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Karl Marx


LAS LUCHAS DE CLASES EN FRANCIA DE 1848 A 1850




III
Las consecuencias del 13 de junio de 1849


El 20 de diciembre, la cabeza de Jano de la república constitucional no había enseñado todavía más que una cara, la del poder ejecutivo, con los rasgos borrosos y achatados de Luis Bonaparte; el 28 de mayo de 1849 enseñó la otra cara, la del poder legislativo, llena de cicatrices que habían dejado en ella las orgías de la Restauración y de la monarquía de Julio. Con la Asamblea Nacional legislativa se completó la formación de la república constitucional, es decir, de la forma republicana de gobierno en que queda constituida la dominación de la clase burguesa, y por tanto la dominación conjunta de las dos grandes fracciones monárquicas que forman la burguesía francesa: los legitimistas y los orleanistas coligados, el partido del orden. Y, mientras de este modo la República Francesa era concedida en propiedad a la coalición de los partidos monárquicos, la coalición europea de las potencias contrarrevolucionarias emprendía al mismo tiempo una cruzada general contra los últimos refugios de las revoluciones de Marzo. Rusia se lanzó sobre Hungría, Prusia marchó contra el ejército que luchaba por la Constitución del Reich y Oudinot bombardeó a Roma. La crisis europea marchaba, evidentemente, hacia un viraje decisivo; las miradas de toda Europa se dirigían a París y las miradas de todo París a la Asamblea Legislativa.

El 11 de junio subió a la tribuna Ledru-Rollin. No pronunció un discurso, sino que formuló contra los ministros una requisitoria escueta, sobria, documentada, concentrada, violenta.

El ataque contra Roma es un ataque contra la Constitución; el ataque contra la República Romana, un ataque contra la República Francesa. El artículo 5 de la Constitución dice así: «La República Francesa no empleará jamás sus fuerzas militares contra la libertad de ningún pueblo»; y el presidente emplea el ejército francés contra la libertad de Roma. El artículo 54 de la Constitución prohíbe al poder ejecutivo declarar ninguna guerra sin el consentimiento de la Asamblea Nacional [*]. El acuerdo de la Constituyente de 8 de mayo ordena expresamente a los ministros ajustar sin pérdida de tiempo la expedición romana a su primitiva finalidad, les prohíbe, por tanto, no menos expresamente, la guerra contra Roma; y Oudinot bombardea Roma. Así, Ledru-Rollin invocaba a la misma Constitución como testigo de cargo contra Bonaparte y sus ministros. Y él, el tribuno de la Constitución, lanzó a la cara de la mayoría monárquica de la Asamblea Nacional esta amenazadora declaración: «Los republicanos sabrán hacer respetar la Constitución por todos los medios, ¡incluso, si es preciso, por la fuerza de las armas!» «¡Por la fuerza de las armas!», repitió el eco centuplicado de la Montaña. La mayoría contestó con un tumulto espantoso; el presidente de la Asamblea Nacional llamó a Ledru-Rollin al orden. Ledru-Rollin repitió el desafío y acabó depositando en la mesa presidencial la moción de que se formulase un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros. La Asamblea Nacional acordó, por 361 votos contra 203, pasar del bombardeo de Roma al simple orden del día.

¿Creía Ledru-Rollin poder derrotar a la Asamblea Nacional con la Constitución y al presidente con la Asamblea Nacional?

Era cierto que la Constitución prohibía todo ataque contra la libertad de otros pueblos, pero lo que el ejército francés atacaba en Roma era, según el ministerio, no la «libertad», sino el «despotismo de la anarquía». ¿Es que la Montaña, a pesar de toda su experiencia de la Asamblea Constituyente, no había comprendido todavía que la interpretación de la Constitución no pertenecía a los que la habían hecho, sino solamente a los que la habían aceptado; que su texto debía interpretarse en su sentido viable y que su único sentido viable era el sentido burgués; que Bonaparte y la mayoría monárquica de la Asamblea Nacional eran los intérpretes auténticos de la Constitución, como el cura es el intérprete auténtico de la Biblia y el juez el intérprete auténtico de la ley? ¿Iba la Asamblea Nacional, recién nacida del seno de unas elecciones generales, a sentirse obligada por las disposiciones testamentarias de la fenecida Constituyente, cuya voluntad, en vida de la misma, había quebrado un Odilon Barrot? Al remitirse al acuerdo tomado el 8 de mayo por la Constituyente, ¿había olvidado Ledru-Rollin que la misma Constituyente había rechazado el 11 de mayo su primera moción de formular un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros, que había absuelto a uno y a otros, que de este modo había sancionado como «constitucional» el ataque contra Roma, que no hacía más que apelar de un fallo ya dictado y que, finalmente, apelaba de la Asamblea Constituyente republicana a la Asamblea legislativa monárquica? La propia Constitución llama en su auxilio a la insurrección, al requerir a todo ciudadano, en un artículo especial, para que la defienda. Ledru-Rollin se apoyaba en este artículo. ¿Pero no es cierto también que los poderes públicos están organizados para defender la Constitución, y que la violación de la Constitución no comienza hasta que uno de los poderes públicos constitucionales se rebela contra el otro? Y el presidente de la república, los ministros de la república, y la Asamblea Nacional de la república estaban de perfecto acuerdo.

Lo que la Montaña intentó el 11 de junio fue «una insurrección dentro de los límites de la razón pura», es decir, una insurrección puramente parlamentaria. La mayoría de la Asamblea, intimidada por la perspectiva de un alzamiento armado de las masas del pueblo, debía romper, en las personas de Bonaparte y los ministros, su propio poder y la significación de su propia elección. ¿No había intentado la Constituyente, de un modo parecido, cancelar la elección de Bonaparte, al insistir tan tenazmente en la destitución del ministerio Barrot-Falloux?

Tampoco faltaban precedentes de insurrecciones parlamentarias de los tiempos de la Convención, que habían subvertido de pronto, radicalmente, las relaciones entre la mayoría y la minoría —¿y no iba a lograr la joven Montaña lo que había logrado la vieja?—, ni las circunstancias del momento parecían ser desfavorables para semejante empresa. La excitación popular había alcanzado en París un grado crítico, el ejército no parecía, a juzgar por sus votaciones, estar inclinado hacia el gobierno, y la misma mayoría legislativa era aún demasiado joven para haberse consolidado y además estaba compuesta por personas de edad. Si la Montaña salía adelante con su insurrección parlamentaria, vendría a parar directamente a sus manos el timón del Estado. Por lo demás, el más ferviente deseo de la pequeña burguesía democrática era, como siempre, que la lucha se ventilase por encima de sus cabezas, en las nubes, entre las sombras de los parlamentarios. Por último, ambas, la pequeña burguesía democrática y su representación, la Montaña, conseguirían, con una insurrección parlamentaria, su gran fin: romper el poder de la burguesía sin desatar al proletariado o sin dejarle aparecer más que en perspectiva; así se habría utilizado el proletariado sin que éste fuese peligroso.

Después del voto de la Asamblea Nacional del 11 de junio, se celebró una reunión entre algunos miembros de la Montaña y delegados de las sociedades secretas obreras. Estos insistían en lanzarse aquella misma noche. La Montaña rechazó resueltamente este plan. No quería a ningún precio que la dirección se le fuese de las manos; sus aliados le eran tan sospechosos como sus adversarios, y con razón. Los recuerdos de Junio de 1848 agitaban más vivamente que nunca las filas del proletariado de París. Pero éste se hallaba aherrojado a la alianza con la Montaña. Esta representaba la mayoría de los departamentos, exageraba su influencia dentro del ejército, disponía del sector democrático de la Guardia Nacional y tenía consigo el poder moral de los tenderos. Comenzar en este momento la insurrección contra su voluntad, significaba exponer al proletariado —diezmado además por el cólera y alejado de París en masas considerables por el paro forzoso— a una inútil repetición de las jornadas de Junio de 1848, sin una situación que obligase a lanzarse a la lucha desesperada. Los delegados proletarios hicieron lo único racional. Obligaron a la Montaña a comprometerse, es decir, a salirse del marco de la lucha parlamentaria, en caso de ser rechazada su acta de acusación. Durante todo el 13 de junio el proletariado guardó la misma posición escépticamente expectante, aguardando a que se produjera un cuerpo a cuerpo serio e irrevocable entre el ejército y la Guardia Nacional demócrata, para lanzarse entonces a la lucha y llevar la revolución más allá de la meta pequeñoburguesa que le había sido asignada. Para el caso de victoria, estaba ya formada la Comuna proletaria que habría de actuar junto al Gobierno oficial. Los obreros de París habían aprendido en la escuela sangrienta de Junio de 1848.

El 12 de junio, el propio ministro Lacrosse presentó en la Asamblea Legislativa una proposición pidiendo que se pasase inmediatamente a discutir el acta de acusación. El Gobierno había adoptado durante la noche todas las medidas para la defensa y para el ataque. La mayoría de la Asamblea Nacional estaba resuelta a empujar a la calle a la minoría rebelde. La minoría ya no podía retroceder; la suerte estaba echada: por 377 votos contra 8 fue rechazada el acta de acusación, y la Montaña, que a la hora de votar se había abstenido, se abalanzó llena de rencor a las salas de propaganda de la «democracia pacífica», a las oficinas del periódico "Démocratie pacifique" [61].

Al alejarse del parlamento, se quebrantó la fuerza de la Montaña, al igual que se quebrantaba la del gigante Anteo cuando éste se separaba de la Tierra, su madre. Los que eran Sansones en las salas de la Asamblea Legislativa, los montañeses, se convirtieron, en los locales de la «democracia pacífica», en simples filisteos. Se entabló un debate largo, ruidoso, vacío. La Montaña estaba resuelta a imponer el respeto a la Constitución por todos los medios, «menos por la fuerza de las armas». En esta resolución fue apoyada por un manifiesto [62], y por una diputación de los «Amigos de la Constitución». Este era el nombre que se atribuían las ruinas de la pandilla del "National", del partido burgués-republicano. Mientras que de los representantes parlamentarios que le quedaban, seis habían votado en contra y todos los demás en pro de que se rechazase el acta de acusación, y mientras Cavaignac ponía su sable a disposición del partido del orden, la mayor parte del contingente extraparlamentario de la pandilla se aferraba ansiosamente a la ocasión que se le ofrecía para salir de su posición de parias políticos y pasarse en masa a las filas del partido demócrata. ¿No aparecían ellos como los escuderos naturales de este partido, que se escondía detrás de su escudo, detrás de su principio, detrás de la Constitución?

