Roma, mayo 28 de 1897.
Hay una laguna en la biografía científica de nuestros dos grandes autores. En 1847 una de sus obras fué enviada para su impresión, pero ha quedado inédita por razones accidentales[1] . En este libro, que es un simple manuscrito, y que, según sé, nadie más que los dos autores conocen[2], ellos han hecho como un examen de conciencia y fijado su manera de ver en materia filosófica, comparándola con otras corrientes contemporáneas. Que este examen fué hecho principalmente con respecto a los derivados del hegelianismo) y a su contragolpe materialista en la doctrina de Feuerbach, no hay ninguna duda. Fuera de las razones generales sacadas del movimiento filosófico de la época, en favor de esta opinión existen los fragmentos de artículos de diarios y revistas que fueron publicados recientemente, como réplica del polemista que entonces era Marx, por Struve en la Neue Zeit. ¿Pero cuál era, en conjunto, la posición intelectual de los dos escritores? ¿Cuál era su horizonte bibliográfico? ¿Qué conocimientos tenían y qué actitud tomaban con respecto a otros productos de la ciencia, que después han provocado tantas revoluciones, ya en el dominio de la filosofía natural como en el de la filosofía histórica? A todas estas cuestiones no es posible responder con exactitud, máxime si se comprende, por otra parte, que nadie siente haber publicado en su juventud trabajos que, cuando viejos, no escribirían de la misma manera, y que cuando no fueron publicados a su tiempo es casi imposible reelaborarlos; es así que Engels decía que esa obra había producido en verdad todo su efecto: fijar la orientación de aquellos que la escribieron.
Pasado este momento y después de haber fijado su camino, los dos autores no escriben más sobre filosofía en el verdadero sentido de la palabra[3]. No solamente sus ocupaciones de agitadores prácticos y de publicistas, sino toda su vida, consagrada a seguir el movimiento proletario para ejercer sobre él su influencia, y aun su misma vocación mental, los apartaba del oficio de filósofos con título. Sería hacer una obra más que vana investigar la opinión que se habían formado, en sus estudios y en sus lecturas, de los nuevos descubrimientos de la ciencia, en tanto que éstos fueron o no una contribución útil a la nueva dirección' de la filosofía histórica que habían concebido. Es verdad que en la psicología, tal como se ha desarrollado últimamente, en el criticismo sutil, en el dominio de la filosofía profesional, en la escuela de la economía histórica, en el darwinismo, ya en el sentido estrecho y específico como en el sentido amplio de la palabra, en la tendencia creciente hacia el historicismo en el estudio de los fenómenos naturales, en los descubrimientos de la prehistoria de las instituciones, y en la tendencia cada vez más poderosa hacia la filosofía de la ciencia, se encuentran circunstancias análogas a la formación del materialismo histórico. Pero sería una cosa más que ridicula querer medir, de acuerdo al punto de vista de un redactor de una Revista crítica, que es la bibliografía en acción, o al del profesor que declama a sus alumnos las sucesivas impresiones de sus lecturas, el trabajo de asimilación de la ciencia contemporánea que pudieron hacer, o que han hecho en realidad, estos dos pensadores que disponían de un ángulo visual tan específico y particular y que tenían en el materialismo histórico un particular instrumento de investigación y de reducción. Y es en esto, por otra parte, en qué consiste lo que llamamos originalidad; fuera de estos límites esta palabra no designaría sino lo que choca a la razón. No escribiendo más trabajos filosóficos, en el sentido profesionalmente diferenciado y diferencial, terminan por ser los ejemplos más perfectos de esta filosofía científica, que para muchos en un simple deseo piadoso, y para otros un medio de desluir en nueva fraseología los conocimientos corrientes de la ciencia empírica, que es a veces una forma genérica del racionalismo, y que después de todo no está al alcance de los que entran en los detalles de la realidad con la penetración que es propia a un método genético inherente a las cosas. Engels concluía así: "Desde el momento que es una necesidad para cada ciencia darse cuenta de su verdadera posición en el conjunto de las cosas y del conocimiento de las cosas la ciencia especial de conjunto se vuelve superflua. Lo que queda ahora como objeto propio de la filosofía, tal como se ha desarrollado hasta aquí, es la doctrina del pensamiento y de sus leyes, la Lógica formal y la Dialéctica. Todo lo demás se resuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia"[4].
