La crítica crítica, encarnada en Vichnú-Szeliga, nos da una apoteosis de los misterios de París. Eugenio Sue es proclamado crítico crítico. Cuando lo sepa, podrá exclamar con el burgués gentilhombre de Moliére: "A fe mía, hace cuarenta años que hago prosa sin que supiese nada de ello; os estoy lo más obligado del mundo por habérmelo enseñado."
El señor Szeliga hace preceder su crítica con un prólogo estético. Este prólogo nos explica la importancia general del poema épico crítico y, en particular, la de los Misterios de París: "La epopeya crea la idea de que el presente no es nada en sí, ni aún (¡nada, ni aún!) la separación eterna entre el pasado y el porvenir, sino (¡nada, ni aún, sino!) la antorcha, en vía de Incesante desaparición, que separa lo que es eterno de lo que es pasajero... Tal es el sentido general de los Misterios de París".
El prólogo estético pretende, además, que el "crítico sólo tiene que querer para ser poeta". Toda la crítica del señor Szeliga probará esta afirmación. De un extremo a otro, en efecto, no es más que poesía, es decir, algo inventado enteramente.
Asimismo es una producción del arte libre, tal como este arte es caracterizado por el prólogo estético: "Inventa algo completamente nuevo y que no ha existido nunca".
Incluso es una epopeya crítica, pues es siempre una "antorcha, en vía de incesante desaparición, que separa lo que es eterno (la crítica del señor Szeliga) de lo que es pasajero (la novela de E. Sue)".
Como es sabido, Feuerbach ha considerado las concepciones cristianas de la encarnación, de la trinidad, de la inmortalidad. El señor Szeliga no ve, en las condiciones actuales del mundo, más que misterios. Pero mientras Feuerbach ha revelado misterios reales, Szeliga se conforma con transformar lugares comunes en misterios verdaderos. Su arte consiste, no en descubrir lo que está oculto, sino en ocultar lo que está descubierto.
Así es cómo nos declara que son misterios la perversión (los criminales) en la civilización y la privación de todo derecho e igualdad en el Estado. Hay que creer que los escritos socialistas, que han revelado esos misterios, resultan un misterio para el señor Szeliga, o bien, que desearía transformar los resultados más conocidos de estos escritos en misterio privado de la crítica crítica.
No tenemos, pues, que insistir más ampliamente sobre lo que el señor Szeliga nos dice a propósito de esos misterios. No daremos más que algunas muestras particularmente notables.
"Ante la ley y el juez todos son iguales, grandes o pequeños, ricos o pobres. Este artículo se encuentra al frente del Credo del Estado."
¿Del Estado? Por el contrario, el Credo de la mayoría de los Estados comienza por declarar a grandes y pequeños, ricos y pobres, desiguales ante la ley.
El picapedrero Morel, en su ingenua honestidad, enuncia muy claramente este misterio (el misterio de la oposición entre ricos y pobres); "si los ricos lo supieran solamente" -dice-. ¡Ah, sí! ¡Si los ricos lo supieran! ¡La desgracia es que no saben lo que es la pobreza!"
El señor Szeliga no sabe que Eugenio Sue, por cortesía hacia los burgueses franceses, comete un anacronismo cuando, recordando las palabras de los burgueses del tiempo de Luis XIV: ¡Ah, si el rey lo supiese!, las transforma en: ¡Ah, si el rico lo supiese!, y las pone en boca del obrero Morel del tiempo de la Carta Verdad. En Inglaterra y Francia, al menos, esta ingenua situación entre ricos y pobres no existe más. Los representantes científicos de la riqueza, los economistas, han propagado en estos dos países una comprensión muy detallada de la miseria física y moral de la pobreza. En cambio, han probado que hay que admitir esta miseria, porque no se puede cambiar el estado de cosas actual. Y, en su diligencia, hasta han calculado en qué proporción la pobreza debe diezmar a los suyos, en su propio interés y en interés de la riqueza.
Cuando Eugenio Sue describe los cabarets, las guaridas de contrabandistas y el argot de los criminales, el señor Szeliga descubre el "misterio" de que el autor no se propone esta pintura, sino que quiere "informarse sobre el misterio de los móviles que empujan al mal, etc.". -"En los lugares donde la circulación es más activa..., los criminales se sienten precisamente en su ambiente".
¿Que diría un naturalista a quien se le demostrara que no se interesa por la celda de la abeja en tanto que abeja, y que esta celda no es un misterio para quien no la ha estudiado, puesto que la abeja "se encuentra precisamente bien en su ambiente", a pleno aire y sobre las flores? En los escondrijos de los criminales y en el lenguaje de los criminales se refleja el carácter del criminal; forman parte integrante de su ser; la descripción de ellos forma parte de su descripción, lo mismo que la pintura de las casas de orgías forma parte de la pintura de la mujer galante.
Las guaridas de los criminales son tal misterio para los parisienses en general y la policía en particular, que en este mismo momento se abren en la Cité calles claras y anchas para hacer más accesibles estos escondrijos a la policía.
El mismo Eugenio Sue, finalmente, declara que en todas sus pinturas cuenta con la curiosidad temerosa de sus lectores. Es lo que hace, por lo demás, en todas sus novelas. Basta recordar Atar Gull, Salamandra, Plick y Plock, etc.
El misterio de la exposición crítica de los Misterios de París, es el misterio de la construcción especulativa de Hegel. Después de haber reducido a la categoría del misterio la perversión en la civilización y la privación de todo derecho en el Estado, el señor Szeliga lanza al misterio en plena circulación especulativa. Podemos caracterizar, en pocas palabras, la construcción especulativa en general. En su discusión de los Misterios de París, el señor Szeliga nos dará su aplicación en detalle.
Cuando, operando con realidades, manzanas, peras, fresas, almendras, yo me formo la noción general fruta; cuando, yendo más lejos, me imagino que mi noción abstracta, sacada de las frutas reales, es decir, la fruta, es una entidad que existe fuera de mí y constituye hasta la verdadera entidad de la manzana, de la pera, yo declaro, en lenguaje especulativo, que la fruta es la substancia de la pera, de la manzana, de la almendra, etc. Digo, pues, que lo que 'hay de esencial en la pera o en la manzana, no es el ser pera o manzana. Lo que les es esencial, no es su ser real, concreto, que cae bajo los sentidos, sino la entidad abstracta que he deducido y que les he substituido, la entidad de mi representación: la fruta. Declaro a la manzana, la pera, la almendra, etc., simples modos de existencia de la fruta. Mi inteligencia finita, pero sostenida por los sentidos, distingue, es cierto, una manzana de una pera y una pera de una almendra; pero mi razón especulativa declara que esta diferencia sensible es inesencial e indiferente. Ve en la manzana el mismo elemento que en la pera, y en la pera el mismo elemento que en la almendra, es decir, la fruta. Las frutas reales y particulares no son más que frutas aparentes cuya substancia, la fruta, es la verdadera esencia.
De esta manera no se llega a determinar mayormente nada. El mineralogista que se limitara a declarar que todos los minerales son realmente el mineral, no sería mineralogista más que en su imaginación. A cada mineral, el mineralogista especulativo dice: el mineral, y su ciencia se limita a repetir este término tantas veces como hay verdaderos minerales.
