Roma, mayo 10 de 1897.
¡Si al menos los dos autores del socialismo científico — me sirvo de esta expresión no sin temor, porque debido al mal empleo que a menudo se hace de ella, algunos le dan un cierto sentido ridículo, sobre todo cuando se lo quiere comprender como la ciencia universal — , hubieran sido, no diré santos de la vieja leyenda, sino hacedores de proyectos y sistemas, que se hubiesen entregado, por la forma clásica y por la nitidez de las líneas, a la admiración fácil! No; ellos han sido críticos y polemistas, no solamente en lo que escribieron, sino también en la manera de obrar, y jamás han exhibido sus propias personas y sus ideas como ejemplo y modelo; han interpretado las cosas mismas, es decir, los procesos histórico-sociales, en un sentido revolucionario, pero jamás juzgaren las grandes transformaciones sociales de acuerdo al grado de su impulsividad personal o imaginativa. ¡Inde las irae de tantos! ¡Si al menos hubieran sido de esos profesores repletos de humanidad, que de tiempo en tiempo descienden de su pedestal para honrar con sus consejos al pueblo miserable y piadoso, tomando hoy una actitud y mañana otra, como protectores y mecenas de la cuestión social! Lejos de eso; identificándose con la causa del proletariado, hicieron una sola y misma cosa la conciencia y la ciencia de la revolución proletaria. Revolucionarios de alma desde todos los puntos de vista (pero ni apasionados ni apasionantes) , jamás propusieron planes acabados, ni artificios políticos, sino que, por el contrario, explicaban teóricamente y ayudaban prácticamente a la nueva política que el nuevo movimiento obrero sugiere y afirma como una necesidad actual de la historia. En otros términos, lo que puede parecer casi increíble, ellos han sido en algo diferentes de los socialistas y en algo más que simples socialistas; y, en efecto, muchos que no son más que simples socialistas o revolucionarios todavía más simples, a menudo los tienen, no diré por sospechosos, sino por camaradas para los que se tiene antipatía y aversión.
No se terminaría nunca si se quisiera enumerar las razones que durante tan largo tiempo han retardado la discusión objetiva del Marxismo. Usted sabe bien que hoy por hoy el materialismo histórico es considerado en Francia, por algunos escritores que pertenecen al ala izquierda de los partidos revolucionarios, no como un producto del espíritu científico, sobre el que la ciencia tiene en verdad incontrastable derecho de crítica, sino como las tesis personales de dos escritores, que por grandes y notables que hayan sido, {no son nunca más que dos entre todos los otros jefes de escuela del socialismo, por ejemplo, entre los X. . . [1] del universo! Para ser más claro: contra esta doctrina no se han levantado sclamente todas estas buenas y malas razones que generalmente obstaculizan e impiden las innovaciones del pensamiento, especialmente entre los sabios de profesión, sino que, muy a menudo, las objeciones han nacido por este motivo muy especial: que las teorías de Marx y de Engels eran consideradas como opiniones de compañeros de lucha, y apreciados, por lo tanto, de acuerdo a los sentimientos de simpatía o antipatía que despertaran estos compañeros. Y es esta una de las extrañas consecuencias de la democracia prematura, pues nada se puede levantar para controlar a los incompetentes, ¡ni aún la lógica!