Todo le es posible a los eruditos, a aquéllos que están a la búsqueda de motivos de disertación, a los doctores recientemente promovidos. Ellos han escrito sobre la ética de Herodoto, sobre la psicología de Píndaro, sobre la geología de Dante, sobre la entomología de Shakespeare y sobre la pedagogía de Schopenhauer; a fortiori, y a más justo título, podrían disertar sobre la lógica de El Capital, y construir también el conjunto de la filosofía de Marx, detallada y dividida según los epígrafes sacramentales de la ciencia profesional. ¡Es cuestión de gusto! Yo que, por ejemplo, prefiero la ingenuidad de Herodoto y el vigor de Píndaro a la erudición de quienes deshacen las obras en juguetes de análisis postumos, dejo de buen grado a El Capital su integridad, que es el producto del concurso orgánico de todas las nociones y de todos los conocimientos que, cuando se los diferencia, llevan el nombre de lógica, de psicología, de sociología, de derecho y de Jñstoria, en el sentido ordinario de las palabras; pero para ello es indispensable esa flexibilidad del pensamiento, que constituye la estética de la dialéctica.
Este libro siempre pudo y podrá ser analizado en sus detalles, pero su conjunto permanecerá incomprensible para los cmpiristas puros, para los escolásticos de definiciones esquemáticas e incontrovertibles en el flujo del pensamiento, y para los utopistas de toda suerte y sobre todo para los utopistas del liberalismo, y para los libertarios que son poco má,s o menos anarquistas sin saberlo. Para gran número de inteligencias hay una dificultad insuperable en sumirse en lo concreto de las condiciones sociales e históricas. En lugar de aprehender el conjunto social como un dato en el cual se desenvuelven genéticamente las leyes, que son las relaciones del movimiento, muchas gentes tienen necesidad de representarse las cosas como fijas, por ejemplo, el egoísmo de un lado y el altruismo de otro, etc. Un caso típico de esta clase son los hedonistas modernos. No se sienten satisfechos estudiando el complejo social tal como se presenta desde el punto de vista de la interpretación económica, sino que recurren a los juicios de valoración como a la premisa (lógico-psicológica) de lo Económico. Este expediente les proporciona una escala y ellos estudian sus grados como si fueran las expresiones teóricas de tipos definitivos. Lo mismo ocurría en la estética formal estudiando solamente los grados del placer. Por medio de esa escala, con sus grados de estimación necesaria, ellos miden esas valoraciones que llaman bienes. Ellos examinan las relaciones de las cosas con los varios grados de esa escala teniendo en cuenta sus cantidades disponibles y sus posibilidades de adquisición, y de esta manera determinan la cualidad de los valores, los límites de los valores y el valor límite. Después de haber constituido así la economía política sobre una base de generalidades abstractas, que es indiferente hacia las cosas para las cuales la naturaleza es pródiga como para aquellas que cuestan a los hombres el sudor de su frente (y el trabajo ingrato de la historia), la pobre economía ordinaria y común, la economía de la asociación que nos es familiar y que han profundizado los teóricos de la escuela clásica y los críticos del socialismo, es como un caso particular de un álgebra muy universal. El trabajo, que es para nosotros el nervio de la vida humana, es decir, el hombre másmo desarrollándose, con respecto a este punto de vista, no es más que el esfuerzo para evitar un sufrimiento o bien para no experimentar más que un sufrimiento menor. En esta atomística abstracta de esfuerzos, de apreciaciones y de cantidades de bienes, no se ve lo que es la historia y el progreso se reduce a una pura apariencia.