Después de haber hecho una fruta abstracta, la fruta, de las diferentes frutas reales, la especulación -para llegar a la apariencia de un contenido real-, debe tratar, en consecuencia, de una manera u otra, de regresar de la fruta, de la substancia, a las verdaderas frutas diferentes, a la pera, la manzana, la almendra, etc. Pero cuanto más fácil es -hablando de las frutas reales- producir el concepto abstracto, la fruta, tanto más difícil es -hablando del concepto abstracto, la fruta-, producir frutas reales. Es hasta imposible, a-menos que se renuncie a la abstracción, de que se pase de la abstracción a su contrario.
La filosofía especulativa renuncia, pues, a la abstracción de la fruta, pero renuncia de manera especulativa, mística, teniendo aires de no renunciar a ello. Así, únicamente en apariencia se eleva por encima de la abstracción. He aquí cómo, probablemente, razona: Si la manzana, la pera, la almendra, la fresa, etc., no son, en realidad, más que la substancia, la fruta, ¿cómo es posible que la fruta se me aparezca tanto bajo el aspecto de la manzana, como bajo el aspecto de la pera, etc.? ¿De dónde viene esta apariencia de diversidad tan manifiestamente contraria a mi concepción especulativa de la unidad, de la substancia, de la fruta?
La razón está -responde la filosofía especulativa- en que la fruta no es una entidad sin vida, sin caracteres distintivos, sin movimiento, sino una entidad dotada de vida, de caracteres distintivos, de movimiento. La diferencia de las frutas ordinarias en nada importa a mi inteligencia sensible, pero ella importa al fruto mismo, a la razón especulativa. Las diversas frutas "profanas" son diferentes manifestaciones de la fruta única; son cristalizaciones que forman la fruta misma. De esta manera, por ejemplo, la fruta, adquiere en la manzana y la pera, el aspecto de una manzana y de una pera. No hay que decir, pues, como cuando se colocaba en punto de vista de la substancia: la pera es la fruta, la manzana es la fruta, la almendra es la fruta; hay que decir, por el contrario: la fruta se presenta como pera, la fruta se presenta como almendra, y las diferencias que distinguen a la manzana, la pera, la almendra, son las diferencias mismas de la fruta y ellas hacen de las frutas particulares miembros diferentes en el proceso vital de la fruta. La fruta, en consecuencia, no es más una unidad sin con tenido ni diferencia; es la unidad en tanto que generalidad, en tanto que totalidad de las frutas que forman "una serie orgánicamente distribuida". En cada miembro de esta serie, la fruta adquiere una figura más desarrollada, más netamente caracterizada hasta que ella al fin sea, en tanto que resumen de todas las frutas, la unidad viviente que contiene y reproduce incesantemente cada uno de sus elementos, a igual como todos los miembros del cuerpo se transforman incesantemente en sangre y son reproducidos incesantemente por la sangre.
Ya se ve: mientras que la religión cristiana no conoce más que una sola encarnación de Dios, la filosofía especulativa tiene tantas encarnaciones como cosas existen; es así cómo ella posee aquí, en cada fruta, una encarnación de la substancia, de la fruta absoluta. Para la filosofía especulativa el interés principal consiste, pues, en producir la existencia de las frutas reales y en declarar, de manera misteriosa, que hay manzanas, peras, etcétera. Pero las manzanas, las peras, etc., que encontramos en el mundo especulativo, no son más que apariencias de manzanas, peras, etc., pues son manifestaciones de la fruta, entidad racional, abstracta y, por lo tanto, ellas mismas son entidades racionales abstractas. Por consecuencia, lo que os produce placer en la especulación, es encontrar en ella a todas las frutas reales, pero sólo como frutas, teniendo un valor místico superior, surgidas del éter de vuestro cerebro y no de la tierra material, encarnaciones de la fruta, del sujeto absoluto. Volviendo, pues, de la abstracción, de la entidad racional sobrenatural, de la fruta, a las frutas reales y naturales, daréis, en cambio, a las frutas naturales un valor sobrenatural y las transformaréis en otras tantas abstracciones. Vuestro interés principal es, precisamente, demostrar la unidad de la fruta en todas sus manifestaciones, manzana, pera, almendra, etc.; probar, por consecuencia, la conexión mística de estas frutas y hacer ver cómo, en cada una de esas frutas, la fruta se realiza gradualmente y, por ejemplo, pasa necesariamente de su estado de almendra a su estado de pera. El valor de las frutas individuales no consiste, pues, en sus propiedades naturales, sino en su propiedad especulativa, que les asigna un lugar determinado en el proceso vital de la fruta absoluta.
El hombre ordinario no cree adelantar nada de extraordinario diciendo que existen manzanas y peras. Pero el filósofo, expresando esta existencia de manera especulativa, ha dicho algo extraordinario. Ha hecho un milagro: de la entidad racional irreal, la fruta, ha producido las entidades naturales reales, las manzanas, las peras, etc. En otros términos: de su propia inteligencia abstracta, que él se representa exteriormente a sí mismo como un sujeto absoluto, aquí la fruta, ha sacado esas frutas y, en toda existencia que enuncia, realiza un acto creador.
La filosofía especulativa, claro está, no puede realizar esta creación continua más que intercalando, corno siendo de su propia invención, propiedades reconocidas por todos como pertenecientes en realidad a la manzana, a la pera, etcétera; dando los nombres de cosas reales a lo que la razón abstracta únicamente puede crear, es decir, a las fórmulas racionales abstractas; declarando, finalmente, que su propia actividad, por la cual pasa de la representación manzana a la representación pera, es la actividad misma del sujeto absoluto, la fruta.
A esta operación se la llama, en lenguaje especulativo, comprender la substancia como sujeto, como proceso interior, como persona absoluta, y esta comprensión constituye el carácter esencial del método hegeliano.
Era necesario realizar todas estas observaciones preliminares con el objeto de hacer inteligible al señor Szeliga. Hasta aquí el señor Szeliga ha hecho entrar realidades, tales como el derecho y la civilización, en la categoría del misterio, y, de esta manera, ha hecho del misterio la substancia. Pero únicamente ahora se eleva a la altura verdaderamente especulativa, hegeliana, y transforma al misterio en sujeto autónomo que se encarna en condiciones y personas reales, y que se manifiesta en condesas, marqueses, grisetas, porteros, notarios, charlatanes, así como en intrigas de amor, bailes, puertas de madera, etc. Después de haber sacado del mundo real la categoría misterio, saca de esta categoría al mundo real.
Y los misterios de la construcción especulativa se revelarán con tanta mayor claridad en la exposición del señor Szeliga, en cuando éste posee, indiscutiblemente, una doble ventaja sobre Hegel. El proceso mediante el cual el filósofo pasa de un objeto a otro, por medio de la intuición sensible y la representación, Hegel trata de dárnoslo, con una maestría de sofista, como el proceso de la entidad racional imaginada, del sujeto absoluto. Además, a menudo llega a tener, en el curso mismo de su exposición especulativa, un desarrollo concreto y yendo al fondo mismo de las cosas. Resulta de ello que el lector toma a la especulación por la realidad y a la realidad por la especulación.