Hasta el amanecer duraron los dolores del parto. La Montaña dio a luz «una proclama al pueblo», que apareció el 13 de junio ocupando un espacio más o menos vergonzante en dos periódicos socialistas [63]. Declaraba al presidente, a los ministros y a la mayoría de la Asamblea legislativa «fuera de la Constitución» (hors la Constitution) y llamaba a la Guardia Nacianal, al ejército y finalmente al pueblo también, a «levantarse». «¡Viva la Constitución!», era la consigua que daba, consigna que quería decir lisa y llanamente: «¡Abajo la revolución

A la proclama constitucional de la Montaña correspondió el 13 de junio, una llamada manifestación pacífica de los pequeños burgueses, es decir, una procesión callejera desde Chateau d'Eau por los bulevares: 30.000 hombres, en su mayoría guardias nacionales, desarmados, mezclados con miembros de las sociedades secretas obreras, que desfilaban al grito de «¡Viva la Constitución!» Grito mecánico, frío, que los mismos manifestantes lanzaban como grito de una conciencia culpable y que el eco del pueblo que pululaba en las aceras devolvía irónicamente, cuando debía resonar como un trueno. Al canto polifónico le faltaba la voz de pecho. Y cuando el cortejo pasó por delante del edificio social de los «Amigos de la Constitución», y apareció en el frontón de la casa un heraldo constitucional alquilado que, agitando con todas las fuerzas su clac, con unos pulmones formidables, dejó caer sobre los peregrinos, como una granizada, la consigna de «¡Viva la Constitución!», hasta ellos mismos parecieron darse cuenta por un instante de lo grotesco de la situación. Sabido es cómo, al llegar a la desembocadura de la rue de la Paix, el cortejo fue recibido en los bulevares por los dragones y los cazadores de Changarnier de un modo nada parlamentario y cómo, en menos que se cuenta, se dispersó en todas direcciones, dejando escapar en la fuga algún que otro grito de «¡A las armas!» para cumplir el llamamiento parlamentario a las armas del 11 de junio.

La mayoría de la Montaña, reunida en la rue du Hasard, se dispersó en cuanto aquella disolución violenta de la procesión pacífica, en cuanto el vago rumor de asesinato de ciudadanos inermes en los bulevares y el creciente tumulto callejero parecieron anunciar la proximidad de un motín. Ledru-Rollin, a la cabeza de un puñado de diputados, salvó el honor de la Montaña. Bajo la protección de la artillería de París, que se había concentrado en el Palacio Nacional, se trasladaron al Conservatoire des Arts et Métiers [*], a donde había de llegar la quinta y la sexta legión de la Guardia Nacional. Pero los montañeses aguardaron en vano la llegada de la quinta y la sexta legión; estos prudentes guardias nacionales dejaron a sus representantes en la estacada; la misma artillería de París impidió al pueblo levantar barricadas; un barullo caótico hacía imposible todo acuerdo y las tropas de línea avanzaban con bayoneta calada. Parte de los representantes fueron hechos prisioneros y los demás lograron huir. Así terminó el 13 de junio.

Si el 23 de junio de 1848 había sido la insurrección del proletariado revolucionario, el 13 de junio de 1849 fue la insurrección de los pequeños burgueses demócratas, y cada una de estas insurrecciones, la expresión clásica pura de la clase que la emprendía.

Sólo en Lyon se produjo un conflicto duro y sangriento. Aquí donde la burguesía industrial y el proletariado industrial se encuentran frente a frente, donde el movimiento obrero no está encuadrado y determinado, como en París, por el movimiento general, el 13 de junio perdió, en sus repercusiones, el carácter primitivo. En las demás provincias donde estalló, no produjo incendios; fue un rayo frío.

El 13 de junio cerró la primera etapa en la vida de la república constitucional, cuya existencia normal había comenzado el 28 de mayo de 1849, con la reunión de la Asamblea legislativa. Todo este prólogo lo llenó la lucha estrepitosa entre el partido del orden y la Montaña, entre la burguesía y la pequeña burguesía, que se encabrita inútilmente contra la consolidación de la república burguesa, a favor de la cual ella misma había conspirado ininterrumpidamente en el gobierno provisional y en la Comisión Ejecutiva, a favor de la cual se había batido fanáticamente contra el proletariado en las jornadas de Junio. El 13 de junio rompió su resistencia y convirtió la dictadura legislativa de los monárquicos coligados en un fait accompli [*]*. A partir de este momento, la Asamblea Nacional no es más que el Comité de Salvación Pública del partido del orden.

París había puesto al presidente, a los ministros y a la mayoría de la Asamblea Nacional en «estado de acusación»; ellos pusieron a París en «estado de sitio». La Montaña había declarado «fuera de la Constitución» a la mayoría de la Asamblea Legislativa; la mayoría entregó a la Montaña a la Haute Cour por violación de la Constitución y proscribió a todos los elementos de este partido que representaban en él una fuerza vital. La Montaña quedó mutilada, hasta convertirse en un tronco sin cabeza y sin corazón. La minoría había ido hasta la tentativa de una insurrección parlamentaria; la mayoría elevó a ley su despotismo parlamentario. Decretó un nuevo reglamento parlamentario que destruía la libertad de la tribuna y autorizaba al presidente de la Asamblea Nacional a castigar a los diputados por infracción del orden, con la censura, con multas, con privación de dietas, expulsión temporal y cárcel. Suspendió sobre el tronco de la Montaña, en vez de la espada, el palo. Hubiera debido ser cuestión de honor para el resto de los diputados de la Montaña el salirse en masa de la Asamblea. Con este acto, se habría acelerado la descomposición del partido del orden. Se hubiera escindido necesariamente en sus elementos originarios en el momento en que no los mantuviese unidos ni la sombra de una oposición.

Al mismo tiempo que fueron despojados de su poder parlamentario, los pequeños burgueses demócratas fueron despojados de su poder armado con la disolución de la artillería de París y de las legiones 8, 9, y 12 de la Guardia Nacional. En cambio la legión de la alta finanza, que el 13 de junio había asaltado las imprentas de Boulé y Roux, destruyendo las prensas, asolando las oficinas de los periódicos republicanos y deteniendo arbitrariamente a los redactores, a los cajistas, a los impresores, a los recaderos y a los distribuidores, obtuvo palabras de elogio y de aliento desde lo alto de la tribuna de la Asamblea Nacional. El licenciamiento de los guardias nacionales sospechosos de republicanismo se repitió por todo el territorio francés.

Una nueva ley de prensa, una nueva ley de asociación, una nueva ley sobre el estado de sitio, las cárceles de París abarrotadas, los emigrados políticos expulsados, todos los periódicos que iban más allá que el "National" suspendidos, Lyon y los cinco departamentos circundantes entregados a merced de las brutales vejaciones del despotismo militar, los Tribunales presentes en todas partes, el tantas voces depurado ejército de funcionarios deparado una vez más: éstos eran los inevitables y siempre repetidos lugares comunes de la reacción victoriosa. Después de las matanzas y las deportaciones de Junio son dignos de mención simplemente porque esta vez no se dirigían sólo contra París, sino también contra los departamentos; no iban sólo contra el proletariado, sino, sobre todo, contra las clases medias.

Las leyes de represión, que dejaban la declaración del estado de sitio a la discreción del Gobierno, apretaban todavía más la mordaza puesta a la prensa y aniquilaban el derecho de asociación, absorbieron toda la actividad legislativa de la Asamblea Nacional durante los meses de junio, julio y agosto.

Sin embargo, esta época no se caracteriza por la explotación de la victoria en el terreno de los hechos, sino en el terreno de los principios; no por los acuerdos de la Asamblea Nacional, sino por la fundamentación de estos acuerdos; no por la cosa, sino por la frase; ni siquiera por la frase, sino por el acento y el gesto que la animaban. El exteriorizar sin pudor ni miramientos las ideas monárquicas, el insultar a la república con aristocrático desprecio, el divulgar los designios de restauración con frívola coquetería; en una palabra, la violación jactanciosa del decoro republicano dan a este período su tono y su matiz peculiares. ¡Viva la Constitución! era el grito de guerra de los vencidos del 13 de junio. Los vencedores quedaban, por tanto, relevados de la hipocresía del lenguaje constitucional, es decir, republicano. La contrarrevolución tenía sometida a Hungría, a Italia y a Alemania, y ellos creían ya que la restauración estaba a las puertas de Francia. Se desató una verdadera competencia entre los corifeos de las fracciones del partido del orden, a ver cuál documentaba mejor su monarquismo a través del "Moniteur" y cuál confesaba mejor sus posibles pecados liberales cometidos bajo la monarquía, se arrepentía de ellos y pedía perdón a Dios y a los hombres. No pasaba día sin que en la tribuna de la Asamblea Nacional se declarase la revolución de Febrero como una calamidad pública, sin que cualquier hidalgüelo legitimista provinciano hiciese constar solemnemente que jamás había reconocido a la república, sin que alguno de los cobardes desertores y traidores de la monarquía de Julio contase las hazañas heroicas que hubiera realizado oportunamente si la filantropía de Luis Felipe u otras incomprensiones no se lo hubiesen impedido. Lo que había que admirar en las jornadas de Febrero no era la magnanimidad del pueblo victorioso, sino la abnegación y la moderación de los monárquicos, que le habían consentido vencer. Un representante del pueblo propuso asignar una parte de los fondos de socorro para los heridos de Febrero a los guardias municipales, únicos que en aquellos días habían merecido bien de la patria. Otro quería que se decretase levantar una estatua ecuestre al duque de Orleáns en la plaza Carrousel. Thiers calificó a la Constitución de trozo de papel sucio. Por la tribuna desfilaban, unos tras otros, orleanistas que expresaban su arrepentimiento de haber conspirado contra la monarquía legítima; legitimistas que se reprochaban el haber acelerado, con su rebelión contra la monarquía ilegítima, la caída de la monarquía en general; Thiers que se arrepentía de haber intrigado contra Molé, Molé de haber intrigado contra Guizot, y Barrot de haber intrigado contra los tres. El grito de «¡Viva la república socialdemocrática!», fue declarado anticonstitucional; el grito de «¡Viva la república!», perseguido como socialdemócrata. En el aniversario de la batalla de Waterloo [64], un diputado declaró: «Temo menos la invasión de los prusianos que la entrada en Francia de los emigrados revolucionarios». A las quejas sobre el terrorismo, que se decía estar organizado en Lyon y en los departamentos vecinos, Baraguay d'Hilliers contestó así: «Prefiero el terror blanco al terror rojo» (J'aime mieux la terreur blanche que la terreur rouge). Y la Asamblea rompía en aplausos frenéticos cada vez que salía de los labios de sus oradores un epigrama contra la república, contra la revolución, contra la Constituyente, a favor de la monarquía, o a favor de la Santa Alianza. Cada infracción de los formalismos republicanos más insignificantes, por ejemplo, el de dirigirse a los diputados con la palabra citoyens [*], entusiasmaba a los caballeros del orden.

Las elecciones parciales del 8 de julio en París —celebradas bajo la influencia del estado de sitio y la abstención electoral de una gran parte del proletariado—, la toma de Roma por el ejército francés, la entrada en Roma de las eminencias purpuradas [65] y de la Inquisición y el terrorismo monacal tras ellas, añadieron nuevas victorias a la victoria de junio y exaltaron la embriaguez del partido del orden.