Si es necesario dar una fórmula, no estaría errado decir que la filosofía que implica el materialismo histórico es la tendencia al monismo; y me sirvo intencionalmente de la palabra tendencia, y agrego: tendencia formal y crítica. En una palabra, no se trata de volver a la intuición teosófica o metafísica de la totalidad del mundo, como si, por un acto áe conocimiento trascendente, llegáramos ipso facto a la visión de la substancia, sobre la que reposan todos los fenómenos y todos los procesos. La palabra tendencia expresa de manera precisa la adaptación del espíritu a la convicción de que todo es concebible como génesis; más aún, que lo concebible no es más que génesis, y que la génesis tiene casi los mismos caracteres de la continuidad. Lo que diferencia el sentido de la palabra génesis de las vagas intuiciones trascendentales (por ejemplo, de Schelling), es el discernimiento crítico y, por lo tanto, la necesidad de especificar la investigación: se aproxima así al empirismo en lo que concierne a la investigación de los detalles y al contenido de los procesos, al mismo tiempo que se renuncia a la pretención de tener en la mano el esquema universal de todas las cosas. Los evolucionistas vulgares proceden de la manera siguiente: después de admitir la noción abstracta del devenir (evolución), hacen entrar en ella todas las cosas, desde la formación de la nebulosa hasta la fatuidad humana. Es lo que hacían aquellos que, repitiendo a Hégel, hablaban del ritmo subyacente y perpetuo de la tesis, de la antítesis y de la síntesis. La razón principal del punto de vista crítico por el cual el materialismo histórico corrige el monismo, es este: que parte de la praxis, es decir, del desenvolvimiento de la actividad, y al par que es la teoría del hombre que trabaja, considera la ciencia misma como un trabajo. Asimismo desenvuelve ampliamente lo que hay de implícito en las ciencias empíricas, es decir: que por la experiencia nosotros nos relacionamos con la manera de obrar de las cosas y nos persuadismos que las cosas mismas tienen una manera de obrar, esto es, una producción.
El pasaje de Engels, citado anteriormente, podría, sin embargo, prestarse a raras conclusiones, pero esto sería lo mismo que tomar toda la mano cuando sólo se ofrece un dedo. Admitiendo que la Lógica y la Dialéctica permanecen como cosas existiendo por sí mismas, ¿no hay en ello, se dice, una ocasión favorable para hacer de nuevo toda la enciclopedia filosofica? Haciendo, poco a poco y en detalle, para cada rama de la ciencia, el trabajo de abstracción de los elementos formales que allí están contenidos implícitamente, se llega a escribir sistemas de lógica extensos y comprensivos como los excelentes de Sigwart y de Wundt, que son, en realidad, verdaderas enciclopedias de la teoría de los principios del conocimiento. Y si es ese el deseo de los filósofos de profesión, que se tranquilicen, sus cátedras no serán suprimidas. La división del trabajo en el dominio intelectual se presta en la práctica a numerosas combinaciones. Si se trata de gentes que quieren reunir en forma esquemática los principios gracias a los cuales reconocemos un grupo determinado de hechos, por ejemplo, una organización jurídica determinada, nadie se opone a que llamen a esta disciplina[5] ciencia general del derecho o aún filosofía del derecho, si se desea, siempre que recuerden, sin embargo, que reducen a sistema (empírico) un orden de hechos históricos, esto es, que toman una categoría histórica como el resultado del devenir.
Tendencia (formal o crítica) al monismo, de un lado, y capacidad para mantenerse en equilibrio en un dominio de investigación especializada, por otro: tal es el resultado. Por poco que uno se aparte de esta línea, o bien se cae en el simple empirismo (la no-filosofía) o se pasa a la hiperfilosofía, es decir, a la pretención de representarse en acto el Universo, como si se poseyera la intuición intelectual.
Lea, por gusto, si no la ha leído ya, la conferencia de Haekel sobre el monismo, que ha sido traducida al francés por un apasionado darwinista de la sociología[6]. En este eminente sabio se hallan confundidas tres aptitudes diferentes: una maravillosa disposición para la investigación y explicación de los detalles, una elaboración sistemática profunda de los detalles puestos en evidencia y una intuición poética del Universo, que, siendo una imaginación, se asemeja a veces a la filosofía. ¡Pero, ilustre Haekel, considerar en ella el Universo entero, desde las vibraciones del éter hasta la formación del cerebro, ¡qué digo!, más acá del cerebro; desde los orígenes de los pueblos, de los Estados y de la ética hasta nuestra época, incluyendo los pequeños príncipes protectores de vuestra Universidad de Jena, a quienes saludáis al pasar, en 47 páginas in 8°, es superar aún la grandeza de vuestro genio! ¡No recuerda usted todos los huecos que el Universo aún presenta a nuestra madura ciencia, o es que quizá tenga usted un gran armario lleno de gorros de dormir de los que los hegelianos se servían, al decir de Heine, para cubrir todos esos huecos! ¿No recuerda usted lo que debía, sin embargo, interesarle directamente: ese batibius, que recibe su nombre en ocasión de un descubrimiento de Huxley, que no era, por otra parte, más que un solemne quiproquo?