Pero hay más aún. Con la aparición del primer volumen de El Capital, en 1867, los profesores y los académicos, especialmente en Alemania, recibieron como un gran golpe en la cabeza. Era una época de indiferencia por la ciencia económica. La escuela histórica no había producido aún en Alemania los voluminosos, a menudo pesados, pero útiles trabajos publicados después. En Francia, en Italia y en Alemania misma, las muy vulgares derivaciones de esta economía vulgar, que entre 1840 y 1860 habían ya obliterado la conciencia crítica de los grandes economistas clásicos, llevaban una vida raquítica. Inglaterra se había dejado estar desde que Stuart Mili, que si bien fué un lógico de profesión, lo mismo que un célebre tipo de nuestro teatro cómico, permanece siempre en los aspectos decisivos, entre el sí y el no del parecer del contrario. En ese momento nadie había reparado en esta neoeconomía de hedonistas, que acababa de nacer. En Alemania, donde Rodbertus es casi ignorado y en donde, por razones evidentes, Marx debía ser leído antes que en otros países, figuraban como maestros los genios de la mediocridad, y por encima de todos aquel famoso hacedor de notas eruditas y minuciosas que continúan a los párrafos llenos de definiciones verbales y a veces tontas, que fuá el señor Roscher. El primer volumen de El Capital parece escrito a propósito para preparar los cerebros de los profesores y académicos para una triste sorpresa: ¡ellos, los sabios con título, en el país privilegiado de los pensadores, debían volver a la escuela! Más aún, perdidos en los detalles infinitos de la erudición, o deseosos de convertir la economía en una escuela apologética, o preocupados por hallar aplicaciones plausibles a una ciencia llegada del otro lado del mar a la vida muy disforme de su propio país, los profesores de la tierra de los sabios por excelencia habían olvidado el arte del análisis y de la crítica. El Capital los obligaba a comenzar por el principio, es decir, a volver a las primeras nociones. Este libro, en efecto, bien que haya salido de la pluma de un comunista extremo y resuelto, no lleva en él ningún rasgo de protestas o de proyectos subjetivos, sino que es el análisis despiadadamente riguroso y cruelmente objetivo de los procesos de la producción capitalista. En el periodista revolucionario de 1848, en el expatriado de 1849 había, pues, algo de más terrible que la continuación o el complemento de este socialismo que la literatura burguesa del mundo entero había definido como un sueño de difuntos y como una fase política completamente sin sentido desde la caída del Cartismo y desde que triunfa en Francia el hombre siniestro del golpe de Estado. Era preciso, pues, volver a estudiar la economía; es decir: la economía entraba en un período crítico. Es necesario agregar, para ser enteramente exactos, que más tarde, desde 1870 y crescendo desde 1880, los profesores alemanes se han puesto a la revisión crítica de la economía, con la diligencia, la persistencia, la buena voluntad y la aplicación que los sabios de ese país aportan siempre a toda clase de estudios. Bien que nosotros no podamos aceptar siempre todo lo que escriben, es verdad, sin embargo, que gracias a ellos el terreno de la economía ha sido renovado por los que estudian como profesores y como académicos, y que esta disciplina no puede ser estudiada en adelante como un simple pigrorum doctrina. Recientemente el nombre de Marx se ha hecho tan elegante que suena en las facultades como el tema preferido de la crítica y de la polémica, y se lo cita y se lo discute y no se contentan simplemente con compadecerlo o insultarlo. Actualmente la literatura social de Alemania está toda empapada del recuerdo de Marx.
Pero no podía ser así en 1867. El Capital se había publicado en el momento mismo en que la Internacional comenzaba a hacer hablar de sí, y surgía terrible no sólo por lo que fué intrínsecamente y por lo que hubiera sido sin el grave golpe asestado por la guerra franco-prusiana y por el trágico incidente de la Comuna, sino también por las exageraciones fogosas de algunos de sus miembros y por los ardides estúpidamente revolucionarios de algunos de los que entraron como intrusos. ¿No era evidente que el ''Discurso inaugural de la Internacional de los trabajadores" (discurso en el que todos los socialistas aún hoy pueden aprender algo) había salido de la pluma de Marx, y no había razón de atribuirle los actos y las deliberaciones prácticas y políticas más terminantes de la Internacional misma? Y, cuando un revolucionario de la lealtad incontrastable y de la singular perspicacia que fué Mazzini, pudo permitirse confundir la Internacional, a la que se consagraba Marx, con la Alianza Bakuninista, ¿qué hay de asombroso que los profesores alemanes hayan tenido dificultades para entablar una crítica doctrinal con el autor de El Capital? ¿Cómo se podía entrar tan rápido en discusiones y tratar de igual a igual a un individuo que, mientras que estaba colgado en efigie en todas las leyes de excepción de Julio Favre y secuaces, y se lo consideraba como cómplice moral de todos los actos de los revolucionarios, con sus errores y extravagancias, publica precisamente entonces un libro magistral, nuevo Ricardo, que estudia impasible los fenómenos económicos more geométrico? De ahí un curioso método de polémica, de ahí una especie de proceso a las intenciones del autor, pues se esforzaban en hacer creer que esta ciencia había sido elaborada, por así decir, para disfrazar las tendencias; en una palabra, la polémica tendenciosa sustituye durante muchos años al análisis objetivo[2].