En el señor Szeliga desaparecen estas dos dificultades. Su dialéctica no conoce hipocresía ni fingimiento. Ejecuta su pequeño juego con una honestidad loable y con la rectitud más segura. Pero en ninguna parte desenvuelve un contenido real, en tal forma que en él la construcción especulativa se presenta sin ningún adorno molesto, sin que nada anfibológico nos oculte la bella desnudez. Pero también encontramos, en la aventura del señor Szeliga, la ruidosa prueba de este doble fenómeno: en apariencia, la especulación se crea ella misma y a priori su objeto; pero, por otra parte, y precisamente porque ella quiere, mediante sofismas, negar la dependen-cia racional y natural que la une a ese objeto, cae en la dependencia más irracional y menos natural con respecto a ese objeto, cuyas determinaciones más accidentales y más individuales se ve obligada a construir como absolutamente necesarias y generales.
Después de habernos paseado a través de los bajos fondos de la sociedad y de habernos introducido, por ejemplo, en los cabarets donde se reúnen todos los malhechores, Eugenio Sue nos transporta al mundo de alto copete, a un baile del barrio Saint-Germain,
He aquí cómo nos presenta el señor Szeliga esta transición: "Mediante un nuevo giro, el misterio trata de sustraerse al examen. Hasta ahora era algo absolutamente misterioso, inaprensible, que escapa a toda empresa, algo negativo, y bajo esta forma se oponía a todo lo que es verdadero, real y positivo. Actualmente se retira y su contenido deviene invisible. Pero, por esto mismo, se despoja de la posibilidad absoluta de ser penetrado".
"El misterio" que hasta ahora se oponía "a todo lo que es verdadero, real y positivo", es decir, al derecho y a la cultura, "actualmente se retira", es decir, se retira a la región de la cultura. Que el "alto copete" sea la única región de la cultura, resulta un misterio, si no de París, al menos para París. El señor Szeliga no pasa de los misterios del mundo de los criminales a los misterios de la sociedad aristocrática; el misterio se convierte, por el contrario, en el "contenido invisible", en la esencia misma de la sociedad culta. No es un "nuevo giro" al cual recurre el señor Szeliga para amontonar consideraciones ulteriores; es, al contrario, el misterio que adquiere este "nuevo giro" para sustraerse al examen.
Antes de seguir realmente a Eugenio Sue hasta donde le empuja a éste su corazón, es decir, al baile aristocrático, el señor Szeliga utiliza aún los giros hipócritas de la especulación, que construye a priori.
"Ciertamente se puede prever que el misterio buscará un asilo sólido para poder disimularse en él. Y, en efecto, se diría que ese asilo es impenetrable, inaccesible... Sin embargo debemos hacer una nueva tentativa para desprenderle de su fondo íntimo". En resumen, el señor Szeliga ha llegado al punto en que el sujeto metafísico, el misterio, "adquiere ritmos libres, llenos de desenvoltura y coquetería".
Para transformar a la sociedad aristocrática en misterio, el señor Szeliga se entrega a algunas reflexiones sobre la cultura. Presta a la sociedad aristocrática toda una serie de cualidades que nadie piensa encontrar en ella, pero esto le permite encontrar posteriormente el "misterio" de la sociedad culta. Es así como el señor Szeliga se formula las preguntas siguientes: "¿La razón general (¿quizá entiende por esto la lógica especulativa?) constituye el fondo de las conversaciones de la sociedad?" "¿Únicamente el ritmo y la medida del amor hacen de la sociedad un todo armonioso?" "¿Lo que llamamos cultura general es la forma de lo general, de lo eterno, de lo ideal?" En otros términos, ¿lo que llamamos cultura es una figura metafísica? Después de haber formulado estas preguntas, le resulta fácil al señor Szeliga jugar al profeta y declarar a priori: "Hay que suponer que la respuesta, por lo demás, será negativa".
En la novela de Eugenio Sue, el paso del hampa al mundo aristocrático se da como en todas las novelas. Los disfraces de Rodolfo, príncipe de Gerolstein, lo introducen en las capas más bajas de la sociedad, lo mismo que su rango le abre acceso a las más altas clases. En camino para el baile aristocrático, no son los contrastes de la situación social de hoy, por otra parte, los que constituyen el objeto de sus reflexiones; son sus propios disfraces, llenos de contrastes, los que le resultan picantes. Revela a sus muy obedientes compañeros cuán interesante se encuentra él mismo en las diversas situaciones. "Encuentro -dice- muy picante estos contrastes; un día, pintor de abanicos, estableciéndome en un local de la calle de las Habas; esta mañana, comisionista ofreciendo un vaso de grosella a la señora Pipelet, y esta noche... uno de los privilegiados por la gracia de Dios, que reinan sobre el mundo".
Ya en el baile, el crítico crítico canta: "¡Casi pierdo el espíritu y la razón al verme aquí en medio de los potentados!"
Y se explaya en tiradas ditirámbicas: "Aquí está el brillo del sol en plena noche y, como por encantamiento, el verdor de la primavera y el esplendor del verano son transportados al invierno. Y nos sentimos inmediatamente dispuestos a creer en el milagro de la presencia divina en el pecho del hombre, y tanto más cuando la belleza y la gracia refuerzan nuestra convicción de hallarnos en la vecindad inmediata de personas ideales" (!!!).
¡Pobre pastor de campaña, inexperto, crédulo... y crítico! Se necesita tu simplicidad para ponerte -una vez dentro de una elegante sala de baile parisina- en una disposición supersticiosa de creer "en el milagro de la presencia divina en el pecho del hombre" y ver, en las leonas parisienses, "verdaderas personas ideales", ángeles de carne y hueso.
En su melosa ingenuidad, nuestro pastor crítico escucha la conversación de dos de "las más bellas entre las bellas", Clemencia de Harville y la condesa Sarah Mac Gregor. Que se trate, pues, de adivinar lo que espera oír: "¿De qué manera podríamos gozar de la felicidad de tener hijos queridos y un marido?... ¡Nosotros escuchamos..., estamos sorprendidos... no le creemos a nuestros oídos!"
En el fondo del corazón experimentamos un placer malicioso enterándonos de la desilusión del pastor en acecho. Estas damas no se entretienen ni con la felicidad de tener, etc., ni con la "razón universal"; se trata, completamente por el contrarío, de "complotar sobre una infidelidad que la señora de Harville hará a su marido".
Con respecto a una de las damas, la condesa Mac Gregor, nos da el ingenuo informe siguiente: "Era bastante emprendedora para haber llegado a ser, después de un casamiento secreto, madre de un niño".
Desagradablemente impresionado por ese espíritu emprendedor, el señor Szeliga da su merecido a la condesa; "Constatamos que la condesa únicamente busca su interés egoísta y personal". Más aún, si ella logra su finalidad y se casa con el príncipe de Gerolsteín, esto no dará, probablemente, nada bueno: "Nos equivocaríamos si creyéramos que usará de su nueva situación para hacer la felicidad de los súbditos del príncipe de Gerolstein". Y con mucha seriedad y compunción nuestro puritano termina su algazara: "Sarah (la dama emprendedora) no es, por lo demás, una excepción, creedlo, en esos círculos brillantes, aunque ella constituye una "punta" de ellos". ¡Cómo! ¡La "punta" de un "círculo" no sería una excepción!
