fracciones de la Montaña, la de los demócratas socialistas y la de los socialistas demócratas, lanzaron dos manifiestos, dos testimonia paupertatis [*]*, en los que demostraban que, si la fuerza y el éxito no habían estado nunca de su lado, ellos habían estado siempre al lado del Derecho eterno y de todas las demás verdades eternas.
Fijémonos ahora en el partido del orden. La "Neue Rheinische Zeitung" decía, en su tercer número, página 16: «Frente a los apetitos de restauración de los orleanistas y legitimistas coligados, Bonaparte defiende el título de su poder efectivo, la república; frente a los apetitos de restauración de Bonaparte, el partido del orden defiende el título de su poder común, la república; frente a los orleanistas, los legitimistas defienden, como frente a los legitimistas, los orleanistas, el statu quo, la república. Todas estas fracciones del partido del orden, cada una de las cuales tiene in petto su propio rey y su propia restauración, hacen valer en forma alternativa, frente a los apetitos de usurpación y de revuelta de sus rivales, la dominación común de la burguesía, la forma bajo la cual se neutralizan y se reservan las pretensiones específicas: la república... Y Thiers decía más verdad de lo que él sospechaba, al declarar: «Nosotros, los monárquicos, somos los verdaderos puntales de la república constitucional».
Esta comedia de los républicains malgré eux [*]***: la repugnancia contra el statu quo y su continua consolidación; los incesantes rozamientos entre Bonaparte y la Asamblea Nacional; la amenaza constantemente renovada del partido del orden de descomponerse en sus distintos elementos integrantes y la siempre repetida fusión de sus fracciones; el intento de cada fracción de convertir toda victoria sobre el enemigo común en una derrota de los aliados temporales; los celos, odios y persecuciones alternativos, el incansable desenvainar de las espadas, que acababa siempre en un nuevo beso Lamourette [89]: toda esa poco edificante comedia de enredo no se había desarrollado nunca de un modo más clásico como durante los seis últimos meses.
El partido del orden consideraba la ley electoral, al mismo tiempo, como una victoria sobre Bonaparte. ¿No había entregado los poderes el Gobierno, al confiar a la Comisión de los diecisiete la redacción y la responsabilidad de su propio proyecto? ¿Y no descansaba la fuerza principal de Bonaparte frente a la Asamblea en el hecho de ser el elegido de seis millones? A su vez, Bonaparte veía en la ley electoral una concesión hecha a la Asamblea, con la que había comprado la armonía entre el poder legislativo y el poder ejecutivo. Como premio, el vulgar aventurero exigía que se le aumentase en tres millones su lista civil. ¿Podía la Asamblea Nacional entrar en un conflicto con el poder ejecutivo, en un momento en que acababa de excomulgar a la gran mayoría de los franceses? Se encolerizó tremendamente, parecía querer llevar las cosas al extremo; su comisión rechazó la propuesta; la prensa bonapartista amenazaba y apuntaba al pueblo desheredado, al que se le había robado el derecho de voto; tuvieron lugar una multitud de ruidosos intentos de transacción, y, por último, la Asamblea cedió en cuanto a la cosa, pero vengándose, al mismo tiempo, en cuanto al principio. En vez del aumento anual de principio de la lista civil en tres millones le concedió una ayuda de 2.160.000 francos. No contenta con esto, no hizo siquiera esta concesión hasta que no la hubo apoyado Changarnier, el general del partido del orden y protector impuesto a Bonaparte. Así, en realidad, no concedió los dos millones a Bonaparte, sino a Changarnier.
Este regalo, arrojado de mauvaise grâce [*], fue aceptado por Bonaparte en el sentido en que se lo hacían. La prensa bonapartista volvió a armar estrépito contra la Asamblea Nacional. Y cuando, en el debate sobre la ley de prensa, se presentó la enmienda sobre la firma de los artículos, enmienda dirigida especialmente contra los periódicos secundarios defensores de los intereses privados de Bonaparte, el periódico central bonapartista, el "Pouvoir" [90], dirigió un ataque abierto y violento contra la Asamblea Nacional. Los ministros tuvieron que desautorizar al periódico ante la Asamblea; el gerente del "Pouvoir" hubo de comparecer ante el foro de la Asamblea Nacional y fue condenado a la multa máxima, a 5.000 francos. Al día siguiente, el "Pouvoir" publicó un artículo todavía más insolente contra la Asamblea Nacional, y como revancha del Gobierno los Tribunales persiguieron inmediatamente a varios periódicos legitimistas por violación de la Constitución.