Pero, lo que es peor aún, es que los efectos de esta crítica groseramente enunciada se hacen sentir hasta en el espíritu de los socialistas, y especialmente en la juventud intelectual que de 1870 a 1880 se consagra a la causa del proletariado. Muchos renovadores fogosos de esta época — en Alemania la cosa es más evidente porque aquella ha dejado rastros en las polémicas del partido y en la literatura de propaganda — , se proclaman discípulos de las teorías marxistas, pero tomando por auténtico el Marxismo más o menos inventado por los adversarios. El caso más paradojal de todo este equívoco es que los que van a las conclusiones fáciles, como sucede aún hoy con los nuevos llegados, mezclando las cosas viejas con las cosas nuevas, han creído que la teoría del valor y de la plus-valía, tal como se la presenta ordinariamente en las exposiciones corrientes, contiene hic e nunc la regla práctica, la fuerza impulsiva y también la legitimidad moral y jurídica de todas las reivindicaciones proletarias. ¿No es una gran injusticia que millares y millares de hombres sean privados del fruto de su trabajo? ¡Esta afirmación es tan simple y tan conmovedora que todas las nuevas bastillas deberán caer de un golpe ante las nuevas trompetas de Jerícó, científicamente tocadas! Esta simplificación extrema encuentra apoyo en numerosos errores teóricos de Lassalle, en aquellos que son el producto de la insuficiencia de sus conocimientos (¡la ley de bronce de los salarios!, es decir, una semiverdad que se trueca en completo error por defecto de especificación circunstanciada), como también en los que se pueden llamar, para este caso, los expedientes de agitador (las célebres cooperativas subvencionadas por el Estado). Por otra parte, aquellos que limitan su profesión de fe socialista a la simple deducción de la reconocida explotación, a la reivindicación admitida únicamente porque es legítima de los explotados, no tienen más que dar un paso sobre el terreno bastante resbaladizo de la lógica para reducir toda la historia del género humano a un caso de conciencia, y el desenvolvimiento sucesivo de todas las formas de la vida social, a variaciones de un constante error de contabilidad.
En resumen, de 1870 a 1880, y aún algo más tarde, se ha formado poco a poco alrededor del concepto vago de una cierta cosa, es decir, del socialismo científico, una especie de neo-utopismo, que, como los frutos fuera de estación, son por completo insípidos. ¿Y qué es esta otra cosa más que utopismo, al que falta el genio de Fourier y la elocuencia de Considerant, sino algo que mueve a risa? Este nuevo utopismo, que florece de tiempo en tiempo, se lo conoce muy bien en Francia: no serviría sino para las luchas sostenidas contra otras sectas y otras escuelas; para que los valientes de entre nuestros amigos, que se proponen y se saben los primeros en el programa del partido obrero revolucionario, dirijan al socialismo por el camino de la conciencia de clase y de la conquista progresiva del poder político por el proletariado. No es más que en la experiencia de la lucha práctica, en el estudio cotidiano de la lucha de clases, no es más que en el constante ensayo de nuevas fuerzas proletarias ya reunidas y concentradas, que nos es dado pesar las probabilidades del socialismo; si no, se es y se permanecerá siendo utopista, aún en el nombre venerado de Marx.
Contra esos neo-utopistas, como también contra los sobrevivientes de las antiguas escuelas, y contra las variadas desviaciones del socialismo contemporáneo es que nuestros dos autores siempre y constantemente han aguzado las lancetas de su crítica. Así como en su larga carrera hicieron de su ciencia la guía de su acción práctica y dedujeron de la acción práctica la materia y la indicación para una ciencia más profunda, jamás trataron la historia como a un caballa para montar y poner al trote, y no se preocuparon nunca en buscar fórmulas capaces de reanimar ilusiones momentáneas; de la misma manera fueron inducidos por la necesidad de las cosas a hacer crítica áspera, violenta y resuelta a todos aquellos que a sus ojos aparecían como capaces de obstruir el movimiento proletario. ¿Quién no se acuerda de los Proudhonianos, por ejemplo, con sus pretenciones de destruir el Estado haciendo abstracción de él por la razón, como aquellos que cierran los ojos para no ver; de los Blanquistas de otrora, que querían por la fuerza poner la mano sobre el Estado y hacer después la revolución; de Bakunin, que se desliza subrepticiamente en la Internacional, de donde es expulsado, y de la pretención de tantas escuelas de socialismo y de la competencia de tantos capitanes?
Desde el desmenuzamiento del candido Weitling[3] en una discusión oral, hasta su terrible crítica al programa de Gotha (1875), publicada en verdad muy tardíamente (1890), la vida de Marx no ha sido más que una lucha continua, no sólo contra la burguesía y contra la política que ésta representa, sino contra las diferentes corrientes, revolucionarias o reaccionarias, que injustamente o sin razón han tomado el nombre de socialismo. Estas luchas se hacen acerbas en la Internacional, hablo de aquella de gloriosa memoria, que ha dejado hasta hoy rastros tan profundos en toda la acción moderna del proletariado, y no de la caricatura que se ha hecho después. La mayor parte de las polémicas contra el marxismo, reducida, en la imaginación de algunos críticos, a una simple variedad de escuela política, es debido a la tradición de estos revolucionarios que, especialmente en los países latinos, han reconocido a Bakunin como jefe y maestro. Los anarquistas de hoy, ¿qué repiten sino las dolencias y los errores de los tiempos pasados?