Finalmente, a mediados de agosto, en parte con la intención de asistir a los consejos departamentales que acababan de reunirse y en parte cansados de los muchos meses de orgía de su tendencia, los monárquicos decretaron suspender por dos meses las sesiones de la Asamblea Nacional. Una comisión de veinticinco diputados, la crema de los legitimistas y orleanistas —un Molé, un Changarnier— fueron dejados, con visible ironía, como representantes de la Asamblea Nacional y guardianes de la república. La ironía era más profunda de lo que ellos sospechaban. Estos hombres, condenados por la historia a ayudar a derrocar la monarquía, a la que amaban, estaban destinados también por ella a conservar la república, a la que odiaban.

Con la suspensión de sesiones de la Asamblea Nacional termina el segundo período de vida de la república constitucional, su período de monarquismo zafio.

Volvió a levantarse el estado de sitio en París; volvió a funcionar la prensa. Durante la suspensión de los periódicos socialdemócratas, durante el período de la legislación represiva y de la batahola monárquica, se republicanizó el "Siècle" [66], viejo representante literario de los pequeños burgueses monárquico-constitucionales; se democratizó la "Presse" [67], viejo exponente literario de los reformadores burgueses; se socialistizó el "National", viejo órgano clásico de los burgueses republicanos.

Las sociedades secretas crecían en extensión y actividad a medida que los clubs públicos se hacían imposibles. Las cooperativas obreras de producción, que eran toleradas como sociedades puramente mercantiles y que carecían de toda importancia económica, se convirtieron políticamente en otros tantos medios de enlace del proletariado. El 13 de junio se llevó de un tajo las cabezas oficiales de los diversos partidos semirrevolucionarios; las masas que se quedaron recobraron su propia cabeza. Los caballeros del orden intimidaban con profecías sobre los horrores de la república roja; pero los viles excesos y los horrores hiperbóreos de la contrarrevolución victoriosa en Hungría, Baden y Roma, dejaron a la «república roja» inmaculadamente limpia. Y las descontentas clases medias de la sociedad francesa comenzaron a preferir las promesas de la república roja, con sus horrores problemáticos, a los horrores de la monarquía roja, con su desesperanza efectiva. Ningún socialista hizo más propaganda revolucionaria en Francia que Haynau [68]. A chaque capacité selon ses oeuvres! [*]

Entretanto, Luis Bonaparte aprovechaba las vacaciones de la Asamblea Nacional para hacer viajes principescos por provincias; los legitimistas más ardientes se iban en peregrinación a Ems, a adorar al nieto de San Luis [69], y la masa de los representantes del pueblo, amigos del orden, intrigaba en los consejos departamentales, que acababan de reunirse. Se trataba de hacer que éstos expresaran lo que la mayoría de la Asamblea Nacional no se atrevía a pronunciar aún: la propuesta de urgencia para la revisión inmediata de la Constitución. Con arreglo a su texto, la Constitución sólo podía revisarse a partir de 1852 y por una Asamblea Nacional convocada especialmente al efecto. Pero si la mayoría de los consejos departamentales se pronunciaban en este sentido, ¿no debía la Asamblea Nacional sacrificar a la voz de Francia la virginidad de la Constitución? La Asamblea Nacional ponía en estas asambleas provinciales las mismas esperanzas que las monjas de la "Henríada" de Voltaire en los Panduros. Pero los Putifares de la Asamblea Nacional tenían que habérselas, salvo algunas excepciones, con otros tantos Josés de provincias. La inmensa mayoría no quiso entender la acuciante insinuación. La revisión constitucional fue frustrada por los mismos instrumentos que tenían que darle vida: por las votaciones de los consejos departamentales. La voz de Francia, precisamente la de la Francia burguesa, habló. Y habló en contra de la revisión.

A comienzos de octubre volvió a reunirse la Asamblea Nacional legislativa; tantum mutatus ab illo! [*]*. Su fisonomía había cambiado completamente. La repulsa inesperada de la revisión por parte de los consejos departamentales la hizo volver a los límites de la Constitución y le recordó los límites de su plazo de vida. Los orleanistas se volvieron recelosos por las peregrinaciones de los legitimistas a Ems; los legitimistas encontraban sospechosas las negociaciones de los orleanistas con Londres [70], los periódicos de ambas fracciones atizaron el fuego y sopesaron las mutuas reivindicaciones de sus pretendientes. Orleanistas y legitimistas abrigaban conjuntamente rencor por los manejos de los bonapartistas, que se traslucían en los viajes principescos, del presidente, en los intentos más o menos claros de emancipación del presidente, en el lenguaje pretencioso de los periódicos bonapartistas; Luis Bonaparte abrigaba rencor contra una Asamblea Nacional que no encontraba justas más que las conspiraciones legitimistas-orleanistas y contra un ministerio que le traicionaba continuamente a favor de esta Asamblea Nacional. Finalmente, el propio ministerio estaba dividido en el problema de la política romana y del impuesto sobre la renta proyectado por el ministro Passy, que los conservadores tildaban de socialista.

Uno de los primeros proyectos presentados por el ministerio Barrot a la Asamblea legislativa, al reanudar ésta sus sesiones, fue una petición de crédito de 300.000 francos para la pensión de viudedad de la duquesa de Orleáns. La Asamblea Nacional lo concedió, añadiendo al registro de deudas de la nación francesa una suma de siete millones de francos. Y así, mientras Luis Felipe seguía desempeñando con éxito el papel de pauvre honteux, de mendigo vergonzante, ni el ministerio se atrevía a solicitar el aumento de sueldo para Bonaparte ni la Asamblea parecía inclinada a concederlo. Y Luis Bonaparte se tambaleaba, como siempre, ante el dilema de aut Caesar, aut Clichy! [*]

La segunda petición de crédito del ministerio (nueve millones de francos para los gastos de la expedición romana) aumentó la tensión entre Bonaparte, de un lado, y los ministros y la Asamblea Nacional, de otro. Luis Bonaparte había publicado en el "Moniteur" una carta a su ayudante Edgar Ney, en la que constreñía al Gobierno papal a garantías constitucionales. Por su parte, el papa había lanzado un «motu proprio» [71], una alocución en la que rechazaba toda restricción de su poder restaurado. La carta de Bonaparte levantaba con intencionada indiscreción la cortina de su gabinete, para exponer su persona a las miradas de la galería como un genio benévolo, pero ignorado y encadenado en su propia casa. No era la primera vez que coqueteaba con los «aleteos furtivos de un alma libre» [*]*. Thiers, el ponente de la Comisión, hizo caso omiso de los aleteos de Bonaparte y se limitó a traducir al francés la alocución papal. No fue el ministerio, sino Víctor Hugo quien intentó salvar al presidente mediante un orden del día por el que la Asamblea Nacional habría de expresar su conformidad con la carta de Bonaparte. Allons donc! Allons donc! [*]** Bajo esta interjección irreverentemente frívola enterró la mayoría la propuesta de Víctor Hugo. ¿La política del presidente? ¿La carta del presidente? ¿El presidente mismo? Allons donc! Allons donc! ¿Quién demonio toma au sérieux [*]*** a monsieur Bonaparte? ¿Cree usted, monsieur Víctor Hugo, que nos vamos a creer que cree usted en el presidente? Allons donc! Allons donc!

Finalmente, la ruptura entre Bonaparte y la Asamblea Nacional fue acelerada por la discusión sobre el retorno de los Orleáns y los Borbones. Había sido el primo del presidente, el hijo del ex rey de Westfalia [*]****, quien, en ausencia del ministerio, se había encargado de presentar dicha propuesta, cuya única finalidad era colocar a los pretendientes legitimistas y orleanistas en el mismo plano, o mejor dicho, situarlos por debajo del pretendiente bonapartista, que estaba, por lo menos de hecho, en la cumbre del Estado.

Napoleón Bonaparte fue lo bastante irreverente para presentar el retorno de las familias reales expulsadas y la amnistía de los insucrectos de Junio, como dos partes de una misma proposición. La indignación de la mayoría le obligó inmediatamente a pedir perdón por este enlace sacrílego de lo sagrado y lo inmundo, de las estirpes reales y el engendro proletario, de las estrellas fijas de la sociedad y de los fuegos fatuos de sus ciénagas, y a asignar a cada una de las dos proposiciones su rango correspondiente. La Asamblea legislativa rechazó enérgicamente la vuelta de las familias reales, y Berryer, el Demóstenes de los legitimistas, no permitió que se abrigase ninguna duda acerca del sentido de este voto. ¡La degradación burguesa de los pretendientes, he ahí lo que se persigue! ¡Se les quiere despojar del halo de santidad, de la única majestad que les queda, de la majestad del destierro! ¡Qué habría que pensar de aquel pretendiente —exclamó Berryer—, que, olvidándose de su augusto origen, viniera aquí, para vivir como un simple particular! No se le podía decir más claro a Luis Bonaparte que con su presencia no había ganado la partida, que si los monárquicos coligados le necesitaban aquí, en Francia, como hombre neutral en el sillón presidencial, los pretendientes serios a la coronación debían permanecer ocultos a las miradas profanas tras la niebla del destierro.

El 1 de noviembre, Luis Bonaparte contestó a la Asamblea Legislativa con un mensaje anunciando, en palabras bastante ásperas, la destitución del ministerio Barrot y la formación de un nuevo ministerio. El ministerio Barrot-Falloux había sido el ministerio de la coalición monárquica; el ministerio d'Hautpoul era el ministerio de Bonaparte, el órgano del presidente frente a la Asamblea Legislativa, el ministerio de los recaderos.

Bonaparte ya no era simplemente el hombre neutral del 10 de diciembre de 1848. La posesión del poder ejecutivo había agrupado en torno a él gran número de intereses; la lucha contra la anarquía obligó al propio partido del orden a aumentar su influencia, y si el presidente ya no era popular, este partido era impopular. ¿No podía confiar Bonaparte en obligar a los orleanistas y legitimistas, tanto por su rivalidad como por la necesidad de una restauración monárquica cualquiera, a reconocer al pretendiente neutral?

Del 1 de noviembre de 1849 data el tercer período de vida de la república constitucional, el período que termina con el 10 de marzo de 1850. No sólo comienza el juego normal de las instituciones constitucionales, que tanto admira Guizot, es decir, las peleas entre el poder ejecutivo y el legislativo, sino que, además, frente a los apetitos de restauración de los orleanistas y legitimistas coligados, Bonaparte defiende el título de su poder efectivo, la república; frente a los apetitos de restauración de Bonaparte, el partido del orden defiende el título de su poder común, la república; frente a los orleanistas, los legitimistas defienden, lo mismo que aquellos frente a éstos, el statu quo, la república. Todas estas fracciones del partido del orden, cada una de las cuales tiene in petto [*] su propio rey y su propia restauración, hacen valer en forma alternativa, frente a los apetitos de usurpación y de revuelta de sus rivales, la dominación común de la burguesía, la forma bajo la cual se neutralizan y se reservan las pretensiones específicas: la república.

Estos monárquicos hacen de la monarquía lo que Kant hacía de la república: la única forma racional de gobierno, un postulado de la razón práctica, cuya realización jamás se alcanza, pero a cuya consecución debe aspirarse siempre como objetivo y debe llevarse siempre en la intención.

De este modo, la república constitucional, que salió de manos de los republicanos burgueses como una fórmula ideológica vacía, se convierte, en manos de los monárquicos coligados, en una fórmula viva y llena de contenido. Y Thiers decía más verdad de lo que él sospechaba, al declarar: «Nosotros, los monárquicos, somos los verdaderos puntales de la república constitucional».