Por último, se abordó la cuestión de la suspensión de sesiones de la Cámara. Bonaparte la deseaba, para poder operar desembarazadamente, sin que la Asamblea le pusiese obstáculos. El partido del orden la deseaba, en parte para llevar adelante sus intrigas fraccionales y en parte siguiendo los intereses particulares de los diferentes diputados. Ambos la necesitaban para consolidar y ampliar en las provincias las victorias de la reacción. La Asamblea suspendió, por tanto, sus sesiones desde el 11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Pero como Bonaparte no ocultaba, ni mucho menos, que lo único que perseguía era deshacerse de la molesta fiscalización de la Asamblea Nacional, la Asamblea imprimió incluso al voto de confianza un sello de desconfianza contra el presidente. De la comisión permanente de veintiocho miembros, que habían de seguir en sus puestos durante las vacaciones como guardadores de la virtud de la república, se alejó a todos los bonapartistas [91]. En sustitución de ellos, se eligió incluso a algunos republicanos del "Siècle" y del "National", para demostrar al presidente la devoción de la mayoría a la república constitucional.
Poco antes, y sobre todo inmediatamente después de la suspensión de sesiones de la Cámara, parecieron querer reconciliarse las dos grandes fracciones del partido del orden, los orleanistas y los legitimistas, por medio de la fusión de las dos casas reales bajo cuyas banderas luchaban. Los periódicos estaban llenos de propuestas reconciliatorias que se decía habían sido discutidas junto al lecho de enfermo de Luis Felipe, en St. Leonards, cuando la muerte de Luis Felipe vino de pronto a simplificar la situación. Luis Felipe era el usurpador; Enrique V, el despojado. En cambio, el Conde de París, puesto que Enrique V no tenía hijos, era su legítimo heredero. Ahora, se le había quitado todo obstáculo a la fusión de los dos intereses dinásticos. Pero precisamente ahora las dos fracciones de la burguesía habían descubierto que no era la exaltación por una determinada casa real lo que las separaba, sino que eran, por el contrario, sus intereses de clase divergentes los que mantenían la escisión entre las dos dinastías. Los legitimistas, que habían ido en peregrinación al campamento regio de Enrique V en Wiesbaden, exactamente lo mismo que sus competidores a St. Leonards, recibieron aquí la noticia de la muerte de Luis Felipe. Inmediatamente, formaron un ministerio [92] in partibus infidelium [93], integrado en su mayoría por miembros de aquella Comisión de guardadores de la virtud de la república y que, con ocasión de una querella que estalló en el seno del partido, se descolgó con la proclamación sin rodeos del derecho por la gracia divina. Los orleanistas se regocijaban con el escándalo comprometedor que este manifiesto [94] provocó en la prensa y no ocultaban ni por un momento su franca hostilidad contra los legitimistas.
Durante la suspensión de sesiones de la Asamblea Nacional, se reunieron las representaciones departamentales. Su mayoría se pronunció en favor de una revisión de la Constitución, más o menos condicionada, es decir, se pronunció en favor de una restauración monárquica, no deteniéndose a puntualizar, a favor de una «solución», confesando al mismo tiempo que era demasiada incompetente y demasiado cobarde para encontrar esta solución. La fracción bonapartista interpretó inmediatamente este deseo de revisión en el sentido de la prórroga de los poderes presidenciales de Bonaparte.