Respecto al carácter de otras dos "personas ideales", la marquesa de Harville y la duquesa de Lucenay, nos informamos que estas damas "carecen del goce del corazón". No habiendo encontrado dentro del matrimonio el objeto del amor, ellas lo buscan fuera del matrimonio. En el matrimonio, el amor les ha resultado un misterio, que la impulsión imperiosa de sus corazones las incita igualmente a penetrar. Así, se consagran al amor misterioso. Estas "víctimas del matrimonio sin amor son llevadas involutariamente a rebajar el amor a algo puramente exterior, a lo que se llama una "liaision", y a considerar al misterio y al aparato romántico como el fondo mismo, la vida y la esencia del amor".
Nos parece que este desarrollo dialéctico tiene tanto más valor cuanto puede tener una aplicación general. Por ejemplo, el que no puede beber en su casa y, sin embargo, experimenta la necesidad de beber, busca "fuera de su casa el objeto de su necesidad" y se entrega, "pues, así", a la ebriedad misteriosa. Incluso es llevado a considerar al misterio como un ingrediente esencial del "beber", aunque no pueda reducir el "beber" a algo puramente exterior e indiferente, como tampoco esas damas pueden hacerlo con el amor. Por lo demás, si le creemos al señor Szeliga, no es al amor mismo, sino al matrimonio sin amor lo que ellas reducen a lo que realmente es, a algo puramente exterior, a lo que se llama una "relación".
El señor Szeliga se pregunta luego: "¿Qué es el misterio del amor?"
Acabamos de ver que el "misterio" es "la esencia" de esta especie de amor. ¿Cómo somos llevados ahora a buscar el misterio del misterio, la esencia de la esencia? Y nuestro pastor declama: "Ni las numerosas avenidas del parque, ni el claroscuro natural de una noche de luna, ni la luz artificial creada por las mamparas y los cortinados preciosos, ni el sonido dulce y perturbador de los órganos, ni la potencia del fruto prohibido, etc."
¡Mamparas y cortinados! ¡Un sonido dulce y perturbador! ¡Hasta los órganos! ¡El señor Pastor olvida, pues, su iglesia! ¿Quién, pues, llevará órganos a una cita de amor?
"Todo esto (las mamparas, las cortinas, los órganos) constituye solamente lo que hay de misterioso". ¿Y lo misterioso no sería el "misterio" del amor misterioso? Absolutamente, no. "El misterio es lo que hay de excitante, de perturbador, de embriagante en el amor; es la fuerza de la sensualidad."
El sonido "dulce y perturbador" daba ya al señor Pastor algo con que perturbarle. Y si en lugar de las cortinas y los órganos hubiera llevado a su cita de amor, sopa de tortuga y champaña, hubiese habido con qué excitarlo y embriagarlo.
"Nos negamos, es cierto -continúa nuestro santo hombre con tono doctoral-, a reconocer la fuerza de la sensualidad. Pero la sensualidad no posee sobre nosotros un imperio tan enorme, sino porque la desterramos de nosotros mismos y no la reconocemos como nuestra propia naturaleza -nuestra propia naturaleza, que estaríamos en condiciones de dominar en este caso, cuando trata de manifestarse a expensas de la razón, del amor verdadero, de la fuerza de voluntad."
A la manera de la teología especulativa, el señor Pastor nos aconseja reconozcamos a la sensualidad como nuestra propia naturaleza, con el objeto de estar en condiciones de dominarla después, es decir, de anular este reconocimiento. No quiere dominarla, es cierto, más que cuando trata de manifestarse a expensas de la razón -ya que la fuerza de voluntad y el amor, por oposición a la sensualidad, no son más que la fuerza de voluntad y el amor de la razón. Sin tener espíritu especulativo, cualquier cristiano reconoce, también él, a la sensualidad, en la medida en que ella se manifiesta a expensas de la verdadera razón, es decir, de la fe, del verdadero amor, del amor de Dios, de la verdadera fuerza de voluntad, de la voluntad en Jesús Cristo.
Nuestro pastor nos revela inmediatamente su verdadera opinión, cuando continúa en estos términos: "Si el amor deja, pues, de ser la esencia del matrimonio, de la moralidad en general, la sensualidad deviene el misterio del amor, de la moralidad, de la sociedad culta: la sensualidad en su acepción exclusiva, en que es el sacudimiento de los nervios, el ardiente torrente circulando en las venas, tanto como en la acepción más general, donde se eleva a una apariencia de fuerza espiritual y degenera en deseo de dominación, en ambición y en sed de gloria... La condesa Mac Gregor representa este último sentido "de la sensualidad, misterio de la sociedad culta"
El señor Pastor ha dado en lo justo. Para dominar la sensualidad es necesario, ante todo, dominar las corrientes nerviosas y la rápida circulación de la sangre. El señor Szeliga cree, en el "sentido exclusivo", que el aumento del calor corporal proviene de que la sangre borbotea más cálida en las venas; no sabe que los animales de sangre caliente son denominados así porque la temperatura de la sangre permanente siempre constante, a parte de modificaciones sin importancia. Cuando los nervios se relajan y la sangre no borbotea más en las venas, el cuerpo pecador, ese asiento de los apetitos sensuales, cae en una insípida tranquilidad y las almas pueden entretenerse cómodamente con la razón "universal", el "verdadero amor" y la "moral pura". Nuestro pastor degrada en tal forma a la sensualidad, que suprime precisamente los elementos del amor carnal que le inflaman: la circulación rápida de la sangre, que prueba que el hombre no ama con flema insensible, la acción de los nervios, que unen el cerebro al órgano que es asiento principal de la sensualidad. Reduce el verdadero amor físico al acto material de la secretio seminis; y susurra, con un famoso teólogo alemán: "No es absoluta-mente por el amor físico ni por los deseos carnales, sino porque el Señor ha dicho: sed fecundos, creced y multiplicaos".
Comparemos ahora la construcción especulativa con la novela de Eugenio Sue. La sensualidad no es dada en ella como el misterio del amor; lo son los misterios, aventuras, obstáculos, preocupaciones y peligros y, sobre todo, la atracción del fruto prohibido. "¿Por qué -se nos dice- muchas mujeres toman por amantes, sin embargo, a hombres que valen menos que sus maridos? Porque el mayor encanto del amor es la atracción escalofriante del fruto prohibido...
Pensad que suprimiendo de ese amor los temores, las angustias, las dificultades, los misterios, los peligros, no queda nada o poca cosa, es decir, el amante..., en su simplicidad primera...; en una palabra, sería siempre, más o menos, la aventura de aquel hombre a quien se decía: -¿Por qué no desposa, pues, a esa viuda, a su amante?- ¡Ay! He pensado en ello -respondió-, pero entonces no sabría ya adónde ir a pasar mis veladas".
Mientras que el señor Szeliga nos declara expresamente que la atracción del fruto prohibido no es el secreto del amor, Eugenio Sue nos la da expresamente "por el mayor encanto del amor" y como la razón de las aventuras amorosas extra muros. "La prohibición y el contrabando son inseparables en el amor como en el comercio". Igualmente, Eugenio Sue, en contradicción con su exégeta especulativo, afirma "que la tendencia a disimular y emplear la astucia, el gusto por los misterios y las intrigas son una cualidad esencial, una inclinación natural y un instinto imperioso de la naturaleza femenina". Lo que simplemente molesta a Eugenio Sue, no es que esa inclinación y ese gusto estén dirigidos contra el matrimonio. Desearía dar a los instintos de la naturaleza femenina un empleo más inofensivo y más útil.