La caída del ministerio de coalición y la aparición del ministerio de los recaderos tenía un segundo significado. Su ministro de Hacienda era Fould. Hacer de Fould ministro de Hacienda significaba entregar oficialmente la riqueza nacional de Francia a la Bolsa, la administración del patrimonio del Estado a la Bolsa y en beneficio de la Bolsa. Con el nombramiento de Fould, la aristocracia financiera anunciaba su restauración en el "Moniteur". Esta restauración completaba necesariamente las demás restauraciones, que formaban otros tantos eslabones en la cadena de la república constitucional.

Luis Felipe no se había atrevido nunca a hacer ministro de Hacienda a un verdadero loup-cervier [*]. Como su monarquía era el nombre ideal para la dominación de la alta burguesía, en sus ministerios, los intereses privilegiados tenían que ostentar nombres ideológicamente desinteresados. La república burguesa hacía pasar en todas partes a primer plano lo que las diferentes monarquías, tanto la legitimista como la orleanista, recataban siempre en el fondo. Hacía terrenal lo que aquellas habían hecho celestial. En lugar de los nombres de santos ponía los nombres propios burgueses de los intereses de clase dominantes.

Toda nuestra exposición ha mostrado cómo la república, desde el primer día de su existencia, no derribó, sino que consolidó la aristocracia financiera. Pero las concesiones que se le hacían eran una fatalidad a la que se sometían sus autores sin querer provocarla. Con Fould, la iniciativa gubernamental volvió a caer en manos de la aristocracia financiera.

Se preguntará: ¿cómo la burguesía coligada podía soportar y tolerar la dominación de la aristocracia financiera, que bajo Luis Felipe se basaba en la exclusión o en la sumisión de las demás fracciones burguesas?

La contestación es sencilla.

En primer lugar, la aristocracia financiera forma, de por sí, una parte de importancia decisiva de la coalición monárquica cuyo gobierno conjunto se llama república. ¿Acaso los corifeos y los «talentos» de los orleanistas no son los antiguos aliados y cómplices de la aristocracia financiera? ¿No es esta misma la falange dorada del orleanismo? Por lo que a los legitimistas se refiere, ya bajo Luis Felipe habían tomado parte prácticamente en todas las orgías de las especulaciones bursátiles, mineras y ferroviarias. Y la conexión de la gran propiedad territorial con la alta finanza es en todas partes un hecho normal. Prueba de ello: Inglaterra. Prueba de ello: la misma Austria.

En un país como Francia, donde el volumen de la producción nacional es desproporcionadamente inferior al volumen de la deuda nacional, donde la renta del Estado es el objeto más importante de especulación y la Bolsa el principal mercado para la inversión del capital que quiere valorizarse de un modo improductivo; en un país como éste, tiene que tomar parte en la Deuda pública, en los juegos de Bolsa, en la finanza, una masa innumerable de gentes de todas las clases burguesas o semiburguesas. Y todos estos partícipes subalternos ¿no encuentran sus puntales y jefes naturales en la fracción que defiende estos intereses en las proporciones más gigantescas y que representa estos intereses en conjunto y por entero?

¿Qué condiciona la entrega del patrimonio del Estado a la alta finanza? El crecimiento incesante de la deuda del Estado. ¿Y este crecimiento? El constante exceso de los gastos del Estado sobre sus ingresos, desproporción que es a la par causa y efecto de los empréstitos públicos.

Para sustraerse a este crecimiento de su deuda, el Estado tiene que hacer una de dos cosas. Una de ellas es limitar sus gastos, es decir, simplificar el organismo de gobierno, acortarlo, gobernar lo menos posible, emplear la menor cantidad posible de personal, intervenir lo menos posible en los asuntos de la sociedad burguesa. Y este camino era imposible para el partido del orden, cuyos medios de represión, cuyas ingerencias oficiales por razón de Estado y cuya omnipresencia a través de los organismos del Estado tenían que aumentar necesariamente a medida que su dominación y las condiciones de vida de su clase se veían amenazadas por más partes. No se puede reducir la gendarmería a medida que se multiplican los ataques contra las personas y contra la propiedad.

El otro camino que tiene el Estado es el de procurar eludir sus deudas y establecer por el momento, en el presupuesto, un equilibrio —aunque sea pasajero—, echando impuestos extraordinarios sobre las espaldas de las clases más ricas. Para sustraer la riqueza nacional a la explotación de la Bolsa, ¿tenía que sacrificar el partido del orden su propia riqueza en el altar de la patria? Pas si béte! [*]

Por tanto, sin revolucionar completamente el Estado francés no había manera de revolucionar el presupuesto del Estado francés. Con este presupuesto era inevitable el crecimiento de la deuda del Estado, y con este crecimiento era indispensable la dominación de los que comercian con la deuda pública, de los acreedores del Estado, de los banqueros, de los comerciantes en dinero, de los linces de la Bolsa. Sólo una fracción del partido del orden participaba directamente en el derrocamiento de la aristocracia financiera: los fabricantes. No hablamos de los medianos ni de los pequeños industriales; hablamos de los regentes del interés fabril, que bajo Luis Felipe habían formado la amplia base de la oposición dinástica. Su interés está indudablemente en que se disminuyan los gastos de la producción, es decir, en que se disminuyan los impuestos, que gravan la producción, y en que se disminuya la deuda pública, cuyos intereses gravan los impuestos. Están, pues, interesados en el derrocamiento de la aristocracia financiera.

En Inglaterra —y los mayores fabricantes franceses son pequeños burgueses, comparados con sus rivales británicos— vemos efectivamente a los fabricantes —a un Cobden, a un Bright— a la cabeza de la cruzada contra la Banca y contra la aristocracia de la Bolsa. ¿Por qué no en Francia? En Inglaterra predomina la industria; en Francia, la agricultura. En Inglaterra la industria necesita del free trade [*]*; en Francia necesita aranceles protectores, o sea, el monopolio nacional junto a los otros monopolios. La industria francesa no domina la producción francesa, y por eso los industriales franceses no dominan a la burguesía francesa. Para sacar a flote sus intereses frente a las demás fracciones de la burguesía, no pueden, como los ingleses, marchar al frente del movimiento y al mismo tiempo poner su interés de clase en primer término; tienen que seguir al cortejo de la revolución y servir intereses que están en contra de los intereses comunes de su clase. En Febrero no habían sabido ver dónde estaba su puesto, y Febrero les aguzó el ingenio. ¿Y quién está más directamente amenazado por los obreros que el patrono, el capitalista industrial? En Francia, el fabricante tenía que convertirse necesariamente en el miembro más fanático del partido del orden. La merma de su ganancia por la finanza, ¿qué importancia tiene al lado de la supresión de toda ganancia por el proletariado?

En Francia, el pequeñoburgués hace lo que normalmente debiera hacer el burgués industrial; el obrero hace lo que normalmente debiera ser la misión del pequeñoburgués; y la misión del obrero, ¿quién la cumple? Nadie. Las tareas del obrero no se cumplen en Francia; sólo se proclaman. Su solución no puede ser alcanzada en ninguna parte dentro de las fronteras nacionales [72]; la guerra de clases dentro de la sociedad francesa se convertirá en una guerra mundial entre naciones. La solución comenzará a partir del momento en que, a través de la guerra mundial, el proletariado sea empujado a dirigir al pueblo que domina el mercado mundial, a dirigir a Inglaterra. La revolución, que no encontrará aquí su término, sino su comienzo organizativo, no será una revolución de corto aliento. La actual generación se parece a los judíos que Moisés conducía por el desierto. No sólo tiene que conquistar un mundo nuevo, sino que tiene que perecer para dejar sitio a los hombres que estén a la altura del nuevo mundo.

Pero volvamos a Fould.

El 14 de noviembre de 1849, Fould subió a la tribuna de la Asamblea Nacional y explicó su sistema financiero: ¡la apología del viejo sistema fiscal! ¡Mantenimiento del impuesto sobre el vino! ¡Revocación del impuesto sobre la renta de Passy!

Tampoco Passy era ningún revolucionario; era un antiguo ministro de Luis Felipe. Era uno de esos puritanos de la envergadura de Dufaure y uno de los hombres de más confianza de Teste, el chivo expiatorio de la monarquía de Julio [*]. También Passy había alabado el viejo sistema fiscal y recomendado el mantenimiento del impuesto sobre el vino, pero al mismo tiempo había desgarrado el velo que cubría el déficit del Estado. Había declarado la necesidad de un nuevo impuesto, del impuesto sobre la renta, si no se quería llevar al Estado a la bancarrota. Fould, que recomendara a Ledru-Rollin la bancarrota del Estado, recomendó a la Asamblea Legislativa el déficit del Estado. Prometió ahorros cuyo misterio se reveló más tarde: por ejemplo, los gastos disminuyeron en sesenta millones y la deuda flotante aumentó en doscientos; artes de escamoteo en la agrupación de las cifras y en la rendición de las cuentas, que en último término iban todas a desembocar en nuevos empréstitos.

Con Fould en el ministerio, al encontrarse en presencia de las demás fracciones burguesas celosas de ella, la aristocracia financiera no actuó, naturalmente, de un modo tan cínicamente corrompido como bajo Luis Felipe. Pero el sistema era, a pesar de todo, el mismo: aumento constante de las deudas, disimulación del déficit. Y con el tiempo volvieron a asomar más descaradamente las viejas estafas de la Bolsa. Prueba de ello: la ley sobre el ferrocarril de Avignon, las misteriosas oscilaciones de los valores del Estado, que durante un momento fueron el tema de las conversaciones de todo París, y finalmente las fracasadas especulaciones de Fould y Bonaparte sobre las elecciones del 10 de marzo.

Con la restauración oficial de la aristocracia financiera, el pueblo francés tenía que verse pronto abocado a un nuevo 24 de febrero.

La Constituyente, en un acceso de misantropía contra su heredera, había suprimido el impuesto sobre el vino para el año de gracia de 1850. Con la supresión de los viejos impuestos no se podían pagar las nuevas deudas. Creton, un cretino del partido del orden, había solicitado el mantenimiento del impuesto sobre el vino ya antes de que la Asamblea Legislativa suspendiese sus sesiones. Fould recogió esta propuesta, en nombre del ministerio bonapartista, y el 20 de diciembre de 1849, en el aniversario de la elevación de Bonaparte a la Presidencia, la Asamblea Nacional decretó la restauración del impuesto sobre el vino.