La solución constitucional, la dimisión de Bonaparte en mayo de 1852, acompañada de la elección de nuevo presidente por todos los electores del país, y la revisión de la Constitución por una Cámara revisora en los primeros meses del nuevo mandato presidencial, es absolutamente inadmisible para la clase dominante. El día de la elección del nuevo presidente sería el día en que se encontraran todos los partidos enemigos: los legitimistas, los orleanistas, los republicanos burgueses, los revolucionarios. Tendría que llegarse a una decisión por la violencia entre las distintas fracciones. Y aunque el mismo partido del orden consiguiese llegar a un acuerdo sobre la candidatura de un hombre neutral al margen de ambas familias dinásticas, éste tendría otra vez en frente a Bonaparte. En su lucha contra el pueblo el partido del orden se ve constantemente obligado a aumentar la fuerza del poder ejecutivo. Cada aumento de la fuerza del poder ejecutivo, aumenta la fuerza de su titular, Bonaparte. Por tanto, al reforzar el partido del orden su dominación conjunta da, en la misma medida, armas a las pretensiones dinásticas de Bonaparte, y refuerza sus probabilidades de hacer fracasar violentamente la solución constitucional en el día decisivo. Ese día, Bonaparte, en su lucha contra el partido del orden, no retrocederá ante uno de los pilares fundamentales de la Constitución, como tampoco este partido retrocedió en su lucha frente al pueblo, ante el otro pilar, ante la ley electoral. Es muy probable que llegase incluso a apelar al sufragio universal contra la Asamblea. En una palabra, la solución constitucional pone en tela de juicio todo el statu quo, y si se pone en peligro el statu quo, los burgueses ya no ven detrás de esto más que el caos, la anarquía, la guerra civil. Ven peligrar el primer domingo de mayo de 1852 sus compras y sus ventas, sus letras de cambio, sus matrimonios, sus escrituras notariales, sus hipotecas, sus rentas del suelo, sus alquileres, sus ganancias, todos sus contratos y fuentes de lucro, y a este riesgo no pueden exponerse. Si peligra el statu quo político, detrás de esto se esconde el peligro de hundimiento de toda la sociedad burguesa. La única solución posible en el sentido de la burguesía es aplazar la solución. La burguesía sólo puede salvar la república constitucional violando la Constitución, prorrogando los poderes del presidente. Y ésta es también la última palabra de la prensa del orden, después de los largos y profundos debates sobre las «soluciones» a que se entregó después de las sesiones de los Consejos generales. El potente partido del orden se ve, pues, obligado, para vergüenza suya, a tomar en serio a la ridícula y vulgar persona del pseudo Bonaparte, tan odiada por aquél.
Esta sucia figura se equivocaba también acerca de las causas que la iban revistiendo cada vez más con el carácter de hombre indispensable. Mientras que su partido tenía la perspicacia suficiente para achacar a las circunstancias la creciente importancia de Bonaparte, ésta creía deberla exclusivamente a la fuerza mágica de su nombre y a su caricaturización ininterrumpida de Napoleón. Cada día se mostraba más emprendedor. A las peregrinaciones a St. Leonards y Wiesbaden opuso sus jiras por toda Francia. Los bonapartistas tenían tan poca confianza en el efecto mágico de su personalidad, que mandaban con él a tadas partes, como claque, a gentes de la Sociedad del 10 de Diciembre —la organización del lumpemproletariado parisino—, empaquetándolas a montones en los trenes y en las sillas de posta. Ponían en boca de su marioneta discursos que, según el recibimiento que se le hacía en las distintas ciudades, proclamaban la resignación republicana o la tenacidad perseverante como lema de la política presidencial. Pese a todas las maniobras, estos viajes distaban mucho de ser triunfales.
Convencido de haber entusiasmado así al pueblo, Bonaparte se puso en movimiento para ganar al ejército. Hizo celebrar en la explanada de Satory, cerca de Versalles, grandes revistas, en las que quería comprar a los soldados con salchichón de ajo, champán y cigarros. Si el auténtico Napoleón sabía animar a sus soldados decaídos, en las fatigas de sus cruzadas de conquista, con una momentánea intimidad patriarcal, el pseudo Napoleón creía que las tropas le mostraban su agradecimiento al gritar: «vive Napoleón, vive le saucisson!» [*]* es decir, «¡Viva el salchichón y viva el histrión!»
Estas revistas hicieron estallar la disensión largo tiempo contenida entre Bonaparte y su ministro de la Guerra, d'Hautpoul, de una parte, y, de la otra, Changarnier. En Changarnier había descubierto el partido del orden a su hombre realmente neutral, respecto al cual no podía ni hablarse de pretensiones dinásticas personales. Le tenía destinado para sucesor de Bonaparte. Además, con su actuación del 29 de enero y del 13 de junio de 1849, Changarnier se había convertido en el gran mariscal del partido del orden, en el moderno Alejandro, cuya brutal interposición había cortado, a los ojos del burgués pusilánime, el nudo gordiano de la revolución. Así, del modo más barato que cabe imaginar, un hombre que en el fondo no era menos ridículo que Bonaparte, se veía convertido en un poder y colocado por la Asamblea Nacional frente al presidente para fiscalizar su actuación. El mismo Changarnier coqueteaba, por ejemplo, en el asunto del suplemento a la lista civil, con la protección que dispensaba a Bonaparte y adoptaba con él y con los ministros un aire de superioridad cada vez mayor. Cuando, con motivo de la ley electoral, se esperaba una insurrección, prohibió a sus oficiales recibir ninguna clase de órdenes del ministro de la Guerra o del presidente. La prensa contribuía, además, a agrandar la figura de Changarnier. Dada la carencia completa de grandes personalidades, el partido del orden veíase naturalmente obligado a atribuir a un solo individuo la fuerza que le faltaba a toda su clase, inflando a este individuo hasta convertirlo en un gigante. Así fue cómo nació el mito de Changarnier, el «baluarte de la sociedad». La presuntuosa charlatanería y la misteriosa gravedad con que Changarnier se dignaba llevar el mundo sobre sus hombros forma el más ridículo contraste con los acontecimientos producidos durante la revista de Satory y después de ella, los cuales demostraron irrefutablemente que bastaba con un plumazo de Bonaparte, el infinitamente pequeño, para reducir a este engendro fantástico del miedo burgués, al coloso Changaroier, a las dimensiones de la mediocridad y convertirle —a él, héroe salvador de la sociedad— en un general retirado.