Hace una veintena de años, con excepción de los sabios que rumian entre ellos las cosas que leen en los libros, la generalidad del público italiano quizá no sabía sobre los fundadores del socialismo científico más que lo que la memoria había retenido de las invectivas de Mazzini y de las maledicencias de Bakunin.
Y he aquí que el comunismo crítico, que queda admitido tan tarde en los honores de la discusión de los círculos de la ciencia oficial, ha tenido en su contra, en el socialismo mismo, la más grave de las adversidades: la enemistad de los amigos.
Todas estas dificultades fueron superadas o están en buen camino de desaparecer.
Nada es por la virtud intrínseca de las ideas, que no han tenido jamás ni pies para caminar, ni manos para asir, sino por el solo hecho de que por la sugestión imperiosa de las cosas, por todas partes donde nacieron partidos socialistas, los programas de éstos tomaron poco a poco una tendencia común y ha sucedido finalmente que los socialistas de todos los países se han colocado en el ángulo visual del Manifiesto de los Comunistas. ¿No le parece que en momento oportuno he celebrado su conmemoración? Las clases de explotadores de todo el mundo están en la tarea de crear a la masa de explotados condiciones casi idénticas; y es así cómo los representantes activos de estos explotados se hallan en un mismo camino de agitación y siguen un mismo criterio de propaganda y organización. Es lo que muchos llaman el marxismo práctico, ¡sea! ¿De qué sirve discutir las palabras? Cuando el marxismo se reduce a esta simple palabra, o al saludo del retrato de Marx, de su busto en yeso o de su efigie en medallas (sobre estos símbolos inocentes la policía italiana prueba a menudo su buen humor) , el hecho es que esta unidad simbólica significa que la unidad real está en vías de desenvolverse, y que el proletariado del mundo entero se une, poco a poco, en una misma igualdad de tendencias, es decir, que la internacionalidad se elabora en él desde hace tiempo y lentamente por razones objetivas. Aquellos que se sirven del lenguaje de los decadentes de la burguesía, reemplazando, como es común, la cosa por el símbolo, dicen ahora que ello es el triunfo de Marx; es como si se dijera que el cristianismo es el triunfo (¿y por qué no decir el éxito?) de un señor Jesús de Nazaret, de un Jesús que, despojado y destituido de la calidad de hijo de Dios hecho hombre, es, en el estilo almibarado de vuestro Renán, un hombre tan infantilmente divino que se asemeja a un Dios.
Ante esta experiencia intuitiva de la política del socialismo, lo que es lo mismo decir de la política del proletariado, han caído las viejas divergencias de escuela, de las cuales algunas eran en verdad variedades y mescolanzas de vanidad literaria, para dar lugar a las divergencias útiles que nacen espontáneamente de las diferentes maneras por las que se tratan los problemas prácticos. En la realidad, in concreto, es decir, en el desenvolvimiento positivo y prosaico del socialismo, poco importa que todos sus jefes, sus condottieri, sus oradores y representantes, se avengan o no a una doctrina, y que de ella hagan o no profesión de fe pública. El socialismo no es ni una iglesia ni una secta a la que falta un dogma y una fórmula fija. Si muchos hablan hoy del triunfo del Marxismo, esta expresión enfática, cuando se la reduce a una forma cruelmente prosaica, significa que en adelante nadie puede ser socialista si no se pregunta a cada instante: ¿qué es necesario pensar, decir o hacer en interés del proletariado? Ya no hay más lugar para los dialécticos, que en realidad son sofistas, como lo fué Proudhon, ni para los inventores de sistemas sociales subjetivos, ni para los fabricantes de revoluciones privadas[4] . La indicación práctica de lo que es factible es dado por la condición del proletariado, y esta condición puede ser apreciada y medida precisamente porque hay la medida del marxismo (hablo aquí de la cosa real y no del símbolo) como doctrina progresiva. Las dos cosas — lo mensurable y la medida — a distancia suficiente, no son más que una sola cesa desde el punto de vista general del proceso histórico.