Luego, tendencia al monismo, pero al mismo tiempo conciencia precisa de la especialidad de la investigación. Tendencia a fundir la ciencia con la filosofía, pero, al mismo tiempo, reflexión continua sobre el alcance y valor de las formas del pensamiento, del que nos servimos de manera concreta y que, sin embargo, podemos separar del concreto, como sucede con la Lógica stricto jure y con la Teoría general del conocimiento (que usted llama metafísica) . Pensar de manera concreta y, sin embargo, poder reflexionar de manera abstracta sobre los datos y condiciones formales de lo que puede ser pensado. La filosofía existe y no existe[7]. Para el que no ha llegado a la filosofía, ella es como el más allá de la ciencia. Y para el que ha llegado a ella, es la ciencia en su perfección.
Ahora como siempre podemos escribir, sobre los datos abstractos de una experiencia determinada, trabajos, por ejemplo, de ética y política, y podemos dar a nuestro trabajo de elaboración la nitidez y rigidez de un sistema, siempre que no tengamos presente que las premisas se relacionan genéticamente con otra cosa, siempre que no caigamos en la ilusión (metafísica) de considerar los principios como esquemas ab aeterno, o como los modelos de las cosas de la experiencia, ¡las supercosas!
Habiendo llegado a esto, nada nos impide enunciar una fórmula como la siguiente: todo lo cognoscible puede ser conocido, y todo lo cognoscible será, en lo infinito, realmente conocido, y lo que está más allá de lo cognoscible, en el dominio del conocimiento, no nos interesa para nada. Este enunciado genérico, bajo un aspecto práctico, conduce a esto: que el conocimiento nos interesa en la medida en que nos es dado conocer realmente, y que es pura imaginación admitir que el espíritu reconoce como existiendo en acto una diferencia absoluta entre el conocimiento y lo que es en sí incognoscible, ¡un incognoscible que afirmo conocer como incognoscible! ¿Cómo hace usted, von Hartmann, para frecuentar desde hace tantos años en lo Inconsciente, que ve obrar de una manera tan consciente, y usted, Spencer, para manejar constantemente el conocimiento de lo Incognoscible, que en el fondo conoce usted de alguna manera, ya que hace de él el límite de lo cognoscible? En el fondo de toda la fraseología de Spencer se esconde el dios del catecismo; hay, en una palabra, el residuo de una hiperfilosofía que se parece, como la religión, al culto de ese desconocido que se afirma al mismo tiempo desconocer afirmando que se lo conoce en cierta medida desde que se lo hace objeto de veneración. En este estado de espíritu la filosofía se limita al estudio de los fenómenos (apariencias) y el concepto de evolución no implica de ninguna manera que la realidad deviene.
Para el materialismo histórico, por el contrario, el devenir, es decir, la evolución, es real, más aún, es la realidad misma, así como es real el trabajo, que es el desarrollo del hombre que asciende de la vida inmediata (animal) a la libertad perfecta (que es el comunismo) . Con esta inversión práctica del problema del conocimiento nosotros tenemos en la mano toda la ciencia en tanto que es nuestra obra. ¡Una nueva victoria sobre el fetiche! Saber es para nosotros una necesidad que empíricamente se origina, se pule, se perfecciona y se sirve de medios y de una técnica, como toda otra necesidad. Nosotros conocemos poco a poco lo que nos es necesario conocer. Experimentar es crecer, y lo que llamamos progreso del espíritu no es otra cosa que la acumulación de energías de trabajo. Es a esta tarea prosaica que se reduce el carácter absoluto del conocimiento, que fué para los idealistas un postulado de la razón o una argumentación ontológíca[8]. Esta cosa (llamada cosa en sí) , que no se conocerá ni hoy ni mañana, que no se conocerá jamás, y que se afirma no poder conocer, no puede pertenecer al dominio del conocimiento, porque no puede haber un conocimiento de lo incognoscible. Si semejante preocupación entra en el círculo de la filosofía es porque la conciencia del filósofo no es toda conformada de ciencia, sino que se compone aún de gran número de elementos sentimentales y afectivos, de donde, por el impulso de un temor y por el camino de la imaginación y del mito nacen com.binaciones psíquicas, que de la misma manera que otras veces han impedido el desarrollo del conocimiento racional, igualmente obscurecen ahora el dominio del saber reflexivo y prosaico. Tomemos como ejemplo la muerte. Teóricamente está implicada en la vida. La muerte, que parece tan trágica al individuo complejo, que aparece