Bonaparte se había vengado de Changarnier desde hacía largo tiempo, provocando al ministro de la Guerra a conflictos disciplinarios con el molesto protector. Por fin, la última revista de Satory hizo estallar el viejo rencor. La indignación constitucional de Changarnier no conoció ya límites cuando vio desfilar los regimientos de caballaría al grito anticonstitucional de «Vive l'Empereur!» [*]. Para adelantarse a debates desagradables a propósito de este grito en la próxima sesión de la Cámara, Bonaparte alejó al ministro de la Guerra, d'Hautpoul, nombrándole gobernador de Argelia. Para sustituirle nombró a un viejo general de confianza, de tiempos del Imperio, que en cuanto a brutalidad podía medirse plenamente con Changarnier. Pero, para que la destitución de d'Hautpoul no apareciese como una concesión hecha a Changarnier, trasladó al mismo tiempo de París a Nantes al brazo derecho del gran salvador de la sociedad, al general Neumayer. Neumayer era quien había hecho que en la última revista toda la infantería desfilase con un silencio glacial ante el sucesor de Napoleón. Changarnier, a quien se había asestado el golpe en la persona de Neumayer, protestó y amenazo. En vano. Después de dos días de debate, el decreto de traslado de Neumayer apareció en el "Moniteur", y al héroe del orden no le quedaba más salida que someterse a la disciplina o dimitir.
La lucha de Bonaparte contra Changarnier es la continuación de su lucha contra el partido del orden. Por tanto, la reapertura de la Asamblea Nacional el 11 de noviembre se celebra bajo auspicios amenazadores. Será la tempestad en el vaso de agua. En lo sustancial tiene que seguir representándose la vieja comedia. La mayoría del partido del orden, pese a cuanto griten los paladines de los principios de sus diversas fracciones, se verá obligada a prorrogar los poderes del presidente. Y Bonaparte, pese a todas sus manifestaciones previas, tendrá que doblar también, a su vez, la cerviz, aunque sólo sea por su penuria de dinero, y aceptar esta prórroga de poderes como simple delegación de manos de la Asamblea Nacional. De este modo se aplaza la solución, se mantiene el statu quo, una fracción del partido del orden se ve comprometida, debilitada, hecha imposible por la otra y la represión contra el enemigo común, contra la masa de la nación, se extiende y se lleva al extremo hasta que las propias condiciones económicas hayan alcanzado otra vez el grado de desarrollo en que una nueva explosión haga saltar a todos estos partidos en litigio, con su república constitucional.
Para tranquilizar al burgués, debemos decir, por lo demás, que el escándalo entre Bonaparte y el partido del orden tiene como resultado la ruina en la Bolsa de una multitud de pequeños capitalistas, cuyos patrimonios han ido a parar a los bolsillos de los grandes linces bursátiles.
Escrito por C. Marx de enero al 1 de noviembre de 1850.
NOTAS
[84] "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" ("Nueva Gaceta del Rin. Comentario político-económico"): revista fundada por Marx y Engels en diciembre de 1849 que editaron hasta noviembre de 1850; órgano teórico y político de la Liga de los Comunistas. Se imprimía en Hamburgo. Salieron seis números de la revista, que dejó de aparecer debido a las persecuciones de la policía en Alemania y a la falta de recursos materiales.-
[*] Este párrafo de introducción fue escrito por Engels para la edición de 1895. (N. de la Edit.)