Mientras que el señor Szeliga hace de la condesa Mac Gregor el tipo de esa sensualidad que "se eleva hasta una apariencia de fuerza espiritual", Eugenio Sue la hace un ser abstracto, un ser de razón. Su "orgullo" y su "ambición", lejos de ser formas de la sensualidad, son creaciones de una razón abstracta, enteramente independientes de la sensualidad. Por esto Eugenio Sue hace notar expresamente: "Las ardientes aspiraciones del amor nunca harían latir su helado seno; ningún sobresalto del corazón o de los sentidos desarreglaría nunca los despiadados cálculos de esta mujer astuta, egoísta y ambiciosa". El carácter esencial de esta mujer es el egoísmo de la razón abstracta, de ninguna manera sujeto a la acción de los sentidos simpáticos, desprendido de toda influencia sanguínea. Por esto el autor nos advierte que "su alma es seca y dura, pero su espíritu hábil y malvado, su disimulación profunda, su carácter despiadado y absoluto"[2], y este último calificativo caracteriza bien al ser de la razón abstracta. Sea dicho de paso: Eugenio Sue motiva la carrera de la condesa tan estúpidamente como la mayoría de los caracteres de su novela. Una vieja nodriza le había hecho creer firmemente que tendría un destino "soberano". Con estas quiméricas esperanzas emprende viajes para ganar una corona por medio del casamiento, para "urdir la trama conyugal donde esperaba enlazar un portacoronas cualquiera". Y ella comete, finalmente la inconsecuencia de tomar a un pequeño príncipe serenísimo alemán por una cabeza coronada.
Después de sus expectoraciones contra la sensualidad, nuestro santo hombre de crítico se cree obligado todavía a explicarnos las razones por las cuales Eugenio Sue nos introduce por un baile en el "alto mundo"; pero es éste un procedimiento que se encuentra en la mayoría de los novelistas franceses, mientras que los novelistas ingleses recurren, con mayor frecuencia, para introducir en el gran mundo a sus héroes, a una partida de caza o a un castillo campesino.
"Colocándonos en este punto de vista (¡el del señor Szeliga!), no puede ser indiferente ni puramente accidental -admitiendo esta construcción (¡la del señor Szeliga!)- que sea precisamente un baile por donde Eugenio Sue nos introduce en el gran mundo". He aquí que se afloja la rienda a la yegua y ésta se pone a trotar alegremente hacia la necesidad, por toda una serie de conclusiones que recuerdan al viejo Wolf.
"La danza es la manifestación más universal de la sensualidad en tanto que misterio. El contacto directo, el enlace de los dos sexos, provocado por la pareja, son tolerados en la danza puesto que, a pesar de las apariencias y a pesar de la dulce sensación que se experimenta realmente en esta oportunidad O verdaderamente, señor Pastor!), no son considerados como contacto y enlace sensuales" (¡sino, probablemente, como un contacto y un enlace racionales!). Y he aquí ahora la frase final: "En efecto, si se los considerara como tales, no se vería por qué la sociedad no muestra semejante indulgencia más que a propósito de la danza, mientras que estigmatiza y condena tan duramente esos mismos gestos que, realizados en cualquier otro lugar, serían considerados como faltas contra las buenas costumbres y el pudor y valdrían a sus autores una mancha y una reprobación despiadadas".
El señor Pastor no habla ni del cancán ni de la polka, sino de la danza en general, de la categoría de la danza, categoría que no se baila en ninguna parte, excepto en el cerebro crítico del señor Pastor. Que se toma, pues, la pena de observar un baile en la "Chaumiére", de París, y su espíritu germano-cristiano se rebelará frente a ese atrevimiento, a esa ingenuidad, a esa petulancia graciosa, a esa música del movimiento sensual. ¡Su propia "dulce sensación que se experimenta realmente" le hará sentir que, en efecto, no se vería por qué los bailarines y las bailarinas mientras producen, por el contrario, sobre los espectadores la impresión moralizadora de una sensualidad franca y humana (lo que, produciéndose de manera idéntica en Alemania, sobre todo, sería maldecido como un atentado imperdonable a las buenas costumbres y al pudor), no pueden, o más bien, no deben ser hombres francamente sensuales!
Por amor a la categoría de la danza, nuestro crítico nos introduce en el baile. Pero tropieza con una gran dificultad. En ese baile se danza, pero simplemente en la imaginación. Eugenio Sue no nos dice una palabra de la danza. No se mezcla a la batahola de los bailarines. El baile sólo le sirve en esa ocasión para reunir a sus primeros papeles aristocráticos. En su desesperación, la crítica acude caritativamente en ayuda del novelista y con su propia imaginación nos describe cómodamente lo que ve en el baile.
Cuando describe los cubiles de los criminales y habla el argot de los criminales, Eugenio Sue no tiene un interés directo para atenerse a las prescripciones de la crítica; pero la danza que no describe y que sólo es descrita por su crítico de imaginación desbordante, debe forzosamente parecerle de un inmenso interés. Escuchemos a nuestro Pastor.
"En efecto, el misterio del buen tono y del tacto en la sociedad, el misterio de esta perversidad extrema, es el gran deseo de retornar a la naturaleza. He aquí porqué una aparición como la de Cécily produce, en la sociedad culta, esa impresión eléctrica y es coronada con extraordina-rios éxitos. Para ella, que ha crecido como esclava en medio de esclavos, sin educación, reducida a los exclusivos recursos de su naturaleza, esta naturaleza constituye su única fuente de vida. Transplantada súbitamente a una corte, sometida a los usos y costumbres, penetra rápidamente en el misterio... En esta esfera, que ella puede dominar sin duda alguna, puesto que su poder, el poder de su naturaleza, es considerado como sortilegio misterioso, Cécily no puede dejar de abandonarse a descarriamientos sin límites mientras que en los tiempos en que aún era esclava, esta misma naturaleza le enseñaba a resistir todas las proposiciones vergonzosas de su poderoso amo y a permanecer fiel a su amor. Cécily es el misterio develado de la sociedad culta. Los sentidos que ella ha despreciado terminan por romper los diques y se dan libre curso, etc."
Después de haber leído estas líneas del señor Szeliga, el lector que no conoce la novela de Eugenio Sue, cree forzosamente que Cécily es la vampiresa del baile en cuestión. Pero, en la novela, se encuentra en Alemania, en una casa de corrección, mientras que en París se baila.
Cécily permanece fiel, como esclava, al médico negro David, porque le ama apasionadamente y porque su amo, el señor Willis, la busca brutalmente. Su paso a una vida de libertinaje está motivado muy simplemente. Transplantada al mundo europeo se avergüenza de estar casada con un negro. Llegada a Alemania, un mal sujeto la deprava inmediatamente y su sangre india la domina. Y, por amor a la "dulce moral" y al "dulce comercio", Eugenio Sue está obligado a llamar a eso "perversidad natural".