El abogado de esta restauración no fue ningún financiero, fue el jefe de los jesuitas Montalembert. Su deducción era contundentemente sencilla: el impuesto es el pecho materno de que se amamanta el Gobierno. El Gobierno son los instrumentos de represión, son los órganos de la autoridad, es el ejército, es la policía, son los funcionarios, los jueces, los ministros, son los sacerdotes. El ataque contra los impuestos es el ataque de los anarquistas contra los centinelas del orden, que amparan la producción material y espiritual de la sociedad burguesa contra los ataques de los vándalos proletarios. El impuesto es el quinto dios, al lado de la propiedad, la familia, el orden y la religión. Y el impuesto sobre el vino es indiscutiblemente un impuesto; y no un impuesto como otro cualquiera, sino un impuesto tradicional, un impuesto de espíritu monárquico, un impuesto respetable. Vive l'impôt des boissons! Three cheers and one more! [*]

El campesino francés, cuando quiere representar al diablo, lo pinta con la figura del recaudador de contribuciones. Desde el momento en que Montalembert elevó el impuesto a la categoría de dios, el campesino renunció a dios, se hizo ateo y se echó en brazos del diablo, en brazos del socialismo. Tontamente, la religión del orden lo dejó escapar de sus manos; lo dejaron escapar los jesuitas, lo dejó escapar Bonaparte. El 20 de diciembre de 1849 comprometió irrevocablemente al 20 de diciembre de 1848. El «sobrino de su tío» no era el primero de la familia a quien derrotaba el impuesto sobre el vino, este impuesto que, según la expresión de Montalembert, barruntaba la tormenta revolucionaria. El verdadero, el gran Napoleón, declaró en Santa Elena que el restablecimiento del impuesto sobre el vino había contribuido a su caída más que todo lo demás junto, al enajenarle las simpatías de los campesinos del Sur de Francia. Ya bajo Luis XIV era este impuesto el favorito del odio del pueblo (véanse las obras de Boisguillebert y Vauban); y, abolido por la primera revolución, Napoleón lo había restablecido en 1808, bajo una forma modificada. Cuando la restauración entró en Francia, delante de ella no cabalgaban solamente los cosacos, sino también la promesa de supresión del impuesto sobre el vino. La gentil-hommerie [*]* no necesitaba, naturalmente, cumplir su palabra a la gens taillable à merci et miséricorde [*]**. 1830 fue un año que prometió la abolición del impuesto sobre el vino. No estaba en sus costumbres hacer lo que decía ni decir lo que hacía. 1848 prometió la abolición del impuesto sobre el vino, como lo prometió todo. Por último, la Constituyente, que nada había prometido, dio, como queda dicho, una disposición testamentaria según la cual el impuesto sobre el vino debería desaparecer a partir del 1 de enero de 1850. Y precisamente diez días antes del 1 de enero, la Asamblea Legislativa volvió a restablecerlo. Es decir, que el pueblo francés perseguía continuamente a este impuesto, y cuando lo echaba por la puerta se le colaba de nuevo por la ventana.

El odio popular contra el impuesto sobre el vino se explica por la razón de que este impuesto era suma y compendio de todo lo que tenía de execrable el sistema fiscal francés. El modo de su percepoión es odioso y el modo de su distribución, aristocrático, pues las tasas son las mismas para los vinos más corrientes que para los más caros. Aumenta, por tanto, en progresión geométrica, con la pobreza del consumidor, como un impuesto progresivo al revés. Es una prima a la adulteración y a la falsificación de los vinos y provoca, por tanto, directamente, el envenenamiento de las clases trabajadoras. Disminuye el consumo montando fielatos a las puertas de todas las ciudades de más de 4.000 habitantes y convirtiendo cada ciudad en un territorio extranjero con aranceles protectores contra los vinos franceses. Los grandes tratantes en vinos, pero sobre todo los pequeños, los «marchands de vin», los taberneros, cuyos ingresos dependen directamente del consumo de bebidas, son otros tantos adversarios declarados de este impuesto. Y, finalmente, al reducir el consumo, el impuesto sobre el vino merma a la producción el mercado. A la par que incapacita a los obreros de las ciudades para pagar el vino, incapacita a los campesinos vinícolas para venderlo. Y Francia cuenta con una población vitivinícola de unos doce millones. Fácil es comprender, con esto, el odio del pueblo en general y el fanatismo de los campesinos en particular contra el impuesto sobre el vino. Además en su restablecimiento no veían un acontecimiento aislado, más o menos fortuito. Los campesinos tienen una modalidad propia de tradición histórica, que se hereda de padres a hijos. Y en esta escuela histórica se murmuraba que todo gobierno, en cuanto quiere engañar a los campesinos, promete abolir el impuesto sobre el vino y, después que los ha engañado, lo mantiene o lo restablece. Por el impuesto sobre el vino paladea el campesino el bouquet del gobierno, su tendencia. El restablecimiento del impuesto sobre el vino, el 20 de diciembre, quería decir: Luis Bonaparte es como los otros. Pero éste no era como los otros, era una invención campesina, y en los pliegos con millones de firmas contra el impuesto sobre el vino, los campesinos retiraban los votos que habían dado hacía un año al «sobrino de su tío».

La población campesina —más de los dos tercios de la población total de Francia—, está compuesta en su mayor parte por los propietarios territoriales supuestamente libres. La primera generación, liberada sin compensación de las cargas feudales por la revolución de 1789, no había pagado nada por la tierra. Pero las siguientes generaciones pagaban bajo la forma de precio de la tierra lo que sus antepasados semisiervos habían pagado bajo la forma de rentas, diezmos, prestaciones personales, etc. Cuanto más crecía la población y más se acentuaba el reparto de la tierra, más caro era el precio de la parcela, pues a medida que ésta disminuye, aumenta la demanda en torno a ella. Pero en la misma proporción en que subía el precio que el campesino pagaba por la parcela —tanto si la compraba directamente como si sus coherederos se la cargaban en cuenta como capital—, aumentaba necesariamente el endeudamiento del campesino, es decir, la hipoteca. El título de deuda que grava el suelo se llama, en efecto, hipoteca, o sea, papeleta de empeño de la tierra. Al igual que sobre las fincas medievales se acumulaban los privilegios, sobre la parcela moderna se acumulan las hipotecas. Por otra parte, en la economía parcelaria, la tierra es, para su propietario, un mero instrumento de producción. Ahora bien, a medida que el suelo se reparte, disminuye su fertilidad. La aplicación de maquinaria al cultivo, la división del trabajo, los grandes medios para mejorar la tierra, tales como la instalación de canales de drenaje y de riego, etc., se hacen cada vez más imposibles, a la par que los gastos improductivos del cultivo aumentan en la misma medida en que aumenta la división del instrumento de producción en sí. Y todo esto, lo mismo si el dueño de la parcela posee capital que si no lo posee. Pero, cuanto más se acentúa la división, más es el pedazo de tierra con su mísero inventario el único capital del campesino parcelista, más se reduce la inversión del capital sobre el suelo, más carece el pequeño campesino [Kotsass] de la tierra, de dinero y de cultura para aplicar los progresos de la agronomía, más retrocede el cultivo del suelo. Finalmente, el producto neto disminuye en la misma proporción en que aumenta el consumo bruto, en que toda la familia del campesino se ve imposibilitada para otras ocupaciones por la posesión de su tierra, aunque de ésta no pueda sacar lo bastante para vivir.

Así, pues, en la misma medida en que aumenta la población, y con ella la división del suelo, encarece el instrumento de producción, la tierra, y disminuye su fertilidad, y en la misma medida decae la agricultura y se carga de deudas el campesino. Y lo que era efecto se convierte, a su vez, en causa. Cada generación deja a la otra más endeudada, cada nueva generación comienza bajo condiciones más desfavorables y más gravosas, las hipotecas engendran nuevas hipotecas y, cuando el campesino no puede encontrar en su parcela una garantía para contraer nuevas deudas, es decir, cuando no puede gravarla con nuevas hipotecas, cae directamente en las garras de la usura, y los intereses usurarios se hacen cada vez más descomunales.

Y así se ha llegado a una situación en que el campesino francés, bajo la forma de intereses por las hipotecas que gravan la tierra, bajo la forma de intereses por los adelantos no hipotecarios del usurero, cede al capitalista no sólo la renta del suelo, no sólo el beneficio industrial, en una palabra: no sólo toda la ganancia neta, sino incluso una parte del salario; es decir, que ha descendido al nivel del colono irlandés, y todo bajo el pretexto de ser propietario privado.

En Francia, este proceso fue acelerado por la carga fiscal continuamente creciente y por las costas judiciales, en parte provocadas directamente por los mismos formalismos con que la legislación francesa rodea a la propiedad territorial, en parte por los conflictos interminables que se producen entre parcelas que lindan unas con otras y se entrecruzan por todos lados, y en parte por la furia pleiteadora de los campesinos, en quienes el disfrute de la propiedad se reduce al goce de hacer valer fanáticamente la propiedad imaginaria, el derecho de propiedad.

Según una estadística de 1840, el producto bruto del suelo francés ascendía a 5.237.178.000 francos. De éstos, 3.552.000.000 de francos se destinan a gastos de cultivo, incluyendo el consumo de los hombres que trabajan. Queda un producto neto de 1.685.178.000 francos, de los cuales hay que descontar 550 millones para intereses hipotecarios, 100 millones para los funcionarios de justicia, 350 millones para impuestos y 107 millones para derechos de inscripción, timbres, tasas del registro hipotecario, etc. Queda la tercera parte del producto neto, 538 millones, que, repartidos entre la población, no tocan ni a 25 francos de producto neto por cabeza [73]. En esta cuenta no entran, naturalmente, ni la usura extrahipotecaria ni las costas de abogados, etc.

Fácil es comprender la situación en que se encontraron los campesinos franceses, cuando la república añadió a las viejas cargas otras nuevas. Como se ve, su explotación se distingue de la explotación del proletariado industrial sólo por la forma. El explotador es el mismo: el capital. Individualmente, los capitalistas explotan a los campesinos por medio de la hipoteca y de la usura; la clase capitalista explota a la clase campesina por medio de los impuestos del Estado. El título de propiedad del campesino es el talismán con que el capital le venía fascinando hasta ahora, el pretexto de que se valía para azuzarle contra el proletariado industrial. Sólo la caída del capital puede hacer subir al campesino; sólo un gobierno anticapitalista, proletario, puede acabar con su miseria económica y con su degradación social. La república constitucional es la dictadura de sus explotadores coligados; la república socialdemocrática, la república roja, es la dictadura de sus aliados. Y la balanza sube o baja según los votos que el campesino deposita en la urna electoral. El mismo tiene que decidir su suerte. Así hablaban los socialistas en folletos, en almanaques, en calendarios, en proclamas de todo género. Hicieron este lenguaje más asequible al campesino los escritos polémicos que lanzó el partido del orden, el cual también, a su vez, se dirigió a él y, con la burda exageración, con la brutal interpretación y exposición de las intenciones e ideas de los socialistas, fue a dar precisamente con el verdadero tono campesino y sobreexcitó el apetito de aquél hacia el fruto prohibido. Pero los que hablaban el lenguaje más inteligible eran la propia experiencia que la clase campesina tenía ya del uso del derecho al sufragio y los desengaños, que, en el rápido desarrollo revolucionario, iban descargando golpe tras golpe sobre su cabeza. Las revoluciones son las locomotoras de la historia.