a la intuición común como el organismo verdadero y propio, es inmanente a todos los primeros elementos de la substancia orgánica, por consecuencia de la extrema inestabilidad y reducida plasticidad del protoplasma. Pero otra cosa es el temor a la muerte, es decir, ¡el egoísmo de vivir! Y es lo mismo con todas las otras afectividades e inclinaciones pasionales, que en sus derivados míticos, poéticos y religiosos, arrojaron, arrojan y arrojarán, en proporciones diferentes, sus sombras sobre el terreno de la conciencia. La filosofía del hombre puramente teórico, que contempla todas las cosas desde el aspecto de su propio ser, sería, en algún aspecto, la tentativa de hacer pasar el pensamiento abstracto sobre todo el campo de la conciencia, sin que encuentre allí desviación, ni rozamiento. ¡Este será Baruch Spinoza, el verdadero héroe del pensamiento, que se contempla a sí mismo en tanto que los sentimientos y las pasiones, como fuerzas de un mecanismo interno, se transforman en él en objetos de estudio geométrico! Esperando que en una humanidad futura de hombres casi transhumanizados el heroísmo de Baruch Spinoza devenga la virtud corriente de todos los días, y que los mitos, la poesía, la metafísica y la religión no estorben más al dominio de la conciencia, estemos satisfechos que hasta aquí y por el momento, la filosofía, tanto en su sentido diferenciado como en el otro, haya servido y sirva, con respecto a la ciencia, a mantener la clarividencia de los métodos formales y de los procedimientos lógicos, y, con respecto a la vida, a disminuir los impedimentos que en el ejercicio del pensamiento libre presentan las proyecciones imaginarias de las afecciones, de las pasiones, de los temores y de las esperanzas, es decir, que ayude y que sirva, como diría precisamente Spinoza, a vencer la imaginatio y la ignorantia.
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[1] Ver Marx. Zar Kritik der politischcn Oekonomie. Berlín. 1859, pág. 6, y Engels, Ludwig Feuerbach, 2° edición, 1888, págs. III-IV.
[2] Alguna vez he preguntado a Engels si quería dejar examinar el manuscrito, no por mí, sino por el anarquista Mackay, que se interesa especialmente por Stimer, y me contestó que, desgraciadamente, todos esos papeles estaban medio comidos por las ratas.
[3] A excepción de los primeros capítulos del Antidühring, que tienen, por otra parte, un carácter polémico, y del estudio de Engels sobre Fcaerbach, que no es en el fondo más que un largo resumen de un libro con algunas observaciones retrospectivas y personales.
[4] Antidühring. (Ver también: L. Feaerbach y el fin de la filosofía clásica, Engels. — (N. del T.).
[5] Esta palabra (discipulina) indica precisamente que son razones didácticas las que deciden algunos grupos de conocimientos.
[6] Le Monisme lien entre la Religión et la Science, traducción de G. Vacher de Lapouge, París, 189 7.
[7] Tengo al alcance de mí mano un libro curioso (¡de XXIII-53 9 páginas in 8°!) del profesor R. Wahle, de la Universidad de Czernowitz, que tiene por objeto demostrar (no doy el título, que es muy largo y descriptivo, edit. Braumüller. Viena, 189 6), que la filosofía ha llegado a su fin. Desgraciadamente el libro entero está consagrado a la filosofía. ¡Es que, para negarse, la filosofía debe afirmarse!
[8] El postulado de lo absoluto estaba aún implícito en las pruebas de la existencia de Dios, y especialmente en el argumento ontológico. En mí, ser finito e imperfecto, que no tiene más que un conocimiento limitado, existe el poder de pensar el ser infinito y todo perfecto, que concKC todas las cosas. Luego yo mismo soy. . . ¡perfecto! Y he aquí que Descartes hace (en unos párrafos raramente indicados por los críticos) este singular pasaje dialéctico, que es para él, sin embargo, una simple duda: "Pero quizá yo también sea alguna otra cosa que no me imagino, y que todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de un Dios estén en alguna manera en potencia en mí. aunque no se manifiesten aún y en nada hagan sentir su acción. En efecto, experimento ya que mi conocimiento aumenta y se perfecciona poco a poco; y no veo nada que pueda impedir que no aumente progresivamente así hasta el infinito, ni tampoco por qué, así desarrollado y perfeccionado, yo no pueda adquirir por medio suyo todas las otras perfecciones de la naturaleza divina, ni, en fin, por qué el poder que tengo para la adquisición de esas perfecciones, si es verdad que está ahora en mí. no sería suficiente para producir lag ideas". (Oeavres de Descartes, edic. Cousin, I. págs. 282-83).