El misterio de Cécily consiste en ser mestiza. El misterio de su sensualidad es el ardor de los trópicos. Parny, en sus bellas poesías, ha celebrado en Eleonora a la mestiza. Y más de cien descripciones de viaje nos dicen cuán peligrosa es para el marinero francés.
"Cécily era el tipo encarnado de la sensualidad ardiente que no se enciende más que al fuego de los trópicos... Todo el mundo ha nido hablar de esas muchachas de color, por así decirlo, mortales para los europeos, de esas vampiresas encantadoras que, embriagando a su víctima con seducciones terribles..., no le dejan -según la enérgica expresión del país- más que beber sus lágrimas, que roer su corazón."
No es precisamente sobre los hombres de educación aristocrática, pero extenuados, sobre quienes Cécily producía ese efecto mágico: "Las mujeres de la especie de Cécily ejercen una acción súbita, una omnipotencia mágica sobre hombres de sensualidad brutal, tales como Jacobo Ferrand"[3].
¿Y desde cuándo hombres tales como Jacobo Ferrand representan a la alta sociedad? Pero la crítica crítica necesitaba hacer de Cécily un factor del progreso vital del misterio absoluto.
"Es cierto que el misterio pasa, en tanto que misterio de la sociedad culta, del contraste al interior. No obstante, el gran mundo nuevamente tiene sus círculos donde guarda el santuario. De alguna manera, es la capilla de ese santo de los santos. Pero para las gentes que han quedado en el atrio, la misma capilla es el misterio. En su posición exclusiva, la cultura es para él pueblo, pues, lo que la grosería es para las gentes bien educadas."
Es cierto, no obstante, nuevamente, de alguna manera, pero, pues... he aquí los ganchos mágicos que reúnen los eslabones del desenvolvimiento especulativo. El señor Szeliga ha hecho pasar el misterio de la esfera de los criminales a la esfera de la alta sociedad. Necesita mantener, construir el misterio de acuerdo al cual el gran mundo posee sus círculos exclusivos, cuyos misterios son misterios para el pueblo. A este fin, no bastan los ganchos mágicos de que hemos hablado; se hace indispensable transformar un círculo en capilla y al mundo aristocrático en atrio de esa capilla. Y esto es un nuevo misterio para París: que todas las esferas de la sociedad burguesa no forman más que un atrio de la capilla del gran mundo.
El señor Szeliga persigue dos propósitos: hacer del misterio que está encarnado en el círculo exclusivo del gran mundo, el "bien común del mundo entero"; hacer del notario Jacobo Ferrand, mediante una construcción crítica, un eslabón vivo de ese misterio. He aquí su procedimiento: "La cultura no puede ni quiere atraer todavía a su esfera a todas las clases y a todas las esferas. Únicamentee el cristianismo y la moral son capaces de fundar, en esta tierra, reinos universales".
A los ojos del señor Szeliga, la cultura y la civilización se confunden con la cultura aristocrática. No puede ver, por lo tanto, que la industria y el comercio fundan reinos universales muy diferentes a los que fundan el cristianismo y la moral, la felicidad de las familias y el bienestar de los burgueses. ¿Pero cómo llegamos al notario Jacobo Ferrand? Muy simplemente.
El señor Szeliga transforma al cristianismo en una cualidad individual: la "devoción", y a la moral en otra cualidad individual: la "honestidad". Reúne estas dos cualidades en un solo individuo, a quien bautiza Jacobo Ferrand, porque Jacobo Ferrand no posee esas dos cualidades, pero las simula simplemente. Desde entonces, Jacobo Ferrand es el "misterio de la devoción y de la honestidad". El testamento de Ferrand es, al contrario, el "misterio de la devoción y de la honestidad aparentes"; ya ni es más, pues, el misterio de la devoción y de la honestidad. Para poder hacer de ese testamento un misterio, la crítica crítica estaba obligada a declarar a la devoción y la honestidad aparentes como el misterio de ese testamento y no, inversamente, al testamento como misterio de la honestidad aparente.
Mientras el notariado de París veía en Jacobo Ferrand una amarga pasquinada contra él y obtenía de la censura teatral que el tal personaje no figurara en Los misterios de París escenificados, la crítica crítica, en el mismo instante en que "parte a combatir contra el dominio abstracto de las ideas", ve en el notario parisino no un notario parisino, sino a la religión y a la moral, a la honestidad y a la devoción. El proceso del notario Lehon debía haberla instruido. La posición que el notario ocupa en el proceso de Eugenio Sue corresponde exactamente a su situación oficial. "Los notarios son en lo temporal lo que en lo espiritual son los curas". (Monteil, Historia de los franceses de los diversos Estados, IX, pág. 39). El notario es el confesor laico. Es un puritano sin profesión. Mas Shakespeare nos dice que "la honestidad no es puritana". Es al mismo tiempo mediador para "no importa qué y es él quien dirige las intrigas y las cábalas burguesas.
Con el notario Ferrand, cuyo misterio consiste enteramente en la hipocresía y el notariado, no hemos avanzado un paso, nos parece. ¡Pero escuchemos lo que sigue!
"Si la hipocresía es plenamente consciente en el notario, y en la señora Rolland, por así decirlo, instintiva, hay, entre ambos, la gran masa de los que no pueden encontrar la clave del misterio, pero experimentan la necesidad involuntaria de buscarla. Por lo tanto, no es la superstición la que conduce a las gentes de mundo y a las gentes del pueblo a la siniestra morada del charlatán Bradamanti (abate Polidori); no, es la búsqueda del misterio, con el objeto de justificarse delante del mundo."
Gentes de mundo y gentes del pueblo no afluyen a la casa de Polidori para descubrir un misterio determinado que los justifique delante del mundo entero; lo que van a buscar en ella es el misterio liso y llano, el misterio en tanto que sujeto absoluto, a fin de justificarse delante del mundo, lo mismo que no se toma un hacha, sino el instrumento abstracto, para cortar madera.
Todos los misterios de Polidori se reducen a esto: posee una droga para hacer abortar a las mujeres encinta y un veneno para hacer pasar a mejor vida. En su furor especulativo, el señor Szeliga hace que el "asesino" recurra al veneno de Polidori, porque "no quiere ser un asesino, sino, ser estimado, amado, honrado"; ¡como si en un asesinato se tratase de estima, de amor, de honor y no, más bien, de la cabeza! ¿Pero no pudiendo todo el mundo haber asesinado ni estar encinta, contrariamente a las prescripciones de la policía, cómo Polidori podría poner a todo el mundo en posesión del misterio, objeto de tantos deseos? Es probable que el señor Szeliga confunda al charlatán Polidori con el sabio Polydorus Virgilius, que vivía en el siglo XVIII, y que no ha hecho descubrimientos, es cierto, pero que trató de hacer accesible a todos la historia de los que han descubierto misterios, la historia de los inventores. (Ver: Polidoris Virigilii, Liber de rerum inventoribus, Lugduni, 1706).
El misterio, el misterio absoluto, tal como se establece en fin de cuentas como bien común de todos, es, pues, el misterio de hacer abortar y envenenar. El misterio no podía transformarse más rectamente en bien común de todos, que transformándose en misterios que no son misterios para nadie.