La gradual revolucionarización de los campesinos se manifestó en diversos síntomas. Se reveló ya en las elecciones a la Asamblea Legislativa; se reveló en el estado de sitio de los cinco departamentos que circundan a Lyon; se reveló algunos meses después del 13 de junio en la elección de un miembro de la Montaña en lugar del ex presidente de la Chambre introuvable [*], por el departamento de la Gironda; se reveló el 20 de diciembre de 1849 en la [284] elección de un rojo para ocupar el puesto de un diputado legitimista muerto, en el departamento du Gard [74], esta tierra de promisión de los legitimistas, escenario de los actos de ignominia más espantosos contra los republicanos en 1794 y 1795, sede central de la terreur blanche [*] de 1815, donde los liberales y los protestantes eran públicamente asesinados. Esta revolucionarización de la clase más estacionaria se manifiesta del modo más palpable después del restablecimiento del impuesto sobre el vino. Durante los meses de enero y febrero de 1850, las medidas del Gobierno y las leyes que se dictan se dirigen casi exclusivamente contra los departamentos y los campesinos. Es la prueba más palmaria de su progreso.

La circular de d'Hautpoul por la que se convierte al gendarme en inquisidor del prefecto, del subprefecto y, sobre todo, del alcalde y por la que se organiza el espionaje hasta en los rincones de la aldea más remota; la ley contra los maestros de escuela, ley por la que éstos, que son las capacidades intelectuales, los portavoces, los educadores y los intérpretes de la clase campesina, son sometidos al capricho de los prefectos; ley por la que los maestros —proletarios de la clase culta— son expulsados de municipio en municipio como caza acosada; el proyecto de ley contra los alcaldes, por el que se suspende sobre sus cabezas la espada de Damocles de la destitución y se les enfrenta en todo momento —a ellos, presidentes de los municipios campesinos—, con el presidente de la república y con el partido del orden; la ordenanza por la que las 17 divisiones militares de Francia se convierten en cuatro bajalatos [75] y el cuartel y el vivac se imponen a los franceses como salón nacional; la ley de enseñanza, con la que el partido del orden proclama que la ignorancia y el embrutecimiento de Francia por la fuerza son condición necesaria para que pueda vivir bajo el régimen del surfagio universal: ¿qué eran todas estas leyes y medidas? Otros tantos intentos desesperados de reconquistar para el partido del orden a los departamentos y a los campesinos de los departamentos.

Considerados como represión, estos procedimientos eran deplorables, eran los verdugos de la propia finalidad que perseguían. Las grandes medidas, como el mantenimiento del impuesto sobre el vino, el impuesto de los 45 céntimos, la repulsa burlona dada a la petición campesina de devolución de los mil millones, etcétera: todos estos rayos legislativos se descargaban sobre la clase campesina de golpe, en grande, desde la sede central, y las leyes y medidas citadas más arriba daban carácter general al ataque y a la resistencia, convirtiéndolos en tema diario de las conversaciones [285] en todas las chozas; inoculaban la revolución en todas las aldeas, la llevaban a los pueblos y la hacían campesina.

Por otra parte, estos proyectos de Bonaparte y su aprobación por la Asamblea Nacional, ¿no demostraban la unidad existente entre los dos poderes de la república constitucional en lo referente a la represión de la anarquía, es decir, de todas las clases que se rebelaban contra la dictadura burguesa? ¿Acaso Soulouque, inmediatamente después de su brusco mensaje [76], no había asegurado a la Asamblea legislativa su devoción por el orden mediante el mensaje subsiguiente de Carlier [77], caricatura sucia y vil de Fouché, como el mismo Luis Bonaparte era la caricatura vulgar de Napoleón?

La ley de enseñanza nos revela la alianza de los jóvenes católicos con los viejos volterianos. La dominación de los burgueses coligados, ¿podía ser otra cosa que el despotismo coligado de la restauración amiga de los jesuitas y de la monarquía de Julio, que se las daba de librepensadora? Las armas que había repartido entre el pueblo una fracción burguesa contra la otra, en sus pugnas alternativas por la dominación soberana, ¿no había que arrebatárselas de nuevo, ahora que se enfrentaba a la dictadura conjunta de ambas? Nada, ni siquiera la repulsa de los concordats à l'amiable [*] sublevó tanto a los tenderos de París como esta coqueta ostentación de jesuitismo.

Entretanto, proseguían las colisiones entre las distintas fracciones del partido del orden y entre la Asamblea Nacional y Bonaparte. A la Asamblea Nacional no le gustó mucho el que, inmediatamente después de su golpe de Estado, después de haber formado un ministerio bonapartista propio, Bonaparte llamase a su presencia a los inválidos de la monarquía nombrados para prefectos y les pusiese como condición para ostentar el cargo el hacer campaña de agitación anticonstitucional a favor de su reelección a la presidencia; el que Carlier festejase su toma de posesión con la supresión de un club legitimista; el que Bonaparte crease un periódico propio, "Le Napoléon" [78], que delataba al público los apetitos secretos del presidente, mientras sus ministros tenían que negarlos en el escenario de la Asamblea Legislativa. No le gustaba mucho el mantenimiento obstinado del ministerio, a pesar de sus distintos votos de censura; tampoco le gustaba mucho el intento de ganarse el favor de los suboficiales con un aumento de veinte céntimos diarios y el favor del proletariado con un plagio de "Los Misterios de París" de Eugenio Sue, con un Banco para préstamos de honor; ni, finalmente, la desvergüenza con que se hacía que los ministros propusieran la deportación a Argelia de los insurrectos de Junio que aún quedaban, para echar sobre la Asamblea Legislativa la impopularidad en gros [*]*, mientras el presidente se reservaba para sí la popularidad en détail [*]**, concediendo indultos individuales. Thiers dejó escapar palabras amenazadoras sobre coups d'état [*]*** y coups de tête [*]**** y la Asamblea Legislativa se vengó de Bonaparte rechazando todos los proyectos de ley que le presentaba en beneficio propio e investigando de un modo ruidosamente desconfiado todos los que presentaba en beneficio común, para averiguar si, fortaleciendo el poder ejecutivo, no aspiraba a aprovecharse de él para el poder personal de Bonaparte. En una palabra, se vengó con la conspiración del desprecio.

Por su parte, el partido de los legitimistas veía con enojo cómo los orleanistas, más capacitados, volvían a adueñarse de casi todos los puestos y cómo crecía la centralización, mientras que el cifraba en la descentralización sus esperanzas de triunfo. Y, en efecto, la contrarrevolución centralizaba violentamente, es decir, preparaba el mecanismo de la revolución. Centralizó incluso, mediante el curso forzoso de los billetes de Banco, el oro y la plata de Francia en el Banco de París, creando así el tesoro de guerra de la revolución, listo para su empleo.

Finalmente, los orleanistas veían con enojo cómo salía de nuevo a flote el principio de la legitimidad, alzándose frente a su principio bastardo, y cómo eran ellos postergados y maltratados a cada paso como una esposa burguesa por su noble consorte.

Hemos visto cómo, unos tras otros, los campesinos, los pequeños burgueses, las capas medias en general, se iban colocando junto al proletariado, cómo eran empujados a una oposición abierta contra la república oficial y tratados por ésta como adversarios. Rebelión contra la dictadura burguesa, necesidad de un cambio de la sociedad, mantenimiento de las instituciones democrático-republicanas como instrumentos de este cambio, agrupación en torno al proletariado como fuerza revolucionaria decisiva: tales son las características generales del llamado partido de la socialdemocracia, del partido de la república roja. Este partido de la anarquía, como sus adversarios lo bautizan, es también una coalición de diferentes intereses, ni más ni menos que el partido del orden. Desde la reforma mínima del viejo desorden social hasta la subversión del viejo orden social, desde el liberalismo burgués hasta el terrorismo revolucionario: tal es la distancia que separa a los dos extremos que constituyen el punto de partida y la meta final del partido de la «anarquía».

¡La abolición de los aranceles protectores es socialismo! Porque atenta contra el monopolio de la fracción industrial del partido del orden. ¡La regulación del presupuesto es socialismo! Porque atenta contra el monopolio de la fracción financiera del partido del orden. ¡La libre importación de carne y cereales extranjeros es socialismo! Porque atenta contra el monopolio de la tercera fracción del partido del orden, la de la gran propiedad terrateniente. En Francia, las reivindicaciones del partido de los freetraders [79], es decir, del partido más progresivo de la burguesía inglesa, aparecen como otras tantas reivindicaciones socialistas. ¡El volterianismo es socialismo!, pues atenta contra la cuarta fracción del partido del orden: la católica. ¡La libertad de prensa, el derecho de asociación, la instrucción pública general son socialismo, socialismo! Atentan contra el monopolio general del partido del orden.

La marcha de la revolución había hecho madurar tan rápidamente la situación, que los partidarios de reformas de todos los matices y las pretensiones más modestas de las clases medias veíanse obligados a agruparse en torno a la bandera del partido revolucionario más extremo, en torno a la bandera roja.

Sin embargo, por muy diverso que fuese el socialismo de los diferentes grandes sectores que integraban el partido de la anarquía —según las condiciones económicas de su clase o fracción de clase y las necesidades generales revolucionarias que de ellas brotaban—, había un punto en que coincidían todos: en proclamarse como medio para la emancipación del proletariado y en proclamar esta emancipación como su fin. Engaño intencionado de unos e ilusión de otros, que presentan el mundo transformado con arreglo a sus necesidades como el mundo mejor para todos, como la realización de todas las reivindicaciones revolucionarias y la supresión de todos los conflictos revolucionarios.

Bajo las frases socialistas generales y de tenor bastante uniforme del «partido de la anarquía», se esconde el socialismo del "National", de la "Presse" y del "Siècle", que, más o menos consecuentemente, quiere derrocar la dominación de la aristocracia financiera y liberar a la industria y al comercio de las trabas que han sufrido hasta hoy. Es éste el socialismo de la industria, del comercio y de la agricultura, cuyos regentes dentro del partido del orden sacrifican estos intereses, por cuanto ya no coinciden con sus monopolios privados. De este socialismo burgués, que, naturalmente, como todas las variedades del socialismo, atrae a un sector de obreros y pequeños burgueses, se distingue el peculiar socialismo pequeñoburgués, el socialismo par excellence [*]. El capital acosa a esta clase, principalmente como acreedor; por eso ella exige instituciones de crédito. La aplasta por la competencia; por eso ella exige asociaciones apoyadas por el Estado. Tiene superioridad en la lucha, a causa de la concentración del capital; por eso ella exige impuestos progresivos, restricciones para las herencias, centralización de las grandes obras en manos del Estado y otras medidas que contengan por la fuerza el incremento del capital. Y como ella sueña con la realización pacífica de su socialismo —aparte, tal vez, de una breve repetición de la revolución de Febrero—, se representa, naturalmente, el futuro proceso histórico como la aplicación de los sistemas que inventan o han inventado los pensadores de la sociedad, ya sea colectiva o individualmente. Y así se convierten en eclécticos o en adeptos de los sistemas socialistas existentes, del socialismo doctrinario, que sólo fue la expresión teórica del proletariado mientras éste no se había desarrollado todavía lo suficiente para convertirse en un movimiento histórico propio y libre.