[85] En 1797 el Gobierno inglés promulgó un decreto especial sobre la restricción (limitación) bancaria que establecía un curso forzoso de los billetes de banco y anulaba el cambio del papel moneda por oro. Este cambio de los billetes de banco por oro no se restableció hasta 1819.-
[86] Burgraves fue el apodo que se dio a los diecisiete líderes orleanistas y legitimistas (véase las notas 80 y 18) que formaban parte de la secretaría encargada por la Asamblea Legislativa de redactar el proyecto de la nueva ley electoral. Se les llamaba así por sus pretensiones sin fundamento al poder y por las aspiraciones reaccionarias. El apodo fue tomado del drama histórico de Víctor Hugo "Los burgraves", consagrado a la vida en la Alemania medieval. En Alemania se llamaban así los gobernadores de las ciudades y las provincias nombrados por el emperador.-
[*] Calma majestuosa. (N. de la Edit.)
[87] "L'Assemblée Nationale" ("La Asamblea Nacional"): diario francés de orientación monárquico-legitimista; aparecía en París desde 1848 hasta 1857. Entre 1848 y 1851 reflejaba las opiniones de los partidarios de la fusión de ambos partidos dinásticos: los legitimistas y los orleanistas.-
[88] "Le Constitutionnel" ("El Constitucional"): diario burgués de Francia; aparecía en París desde 1815 hasta 1870; en los años 40, órgano del ala moderada de los orleanistas; en el período de la revolución de 1848 expresaba las opiniones de la burguesía contrarrevolucionaria agrupada en torno a Thiers; después del golpe de Estado de diciembre de 1851, este periódico se hizo bonapartista.-
[*] Periodistas a tanto la línea. (N. de la Edit.)
[**] Certificados de pobreza (N. de la Edit.)
[****] Republicanos a pesar suyo. (Alusión a la comedia de Moliere "Médico a pesar suyo".) (N. de la Edit.)
[89] Baiser Lamourette (El beso de Lamourette): alusión a un conocido episodio de los tiempos de la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en Francia. El 7 de julio de 1792, el diputado a la Asamblea Nacional Lamourette propuso poner fin a todas las discordias entre los partidos mediante un beso fraternal. Siguiendo su llamamiento, los representantes de los partidos hostiles se abrazaron mutuamente, pero, como era de esperar, al otro día fue olvidado este falso «beso fraternal».-
[*] De mala gana. (N. de la Edit.)
[90] "Le Pouvoir" ("El Poder"): periódico bonapartista fundado en París en 1849; apareció con este título desde junio de 1850 hasta enero de 1851.-
[91] Según el artículo 32 de la Constitución de la República Francesa, se debía formar, durante los descansos entre las sesiones de la Asamblea Legislativa, una comisión permanente de veinticinco miembros electivos más los del secretariado de la Asamblea. La Comisión tenía derecho, en caso de necesidad, a convocar la Asamblea Legislativa. En 1850 esta Comisión se componía, de hecho, de treinta y nueve personas: once del secretariado, tres cuestores y veinticinco miembros elegidos.-
[92] Se trata del gabinete de ministros proyectado por los legitimistas y constituido por de Lévis, Saint-Priest, Berryer, Pastoret y D'Escars para el caso de que el conde de Chambord subiera al poder.-
[93] In partibus infidelium (literalmente: «en el país de los infieles»): adición al título de los obispos católicos destinados a cargos puramente nominales en países no cristianos. Esta expresión la empleaban a menudo Marx y Engels, aplicada a diversos gobiernos emigrados que se habían formado en el extranjero sin tener en cuenta alguna la situación real del país.-
[94] . Se refiere al denominado "Manifiesto de Wiesbaden", circular que redactó el 30 de agosto de 1850 en Wiesbaden el secretario de la fracción legitimista en la Asamblea Legislativa, De Barthelemy, por encargo del conce Chambord. En esta circular se determinaba la política de los legitimistas para el caso de que subieran al poder; el conde de Chambord declaraba que «rechazaba oficial y rotundamente todo llamamiento al pueblo, ya que tal llamamiento implicaba la renuncia al gran principio nacional de una monarquía hereditaria». Esta declaración motivó una polémica en la prensa con motivo de la protesta de una serie de monárquicos encabezados por el diputado La Rochejaquelein.-
[**] ¡Viva Napoleón, viva el salchichón! (N. de la Edit.)
[*] «!Viva el Emperador!» (N. de la Edit.)