"Ahora el misterio se ha transformado en bien común, en el misterio de todos y de cada uno. En mí es un arte o un instinto, o puedo comprarlo como a una mercancía."
¿Cuál misterio se ha transformado ahora en bien común del mundo? ¿El misterio de la ausencia de justicia en el Estado, o el misterio de la alta sociedad, o el misterio de la falsificación de mercancías, o el misterio de fabricar agua de Colonia, o el misterio de la crítica crítica? ¡Nada de todo esto, sino el misterio in abstracto, la categoría del misterio!
El señor Szeliga se propone describirnos a los sirvientes, al portero Pipelet y a su mujer, cómo la encarnación del misterio absoluto. Quiere construir al sirviente y al portero del misterio. ¿Pero cómo se las arreglará para descender de la categoría pura al sirviente que espía ante la puerta cerrada; para descender del misterio, tomado como sujeto absoluto y planeando por encima de los techos, en el cielo brumoso de la abstracción, hasta el subsuelo donde se en-cuentra la portería?
Comienza haciendo recorrer a la categoría del misterio todo un proceso especulativo. Después que el misterio, por medio de los abortos y los envenenamientos, se ha transformado en bien común del mundo, "no se trata, pues, absolutamente, de algo oculto o inaccesible en sí; se oculta simplemente, o más bien (encantador éste más bien), yo lo oculto y lo hago inaccesible."
Haciendo pasar, de esta manera, el misterio absoluto del dominio concreto al dominio abstracto, del estadio objetivo, donde es el misterio mismo, al estadio subjetivo donde se oculta, o más bien yo lo oculto, nuestro Pastor no nos hace avanzar un paso. Por el contrario, la dificultad parece aún crecer, puesto que en la cabeza y en el pecho del hombre un misterio es más inaccesible aún y está más oculto que en el fondo del mar. Es por esto que el señor Szeliga viene inmediatamente, por un progreso empírico, en ayuda de su progreso especulativo.
"¡Son ahora las puertas cerradas O toma, toma!), detrás de las cuales el misterio es incubado, urdido y cometido!" El señor Szeliga ha transformado ahora, pues, el yo especulativo del misterio en una realidad completamente empírica, en una realidad de madera, en una puerta.
"Por esto -por la puerta cerrada y no por el pasaje de una entidad cerrada a la pura noción-, tengo la posibilidad de acosarle, de espiarlo, de vigilarlo."
El que se pueda espiar detrás de las puertas cerradas, no es absolutamente un "misterio" descubierto por el señor Szeliga. Hasta existe un proverbio vulgar que dice que las paredes tienen oídos. Pero lo que constituye, por el contrario, un misterio especulativo absolutamente crítico, es que "ahora", después del descenso a los infiernos realizado en los cubiles de los criminales, después del ascenso a la alta sociedad, después de los milagros de Polidori, se pueden tramar misterios detrás de las puertas y ser espiados delante de las puertas cerradas. Y resulta un misterio crítico no menos grande el que las puertas cerradas sean una necesidad categórica no sólo para incubar, urdir y cometer misterios -y cuántos misterios hay que son incubados, urdidos y realizados detrás de los matorrales-, sino también para espiarlos.
Después de este brillante hecho de armas dialéctico, el señor Szeliga llega, naturalmente, del espionaje a las razones del espionaje. Y nos revela el misterio de que el espionaje tiene su razón en un goce maligno. Y del goce maligno pasa a la razón del goce maligno. "Cada uno -dice-, quiere ser mejor que su vecino, puesto que no sólo tiene ocultos los móviles de sus buenas acciones, sino que también trata de envolver sus buenas acciones en una sombra impenetrable". Habría que invertir la frase y decir: Cada uno no sólo tiene ocultos los móviles de sus buenas acciones, sino que también trata de envolver sus malas acciones en una sombra impenetrable, puesto que quiere ser mejor que su vecino.
Y he aquí, pues, que hemos pasado del misterio que se oculta él mismo al yo que le oculta, del yo a la puerta cerrada, de la puerta cerrada al espionaje, del espionaje a la causa del espionaje, al goce maligno, del goce maligno a la razón del goce maligno, a la voluntad de ser mejor. Y no tardamos en experimentar el placer de ver al sirviente en acecho delante de la puerta cerrada. La voluntad general de ser mejor nos conduce directamente a constatar que "cada uno tiene inclinación a descubrir el misterio ajeno". Y nuestro pastor relaciona a ello, muy naturalmente, esta observación espiritual: "Los sirvientes son, a este respecto, los que están mejor colocados". Si el señor Szeliga hubiese leído las memorias que encierran los archivos de la policía parisiense, las memorias de Vidocq, el libro negro, etc., sabría que, en este orden de ideas, la policía está mejor colocada aún que los sirvientes mejor colocados; que los sirvientes son utilizados únicamente para las tareas groseras; pero que la policía no se detiene ni delante de la puerta ni delante de los paños menores de los patrones y que, bajo los rasgos de una mujer galante y hasta de la esposa legítima, se desliza hasta entre las sábanas, junto a los cuerpos desnudos. E incluso en la novela de Eugenio Sue, el espía policial, el soplón Brazo Rojo, es uno de los personajes principales de toda la acción.
Lo que ahora le choca al señor Szeliga en los sirvientes, es que no son bastante "desinteresados". Esta reserva crítica le conduce al portero Pipelet y a su mujer.
"La situación del portero procura, por el contrario, la independencia relativa para volcar sobre los misterios de la casa una chanza libre, desinteresada, aunque grosera e hiriente."
Pero en esta construcción especulativa del portero, nuestro pastor encuentra una gran dificultad: en muchas casas parisinas el sirviente y el portero no son más que una sola persona para una parte de los locatarios.
Con respecto a la concepción fantástica que la crítica se hace de la situación relativamente independiente y desinteresada del portero, se puede juzgarla con los hechos siguientes. El portero parisién es el representante y el soplón del propietario.
Ordinariamente no lo paga el propietario, le pagan los inquilinos. A causa de esta situación precaria, muy a menudo agrega a su empleo oficial, el oficio de comisionista. Bajo el Terror, el Imperio y la Restauración, el portero era uno de los principales agentes de la policía secreta. Así, por ejemplo, el general Foy era vigilado por su portero, quien le substraía las cartas que le remitían y las entregaba, para ser leídas, a un agente policial apostado en la vecindad. (Froment, La policía al descubierto). Las palabras portero y tendero, son injurias, y el mismo portero quiere que se le llame conserje.
Eugenio Sue está tan lejos de presentarnos a la señora Pipelet como a una persona desinteresada y sin malicia, que nos relata, por el contrario, lo siguiente: Desde el primer encuentro engañó a Rodolfo haciéndole creer una cantidad de cuentos; le recomienda la ladrona de prestamista que vive en la casa; le describe a Rigoletta como una relación que puede resultar agradable; se burla del comandante porque paga mal y comercia (en su despecho ella le llama comandante de dos centavos, y dice: esto te enseñará a no dar más que doce francos por mes por el cuidado de tu habitación); le pone en ridículo porque tiene la pequeñez de vigilar su leña, etc. Ella misma nos da la razón de su actitud independiente: el comandante no le paga más que doce francos por mes.