Mientras que la utopía, el socialismo doctrinario, que supedita el movimiento total a uno de sus aspectos, que suplanta la producción colectiva, social, por la actividad cerebral de un pedante suelto y que, sobre todo, mediante pequeños trucos o grandes sentimentalismos, elimina en su fantasía la lucha revolucionaria de las clases y sus necesidades, mientras que este socialismo doctrinario, que en el fondo no hace más que idealizar la sociedad actual, forjarse de ella una imagen limpia de defectos y quiere imponer su propio ideal a despecho de la realidad social; mientras que este socialismo es traspasado por el proletariado a la pequeña burguesía; mientras que la lucha de los distintos jefes socialistas entre sí pone de manifiesto que cada uno de los llamados sistemas se aferra pretenciosamente a uno de los puntos de transición de la transformación social, contraponiéndolo a los otros, el proletariado va agrupándose más en torno al socialismo revolucionario, en torno al comunismo, que la misma burguesía ha bautizado con el nombre de Blanqui. Este socialismo es la declaración de la revolución permanente, de la dictadura de clase del proletariado como punto necesario de transición para la supresión de las diferencias de clase en general, para la supresión de todas las relaciones de producción en que éstas descansan, para la supresión de todas las relaciones sociales que corresponden a esas relaciones de producción, para la subversión de todas las ideas que brotan de estas relaciones sociales.

El espacio de esta exposición no consiente desarrollar más este tema.

Hemos visto que así como en el partido del orden se puso necesariamente a la cabeza la aristocracia financiera, en el partido de la «anarquía» pasó a primer plano el proletariado. Y mientras las diferentes clases reunidas en una liga revolucionaria se agrupaban en torno al proletariado, mientras los departamentos eran cada vez menos seguros y la propia Asamblea Legislativa se tornaba cada vez más hosca contra las pretensiones del Soulouque francés [*], se iban acercando las elecciones parciales —que tantos retrasos y aplazamientos habían sufrido—, para cubrir los puestos de los diputados de la Montaña proscritos a consecuencia del 13 de junio.

El Gobierno, despreciado por sus enemigos, maltratado y humillado a diario por sus supuestos amigos, no veía más que un medio para salir de aquella situación desagradable e insostenible: el motín. Un motín en París habría permitido decretar el estado de sitio en París y en los departamentos y coger así las riendas de las elecciones. De otra parte, los amigos del orden se verían obligados a hacer concesiones a un gobierno que hubiese conseguido una victoria sobre la anarquía, si no querían aparecer ellos también como anarquistas.

El Gobierno puso manos a la obra. A comienzos de febrero de 1850, se provocó al pueblo derribando los árboles de la libertad [80]. En vano. Si los árboles de la libertad perdieron su puesto, el propio Gobierno perdió la cabeza y retrocedió asustado ante sus propias provocaciones. Por su parte, la Asamblea Nacional recibió con una desconfianza de hielo esta torpe tentativa de emancipación de Bonaparte. No tuvo más éxito la retirada de las coronas de siemprevivas de la Columna de Julio [81]. Esto dio a una parte del ejército la ocasión para manifestaciones revolucionarias y a la Asamblea Nacional para un voto de censura más o menos velado contra el ministerio. En vano la amenaza de la prensa del Gobierno con la abolición del sufragio universal, con la invasión de los cosacos. En vano el reto que d'Hautpoul lanzó directamente a las izquierdas en plena Asamblea Legislativa para que se echasen a la calle y su declaración de que el Gobierno estaba preparado para recibirlas. D'Hautpoul no consiguió más que una llamada al orden que le hizo el presidente, y el partido del orden, con silenciosa malevolencia, dejó que un diputado de la izquierda pusiese en ridículo los apetitos usurpadores de Bonaparte. En vano, finalmente, la profecía de una revolución para el 24 de febrero. El Gobierno hizo que el 24 de febrero pasase ignorado para el pueblo.

El proletariado no se dejó provocar a ningún motín porque se disponía a hacer una revolución.

Sin dejarse desviar de su camino por las provocaciones del Gobierno, que no hacían más que aumentar la irritación general contra el estado de cosas existente, el comité electoral, que estaba completamente bajo la influencia de los obreros, presentó tres candidatos por París: De Flotte, Vidal y Carnot. De Flotte era un deportado de Junio, amnistiado por una de las ocurrencias de Bonaparte en busca de popularidad; era amigo de Blanqui y había tomado parte en el atentado del 15 de mayo. Vidal, conocido como escritor comunista por su libro "Sobre la distribución de la riqueza", había sido secretario de Luis Blanc en la Comisión del Luxemburgo. Y Carnot, hijo del hombre de la Convención que había organizado la victoria, el miembro menos comprometido del partido del "National", ministro de Educación en el Gobierno provisional y en la Comisión Ejecutiva, era, por su democrático proyecto de ley sobre la instrucción pública, una protesta viviente contra la ley de enseñanza de los jesuitas. Estos tres candidatos representaban a las tres clases coligadas: a la cabeza, el insurrecto de Junio, el representante del proletariado revolucionario; junto a él, el socialista doctrinario, el representante de la pequeña burguesía socialista; y finalmente, el tercero, representante del partido burgués republicano, cuyas fórmulas democráticas habían cobrado, frente al partido del orden, una significación socialista y habían perdido desde hacía ya mucho tiempo su propia significación. Era, como en Febrero, una coalición general contra la burguesía y el Gobierno. Pero, esta vez estaba el proletariado a la cabeza de la liga revolucionaria.

A pesar de todos los esfuerzos hechos en contra, vencieron los candidatos socialistas. El mismo ejército votó por el insurrecto de Junio contra La Hitte, su propio ministro de la Guerra. El partido del orden estaba como si le hubiese caído un rayo encima. Las elecciones departamentales no le sirvieron de consuelo, pues arrojaron una mayoría de hombres de la Montaña.

¡Las elecciones del 10 de marzo de 1850! Era la revocación de junio de 1848: los asesinos y deportadores de los insurrectos de Junio volvieron a la Asamblea Nacional, pero con la cerviz inclinada, detrás de los deportados, y con los principios de éstos en los labios. Era la revocación del 13 de junio de 1849: la Montaña, proscrita por la Asamblea Nacional, volvió a su seno, pero como trompetero de avanzada de la revolución, ya no como su jefe. Era la revocación del 10 de diciembre: Napoleón había sido derrotado con su ministro La Hitte. La historia parlamentaria de Francia sólo conoce un caso análogo: la derrota de Haussez, ministro de Carlos X, en 1830. Las elecciones del 10 de marzo de 1850 eran, finalmente, la cancelación de las elecciones del 13 de mayo, que habían dado al partido del orden la mayoría. Las elecciones del 10 de marzo protestaron contra la mayoría del 13 de mayo. El 10 de marzo era una revolución. Detrás de las papeletas de voto estaban los adoquines del empedrado.

«La votación del 10 de marzo es la guerra», exclamó Ségur d'Aguesseau, uno de los miembros más progresistas del partido del orden.

Con el 10 de marzo de 1850, la república constitucional entra en una nueva fase, en la fase de su disolución. Las distintas fracciones de la mayoría vuelven a estar unidas entre sí y con Bonaparte, vuelven a ser las salvadoras del orden y él vuelve a ser su hombre neutral. Cuando se acuerdan de que son monárquicas sólo es porque desesperan de la posibilidad de una república burguesa, y cuando él se acuerda de que es un pretendiente sólo es porque desespera de seguir siendo presidente.

A la elección de De Flotte, el insurrecto de Junio, contesta Bonaparte, por mandato del partido del orden, con el nombramiento de Baroche para ministro del Interior; de Baroche, el acusador de Blanqui y Barbès, de Ledru-Rollin y Guinard. A la elección de Carnot contesta la Asamblea Legislativa con la aprobación de la ley de enseñanza; a la elección de Vidal con la suspensión de la prensa socialista. El partido del orden pretende ahuyentar su propio miedo con los trompetazos de su prensa. «¡La espada es sagrada!», grita uno de sus órganos. «¡Los defensores del orden deben tomar la ofensiva contra el partido rojol», grita otro. «¡Entre el socialismo y la sociedad hay un duelo a muerte, una guerra sin tregua ni cuartel; en este duelo a la desesperada tiene que perecer uno de los dos; si la sociedad no aniquila al socialismo, el socialismo aniquilará a la sociedad!», canta un tercer gallo del orden. ¡Levantad las barricadas del orden, las barricadas de la religión, las barricadas de la familia! ¡Hay que acabar con los 127.000 electores de París! [82] ¡Un San Bartolomé de socialistas! Y el partido del orden cree por un momento que tiene asegurada la victoria.

Contra quien más fanáticamente se revuelven sus órganos es contra los «tenderos de París». ¡El insurrecto de Junio elegido diputado por los tenderos de París! Esto significa que es imposible un segundo 13 de junio de 1848; esto significa que la influencia moral del capital está rota; esto significa que la Asamblea burguesa ya no representa más que a la burguesía; esto significa que la gran propiedad está perdida, porque su vasallo, la pequeña propiedad, va a buscar su salvación al campo de los que no tienen propiedad alguna.

El partido del orden vuelve, naturalmente, a su inevitable lugar común. «¡Más represión!», exclama. «¡Decuplicar la represión!»; pero su fuerza represiva es ahora diez veces menor, mientras que la resistencia se ha centuplicado. ¿No hay que reprimir al instrumento principal de la represión, al ejército? Y el partido del orden pronuncia su última palabra: «Hay que romper el anillo de hierro de una legalidad asfixiante. La república constitucional es imposible. Tenemos que luchar con nuestras verdaderas armas; desde febrero de 1848 venimos combatiendo a la revolución con sus armas y en su terreno; hemos aceptado sus instituciones, la Constitución es una fortaleza que sólo protege a los sitiadores, pero no a los sitiados. Al meternos de contrabando en la Santa Ilión dentro de la panza del caballo de Troya, no hemos conquistado la ciudad enemiga como nuestros antepasados, los grecs [*], sino que nos hemos hecho nosotros mismos prisioneros».

Pero la base de la Constitución es el sufragio universal. La aniquilación del sufragio universal es la última palabra del partido del orden, de la dictadura burguesa.

El sufragio universal les dio la razón el 4 de mayo de 1848, el 20 de diciembre de 1848, el 13 de mayo de 1849 y el 8 de julio de 1849. El sufragio universal se quitó la razón a sí mismo el 10 de marzo de 1850. La dominación burguesa, como emanación y resultado del sufragio universal, como manifestación explícita de la voluntad soberana del pueblo: tal es el sentido de la Constitución burguesa. Pero desde el momento en que el contenido de este derecho de sufragio, de esta voluntad soberana, deja de ser la dominación de la burguesía, ¿tiene la Constitución algún sentido? ¿No es deber de la burguesía el reglamentar el derecho de sufragio para que quiera lo que es razonable, es decir, su dominación? Al anular una y otra vez el poder estatal, para volver a hacerlo surgir de su seno, el sufragio universal, ¿no suprime toda estabilidad, no pone a cada momento en tela de juicio todos los poderes existentes, no aniquila la autoridad, no amenaza con elevar a la categoría de autoridad a la misma anarquía? Después del 10 de marzo de 1850, ¿a quién podía caberle todavía ninguna duda?