Y, en efecto, mientras los contomos del socialismo como acción práctica se van precisando, todas las ideologías y todas las poesías antiguas se evaporan, no dejando tras de sí más que un simple recuerdo de palabrerías. A un mismo tiempo se ha intensificado en el seno de la ciencia académica, por todas partes y en todo sentido, el criticismo de la doctrina económica. Marx ha vuelto de su exilio después de muerto al círculo de la ciencia oficial, al menos como un adversario con el que no es posible bromear. Y lo mismo que los socialistas han llegado, por vías tan diversas, a la conciencia prosaica de una revolución que no puede ser forjada, sino que se hace porque deviene, igualmente se ha preparado poco a poco un público para el cual el materialismo histórico es ciertamente una necesidad intelectual. En estos últimos años, como usted sabe, muchos son los que hablan de esta doctrina, a menudo mal y aún disparatando, pero no importa. Pues, mirando todo esto de cerca, nosotros no llegamos con retardo. En mi juventud muchas veces he oído repetir que Hégel había dicho: sólo uno de mis alumnos me ha comprendido. Esta pequeña historia no ha podido ser comprobada porque hasta ahora no se ha identificado al discípulo perfecto. Esta historia puede ser repetida hasta el infinito para todos los sistemas y para todas las escuelas. Como en materia de actividad intelectual no hay sugestión posible, y como el pensamiento no va mecánicamente de un cerebro a otro, los grandes sistemas no se expanden más que a consecuencia de la similitud de las condiciones sociales de que disponen y arrastrando consigo muchos espíritus al mismo tiempo. El materialismo histórico se expanderá, se precisará y tendrá también una historia. Según los países, será su colorido y modalidad diversas. Esto no acarreará ningún mal siempre que no se desvirtúe el núcleo filosófico, por así decir, que hay en el fondo; siempre que se respeten, por ejemplo, estos postulados: en el proceso de la praxis está la naturaleza, es decir, la evolución histórica del hombre; (y, hablando de praxis, bajo este aspecto de totalidad se quiere eliminar la oposición vulgar entre práctica y teoría, porque, en otros términos, la historia es la historia del trabajo, y como, por un lado, en el trabajo así integralmente comprendido está comprendido el desenvolvimiento respectivamente proporcionado y proporcional de las aptitudes mentales y de las aptitudes activas, lo mismo, por otra parte, en el concepto de la historia del trabajo está comprendida siempre la forma social del trabajo mismo, y las variaciones de esta forma), el hombre histórico es siempre el hombre social, y el pretendido hombre pre-social o supra-social es un hijo de la imaginación, etc.
Y. . . me detengo aquí, primero y ante todo, para no repetirme y para no volver a decirle parte de las cosas que ya he escrito en mis Ensayos — de lo que creo que usted no tiene necesidad, ni yo tampoco . . .
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[1] ¡Entre estos X. . . abro un concurso!
[2] "Marx parte de este principio. . . que el valor de las mercancías es determinado exclusivamente por la cantidad de trabajo que ellas contienen. Y, si en el valor de las mercancías no hay más que trabajo, si la mercancía no es más que trabajo cristalizado, evidentemente ella debe pertenecer en sn totalidad al trabajador, y ninguna parte de ella debe ser apropiada por el capitalista. Si, pues, el obrero no recibe en verdad más que una parte del valor que él ha producido, esto no puede ser más que por efecto de una usurpación". Así se expresa Loria en la pág. 462 de la Nuova Antología, febrero de 1895, en su muy conocido artículo: L'opera postuma di Carlo Marx. Cito esta página, que no es la única de este calibre que haya escrito Loria, únicamente para dar un ejemplo de lo que resulta hacer una traducción libre de Marx al estilo de Proudhon. Y es en tales traducciones libres que han bebido, de 1870 a 1880, aquellos que están siempre dispuestos a creer y a afirmar, de los que hablaré más adelante.
[3] El ruso Annenkoff. que de ello ha sido testigo, habla de él, al mismo tiempo que de muchas otras cosas, refiriéndose a Marx, en Vjestnik Jevropy en 1880. (Ver la reproducción de la Neue Zeit, mayo de 1888).
[4] Escribiendo esto en mayo de 189 7, evidentemente no podía prever los levantamientos italianos de mayo de 1898. Pero estos levantamientos no desmienten en nada mi afirmación. Aquéllos no han sido ni queridos, ni preparados, ni apoyados por ninguna secta, por ningún partido. Han sido un verdadero ejemplo de anarquía espontánea. Por otra parte, las causas de estos movimientos fueron expuestas con gran claridad y coraje en el Giornale degli Economisti, y este estudio definitivo es tanto más notable por haber aparecido en el momento mismo de los desórdenes, ya que fué publicado en el número del 1° de junio. — (Nota de la edición francesa).