En el señor Szeliga "Anastasia Pipelet está encargada, en cierta manera, de comenzar la pequeña guerra contra el misterio".
En Eugenio Sue, Anastasia Pipelet representa a la portera parisina. Se propone dramatizar a la portera pintada de mano maestra por Enrique Monier. Pero el señor Szeliga no puede evitarse el transformar una de las cualidades de la señora Pipelet en un ser aparte, y de hacer después de la señora Pipelet la representante de esta entidad.
"El marido -continúa el señor Szeliga-, el portero Alfredo Pipelet, no constituye una pareja que le haga honor." Para consolarlo de esta desgracia, el señor Szeliga le convierte igualmente en una alegoría. Representa el lado objetivo del misterio, el misterio como chanza. "El misterio al cual sucumbe es una chanza, una broma que se le hace". Mejor aún, en su misericordia infinita, la dialéctica divina transforma a ese viejo desgraciado y casi chocho, en un hombre fuerte en el sentido metafísico de la palabra, haciendo de él el representante muy digno, muy feliz y muy decisivo de la existencia misma del misterio absoluto. La victoria lograda sobre Pipelet constituye "la derrota más neta del misterio". "Un hombre perspicaz, animoso, que no se deja engañar por la broma".
"Todavía hay que dar un paso. Por su propia lógica, el misterio se ha reducido a una simple farsa, como lo hemos visto por Pipelet y Cabrion. Ahora es necesario que el individuo no se preste ya a representar esta estúpida comedia. Rigoletta realiza muy inocentemente este paso".
Cualquiera puede penetrar el misterio de esta farsa especulativa en el espacio de dos minutos y ponerlo él mismo en práctica. He aquí algunas indicaciones directrices:
Teorema: Demostrar cómo el hombre se hace dueño de los animales.
Solución especulativa: Sea una media docena de animales, por ejemplo, el león, la serpiente, el tiburón, el toro, el caballo y el perro. Construyamos por abstracción, de acuerdo a estos seis tipos, la categoría animal. Representémonos este animal como un ser autónomo. Considere-mos al león, la serpiente, etc., como disfraces, encarnaciones del animal en sí. A igual que, por medio de nuestra imaginación, hemos hecho del animal de nuestra abstracción, un ser real, transformemos ahora los seres reales en seres de la abstracción, en seres de nuestra imaginación. Ya lo vemos: el animal que, en el león hace pedazos al hombre, que lo traga como el tiburón, le envenena como la serpiente, le cornea como el toro, le lanza patadas como el caballo, ese animal, bajo las formas del perro, no hace más que ladrar contra él y reduce el combate contra el hombre a un simple simulacro. Por su lógica, así como lo hemos visto por el perro, el animal en sí se ha reducido al papel vulgar de representante de una farsa. Y cuando un niño o un viejo decrépito huyen delante del perro, lo que importa es que el individuo no se presta a desempeñar más esta estúpida comedia. El individuo X da ese paso de la manera más inocente del mundo, esgrimiendo su bastón contra el gozquillo. Veamos cómo, por intermedio del individuo X y del gozquillo, el hombre se ha hecho dueño del animal y, por consecuencia, de todos los animales y, en el animal gozquillo, ha domado al animal león.
De la misma manera llega la Rigoletta del señor Szeliga a aclarar los misterios del mundo actual, por intermedio de Pipelet y de Cabrion. ¡Y aun más! Ella misma no es más que una realización de la categoría, el misterio.
"Ella misma todavía no tiene conciencia de su alto valor moral, pues aun es un misterio para ella misma."
El misterio de la Rigoletta especulativa, Eugenio Sue lo hace enunciar por Murf. Es una griseta bastante bonita. Eugenio Sue ha pintado en ella el carácter amable, humano, de la griseta parisiense. Pero por devoción a la burguesía y a causa de su alta trascendencia, ha tenido que idealizar a la griseta desde el punto de vista moral. Ha tenido que suprimir lo que constituye el punto saliente de la situación y el carácter de Rigoletta: su desprecio por el matrimonio legal, sus relaciones ingenuas con el estudiante o el obrero. Precisamente por estas relaciones ingenuas ella forma un contraste verdaderamente humano con la esposa hipócrita, poco generosa y egoísta del burgués, contra toda la clase burguesa, es decir, contra toda la esfera oficial.
"Pero este mundo de misterios es el estado social general donde se encuentra transportada la acción individual de los Misterios de París." Mas antes de pasar a la "reproducción filosófica del acontecimiento épico", el señor Szeliga se ve obligado, sin embargo, a "reunir en un cuadro general los esbozos desprendidos que acaba de arrojar sobre el papel".
Cuando el señor Szeliga nos anuncia que va a pasar a la "reproducción filosófica" del acontecimiento épico, estamos forzados a creer que nos hace una declaración verdadera y que nos revela su misterio crítico. Hasta aquí, su reproducción del estado social no fue más que "filosófica".
El señor Szeliga continúa sus confesiones: "De su exposición resulta que los diversos misterios de que se ha tratado no tienen valor aisladamente, no son magníficos cuentos, sino que su valor proviene de que forman una serie orgánicamente encadenada, cuya totalidad constituye el misterio".
Ya en vena de sinceridad, el señor Szeliga va todavía más lejos. Confiesa que la "serie especulativa" no es la serie real de los Misterios de París.
"Es cierto que en nuestra epopeya, los misterios no se presentan en esta serie consciente de sí misma. Pero nosotros tenemos que tratar no al organismo lógico, libre y patente de la crítica, sino a una vida vegetativa misteriosa".
Saltamos por encima del resumen del señor Szeliga, para llegar inmediatamente al punto que sirve de transición. Hemos visto, por medio de Pipelet, "cómo el misterio se mofa de sí mismo". También el mismo se juzga. "Y los misterios se aniquilan por sí mismos en su última consecuencia; invitan a todo carácter fuerte a hacer examen de la cosa". Rodolfo, príncipe de Gerolstein, el hombre de la crítica pura, es llamado a proceder a este examen y a revelar los secretos.
No hablaremos de Rodolfo y de sus hechos y gestos sino más adelante y abandonaremos, por algún tiempo, al señor Szeliga. Pero nuestro lector puede prever y hasta presentir desde ahora, en una cierta medida -digamos hasta en una medida anormal-, que en el sitio y lugar de la vida vegetativa misteriosa que Rodolfo ocupa en la hoja literario crítica (Literaturzeitung), le daremos la existencia "de un miembro lógico, libre y patente" en "el organismo de la crítica crítica".
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[1] Marx aborda aquí la discusión de los Misterios de París, de Eugenio Sue. Marx va a tratar, burlándose de la apoteosis que Sseliga hace de la obra de Eugenio Sue, de liquidar con los elementos caducos de la filosofía hegeliana, con su "construcción especulativa" y de vencer la nefasta influencia que las "invenciones repugnantes de la musa socialista de Eugenio Sue" podría tener sobre la evolución de las teorías políticas y sociales nuevas. [N. de la Edit.]
[2] Eugenio Sue, Los Misterios de Paris, edicion Flammarion, II El maestro y Urano, pág. 20. [N. de la Edit.]
[3] El agente de policía, pág. 58. [N. de la Edit.]