La burguesía, al rechazar el sufragio universal, con cuyo ropaje se había vestido hasta ahora, del que extraía su omnipotencia, confiesa sin rebozo: «nuestra dictadura ha existido hasta aquí por la voluntad del pueblo; ahora hay que consolidarla contra la voluntad del pueblo». Y, consecuentemente, ya no busca apoyo en Francia, sino fuera, en tierras extranjeras, en la invasión.

Con la invasión, la burguesía —nueva Coblenza [83] instalada en la misma Francia— despierta contra ella todas las pasiones nacionales. Con el ataque contra el sufragio universal da a la nueva revolución un pretexto general, y la revolución necesitaba tal pretexto. Todo pretexto especial dividiría las fracciones de la Liga revolucionaria y sacaría a la superficie sus diferencias. El pretexto general aturde a las clases semirrevolucionarias, les permite engañarse a sí mismas acerca del carácter concreto de la futura revolución, acerca de las consecuencias de su propia acción. Toda revolución necesita un problema de banquete. El sufragio universal es el problema de banquete de la nueva revolución.

Pero las fracciones burguesas coligadas, al huir de la única forma posible de poder conjunto, de la forma más fuerte y más completa de su dominación de clase, de la república constitucional, para replegarse sobre una forma inferior, incompleta y más débil, sobre la monarquía, han pronunciado su propia sentencia. Recuerdan a aquel anciano que, queriendo recobrar su fuerza juvenil, sacó sus ropas de niño y se puso a querer forzar dentro de ellas sus miembros decrépitos. Su república no tenía más que un mérito: el de ser la estufa de la revolución.

El 10 de marzo de 1850, lleva esta inscripción:

Après moi le déluge! [*]

 


NOTAS

 

[*] Desde aquí en adelante, hasta el final de la obra se entiende bajo el nombre de Asamblea Nacional la Asamblea Nacional Legislativa, que funcionó desde el 28 de mayo de 1849 hasta diciembre de 1851. (N. de la Edit.)

[61] "La Démocratie pacifique" ("La Democracía pacífica"): diario de los fourieristas que apareció en París entre 1843 y 1851, redactado por V. Considírant.

En la tarde del 12 de junio de 1849 se celebró en la redacción del periódico una reunión de los diputados del Partido de la Montaña. Los participantes en esta reunión se negaron a recurrir a las armas y decidieron limitarse a una manifestación pacífica.-

[62]En el manifiesto publicado en el periódico "Le Peuple" ("El Pueblo"), Nº 206, del 13 de junio de 1849, «La Asociación Democrática de los Amigos de la Constitución» exhortaba a los ciudadanos parisienses a salir en manifestación pacífica para protestar contra las «atrevidas pretensiones» del poder ejecutivo.-

[63] La proclama de La Montaña se publicó en "La Réforme" y en "La Démocratie pacifique", así como en el periódico de Proudhon "Le Peuple" del 13 de junio de 1849.-

[*] Museo de Artes y Oficios. (N. de la Edit.)

[**] Hecho consumado. (N. de la Edit.)

[64] . La batalla de Waterloo (Bélgica) tuvo lugar el 18 de junio de 1815. El ejército de Napoleón fue derrotado. Esta batalla desempeñó el papel decisivo en la campaña de 1815, predeterminando la victoria definitiva de la coalición antinapoleónica de los Estados europeos y la caída del imperio de Napoleón I.-

[*] Ciudadanos. (N. de la Edit.)

[65] Marx se refiere a la comisión del papa Pío IX, compuesta de tres cardenales que, con el apoyo del ejército francés y, después de haber aplastado la República de Roma, restableció en ésta el régimen reaccionario. Los cardenales llevaban vestidura roja.-

[66] "El Siècle" ("El Siglo"): diario francés que aparecía en París de 1836 a 1939; en los años 40 del siglo XIX reflejaba las ideas de la parte de la pequeña burguesía que se limitaba a exigir reformas constitucionales moderadas; en los años 50 fue un periódico republicano moderado.-

[67] "La Presse" ("La Prensa"): diario que salía en París desde 1836; durante la monarquía de Julio tenía carácter oposicionista; en 1848-1849 fue órgano de los republicanos burgueses; posteriormente fue órgano bonapartista.-

[68] Haynau, Julio Jacobo (1786-1853): general austríaco que aplastó con saña el movimiento revolucionario de 1848-1849 en Italia y Hungría.-

[*] A cada capacidad según sus obras. (Marx alude aquí a una conocida fórmula de Saint-Simon.) (N. de la Edit.)

[69] Se trata del conde de Chambord (que se denominaba a sí mismo Enrique V), de la rama mayor de la dinastía de los Borbones, que pretendía el trono francés. Una de las residencias permanentes de Chambord en Alemania Occidental, además de la ciudad de Wiesbaden, era la ciudad de Ems.-

[**] ¡Cuánto habían cambiado las cosas! (N. de la Edit.)

[70] En Claremont, lugar suburbano de Londres, vivía Luis Felipe, que había huido de Francia después de la Revolución de febrero de 1848.-

[*] ¡O César, o a Clichy! (Clichy, cárcel de deudores en París). (N. de la Edit.)

[71] Motu proprio («con su propio permiso»): palabras iniciales de ciertos mensajes papales que se adoptaban sin el acuerdo de los cardenales y trataban, por lo común, asuntos administrativos y de política interior de la región papal. En este caso concreto se trata del mensaje del papa Pío IX del 12 de setiembre de 1849.-

[**] De la poesía "De las montañas" del poeta alemán H. Herwegh. (N. de la Edit.)

[***] ¡Vamos! ¡Vamos! (N. de la Edit.)

[****] En serio. (N. de la Edit.)

[*****] Napoleón José Bonsparte, hijo de Jerónimo Bonaparte. (N. de la Edit.)

[*] En el fondo de su corazón. (N. de la Edit.)

[*] Lince de la Bolsa. (N. de la Edit.)

[*] ¡No era tan tonto! (N. de la Edit.)

[**] Libre cambio. (N. de la Edit.)

[72] Esta deducción sobre la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria sólo en el caso de que se hiciera simultáneamente en los países capitalistas adelantados y, por consiguiente, de la imposibilidad del triunfo de la revolución en un solo país, y que obtuvo la forma más acabada en el trabajo de Engels "Principios del comunismo" (1847) (véase el presente tomo, pág. 82) era acertada para el período del capitalismo premonopolista. Lenin, partiendo de la ley, que él descubrió, del desarrollo económico y político desigual del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a la nueva conclusión de que era posible la victoria de la revolución socialista primero en varios países o incluso en uno solo, tomado por separado, y de que era imposible la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la mayoría de ellos. La fórmula de esta nueva deducción se dio por vez primera en el artículo de Lenin "La consigna de los Estados Unidos de Europa" (1915).—

[*] El 8 de julio de 1847, comenzó ante el Tribunal de los pares de París el proceso contra Parmentier y el general Cubières por corrupción de funcionarios con objeto de obtener una concesión de minas de sal, y contra Teste, ministro de Obras Públicas de entonces, acusado de haberse dejado sobornar por ellos. Este último intentó suicidarse durante el proceso. Todos fueron condenados a fuertes multas. Teste, además, a tres años de cárcel. (Nota de F. Engels para la edición de 1895.)

[*] ¡Viva el impuesto sobre el vino! ¡Tres vivas y un viva más! (N. de la Edit.)

[**] La nobleza. (N. de la Edit.)

[***] La gente a quien se podía gravar con impuestos a discreción. (N. de la Edit.)

[73] El resultado no coincide: debe ser 578.178.000, y no 538.000.000; por lo visto, en los datos hay un error, sin embargo, esto no influye en la conclusión general: tanto en un caso como en otro, salen menos de 25 francos de ingresos netos por habitante.-

[*] Así se llama en la Historia la Cámara de diputados fanáticamente ultramonárquica y reaccionaria, elegido en 1815, inmediatamente después de la segunda caída de Napoleón. (Nota de F. Engels para la edición de 1895.)

[74] En el departamento du Gard, con motivo de la muerte del diputado legitimista De Beaune se celebraron elecciones complementarias. Por una mayoría de 20.000 votos de los 36.000 posibles salió elegido Favaune, candidato de los partidarios de La Montaña.-

[*] El terror blanco. (N. de la Edit.)

[75] En 1850, el gobierno dividió el territorio de Francia en cinco grandes regiones militares, como resultado de lo cual París y los departamentos adyacentes quedaron rodeados de otras cuatro regiones, a la cabeza de las cuales se colocó a los reaccionarios más declarados. Al recalcar el parecido entre el poder ilimitado de estos generales reaccionarios y el despotismo de los bajaes turcos, la prensa republicana denominó bajalatos estas regiones.-

[76] Se refiere al mensaje del presidente Luis Bonaparte a la Asamblea Legislativa de fecha del 31 de octubre de 1849 en el que se comunicaba que admitía la dimisión del gabinete de Barrot y formaba nuevo gobierno.-

[77] En el mensaje del 10 de noviembre de 1849, Carlier, nuevo prefecto de la policía de París, exhortaba a crear una «liga social contra el socialismo» para defender «la religión, el trabajo, la familia, la propiedad y la lealtad».-

[*] Acuerdos amistosos (N. de la Edit.)

[78] "Le Napoleón" ("Napoleón"): semanario que aparecía en París desde el 6 de enero hasta el 19 de mayo de 1850.-

[**] Al por mayor. (N. de la Edit.)

[***] Al por menor. (N. de la Edit.)

[****] Golpes de Estado. (N. de la Edit.)

[*****] Ventoleras. (N. de la Edit.)

[79] Freetraders (Librecambistas): partidarios de la libertad de comercio y de la no intervención del Estado en la vida económica. En los años 40-50 del siglo XIX constituyeron un grupo político aparte que entró posteriormente en el Partido Liberal.-

[*] Por excelencia. (N. de la Edit.)

[*] Napoleón III. (N. de la Edit.)

[80] Los árboles de la libertad fueron plantados en las calles de París después de la victoria de la revolución de febrero de 1848. La plantación de los árboles de la libertad, robles y álamos por lo general, era una tradición en Francia ya durante la revolución burguesa de fines del siglo XVIII y se introdujo en su tiempo por una disposición de la Convención.-

[81] La columna de Julio, erigida en 1840 en la Plaza de la Bastilla de París en memoria de los caídos durante la revolución de Julio de 1830, estaba adornada con coronas de siemprevivas desde los tiempos de la revolución de febrero de 1848.-

[82] De Flotte, partidario de Blanqui y representante del proletariado revolucionario de París, obtuvo en las elecciones del 15 de marzo de 1850 126.643 votos.-

[*] Griegos, juego de palabras: Grecs significa griegos y también, timadores profesionales. (Nota de Engels para la edición de 1895.)

[83] . Coblenza: ciudad de Alemania Occidental. Durante la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en Francia fue el centro de la emigración contrarrevolucionaria.-

[*] ¡Después de mí, el diluvio! (Palabras atribuidas a Luis XV.) (N. de la Edit.)




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